La artista y el millonario - Amante para vengarse - Obsesión implacable - Julia James - E-Book

La artista y el millonario - Amante para vengarse - Obsesión implacable E-Book

Julia James

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 454 La artista y el millonario Julia James Alexa Harcourt sólo ve a su amante, Guy de Rochemont, de vez en cuando. Él la manda llamar y hace que la lleven a alguna villa italiana o a Mónaco para reunirse con ella. Pero Alexa sabe que nunca llegará a ocupar un puesto estable en la vida de él. El nombre de Guy es sinónimo de riqueza y poder… y ha llegado el momento de que se case. Una mujer de su familia lejana es la elegida, pero Alexa es la única mujer a la que Guy quiere. Amante para vengarse Melanie Milburne Cinco años atrás, Ava McGuire dejó a Marc y se casó con el mayor enemigo de éste, causando un gran escándalo. Pero nadie sabía que la habían forzado a hacerlo. Ahora sólo tenía deudas y otra proposición escandalosa. Marc quería a Ava en su cama durante todo el tiempo que él deseara… Obsesión implacable Lucy Gordon Lysandros Demetriou es un magnate de la industria naval y el soltero más codiciado de Grecia. Las mujeres más hermosas compiten por su atención, pero para él, no son más que meros objetos prescindibles. Sin embargo, un día Petra Radnor irrumpe en su vida. Ella es capaz de despertar algo que ha estado escondido durante muchos años. Lysandros no logra apagar la llama de la pasión y debe decidir si su deseo por Petra es un simple capricho o una obsesión para toda la vida…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 454 - julio 2023

© 2010 Julia James La artista y el millonario Título original: Forbidden or For Bedding?

© 2009 Melanie Milburne Amante para vengarse Título original: Castellano’s Mistress of Revenge

© 2010 Lucy Gordon Obsesión implacable Título original: The Greek Tycoon’s Achilles Heel Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-012-9

Índice

Portada

Créditos

La artista y el millonario

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Amante para vengarse

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Obsesión implacable

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Promoción

Prólogo

El sol de mediados de otoño se filtraba por la ventana de la cocina en el piso de Alexa, en Notting Hill, iluminando la mesa de pino puesta con desayuno para dos. El juego de té, simple pero elegante, y la cubertería de plata habían sido adquiridos en diferentes tiendas de antigüedades. Un jarrón con flores de vivos colores adornaba la mesa y el aroma a café recién hecho impregnaba el aire.

Igual que la tensión que latía entre los dos. Alexa habría tenido que ser de piedra para no sentirla.

Hasta ese momento, sin embargo, Alexa se había sentido envuelta en un humor lánguido, sensual y satisfecho, como siempre se sentía después de haberse pasado la noche haciendo el amor. Aunque supiera que la noche siguiente tendría que irse a la cama sola.

Pero se había acostumbrado a ello. Se había habituado a pasarse varios días de abstinencia después de una noche tan sensual y maravillosa. Allí en la cocina, con una taza en la mano, el pelo revuelto y nada más que un salto de cama de seda verde, Alexa se estremeció al recordar cómo se había dejado mecer en los brazos de la pasión y el torbellino de emociones de la noche anterior.

Pero ella no era de las que revelaban sus sentimientos. Ni le gustaba reconocerlos ante sí misma.

Durante un instante fugaz, la desolación hizo presa en ella. Pero fue sólo un momento. Había tenido que aceptar lo que tenía y conformarse. Debía darse por satisfecha con el tiempo que pasaban juntos, preciadas noches de ardiente pasión separadas por largos días y noches de celibato, hasta que sonaba el teléfono y todo lo demás pasaba a un segundo plano en su vida. Sus amigos, su trabajo, todo perdía importancia entonces.

La llamada de teléfono la invitaba a un aeropuerto privado para volar a alguna ciudad europea o, a veces, a alguna maravillosa casita de campo en Italia, en Mónaco y en los Alpes. Entonces, Alexa se entregaba al momento. Por muy breve que fuera.

¿Acaso no era una locura? Claro que lo era, se dijo ella. Lo sabía muy bien. Por eso, centraba todo su esfuerzo en mantener a raya sus sentimientos.

Ante los demás, Alexa daba la impresión de ser una mujer fría, contenida, calmada. Pocos amigos, sobre todo los que pertenecían como ella al mundo del arte, se daban cuenta de que su aspecto externo contenía una marejada de sentimientos que sólo dejaba salir en sus cuadros. El resto de la gente veía en ella una belleza serena, una rosa inglesa de cabello rubio y piel pálida, sin reconocer la llama que ardía en su interior.

Los padres de Alexa habían sido muy intelectuales y ordenados y se habían sentido sorprendidos al descubrir que su hijita tenía talento artístico. No se habían opuesto a que se dedicara a pintar, pero ella sabía que no aprobaban una profesión tan relacionada con las bajas pasiones, los sentimientos extremos y, sobre todo, la tendencia a llevar una vida desordenada y caótica.

Por esa razón, quizá, Alexa se había esforzado en llevar una existencia todo lo ordenada posible, limitando su temperamento a su profesión.

En cuanto a los hombres... Había atraído a muchos, pero ninguno había sido especial para ella. Había sido recatada en ese sentido también y sólo había tenido un puñado de parejas, con quienes le había gustado ir al teatro, a conciertos y a exposiciones. Sin embargo, ninguno le había llegado al corazón y ninguno, tampoco, había conseguido hacer arder su cuerpo de pasión.

Ninguno excepto el hombre que tenía delante en ese momento, parado en la puerta de la cocina. Cada vez que lo miraba, se le aceleraba el pulso y se quedaba sin respiración.

Como en ese momento.

Él estaba allí de pie, con su porte regio y elegante, vestido con un traje de chaqueta color gris perla y un aire muy masculino que delataba su origen. Guy de Rochemont nunca pasaría por inglés. Nacido en Francia, procedía de los Rochemont-Lorenz, una familia de banqueros europeos conocida por su riqueza, su prestigio y su poder.

Y él la estaba mirando. Alexa, como siempre, se derritió ante aquellos ojos. Pero, en esa ocasión, notó algo más. Una tensión que parecía romper el equilibrio.

Alexa se quedó quieta con la taza de café aún en la mano. El silencio pesó entre ellos.

Entonces, él habló.

–Tengo algo que decirte –dijo Guy con su acento francés.

Alexa sintió que algo temblaba dentro de ella, pero no se permitió reconocerlo. No debía abrir la caja de Pandora de sus sentimientos. Nunca.

Y, cuando él siguió hablando, ella lo escuchó como si sus palabras llegaran de muy lejos, aunque cada sílaba fue como una puñalada en su corazón.

–Voy a casarme –terminó Guy.

Alexa se quedó muy quieta. Como una estatua. Guy también se quedó paralizado. Él había entrado en la cocina sabiendo lo que tenía que decir. Y sabiendo, también, lo que implicaba.

Guy frunció el ceño un momento.

¿Se daría ella cuenta de lo que implicaba?, se preguntó, mirándola.

Los ojos de Alexa no revelaban ninguna emoción, esos ojos tan hermosos que lo habían cautivado desde el primer momento. Todo en ella era bello, su rostro y su cuerpo rozaban la perfección.

Algunas mujeres habían intentando engatusarlo con jueguecitos sin sentido, hacerse las difíciles o manipularlo. Pero Alexa, no, recordó Guy. Ella no había tenido ninguna intención de manipularlo. Desde el principio, no había mostrado ni reticencia, ni timidez ni coquetería. Incluso, cuando su relación había comenzado, ella había aceptado de forma implícita los términos en que podían estar juntos, sometiéndose a ello sin discutir.

Alexa siempre se había sometido a él sin discutir. Desde su primera noche juntos... esa noche inolvidable...

Guy reprimió su memoria para no dejarse llevar por la pasión de los recuerdos. No era momento para recordar. Era momento de dejar las cosas claras.

Incluso, de ser brutal.

Debía decirlo. No sólo por ella, sino por sí mismo. Debía dejarlo claro como el agua.

Alexa seguía inmóvil.

La tensión que cargaba el aire impulsó a Guy a hablar de nuevo.

–No nos veremos más, Alexa.

Durante un segundo, el tiempo se detuvo. Luego, Alexa dejó su taza de café sobre la mesa con la elegancia que la caracterizaba.

De pronto, le pareció que el hombre que tenía delante estaba a miles de kilómetros de ella.

–Claro –repuso Alexa con voz serena–. Entendido. ¿Vas a tomar café antes de irte?

El rostro de Alexa no mostró ni un ápice de emoción. No podía permitírselo. No le tembló el pulso. Ni sus ojos delataron ningún sentimiento. Como si él hubiera dicho algo superficial, sin consecuencias.

Guy no tomó la taza que Alexa le tendía. Su expresión era indescifrable. De todos modos, ella no pretendía descifrarla. Le bastaba con esforzarse en sujetar la taza con firmeza, en mantenerle la mirada con firmeza.

Entonces, muy despacio, Alexa bajó la taza y la dejó sobre la mesa de nuevo. Volvió a mirar a Guy.

–Te deseo un matrimonio muy feliz –dijo ella con voz tranquila.

Con suavidad, Alexa caminó hacia la puerta principal, asumiendo que la conversación había terminado. Escuchó que él la seguía. Ella abrió la puerta y se apartó.

Guy se detuvo un momento antes de salir y la miró con gesto pétreo.

–Gracias, entonces.

Alexa supo que le estaba dando las gracias por aceptarlo.

–Ha estado bien, ¿verdad? –dijo él, sosteniéndole la mirada.

–Sí, así es –repuso ella, imitando su laconismo.

Con la mayor suavidad, Alexa se inclinó para besarle en la mejilla.

–Te deseo suerte –dijo ella y se apartó–. Adiós, Guy.

Por un último instante, Guy la miró a los ojos. Luego, asintió y se fue.

Alexa cerró la puerta. Muy despacio, como si pesara más de lo que podía soportar. Se apoyó contra ella y se quedó mirando el vacío.

Guy se había ido. Su aventura había terminado.

El coche de Guy lo esperaba frente a la casa. Él había llamado a su chófer mientras se había vestido, sabiendo que querría irse en cuanto le hubiera dicho a Alexa lo que había tenido que decirle. Al verlo, el chófer salió del coche para abrirle la puerta.

Guy entró y se sentó en el asiento de cuero, con gesto inexpresivo. En su corazón, no había lugar para las emociones.

Ya estaba hecho. Alexa había dejado de formar parte de su vida. Y no volvería a verla.

Para no pensar más en ello, Guy tomó el Financial Times y comenzó a leer.

Alexa estaba limpiando el baño. Debería trabajar, pero no podía. Lo había intentado. Había mezclado los colores, había colocado un lienzo nuevo, había mojado los pinceles... Pero no había conseguido pintar nada.

Entonces, había tapado los tubos de pintura y había salido del taller.

En la cocina, había puesto agua a hervir. Sin embargo, se había sentido incapaz, también, de preparar té. O café. Ni había podido abrir el grifo para servirse un vaso de agua. Después de un rato, se había ido al baño.

Había visto que la bañera necesitaba un repaso y se había puesto manos a la obra. Luego, había pasado al lavabo y a todo lo demás. Había frotado con fuerza, utilizando gran cantidad de limpiador.

Frotó y frotó mientras su cabeza saltaba de un recuerdo a otro. Recuerdos afilados como cuchillos. Recuerdos que la transportaban al pasado, a tiempos muy, muy lejanos.

Capítulo 1

Seis meses antes...

–¡Cariño! ¡No te vas a creer a quién te he buscado!

Con el teléfono apoyado en la oreja, Alexa estaba intentando plasmar en el lienzo el brillo de un pétalo de rosa.

–¿Alexa? ¿Estás ahí? ¿Has oído lo que te he dicho? No vas a creer a quién...

–¿A quién? –preguntó Alexa, siguiéndole la corriente a su amiga. Sabía que Imogen se moría porque se lo preguntara y por contárselo.

–¡Es excepcional! –aseguró Imogen con entusiasmo–. Está a miles, a millones de años luz de los hombres a los que estás acostumbrada.

Alexa se preguntó qué estaría tramando Imogen y siguió intentando conseguir el brillo que deseaba en el pétalo que estaba pintando. Dejó hablar a su amiga, pero no le prestó atención.

Al fin, Imogen se quedó en silencio.

–¿Y? –preguntó Imogen un momento después–. ¿Estás en la luna o qué?

–¿Qué? –replicó Alexa, frunciendo el ceño con gesto ausente.

–Cariño, ¡presta atención! –le ordenó Imogen y suspiró–. Deja el pincel y escúchame dos minutos. Hasta tú te vas a quedar impresionada, te lo prometo. Me ha llamado Guy de Rochemont. Bueno, él en persona, no. Su secretaria. Dime que estás impresionada... Dime que estás temblando de emoción.

Alexa apartó el pincel del lienzo y frunció el ceño un poco más.

–¿Temblando? ¿Por qué?

Imogen suspiró con desesperación.

–De verdad, Alexa, ¡no te hagas la mujer de hielo conmigo! Ni siquiera tú puedes permanecer impasible ante Guy de Rochemont. Te derretirás ante él como todas las mujeres del mundo.

–¿Es que conozco yo a ese tipo? –preguntó Alexa.

–¡Que no conoces a Guy de Rochemont!

–Imogen, ¿quién es? ¿Por qué le estás dando tantas vueltas? ¿Y qué tengo yo que ver? –preguntó Alexa. No tenía ni idea de qué estaba hablando su amiga y no quería perder más tiempo.

–¿Lo dices en serio? ¡No me puedo creer que no lo conozcas! –exclamó Imogen, sin dar crédito–. ¡Sale en todas las revistas del corazón!

–Yo no leo esas revistas. Son basura.

–Oh, usted perdone, señorita –repuso Imogen con tono burlón–. Bueno, deja aparcada un momento tu alma de artista y escúchame bien. Supongo que habrás oído hablar del imperio Rochemont-Lorenz, ¿no?

–Una familia de banqueros, creo –aventuró Alexa.

–¡Eso es! –exclamó Imogen con entusiasmo–. Una de las dinastías más viejas y ricas de Europa. Llevan más de doscientos años acumulando millones. Ellos financiaron la revolución industrial y los barcos mercantes a las colonias. Su fortuna sobrevivió las dos guerras mundiales y la guerra fría y ahora les va mejor que nunca, a pesar de la crisis. En gran parte, es gracias a Guy de Rochemont. Es un genio de las finanzas, responsable de haber impulsado su banco hacia el siglo XXI. Todo el mundo en su familia está loco por él –explicó e hizo una pausa, adoptando un tono más meloso–. He de decirte que son sobre todo las mujeres quienes están locas por él. ¡Todas las mujeres del mundo! Cuando me llamó su secretaria, se me hizo la boca agua sólo de pensar en Guy.

Era obvio que Imogen estaba emocionada por ese tal Guy, fuera quien fuera, pensó Alexa, que nunca había oído hablar de él.

–¿Y qué te dijo, Immie?

–Lo que me dijo, querida, es que quiere que tú le hagas un retrato –respondió Imogen con énfasis–. De verdad, vas a quedarte impresionada. Ya está bien de tíos mediocres. Éste es uno en un millón, un hombre fabuloso de verdad.

Alexa hizo una mueca. La idea de pintar retratos se le había ocurrido a Imogen. Cuando las dos habían terminado Bellas Artes, Imogen había decidido dedicarse a la parte comercial en vez de a la creación artística.

–¡Te dije que te haría famosa y, si pintas a Guy de Rochemont, todo el mundo querrá un retrato tuyo! –señaló Imogen–. Te haré ganar toneladas de dinero, ya lo verás.

–No me interesa mucho sacar dinero con mi arte.

–Sí, ya, bueno. No todos podemos permitirnos ser tan altruistas –replicó Imogen con tono reprobatorio. De inmediato, sin embargo, se dio cuenta de que podía haber herido los sentimientos de su amiga–. Lo siento. A veces hablo sin pensar... ¿Me perdonas?

Alexa aceptó sus disculpas, pues sabía que su amiga era sincera.

La familia de Imogen había acogido a Alexa en sus años de colegio, cuando los padres de Alexa habían muerto en un accidente de avión. Imogen y su familia la habían ayudado a superar aquellos momentos de pesadilla y le había ofrecido refugio, además de asesoramiento sobre qué hacer con la fortuna que había heredado. No había sido una gran fortuna pero, tras invertirla bien, le había permitido comprarse un piso, pagar los gastos de la universidad y contar con un dinero al mes, por lo que no dependía de sus ingresos como artista para sobrevivir.

Aun así, Imogen estaba decidida a convertir a su amiga en una artista famosa.

–¡Con lo guapa que eres, seguro que le gustas! –exclamó Imogen, sacando a su amiga de su ensimismamiento.

–Pensé que se trataba de pintar bien, nada más –repuso Alexa secamente.

–Sí, bueno. Eso también. Pero las dos sabemos lo que hace girar el mundo, si eres guapa tienes mucho ganado. ¡Y tú eres un bombón!

Sin embargo, eso no le importaba a Alexa. El mundo de lo superficial no era lo suyo. A ella le interesaba explorar sus capacidades artísticas, en todos los estilos.

Por eso, cuando Imogen le había dicho que tenía talento para los retratos y que no debía malgastarlo, se había dejado convencer. Todo había empezado cuando Alexa había pintado un retrato de la familia de su amiga. Habían pasado cuatro años desde entonces y, gracias a los contactos de Imogen, el arte de los retratos estaba resultando ser muy productivo, al menos en términos de dinero.

Lo cierto era que Alexa sí tenía un don para el retrato, porque sabía ver a sus modelos con generosidad de espíritu, captando lo mejor que había en ellos. Lo que no era poco, teniendo en cuenta que, desde que Imogen había subido las tarifas de los cuadros, sus clientes eran cada vez más viejos. Sin embargo, aunque el aspecto externo de sus modelos no fuera atractivo, ella sabía reflejar su inteligencia, su astucia, su fuerza de voluntad... cualidades que les habían permitido llegar a la esfera más alta de la escala empresarial.

Guy de Rochemont, por otra parte, no parecía ser como ellos. Según lo que Imogen le había contado, Alexa intuyó que sería una especie de playboy, un rico heredero malcriado y engreído.

Su opinión de él no hizo más que afirmarse cuando, después de que Imogen hubiera puesto toda su energía en establecer una cita, Guy de Rochemont la había cancelado en el último momento. La secretaria había empleado un tono frío y despreciativo, como si su jefe tuviera millones de cosas mejores que hacer que posar para un cuadro.

Imogen llamó a Alexa dos horas después, llena de excitación, para preguntarle cómo le había ido y si era tan guapo como en las fotos.

–No tengo ni idea –repuso Alexa con tono helador–. Canceló la cita.

–Oh, tesoro, está muy, muy ocupado –señaló Imogen, intentando mostrarse comprensiva–. Siempre está tomando aviones de un sitio a otro. Y su secretaria es una antipática, ya lo sé. Bueno, ¿para cuándo ha cambiado la cita?

–Ni lo sé ni me importa –afirmó Alexa, tensa.

–De verdad, si supieras lo mucho que me he esforzado para conseguirte ese cliente... Bueno, no pasa nada, llamaré otra vez a su secretaria para establecer otra cita.

Imogen llamó diez minutos después.

–¡Bingo! Va a ir a cenar a Le Mirelle mañana y ha aceptado quedar contigo en el bar un poco antes, a las ocho menos cuarto –informó Imogen, entusiasmada–. ¡Oh, es como una cita romántica! Me preguntó si caerá rendido a tus pies y te invitará a cenar también. ¡Tienes que ponerte guapísima!

Al día siguiente, Alexa tuvo cuidado de que Imogen no la viera antes de salir, con mucha reticencia, hacia el restaurante de lujo donde había quedado. Cuando entró, se sintió aliviada de haberse puesto la ropa que llevaba. Todas las mujeres que había allí llevaban ropas llamativas, pidiendo a gritos que se fijaran en ellas. Sin embargo, ella llevaba una blusa y una falda gris, con zapatos de tacón bajo y bolso gris a juego, sin maquillaje y con un moño apretado.

Alexa dio su nombre en la entrada y la recepcionista del restaurante arqueó las cejas al escuchar que había quedado con Guy de Rochemont. La mujer la miró con escepticismo, sin poder creer que alguien con un aspecto tan anodino como ella pudiera ser de interés para el gran Guy de Rochemont.

–Es una cita de negocios –explicó Alexa y, al instante, se arrepintió. ¿Qué más le daba lo que pensara la recepcionista?

La condujeron a la zona del bar y Alexa apretó los labios. Aquel sitio no era su estilo, en absoluto. No iría a cenar allí ni aunque le sobrara el dinero. Sus clientes parecían demasiado frívolos y superficiales.

¿Sería así también su futuro modelo? Miró a su alrededor, buscando a alguien que se ajustara a la descripción que Imogen le había dado de él. Había muchos con un aspecto así por allí y todos parecían tener un ego monumental. Sin duda, el ego del tal Guy sería excesivo también. ¿Cuál de ellos sería? Todos los hombres que veía tenían aspecto de ricos y muy complacidos consigo mismos.

–¿Señor de Rochemont?

El camarero se detuvo delante de una mesa baja y habló en francés, demasiado deprisa para que Alexa pudiera entenderlo. Ella sólo podía verle la espalda. El hombre que había allí sentado asintió y el camarero se dirigió a ella para indicarle que lo siguiera.

Alexa se acercó a la mesa y se sentó en la silla que había desocupada, sin esperar invitación.

–Buenas noches –saludó ella, con tono neutro. A continuación, levantó la mirada hacia el hombre que tenía delante.

Y, sin poder evitarlo, Alexa se quedó con la boca abierta.

Imogen había tenido razón. Porque, le gustara o no, una cosa era indiscutible acerca de Guy de Rochemont. Era realmente... No pudo encontrar las palabras... Sin duda, Guy de Rochemont era un hombre capaz de causar gran efecto en una mujer.

Alexa le recorrió el rostro con la mirada, fijándose en cada detalle. Su cara parecía esculpida, sus cejas tenían la forma perfecta, la nariz recta, la forma de la boca, la fuerte mandíbula, el pelo negro. Se deleitó mirándolo, incapaz de no sucumbir a su encanto.

Guy se había levantado un poco cuando ella había llegado, pero se había vuelto a sentar cuando ella se había sentado sin más. Y allí estaba, observándola con gesto relajado, cómodo y seguro, con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos apoyados en el reposabrazos.

Alexa afiló la mirada, sintiendo la convicción que solía apoderarse de ella cuando algo del mundo físico le parecía listo para ser pintado.

Sin embargo, aquello era diferente.

Alexa se dio cuenta de que nunca había reaccionado así antes en su vida. Pensaría en ello después, se dijo. En ese momento... lo único que podía hacer era mirar ese rostro extraordinario, como hipnotizada.

Entonces, poco a poco, Alexa cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba mirando fijamente y en silencio al hombre que tenía delante.

Y él se lo estaba permitiendo.

Alexa se sintió avergonzada. Apretó la mandíbula y se puso tensa, esforzándose en recordar el juicio previo que se había formado de él y recuperar la distancia. Pero fue difícil. Lo único que quería hacer era seguir mirándolo, seguir estudiando sus bellos rasgos.

¿De qué color eran sus ojos? Alexa no estaba segura. Y, dejándose llevar de nuevo, volvió a fijar la mirada en su rostro, para averiguarlo. ¡No! Aquello era ridículo, absurdo. Embarazoso. ¡No podía seguir mirándolo así, como si fuera una adolescente embelesada! Ni escrutarlo como si ya estuviera posando para ella.

Alexa enderezó la espalda y se obligó a esbozar una sonrisa de compromiso.

–Así que está usted considerando el que le haga un retrato –consiguió decir ella, con voz seria.

Durante un instante, Guy de Rochemont no la respondió, como si no la hubiera escuchado. Siguió en la misma postura, sin moverse, como si estuviera posando para ella.

Entonces, con una levísima sonrisa, Guy respondió.

–Sí. Me he dejado convencer en un acto de vanidad. El retrato será un regalo para mi madre. Dice que lo quiere –dijo él.

Alexa observó que, para su desesperación, la voz de ese hombre era demasiado seductora y le provocaba un efecto del que prefirió hacer caso omiso por el momento.

–Una cosa de la que debo advertirle, señor de Rochemont, es que debe apartar cierta cantidad de tiempo para posar para mí, si es que decide contratarme para el trabajo, por supuesto. Siempre se lo advierto a mis clientes. Sin embargo...

Guy levantó una mano. Era una mano larga, con uñas muy cuidadas.

–¿Qué le gustaría beber, señorita Harcourt?

–Oh, nada, gracias –repuso ella, azorada–. La verdad es que no tengo tiempo para tomar nada.

Entonces, Guy de Rochemont levantó una ceja y Alexa no pudo evitar posar los ojos en esa parte de su rostro. Sus ojos eran verdes. Verdes como el agua profunda de un lago. Un lago color esmeralda en el que sumergirse...

Ya estaba dejándose llevar por sus ensoñaciones de nuevo, se reprendió Alexa. Y mirándolo fijamente. Volvió a enderezar la espalda, apartando la mirada.

–El tiempo que tarde en hacer el retrato dependerá del número de veces que tenga que posar para mí y de los intervalos entre cada una. Entiendo que puede ser cansado para usted, pero...

Otra vez, Guy de Rochemont la interrumpió.

–Dígame, señorita Harcourt, en su opinión, ¿por qué debería elegirla para hacerme el retrato?

Alexa percibió en él una mirada inquisitiva y algo más. Algo que a ella no le gustó. Hasta ese momento, él había sido el objeto de observación y ella la observadora. Pero, de pronto, se habían cambiado las tornas.

Guy de Rochemont la estaba mirando directamente con sus ojos color esmeralda.

Era una mirada... capaz de hacer perder la cabeza a cualquiera.

«Oh, cielos, es tan...», se dijo ella, sin respiración.

Y Alexa se quedó petrificada, sin poder ni moverse mientras él la observaba con atención.

De pronto, Alexa se sintió tensa. Una cosa era que ella lo observara con detenimiento, pues se suponía que su tarea iba a ser plasmar su imagen en el lienzo. Pero era muy distinto que él la escrutara de esa manera. Él la miraba con ojos de hombre, no de pintor. Y no los de un hombre cualquiera, sino los de Guy de Rochemont, el heredero del gran imperio financiero que, además, parecía una estrella de cine por lo guapo que era.

Ella apretó los labios, intentando disimular su inquietud. No debía dejarse afectar por él. Al fin y al cabo, no era más que un cliente al que pintar, bastante excepcional, eso sí, pero nada más. Eso era todo, se dijo.

Así que Alexa recobró la compostura y se forzó a no dejarse influenciar por aquellos ojos.

–No es eso algo que yo deba responder, señor de Rochemont –respondió ella–. Depende de usted elegir el retratista que le complazca. Si desea contratarme, tendré que comprobar si mi agenda es compatible con la suya.

Alexa lo miró a los ojos. Había conseguido hablar con firmeza, sin delatar su inquietud interior. Aunque no tenía nada por lo que preocuparse, pensó. Él la estaba observando y lo único que vería en ella era una mujer vestida con sencillez, sin ningún adorno y sin ningún interés en complacer al otro sexo. Guy de Rochemont debía de estar acostumbrado a elegir entre las mujeres más hermosas del mundo.

Se preguntó si él se habría ofendido por cómo le había respondido. Pero lo cierto era que ella no necesitaba su dinero, después de todo. Por eso, no se molestaría lo más mínimo en convencerlo de nada, ni en suplicar, ni nada parecido. ¡Claro que no! Ella ofrecía sus servicios, su talento artístico y su experiencia. Si un cliente deseaba comprarlo, eso era todo. Si no, también.

Alexa lo miró a los ojos con frialdad. Durante un instante, él se quedó callado con gesto inescrutable. Ella no supo discernir si se sentía molesto o indiferente. Pero ocultaba algo, pensó.

La máscara invisible de Guy de Rochemont era mucho más evidente para Alexa de lo que solía ser la habitual reserva de los hombres de negocios que solía pintar. Ella se había acostumbrado a retratarlos con ese algo inescrutable, oculto.

Sin embargo, la expresión inalcanzable de Guy de Rochemont era más pronunciada. Como si estuviera acostumbrado a ocultar sus sentimientos desde hacía mucho tiempo.

Alexa se dejó atravesar por una oleada de fascinación, la fascinación natural que despertaba un hombre enigmático, unida a otra clase de sentimientos, mucho más peligrosa.

Guy de Rochemont sabía reservarse para sí mismo. Sólo mostraba lo que quería que los demás vieran, lo que era apropiado para el momento, adivinó ella.

Entonces, de forma abrupta, él habló de nuevo, dejando que una expresión de sorpresa se le dibujara en el rostro.

No era un gesto muy pronunciado, observó Alexa, pero allí estaba. Algo había sorprendido a su interlocutor.

Alexa sabía qué. Él no debía de estar acostumbrado a que le respondieran así, pensó, con satisfacción. ¿Pero qué diablos? ¿Qué más le daba a ella lo que sintiera ese hombre o lo que pensara acerca de su forma de responder?

–No le gusta vender su trabajo, ¿verdad, señorita Harcourt?

–¿Para qué? –replicó ella, encogiéndose de hombros–. O le gusta lo que hago y me contrata, o no. Es muy sencillo.

–Así es –murmuró él con tono seco. Tomó un trago de su martini y volvió a dejar el vaso en la mesa, sin dejar de mirarla con gesto impasible. Luego, se puso en pie.

Alexa hizo lo mismo. De acuerdo, pensó. No hay trato. ¿Y qué? Imogen se enfadaría con ella, pero era mejor así, se dijo, con alivio.

¿Pero por qué? ¿Por qué sentía alivio por no tener que pintar a Guy de Rochemont?, se preguntó, temiendo la respuesta. Mientras, en el fondo, otro sentimiento subyacía al de alivio. Un sentimiento contradictorio.

En el fondo, lamentaba no poder pintarlo...

¡No! Qué absurdo, se reprendió a sí misma. «Es sólo un trabajo, eso es todo», pensó. Y ella tenía docenas de encargos. Lo único diferente era que ese cliente era joven y guapo, pero ¿eso qué más daba? Nada.

–Bueno, señorita Harcourt, creo que hemos hablado todo lo necesario, ¿no le parece? –dijo él, sacándola de sus pensamientos.

Guy de Rochemont le tendió la mano. Alexa se la estrechó y la soltó con toda la rapidez posible.

–Creo que sí –afirmó ella y agarró su bolso, lista para irse.

–Bueno –continuó Guy de Rochemont–, mi secretaria le telefoneará para nuestra primera cita para posar, teniendo en cuenta las limitaciones de nuestras respectivas agendas –señaló e hizo una pausa brevísima–. ¿Está de acuerdo, señorita Harcourt?

¿Era un ligero tono burlón lo que teñía su voz?, se preguntó Alexa, apretando los labios e intentando poner en orden sus pensamientos.

–Sí... gracias –respondió ella, sin delatar su nerviosismo.

–Bien –dijo él, dando el trato por zanjado. Entonces, como si Alexa hubiera dejado de existir, miró más allá y su expresión cambió.

–¡Guy! ¡Querido!

Una mujer se acercó a él, ignorando a Alexa como si fuera invisible. Una nube de perfume envolvía a la mujer, que le había puesto los brazos al cuello, llenos de pulseras, a Guy de Rochemont. Llevaba un vestido ajustado de seda negra y tenía el pelo largo y negro y la piel morena. A Alexa le resultó familiar. ¿Quién era? Ah, sí, era Carla Crespi, una actriz de cine que se especializaba en papeles cargados de sensualidad. Ella no había visto ninguna de sus películas, no eran de su gusto, pero había oído hablar de Carla.

Alexa se giró para irse. Era natural que un hombre como Guy de Rochemont saliera con una mujer como Carla Crespi. Una exuberante mujer-florero para un hombre acostumbrado a destacar.

Entonces, la otra mujer empezó a hablar en italiano, muy rápido y demasiado alto como para que fuera una conversación privada, llamando la atención de las personas que estaban alrededor. Con el bolso debajo del brazo, Alexa se fue.

Se sentía extrañamente desconcertada.

Y molesta.

Se habría sentido más desconcertada y más molesta si hubiera sabido que, detrás de ella, Guy de Rochemont se había liberado de Carla Crespi y estaba mirándola marchar.

Guy la observó con gesto especulativo. Con un toque de diversión y sorpresa en sus enormes ojos verdes.

Imogen se puso como loca al conocer el resultado de la entrevista. Alexa no estaba tan entusiasmada, ni siquiera cuando Imogen le dijo cuánto cobraría, una cifra mucho mayor de la que había cobrado nunca por un cuadro.

–¿No te había dicho que triunfarías? –dijo Imogen, excitada–. Después de esto, podrás poner el precio que quieras a tus obras. ¡Todo es cuestión de moda, ya lo sabes!

–Gracias –repuso Alexa secamente–. Yo pensaba que era cuestión de talento.

–Sí, sí, sí –afirmó Imogen–. Pero buenos artistas hay a puñados y se mueren de hambre. Mira, Alexa, el arte depende del mercado. Y tienes que conocer el mercado, eso es todo. Hazme caso y un día tus cuadros valdrán millones, ¡ya lo verás!

–Mira, ese hombre era como tú me habías dicho. Un hombre impresionante, guapo y rico. ¿Y qué? ¿Qué tiene que ver conmigo? Voy a hacer su retrato, nada más. Llegará tarde a las citas, muchas veces las cancelará, pero antes o después terminaré el cuadro, cobraré y ya está. Quiere el retrato para su madre y me parece muy bien. Yo nunca volveré a verlo y se acabó.

–Mmm –dijo Imogen, ignorando la mitad de lo que Alexa había dicho y mirando al techo–. Todas esas citas a solas con él para pintarlo...

–Mantendré la distancia, fría y profesional –le interrumpió Alexa.

–Oh, vamos, Alexa. No me digas que no te derretirías si él se fijara en ti. ¡Claro que sí! ¡Hasta tú te derretirías! –exclamó Imogen y le lanzó una mirada crítica–. Aunque... Con esa ropa no vas a conseguir nada.

Eso era lo que ella quería, pensó Alexa. De todos modos, un hombre que tenía a sus pies a Carla Crespi nunca iba a mirar a otra mujer.

Además, lo único que le interesaba a Alexa de Guy de Rochemont era si iba a poder pintarlo con éxito.

Estaba empezando a sentirse agobiada por la duda. Hasta ese momento, su mayor preocupación había sido disimular las imperfecciones físicas de sus modelos. Con Guy de Rochemont sería diferente. Desde que lo había conocido, no había dejado de visualizar su rostro y pensar cómo podía pintarlo.

¿Podría hacerle justicia?

Como había predicho Alexa, Guy canceló su primera sesión y llegó noventa minutos tarde a la siguiente. Cuando llegó, su actitud era la de un hombre de negocios. Respondió tres llamadas en su móvil, una detrás de otra y en diferentes idiomas. A continuación, al fin, dejó que ella hiciera los primeros esbozos sin interrupción.

–¿Puedo verlo? –dijo él al fin de la primera sesión.

Alexa se dio cuenta de que no era una petición, sino una orden. En silencio, ella le tendió el cuaderno y observó cómo él miraba su trabajo de aquella tarde.

El lápiz y el carboncillo se ajustaban bien a sus rasgos, pensó Alexa. De alguna forma, con ellos podía reducirlo a su esencia. Si lo pintaba con óleo, parecería irreal. Nadie creería que un hombre pudiera ser tan impresionante. La gente pensaría que la pintora había exagerado su belleza.

Pero era imposible exagerar la belleza de Guy de Rochemont, reflexionó Alexa. El impacto que le había causado el primer día no había disminuido ni un ápice.

En su estudio de pintura, tampoco había podido apartar los ojos de él, embelesada.

Cuando había sonado el móvil y Guy se había excusado para lanzarse a hablar en francés a toda velocidad por teléfono, Alexa había aprovechado para escrutarlo mejor. Casi de forma inconsciente, había tomado el cuaderno y el lápiz.

En ese momento, mientras Guy de Rochemont contemplaba el fruto del trabajo de Alexa, ella lo observó de nuevo. Sin duda, ese hombre tenía el don de poder ocultar sus sentimientos, pensó, sin tener ni idea de si a él le gustaba lo que veía o no.

Si no le gustaba, a ella le daba igual, se dijo Alexa.

Lo cierto era que nunca había tenido un modelo como Guy de Rochemont.

Las sesiones de trabajo fueron intermitentes e interrumpidas, pues la agenda de él requería constantes cambios de última hora. Y Alexa empezó a darse cuenta de que lo que había empezado siendo una leve irritación se estaba convirtiendo en toda una molestia. Y le molestaba que le molestara.

Sin embargo, de ninguna manera iba a dejar que Guy de Rochemont se percatara de ello. Durante las sesiones, Alexa conseguía mantener una actitud distante, igual que la de él. De manera habitual, él llegaba con un secretario que tomaba notas al dictado mientras él hablaba en un idioma desconocido para ella. A veces, respondía el teléfono o hacía llamadas. Incluso una vez había llegado un segundo secretario con un portátil para que su jefe leyera algo en la pantalla.

Alexa aguantaba todo, sin decir nada. Prefería no hablar con él. Prefería mantener al mínimo su intercambio de palabras.

Pero no servía de nada.

Guy de Rochemont la molestaba más de lo que ella podía comprender.

Por desgracia, Imogen sí lo comprendía.

–¡Claro que te afecta! –exclamó Imogen con gesto triunfante–. Se te cambia la cara cuando oyes su nombre. Eso te delata –afirmó y suspiró de manera exagerada–. Pero a él le gusta Carla Crespi. O eso dice ella. No hacen más que sacarles fotos juntos. No puedes competir con ella, a pesar de tu belleza.

Alexa apretó la mandíbula, negándose a entrar al trapo. Además, tenía otros problemas de los que ocuparse.

El retrato no estaba saliendo bien.

Alexa había tardado un poco en darse cuenta. Al principio, había creído que iba bien, por los esbozos iniciales, pero al empezar a pintar al óleo no estaba quedando satisfecha. Había pensado que era el material lo que no funcionaba, que el óleo no era lo idóneo para pintar una cara así. Sin embargo, al fin había comprendido el problema. No era el óleo. Era ella.

No podía captar la esencia de su modelo.

Cuanto más miraba los resultados de las sesiones de trabajo, más frustrada se sentía.

¿Qué iba mal? ¿Por qué no podía hacerlo?

Alexa no sabía la respuesta. Intentó empezar de nuevo, en un lienzo blanco, trabajando con los bocetos iniciales. Pero no tuvo éxito. Después de mirar y mirar lo que había dibujado se dio cuenta de que, por mucho que lo intentara, no iba a funcionar. No podía pintar a Guy de Rochemont.

Ni cuando él posaba, ni a partir de los bocetos, ni de memoria.

Ni en sueños.

Y eso era lo que más le molestaba de todo. Había empezado a soñar con él. Soñaba que lo pintaba y los sueños la llenaban de inquietud y frustración. Al principio, se había dicho que su subconsciente estaba tratando de dar con una solución al problema del retrato.

Pero, luego, tras la tercera vez que había soñado con él y se había despertado sobresaltada, había sabido que tendría que tirar la toalla y admitir la derrota.

No le gustaba hacerlo, sin embargo. Iba contra sus principios dejar un encargo a medias. No lo había hecho nunca antes y no era nada profesional. Pero tampoco era profesional hacer un trabajo de mala calidad. Iba contra sus reglas. Por eso, le gustara o no, no tenía elección. Iba a tener que admitir que no podía hacer el retrato.

Alexa tardó un tiempo, agónico, en decidirse a decírselo a Guy de Rochemont. ¿Cuándo podía hacerlo? ¿Y cómo? Podía esperar a que él apareciera para la próxima sesión y disculparse delante del secretario que lo acompañara ese día. O, peor aún, podía pedirle hablar en privado. También pensó que podía dejar que Imogen se lo dijera, después de todo ella era su agente. Pero sabía muy bien que su amiga no le permitiría tirar la toalla. No, tendría que armarse de valor y comunicárselo a Guy ella misma, cara a cara. Pero no era justo para él hacerle ir a su casa para una sesión, cuando era un hombre tan ocupado y lo que le iba a decir era que no podía cumplir con su encargo.

Así que lo llamó a su despacho.

La secretaria, cuyos modales no habían mejorado, le dijo que el señor de Rochemont estaba fuera del país y que era muy poco probable que pudiera verlo antes de la fecha de la próxima sesión de pintura. Por eso, a Alexa le sorprendió que la secretaria volviera a llamar después para decirle que Guy podía verla dentro de una semana, a las seis de la tarde. No era buena hora para ella, pero no dijo nada, pues tenía que hablar con él y era mejor hacerlo cuanto antes.

Cuando Alexa se presentó en la central de Rochemont-Lorenz en Londres, la hicieron esperar en recepción media hora, por lo menos. Luego, la condujeron en un ascensor al piso veinte, a la planta de los ejecutivos. Caminó por una mullida alfombra hasta unas puertas enormes de caoba, donde estaba el despacho del presidente.

El sol se estaba poniendo tras las grandes ventanas de la habitación. Guy de Rochemont se puso en pie detrás de su escritorio en la espaciosa sala.

–Señorita Harcourt...

Su voz era suave y su traje estaba impecable y le quedaba como un guante. Y, de nuevo, Alexa se quedó mirándolo. Observándolo con deleite. Quedándose sin respiración.

Guy de Rochemont estaba en su entorno natural, se dijo ella. En el ático con vistas a la ciudad. Con dinero y poder y toda clase de privilegios. Una torre de marfil alejada del mundo. Allí él era el rey supremo, solo.

Guy se acercó a ella con la mano extendida. Alexa se la estrechó de forma automática y sintió su fría fuerza un instante, antes de soltarle la mano.

Él la miró un momento, con un brillo en los ojos.

Sus ojos... eran tan verdes como las esmeraldas. Y esas pestañas tan largas... Sin embargo, Alexa no podía adivinar lo que había detrás, lo que él pensaba.

–¿Algo va mal?

Alexa se quedó callada. ¿Cómo lo sabía él? Ella no había dicho nada. Apenas hablaba durante las sesiones de trabajo y, por suerte, él no había vuelto a pedirle ver sus progresos. Ella se había sentido aliviada por eso y porque, tampoco, él había parecido interesado en hablar mientras posaba.

Durante un momento, Alexa se sintió amedrentada por una pregunta tan directa. Al instante, enderezó la espalda y dio un pequeño paso atrás, para aumentar la distancia entre ellos. Se sentía más cómoda así.

–Me temo que sí –dijo ella con voz tensa. Estaba a punto de decirle a un cliente influyente y rico que no era capaz de terminar su encargo.

Guy levantó una ceja un poco, pero no dijo nada, manteniendo, como siempre, su expresión velada.

¿Cómo se lo tomaría?, se preguntó Alexa. Cuando se enterara de que había estado perdiendo el tiempo en las sesiones de pintura, iba a quedarse lívido, pensó.

Por primera vez, ella se sintió aprensiva, no por tener que admitir su fracaso, sino porque se dio cuenta de que Guy de Rochemont era capaz de hundir su carrera. Lo único que tenía que hacer era correr la voz de que ella no era una profesional de confianza...

Alexa respiró hondo. Debía decirle la verdad y no podía dilatarlo más. Él estaba esperando una explicación. Así que se la dio.

–No puedo hacer el retrato.

La expresión de él no cambió.

–¿Por qué?

–Porque no puedo –dijo ella. Sonaba estúpido, pero así era. No podía explicarlo. Tomó aliento–. No puedo hacerlo. Lo he intentado una y otra vez y no lo consigo. Lo siento en extremo, pero tengo que cancelar el encargo. No quiero hacerle perder más tiempo.

Alexa esperó su reacción. No sería agradable... era lógico. Su tiempo era muy valioso y ella le había hecho perder mucho. Se preparó para lo que él iba a decirle.

Sin embargo, la reacción de Guy no fue lo que ella había esperado. Él regresó a su mesa, señaló una silla de cuero delante del escritorio y se sentó en su propia silla.

–El bloqueo del artista –comentó él, sin darle importancia–. No se preocupe.

–No –insistió ella–. No puedo pintarlo. Lo siento mucho.

Guy esbozó una leve sonrisa.

–No pasa nada. Por favor, ¿no quiere sentarse? ¿Quiere café o algo de beber?

Ella no se movió.

–Señor de Rochemont, tengo que repetirle que no puedo hacer otra cosa más que cancelar el encargo. No puedo pintarlo. ¡Es imposible! ¡Imposible!

Alexa tuvo deseos de salir corriendo, pero no podía hacer algo así. Guy de Rochemont la estaba invitando a sentarse y eso hizo ella. Se sentó, tensa, apretando el bolso en la mano.

–No puedo pintar su retrato –dijo ella de nuevo.

–Muy bien. Si ésa es su decisión, la respeto. Ahora, dígame, señora Harcourt, ¿tiene algún compromiso para esta noche?

Alexa se quedó mirándolo. ¿Qué tenía eso que ver con lo que estaban hablando?

Guy interpretó su silencio como un no.

–Entonces, me pregunto si querría ser mi invitada –continuó él, sin dejar de mirarla–. Estoy seguro de que le interesará asistir a la inauguración privada de la exposición Revolución y romanticismo: arte en el periodo napoleónico. Rochemont-Lorenz es uno de sus principales patrocinadores.

Alexa tardó un momento en reaccionar. Y consiguió decir la primera cosa coherente que se le pasó por la cabeza.

–No estoy vestida para la ocasión.

–No hay problema –repuso él con una breve sonrisa.

Momentos después, Alexa fue llevada a un apartamento adyacente en el ático y transformada. Las mismas blusa y falda grises que había llevado en la primera cita con él quedaron arrinconadas cuando apareció un estilista de la nada, con dos ayudantes, maquilladora y peluquero, y un guardarropa portátil de vestidos de noche.

Cuando Alexa salió del vestidor, una hora después, y entró de nuevo en el despacho de Guy, él levantó la mirada de su trabajo y sólo dijo una cosa.

Sus ojos verdes e inescrutables se posaron en ella un instante nada más. Reparó en su vestido de seda color beis con brazos al descubierto, el cabello recogido con una diadema y el rostro maquillado.

Entonces, él se acercó y se detuvo delante de ella.

–Al fin.

Eso fue lo único que él dijo.

Y no se refería al tiempo que ella había tardado en vestirse.

Guy se sintió satisfecho al observar a la mujer que tenía delante. Había tenido tiempo más que suficiente para apreciar sus atributos durante las sesiones de pintura y el vestido de noche acentuaba, sin duda, su belleza.

Alexa Harcourt estaba perfecta.

Sí, no podía describirla de otra manera. Desde el primer momento que había posado los ojos en ella había sabido que, debajo de ese aspecto inicial de maestra de escuela, había una belleza digna de su atención. Y no se había equivocado.

Guy la miró con aprobación. Sí, perfecta. Alta, elegante, esbelta, con ese toque inglés... Era exactamente lo que él había esperado. Entonces, recordó con una sonrisa la primera vez que la había visto. Al principio, había creído que la indiferencia de ella no era más que una treta para captar su atención, pues las mujeres solían usar todo tipo de trucos con él con tal propósito. Sin embargo, durante las sesiones de retrato, había llegado a la sorprendente y excitante conclusión de que Alexa Harcourt no estaba intentando captar su interés.

Por otra parte, Guy sabía muy bien que había causado un gran efecto en ella. Se había dado cuenta desde el principio y le había resultado divertido. Había empezado a disfrutar mucho en aquellas sesiones, en las que la observaba y se daba cuenta de que, cada vez, ella se sentía más desasosegada en su presencia.

Ese desasosiego era, sin duda, la razón por la que ella había acudido a su despacho para anunciarle que no podía continuar su retrato. De nuevo, al principio, él había asumido que había sido una treta para poner a prueba su interés en ella. Pero, luego, se había dado cuenta con alivio y satisfacción de que Alexa no fingía y que realmente estaba decidida a abandonar el retrato.

¡Era una buena señal!, se dijo Guy. Era excelente que ella no intentara manipularlo y mejor aún era que estuviera teniendo dificultades en reproducir su imagen. Porque la razón era obvia: él había dejado de ser nada más que un cliente para ella. No podía pintarlo... porque lo deseaba demasiado.

Y deseo era lo que Guy sentía por ella. Había comenzado a sentirse atraído por Alexa cuando había comprendido que su austeridad no era más que una fachada. Y, en ese momento, mientras ella estaba allí parada con su resplandeciente belleza, su deseo no hizo más que aumentar. Se sintió excitado al pensar en los placeres que la noche le prometía.

Aunque Alexa no parecía adivinar lo que iba a pasar. Parecía ignorar lo que de manera inevitable la esperaba. ¿Cómo era posible?, se preguntó él, sorprendido. Cualquier otra mujer habría adivinado su interés en ella. Pero eso era parte del atractivo de Alexa Harcourt, se dijo.

Y haría que el juego de la seducción fuera aún más excitante.

–¿Vamos? –invitó él.

Alexa caminó a su lado con elegancia, aunque sus hombros estaban algo tensos, observó él. Como si no se sintiera cómoda del todo.

Claro que no. Era obvio que ella estaba todavía conmocionada por lo inesperado de los hechos, reflexionó Guy. Sin embargo, Alexa se esforzaba por aparentar lo contrario. Era su educación inglesa, se dijo él, lo que le ayudaba a fingir normalidad.

Mientras bajaban en el ascensor al aparcamiento privado, Guy charló sobre el evento al que iban a asistir. Alexa respondió con educación. Al llegar a su limusina, él la guió al interior, se sentó a su lado e indicó al chófer que emprendiera el camino.

Fue un viaje de apenas quince minutos, en los que Guy siguió manteniendo una charla superficial. Le complació comprobar que ella no era una de esas mujeres que charlaban sin parar todo el tiempo. La reserva de Alexa le gustaba. Ella se limitaba, nada más, a hacer algún comentario educado como respuesta a lo que él decía.

Guy aprovechó la oportunidad de observarla mientras ella miraba por la ventanilla hacia las calles de Londres.

Sí, Alexa se merecía su tiempo y su atención. Complacido con su elección, Guy se relajó en el asiento y prosiguió mirándola. La noche estaba llena de promesas.

Sería una noche excepcional...

La luz del día despertó a Alexa. Despacio, abrió los ojos y miró a su alrededor.

Estaba en una habitación de hotel. Un hotel cuyo nombre era sinónimo de lujo y estilo. Era el mismo hotel donde habían cenado la noche anterior, en una habitación que era más grande que su piso. Alrededor de una mesa con cubertería de plata, se habían sentado unas doce parejas, todos invitados de la prestigiosa galería de arte que albergaba la exposición. Según parecía, todos ellos habían sido invitados para cenar con Guy de Rochemont. Y con ella.

Poco después de la exposición, Guy la había tomado del brazo y la había guiado a su limusina. La había llevado al hotel y al comedor privado en el ático, donde habían estado los demás invitados.

Alexa no había encontrado un buen momento para irse. Se había encontrado sentada en la mesa con los demás. En ese momento, había aceptado la situación y había comprendido que su presencia junto a Guy de Rochemont en la mesa debía deberse a la misma razón por la que lo había acompañado a la exposición.

La única razón podía ser, había pensado Alexa, intentando buscarle sentido a aquella situación extraordinaria, que la pareja de él no había estado disponible. Y que Guy había asumido que la exposición iba a ser de su interés como retratista. Y lo cierto era que la exposición le había interesado mucho, a pesar del desasosiego que le había producido tener a Guy de Rochemont a su lado.

Alexa se había esforzado en ignorar su presencia, pero Guy de Rochemont era difícil de ignorar, más aún con ese frac negro. Había intentando no fijarse en él. No debía mostrar su inquietud, se había dicho. Debía mostrarse fría, mantener la compostura, ser una invitada educada y nada más.

Alexa había conseguido mantener una cierta actitud distante durante la cena, incluso en los sofás cuando, después de cenar, los invitados se habían sentado a tomar café y licores. Sin embargo, le había resultado difícil irse cuando los demás habían empezado a despedirse.

Para su consternación, había terminado quedándose a solas con Guy de Rochemont.

Al instante, sin la conversación de los demás invitados para llenar el silencio, la situación había cambiado del todo. Sin duda, había sido el momento de irse. Su antiguo cliente había sido muy amable por no enfadarse con ella y por invitarle a la exposición, había sido muy cortés al invitarla a quedarse a la cena, a pesar de que ella no tenía nada que ver con los demás invitados. Pero la cena había terminado y había llegado el momento de que ella regresara al santuario de su hogar.

Con ese propósito en mente, Alexa había tomado aliento y había esbozado una sonrisa educada antes de hablar.

–Tengo que irme –había dicho ella con gesto contenido. Aunque no había bebido mucho, se había sentido un poco mareada por el champán y el vino de la cena.

Alexa se había puesto en pie, sintiendo cómo la seda del vestido le rozaba la piel.

–Claro –había dicho Guy de Rochemont, poniéndose en pie también.

Sin querer, Alexa lo había mirado.

Su frac negro y austero había ensalzado el extraordinario color de sus ojos, bajo sus largas pestañas morenas.

Durante una fracción de segundo, ella no había podido moverse. Ni había podido apartar la mirada. Entonces, echando mano de toda su fuerza de voluntad, se había girado y había comenzado a caminar hacia la puerta. Debía salir de allí cuanto antes, se había dicho.

Al llegar a la puerta con Guy de Rochemont a su lado, se había vuelto y le había tendido la mano como despedida.

–Gracias, señor de Rochemont. Lo he pasado muy bien. Ha sido muy amable por invitarme.

Alexa había conseguido mantener una actitud formal, fría, contenida. Se había esforzado en comportarse, nada más, como una invitada dando las gracias a su anfitrión.

Durante un momento, ella había creído ver brillar los ojos de él. Guy de Rochemont había parecido complacido. Y algo más. Sus ojos se habían oscurecido.

–El placer ha sido mío –había murmurado él–. Y esto es un placer aún mayor...

Guy de Rochemont había dado un paso hacia ella y le había recorrido la nuca con un dedo, mientras que había entrelazado la otra mano con la de ella. La había besado. Durante una fracción de segundo, Alexa se había sentido sorprendida. Enseguida, otra sensación muy diferente se había apoderado de ella...

¡Nunca había experimentado nada así! La habían besado antes, por supuesto, pero nunca de ese modo...

Al sentir el contacto de sus labios y la forma en que él la había acariciado la nuca, Alexa se había derretido.

Se le había acelerado el pulso y su pensamiento consciente se había desvanecido.

Muy, muy despacio, él la había besado más profundamente.

Y ella había dejado de pensar por completo.

Entonces, un tiempo después que había sido incapaz de determinar, como en un sueño, Alexa se había encontrado en una habitación con una gran cama. Sobre esa cama, la había depositado Guy de Rochemont, con sumo cuidado, y le había hecho el amor.

Y ella no había podido hacer nada, absolutamente nada, para evitarlo. Porque aquello había sido lo más exquisito y delicioso que le había pasado nunca...

Volviendo al presente, Alexa miró a su alrededor en la habitación del hotel, recuperando su pensamiento consciente con la luz del día. No podía dar crédito a lo que había pasado.

¿Cómo podía haber sucedido algo así?, se preguntó, atónita. ¿Cómo podía estar en la cama con Guy de Rochemont? ¡Era imposible!

Pero no era imposible. La evidencia estaba delante de sus ojos. Y en el cosquilleo que sentía en todo el cuerpo. Las sensaciones que la habían envuelto durante la noche habían sido demasiado exquisitas... no podían ser reales... Pero sí lo eran. Sus recuerdos eran demasiado nítidos...

Unas manos acariciándole los brazos desnudos, recorriéndole toda la piel con la punta de los dedos. Labios tan suaves como terciopelo rozando su cuerpo, que se convertía en una sinfonía de sensaciones... sensaciones desconocidas hasta entonces para ella. Dedos explorando cada lugar secreto, labios saboreando, excitando. Pezones endurecidos en la boca de él. Y, luego, el resto del cuerpo... Él le había separado los muslos y le había tocado como la seda con sus labios, preparándola para su posesión.

Alexa sintió que el cuerpo se le llenaba de calor al evocar aquellos momentos.

¿Cómo era posible sentir tales cosas? ¡Escapan a sus fantasías más atrevidas!

Ella nunca había imaginado que podía ser... así.

Maravillada por lo que había sucedido, Alexa se dijo que lo que había hecho no era sólo inexplicable, sino una completa locura. ¡Se había ido a la cama con Guy de Rochemont! Sin embargo, en ese momento, acurrucada a su lado, no fue capaz de hacer nada. Se dijo que, si le quedara un ápice de cordura, debía salir de la cama, vestirse y salir del hotel todo lo rápido que pudiera. Pero no pudo. Su cuerpo estaba demasiado a gusto... inerte, lánguido.

Aquella sensación de maravilloso y extraño bienestar confundía su cuerpo y su mente, haciéndola sentir voluptuosa, sensual. Entonces, se le ocurrió algo nuevo. Tuvo la urgencia de girar la cabeza y mirar al hombre que había conseguido llevarla a su cama.

Despacio, Alexa ladeó la cabeza y, al posar los ojos sobre su rostro, algo muy extraño se estremeció dentro de ella, como si una ligera brisa hubiera soplado sobre al agua serena de un estanque, dando vida a algo que ella desconocía. Ella no sabía qué era aquella inefable corriente, ni adónde la llevaría. Al posar los ojos en el hombre tumbado a su lado, se sintió de nuevo maravillada, atónita.

Contuvo el aliento. ¡Cielos! Aquel hombre era perfecto. Ese rostro que tantas veces había intentado pintar, con frustración, era perfecto.

Nunca había estado tan cerca de él. La sensación de intimidad le resultó abrumadora, a sólo centímetros de él, con sus miembros aún entrelazados. Como movida por voluntad propia, su mano se levantó para rozarle la frente con suavidad mientras se deleitaba observando sus largas pestañas y el corte escultural de sus facciones.

Guy estaba muy dormido, su respiración era rítmica y profunda. No se movió cuando ella lo tocó y ella se alegró, pues quería disfrutar ese momento sin testigos. Quería poder observar la perfección de su rostro extraordinario.

Esa noche había sido un regalo del destino para ella. Y Alexa lo sabía. No entendía por qué Guy de Rochemont había elegido quedarse con ella, pero sabía que no sería nada más que algo pasajero y fugaz. A pesar de ello, le parecía un regalo.

Había sido una locura, pero había sucedido y, en ese momento, no podía arrepentirse, se dijo Alexa. Podría arrepentirse más tarde, al día siguiente y al siguiente y pensar en lo débil que había sido. Pero no entonces.

Alexa sonrió. Sí, había sido más tonta y más débil de lo creíble, pero no podía lamentar lo que había pasado. Su cuerpo estaba demasiado satisfecho, reconoció para sus adentros, posando la mirada con ternura en aquella cara tan hermosa.

Podía ser un cliché, pero las mujeres que pasaran por la cama de Guy de Rochemont no se llevarían más que el agradable recuerdo, pensó ella.

–Ma belle.

Guy se había despertado y la miraba. Ella se sumergió en sus ojos verdes y se quedó sin respiración.

Él la besó y su cuerpo se llenó otra vez de un dulce calor.

–No puedo hacer lo que sabes que me gustaría hacer –dijo él, apartándose un poco–. Je suis désolé.

De un salto, él se levantó de la cama, sin prestar atención a su desnudez, ni a su erección. Alexa se sonrojó al verlo.

–Sí –reconoció él–. No necesito mentirte. Daría mucho por quedarme, ma belle. Pero no puede ser. Así que te pido que me disculpes.

Guy se giró, entró en el baño y, un momento después, Alexa oyó la ducha. Durante un momento interminable, ella se quedó tumbada en la cama, sintiendo que la desolación la invadía. Durante una fracción de segundo, sintió un latigazo en el corazón.

¡No! No podía permitirse ese sentimiento.

Era esencial mantener la compostura, se dijo Alexa. Y era esencial aprovechar ese momento de soledad. Se levantó de la cama y miró a su alrededor, buscando la ropa. Sintió que su cuerpo era, de alguna manera, diferente, que había cambiado, pero dejó de lado ese pensamiento. Se vistió con el traje de noche de nuevo y, después de abrocharse la cremallera, cerró los ojos. De pronto, la sordidez de la situación hizo mella en ella.

Una aventura de una noche, eso había sido. Una mujer fácil, a mano. Sólo le quedaba cubrir su desnudez y desaparecer.

¡No! No había sido así. Para ella, no, al menos. No lo convertiría en algo sórdido y lamentable. Sí, era cierto que ella había sido para él sólo algo pasajero. ¿Qué otra cosa podía ser para un hombre como Guy de Rochemont? Sin embargo, eso no significaba que hubiera sido algo sucio o despreciable. Su cuerpo lo afirmaba.

Alexa respiró hondo y enderezó la espalda. Se recogió el pelo. Así estaba bien, se dijo, mirándose en uno de los espejos de la habitación. Seguía teniendo los ojos manchados de maquillaje, pero se los limpió con un pañuelo de papel. Eso bastaría hasta que llegara a su casa.

Se puso los zapatos y tomó su bolso de la cómoda. Estaba lista para irse.