Jugando con fuego - Ally Blake - E-Book
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Jugando con fuego E-Book

Ally Blake

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Beschreibung

Cuando los opuestos se atraen saltan chispas Dylan Kelly era un magnate de los negocios sin un pelo de tonto que ponía firmes a los hombres y hacía derretirse a las mujeres… Wynnie Devereaux era la chica inteligente, preciosa y algo atolondrada a la que Dylan había puesto muy nerviosa, y a la que había hecho sentir un tanto frustrada, de muchas maneras diferentes… El poderoso ejecutivo y la antigua activista no deberían haberse llevado bien, pero la pasión se desató entre ellos. ¿Se quemaría Wynnie Jugando con fuego?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Ally Blake. Todos los derechos reservados.

JUGANDO CON FUEGO, Nº 1930 - marzo 2012

Título original: Getting Red-Hot with the Rogue

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-563-4

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

SEÑOR Kelly?

Dylan levantó la vista del escritorio y miró a su asistente. Eric estaba en el umbral, temblando.

—Dispara.

—Yo… Hay… No sé cómo…

Dylan soltó el aliento lentamente, echó atrás la silla y apoyó la barbilla sobre los dedos.

—Respira hondo. Cuenta hasta diez. Haz un esfuerzo por recordar que soy un hombre muy ocupado, muy importante, así que ve al grano.

—Tengo que utilizar su ordenador un momento.

—Adelante —Dylan echó atrás la silla para darle espacio.

Eric se paró delante del equipo y tecleó algo a toda velocidad.

—Un amigo mío trabaja para un portal de noticias online y me ha dicho que hay algo que tengo que ver. Esta dirección debería llevarnos directamente.

Dylan contrajo la mandíbula.

—En serio, chico. Si has venido hasta aquí temblando de miedo porque algún blog de pacotilla tiene imágenes mías en las que le doy espaguetis y albóndigas a esa buceadora olímpica que conocí en Luxemburgo la semana pasada…

El resto de palabras no salió de su boca. En un abrir y cerrar de ojos, deslizó la silla hasta su sitio y se paró delante de la pantalla. Eric tuvo que apartarse de su camino para no ser arrollado.

No se trataba de la buceadora, ni nada parecido. En la esquina norte del parque que separaba la Torre Kelly de la concurrida George Street de Brisbane, había una escultura plateada con forma zigzagueante de seis metros de altura. El monumento simbolizaba el progreso y la prosperidad con las que se identificaba la corporación Kelly Investment Group. Normalmente la escultura servía de refugio a algunas palomas extraviadas, pero ese día se había convertido en la trinchera de innumerables reporteros cargados con cámaras, grabadoras y micrófonos. Semejante revuelo, como era de esperar, había llamado la atención de decenas de curiosos, que formaban una espesa multitud alrededor.

No era de extrañar.

Según lo que podía ver, a través de la espesa cortina de dolor que se cernía sobre sus sienes, una mujer se había esposado a la escultura. La multitud se abrió de repente y el amigo de Eric se coló en el hueco con su cámara. Era una joven de piel clara y ojos oscuros, con el pelo castaño y rizado. El viento se lo alborotaba constantemente y tenía que apartárselo de la cara una y otra vez. Llevaba una especie de camiseta con un estampado floral, ceñida y suelta al mismo tiempo… La clase de prenda que podría haber distraído a un hombre débil, sin voluntad. Y esos pantalones blancos hasta la pantorrilla, combinados con unas sandalias de color rosa y tacón alto…

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Eric, abrumado.

Dylan se sobresaltó. Se había quedado tan ensimismado observando a aquella extraña joven, que casi se había olvidado de su asistente. Puso la mano sobre el ratón para cerrar la ventana de la página web, pero en ese preciso momento una ráfaga de viento le apartó el pelo de la cara a la joven. Ella miró directamente a la cámara…

La mano de Dylan se detuvo. Aquellos ojos marrones, indefensos, enormes, preciosos… Sintió un vuelco en el estómago. Apretó los dientes. Y entonces ella se humedeció los labios y parpadeó varias veces, batiendo las pestañas una y otra vez. Miró hacia la izquierda, bajó un poco la barbilla y le sonrió con coquetería a la persona que estaba detrás de la cámara.

Dylan masculló un juramento, cerró de golpe la página web. No debía de ser más que otra de esas cazafortunas a las que tan bien conocía… Se levantó de la silla y fue hacia la puerta rápidamente.

—¡Señor! —gritó Eric.

Dylan gesticuló con la mano por encima del hombro y fue directamente hacia los ascensores, ignorando todos los saludos y sonrisas que se sucedían a su paso.

—¡Dígame qué puedo hacer! —exclamó Eric, alcanzándole por fin. Tenía la cara roja como un tomate y apenas podía respirar.

—Quédate aquí —le dijo Dylan al tiempo que las puertas del ascensor se cerraban—. Y dile a tu madre que llegarás tarde a casa. Me parece que hoy va a ser un día muy largo.

A Wynnie le dolían las muñecas.

«Eso es lo que pasa cuando no ensayas un poco antes», se dijo.

Siempre tan profesional, hizo todo lo posible por disimular el dolor. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y les sonrió a los reporteros. No sabían que estaban a punto de convertirse en sus mejores amigos.

—¿Pero qué le ha hecho KInG? —le preguntó una voz proveniente de atrás.

Wynnie miró hacia la cámara más cercana y, discretamente, apartó el pelo que el viento le había pegado al brillo de labios.

—Nunca me han devuelto las llamadas. Muy típico, ¿no? —puso los ojos en blanco.

Muchas de las mujeres que estaban entre la multitud murmuraron algo.

Wynnie las miró a todas a los ojos.

—La semana pasada me entrevisté con políticos importantes tanto del gobierno local como del central para intentar reducir el impacto de cada ciudadano en el medio ambiente de esta ciudad. Todos esos trabajadores, gente con familia e ingresos medios, están llenos de ideas y entusiasmo. Sin embargo, Kelly Investment Group, la empresa más grande de la ciudad, una empresa con cientos de empleados y un enorme capital, se ha negado una y otra vez a sentarse a hablar conmigo.

La gente la ovacionó de nuevo, cada vez con más fuerza.

—¿Y por qué se iba a sentar a hablar contigo Kelly Investment Group? —preguntó alguien desde el final de la multitud.

Wynnie se mordió el labio para no echarse a reír. La pregunta la había hecho Hannah, su amiga y compañera en Clean Footprint Coalition. La joven se escondía detrás de un enorme vaso de café y miraba a una reportera como si hubiera sido ella quien hubiera hecho la pregunta. Wynnie esperó a que la multitud se calmara un poco. Se inclinó hacia delante y apoyó las manos detrás.

—Chicos, hoy voy a necesitar que hagáis un esfuerzo por recordar a aquellos ecologistas de los ochenta que se encadenaban a los bulldozers para impedir la tala de árboles. Recordad a todos estos gigantes corporativos del siglo XXI como Kelly Investment Group…

Era mejor usar el nombre completo de la empresa en vez de la arrogante abreviatura que ellos mismos debían de haber acuñado.

—Ellos son los nuevos chicos malos. Colectivos poderosos con recursos e influencias que hacen la vista gorda. Nosotros cerramos el grifo mientras nos duchamos, reciclamos los periódicos, desenchufamos los dispositivos eléctricos cuando no los estamos usando… ¿No?

La gente sonrió a su alrededor. La ola de solidaridad la sacudió por dentro. Su corazón retumbaba. La piel le escocía… El dolor de las muñecas había desaparecido.

—¿Sabíais que…? —preguntó, bajando el tono de voz—. ¿Sabíais que esta escultura está encendida las veinticuatro horas del día? Sí. Incluso en este momento, a media tarde, con el sol de Brisbane brillando en el horizonte, tiene nada menos que treinta bombillas encendidas. ¡Treinta!

Todos se volvieron hacia la escultura con caras de pocos amigos. Ya casi se olía la sangre en el aire.

Los jefes de Wynnie habían hecho bien su trabajo. Habían investigado a las cadenas de tiendas de ropa más vanguardistas, cadenas de televisión, cafeterías nacionales… Y todos los indicios los habían llevado de vuelta al mismo sitio. Los Kelly… Ellos eran la familia más famosa y respetada de toda la ciudad. Sus influencias no conocían límite y su poder era casi infinito.

—Soy una ciudadana preocupada —dijo, prosiguiendo—. Y todos vosotros también, y mis compañeros, el grupo ecologista conocido como Clean Footprint Coalition. Kelly Investment Group, en cambio, junto con todos los clientes a los que representa, es la maquinaria más grande a la que jamás os enfrentareis.

—¡Sí! —gritó Hannah.

La multitud reprodujo el grito, que se propagó como una onda expansiva por toda la plaza.

Wynnie se tragó una sonrisa victoriosa. Cuánto le gustaba su trabajo en momentos como ése… Se sentía como si pudiera cambiar el mundo. La descarga de adrenalina era mejor que el chocolate, mejor que una piña colada dentro del estómago vacío, mejor que el sexo… Por suerte dedicaba tanto tiempo al trabajo que ya casi no recordaba cómo era esto último. Afortunadamente una oleada de ruidos procedentes de la multitud la sacó de esos pensamientos que la llevaban a considerar los motivos de aquella abstinencia accidental. Se dio la vuelta y llegó hasta donde le permitieron las esposas. El hombro casi se le dislocó. Respiró profundamente, disimulando. Todas las cámaras apuntaban a la torre Kelly, y ella sabía por qué.

Todo ángel salvador necesitaba un villano…

Wynnie sintió un cosquilleo de expectación… ¿Quién sería? ¿Un guarda de seguridad con sobrepeso? ¿Algún lacayo dispuesto a echarla de allí?

—¡Kelly! —gritó de pronto un tipo de la radio.

—¡Eh, por aquí! —gritó otro, dándole instrucciones a su compañero.

¿Kelly?

Wynnie frunció el ceño. ¿Acaso uno de los dioses se había dignado a bajar del Olimpo? Resultaba difícil de creer. Buscó a Hannah entre la multitud. Ésta se apoyaba en los hombros de un reportero y trataba de averiguar de cuál de los Kelly se trataba. Mientras escudriñaba a la multitud, Wynnie repasó la lista de miembros del clan Kelly. No podía ser Quinn Kelly, el director de la empresa. ¿Brendan Kelly, quizá? Él era el segundo al mando, el heredero del trono corporativo, poco amigo de la prensa. Si era cualquiera de los dos, esos zapatos que se había puesto no le servirían de nada.

Cuánto le gustaban sus zapatos. Era lo único que se había llevado consigo al dejar Verona.

Como el hermano pequeño, Cameron, ingeniero de profesión, no trabajaba en la empresa familiar, ni tampoco Meg, la hermana, entonces solo podía ser el que quedaba; aquél cuya foto había pegado en la puerta de su despacho y cuya cabeza había atravesado con un alfiler rojo.

Dylan Kelly, el vicepresidente y director de Relaciones Públicas, el hombre con el que llevaba tanto tiempo intentando contactar, la cara pública de KInG. El segundo en la línea de sucesión de la estirpe, después de Brendan Kelly, era un rostro muy conocido en la ciudad. Era fotografiado constantemente en compañía de hermosas mujeres y asistía a numerosas galas benéficas, eventos deportivos… Probablemente debía de ayudar que fuera uno de los hombres más hermosos que jamás había pisado la faz de la Tierra. Al ver su foto, casi se había dado de bruces con el borde de la mesa de reuniones. Si no hubiera sido uno de los villanos, hubiera trabajado gratis para declararle especie protegida.

—Señoras —dijo una voz profunda que hablaba desde su derecha—. Señores. Es un placer verles por aquí en esta mañana tan soleada y, si hubiera sabido que iba a haber una fiesta, hubiera pedido que trajeran unos aperitivos y sangría para todos.

Algunos se echaron a reír y otras suspiraron. Al ver que los micrófonos huían de su lado, Wynnie se dio cuenta de que estaba perdiendo audiencia. Respiró hondo, se apartó el pelo de la cara y se preparó para recuperarlos. Podría ser escandalosamente guapo y encantador, pero la justicia no estaba de su lado, y eso tenía que contar para algo. Por fin la multitud se abrió en dos y dejó paso a un hombre que iba directamente hacia ella. Camisa azul claro, corbata discreta de rayas finas, traje oscuro… No era precisamente la clase de demonio que tenía en mente. Pero cuanto más se acercaba, más detalles podía apreciar de aquel cuerpo extraordinario. Espaldas anchas, un pectoral firme… Aquel hombre era todo un derroche de poder. Tenía el rostro tan contraído que su barbilla parecía haber sido esculpida en mármol. Tenía el pelo rubio y corto, ligeramente alborotado, lo suficiente como para tentar a una chica. Pero aquello en lo que más se fijó Wynnie fueron esos ojos azul grisáceo, turbulentos y enigmáticos.

Y fue en ese preciso momento cuando se dio cuenta de que estaban clavados en ella. Aquella mirada intensa la atravesaba de lado a lado, traspasándole la piel, mirando en su interior. Era como si buscara respuesta para una pregunta que solo él conocía.

Wynnie sintió que la garganta se le cerraba. Tenía la boca repentinamente seca. Fuera cual fuera la pregunta, la única respuesta que podía formular su mente era «sí». Trató de permanecer erguida. Las esposas se le clavaban en la piel. De repente se vio en una posición de lo más complicada, indefensa… El pecho hacia delante y el cuello expuesto… Por primera vez desde el momento en que se puso las esposas, se preguntó si había sido una buena idea.

—Bueno, ¿cuál es el problema? —le preguntó él, mirando hacia la multitud.

Wynnie puso los ojos en blanco.

Él se tomó un momento antes de volverse hacia ella y clavarle la mirada nuevamente. Ella se irguió, le miró a los ojos y levantó una ceja. Él dio dos pasos adelante.

—Bien, ¿qué tenemos aquí?

Al ver todas las cámaras que le enfocaban desde detrás, Wynnie lo vio claro de repente. Aquel hombre era poco menos que un demonio; un demonio arrebatadoramente guapo con muchas influencias. Era el único que podía marcar la diferencia.

—Buenas tardes —le dijo, esbozando una sonrisa cortés.

Él se metió las manos en los bolsillos, tensando así la tela de la camisa en la zona del pecho.

—¿Qué tal?

—De maravilla —dijo Wynnie, haciendo un esfuerzo por no dejar de mirarle a los ojos—. Hace muy buen tiempo, ¿no cree?

Él hizo una mueca cercana a una sonrisa sarcástica. Se detuvo en seco, lo bastante cerca como para que Wynnie pudiera sentir la furia que manaba de su ominosa presencia. Apartó la vista de ella un momento, reparó en sus sandalias de tacón alto… A lo mejor temía que lo dejara estéril de una patada…

De pronto Wynnie sintió que recuperaba toda la valentía, pero no le duró mucho. Él se acercó aún más, lo bastante como para poder ver el fino vello que crecía sobre su mandíbula, los músculos de acero que parecían vibrar bajo la camisa…

Wynnie respiró hondo.

—Vaya multitud —le dijo él, lo bastante alto para que todo el mundo lo oyera.

Ella bajó la barbilla, parpadeó varias veces y esbozó una sonrisa optimista.

—Ya lo creo.

Un intenso murmullo se propagó entre la multitud. Pero no era eso lo que la hacía sentir ese calor abrasador en las mejillas, sino aquel brillo endiablado que chispeaba en los ojos azules de Dylan Kelly. Se puso erguida y, al hacerlo, tiró de los brazos, arañándose las muñecas aún más. Respiró hondo y trató de no hacer ningún gesto de dolor.

—Las esposas les hicieron venir, pero lo que les mantiene aquí es lo que tengo que decir.

—¿Y eso qué es? —le preguntó él.

Según lo que había leído sobre él en los informes, Dylan Kelly no era ningún estúpido, pero sí acababa de hacer un movimiento poco inteligente. Nunca era buena idea hacer preguntas cuya respuesta no se conocía delante de una multitud enardecida.

—Ya que me pregunta, justo antes de que decidiera honrarnos con su presencia, estuvimos de acuerdo en que su comportamiento es de lo más irresponsable, y en que ya es hora de que se pongan las pilas.

—Creo que esta mañana he salido de casa con ellas puestas. Además, no debería creerse todo lo que lee en las revistas. No soy tan malo. Mi madre me las ponía más a menudo de lo que cree y eso me convirtió en el hombre más… responsable del planeta.

Muchas de las féminas que estaban en la multitud soltaron risitas nerviosas. Wynnie se dio cuenta de que le estaban robando el protagonismo. Tenía que hacer algo al respecto.

—Señor Kelly… —dijo, adoptando un tono diplomático—. No dudo que haya salido con… las pilas puestas esta mañana. Pero como veo que lo que trato de decirle le ha entrado por una oreja y le ha salido por la otra, tendré que explicarme de otra manera.

La gente guardó silencio. Dylan Kelly la miró fijamente, como si pudiera ver dentro de ella, como si intentara averiguar de qué pasta estaba hecha.

—Bueno, entonces dígame qué es lo que quiere de mí —le dijo por fin en un tono muy bajo.

—Quiero que sea consciente de las consecuencias de sus prácticas empresariales, que sea consciente del ejemplo que da a sus empleados y clientes en lo que se refiere al impacto en el medio ambiente. Quiero que su empresa cumpla con lo que le toca y reduzca el impacto tan dramático que tiene sobre el medio ambiente.

—Mire… —le dijo Dylan, separando las piernas en un gesto desafiante—. No sé muy bien qué es lo que cree que hacemos, pero nos pasamos el día sentados frente al ordenador o pegados al teléfono móvil. No talamos tantos árboles como cree.

—A lo mejor no son ustedes los que empuñan las hachas, pero eso es lo que provocan con sus actos —Wynnie le sostuvo la mirada con valentía—. Escúcheme. Le prometo que dormirá mejor por las noches.

Dylan arrugó los párpados y, por un instante, Wynnie creyó que sus palabras habían hecho mella en él, pero entonces sus labios se curvaron, esbozando la más irónica de las sonrisas.

—Duermo muy bien. Gracias.

Y Wynnie le creía. Por supuesto. Le creía hasta el punto de imaginárselo tumbado en una enorme cama de matrimonio, medio tapado con sábanas de seda que apenas escondían… Parpadeó rápidamente.

—Vamos. ¿Qué me dice? ¿No quiere que el gran nombre de su familia sea recordado por algo grande y bueno?

Por fin había dicho algo que parecía funcionar. Los rasgos de Dylan Kelly se volvieron de piedra. Sus ojos azules perdieron el brillo travieso y se oscurecieron.

Wynnie sintió un intenso rubor en las mejillas y el corazón se le aceleró.

—Tanto KInG como la familia Kelly invierten millones cada año a favor del medio ambiente, para la búsqueda de energías renovables, la reforestación… Mucho más que cualquier otra empresa de este estado.

—Eso es estupendo. En serio. Pero el dinero no lo es todo —dijo Wynnie, sintiéndose de nuevo el objetivo de las cámaras—. Hay que actuar de verdad y las acciones que se han llevado a cabo en ese edificio a lo largo del último año les han llevado a desechar más de cuarenta mil vasitos de papel al mes, y a gastar más agua de la que se consume en toda una urbanización, por no hablar de todo el papel que se utiliza. Hectáreas y hectáreas de bosque. Lo que quiero de ustedes es que se comprometan a solucionar todos estos problemas.

Dylan Kelly tardó en contestar. Para Wynnie la batalla parecía ganada. No tenía escapatoria.

—Bueno, ¿qué me dice? —le preguntó, bajando el tono de voz y esbozando una sonrisa ligeramente coqueta—. Invíteme a un café. Nos sentamos a hablar y pasaré el día de mañana molestando a otro.

Parecía que todo el mundo contenía la respiración.

Por fin Dylan Kelly la miró a los ojos. Su mirada era todo un derroche de provocación, autosuficiencia y arrogancia.

—¿Quieres venir a mi casa a tomar un café? —le preguntó en un tono sutil y seductor.

Capítulo 2

COMO si Dylan Kelly tuviera un botón mágico en el bolsillo, en ese momento llegaron los guardias de seguridad para desalojar a la multitud de curiosos. Los trabajadores y turistas habían disfrutado de un espectáculo improvisado a la hora de la comida. La prensa tenía su historia. La campaña de Wynnie no hubiera podido comenzar mejor. Todo el mundo estaba contento.

Todo el mundo excepto Dylan, que la miraba como si fuera un chicle pegado en la suela de su carísimo zapato.

—Un truco bastante sucio —le dijo en un tono bajo, para que solo ella pudiera oírle.

Wynnie se apartó el pelo de la cara. Ahora que la multitud se había dispersado, una suave brisa formaba un remolino a su alrededor, agitándole el cabello.

—No siempre pueden ser creativos y originales —le dijo ella.

—Al final serán ellos quienes decidan una cosa u otra —señaló con un gesto discreto la fila de furgonetas de los medios de comunicación que estaban aparcadas junto a la acera.

—Qué suerte tengo —dijo ella con una sonrisa.

—Mmm. Sí. Tienes mucha suerte —miró el reloj un momento—. Bueno, ¿tenías pensado tener tu reunión aquí o ibas a pasar la noche aquí de pie?

Haciendo un gran esfuerzo por no tensar más sus adoloridas extremidades, Wynnie buscó algo en el apretado bolsillo posterior de sus pantalones capri, ideales para el fresco clima de Verona, pero inapropiados para las altas temperaturas primaverales de Brisbane.

—Oh, no. He terminado. Prefiero pasar la noche en horizontal. Durmiendo, quiero decir —añadió, un poco tarde.

Al levantar la vista vio que él estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos como para haberse percatado del desliz que acababa de tener.

—Podría haber hecho que te arrestaran por esto. Estás en una propiedad privada.

—Para nada —dijo ella—. Este globo no es de nadie.

Él se acercó un poco más. De repente una ráfaga de viento la hizo respirar su perfume, fresco, profundo, caro… Él seguía mirándola fijamente, pero Wynnie no tuvo más remedio que retorcerse un poco para estirar sus agarrotados músculos. El hombro le dolía mucho, pero tenía que hacerse la dura, fuera como fuera. Consiguió llegar al fondo del bolsillo, pero lo encontró vacío. De repente recordó que había metido la diminuta llave en el bolsillo de la camisa en el último momento. Intentó recuperarla, pero no pudo. Se puso de puntillas y trató de localizar a Hannah, sabiendo que era inútil. Seguramente ya estaba de vuelta en la oficina.

Cerró los ojos un momento, respiró hondo…

—¿Me harías un favor?

—Ya veo que no tienes ningún problema cuando se trata de pedir cosas.

—Necesito que busques la llave de las esposas.

Dylan Kelly guardó silencio un momento.

—¿La llave?

Ella cerró los ojos con fuerza.

—Está en el bolsillo derecho de mi camisa. No puedo alcanzarla, así que, si no quieres que me convierta en un accesorio permanente de la escultura…

El resto de palabras se ahogaron en su garganta. Sin perder ni un segundo, Dylan había metido la mano en el bolsillo en busca de la llave. Las yemas de sus dedos le rozaban el sujetador, lo bastante despacio como para ponerle la piel de gallina. En cuestión de segundos, recuperó la llave.

—¿Es esto lo que buscas?

Wynnie asintió y le miró a los ojos. De cerca parecían del mismo color que el cielo del lugar donde había nacido, la tierra salvaje de Nimbin. Pero el color era lo único amable en su expresión, hostil y peligrosa.

Levantó la mano para agarrar la llave y entonces recordó que era imposible quitarse las esposas sin ayuda. Se dio la vuelta y levantó las manos hacia él. Dylan logró soltarla sin tocarla apenas. Casi se sintió decepcionada. Sacudió la cabeza y juró pedirle a Hannah que le buscara alguna cita a ciegas o algo parecido, cualquier cosa que la hiciera recuperar el sentido común. Se quitó las esposas de la muñeca derecha y respiró hondo, intentando disimular el intenso escozor de la piel en carne viva.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó él.

Ella levantó la vista, sorprendida. Por un instante, creyó ver auténtica preocupación en aquellos ojos tan enigmáticos. Escondió las muñecas enrojecidas detrás de la espalda.

—Estoy bien. Bueno, ¿nos tomamos ese café?

—Lo primero es lo primero —le dijo él, avanzando un poco más e invadiendo su espacio personal. De pronto aquel aroma oscuro que ya había aprendido a identificar con él se convirtió en el oxígeno que respiraba. Su calor natural pasó a ser la única razón por la que se había levantado esa mañana.

—No tengo por costumbre tomarme un café con una mujer sin siquiera saber su nombre —le tendió la mano—. Dylan Kelly.

Wynnie parpadeó, perpleja, Aceptó la mano que él le ofrecía e hizo todo lo posible por ignorar la ola de calor que le subía por las mejillas.

—Wynnie Devereaux.

—¿Francés? —preguntó él, levantando las cejas.

—Australiano.

Dylan bajó las cejas y esbozó una media sonrisa.

Devereaux era el apellido de soltera de la abuela a la que nunca había llegado a conocer, y su hermano pequeño, Felix, siempre la había llamado Wynnie, incapaz de pronunciar correctamente su nombre de pila.