Kilmeny la del huerto - Lucy Maud Montgomery - E-Book

Kilmeny la del huerto E-Book

Lucy Maud Montgomery

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Beschreibung

Kilmeny la del huerto transcurre en Lindsay, una de las villas maravillosas de la Isla, y en ello vemos sobre el fondo de la descripción pastoril, habilísima, que denuncia aquel amor que dominó a la autora toda su vida, el desarrollo de un romance muy dulce y muy tierno, tocado por las peripecias del destino. Un libro ideal para la juventud, que encontrará en Kilmeny el arquetipo de la pureza, de la belleza y de la gracia; y en Eric Marshall, el arquetipo de la prestancia varonil, de la inteligencia, de la generosidad y del valor moral, y en ambos el arquetipo y el sentido de un verdadero y sacrificado amor.

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Lucy Maud Montgomery

Lucy Maud Montgomery

KILMENY, LA DEL HUERTO

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-419-0

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-419-0
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Indice

KILMENY, LA DEL HUERTO

KILMENY, LA DEL HUERTO

CAPÍTULO 1
PENSAMIENTOS DE LA JUVENTUD
Los rayos del sol de un día al comienzo de la primavera, pálidos y dulces, caían sobre los pabellones de ladrillos rojos del Colegio de Queenslea y en los campos que los rodeaban, lanzando a través de los desnudos arces y olmos que comenzaban a renacer, evasivas imágenes de oro y marrón sobre los senderos. No obstante, aquel sol pálido promovía la vida en los narcisos que con atisbos verdosos procuraban espiar desde el suelo las ventanas de los dormitorios estudiantiles.
Una brisa joven de abril, fresca y suave, como si viniese de los campos del recuerdo en lugar de haber atravesado las deslustradas calles, jugueteaba por la copa de los árboles y azotaba los flecos sueltos de encaje de la hiedra que cubría el frente del edificio principal. Era una brisa que cantaba, pero cantaba para cada oyente el tema que vibraba en su corazón.
Para los estudiantes que terminaban de ser diplomados y laureados por el «viejo Charlie», el grave presidente de Queenslea, en presencia de la admirada muchedumbre de padres y hermanas, novias y amigos, cantaba a la alegre esperanza, al éxito brillante y a las grandes hazañas. Cantaba a los sueños de la juventud que tal vez no se realizaran nunca por completo, pero que merecía la pena soñar. Dio ayuda a los hombres que no han alentado jamás semejantes sueños, a aquel que al abandonar las aulas no sea rico propietario de castillos en el aire. Tal vez ese hombre haya perdido el derecho a la felicidad.
La muchedumbre se estrecho al pasar por la portada del gran vestíbulo y se esparció por las inmediaciones del Colegio Superior, para después perderse por las calles, más allá.
Eric Marshall y David Baker echaron a andar juntos. El primero se había graduado en Artes ese día, siendo el premiado de su clase; el segundo, había llegado al Colegio para presenciar la ceremonia de la graduación, casi encendido de orgullo ante el triunfo de Eric.
Unía a los dos una vieja, probada y duradera amistad, aunque David fuese diez años mayor que Eric según la cuenta ordinaria del tiempo y cien años más viejo en cuanto al conocimiento de las luchas y dificultades de la vida, que envejecen al hombre mucho más rápidamente y de manera más efectiva que el mero transcurso del tiempo.
Físicamente, los dos hombres no se parecían a pesar de ser primos segundos. Eric Marshall, alto, de anchos hombros, huesudo, con un caminar suelto y fácil que sugería una reserva, de fuerza y poder, era uno de esos hombres de quien los mortales menos favorecidos se sienten tentados seriamente de preguntar por qué todos los
beneficios de la fortuna suelen recaer en una sola persona. No solamente poseía una apariencia inteligente y agradable, sino también ese indefinido encanto de la personalidad que resulta independiente de la belleza física o de la habilidad intelectual. Tenía ojos azules grisáceos, firmes, el pelo castaño oscuro con reflejos dorados en las ondas que formaba naturalmente y una barbilla que daba al mundo la seguridad de que allí había un carácter. Era hijo de un hombre rico, con una limpia juventud detrás de sí y un espléndido futuro por delante. Se lo consideraba un muchacho con un gran sentido práctico, completamente inocente de sueños románticos o visiones de cualquier tipo.
—Me temo que Eric Marshall no será nunca capaz de realizar una acción quijotesca —decía un profesor de Queenslea que tenía el hábito de componer dichos misteriosos—, pero si alguna vez lo llega a hacer, completará entonces el único elemento que le falta.
David Baker era un hombre bajo y fornido, provisto de una cara fea, irregular y agradable; sus ojos pardos, bondadosos pero reservados; la boca tenía un rictus burlón que se transformaba en sarcástico, alegre o persuasivo según la voluntad de su dueño. La voz generalmente era suave y musical como la de una mujer; pocas personas habían visto a David Baker verdaderamente enojado, y pocos habían oído los tonos que en tales casos partían de su garganta; y esas personas no sentían el menor deseo de repetir la experiencia.
Era médico —especialista en las enfermedades de la garganta— y comenzaba por aquel entonces a sentar promisoria fama en todo el país. Pertenecía a la Junta Médica del Colegio Superior de Queenslea y se susurraba que muy pronto habría de ser llamado para llenar una importante vacante en McGill.
Se había abierto camino a través de obstáculos y dificultades que sin duda habrían abatido a la mayoría de los hombres. En la época en que nació Eric, David Baker era un muchachito que hacía los mandados en el gran departamento de almacenes de Marshall y Compañía. Trece años más tarde se graduó con los más altos honores en el Colegio Médico de Queenslea. El señor Marshall le proporcionó toda la ayuda que el elevado orgullo de David podía admitir y al graduarse, insistió en enviar al joven para que siguiera un curso de postgraduados en Londres y en Alemania.
David ya había restituido centavo por centavo, todo el dinero que el señor Marshall gastara en su educación; pero jamás dejó de sentir una apasionada gratitud por aquel hombre bondadoso y lleno de generosidad. Por otra parte, devolvía gran parte de los favores recibidos manteniendo un sentimiento de acendrado cariño hacia el hijo de su benefactor, cariño superior aun al que une generalmente a los hermanos por la sangre.
Había seguido los estudios de Eric con gran interés y eficacia. Su deseo era que Eric continuara su carrera en las leyes o en la medicina ahora que había terminado con el curso de Artes y se sentía profundamente decepcionado porque su joven amigo decidía finalmente dedicarse a los negocios con su padre.
—Es un lamentable desperdicio de tu talento —gruñía, mientras regresaban a su casa desde el Colegio—. Ganarías fama y distinción en el estudio del derecho. Esa lengua fácil que tienes está hecha para un abogado y es un desprecio a la Providencia que la dediques a usos comerciales… Es una verdadera traición a los propósitos del destino. ¿Dónde están tus ambiciones?
—Donde deben estar —respondió Eric con su risa fácil—. Tal vez no sea de tu gusto, pero hay mucho campo de acción en este país tan joven como es el nuestro. Sí, voy a comenzar con los negocios. En primer lugar ha sido el deseo que acarició mi padre desde el día que nací y se sentiría dolorido si me echara atrás. Quiso que hiciese el curso de Artes porque está convencido de que los hombres deben poseer una educación liberal tan buena como se pueda lograr. Pero ahora que he terminado, quiere que me incorpore a su firma.
—No se opondría en absoluto si pensase que tú quieres realmente hacer otra cosa.
—Sin duda, pero yo no lo deseo realmente… ésa es la cosa, David. Tú odias la vida de los negocios a tal punto, que no puedes comprender con tu bendito cerebro que otros la aceptemos complacidos. Hay muchos abogados en el mundo, tal vez demasiados, pero no hay demasiados hombres honrados en los negocios, dispuestos a realizar empresas limpias para el mejoramiento de la humanidad y el progreso de su país; para planear grandes instituciones comerciales y conducirlas con inteligencia y valor, para manejarlas y fiscalizarlas con elevado ánimo. ¡Ahí tienes! Me estoy poniendo elocuente de manera que será mejor que me calle. En cuanto a las ambiciones, estoy lleno de ellas, me brotan por todos los poros. Me propongo hacer que el departamento de almacenes de Marshall y Compañía se haga famoso en todos los océanos. Papá comenzó su vida como un muchacho pobre que era, en una granja de Nueva Escocia. Ha creado una empresa que tiene prestigio en la región. Yo pienso extenderlo. Dentro de cinco años tendremos un prestigio marítimo y en diez años, abarcaremos el Canadá. Quiero que la firma de Marshall y Compañía comience algo grande por el interés comercial de Canadá. ¿Acaso no es ésa una ambición tan honorable como la de procurar que lo negro parezca blanco, ante una corte de justicia, o descubrir una nueva enfermedad con un nombre horripilante, para atormentar a las pobres criaturas que de otro modo podrían morir serenamente en la bendita ignorancia del flagelo que las carcome?
—Cuando comienzas a hacer chistes malos, lo mejor es abandonar la idea de discutir contigo —respondió David encogiendo sus anchos hombros—. Pasa por tu puerta y sigue el camino que quieras. Antes intentaría el asalto a una fortaleza por mi sola cuenta, que pretender hacerte variar el curso de lo que ya tienes decidido. ¡Por Dios! ¡Esta calle lo agota a uno! ¿Cómo se le habrá ocurrido a nuestros antepasados edificar una ciudad en la falda de una colina? Ya no me siento tan ágil y activo como hace diez años cuando me gradué. A propósito, ¡qué cantidad de muchachas estudiantes que había en tu curso! Conté hasta veinte si no me equivoco. Cuando yo estudiaba no había más que dos muchachas en el curso y eran consideradas la
vanguardia femenina de Queenslea. Las dos habían pasado ya su primera juventud y se mostraban ceñudas, angulosas y severas. Y estoy seguro de que jamás habían tenido trato con un espejo, pero te advierto que eran excelentes compañeras…
¡Excelentes! Los tiempos han cambiado mucho a juzgar por las compañeras que has tenido tú. Había allí una muchacha que no podía tener más de dieciocho años… y parecía estar hecha de oro, de pétalos de rosa y de gotas de rocío.
—El oráculo habla en verso —contesté Eric riendo—. Ésa que dices es Florence Perciyal, que tiene el primer puesto en matemáticas. Muchos consideran que es la belleza del curso. No puedo decir que mi opinión coincide. No me llama la atención ese tipo rubio e infantil de belleza… Por mi parte prefiero a Agnes Campion. ¿No la notaste? Es la muchacha alta, morena, de trenzas, con un cutis de terciopelo. La que se llevó el premio de filosofía.
—Sí que la «noté» —declaró enfáticamente David, echando una mirada de soslayo a su compañero—. La observé de la manera más particular y más crítica… porque ciertas personas que estaban cerca de mí murmuraron su nombre y lo asociaron con la interesante noticia de que la señorita Campion habría de ser la futura esposa de Eric Marshall. Con ese motivo, como puedes suponer, la contemplé con los ojos bien abiertos.
—Esa noticia no es verdadera —replicó Eric en tono de fastidio—. Agnes y yo somos muy buenos amigos y nada más. Me gusta y la admiro más que a ninguna de las otras mujeres que conozco; pero si es que la futura esposa de Eric Marshall existe, todavía no la he visto. Ni siquiera he comenzado a buscarla y no me propongo hacerlo todavía por varios años. Tengo otras cosas en qué pensar —concluyó en tal tono de queja, que cualquiera habría adivinado que Eric iba a ser castigado si es que Cupido no era sordo además de ciego.
—Te encontrarás con la dama del futuro alguna vez —dijo David secamente—. Y a pesar de tu fastidio me aventuro a predecir que si el destino no te la pone por delante antes de mucho tiempo, ya saldrás tú en su busca. Una palabra de consejo, amigo mío: cuando, salgas a cortejar a una dama, lleva contigo el sentido común.
—¿Crees que sería capaz de dejarlo en casa? —preguntó Eric divertido.
—Bueno, no confío mucho en ti —respondió David moviendo la cabeza con aire de sabiduría—. La parte escocesa que tienes en la sangre está muy bien, pero tienes un toque de sangre celta que te llega por tu abuela y cuando un hombre lleva en sí una gota de sangre celta, no se sabe en qué momento va a estallar, ni a qué baile va a conducir a su dueño, especialmente cuando se trata de los negocios del amor. Te digo sinceramente que en ese caso me temo que seas capaz de perder la cabeza con tal de alcanzar algún pequeñísimo favor. Eso te haría, infeliz para toda la vida. Te ruego que cuando elijas a tu esposa, recuerdes que me he reservado el derecho de echarle una mirada cándida para formarme una opinión sobre ella.
—Formarás todas las opiniones que quieras, pero es «mi» opinión y solamente mi opinión la que valdrá en semejante caso —replicó Eric.
—Eres el más tozudo de los miembros de una raza tozuda —gruñó David mirándolo con afecto—. Yo bien sé todo eso que dices y es por eso justamente que no me siento cómodo ni me sentiré hasta que no te vea casado con la muchacha que te conviene. No es difícil de encontrar. Nueve de cada diez muchachas en nuestro país, son aptas para vivir en palacios reales, pero las diez deben ser examinadas antes de dar el «último paso».
—Eres tan malo como la «Inteligente Alice» en el cuento de hadas, que se preocupaba por el futuro de los niños que no habían nacido —protestó Eric.
—La gente se ha reído injustamente de la «Inteligente Alice» —contestó gravemente David—. Nosotros los médicos bien lo sabemos. Tal vez la chica haya exagerado un poco su preocupación, pero en principio tenía toda la razón del mundo. Si la gente se preocupara un poco más de los chicos que no han nacido, al menos hasta el límite de proporcionarles una apropiada herencia física, mental y moral y dejara de preocuparse tanto después «que han nacido», este mundo sería un lugar mucho más agradable donde vivir y la especie humana haría más progresos en una sola generación que en todas las que registra la historia.
—¡Oh! Si te propones montar ahora toda tu adorada teoría de la herencia, no voy a discutir contigo, David. Pero en cuanto al tema de urgirme para que me ponga a buscar una muchacha que se quiera casar conmigo…, ¿por qué no lo haces tú?
La intención de Eric había sido la de preguntar: «¿Por qué no te casas con una muchacha que haga honor a tus merecimientos y me brindas un buen ejemplo?». Pero se contuvo. Sabía él que en la vida de David Baker existía un secreto dolor, que ni siquiera la más profunda amistad estaba autorizada a rozar. Cambió pues la pregunta
—… ¿Por qué no dejas el asunto en manos de los dioses que son quienes deben decidirlo? Creía que eras un firme creyente en la predestinación, David.
—Pues lo soy hasta cierto punto —replicó cautelosamente David—. Yo creo, como solía decir una excelente tía muy vieja, que lo que tiene que ser será y que lo que no tiene que ser… ocurre algunas veces. Y justamente son esas cosas inesperadas las que trastornan los planes mejor ideados. Me atrevo a suponer que piensas que no soy más que un vejestorio, Eric, pero yo sé algo más del mundo que tú y creo, con Arthur de Tennyson, que «no hay poder más artero bajo el cielo, que la primera pasión por una joven». Deseo verte anclado sano y salvo, junto al amor sincero de una muchacha buena. Tan pronto como sea posible, eso es todo. Siento mucho que la señorita Campion no sea tu dama del futuro. Me gusta su apariencia, te aseguro. Es buena, fuerte y franca. Tiene los ojos y la mirada de una mujer que es capaz de amar de un modo que valga la pena. Por lo demás, es bien nacida, bien criada y bien educada, tres cosas indispensables cuando ha llegado el momento de elegir a una mujer que va a ocupar el lugar de la madre. ¡Eso es, amigo mío!
—Estoy de acuerdo contigo —dijo Eric descuidadamente—. No podría casarme con una mujer que no llenara esos requisitos, pero como te he dicho, no estoy
enamorado de Agnes Campion…, y por lo demás sería inútil que lo estuviera. Está comprometida con Larry West. ¿Te acuerdas de West?
—¿Aquel chico delgadito, con las piernas tan largas, con quien conversabas tanto en tus dos primeros años de Queenslea? Me acuerdo, ¿qué se ha hecho de él?
—Tuvo que dejar después de segundo año por razones económicas. Está trabajando para poder seguir sus estudios. En los dos últimos años ha estado enseñando en una escuelita de la Isla del Príncipe Eduardo. No está muy bien de salud. El pobre muchacho nunca fue muy fuerte y ha estudiado con grandes sacrificios. No tengo noticias de él desde febrero. Me decía la última vez que escribió, que no sabía si iba a poder soportar el trabajo hasta fin de año. Ojalá que Larry pueda sostenerse. Es un gran muchacho y es digno hasta de la misma Agnes Campion. Bueno, aquí estamos. Entramos, David.
—Esta tarde no… no tengo tiempo. Debo ir al Norte en seguida para ver a un hombre que tiene la garganta a la miseria. Nadie puede decir que es lo que le pasa. Todos los médicos están asombrados. A mí me tiene asombrado también, pero si no se muere antes, terminare por enterarme de que se trata.
CAPÍTULO 2
UNA CARTA DEL DESTINO
Eric, al notar que su padre no había regresado del Colegio, se fue a la biblioteca de la casa y se sentó para leer cómodamente una carta que había recogido de la mesa del vestíbulo.
Era una carta de Larry West y después de leer las primeras líneas, el rostro del joven perdió el aire ausente y adoptó una expresión de profundo interés.
Te escribo para pedirte un favor, Marshall —escribía West—. El hecho es que he caído en manos de los filisteos… vale decir, de los médicos. No me he sentido nada bien durante el invierno pero me aguanté con la esperanza de terminar el año.
La semana pasada, mi patrona —que es una santa a la antigua y con antiparras—, me miró a la cara una mañana mientras estábamos ante la mesa del desayuno y me dijo muy «amablemente»: Usted tiene que ir a la ciudad mañana, maestro, y consultar al médico sobre su salud.
Yo fui sin pretender ponerme a discutir con ella. La señora Williamson es Aquella-Que-Debe-Ser-Obedecida. Tiene el inconveniente hábito de hacerte notar que ella tiene razón y que tú no eres más que un tonto si no recoges su consejo. Te sientes ante «ella», como que lo que «ella» piensa hoy, lo pensarás tú mañana.
En Charlottetown consulte a un médico. Me palpó, me apretó, me pellizcó, me aplicó aparatos muy raros y escuchó por el otro extremo de ellos; y finalmente me dijo que debía dejar de trabajar inmediatamente e irme a un clima que no se encuentre azotado por los vientos del Noreste como la Isla del Príncipe Eduardo en primavera. No se me permitirá realizar el menor esfuerzo hasta que llegue el otoño. Tal fue el dictamen y la señora Williamson lo confirmó.
Voy a estar al frente de la escuela esta semana y después comienzan las vacaciones de primavera que duran tres
semanas. Quiero que tú vengas y tomes mi puesto de maestro en la escuela de Lindsay por la última semana de mayo y el mes de junio. Entonces termina el año escolar y ya habrá montones de maestros que deseen tomar el puesto, pero en este momento no consigo encontrar un reemplazante que valga la pena. Tengo un par de alumnos que se están preparando para dar el examen de ingreso a la Academia de la Reina; no quiero abandonarlos en el pantano ni confiarlos a las manos de un maestro de tercera categoría que sepa poco latín y menos griego. Ven pronto y hazte cargo de la escuela hasta que termine el curso, tú que eres el hijo preferido del lujo y las comodidades de la vida. ¡Te servirá para que te des cuenta cómo se siente un hombre de millonario cuando gana veinticinco dólares por mes sin otra ayuda que su propio esfuerzo e inteligencia!
Seriamente te digo, Marshall, espero que puedas venir, porque no tengo ningún otro amigo a quien pedirle. El trabajo no es muy duro, aunque puede que lo encuentres bastante monótono. Por cierto que estas costas norteñas llenas de granjas, constituyen un sitio muy pintoresco y tranquilo. El nacimiento y la puesta del sol son los acontecimientos más importantes del día, pero la gente es muy bondadosa y hospitalaria; y la Isla del Príncipe Eduardo en el mes de junio es un espectáculo como pocas veces se ve, salvo en los sueños. Hay unas cuantas truchas en el lago y siempre encontrarás un viejo marinero en la rada que con todo gusto te llevará a pescar mar adentro.
Te recomiendo mi casa de pensión. La encontrarás cómoda y no muy lejana al edificio de la escuela. La señora Williamson es la criatura más agradable del mundo. Se trata de una cocinera a la antigua que te brindará banquetes repletos de cosas alimenticias, cuyo precio debiera pagarse en rubíes.
Su marido Robert, o Bob, como se lo llama en general pese a sus sesenta años, es toda una personalidad a su manera. Es un viejo chismoso y divertido, con tendencia al comentario picante y un permanente deseo de meter el dedo en pastel ajeno. Sabe todas las cosas sobre todos los vecinos de Lindsay contando las tres últimas generaciones.