La amante del rey - Terri Brisbin - E-Book

La amante del rey E-Book

Terri Brisbin

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Beschreibung

Había cosas peores que verse obligada a casarse con un caballero guapo y poderoso que la deseaba, pero Marguerite de Alencon había sido educada para convertirse en consorte de un rey y no podía tolerar lo que le deparaba el destino. Como amante de Henry Plantagenet, disfrutaba de demasiado poder como para permitir que la prometieran al noble Orrick de Silloth. Orrick sabía que su reticente prometida ocultaba numerosos secretos, pero también sabía que sería la compañera perfecta, inteligente y elegante...

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Seitenzahl: 282

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

www.harlequiniberica.com

 

© 2005 Terri Brisbin

© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. El

La amante del rey, HI nº 580 - diciembre 2025

Título original: The King’s Mistress

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l u g ares, y s i t u aciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9791370172541

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Capítulo Veinticuatro

Capítulo Veinticinco

Epílogo

Prólogo

 

 

 

 

Provincia de Anjou

Noviembre de 1177, año de Nuestro Señor

 

El suave satén de su largo vestido se agitó alrededor de sus piernas cuando se giró, furiosa, para mirar al rey. Marguerite de Alencon ahogó un grito, incapaz de creer lo que acababa de oír.

—¡Señor! ¿Me estáis diciendo que me vais a retirar vuestro afecto?

—Siempre tendrás mi amor, bella Marguerite, desde el mismo momento en el que concebiste a mi hijo. Pero hay algo que debes tener claro: nunca ocuparás el lugar de la reina, ni de nombre, ni por honor.

—La habéis hecho prisionera, majestad. Le habéis arrebatado su riqueza y su poder. Haríais bien en buscar otra mujer que sea vuestra reina y esposa.

En cuanto hubo pronunciado esas palabras se dio cuenta del peligro que corría arriesgándose a provocar la ira de Plantagenet. Había ido demasiado lejos al dejar ver sus planes y deseos.

—Muchas personas harían bien en recordar que yo soy quien la hizo prisionera y el único que controla su riqueza y poder. Y muchas personas harían bien en dejar de entrometerse en los asuntos de este reino.

—Señor, os pido perdón por mis atrevidas palabras. Sólo deseo amaros y daros placer y herederos. Ahora llevo uno en mi vientre y sólo deseo compartir con vos mi alegría.

No había nada que la hiciera retractarse. Quería ser reina. Llevaba al hijo del rey en su interior y su sangre era lo suficientemente noble como para permanecer a su lado. Bastarda o no, la sangre que corría por sus venas se remontaba a Carlomagno.

Pero era una mujer realista y, por eso, tragándose el orgullo, hizo una profunda reverencia ante el rey, inclinando la cabeza hasta quedarse bajo la mano del monarca. Tras un minuto en esa posición tan humillante, levantó la cabeza y se llevó la mano del rey a la boca. Tras depositar en ella un beso reverente, se la llevó a la frente y murmuró:

—Soy vuestra, Henry. Sólo vivo para amaros y para serviros.

El rey pareció calmarse un poco y la ayudó a levantarse y a sentarse en una silla. Después comenzó a caminar por la estancia sin hablar.

Marguerite ya conocía aquel comportamiento. Sabía que cuando se enfrentaba por primera vez a algo que no deseaba o que no le gustaba, su ira explotaba para después tranquilizarse.

A pesar de la diferencia de edad con Eleanor y de la perfidia de la mujer hacia él en cuestiones de familia, Henry quería encontrar una manera benevolente de deshacerse de ella, al menos una que le permitiera conservar la riqueza y las tierras que ella había aportado al matrimonio.

Al ver al rey caminar ansiosamente por la habitación, Marguerite supo que se mostraría de acuerdo con sus ideas. Se relajó, apoyándose en el alto respaldo de la silla, y esperó. No tenía ningún sentido interrumpir a Henry en ese momento. Y cuando ya estaba empezando a ponerse nerviosa por su prolongado silencio, él se detuvo y se giró para mirarla.

—Hace varios años ayudé a un monje de Sempringham a luchar contra la revuelta y los ataques a sus hermanos seglares –dijo el rey, y ella esperó la explicación a aquellas palabras—. Su orden consiguió prosperar y ahora está bajo mi protección. Una de sus casas sería un buen lugar para que te quedaras hasta que dieras a luz.

—Mi señor, ¿queréis enviarme a un convento? —se quedó sin respiración ante tal idea—. Yo sólo quiero…

—Lo comprendo, Marguerite —la interrumpió, dedicándole esa sonrisa carismática que la había hechizado desde el primer momento—. Pero es mejor que des a luz antes de hacer ningún otro plan.

Marguerite sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Pero no era una mujer que evitara las dificultades, así que decidió hacer su oferta de matrimonio antes de que el rey se marchara y la dejara sin ningún compromiso que cumplir.

—¿Y matrimonio, señor? ¿Habrá matrimonio después del nacimiento del bebé?

Henry se acercó a ella y la hizo levantarse. La abrazó posesivamente y tomó su boca con un beso apremiante, como los muchos que habían compartido durante meses. Saboreó los labios de Marguerite una y otra vez, jugueteando con su lengua hasta que ella sintió que su resistencia se desvanecía. Entonces Henry se apartó y, mirándola fijamente a los ojos, sonrió.

—Sí, mi bella y querida Marguerite, habrá matrimonio.

Capítulo Uno

 

 

 

 

Abbeytown

Silloth-on-Solway, Inglaterra

Julio de 1178, año de Nuestro Señor

 

—¡Mi señor!

Orrick se giró al oír la llamada del hermano y se detuvo. El hermano David, alto y pesado, se aproximaba a él.

—Buen hermano, ¿qué necesitáis de mí?

Orrick conocía a la mayoría de los hermanos por su nombre, ya que había pasado con ellos mucho tiempo desde que era un niño, ya fuera con su padre o solo. El hermano David llevaba catorce años siendo miembro de la comunidad, ocupándose de diversas tareas en la abadía.

—El abad requiere vuestra atención, señor. En su despacho.

Orrick asintió con la cabeza y, con el casco aún en la mano, siguió al hermano David al despacho del abad Godfrey. En unos minutos estaba ante él.

—Entrad un momento, mi señor. Hay alguien que desea veros y he pensado que querríais tener algo de intimidad —dijo el abad.

Orrick entró en la estancia y se encontró frente a un enviado real, que llevaba la insignia del rey Plantagenet. El abad salió discretamente sin mirar a ninguno de los dos.

—Mi señor —dijo el hombre, inclinándose ante él—. Esto es de parte del rey.

Orrick se quitó la cofia de malla, se puso el casco bajo el otro brazo y tomó el pergamino sellado que le tendía el mensajero. No podía imaginarse qué contendría, y una parte de él no quería saberlo. Rompió el sello de cera y se apartó un poco del hombre para desenrollar el pergamino y poder leerlo. Y cuando las palabras comenzaron a tomar sentido, se quedó sin respiración.

Henry quería recompensarlo por el pasado de su padre y por sus propios servicios hacia la corona. Le concedía una esposa para demostrarle su estima y respeto, así como una gran cantidad de oro. Y otro título.

Orrick tragó saliva, impactado por las palabras escritas. Su padre no había sido ningún tonto, y él tampoco lo era. Sabía que, simple y llanamente, lo estaban comprando, y el precio que pagaban por él era lo suficientemente alto como para preocuparse.

El mensajero preguntó si debía esperar respuesta y Orrick negó con la cabeza.

—Mi respuesta será mi presencia ante el rey.

—Le transmitiré vuestro deseo de servirlo, señor.

Las palabras del hombre sonaron más a pregunta que a afirmación. Evidentemente, el deseo del rey de que se casara con una de sus vasallas no era un secreto en la corte, ya que incluso el mensajero conocía el contenido de la misiva.

—Soy un sumiso esclavo del rey. Vivo para servirlo en cualquier cosa que necesite.

El mensajero asintió con la cabeza y le hizo una reverencia antes de salir de la sala. El abad Godfrey volvió a entrar y esperó a ver la reacción de Orrick ante la noticia.

—Debo casarme por orden del rey —dijo Orrick, sabiendo que podía confiar en el abad.

—¿Casaros, señor? ¿Ha dicho el rey con quién?

—Con lady Marguerite de Alencon.

—¿La conocéis? —preguntó Godfrey, leyendo las palabras del rey por encima del hombro de Orrick—. Marguerite de Alencon… El nombre me resulta familiar… Tal vez vuestra madre sepa algo de ella.

—Si pertenece a la corte de Henry, mi madre sabrá toda su historia.

—Es cierto, señor. Vuestra madre posee grandes conocimientos sobre el rey y su gente. Si dedicara todo su esfuerzo a otros asuntos, su alma ganaría algo de sabiduría.

Orrick sabía que el abad desaprobaba el gusto de su madre por los cotilleos y las habladurías referentes a la corte, pero en esa ocasión podrían ayudarlo a decidir si, con aquel matrimonio, el rey lo recompensaba o lo castigaba.

—Hablaré con ella sobre esa debilidad, buen abad —dijo mientras enrollaba el pergamino y lo guardaba en la túnica que llevaba bajo la cota de malla.

Godfrey le puso una mano en el hombro y se rió.

—Primero le preguntaréis lo que queréis saber y luego la reprenderéis por su debilidad, ¿verdad, mi señor?

—Me conocéis demasiado bien, Godfrey. ¿Por qué desperdiciar una valiosa información? Estamos hablando de mi futuro. Descubriré todo lo que pueda antes de responder a la llamada del rey y tomar a la esposa que me ofrece.

—Orrick, no os dejéis engañar por el lenguaje florido de la carta ni por la belleza de la mujer. Se os ha ordenado que la toméis como esposa, y que lo hagáis ya.

—No he pasado por alto esa parte del mensaje, Godfrey.

—Entonces id con Dios, mi señor. Rezaré por vos y por lady Marguerite hasta que estéis de nuevo a salvo en nuestras tierras.

Orrick tomó la mano del abad entre las suyas y recibió de él una bendición. Sin decir nada más, se dirigió hacia su caballo. El viaje duraría unos dos días, a menos que apretaran el paso. Y tenía que volver a casa y preparar el viaje para presentarse ante el rey y su futura esposa, así que urgió a sus hombres a ir más rápido.

Durante el viaje no dejó de pensar en la mujer con la que se casaría y que sería la madre de sus hijos y herederos. Había pensado en el matrimonio durante bastante tiempo, pero siempre había ocurrido algo que había interferido en sus planes. Sin embargo, ahora el rey le ofrecía la oportunidad en bandeja.

Así que sentía una gran expectación cuando finalmente sus hombres y él entraron en la fortaleza de Silloth. Y no había dado más de tres o cuatro pasos cuando su madre lo llamó a gritos, haciéndolo detenerse en seco.

Lady Constance se acercó a él a paso vivo, seguida de sus doncellas y otros sirvientes. Estaba claramente alterada, a juzgar por el rubor de su rostro y su respiración agitada.

Orrick sintió que el estómago se le encogía cuando la vio agitar varios pergaminos.

—¡Júrame que no te casarás con Marguerite de Alencon!

Pero, ¿cómo lo sabía? Acababan de llegar y el mensajero no había pasado por allí. ¿Cómo podría haberse enterado?

—Madre, el rey ha ordenado ese matrimonio. Voy a cumplir sus deseos y a traer aquí a mi esposa. ¿Cómo conocíais su nombre?

Orrick estaba empezando a convencerse, al igual que Godfrey, de que su madre pasaba demasiado tiempo ocupándose de las habladurías de los demás. Tal vez su futura esposa pudiera distraerla de tales menesteres…

—No puedes casarte con ella.

—El rey me ha ofrecido a Marguerite de Alencon, como ya parecéis saber. Y el rey es muy generoso al hacerlo…—se quedó sin palabras al recordar la ingente cantidad de dinero que el rey estaba dispuesto a otorgarle si tomaba a aquella mujer como esposa. Pero su madre sabía lo que estaba ocurriendo realmente, así que dijo—: Decidme todo lo que necesito escuchar.

Orrick inspiró profundamente y miró a su madre.

—En verdad el rey es muy generoso, Orrick, pero no en este caso. Te va a dar tanto oro porque quiere que te cases con su amante. Marguerite de Alencon es la puta del rey.

¿La puta del rey?

Una vez oídas las palabras de su madre, Orrick se dio la vuelta y se dirigió a sus habitaciones. Tenía que preparase para tomar como esposa a los desperdicios del rey.

Al menos ahora sabía que lo estaban castigando, ya fuera por algo que hubiera hecho él mismo o su padre. ¿Qué otra razón podría haber para que lo insultaran de esa manera?

Capítulo Dos

 

 

 

 

—Henry no me hará esto. Estás equivocada —dijo Marguerite—. Él me ama.

Pero incluso a ella misma esas palabras le sonaron huecas y poco convincentes.

Marguerite se separó de su dama de compañía y observó el elaborado vestido que había sobre la cama. No podía ser cierto que Henry la hubiera dado en matrimonio a otro hombre.

—Tú lo conoces mejor que nadie, Marguerite —contestó Johanna—. Si dices que te reclamará antes de que tenga lugar la boda, yo te creo.

Marguerite sintió que la ira la invadía y, tomando el vestido, lo rasgó y las perlas y las gemas salieron volando por la habitación. Antes de que pudiera reducirlo a jirones, como era su deseo, oyó una voz que decía desde la puerta:

—¿Es así como tratáis los regalos del rey?

Marguerite se dio la vuelta justo cuando lord Bardrick, mayordomo y secuaz de Henry en Woodstock, entraba en sus habitaciones. Johanna hizo una rápida reverencia y salió, dejando a Marguerite sola con uno de los pocos hombres que gozaban de la confianza de Henry y conocían los secretos del rey.

—Mi señor —dijo Marguerite, haciendo una graciosa reverencia—. Me temo que estoy muy nerviosa y emocionada por mi inminente matrimonio con lord… lord… —fingió no recordar el nombre de su futuro marido por unos instantes, hasta que Bardrick lo dijo.

—Lord Orrick de Silloth.

—Eso es. Lord Orrick de Silloth. No pretendía faltarle al respeto al rey. De hecho, siempre me agradan sus atenciones y sus regalos.

Los dos sabían cuál había sido el regalo más reciente que le había hecho Henry.

Desafortunadamente, el bebé había sido una niña, y no tenía ningún valor en los planes de Marguerite para recobrar las atenciones y el afecto del rey. Por lo menos un niño habría sido aceptado y se le habría concedido un título y una posición de poder y riqueza, al igual que al otro hijo bastardo de Henry, Geoffrey. Pero la niña que había nacido hacía pocos meses era inútil, y por eso la había dejado en el convento en el que la había dado a luz, para que las monjas la criaran. La propia hermana de Marguerite también estaba allí, cuidando a la niña y respondiendo a la llamada del Señor.

Bardrick tomó el vestido y, abriendo la puerta de la estancia, llamó a una de las sirvientas que esperaban fuera.

—Dale esto a una de las costureras para que lo arregle, rápido. La boda es mañana y debe estar listo para entonces.

La muchacha tomó el vestido y salió como una exhalación de la habitación.

—Entonces, ¿el rey planea llevar a cabo esta parodia, Bardrick? —preguntó Marguerite.

—Esto no es ninguna parodia. Mañana os casaréis con lord Orrick.

—¿Y si me niego? —no podía creer que aquél fuera el fin. Henry la reclamaría, tal vez en el último momento, y la salvaría de aquella horrorosa unión.

—Las últimas tres personas que rechazaron la generosidad del rey ya no están vivas para contar su estupidez. Pensad en ello esta noche, mientras os preparáis para vuestra boda por la mañana.

Marguerite asintió con la cabeza ligeramente, evitando encontrarse con su mirada. Bardrick le hizo una reverencia y se dirigió a la puerta caminando hacia atrás, como solía hacer cuando ella era la preferida del rey. El insulto estaba claro: sólo era una más de las muchas mujeres que habían compartido la cama del rey y a la que ahora se utilizaba como recompensa por los servicios prestados al rey.

—Que durmáis bien, lady Marguerite.

El sonido de su burlona risa por el pasillo fue suficiente para terminar con la determinación de Marguerite. Se dejó caer en la cama y estalló en lágrimas.

Aquello no podía pasarle a ella. Durante toda su vida la habían educado para ser la compañera de un gran hombre. Por sus venas corría sangre real y merecía un marido que también la tuviera, no un bárbaro de sangre mezclada del norte de Inglaterra. Merecía al rey.

Pero aún había tiempo. Henry podía intervenir antes de que se pronunciaran las palabras que la convertirían en la esposa de Orrick.

Permaneció en sus habitaciones durante el resto de la tarde, rechazando a sus sirvientas y la comida, ya que prefería no sufrir las miradas de lástima de quienes la rodeaban.

 

 

—¡Si tiráis de ahí una vez más, haré que os corten la cabeza! —dijo Orrick—. No soy ninguna doncella que necesite este tipo de ropa.

—Pero mi señor, el rey estará presente en vuestra boda esta mañana, junto con las personas más importantes de la corte. Debéis estar perfecto.

Orrick empezó a murmurar de nuevo, pero se dio cuenta de que era inútil. Los esfuerzos de sus propios sirvientes se completaban con los de algunos hombres del rey para asegurarse de que se cumplían todos los deseos del monarca hasta en el último detalle.

Lady Marguerite debía de haberse metido en algún problema, a juzgar por lo ansioso que parecía Henry por librarse de ella. Y en unas pocas horas sería su esposa… y su problema.

—Termina ya, Gerard. Ahora —gruñó.

El hombre debió de darse cuenta de que estaba al límite de su paciencia, porque urgió a los demás a que acabaran y todos salieron de la sala.

Orrick de repente se encontró solo. Estudió la elaborada túnica que lo cubría y las gruesas cadenas de oro que descansaban sobre su pecho y sintió que la preocupación lo invadía. No le gustaba ser objeto de tantas atenciones. Odiaba la corte y todo lo que implicaba. Pero como leal siervo del rey, no tenía otra opción, hasta que pudiera regresar a sus tierras y volver al anonimato que el norte de Inglaterra le ofrecía.

Y llevarse a su mujer con él.

Se conocerían en menos de una hora, antes de la boda, a petición de ella. Lady Marguerite no sabía nada de él, pero en la corte nadie dudaba en hablar de ella. Orrick no había dejado de oír hablar de ella desde su llegada.

Era hermosa. Su largo cabello rubio llegaba casi hasta el suelo, cubriendo su cuerpo esbelto con generosos rizos. Se habían escrito poemas sobre sus gloriosos ojos azules y sus maravillosos labios rojos.

Había recibido una esmerada educación con los mejores tutores y podía hablar la mayoría de las lenguas del continente, así como leer y escribir al menos en cinco, incluyendo el latín y el griego. A pesar de su ilegitimidad, sus lazos de sangre se remontaban a Carlomagno, y tenía lazos familiares con casi todas las familias reales del mundo cristiano en el continente europeo.

Y era la puta del rey.

Deseaba poder hablar con alguien, pero no había nadie a quien pudiera confiarle sus dudas sobre aquel matrimonio. En aquello había mucho más que un simple acuerdo y una orden del rey. ¿Acaso lo estaban humillando por ser sólo un noble inglés y no uno de los personajes preferidos del rey? ¿Habrían pecado su padre o su madre contra los Plantagenet y él tenía que sufrir el castigo?

No pensaba hacer nada más que aceptar a Marguerite como esposa y llevarla a sus tierras. Cualquier problema que hubiera entre ellos lo solucionarían allí, donde nadie más podía cuestionar su autoridad ni su poder. Excepto la mujer que en aquel momento entraba en la estancia.

—¿La has conocido ya? ¿Te la han presentado? —su madre lo había seguido a Woodstock, pero su presencia no lo estaba ayudando. Sus preguntas y comentarios velados lo preocupaban aún más.

—La conoceré en menos de una hora, madre. A solas —añadió, para dispersar cualquier posible duda.

Vio que su madre parecía debatirse momentáneamente con las palabras que quería decir, pero finalmente se suavizaron sus ojos verdes.

—¿A solas? Pero tu familia y la suya deberían estar presentes en ese momento tan importante. Yo debo…

—No debéis hacer nada, madre. Primero me encontraré con Marguerite a solas y después asistirás a la ceremonia con los demás.

Durante unos instantes su madre pareció a punto de discutir, pero entonces una expresión diferente se reflejó en sus ojos y en ellos brillaron las lágrimas.

—Ojalá tu padre estuviera aquí para ver esto. A él le habría gustado verte casado hace años, pero…

—Yo lo aplacé y ahora él ya no está aquí para verlo. Yo también lo siento —se acercó a ella.

—Ahora las cosas serán diferentes —dijo su madre.

Orrick notó el miedo en su voz. Su madre perdería su preeminencia en la casa con la llegada de Marguerite. Dejaría de tener poder y control.

—Madre, después de la boda…

—Si me das una escolta, me mudaré a mi propiedad de Ravenglass. Será más fácil si voy directamente allí y después me envías mis cosas cuando llegues a Silloth.

Aunque pronunció las palabras con calma, Orrick casi pudo oír los frenéticos latidos de su corazón. Sabía que su madre estaba conteniendo la respiración mientras esperaba las palabras que determinarían su futuro.

—La casa de Ravenglass no está habitable ahora. Mientras se le hacen las reformas oportunas, creo que deberíais quedaros en Silloth y ayudar a mi esposa. Todo le resultará extraño y si la ayudáis se podrá habituar mejor a nuestra gente y a nuestras costumbres.

Tras un momento de incómodo silencio, su madre dejó escapar un suspiro y sus hombros se relajaron, y Orrick supo que había dicho lo correcto.

—Sólo me quedaré mientras tu mujer necesite mi ayuda, Orrick. No permaneceré en un sitio donde no se me quiere.

Orrick la abrazó.

—Sé que no interferiréis, madre.

Pero incluso a él le parecieron huecas sus palabras. Su madre, lady Constance, era una entrometida y una manipuladora. Cotilleaba y hurgaba en todas partes. Vivía para ello. Pero aquel día, el día de su boda, Orrick aceptaría su palabra, con la esperanza de que todo fuera bien cuando volvieran a Silloth.

Se separó de ella, pero dejó las manos sobre sus hombros.

—Ahora debo terminar de prepararme y conocer a mi prometida —se inclinó y besó a su madre en la frente—. Todo irá bien, madre. De verdad.

Su madre le dedicó una leve reverencia y, sin decir nada más, salió de la habitación. Orrick, al quedarse solo, sintió cierta intranquilidad. Lady Marguerite había pedido que se encontraran a la hora tercia y, al ver que se aproximaba el momento, Orrick abandonó su habitación y atravesó el pasillo hasta la pequeña estancia designada para su encuentro. Conociendo la costumbre de las mujeres de llegar tarde, no pensaba que fuera a estar esperándolo.

Cuando cerró la puerta tras él, se dio cuenta de que todas las habladurías sobre su belleza y elegancia no eran exageraciones. Cuando ella se inclinó ante él en una profunda reverencia, dejando a la vista su generoso escote, Orrick sintió que la parte inferior de su cuerpo respondía ante tal visión.

Aquello podría funcionar, después de todo.

Capítulo Tres

 

 

 

 

—Mi señora —dijo, acercándose a ella y tendiéndole una mano—. Por favor, levantaos.

La suavidad de los dedos de Marguerite contra su ruda piel lo hizo estremecer. Y cuando finalmente ella lo miró a los ojos, supo que estaba perdido.

Su cabello llegaba realmente casi hasta el suelo, y en algunos rizos habían prendido adornos y joyas, enmarcándole el rostro. Orrick sintió deseos de tomarlo entre las manos y hundir en él el rostro, inhalando su fragancia.

Cuando ella movió la cabeza, el pelo cayó en cascada sobre sus hombros y por la espalda, y Orrick se la imaginó un poco más tarde, aquella noche, desnuda en su cama, cubierta sólo por su cabello.

Sorprendido por la fuerte reacción que había tenido sólo con verla, puso todos sus esfuerzos en calmarse, o parecería el bárbaro que seguramente ella pensaba que era.

Dio un paso atrás, señaló un banco y la ayudó a sentarse. Dio unos cuantos pasos por la habitación y comenzó a sentir que tomaba de nuevo el control. Hasta que ella habló.

—Mi señor Orrick, me agrada tener esta oportunidad para hablar con vos en privado. Os doy las gracias por haber accedido a esta petición tan extraña de una novia en el día de su boda.

Su voz, suave e increíblemente femenina, hizo que de nuevo su cuerpo lo traicionara. Se imaginó esa voz mientras gritaba de placer en su cama. Volvió a visualizarla desnuda y arqueándose contra él mientras el deseo y el placer arrancaban gritos desesperados a las gargantas de ambos. Cerró los ojos por un momento y entonces se dio cuenta de cuál era el poder de aquella mujer.

Estaba al tanto de las habladurías y de la relación que lady Marguerite había tenido con el rey y se había propuesto dar una imagen de recelo, para que nadie pensara que era un tonto que no sabía nada. Pero se había engañado.

En un solo momento, la belleza, la increíble sexualidad y las silenciosas promesas de lo que podría ser lo habían hechizado. Con una simple reverencia, un leve movimiento de la cabeza, su aroma y unas sencillas palabras lo había atrapado. Y ahora Orrick estaba de pie frente a ella, duro como una piedra y deseándola como nunca antes había deseado a una mujer. La urgencia y el deseo de acariciarla, de saborearla, de tenerla, llenarla y marcarla como suya creció hasta que temió que pudiera desbordarlo. Paseó la mirada por la habitación y vio una pequeña mesa con una jarra y unas cuantas copas. Las usó para romper el hechizo.

—¿Vino, mi señora? —se sirvió un poco y, sin esperar respuesta, llenó otra copa para ella y se la tendió.

—Gracias, lord Orrick —susurró mientras se llevaba la copa a la boca.

Ella tomó un sorbo y una gota del dulce líquido empezó a resbalar por la comisura de sus labios. Marguerite la atrapó con la punta de la lengua. Orrick no podía dejar que aquello continuara. Dio un paso atrás.

—¿Cuál es el motivo de este encuentro?

—¡Conoceros, mi señor! Ya sé que es usual para personas de vuestro rango casaros sin conocer a vuestras futuras esposas, pero su majestad el rey ha permitido que rompiera la etiqueta en este punto porque hemos sido amigos.

—Eso he oído, mi señora.

¡Sí! Tenía que hacerle saber que no era ningún tonto. Tal vez se viera obligado a tomar como esposa a la antigua amante de Henry, pero no iba a fingir que no conocía la verdadera relación que había entre el rey y Marguerite.

Su reacción lo sorprendió. Marguerite se levantó y le tendió la copa. Se quedó frente a él y la expresión de su rostro se endureció.

Antes había visto a la mujer sensual y tentadora, pero ahora estaba viendo a la Marguerite furiosa y guerrera.

—Aunque no os debo nada, Orrick de Silloth, sé que, al igual que yo, os veis obligados a aceptar este matrimonio, y quiero que sepáis la verdad.

Orrick se llevó la copa a los labios y bebió de un trago el vino que le quedaba.

—¿Y cuál es esa verdad, mi señora?

—Este matrimonio no se llevará a cabo. Siento que os hayáis visto arrastrado a este malentendido entre el rey y yo, así que me gustaría poneros en aviso sobre lo que va a pasar.

¿Acaso estaba ocurriendo algo más? ¿El rey pretendía castigarlo por algún error que su padre o él mismo habían cometido? Inspiró profundamente y preguntó:

—¿Y qué va a pasar?

—Mi señor Henry está utilizando esta farsa simplemente para ponerme en mi lugar. He sobrepasado mis límites y desea hacerme saber lo que podría hacer si está descontento conmigo. Me temo que estáis en medio de una disputa de amantes.

El nudo que Orrick sentía en el estómago se aflojó un poco, pero sus sospechas aumentaron. ¿Montaría Henry toda esa farsa en público para después echarse atrás en el último momento? Orrick ya había firmado la mayoría de los documentos que le hacían poseedor de tierras y títulos, y había recibido parte del oro prometido. Sí, un rey podía deshacer todo aquello con una sola palabra pero, ¿lo haría?

—¿Henry anulará la boda hoy? —preguntó, buscando algo más en aquella historia. Su instinto le decía que allí había mucho más.

—¡Por supuesto que sí! Me ama y nunca me cederá a ningún señor del norte que jamás ha vivido en la corte. Me educaron para ser la compañera de un rey, no de… de…

—¿De un bárbaro cuya sangre no es pura, mi señora?

Marguerite no pareció suavizarse ni arredrarse al ver que Orrick sabía lo que pensaba de él. Más bien pareció fortalecerse.

—Eso mismo, mi señor. Seguramente el rey encontrará para vos una mujer mucho más apropiada entre los nobles de Inglaterra. Me temo que estoy demasiado acostumbrada a vivir en la corte y en mi propio país, y me entristecería muchísimo alejarme de aquí.

«Y de Henry». Esas palabras no se pronunciaron, pero quedaron flotando en el aire entre ellos.

—¿Al contarme todo esto estáis intentando forzarme a que le pida a Henry que anule la boda? ¿Es eso lo que deseáis?

—Simplemente estaba intentando ahorraros la humillación de presentaros ante toda la corte sin una novia a vuestro lado. Pensé que deberíais saber que Henry me reclamará y no permitirá que os caséis conmigo, aunque os haya pedido que lo hagáis.

Su voz era suave y Orrick casi pensó que era sincera. Durante un breve instante la creyó, y entonces sintió una punzada de pena al darse cuenta de lo que ocurría.

Ella lo creía. Marguerite creía firmemente que Henry anularía la boda. Orrick suponía que, después de años siendo la favorita del rey, le resultaba muy difícil admitir que ya no gozaría de sus atenciones ni de un lugar privilegiado en la corte. ¿Cómo se sentiría al haber sido amada y verse luego abandonada y cedida a un extraño? Pero al ver su mirada y su expresión, Orrick se dio cuenta de que Marguerite no quería la compasión de nadie, así que él tampoco se la daría.

—Yo también creo que la humillación formará parte del día de hoy, Marguerite, pero me temo que seréis vos quien la sufráis, no yo. Sugiero que os preparéis y que protejáis vuestro corazón si queréis sobrevivir.

Ella parpadeó rápidamente, como si intentara comprenderlo, y Orrick supo que era el momento de marcharse. Puso una mano en el pomo de la puerta y ella se apartó para dejarlo pasar, sin hacer ningún comentario.

 

 

Marguerite se alisó con las manos el exquisito vestido y permaneció inmóvil mientras las doncellas la rodeaban, dándole los últimos toques a su peinado y a su vestido.

Nadie pareció advertir que sus ojos estaban algo más brillantes que de costumbre y su piel, más pálida. La seda y el satén de color azul claro realzaban la cremosidad de su piel y la fría mirada de sus ojos. La cadena de oro que le rodeaba la cintura y descansaba sobre sus caderas reflejaba la luz de las velas que iluminaban la estancia. Le habían adornado el cabello con piedras preciosas y con cintas, y se lo habían dejado suelto, llegándole casi a los tobillos.

Como mujer soltera, le estaba permitido mostrar su cabello en toda su gloria y esplendor. Si la ceremonia realmente tenía lugar, aquélla sería la última vez que lo llevara así frente a los demás. Asintió con la cabeza después de mirarse en el enorme espejo que las doncellas sostenían para ella y las muchachas se lo llevaron.

La conversación con Orrick la había sorprendido. No había resultado tan bárbaro como ella pensaba. Era alto y musculoso, e incluso le había parecido atractivo, vestido con las ropas de la corte. El cabello castaño le llegaba a los hombros y no llevaba barba ni bigote, al contrario que muchos hombres en la corte, dejando expuestos los masculinos rasgos de su rostro. Sus ojos verdes reflejaban inteligencia y tenía una voz profunda e intensa. Su aspecto la agradaba, pero sabía que ella no era para él.

Marguerite no dio signos de impaciencia, pero sabía que Henry la vería antes de la ceremonia. Le diría que pretendía conservarla a su lado y todo volvería a tener sentido. Ya había pagado por su comportamiento presuntuoso, así que volvería a ser la favorita del rey. Una llamada en la puerta la sacó de sus pensamientos. Una doncella se apresuró a abrir y entró el tío de Marguerite, solo.