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Una novela de crecimiento y verdad, de traiciones, políticas y secretos que nos muestra el verano de un joven judío en una Argentina pre-dictatorial. Travin es un joven judío apasionado de la política comunista y admirador de la Unión Soviética. Junto a su madre y su hermana, viajan a Córdoba, Argentina, para pasar el verano. Ahí, con un país dividido por las fuerzas armadas, Travin queda fascinado con la presencia de un grupo social totalmente diferente al suyo. Bajo una identidad falsa, la vida de Travin se desdoblará: por un lado su verdad familiar, en una pensión de mala muerte, rodeado de personajes peculiares. Por otro lado, el círculo cerrado antisemita, reaccionario y militarista en el que se enamora de la hija del General. La trama está dividida en dos líneas temporales diferentes, mostrando ese verano del pasado y el presente, que muestra a Travin como periodista perseguido por la dictadura.
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Seitenzahl: 412
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Abrasha Rotenberg
Saga
La amenaza
Copyright © 2019, 2022 Abrasha Rotenberg and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728363898
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Agradezco a Alicia Dujovne Ortiz su generoso apoyo y sus sabios consejos, a Fito Páez, Marcelo Caballero y Ricardo Feierstein sus ganas de editar este libro, y a los responsables de las editoriales que lo leyeron, lo elogiaron y no lo publicaron.
Dedico estas páginas a los desaparecidos en la Argentina y a todos los que fueron asesinados, exiliados, condenados o castigados sin justicia.
Esto no es un libro. Quien roza sus
páginas toca a un hombre.
Walt Whitman
EL MANUSCRITO (Marzo, 1985)
Soy una de las pocas personas que habló con Travin antes de que desapareciera. Tal vez fui el último. Siempre creí que le había salvado la vida pero comienzo a dudarlo. Durante años circularon rumores de que lo habían visto en París, en Roma, Nueva York o Tel Aviv pero nadie pudo confirmarlo. Un Travin vivo estaría en Buenos Aires criticando a algún ministro de Alfonsín o denunciando algún chanchullo porque siempre fue un periodista incorruptible e intrépido, el más brillante de su generación.
Un hombre no se desvanece en el aire por arte de magia, pero en nuestro país desaparecieron miles ante la indiferencia o el silencio de millones. Sabían de qué se trataba pero cerraron los ojos o miraron hacia otro lado por conveniencia, temor o simplemente porque estaban de acuerdo con la política cruel, represiva y arbitraria de la dictadura militar. Yo también me mantuve en silencio, aunque íntimamente los criticaba. Travin fue uno de los pocos que se atrevieron a enfrentarlos arriesgando su vida.
Durante el nefasto gobierno de Isabel Perón la mayoría (aunque luego lo negó) anhelaba que las fuerzas armadas tomaran el poder. Travin criticó esa salida anticonstitucional. A principios de 1976 publicó un artículo en el que se oponía al proyecto compartido por numerosos políticos y círculos del poder: un golpe militar no supondría la solución al caos que padecíamos. Recuerdo una de sus sentencias: es preferible un mal gobierno elegido democráticamente a un buen gobierno (si esto fuera posible) instaurado por un golpe militar. ¿La mayoría estaba equivocada? ¿Travin tenía razón? ¿Era preferible Isabel Perón, elegida por las urnas, al General Videla impuesto por las armas?
Confieso que el deseado golpe militar me desilusionó a las pocas semanas de producirse, pero nada dije. En vez de democracia los militares impusieron su ley sin justicia y su violencia sin ley.
A la semana del golpe militar Travin fue despedido del periódico donde había colaborado muchos años. De prestigioso periodista, criticado por muchos y admirado por otros, se convirtió en un escollo para sus empleadores. Los medios tradicionales apoyaron al gobierno militar sin señalar sus aberraciones. Además, estaban amenazados por una censura implacable.
Travin escribió algunos artículos sutilmente críticos en su medio y luego, bajo seudónimo, en periódicos extranjeros en los que denunciaba los crímenes de la dictadura militar. Durante un breve período vivió al borde del abismo mientras el sector militar dominante del gobierno le consentía algunas trasgresiones. No obstante varias veces le advirtieron que su lenguaje debía respetar los condicionamientos no escritos de la dictadura. Pero Travin fue siempre fiel a Travin sin importarle que una parte del ejército lo aborreciera. Algún día iban a vengarse, algún día tomarían el poder para imponerse sobre los que lo toleraban. Y ese día lamentablemente llegó.
Conocí a Travin en 1960, cuando ya era un renombrado periodista cuya fama creció durante la campaña electoral del Doctor Arturo Frondizi y su frustrado gobierno. En ese período Travin se convirtió en un personaje emblemático tanto en los medios gráficos como en la radio y la televisión. Era temido por sus denuncias y admirado por su coraje con el cual conquistó el respeto de sus colegas y del público pero también el odio visceral de sus enemigos. Cuando Travin aparecía en cualquier sitio todos sabían de quién se trataba. No podía vivir en el anonimato.
Las circunstancias en que conocí a Travin lo definen a él y en cierta forma a nuestra relación. Yo tendría unos veintitrés años y Travin treinta y cuatro cuando una tarde el destino nos reunió en el restaurante La Biela, un sitio cercano a la Facultad de Derecho en la cual estaba por graduarme. En esa época preparaba mi monografía sobre «Periodismo y Justicia». De la Facultad me dirigía generalmente a La Biela, una caminata agradable que me conducía a un ámbito donde siempre me encontraba con amigos y me tomaba una copa. Una tarde estaba reunido con varios colegas cuando apareció Travin. Su ingreso al café suscitó el interés de los presentes porque la fama impresiona con independencia de su origen y reaccionamos con la misma adrenalina frente a cualquier personaje célebre, sea actor, político, futbolista o asesino.
Nos encontrábamos a pocos metros del famoso periodista y lo seguimos con la mirada mientras avanzaba hacia una mesa que de inmediato ocupó. Era más alto que su imagen televisiva y más delgado. Vestía un conjunto deportivo con cierto desgarbo no exento de elegancia.
Al sentarse pidió un café, sacó un habano del bolsillo superior de su chaqueta y tras encenderlo comenzó a disfrutarlo lentamente. De algo importante debió acordarse porque repentinamente extrajo un papel de su bolsillo y escribió algunas frases. Luego, ensimismado y con la mirada puesta en el infinito, se dedicó a fumar y a beber algunos sorbos de su café.
Decidí acercarme a Travin para conversar con él, aunque no me conocía, pero yo contaba con argumentos de peso para que me atendiera. De pie, porque no me atrevía a sentarme sin su permiso, dije:
—Perdone que lo moleste señor Travin, pero tengo mucho interés en conversar con usted.
Travin me observó unos instantes con sus ojitos indagadores, sorprendido pero impasible. Tras un breve silencio, que se me hizo interminable, preguntó:
—¿Por qué supone que el interés es recíproco? Si tiene alguna duda le aclaro que no, que no es recíproco. Y además ¿le parece que tiene derecho a interrumpirme cuando estoy tan ocupado fumando un auténtico habano?
No sabía qué contestarle y al mismo tiempo no pude reprimir una sonrisa.
Travin también sonrió.
—Estoy muy cansado. Vamos a conversar otro día —dijo dejando atrás la broma.
—¿Qué día?
—Algún día. Cuando el destino lo decida.
—Es evidente que decidió que fuera hoy.
Travin me miró sorprendido y yo aproveché la circunstancia para continuar:
—Señor Travin, perdone mi atrevimiento pero me pareció que era más correcto pedirle que conversemos en un café en lugar de hacerlo en el Estudio de mi padre, donde lo veo con frecuencia.
—¿Cómo se llama usted?
Le di mi nombre.
—¿Porqué no me lo dijo antes?
—Usted no me dejó hablar.
Travin sonrió nuevamente.
—Siéntese —dijo— ¿de qué quiere conversar?
—Sobre justicia y periodismo. Estoy escribiendo una monografía sobre el tema. ¿Quién mejor que usted para aconsejarme?
Con este diálogo se inició mi relación con Travin quien constantemente se reunía en el Estudio Jurídico con mi padre que se encargaba de afrontar las demandas generadas por sus artículos. Debo confesar que nunca perdimos un juicio porque en sus denuncias Travin se apoyaba siempre en pruebas irrefutables.
Con el paso de los años comencé a atender algunos de sus muchos litigios hasta que, por simpatía o tal vez eficiencia, me transformé en su asesor principal, dada mi especialidad jurídica: problemas legales de los medios.
Por ese motivo —y por consensuarlo ambas partes— intervine y resolví el aspecto legal y económico de su despido del periódico. Yo era el asesor jurídico de la empresa editora y al mismo tiempo abogado de Travin, un puente conciliador que ambas partes aceptaron.
La controversia legal y económica fue superada pero nunca el profundo rencor que el director del periódico guardaba contra Travin desde el día en que lo conoció. El Director era el hijo del fundador de la empresa, un gran periodista de quien heredó su patrimonio pero no su talento. Travin lo ridiculizaba con el mote de Incitatus, el caballo a quien Calígula designó como miembro del senado romano.
Incitatus carecía de talento pero le sobraban habilidades para la intriga. Cuando el 24 de marzo de 1976 se produjo el golpe militar estableció una red de contactos con los miembros más prominentes del gobierno a quienes ofreció su apoyo incondicional. Travin no tenía sitio en ese esquema.
Las relaciones de Incitatus con el gobierno (el apodo quedó fijado en mi mente aunque nunca lo exterioricé) le permitieron acceder a informaciones reservadas y al conocimiento anticipado de algunas políticas represivas, incluso al nombre de sus destinatarios.
En el joven Director la prudencia y la ética estaban subordinadas al placentero ejercicio de la vanidad y el exhibicionismo. A menudo vaticinaba el futuro de alguien y en pocas horas o días los hechos confirmaban su talento profético.
Todos los miércoles me reunía con el Director en la sede del periódico para tratar problemas legales de la empresa y las incidencias de los últimos acontecimientos. Ese día, 12 de marzo de 1977, una fecha que no olvidaré, estábamos discutiendo la situación de algunos periodistas cuando repentinamente, como al pasar, Incitatus comentó con su singular sentido del humor:
—Le voy a dar una primicia: un ex colaborador de esta casa tendrá unas prolongadas vacaciones a cargo del Estado. Me alegra la noticia: unos años entre rejas le vendrán bien a quien tanto ha dañado, ofendido, y desprestigiado a gente honesta. Ahora tendrá mucho tiempo para reflexionar y arrepentirse.
Lo miré sorprendido:
—¿Se trata de una información o de un rumor?
—Dirijo un periódico basado en informaciones, no en rumores.
—¿Y si en vez de rejas van a algo más grave?
—No lo creo. Algún golpecito…, pero de la cárcel no se va a librar.
—¿Podemos hacer alguna gestión a su favor?
La sonrisa del Director se transmutó repentinamente en una mueca de repugnancia, como si se hubiese encontrado con un cadáver putrefacto.
—¿A su favor? Es una decisión tomada desde arriba. Ni usted ni yo debemos inmiscuirnos.
—Solo le hice una pregunta.
Incitatus estaba fuera de sí:
—Esa rata judía no ha perdido oportunidad de descalificarme y usted me propone que lo defienda. Ese hombre se ha ganado el odio del país. El día que lo maten será declarado fiesta nacional.
Permanecí en silencio, muy impresionado, y sin saber a qué atenerme.
Incitatus insistió:
—Le voy a dar un consejo. No se involucre en este tema porque se trata de un asunto de Estado y cualquier intervención puede perjudicarnos. El futuro de este hombre está definido: preso o muerto su suerte no me atañe.
Yo estaba perplejo, sin capacidad de reaccionar. Incitatus me anunciaba, sin inmutarse, que un hombre sería encarcelado o asesinado por exponer sus ideas y por condenar a los corruptos. Además demandaba mi silencio y mi complicidad.
Repentinamente cambió de actitud.
—Me pregunto si no cometí un error al facilitarle una información confidencial sin considerar el vínculo que mantiene con ese personaje nefasto. Para que lo piense dos veces quiero que sepa que esta información la recibí de boca del propio Coronel. ¿Quiere cuestionar una decisión del Coronel? Hágalo.
Me quedé en silencio. Tal vez Incitatus me mentía pero si el Coronel estaba involucrado ni yo ni nadie podía salvarlo. Las decisiones del Coronel eran inapelables.
Incitatus se puso de pie, solemnemente extendió su mano derecha con la evidente intención de estrechar la mía y exclamó:
—Este es un pacto formal entre caballeros y lo celebramos en medio de una guerra en la cual no tenemos otra alternativa que vencer.
Instintivamente, sin poder dominarme, estreché su mano con una desagradable sensación de asco, por él y por mí.
Salí del encuentro con un sentimiento de impotencia pero la belleza del atardecer me permitió distenderme para reflexionar serenamente.
¿Cómo podía ayudar a Travin si ni siquiera sabía dónde encontrarlo? Hacía mucho tiempo que no venía al Estudio ni a los sitios que habitualmente frecuentaba. Desde el golpe militar se terminaron las denuncias por corrupción, pero no la corrupción y ya nadie se atrevía a denunciarla.
Tras pensarlo decidí que no debía inmiscuirme, que la prudencia era la actitud adecuada en tiempos oscuros y que la suerte de Travin estaba definida y yo nada podía hacer para cambiarla.
Decidí olvidar el problema, recoger mi coche para dirigirme a mi Estudio y atender mis asuntos.
Ese misterio que denominamos destino, hado, casualidad o suerte puede ser el resultado de una multiplicidad de actos humanos que se entremezclan y conducen a una situación imprevisible, o la consecuencia de una intervención del Altísimo que juega a los dados con nuestras vidas para divertirse o demostrarnos su poderío, tal como hacen los niños cuando taponan la entrada de un hormiguero para descubrir con regocijo cómo los insectos enloquecen frente a lo inexpugnable. ¿Fue una decisión divina o la multiplicidad de voluntades humanas entrecruzadas las que me condujeron al encuentro con lo imprevisto? Desconozco la respuesta, pero sí sus consecuencias.
El tráfico de Buenos Aires fue siempre desordenado pero en esa época de controles súbitos y los atascos eran el pan común de cada día. Para llegar a mi Estudio cercano a Tribunales entré a la avenida Córdoba tras una caravana que avanzaba a paso de tortuga, pero al llegar a la esquina de Florida el tráfico quedó inmovilizado.
Dentro de mi coche yo observaba como una multitud caótica cruzaba por Florida la avenida Córdoba sin respetar las indicaciones del semáforo, lo que acrecentaba el desorden. Todos vivíamos fuera de la ley vial.
Mientras observaba el ajetreo humano tuve una extraña visión: me pareció descubrir a alguien que, a diferencia de la multitud pero rodeado por ella, permanecía inmóvil mientras el gentío avanzaba. Estaba indeciso, inseguro, como si dudara hacia dónde dirigirse. Había adelgazado notoriamente tanto que comencé a dudar si de él se trataba. ¿Era yo víctima de una visión o el destino me ofrecía una generosa oportunidad?
No pude contenerme y sin pensarlo comencé a vociferar su nombre desde el interior del coche, pero mi voz no le llegaba. Entreabrí la puerta y con todas mis fuerzas volví a gritar. Descubrí su rostro y en su rostro desconcierto o tal vez miedo. Volví a llamarlo y el hombre, prudentemente, se acercó a mi coche, que permanecía detenido. Su mirada perpleja y desconfiada no excluía una pizca de curiosidad.
Me identifiqué dos veces mientras el hombre me observaba dubitativo con sus ojitos minúsculos enmarcados en unos anteojos poderosos.
Volví a repetirle:
—Soy… su abogado…
El hombre hizo un gesto. Sus labios insinuaron una sonrisa relajada, como si reconocerme le hubiese producido un alivio.
—Súbase al coche —le indiqué.
El hombre dudaba.
Volví a insistir y le señalé que abriera la puerta.
—Entre —dije con vozarrón autoritario—. Tenemos que conversar.
Enseguida comprobé que el personaje, a pesar de sus adversidades, disfrutaba de su estilo. Sin darme tiempo a reaccionar, desoyendo mi indicación de que se sentara a mi lado, abrió la puerta trasera del coche y ante mi estupor se acomodó detrás de mí convirtiéndome en su chofer.
—Déjeme en Córdoba y Pueyrredón —indicó solazándose con su travesura.
—Travin, no estoy para juegos infantiles. Y usted, menos. Siéntese a mi lado —grité cargado de furia.
Travin obedeció y se sentó en el asiento delantero, junto a mí.
—Intenté hacerle una broma mi estimado amigo. ¿Qué sucede, ha perdido su sentido del humor? —exclamó, campechano.
Yo le respondí:
—No estamos en tiempos de bromas y lo que voy a contarle no provoca risa. No me dirijo hacia Corrientes y Pueyrredón. Si le conviene puedo dejarlo cerca de mi Estudio, en la plaza Lavalle.
—Ya me las arreglaré. ¿Qué quería contarme? —preguntó, mesurado.
En ese momento el tráfico se volvió más fluido y comenzamos a avanzar.
—Travin, toda la tarde he estado pensando en usted. Créame, este encuentro es milagroso —dije.
—¿Milagroso encontrarnos en Florida y Córdoba por donde miles de porteños transitan todo el día? —respondió con su ironía habitual—. Si hubiese sucedido en el Polo Norte…
—Digo milagroso porque puede salvarle la vida.
Travin me sorprendió con una sonrisa escéptica.
—También a usted le place gastarme bromas, aunque a mí no me ofenden.
—Travin, no se trata de una broma. Le ruego que me escuche. Mi información proviene de fuentes muy, muy fiables. Usted corre un riesgo inminente.
—Desde que nací corro un riesgo inminente.
—¿Tiene su pasaporte al día? —pregunté.
—Como todo argentino previsor.
—Magnífico. Mi consejo es éste: pase por su casa, recoja su pasaporte, prepare su valija con lo imprescindible, diríjase al aeropuerto, tome el primer avión que salga del país con destino a Europa y desaparezca sin hacer ruido porque mañana puede ser demasiado tarde. No lo dude: han decidido detenerlo o secuestrarlo y usted conoce las consecuencias. Si necesita dinero puedo adelantarle lo suficiente porque sé que usted me lo devolverá.
Travin no me respondió. Permanecía en silencio, reflexionando. Después de una breve pausa escuché su respuesta:
—Estimado doctor, le agradezco su preocupación, pero en cualquier régimen, aún en el más autoritario, siempre existen los intocables. Cuando los alemanes ocuparon París y metieron en campos de concentración a todo el mundo, a André Malraux, un intelectual y luchador antinazi, no se atrevieron a tocarlo. ¿Y qué decirle de Picasso? Siguió pintando como en tiempos de paz. Hasta a León Blum, judío y socialista, lo encerraron en una cárcel privilegiada, donde fue respetado por lo que significaba. No pretendo compararme con ninguno de estos personajes pero le aseguro que no se atreverán conmigo.
A pesar de la desesperación que me provocaba la ceguera de Travin, insistí:
—Travin, ¿no comprende que la situación ha cambiado, que para esta gente no existen los privilegiados y que estoy arriesgando mi vida porque intento ayudarlo? Por favor, escúcheme.
—Si se atreven a detenerme a las 48 horas tendrán que decretar mi libertad. Desde Washington a Moscú pasando por Berlín, Londres y París los gobiernos, los políticos, los medios y los intelectuales más influyentes del mundo exigirán mi liberación. Hasta el Vaticano se sumará a la demanda. Quédese tranquilo. Nada puede sucederme, nada.
—Usted no los conoce y si los conoce no los reconocería. No tienen límites. La decisión la ha tomado directamente el Coronel.
Travin me miró sorprendido y con una expresión de desagrado dijo:
—Parece que usted ignora quién soy yo. Se lo diré en pocas palabras: soy intocable, incluso para el Coronel.
—Para ellos usted no es nadie, entiéndalo bien, nadie, solo un ególatra que decidió suicidarse.
Travin reaccionó como una fiera herida. Con la mejor intención tuve la torpeza de desmoronar su orgullo. Con el rostro desencajado me ordenó a gritos:
—Detenga el coche de inmediato. Usted no sabe nada sobre mí. Le ordeno que nunca intente salvarme. Ni de un dolor de cabeza.
Su mirada me alteró.
Nos encontrábamos en Córdoba y Libertad y el semáforo estaba en verde, pero detuve el coche a pesar de los bocinazos y los insultos que recibí.
—Usted es un desagradecido —respondí. Alguna vez me voy a divertir leyendo su necrología, si tiene la suerte de que la publiquen.
Al salir del coche un descontrolado Travin siguió gritándome:
—Usted es un imbécil. Váyase al diablo.
Yo me quedé petrificado, sin reaccionar ni entender qué nos había sucedido. Durante unos minutos estuve sentado dentro del coche, asombrado, herido y agraviado. Ni siquiera podía pensar, tan grande era mi angustia. ¿Cómo habíamos llegado a esta locura? ¿Por qué tuve que insultarlo? ¿Por qué esta violencia repentina?
Cuando me calmé y levanté la vista descubrí que Travin no se había movido y permanecía en la esquina. Estaba indeciso frente a la posibilidad de cruzar la avenida Córdoba y, tal como sucedió cuando lo divisé en la calle Florida, parecía perdido en el mundo.
Instintivamente, sin pensarlo, bajé del coche y corrí con la intención de ayudarlo, pero Travin ya me había visto y avanzaba a pasos lentos en mi dirección. Sin decir una palabra caminamos juntos hasta el coche. Le abrí la puerta, entró y yo me senté al volante, a su lado.
No era el mismo Travin. El peso del altercado se instaló en su rostro. Con voz queda me dijo:
—Tal vez usted tenga razón. Es posible que, dadas las circunstancias, debería irme por un tiempo. Nada me obliga a permanecer en Buenos Aires y unas semanas en Madrid me vendrán muy bien. Además, tenía la intención de escribir un artículo sobre la situación política de España. Tal vez usted esté en lo cierto: en este país ya no soy nadie. Ni vale la pena que me maten porque ya estoy muerto. Si tengo suerte seré una anécdota divertida que alguien contará en alguna tertulia de periodistas borrachos. Nada más quedará de mí. Han eliminado mi pasado, lo que fui y lo que hice. Tengo que reconocerlo: me equivoqué de profesión y tal vez de país.
—Travin, no exagere. Partir será para usted un acto de prudencia. Ya volveremos a la normalidad y usted ocupará el sitio que le corresponde.
Travin se mantuvo en silencio. Luego con una delicadeza que no le conocía me dijo:
—Necesito pedirle un favor. Estuve escribiendo un relato sobre mi adolescencia. No se trata de un texto que pueda comprometerlo pero lo quiero preservar y dejarlo en sus manos hasta que vuelva. Y si no vuelvo entréguelo a nuestro amigo, el Editor, para que haga con él lo que le plazca.
—¿Un manuscrito?
—Es la primera parte de una trilogía. La segunda parte será un relato sobre mi experiencia periodística. Más de un político temblará al leerlo pero este texto es anecdótico y se refiere a mi familia. Nada comprometido. Le doy mi palabra.
—Le creo. ¿Dónde lo tiene?
—En mi casa. Cerca de Malabia y Camargo.
—¿En Villa Crespo? ¿Usted vive en Villa Crespo?
—Era el barrio de mi infancia.
—Vamos a buscarlo. Lo acompaño para dejarlo en un sitio seguro. ¿Alguien conoce donde reside?
—Creo que nadie. Tampoco me siguen ni me controlan. Circulo libremente por las calles a la vista de todo el mundo.
—Le aseguro que su situación ha cambiado.
Estuvimos sin hablar el resto del viaje hasta que llegamos a Villa Crespo. Travin me pidió que detuviera el coche en una esquina sin indicarme donde vivía. Al rato volvió con un paquete. Era un sobre cerrado.
—Aquí le entrego mi manuscrito. Si no vuelvo en un tiempo prudencial, puede leerlo.
Y tomándome de la mano, a modo de despedida, agregó, creo que con sinceridad:
—Gracias, muchas gracias doctor. La semana próxima me voy a Madrid.
—¿La semana próxima? Usted no me entiende. Tiene que irse esta noche. Su tiempo se acaba.
Travin sonrió y volvió a ser Travin.
—No sea exagerado —me dijo con suficiencia.
—No lo soy, créame —respondí.
Ambos nos separamos en silencio. Todo estaba dicho. Desde el coche lo seguí con la mirada mientras se alejaba y cuando dobló la esquina, lo perdí de vista.
Parecía cansado, muy cansado. Era otro Travin.
Nunca volvimos a vernos.
Durante años me jacté, orgulloso, que había salvado a Travin de la muerte. Hoy comienzo a dudarlo y a preguntarme si no estaba equivocado.
CONFESIONES (Enero-Marzo, 1977)
A los quince años descubrí un libro cuyo título, Momentos estelares de la humanidad, me parecía muy interesante. Su autor, Stefan Zweig, era muy popular en esa época. En realidad me intrigó la palabra «estelares» cuyo significado, como muchos otros, yo desconocía. Aprendí castellano en la calle, en la escuela, en la radio y en los diccionarios, que siempre me fascinaron. Fui un niño inmigrante que apenas balbuceaba el polaco, mi idioma natal que pronto olvidé, y algunas palabras en el idish que apenas recordaba porque era la lengua que mis padres utilizaban para que mi hermana y yo no nos enteráramos sobre la existencia de algunos conflictos familiares. Mi castellano se enriqueció con vocablos inusuales que, tras minuciosas búsquedas, yo extraía, como un minero, de los diccionarios. Tardé en desprenderme de neologismos de vida fugaz y arcaísmos enterrados en las profundidades del idioma que yo, confundido, exhumé, utilicé y luego abandoné cuando descubrí que habían muerto con quienes lo hablaron.
A menudo me instalaba en la biblioteca de mi barrio para leer los libros que me interesaban y que por falta de dinero no podía comprar. Una tarde busqué en el diccionario el significado de la palabra «estelares» y cuando supe que se originaba en la misma raíz que estrella y equivalía a «excepcional», «importante» decidí conocer ese libro donde Stefan Zwaig describe doce o catorce acontecimientos acaecidos en diferentes épocas que trascienden a su tiempo y generan cambios sustanciales en la historia del mundo.
Existen momentos estelares en la historia de la humanidad y también en la historia de cada individuo. Viví mi momento estelar en plena crisis, cuando supuse que había llegado a las puertas del paraíso pero en realidad me había metido en un nido de víboras.
En esa época yo tenía diez y seis años y me recuerdo algo petulante, intelectualmente inquieto, interesado en la literatura y sobre todo en la política. Me apasionaban los acontecimientos diarios de la guerra y admiraba a la Unión Soviética y al camarada Stalin, el gran líder de los pueblos, el sabio salvador de la humanidad. Yo era locuaz, algo fantasioso, demasiado temerario y de reacciones elementales, muy descreído de las verdades ajenas e incondicional de las propias. Me creía superior a la media de mi edad pero en mi vida sobraban las angustias y las inseguridades. Un típico adolescente bienintencionado y socialista, cargado con un arsenal de certezas y pocas dudas, un infalible candidato al fracaso.
Mi lenguaje nunca fue espontáneo, como lo es el materno. Lo había aprendido de otros, lo había trabajado para enriquecerlo y para exponer mis convicciones que siempre fueron auténticas, pero a menudo equivocadas, aunque lo entendí años más tarde.
Tal vez ahora, cuando relato esta historia, se infiltran algunos pensamientos míos, los de un hombre adulto, en la lengua de aquel adolescente que subyace con cierta compasión en mi memoria porque nunca fue demasiado feliz.
Este es el relato del momento estelar que marcó mi vida y mi derrotero.
El mes de diciembre de 1941 fue terrible para el mundo en guerra y en especial para los países democráticos. La Alemania nazi había conquistado casi toda Europa, el norte de África y tras invadir la Unión Soviética en pocas semanas sus tropas llegaron hasta las puertas de Moscú, Leningrado y Stalingrado. Japón atacó sorpresivamente a Estados Unidos en el Pacífico y en horas destrozó la potencia naval de su sorprendida víctima.
Muchos políticos y militares argentinos estaban convencidos de que Hitler iba a ganar la guerra y dominar el mundo y se preparaban para ese momento. Yo vivía pendiente de cada batalla, de cada avance y retroceso y de nuestros miedos. Si Hitler ganaba la guerra (y los nazis argentinos ya se anticipaban a celebrarlo) ¿qué sería de nosotros, los judíos?
Los dos grandes estrategas de nuestra casa, mi padre y yo, estábamos convencidos de lo contrario. Aunque Estados Unidos era el símbolo del capitalismo sanguinario y explotador, su entrada a la guerra tras el ataque a Pearl Harbour convirtieron al conflicto «entre estados capitalistas» —como la calificaba Stalin que se declaró neutral— en una guerra en defensa de la «Madre Patria Rusa» y «de la democracia y la libertad» como la denominó después de la invasión hitleriana. De ese lado estábamos nosotros.
Mi familia había llegado a la Argentina a principios de 1930 invitados por un pariente lejano, sin otros bienes que la esperanza y las ganas de trabajar. Mi padre fue el sastre más conocido de mi pueblo natal simplemente porque era el único y porque sus trajes eran atípicos y fácilmente identificables por la asimetría de los hombros, los bolsillos y el arbitrario largo de las mangas y los pantalones. En realidad su principal oficio consistía en rehabilitar ropa usada (¿quién tenía dinero para un traje nuevo?) y darle, involuntariamente, esas características innovadoras que tanto asombraban a los pueblerinos estéticamente convencionales.
En Polonia había poco trabajo y éramos muy pobres.
Al llegar a Buenos Aires los cuatro nos instalamos en la habitación de un conventillo en el barrio de Villa Crespo, a diez cuadras de Canning y Corrientes, en aquella época una zona representativa del comercio textil y metáfora del ascenso social: de sastres pobres a humildes tenderos.
De una habitación pasamos a tener dos y lentamente nos fuimos desplazando hacia la esquina admirada.
Durante la guerra la situación económica de mi padre mejoró y con muchos esfuerzos y con la ayuda de mi madre inauguraron una especie de sastrería en la calle Canning hoy Scalabrini Ortiz, un paso exitoso pero arriesgado, generador de problemas inéditos, especialmente financieros, que los enervaba día y noche. Mi padre no dormía, no comía, era un manojo de nervios, quejas, tensiones y malos humores. Mi madre, además de sus obligaciones en el negocio, atendía a mi hermana, una adolescente sumisa, poco agraciada y sin otros intereses que las revistas frívolas y los novelones sentimentales que escuchaba en la radio tarde y noche mientras ayudaba a mi padre.
¿Era la nuestra una familia feliz? La palabra felicidad estaba vetada, no formaba parte de nuestro vocabulario. Felices eran los «otros». Nosotros teníamos la obligación de sufrir. Habíamos adquirido por temperamento el monopolio de los dramas y de las desgracias. Mi hermana padecía desde temprana edad algunos problemas respiratorios hasta que un médico tuvo la torpeza de utilizar la palabra aterradora, «tuberculosis», que desencadenó una tragedia.
Cuando mis padres fueron a consultar a otro médico de la Liga Israelita contra la Tuberculosis, éste redujo a dimensiones inocuas la opinión de su colega pero aconsejó, dada la endeblez física de mi hermana, que por precaución la llevaran por un tiempo a las sierras cordobesas cuyo clima podría beneficiarla. En ese momento se inició un conflicto familiar. A mi padre le obsesionaban las finanzas de su negocio, el futuro de la familia y la salud de su hija y a mi madre solo la salud de su hija.
Los enfrentamientos subieron de tono. Escuché frases hirientes, respuestas ofensivas, discusiones estrafalarias. Hasta se produjo una especie de cónclave en el que intervinieron algunos paisanos amigos de mis padres, inmigrantes oriundos del mismo pueblo y de pueblos cercanos, quienes se involucraron en la disputa.
Tras escuchar varias opiniones mi padre tomó una decisión:
—Con la salud de mi hija no se juega: cueste lo que cueste es necesario que descanse dos semanas en la montaña y luego veremos. Pero ¿dónde? ¿En un sanatorio? ¿En el campo? ¿A quién le podemos consultar? Vivimos fuera del mundo.
Mi padre estaba abrumado. Aunque yo tenía dieciséis años ya conocía el centro de Buenos Aires, algunas pizzerías, cines, bibliotecas y librerías y para mí las respuestas a las dudas de mi padre eran sencillas. Intervine:
—Primero debemos averiguar adónde ir. Una vez que lo sepamos yo me voy a encargar del resto.
En diez días resolví el problema. El 31 de enero de 1942 íbamos a viajar a Río Ceballos, Córdoba, para alojarnos en la pensión Don José donde teníamos garantizados, además de una habitación para tres, desayuno, almuerzo, merienda y cena. Yo había decidido acompañarlas. El azar me ayudó. A veces me ganaba unos pesos como ayudante en una imprenta cercana pero un obrero pidió licencia por dos meses y yo pude reemplazarlo algunas semanas porque había terminado el año escolar. Aprendí a manejar la linotipia y a redactar e imprimir folletos. El olor a tinta me embriagaba pero aún más el dinero que había ganado para pagar mis vacaciones.
A mi madre y a mi hermana les alegró que las acompañara porque se sentían más seguras con mi presencia. Yo me encontraba frente a una grandiosa aventura: iba a sorprenderme con ciudades desconocidas, atravesar en tren medio país, y conocer gente interesante. ¿Qué más podía desear a mi edad?
El mundo estaba en llamas, los asesinos avanzaban victoriosos en todos los frentes, la muerte de millones sonaba en los oídos como una rutina que no sorprendía a nadie y yo, a las puertas de la hecatombe, fantaseaba con disfrutar de mis primeras vacaciones sin preconceptos, ni límites ni falsos pudores. Me esperaba una aventura apasionante y un gran desafío.
La aventura me deparó algunas sorpresas.
GÉNESIS (1 de febrero, 1942)
—Me llaman Travin —contesté remedando al cronista que sobrevivió a la furia de Moby Dick, la ballena blanca. Don José había preguntado amablemente:
—Y usted señorito ¿cómo se llama?
Me apresuré en responderle para evitar que mi madre me lapidara con un apresurado Moishele. No tuve la intención de mentir pero tampoco revelar mi verdadero nombre. No era el momento. Me definí por pasivo, como el personaje de Melville: «Llamadme Ismael». Llamadme Travin —dije para evitar malentendidos.
—Travin. Que nombre tan extraño. ¿De dónde procede? —preguntó un intrigado don José.
—Del norte de Europa.
—Yo nací en las antípodas, en el Mediterráneo —se apresuró a informarme el dueño de la pensión, un personaje propenso a la autobiografía—. Soy descendiente de andaluces y sicilianos.
—Una combinación explosiva —comenté sonriendo.
—Tiene razón —respondió don José—. Todos somos europeos y deberíamos llevarnos muy bien, pero ya lo ve, estamos a las patadas, pero no aquí. Aunque provenimos de diversas regiones en esta casa impera la armonía.
Y abriendo los brazos, como si estuviera en el centro del escenario, con forzada solemnidad anunció con un leve acento andaluz:
—Bienvenidos a la Pensión don José, vuestra casa.
Don José portaba la sonrisa asimétrica de Gardel, el fino bigote de Clark Gable, la profunda mirada de Rodolfo Valentino y un peinado con raya al medio, rígido, pegado al cuero cabelludo con una inconmensurable carga de gomina. Supongo que se consideraba un anfitrión irresistible.
Habíamos llegado a la pensión cerca del mediodía, tras una agotadora noche de padecimientos en un tren en el que se confabularon, además del polvo que penetraba por las ventanas y el insoportable calor, las torturas de unos asientos inhumanos. Decidí acostarme en el piso y fui el único que pudo dormir. Me desperté al amanecer para contemplar la miseria que exhibían las poblaciones cercanas a la capital cordobesa, con sus niños zaparrastrosos que mendigaban a lo largo de la vía. Tuve un arrebato de compasión y de tristeza que se esfumaron a medida que el ómnibus que tomamos en la estación ferroviaria cordobesa nos aproximaba a Río Ceballos. Un paisaje de colinas y riachos, ranchos primitivos y pueblos limpios comenzaron a fascinarme.
Al llegar a Río Ceballos y bajar del autobús el aire me sorprendió con su atrapante olor a frío, a nieve, a intimidad y cercanía; era el olor de los inviernos de mi pueblo natal. Me estremecí de emoción. Estábamos en febrero, en pleno verano y me regalaron un milagro.
Tuvimos que caminar hasta la pensión —que estaba situada cerca de la calle principal pero lejos de la estación de autobuses— cargando nuestro equipaje pero cuando nos topamos con el cartel «Don José, Pensión para familias y Restaurante», la alegría se sumó a la fascinación. Desde la calle un enorme jardín precedía al edificio que a nuestros ojos parecía un palacio.
Apenas nos descubrieron, dos servidores se apoderaron de nuestras valijas y cuando nos acercamos a la puerta apareció don José para regalarnos su sonrisa de bienvenida.
—A veces tenemos dificultades con los apellidos extranjeros. Es normal que nos llamemos por nuestros nombres, si ustedes lo permiten. Yo soy don José, para servirles. ¿Cómo se llama la señora?
La Reisele original de Polonia se había convertido en Rosa en el barrio de Villa Crespo y la Iente (iente) que avergonzaba a mi hermana, en Juanita. En cuanto a mí ya saben cómo quería que me llamaran. Así que doña Rosa, la señorita Juanita y el señorito Travin entraron deslumbrados a la habitación que les asignaron: dos ventanas que daban al jardín, un baño aireado por una enorme claraboya que permitía ver el cielo, dos camas, una doble donde dormirían mi madre y mi hermana y una para mí, armarios amplios que olían a lavanda, un sillón, dos mesitas de luz, una alfombra y muchas lámparas. Nos sobraba luz. Habíamos entrado al territorio de la felicidad.
Tras ordenar el contenido de las valijas, asearnos y vestirnos como correspondía, nos fuimos a almorzar.
El comedor estaba repleto y las mesas cercanas las unas a las otras. Podíamos escuchar las conversaciones de nuestros vecinos y ellos, si lo deseaban, también las nuestras. El mozo que nos atendía, un cordobés encantador, nos comentó que algunos comensales no eran huéspedes de la pensión: venían a almorzar o a cenar porque la comida era sabrosa y familiar. La gente de alcurnia — agregó— se reunía en el hotel Los Sauces, un sitio para privilegiados de buen vivir. En el pueblo se había inaugurado una Galería Comercial que contaba con muchas tiendas y entretenimientos, entre ellos una pista de patinaje, juegos de ping pong, alquiler de bicicletas y por la noche una pista de baile. Según el mozo se trataba de un lugar extraordinario donde los jóvenes se reunían para conocerse y divertirse. Mientras nos informaba sobre las tentadoras atracciones que ofrecía el pueblo, comenzó a servir una sopa como primer plato.
Nos pareció extraordinaria, aunque no podía compararse con el sabor del plato principal, un estofado de carne, ni con el exquisito flan casero con dulce de leche que devoramos como postre. Desde el inicio del almuerzo nos llegó una sorpresa extraordinaria. El propio don José fue el portador.
—La casa invita —dijo mientras descorchaba una botella de vino y me servía a mí, y solo a mí, una cantidad mezquina.
Yo no entendía el significado de esa dimensión homeopática porque jamás había almorzado en un restorán ni probado una gota de alcohol. Pero allí estaba don José, impaciente, esperando mi veredicto. Me dejé guiar por el instinto y tragué de un golpe el minúsculo contenido, como hacían los polacos cuando bebían vodka.
—Muy bueno —dije, por amabilidad.
—Veo que el señorito sabe catar un buen vino. Ahora vamos a servir a la señora Rosa y a la señorita Juanita.
Cada vez que escuchaba la palabra señorito comenzaba a sentir nauseas.
—Travin, por favor don José, nada de señorito. Me llaman Travin.
Don José me sonrió:
—Travin, perfecto. Travin.
Mi madre y mi hermana me miraban sorprendidas, pero les distrajo la forma en que don José escanciaba el vino. Yo estaba preocupado porque me habían servido poco, pero al terminar de llenar las copas de ambas, don José me demostró su generosidad.
—Tenemos la tradición de brindar con los recién llegados —explicó don José mientras sacaba de no sé dónde una copa que llenó de inmediato hasta la mitad, como las nuestras.
—Por un feliz y plácido veraneo —dijo entre solemne y melifluo.
Chocamos las copas y bebimos un trago. Don José agotó la suya.
Me pregunté cuántos nuevos huéspedes llegaron esa mañana y si don José los recibía a todos con una copa de vino.
Los ojos de mi madre y los de mi hermana adquirieron un brillo diferente que luego se transformó en somnolencia. No volvieron a tocar la botella que quedó sobre la mesa. Yo bebí dos copas. Además de un leve mareo sentí que el mundo me reservaba sorpresas maravillosas y yo estaba dispuesto a recibirlas.
Disfrutamos la comida en silencio, pero de vez en cuando nos hacíamos guiños para compartir nuestra satisfacción. Me dediqué a observar a nuestros vecinos: la mayoría masticaba con vehemencia y hablaba al mismo tiempo sobre temas que les interesaba. Yo estaba a kilómetros de las personas con las que compartía la misma mesa.
También había mesitas para algunos solitarios, en general gente mayor.
En una mesa algo distante una pareja comía en silencio. Cada uno tenía la mirada fija puesta en su plato ignorando la existencia del otro. Ambos vestían con elegancia.
Don José circulaba por el comedor con gran éxito: sus comentarios despertaban risas y alegría. Al mirarlo me pregunté cómo podía dormir con su agarrotada cabellera o si la misma era nocturnalmente desmontable y de día imprescindible para ocultar una irreversible calvicie. Me pareció que acababa de descubrir un gran secreto de don José. ¿Cuántos más guardaba?
A mis espaldas dos hombres charlaban en voz alta porque la acústica del comedor multiplicaba los sonidos pero intermitentemente, por una brecha circunstancial, me llegaban frases o palabras que despertaron mi curiosidad.
La voz de uno era aguda, penetraba como una flecha en el oído y estaba cargado de una vehemencia irritante. La del otro era más mesurada y me resultaba atractiva por su típica tonada cordobesa.
Estaban sentados a mis espaldas y me llegaban trozos de su conversación que comenzó a interesarme porque discutían sobre la guerra.
Yo conjeturaba que el de la voz aguda era obeso, bajo de estatura, calvo y bigotudo, mientras que la voz calma pertenecía a un hombre elegante, alto, de modales finos y cultura superior. A medida que los comensales terminaban de almorzar y partían hacia sus habitaciones para hacer la siesta —como mi fatigada madre y mi somnolienta hermana— el comedor se iba vaciando y el silencio comenzó a imponerse.
Mis vecinos dialoguistas pidieron al mozo que les trajera café y yo aproveché la circunstancia para darme vuelta, verlos por un instante y pedir lo mismo. Descubrí que mis intuiciones habían fracasado: ambos eran delgados, elegantes, usaban bigotes y el de la voz calma comenzaba a padecer una incipiente alopecia. Un silencio circunstancial me permitió escuchar algunos fragmentos del diálogo. El de la voz aguda decía:
—Mirá hermano, la guerra la tienen ganada los alemanes. Solo faltan algunas batallas para que los rusos se rindan. Este ciclo terminará a comienzos del verano europeo. Los ingleses no aguantan más y a los yanquis los japoneses los engancharon por error pero lo van a aprovechar para hacer negocios, enriquecerse y firmar la paz de inmediato. El tema es otro: ¿qué nos conviene a nosotros, los argentinos?
El de la voz mesurada respondió:
—No te apresures, porque esas «algunas batallas» no serán tan fáciles. Es cierto que con la guerra los yanquis van a hacer negocios, el primero venderle más armas a los ingleses y a los rusos. Lo que nos conviene a los argentinos es que gane la democracia.
El de la voz aguda la potenció aún más:
—¿Para que seamos tributarios de los ingleses? No gracias. Quiero que vengan los alemanes y nos enseñen a trabajar en orden, a ser disciplinados, a madurar nuestra conciencia nacional y crear un estado poderoso. No me interesa la falsa libertad de las falsas democracias. Aquí necesitamos rigor, disciplina y menos vagancia. No. No estoy equivocado. Necesitamos orden.
—¿Un nuevo orden, como el de Hitler?
El de la voz aguda bajó algunos decibeles para evitar que se escuchara su respuesta.
Las últimas palabras que pude oír fueron:
—¿Por qué no? Unos años de disciplina nos vendrían bien. Necesitamos un cambio. La semana pasada me dijo el General que el Presidente Ortiz está más enfermo de lo que trasciende y que su renuncia indeclinable es inminente, lo que significa que ha llegado nuestra hora. Te ofrezco la posibilidad…
Pero el resto de la frase fue dicha en voz tan baja que, pese a mis esfuerzos, sus palabras se perdieron.
El diálogo me impresionaba pero decidí que había llegado el momento de levantarme para no despertar sospechas aunque nadie me prestaba atención. Les lancé una última mirada y, a imitación de unos vecinos, repetí un «buen provecho» convencional. El de la voz calma levantó la mirada y lo agradeció con un «muchas gracias» tan convencional como el mío.
Yo vivía con pasión las vicisitudes institucionales del país: un presidente bienintencionado pero enfermo y casi ciego estaba asediado por una derecha implacable. Su sucesor, el doctor Ramón S. Castillo, actual Presidente en ejercicio, iba a enterrar un proyecto político renovador. Las malas prácticas y el fraude estarían asegurados. ¿Quién era el General que anunciaba una renuncia inminente? ¿Quién era el hombre de la voz aguda que hacía un ofrecimiento, seguramente de contenido político, al hombre de la voz calma? Las opiniones del hombre de la voz aguda me preocupaban ¿Los nazis argentinos preparaban un golpe de Estado? Me di cuenta que mis vacaciones podrían ser apasionantes si se me daba la ocasión o yo tenía la habilidad de encontrarla. Por ahora quería disfrutar de una prolongada siesta cordobesa. Me fui a mi cama. En la otra mi madre y mi hermana dormían plácidamente.
Al cerrar los ojos reconstruí el diálogo que me esforcé en escuchar y la palabra «nazis» fue la última que retuve antes de quedarme dormido.
Así comenzó mi primer día de vacaciones.
CHARLAS AL ATARDECER (1 de febrero, 1942)
Me desperté de la siesta un poco aturdido, tal vez por mi experiencia iniciática con el vino. Mi madre y mi hermana ya se habían instalado en el comedor para engullir, sin pudores, la merienda que don José ofrecía a sus huéspedes. El sitio estaba repleto: daba la impresión de que todos los comensales provenían de la Europa en guerra donde, machacaban mis padres «los niños se morían de hambre», un argumento para que mi hermana se sintiera culpable por haber despreciado una última migaja de pan.
En una mesa alejada de la nuestra la pareja elegante seguía sin conversar; ella revolvía con una cucharita el contenido de una taza tal vez para endulzarla mientras que él intentaba, sin excesiva destreza, cubrir una tostada con un cuchillo cargado de mermelada. Justo en el momento en que yo pasaba la tostada se quebró y el cuchillo con su carga terminaron sobre la mano y la camisa del hombre. La mujer, sin decir palabra, le lanzó una mirada demoledora mientras él intentaba reparar el desastre que, con su torpe maniobra, había originado. Sin el menor sentido, pero adrede, yo había optado por el camino más distante, pero próximo a la pareja, para llegar hasta la mesa que mi madre y mi hermana ocupaban.
Fui testigo involuntario de ese accidente nimio que tal vez ocultaba un conflicto cargado de silencios e incomunicaciones. La mujer percibió que mi injustificada cercanía no era casual sino un ejercicio morboso de voyerismo adolescente. ¿Acaso yo ignoraba que la línea recta era la menor distancia entre dos puntos y que el rodeo que di contradecía la lógica más elemental?
En el breve instante que pude vislumbrar su rostro (debía tener unos cuarenta años lo que hoy equivale a juventud pero en aquella época traspasaba las fronteras de la adultez) unos labios carnosos en los cuales me pareció adivinar una sonrisa irónica, y ojos oscuros muy expresivos. Desde mi adolescencia me atrajeron las mujeres bellas pero mucho más las mujeres interesantes, una categoría ardua de definir porque no abunda. Esa mujer me pareció interesante. Además, ella y su marido vestían con notoria elegancia. En realidad eran elegantes.
Llegué a la mesa donde mi hermana esperaba ansiosa que la acompañara hasta la Galería Comercial que tanto ensalzó nuestro mozo en el almuerzo. Estaba impaciente y resentida por mi tardanza. Aunque no tenía apetito las ofertas de la mesa me tentaron y no dejé de comer hasta que terminé la última medialuna. Mi madre decidió sumarse a la excursión porque no tenía nada que hacer y le agradaba la idea de dar un paseo con sus hijos. A mí me fastidiaba la compañía de ambas. Pertenecíamos a dos mundos irreconciliables pero ellas no lo sabían, aunque el joven que las acompañaba, sí. Me resigné y salí, fastidiado, con ambas a la calle.
A los dieciséis años yo era alto y delgado y cualquier ropa me sentaba bien. Mi madre y mi hermana, aunque las hubiese vestido Chanel, siempre parecerían toscas pueblerinas. No congeniábamos en nada, pero proveníamos de un mismo origen que íntimamente, en aquella época, yo desdeñaba. Hubiese querido huir de mis ancestros, de sus maneras elementales de entender la vida, de su aceptada mediocridad. Desde siempre intenté diferenciarme de mi familia pero ¿cómo lograrlo? ¿Estaba condenado a parecerme a ellos? En ese caso ¿por qué había decidido acompañarlas a Río Ceballos? Existen preguntas sin respuestas y preguntas que no conviene formular. Tal vez este viaje, sin proponérmelo, se convertiría en una despedida.
Mientras tanto avanzábamos por la única calle del pueblo en dirección a la Galería, entre casas señoriales, arboledas que las ocultaban y niños que paseaban a pie a otros niños montados en burritos, demostrando que la palabra pobreza y clasismo se practicaba sin tapujos.