La prometida sin nombre - Terri Brisbin - E-Book

La prometida sin nombre E-Book

Terri Brisbin

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Beschreibung

Los Dumont. 3º de la saga. Saga completa 3 títulos Catherine de Severin no tenía nada que ofrecer a un posible esposo, ni poder ni tierras. Una huérfana pobre y con un pasado oscuro no era en absoluto la mujer adecuada para un conde destinado a controlar un enorme patrimonio. Pero a Geoffrey Dumont no le importaba nada de eso, y estaba dispuesto a desafiar a quien fuera necesario, incluyendo el rey, para poder estar con su bella Cate. Privada de la posibilidad de casarse y confundida por los recuerdos, Catherine de Severin no tuvo más remedio que aceptar su triste destino... Hasta que apareció Geoffrey Dumont y puso todo su mundo del revés...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Theresa S. Brisbin

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La prometida sin nombre, n.º 367 - junio 2014

Título original: The Countess Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4358-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

Lincolnshire, Inglaterra

Agosto de 1198

Era consciente de que la sangre de seis jóvenes nobles estaba en sus manos. Y sabía que disfrutaría pecaminosamente arrancándole la vida y el aliento a cada una de ellas. Si continuaban con los aburridos comentarios de la última hora, se vería obligada a matarlas a todas.

Catherine DeSeverin se sacó un pañuelo de la manga y se secó la frente. No soportaba bien el calor y el día se había vuelto insoportable justo después de comer. Intentando mostrarse discreta, se levantó el cabello del cuello que le transpiraba para tratar de refrescarse antes de que se hiciera obvia su incomodidad.

Demasiado tarde.

—¿Te encuentras mal, Catherine?

Emalie Dumont, condesa de Harbridge y benefactora suya, se inclinó sobre ella susurrándole. La suavidad de su voz no ocultaba su preocupación.

—Estoy bien, mi señora.

Catherine escuchó el murmullo y las risitas que se escucharon entre el pequeño grupo de mujeres que observaba a los hombres luchando en el patio. Lady Harbridge debió escucharlo también, porque su expresión fue de disgusto. Se puso de pie e hizo un gesto a los que estaban sentados para que la siguieran.

—Me temo que el calor me está resultando demasiado opresivo hoy. Vamos, busquemos un lugar más fresco para reunirnos y tomemos algo frío para refrescarnos.

Nadie podía permanecer sentado o no obedecer las órdenes de la condesa y anfitriona de aquel castillo. Catherine recogió su abanico y el pañuelo y se puso en pie. Antes de que la pequeña comitiva abandonara el patio, una voz profunda y grave gritó desde el otro lado.

—¿Mi señora?

Catherine observó cómo la condesa se acercaba a la valla y hablaba en voz baja con su esposo. Las mujeres habían estado mirando cómo el conde y algunos de sus hombres practicaban sus habilidades guerreras en el patio para entretenerse. Pero el grupo sabía que el joven Dumont estaba de camino para escoger a una de ellas como esposa, y eso les hacía estar nerviosas y emocionadas. Su charla banal había provocado que resultara difícil disfrutar del juego de espadas. Catherine se dio la vuelta y observó el intercambio de palabras entre los condes.

En momentos como aquellos era cuando percibía una cierta suavidad en el conde, una expresión de amor que evitaba que lo odiara tanto como sabía que él la odiaba a ella. Un hombre que amaba a su esposa como el conde de Harbridge a la suya no podía ser tan malo. En aquel momento, el conde alzó la vista miró a Catherine con frialdad. La joven supo entonces que lady Harbridge había mencionado su nombre.

Sintió un nudo en el estómago y volvió a experimentar una gran incomodidad cuando él volvió a mirarla. Había rezado para poder aceptar su destino. Había rezado por comprender. Y había rezado para llegar a sentir gratitud por la protección del conde. Todo en balde.

Su carácter débil amenazaba con apoderarse de ella. Sus miedos y su incapacidad para mantener una conversación al estilo romántico que imperaba en la corte la obligaban a mantenerse siempre en un segundo plano en la mayoría de las situaciones. Su falta de apoyos y de parientes que solían proporcionar su ayuda a las jóvenes casaderas era obvia.

Sintió un poderoso deseo de regresar al convento, o mejor dicho, de salir corriendo al convento. Pero aspiró con fuerza el aire para tratar de aclarar sus pensamientos. La condesa se acercó a ella con la mano extendida. Catherine le ofreció la suya y caminó al lado de la mujer que le había ofrecido todo de lo que carecía sin poner jamás ni una sola pega.

—Mi señor me ha sugerido que me retire a mis aposentos y descanse hasta la cena. Catherine, ¿te importaría reunirte conmigo y llevar tu libro de oraciones?

Todos los que estaban presentes entendieron que el señor le ordenaba que se fuera a sus habitaciones. Las habladurías comenzarían en cuanto lady Harbridge desapareciera de su vista.

—Por supuesto, mi señora.

—Me temo que este bebé me ha vuelto demasiado sensible al calor. Mi señor no quiere que pase demasiado tiempo al aire libre —dijo lo suficientemente alto como para que todo el mundo la oyera.

Catherine sabía perfectamente qué estaba haciendo la condesa y habría besado el bajo de sus faldas para agradecérselo. Al anunciar de aquel modo la noticia de que esperaba otro bebé, otro heredero para su señor, atrajo la atención hacia su persona.

El grupo que tenían detrás guardó silencio, pero Catherine creyó escuchar las preguntas que se hacían en la cabeza. Aquel sería el tercer hijo de la condesa en poco más de tres años de matrimonio. Catherine sabía que las mujeres que deseaban casarse con el cuñado de la condesa se preguntaban si sería tan exigente en la parte física del matrimonio como su hermano.

Cuando llegaron al castillo, Emalie la guió hacia una dirección mientras el resto del grupo entraba por el inmenso vestíbulo. Lady Harbridge era una anfitriona perfecta, y siempre tenía sirvientes preparados para atender a sus huéspedes en todo lo que necesitaran. Siguió a la condesa a la planta de arriba por una de las torres hasta que llegaron a los aposentos de los condes. La condesa no se detuvo allí, sin oque la guió por otra puerta y siguieron subiendo escaleras hasta que llegaron a las almenas. Caminaron al lado de la parte superior del muro que rodeaba todo el castillo. Catherine pudo ver las tierras que rodeaban al castillo de Greystone, y que llegaban casi hasta el mar por el este. La condesa se detuvo a su lado con los ojos cerrados para disfrutar de la brisa.

—Si pudiera pasarme todo el día de cara al viento lo haría, mi querida Catherine.

—Sí, mi señora. Esto es mucho más agradable que el calor del patio.

Catherine recordó haber escuchado cotilleos sobre la cantidad de tiempo que el conde y la condesa pasaban allí arriba, y sintió cómo se le sonrojaban las mejillas. Se rumoreaba incluso que el último hijo de la condesa había sido concebido allí mismo, en una noche de primavera en la que hubo tormenta.

—Pueden ser muy crueles, Catherine. Te aconsejo que no te tomes en serio sus palabras.

—Sí, mi señora.

¿Qué otra cosa podía decir?

—Geoffrey llegará seguramente esta noche. Le gustará verte, como hace siempre.

—Y a mí también verlo a él, mi señora.

Lady Harbridge lo miró de una forma extraña y le palmeó cariñosamente la mano.

—Hoy puedes divertirte de la forma que quieras, Catherine. Yo voy de verdad a mis aposentos.

—Como deseéis, mi señora.

Catherine estaba intentando descifrar todavía el significado de su mirada cuando lady Harbridge siguió hablando.

—Este bebé me hace tener hambre y sueño, y me debato ahora entre ambas cosas. ¿Te importaría ir en busca de Alyce y pedirle que me mande comida y algo y de beber?

Catherine asintió con la cabeza y la condesa siguió hablando.

—Será una ardua tarea soportar la compañía de esas jóvenes de cabeza hueca y la de sus madres durante la próxima semana, así que descansa un poco para estar preparada.

Catherine rió con la condesa. Aquélla era su opinión exacta de aquel grupo de visitantes. Hizo una reverencia y se dio la vuelta para marcharse. La condesa volvió a hablar.

—Geoffrey estará encantado de verte aquí.

«Geoffrey estará encantado de verte aquí»

Aquellas palabras le daban vueltas por la cabeza mientras estaba sentada en la fría dureza de la capilla de piedra. Aquél era su único refugio seguro dentro de Greystone. La mayoría de sus habitantes no eran precisamente piadosos, así que casi siempre tenía la quietud de la iglesia sólo para ella. Incluso el anciano padre Elwood estaba ausente en aquellos momentos.

Catherine se colocó el chal sobre los hombros y regresó a su habitación. Aunque el matrimonio no formaba parte de su vida futura, sabía que para Geoffrey era una necesidad. Entre los dos hermanos Dumont reunían muchas tierras y muchos títulos que conservar, tanto en Inglaterra como en Poitou y Anjou.

Era consciente de que el rey de Francia estaba constantemente revisando sus fronteras y las de los Plantagenet, y las tierras de los Dumont se hallaban en medio. Un matrimonio estable y un heredero contribuirían a aliviar en cierto modo la tensión. El actual conde había conseguido ambas cosas, como se esperaba, pero no todo el mundo sabía que Geoffrey era el heredero de todas las posesiones y los títulos del conde en el continente.

Catherine había descubierto muchas cosas sobre los inusuales acuerdos entre los Dumont y el rey Ricardo durante su estancia en Greystone y en el convento. En teoría, el segundo hijo no tendría por qué heredar propiedades familiares ni títulos, pero Geoffrey sí lo haría. Cuando se casara, siempre con el consentimiento de su hermano, tomaría posesión del Château d’Azure y de todas las tierras que lo rodeaban. Y sería nombrado conde de Langier.

Si aquellas jóvenes de cabeza hueca, como las había definido la condesa, tuvieran conocimiento de sus auténticas riquezas, andarían detrás de él desde hacía tiempo. Pero el conde había mantenido aquellos acuerdos a buen recaudo, igual que a Geoffrey. Hasta el momento. Catherine tenía muchas ganas de hablar con Geoffrey para enterarse de qué había ocurrido para que el matrimonio resultara de pronto tan necesario.

Geoffrey. Su mejor amigo. Y pronto estaría casado. Llevaba casi un año sin verlo, aunque sus cartas la mantenían entretenida e informada sobre sus progresos vigilando los trabajos de las numerosas haciendas Dumont. Cuando lo vio por última vez estaba madurando a un ritmo increíble, y Catherine se imaginaba lo guapo y alto que estaría ahora.

Suspiró e intentó hacerse a la idea de lo que estaba por llegar. Le dolía al corazón al pensar que aquélla sería la última vez que lo vería. Porque cuando se hiciera oficial la cuestión de su matrimonio, ella comenzaría con los preparativos para tomar los votos.

Dos

El pequeño grupo de viajeros alcanzó la cima de la colina y Geoffrey ordenó que se detuviera. Aquél era su lugar favorito para detenerse y observar el castillo de Greystone y sus alrededores. El verano estaba en su apogeo en Inglaterra, y la riqueza de los campos y los bosques se hacía evidente. Se levantó el casco y disfrutó de aquella vista, probablemente la última durante muchos meses.

—Vuestras tierras son igual de ricas, mi señor.

Geoffrey se giró hacia el hombre que administraba sus fincas y se preguntó si Albert le habría leído el pensamiento.

—Oui, Albert. Lo son. ¿O deberíamos decir más bien que lo serán cuando sean mías?

Albert asintió con la cabeza y esperó a que se le acercara. Sería absurdo mostrarse codicioso cuando la generosidad de su hermano no tenía límites y estaba fuera de toda duda. Y cuando terminaran con lo que había ido a hacer, Geoffrey ostentaría el título y la mayoría de las propiedades de la familia Dumont. Sacudió la cabeza, sin terminar de creerse todavía que un hijo segundo pudiera poseer tantas cosas. Pero lo cierto era que durante los últimos cuatro años nada había salido como debería.

—Sólo queda una última tarea, mi señor. Y no resulta tan desagradable.

Geoffrey sonrió al pensar en lo único que se interponía entre él y todo lo que podía ganar. El matrimonio. Una boda con el consentimiento de su hermano. Y entonces todo sería suyo.

—Nada desagradable, Albert. Algo necesario.

—Estoy seguro de que vuestro hermano os ayudará a escoger con sabiduría.

La sutil picardía que acompañó a las palabras de Albert se contradecía con la aparente tranquilidad de sus palabras. Era de sobra conocido el pasado colorido, por decirlo de alguna manera, de Geoffrey con las mujeres tanto allí como en su tierra. Confiaba en que su hermano intentaría encontrarle una novia acorde con su energía, además de con sus títulos y tierras.

—Vayamos, pues. Deja que vaya al encuentro de mi destino mientras tenga el coraje de hacerlo.

Los hombres gritaron de júbilo, espolearon a sus monturas y lo siguieron a través de las puertas del castillo. Se había corrido la voz de su llegada, porque su hermano estaba en la parte superior de las escaleras, esperándolos.

—¡Mi señor conde! —exclamó Geoffrey bajándose a toda prisa del caballo para subir los escalones.

—¡Hermano! —respondió Christian abriendo los brazos para recibirlo.

Se abrazaron hasta hacerse crujir los huesos, como hacían siempre, y Geoffrey volvió a ser consciente de que el afecto entre su hermanastro y él permanecía tan fuerte como siempre. Sólo se separaron cuando la voz dulce pero insistente de la condesa interrumpió su saludo.

—¡Geoffrey! Es estupendo tenerte aquí de nuevo. Y has crecido mucho desde la última vez que te vi. —aseguró estrechándolo con fuerza entre sus brazos.

—Tienes muy buen aspecto, condesa —respondió él abrazándola a su vez.

Conocía la noticia de su embarazo, pero no estaba seguro de que la gente del castillo estuviera ya al corriente de la misma. Esperaría a estar a solas con ellos para felicitarlos.

—Cuando me dijeron que se iba a retrasar tu llegada pensé que no tenías valor para enfrentarte a tu obligación —aseguró Christian.

Geoffrey se rió, aunque seguramente su hermano no fuera consciente de lo mucho que se acercaban sus palabras a la verdad.

—¿Y hacerte perder la oportunidad de pasar un buen rato a mi costa? Después de los esfuerzos que ambos habéis hecho por mí, no os decepcionaré.

—Entonces, vayamos. Descansa un poco y reúnete con nosotros para cenar. Tus obligaciones podrán esperar hasta entonces —aseguró Emalie acompañándolo.

Geoffrey miró un instante a su alrededor preguntándose si estaría allí la única persona que le haría feliz ver, aparte de su familia. Miró hacia los muros de defensa y por el castillo, pero no la vio. No quería parecer desconsiderado, así que se dio la vuelta y entró con Emalie y Christian.

Observó el corredor con nuevos ojos, porque había crecido bastante desde su última visita allí. Geoffrey se dio cuenta de que muchos sirvientes lo miraban sorprendidos, como si fuera la primera vez que se lo encontraban. Miradas de aprobación lo acompañaron camino del estrado. Geoffrey sonrió con cariño a unas cuantas personas, porque habían formado parte de su pubertad. Y se encontró con las miradas invitadoras de varias mujeres que habían marcado su paso de la niñez a la juventud. Por muy seductoras que fueran las miradas, aquélla no era una visita concebida para dar rienda suelta a sus pasiones. Porque dentro del castillo había seis posibles prometidas… y sus madres.

Pero cada vez que miraba por el corredor, Geoffrey sufría una decepción. Aunque le había prometido en sus cartas que estaría allí, no veía a Catherine. Y nada le proporcionaría más placer, especialmente en aquellos momentos en los que tenía que tomar una decisión, que hablar con ella. Necesitaba la ayuda de la callada tranquilidad de Catherine y su fino sentido del humor. Se preguntó cómo habría reaccionado ante la noticia de sus inminentes nupcias. Catherine era lo suficientemente práctica como para darse cuenta de que sus futuros tomarían caminos distintos. Christian le había dicho que le entregaría a la joven una pequeña dote, así que se casaría. Conociendo su manera de ver la vida, no tenía ninguna duda de que escogería al esposo correcto.

—¿Estás lo suficientemente recuperado del viaje como para que empecemos? —preguntó su hermano haciéndoles un gesto a los sirvientes para que sirvieran la comida.

Geoffrey tomó asiento sin ver asomo de ella entre la multitud. Suspirando, se preparó para la velada que tenía por delante. Debía comportarse como un consumado cortesano y recibir a su futura novia y a sus padres. Delante de él se sentaba lo mejor de Inglaterra, Francia y las provincias de los Plantagenet.

Después de la cena, la condesa hizo un movimiento casi imperceptible de cabeza y los músicos se acercaron al estrado. La fiesta iba a empezar.

Geoffrey se puso de pie cuando lo hizo su hermano y el conde le ofreció a su esposa el brazo. Descendieron juntos los escalones con Geoffrey siguiéndolos de cerca y se detuvieron en una mesa cercana. Una pareja madura se puso de pie y salió a su encuentro. Una joven encantadora permaneció sentada. Una joven encantadora que al parecer estaba temblando, según le pareció ver. ¿Acaso le tendría miedo?

—Mi señor duque, señora duquesa —dijo Christian—. Permitidme que os presente a mi hermano Geoffrey.

Conociendo su parte del papel, Geoffrey se inclinó ante los duques y luego sonrió a su hija, que tenía el rostro pálido como la cera. No era un comienzo prometedor. Le tendió la mano y ella le ofreció la suya, temblorosa.

—¿Me concedéis el honor de este baile?

Geoffrey tuvo la sensación de que estaba a punto de negarse, pero entonces intervino su padre.

—Melissande. Acepta ahora mismo su invitación.

La joven se levantó del banco. Era la imagen misma de la belleza. A Geoffrey no se le pasó por alto la gracilidad con la que se colocó en la fila de baile. El cabello se le agitaba suavemente sobre la espalda a cada paso que daba. La bella Melissande sería una buena elección.

Geoffrey intentó cruzar la mirada con la suya durante los pasos de baile, pero ella nunca levantó los ojos del suelo. También intentó iniciar una charla educada, pero la joven miraba hacia otro lado, como si no hubiera hablado. Decidió entonces echarle la culpa de su incomodidad a que su primer encuentro resultaba demasiado público y se sentía abrumada.

Cuando terminaron de bailar, la llevó de regreso adonde esperaban sus padres y su hermano. Tal vez el resto de las presentaciones resultaran más sencillas ahora que se había hecho la primera. Y tal vez las demás candidatas fueran más accesibles.

Decidió ser especialmente amable con Melissande antes de despedirse. Se llevó su mano a los labios y le sonrió con todo el encanto que fue capaz de desplegar. Lady Melissande se puso roja como un tomate, giró los ojos y cayó de golpe a sus pies.

En la confusión que se hizo a continuación, con el conde y el duque dándoles órdenes a los sirvientes y el resto de las damas cuchicheando nerviosas, lo único que Geoffrey deseaba era marcharse, y marcharse deprisa. Cuando miró alrededor del gran corredor en busca de una vía de escape, la vio por fin.

Como ocurría siempre, Catherine permanecía en un segundo plano. Llevaba puesto un vestido sencillo y práctico, casi similar al que solían ponerse las doncellas de su hermano. Estaba apoyada contra el muro, en el exterior de una de las puertas que daban a las escaleras. Sus ojos se encontraron durante un breve instante y luego se apartó de su vista. Ella no intervendría en aquellos momentos familiares. Sabía por experiencia que Catherine se retiraba siempre que su hermano requería la presencia de Geoffrey. Siempre anteponía las necesidades de su amigo a sus propios deseos.

Y aquélla era una cosa más que amaba de ella.

Aquel pensamiento cruzó como un rayo por su cabeza. Entonces se tambaleó ante la fuerza y la claridad de aquella idea. Amaba a Catherine.

—¿Tú también te encuentras mal? —le preguntó Emalie poniéndole la mano en el hombro—. ¿Tal vez la carne no era buena?

Geoffrey sacudió la cabeza y miró a la gente que estaba reunida en torno a lady Melissande, que todavía seguía postrada.

—No, estoy bien. Sólo un poco preocupado por el bienestar de nuestra invitada.

Escuchó cómo su cuñada pedía más espacio y la gente, incluido él, se apartó. Unos instantes más tarde, lady Melissande se puso en pie.

—Me temo que estaba tan nerviosa que hoy no he probado bocado en todo el día —susurró.

—Y bailar fue demasiado para vuestra debilidad. Un poco de comida y descanso y os pondréis bien.

Emalie le palmeó el dorso de la mano a la joven y la dejó en manos de su madre. La duquesa no parecía satisfecha con que su hija dejara de ser el centro de atención.

Geoffrey intentó suavizar la situación, porque tenía miedo de que la joven sufriera represalias.

—Mi señora —dijo sonriendo—. ¿Os reuniréis conmigo mañana para desayunar? Y prometo no bailar tan temprano.

Aquello era justo lo que tenía que haber dicho, porque la duquesa dejó de fruncir el ceño y Melissande respondió a su invitación con una sonrisa trémula. No podía prometer que fuera a resultar elegida, pero al menos le daría una oportunidad justa.

Melissande hizo una reverencia ante el grupo y asintió con la cabeza.

—Será un placer reunirme con vos, mi señor.

—Hasta mañana entonces —dijo Geoffrey observando cómo la dama, sus padres y varios asistentes salían del corredor.

Se dio cuenta de que Christian y Emalie seguían a su lado y estaban esperando sus comentarios.

—Demasiado asustadiza para mi gusto —susurró su hermano.

—Pero muy amable —puntualizó Emalie.

—Esperemos a ver qué nos depara la mañana —sugirió Geoffrey—. Y ahora, condesa, ¿tienes alguna otra virgen que sacrificar para mí antes de que terminen las festividades de la noche?

—Vamos, Geoffrey —dijo Emalie sin poder evitar sonreír—. Deja que te presentemos a lady Marguerite. Su padre es sólo barón, pero tiene el prestigio y la riqueza suficientes como para no insultar tu futura dignidad ni la de tu pomposo hermano.

Christian resopló y Geoffrey se controló para no imitarlo. Emalie había protestado de la arrogancia de su esposo cuando lo conoció, y al parecer aquella particular batalla no había terminado.

—Adelante, mi señora. No perdamos el tiempo que tenemos.

Tres

La luz de la luna se colaba a través de las pequeñas ventanas situadas en la parte de arriba de la alcoba. Parecía casi como si fuera de día. La mayoría de la gente no conocía aquel pequeño refugio situado entre las escaleras de atrás y las cocinas, pero a Catherine le gustaba colarse allí cuando necesitaba estar unos momentos a solas dentro del castillo, cuando había mucho actividad. Y aquél era también el lugar en el que se encontraba con Geoffrey para contarse sus aventuras cuando ambos visitaban Greystone.

Tendría que acostumbrarse a la idea de que ambos serían todavía más distintos cuando terminara aquella semana. Catherine seguiría adelante con su nueva vida, sola, y él continuaría con la suya al lado de su esposa. Catherine suspiró. Deseaba demasiadas cosas que no podía tener. Demasiadas cosas que no se merecía. Un hombre que nunca sería suyo.

Mientras observaba los rayos de luz y las partículas de polvo que bailaban entre ellos, Catherine se permitió imaginar que era ella la que bailaba con Geoffrey, tal y como habían hecho dos de sus candidatas a esposa. Catherine había observado desde el pasillo cómo las guiaba dando los pasos de un baile que ella conocía pero que nunca había sido invitada a ejecutar. Geoffrey había crecido mucho desde la última vez que lo había visto. También tenía el cabello más largo y los hombros más anchos, formados por unos músculos que antes no estaban allí. Lo que una vez fue una promesa atractiva se había convertido ahora en un guerrero salvajemente guapo. Como si sus pensamientos lo hubieran conjurado, se giró y se encontró con él.

—Geoffrey.

—Catherine.

Ella lo miró desde los escasos metros que los separaban y se maravilló ante los cambios que se habían operado en él. No tuvo claro quién de los dos dio el primer paso pero de pronto se vio envuelta en sus brazos. Las lágrimas le quemaban los ojos y la garganta mientras él la abrazaba con tanta fuerza que le resultaba difícil respirar. Rezó para que nunca la soltara.

Nunca supo cuánto tiempo se quedaron allí abrazados. Pero el aire frío de la realidad comenzó a colársele en el alma. Catherine era consciente de que entre ellos no podría haber nada más que aquel abrazo y se solazó en él durante un instante. Porque no volvería a repetirse.

Dejó de rodearle la cintura con los brazos y exhaló un fuerte suspiro. Geoffrey debió darse cuenta de que se retiraba, porque también la soltó.

—Tenéis buen aspecto, mi señor —dijo con toda la calma que pudo.

—¿Ahora soy «mi señor»? Y yo que pensaba que éramos amigos...

La voz también le había cambiado. Se le había hecho más grave, y su resonancia removió algo en el interior de Catherine, despertando sentimientos que más valía dejar dormidos.

—Alguien debe estar al corriente de vuestros títulos, mi señor. ¿Y quién mejor que una amiga?

—Por favor —le pidió él tomándola de la mano—. Ya habrá tiempo para formalidades y distanciamientos. Por ahora, en estos breves instantes, ¿no podemos ser sencillamente Geoffrey y Catherine?

Él lo sabía. Sabía que todo lo que habían compartido terminaría cuando acabara su visita. A Catherine se le encogió el corazón al pensarlo, pero hizo un esfuerzo para no mostrarle lo apenada que estaba.

—Por supuesto. Siéntate, Geoffrey, y háblame de tu viaje. ¿Ha sido agradable?

Catherine le soltó la mano, se separó un paso y dejó que se sentara en el banco de piedra. Tal vez en el pasado habrían utilizado el banco para sus charlas, pero ahora no tenía sitio a su lado.

—Hemos hecho buen viaje, aunque el destino final me producía cierta tensión.

—¿Te preocupaba venir aquí?

—Bueno, sería más exacto decir que lo que me preocupaban eran los planes de Emalie —aseguró con una sonrisa—. Ella es más enrevesada que mi hermano.

—Sólo quieren lo mejor para ti, Geoffrey.

Catherine estuvo a punto de tocarle el hombro con la mano, pero se contuvo. Tenían que reconstruir la distancia entre ellos.

—Lo que tenía que haber hecho era levantar el puente levadizo de Château d’Azure y no salir nunca de allí.

—Pero, Geoffrey, ¿desde cuándo te resistes tú a un desafío?

Él se colocó en un extremo del banco de piedra y le hizo un gesto para que se sentara a su lado. Catherine pensó en negarse, pero decidió no hacerlo. Se recogió las faldas y tomó asiento.

—Todo va cambiar con esta visita, Catherine. Mi vida, mis obligaciones…Cuando me case tomaré posesión de los títulos y las tierras que voy a recibir. No me llevo a engaño respecto a la importancia de esos dominios.

Geoffrey apoyó la cabeza contra la pared y dejó escapar un suspiro de frustración.

—Las tierras de los Langier están en medio de las que pertenecen a los dueños de Francia e Inglaterra, y no sé si estaré a la altura, si sabré administrarlas y cuidarlas bien.

Le había confesado su secreto más íntimo. Al resto del mundo le enseñaba su cara más osada, incluso a su hermano. Pero a ella le había regalado su miedo más íntimo. Y Catherine debería entregarle algo a cambio.

—¿Has seguido bien las lecciones que te ha dado tu hermano sobre administración?

Geoffrey asintió con la cabeza.

—¿Y te has rodeado de hombres sabios para que te aconsejen?

Él volvió a asentir.

—Entonces estoy segura de que serás digno de la confianza que tu hermano ha depositado en ti. El conde no es lo de los entregan dicha confianza a cualquiera.

Catherine escogió cuidadosamente las palabras para no demostrar abiertamente sus verdaderos sentimientos hacia el conde. Pero al parecer no le salió tan bien como esperaba.

Geoffrey volvió a tomarla de la mano y entrelazó los dedos con los suyos.

—No sé de dónde ha surgido el rechazo que sientes por mi hermano y que él también tiene hacia ti, pero me enternece comprobar el modo en que ambos lo disimuláis cuando estoy yo delante.

Catherine no fue capaz de encontrar palabras para aquel momento en el que parecían estar compartiendo verdades, porque ella no tenía ninguna que confiarle. Al menos ninguna que no hiciera aquel momento más difícil de lo que ya era.

Geoffrey se puso de pie sin soltarle la mano. Con la otra, le apartó cuidadosamente los mechones de pelo que siempre se le soltaban del moño. Catherine contuvo el aliento y sintió cómo le ardía la piel allí donde él le había rozado.

—Deberías retirarte. Es tarde e imagino que la condesa te mantendrá mañana muy ocupada.

—Sí. Ahora se cansa con facilidad y yo me alegro de poder ayudarla en lo que pueda.

—¿Querrás ayudarme a mí también? ¿Querrás darme tu consejo respecto a las mujeres escogidas como posibles candidatas a casarse conmigo?

¿Ayudarlo a escoger esposa? Sintió en el corazón un dolor profundo como una herida de daga. ¿Podría ayudarlo a elegir a la mujer que llevaría su nombre, pariría a sus hijos y posiblemente compartiría su amor? ¿La mujer que viviría con él y sería su condesa? Ella nunca sería esa mujer, pero… ¿Sería capaz de ayudarlo a encontrarla?

—Me pides demasiado, Geoffrey.

—Sólo puedo pedírselo a alguien verdaderamente amigo, Catherine. Alguien en quien confíe plenamente —aseguró levantándole la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos—. Ya sé que no es justo que te lo pida, pero te lo pido de todas formas.

—Lo haré —contestó Catherine consciente de la imposibilidad de llevar a cabo lo que se le pedía.

Quería soltarle la mano y salir de allí rápidamente, pero él seguía sujetándole los dedos. Cuando inclinó la cabeza, Catherine rezó por que ocurriera lo que iba a ocurrir, aunque al mismo tiempo le daba miedo. Los labios de Geoffrey rozaron los suyos con una dulzura tal que volvió a rompérsele el corazón. Apenas sintió su roce cuando él se apartó.

—Prométeme que cuando esto haya terminado no te irás sin despedirte.

¿Acaso le había leído el pensamiento? Decirle adiós le rompería definitivamente el corazón. Catherine sacudió la cabeza sin saber muy bien si estaba diciéndole que sí o que no.

—Prométemelo —insistió él.

—Lo prometo.

Entonces escucharon un ruido en el corredor y se apartaron el uno del otro. ¿Había alguien allí? Catherine no escuchó nada más, pero sirvió para sacarla de la confusión en la que se hallaba y darse cuenta de que aquél era un comportamiento completamente inapropiado.

—Os deseo buenas noches, mi señor —dijo Catherine haciéndole una reverencia.

—Hasta mañana, Catherine —respondió Geoffrey inclinándose educadamente.

Pero le guiñó un ojo cuando ella se giró para marcharse. Seguía siendo el mismo de siempre.

Bañada por la luz de la luna, le había parecido un ángel. Geoffrey la había pillado descuidada, mirando hacia el cielo. Al parecer no había cambiado en apariencia ni en actitud durante los meses que habían transcurrido durante su última visita. Pero no, era él quien había cambiado y ahora miraba aquel lugar y su gente con ojos distintos.

El último año había luchado y conseguido su primer triunfo en un torneo, había conocido a los nobles que habitaban las tierras que rodeaban las suyas e incluso le habían presentado a la familia real de Francia. Y se había llevado también un gran chasco cuando la realidad de su herencia le desveló la verdad. No podría casarse con la mujer que quería cuando heredara.

Catherine, una huérfana prima lejana de Emalie con escasa dote podría resultar aceptable como novia de Geoffrey Dumont, el hermano pequeño del conde de Harbridge que no tenía aspiraciones de conseguir títulos ni riquezas, pero sería inaceptable como esposa del conde de Langier. Sin conexiones familiares, títulos, riquezas o tierras, Catherine nunca podría ser suya. Y él nunca le pediría que se humillara de ninguna manera, no la haría suya sin la bendición del matrimonio.

Daba igual lo mucho que la deseara. Ni cuánto la amara. Ni que supiera en el fondo de su corazón que ella lo amaba también a él.

Entonces, ¿por qué seguía adelante con aquella locura de pedirle que lo ayudara a escoger esposa? ¿Por qué provocar el dolor que sabía que causaría en ambos?

Sencillamente, porque no podía dejarla marchar todavía. Necesitaba compartir cualquier momento que pudiera robarle antes de partir con su futura esposa rumbo a Poitou. Sería mejor así. El amor tenía poca cabida en el matrimonio, así que se limitaría a recordar a su primer amor y no esperar más que afecto por parte de una esposa que comprendiera su relación del mismo modo que la veía él.

Pero no podía mentirse a sí mismo. Buscaría la compañía de Catherine siempre que pudiera y utilizaría su compromiso de ayudarla para tenerla cerca todo lo que pudiera. Y llegado el momento, se separarían.

Geoffrey se puso en pie y salió al corredor rumbo a sus aposentos.

—Están enamorados.

—Eso no tiene nada que ver con lo que va a ocurrir.

Emalie suspiró. ¿Cómo podía ser tan obstinado su marido después de lo que a ellos mismos les había ocurrido? Emalie se giró hacia él en la penumbra y pensó en cuál sería la mejor manera de solucionar aquel problema.

—¿El amor no significa nada para ti?

—Tu amor lo es todo para mí y tú lo sabes. Pero igual que nosotros lo encontramos después de casarnos, a Geoffrey le sucederá lo mismo. Si acepta nuestra guía a la hora de escoger esposa y elige bien, el amor llegará —aseguró Christian tendiéndole la mano para que ella se la agarrara.

Emalie volvió a suspirar. ¿Cómo era posible que un hombre tan inteligente y poderoso fuera tan estúpido? Había visto venir aquello desde la primera vez que Catherine fue del convento a visitarlos y conoció a Geoffrey. Almas gemelas. Dos mitades de un mismo espíritu que debían estar juntas. ¿Cómo era posible que su esposo no lo viera?

—Ella también es una víctima, Christian. ¿Acaso la culpas de los pecados de su hermano?

—Ella no tiene familia —aseguró él.

Emalie pensó en corregirlo, pero se lo pensó mejor al ver cómo su ira iba en aumento.

—No tiene familia, ni riquezas ni títulos. No es adecuada para casarse con mi hermano —afirmó alzando un brazo al ver que ella iba a protestar—. No te atrevas a contradecirme en este asunto, mujer. Todo tiene un límite.

Emalie apartó la vista y dejó que Christian los guiara hacia sus aposentos sin discutir más. Sabía que él pensaba que había ganado aquella batalla, pero ella diría la última palabra. Catherine había sufrido mucho y no se merecía llevar la deshonra de los pecados de su hermano. Aunque aquellos pecados hubieran tenido a la propia Emalie como víctima.

Cuatro