La artista y el millonario - Julia James - E-Book
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La artista y el millonario E-Book

Julia James

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Beschreibung

Alexa Harcourt sólo ve a su amante, Guy de Rochemont, de vez en cuando. Él la manda llamar y hace que la lleven en limusina y jet privado a alguna villa italiana o a una mansión en Mónaco para reunirse con ella. Pero Alexa sabe que nunca llegará a ocupar un puesto estable en la vida de él. El nombre de Guy es sinónimo de riqueza y poder… y ha llegado el momento de que se case. Una mujer de su familia lejana ocupará su cama a partir de entonces. Pero Alexa es la única mujer a la que Guy quiere. Y el respeto que le debe no le permite prestarse a seguir siendo su amante…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Julia James. Todos los derechos reservados. LA ARTISTA Y EL MILLONARIO, N.º 2050 - enero 2011 Título original: Forbidden or for Bedding? Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9725-9 Editor responsable: Luis Pugni

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La artista y el millonario

Julia James

Prólogo

El sol de mediados de otoño se filtraba por la ventana de la cocina en el piso de Alexa, en Notting Hill, iluminando la mesa de pino puesta con desayuno para dos. El juego de té, simple pero elegante, y la cubertería de plata habían sido adquiridos en diferentes tiendas de antigüedades. Un jarrón con flores de vivos colores adornaba la mesa y el aroma a café recién hecho impregnaba el aire.

Igual que la tensión que latía entre los dos. Alexa habría tenido que ser de piedra para no sentirla.

Hasta ese momento, sin embargo, Alexa se había sentido envuelta en un humor lánguido, sensual y satisfecho, como siempre se sentía después de haberse pasado la noche haciendo el amor. Aunque supiera que la noche siguiente tendría que irse a la cama sola.

Pero se había acostumbrado a ello. Se había habituado a pasarse varios días de abstinencia después de una noche tan sensual y maravillosa. Allí en la cocina, con una taza en la mano, el pelo revuelto y nada más que un salto de cama de seda verde, Alexa se estremeció al recordar cómo se había dejado mecer en los brazos de la pasión y el torbellino de emociones de la noche anterior.

Pero ella no era de las que revelaban sus sentimientos. Ni le gustaba reconocerlos ante sí misma.

Durante un instante fugaz, la desolación hizo presa en ella. Pero fue sólo un momento. Había tenido que aceptar lo que tenía y conformarse. Debía darse por satisfecha con el tiempo que pasaban juntos, preciadas noches de ardiente pasión separadas por largos días y noches de celibato, hasta que sonaba el teléfono y todo lo demás pasaba a un segundo plano en su vida. Sus amigos, su trabajo, todo perdía importancia entonces.

La llamada de teléfono la invitaba a un aeropuerto privado para volar a alguna ciudad europea o, a veces, a alguna maravillosa casita de campo en Italia, en Mónaco y en los Alpes. Entonces, Alexa se entregaba al momento. Por muy breve que fuera.

¿Acaso no era una locura? Claro que lo era, se dijo ella. Lo sabía muy bien. Por eso, centraba todo su esfuerzo en mantener a raya sus sentimientos.

Ante los demás, Alexa daba la impresión de ser una mujer fría, contenida, calmada. Pocos amigos, sobre todo los que pertenecían como ella al mundo del arte, se daban cuenta de que su aspecto externo contenía una marejada de sentimientos que sólo dejaba salir en sus cuadros. El resto de la gente veía en ella una belleza serena, una rosa inglesa de cabello rubio y piel pálida, sin reconocer la llama que ardía en su interior.

Los padres de Alexa habían sido muy intelectuales y ordenados y se habían sentido sorprendidos al descubrir que su hijita tenía talento artístico. No se habían opuesto a que se dedicara a pintar, pero ella sabía que no aprobaban una profesión tan relacionada con las bajas pasiones, los sentimientos extremos y, sobre todo, la tendencia a llevar una vida desordenada y caótica.

Por esa razón, quizá, Alexa se había esforzado en llevar una existencia todo lo ordenada posible, limitando su temperamento a su profesión.

En cuanto a los hombres... Había atraído a muchos, pero ninguno había sido especial para ella. Había sido recatada en ese sentido también y sólo había tenido un puñado de parejas, con quienes le había gustado ir al teatro, a conciertos y a exposiciones. Sin embargo, ninguno le había llegado al corazón y ninguno, tampoco, había conseguido hacer arder su cuerpo de pasión.

Ninguno excepto el hombre que tenía delante en ese momento, parado en la puerta de la cocina. Cada vez que lo miraba, se le aceleraba el pulso y se quedaba sin respiración.

Como en ese momento.

Él estaba allí de pie, con su porte regio y elegante, vestido con un traje de chaqueta color gris perla y un aire muy masculino que delataba su origen. Guy de Rochemont nunca pasaría por inglés. Nacido en Francia, procedía de los Rochemont-Lorenz, una familia de banqueros europeos conocida por su riqueza, su prestigio y su poder.

Y él la estaba mirando. Alexa, como siempre, se derritió ante aquellos ojos. Pero, en esa ocasión, notó algo más. Una tensión que parecía romper el equilibrio.

Alexa se quedó quieta con la taza de café aún en la mano. El silencio pesó entre ellos.

Entonces, él habló.

–Tengo algo que decirte –dijo Guy con su acento francés.

Alexa sintió que algo temblaba dentro de ella, pero no se permitió reconocerlo. No debía abrir la caja de Pandora de sus sentimientos. Nunca.

Y, cuando él siguió hablando, ella lo escuchó como si sus palabras llegaran de muy lejos, aunque cada sílaba fue como una puñalada en su corazón.

–Voy a casarme –terminó Guy.

Alexa se quedó muy quieta. Como una estatua. Guy también se quedó paralizado. Él había entrado en la cocina sabiendo lo que tenía que decir. Y sabiendo, también, lo que implicaba.

Guy frunció el ceño un momento.

¿Se daría ella cuenta de lo que implicaba?, se preguntó, mirándola.

Los ojos de Alexa no revelaban ninguna emoción, esos ojos tan hermosos que lo habían cautivado desde el primer momento. Todo en ella era bello, su rostro y su cuerpo rozaban la perfección.

Algunas mujeres habían intentando engatusarlo con jueguecitos sin sentido, hacerse las difíciles o manipularlo. Pero Alexa, no, recordó Guy. Ella no había tenido ninguna intención de manipularlo. Desde el principio, no había mostrado ni reticencia, ni timidez ni coquetería. Incluso, cuando su relación había comenzado, ella había aceptado de forma implícita los términos en que podían estar juntos, sometiéndose a ello sin discutir.

Alexa siempre se había sometido a él sin discutir. Desde su primera noche juntos... esa noche inolvidable...

Guy reprimió su memoria para no dejarse llevar por la pasión de los recuerdos. No era momento para recordar. Era momento de dejar las cosas claras.

Incluso, de ser brutal.

Debía decirlo. No sólo por ella, sino por sí mismo. Debía dejarlo claro como el agua.

Alexa seguía inmóvil.

La tensión que cargaba el aire impulsó a Guy a hablar de nuevo.

–No nos veremos más, Alexa.

Durante un segundo, el tiempo se detuvo. Luego, Alexa dejó su taza de café sobre la mesa con la elegancia que la caracterizaba.

De pronto, le pareció que el hombre que tenía delante estaba a miles de kilómetros de ella.

–Claro –repuso Alexa con voz serena–. Entendido. ¿Vas a tomar café antes de irte?

El rostro de Alexa no mostró ni un ápice de emoción. No podía permitírselo. No le tembló el pulso. Ni sus ojos delataron ningún sentimiento. Como si él hubiera dicho algo superficial, sin consecuencias.

Guy no tomó la taza que Alexa le tendía. Su expresión era indescifrable. De todos modos, ella no pretendía descifrarla. Le bastaba con esforzarse en sujetar la taza con firmeza, en mantenerle la mirada con firmeza.

Entonces, muy despacio, Alexa bajó la taza y la dejó sobre la mesa de nuevo. Volvió a mirar a Guy.

–Te deseo un matrimonio muy feliz –dijo ella con voz tranquila.

Con suavidad, Alexa caminó hacia la puerta principal, asumiendo que la conversación había terminado. Escuchó que él la seguía. Ella abrió la puerta y se apartó.

Guy se detuvo un momento antes de salir y la miró con gesto pétreo.

–Gracias, entonces.

Alexa supo que le estaba dando las gracias por aceptarlo.

–Ha estado bien, ¿verdad? –dijo él, sosteniéndole la mirada.

–Sí, así es –repuso ella, imitando su laconismo.

Con la mayor suavidad, Alexa se inclinó para besarle en la mejilla.

–Te deseo suerte –dijo ella y se apartó–. Adiós, Guy.

Por un último instante, Guy la miró a los ojos. Luego, asintió y se fue.

Alexa cerró la puerta. Muy despacio, como si pesara más de lo que podía soportar. Se apoyó contra ella y se quedó mirando el vacío.

Guy se había ido. Su aventura había terminado.

El coche de Guy lo esperaba frente a la casa. Él había llamado a su chófer mientras se había vestido, sabiendo que querría irse en cuanto le hubiera dicho a Alexa lo que había tenido que decirle. Al verlo, el chófer salió del coche para abrirle la puerta.

Guy entró y se sentó en el asiento de cuero, con gesto inexpresivo. En su corazón, no había lugar para las emociones.

Ya estaba hecho. Alexa había dejado de formar parte de su vida. Y no volvería a verla.

Para no pensar más en ello, Guy tomó el Financial Times y comenzó a leer.

Alexa estaba limpiando el baño. Debería trabajar, pero no podía. Lo había intentado. Había mezclado los colores, había colocado un lienzo nuevo, había mojado los pinceles... Pero no había conseguido pintar nada.

Entonces, había tapado los tubos de pintura y había salido del taller.

En la cocina, había puesto agua a hervir. Sin embargo, se había sentido incapaz, también, de preparar té. O café. Ni había podido abrir el grifo para servirse un vaso de agua. Después de un rato, se había ido al baño.

Había visto que la bañera necesitaba un repaso y se había puesto manos a la obra. Luego, había pasado al lavabo y a todo lo demás. Había frotado con fuerza, utilizando gran cantidad de limpiador.

Frotó y frotó mientras su cabeza saltaba de un recuerdo a otro. Recuerdos afilados como cuchillos. Recuerdos que la transportaban al pasado, a tiempos muy, muy lejanos.

Capítulo 1

Seis meses antes...

–¡Cariño! ¡No te vas a creer a quién te he buscado!

Con el teléfono apoyado en la oreja, Alexa estaba intentando plasmar en el lienzo el brillo de un pétalo de rosa.

–¿Alexa? ¿Estás ahí? ¿Has oído lo que te he dicho? No vas a creer a quién...

–¿A quién? –preguntó Alexa, siguiéndole la corriente a su amiga. Sabía que Imogen se moría porque se lo preguntara y por contárselo.

–¡Es excepcional! –aseguró Imogen con entusiasmo–. Está a miles, a millones de años luz de los hombres a los que estás acostumbrada.

Alexa se preguntó qué estaría tramando Imogen y siguió intentando conseguir el brillo que deseaba en el pétalo que estaba pintando. Dejó hablar a su amiga, pero no le prestó atención.

Al fin, Imogen se quedó en silencio.

–¿Y? –preguntó Imogen un momento después–. ¿Estás en la luna o qué?

–¿Qué? –replicó Alexa, frunciendo el ceño con gesto ausente.

–Cariño, ¡presta atención! –le ordenó Imogen y suspiró–. Deja el pincel y escúchame dos minutos. Hasta tú te vas a quedar impresionada, te lo prometo. Me ha llamado Guy de Rochemont. Bueno, él en persona, no. Su secretaria. Dime que estás impresionada... Dime que estás temblando de emoción.

Alexa apartó el pincel del lienzo y frunció el ceño un poco más.

–¿Temblando? ¿Por qué?

Imogen suspiró con desesperación.

–De verdad, Alexa, ¡no te hagas la mujer de hielo conmigo! Ni siquiera tú puedes permanecer impasible ante Guy de Rochemont. Te derretirás ante él como todas las mujeres del mundo.

–¿Es que conozco yo a ese tipo? –preguntó Alexa.

–¡Que no conoces a Guy de Rochemont!

–Imogen, ¿quién es? ¿Por qué le estás dando tantas vueltas? ¿Y qué tengo yo que ver? –preguntó Alexa. No tenía ni idea de qué estaba hablando su amiga y no quería perder más tiempo.

–¿Lo dices en serio? ¡No me puedo creer que no lo conozcas! –exclamó Imogen, sin dar crédito–. ¡Sale en todas las revistas del corazón!

–Yo no leo esas revistas. Son basura.

–Oh, usted perdone, señorita –repuso Imogen con tono burlón–. Bueno, deja aparcada un momento tu alma de artista y escúchame bien. Supongo que habrás oído hablar del imperio Rochemont-Lorenz, ¿no?

–Una familia de banqueros, creo –aventuró Alexa.

–¡Eso es! –exclamó Imogen con entusiasmo–. Una de las dinastías más viejas y ricas de Europa. Llevan más de doscientos años acumulando millones. Ellos financiaron la revolución industrial y los barcos mercantes a las colonias. Su fortuna sobrevivió las dos guerras mundiales y la guerra fría y ahora les va mejor que nunca, a pesar de la crisis. En gran parte, es gracias a Guy de Rochemont. Es un genio de las finanzas, responsable de haber impulsado su banco hacia el siglo XXI. Todo el mundo en su familia está loco por él –explicó e hizo una pausa, adoptando un tono más meloso–. He de decirte que son sobre todo las mujeres quienes están locas por él. ¡Todas las mujeres del mundo! Cuando me llamó su secretaria, se me hizo la boca agua sólo de pensar en Guy.

Era obvio que Imogen estaba emocionada por ese tal Guy, fuera quien fuera, pensó Alexa, que nunca había oído hablar de él.

–¿Y qué te dijo, Immie?

–Lo que me dijo, querida, es que quiere que tú le hagas un retrato –respondió Imogen con énfasis–. De verdad, vas a quedarte impresionada. Ya está bien de tíos mediocres. Éste es uno en un millón, un hombre fabuloso de verdad.

Alexa hizo una mueca. La idea de pintar retratos se le había ocurrido a Imogen. Cuando las dos habían terminado Bellas Artes, Imogen había decidido dedicarse a la parte comercial en vez de a la creación artística.

–¡Te dije que te haría famosa y, si pintas a Guy de Rochemont, todo el mundo querrá un retrato tuyo! –señaló Imogen–. Te haré ganar toneladas de dinero, ya lo verás.

–No me interesa mucho sacar dinero con mi arte.

–Sí, ya, bueno. No todos podemos permitirnos ser tan altruistas –replicó Imogen con tono reprobatorio. De inmediato, sin embargo, se dio cuenta de que podía haber herido los sentimientos de su amiga–. Lo siento. A veces hablo sin pensar... ¿Me perdonas?

Alexa aceptó sus disculpas, pues sabía que su amiga era sincera.

La familia de Imogen había acogido a Alexa en sus años de colegio, cuando los padres de Alexa habían muerto en un accidente de avión. Imogen y su familia la habían ayudado a superar aquellos momentos de pesadilla y le había ofrecido refugio, además de asesoramiento sobre qué hacer con la fortuna que había heredado. No había sido una gran fortuna pero, tras invertirla bien, le había permitido comprarse un piso, pagar los gastos de la universidad y contar con un dinero al mes, por lo que no dependía de sus ingresos como artista para sobrevivir.

Aun así, Imogen estaba decidida a convertir a su amiga en una artista famosa.

–¡Con lo guapa que eres, seguro que le gustas! –exclamó Imogen, sacando a su amiga de su ensimismamiento.

–Pensé que se trataba de pintar bien, nada más –repuso Alexa secamente.

–Sí, bueno. Eso también. Pero las dos sabemos lo que hace girar el mundo, si eres guapa tienes mucho ganado. ¡Y tú eres un bombón!

Sin embargo, eso no le importaba a Alexa. El mundo de lo superficial no era lo suyo. A ella le interesaba explorar sus capacidades artísticas, en todos los estilos.

Por eso, cuando Imogen le había dicho que tenía talento para los retratos y que no debía malgastarlo, se había dejado convencer. Todo había empezado cuando Alexa había pintado un retrato de la familia de su amiga. Habían pasado cuatro años desde entonces y, gracias a los contactos de Imogen, el arte de los retratos estaba resultando ser muy productivo, al menos en términos de dinero.

Lo cierto era que Alexa sí tenía un don para el retrato, porque sabía ver a sus modelos con generosidad de espíritu, captando lo mejor que había en ellos. Lo que no era poco, teniendo en cuenta que, desde que Imogen había subido las tarifas de los cuadros, sus clientes eran cada vez más viejos. Sin embargo, aunque el aspecto externo de sus modelos no fuera atractivo, ella sabía reflejar su inteligencia, su astucia, su fuerza de voluntad... cualidades que les habían permitido llegar a la esfera más alta de la escala empresarial.

Guy de Rochemont, por otra parte, no parecía ser como ellos. Según lo que Imogen le había contado, Alexa intuyó que sería una especie de playboy, un rico heredero malcriado y engreído.

Su opinión de él no hizo más que afirmarse cuando, después de que Imogen hubiera puesto toda su energía en establecer una cita, Guy de Rochemont la había cancelado en el último momento. La secretaria había empleado un tono frío y despreciativo, como si su jefe tuviera millones de cosas mejores que hacer que posar para un cuadro.

Imogen llamó a Alexa dos horas después, llena de excitación, para preguntarle cómo le había ido y si era tan guapo como en las fotos.

–No tengo ni idea –repuso Alexa con tono helador–. Canceló la cita.

–Oh, tesoro, está muy, muy ocupado –señaló Imogen, intentando mostrarse comprensiva–. Siempre está tomando aviones de un sitio a otro. Y su secretaria es una antipática, ya lo sé. Bueno, ¿para cuándo ha cambiado la cita?

–Ni lo sé ni me importa –afirmó Alexa, tensa.

–De verdad, si supieras lo mucho que me he esforzado para conseguirte ese cliente... Bueno, no pasa nada, llamaré otra vez a su secretaria para establecer otra cita.

Imogen llamó diez minutos después.

–¡Bingo! Va a ir a cenar a Le Mirelle mañana y ha aceptado quedar contigo en el bar un poco antes, a las ocho menos cuarto –informó Imogen, entusiasmada–. ¡Oh, es como una cita romántica! Me preguntó si caerá rendido a tus pies y te invitará a cenar también. ¡Tienes que ponerte guapísima!

Al día siguiente, Alexa tuvo cuidado de que Imogen no la viera antes de salir, con mucha reticencia, hacia el restaurante de lujo donde había quedado. Cuando entró, se sintió aliviada de haberse puesto la ropa que llevaba. Todas las mujeres que había allí llevaban ropas llamativas, pidiendo a gritos que se fijaran en ellas. Sin embargo, ella llevaba una blusa y una falda gris, con zapatos de tacón bajo y bolso gris a juego, sin maquillaje y con un moño apretado.

Alexa dio su nombre en la entrada y la recepcionista del restaurante arqueó las cejas al escuchar que había quedado con Guy de Rochemont. La mujer la miró con escepticismo, sin poder creer que alguien con un aspecto tan anodino como ella pudiera ser de interés para el gran Guy de Rochemont.

–Es una cita de negocios –explicó Alexa y, al instante, se arrepintió. ¿Qué más le daba lo que pensara la recepcionista?

La condujeron a la zona del bar y Alexa apretó los labios. Aquel sitio no era su estilo, en absoluto. No iría a cenar allí ni aunque le sobrara el dinero. Sus clientes parecían demasiado frívolos y superficiales.

¿Sería así también su futuro modelo? Miró a su alrededor, buscando a alguien que se ajustara a la descripción que Imogen le había dado de él. Había muchos con un aspecto así por allí y todos parecían tener un ego monumental. Sin duda, el ego del tal Guy sería excesivo también. ¿Cuál de ellos sería? Todos los hombres que veía tenían aspecto de ricos y muy complacidos consigo mismos.

–¿Señor de Rochemont?

El camarero se detuvo delante de una mesa baja y habló en francés, demasiado deprisa para que Alexa pudiera entenderlo. Ella sólo podía verle la espalda. El hombre que había allí sentado asintió y el camarero se dirigió a ella para indicarle que lo siguiera.

Alexa se acercó a la mesa y se sentó en la silla que había desocupada, sin esperar invitación.

–Buenas noches –saludó ella, con tono neutro. A continuación, levantó la mirada hacia el hombre que tenía delante.

Y, sin poder evitarlo, Alexa se quedó con la boca abierta.

Imogen había tenido razón. Porque, le gustara o no, una cosa era indiscutible acerca de Guy de Rochemont. Era realmente... No pudo encontrar las palabras... Sin duda, Guy de Rochemont era un hombre capaz de causar gran efecto en una mujer.

Alexa le recorrió el rostro con la mirada, fijándose en cada detalle. Su cara parecía esculpida, sus cejas tenían la forma perfecta, la nariz recta, la forma de la boca, la fuerte mandíbula, el pelo negro. Se deleitó mirándolo, incapaz de no sucumbir a su encanto.

Guy se había levantado un poco cuando ella había llegado, pero se había vuelto a sentar cuando ella se había sentado sin más. Y allí estaba, observándola con gesto relajado, cómodo y seguro, con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos apoyados en el reposabrazos.

Alexa afiló la mirada, sintiendo la convicción que solía apoderarse de ella cuando algo del mundo físico le parecía listo para ser pintado.

Sin embargo, aquello era diferente.

Alexa se dio cuenta de que nunca había reaccionado así antes en su vida. Pensaría en ello después, se dijo. En ese momento... lo único que podía hacer era mirar ese rostro extraordinario, como hipnotizada.

Entonces, poco a poco, Alexa cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba mirando fijamente y en silencio al hombre que tenía delante.

Y él se lo estaba permitiendo.

Alexa se sintió avergonzada. Apretó la mandíbula y se puso tensa, esforzándose en recordar el juicio previo que se había formado de él y recuperar la distancia. Pero fue difícil. Lo único que quería hacer era seguir mirándolo, seguir estudiando sus bellos rasgos.

¿De qué color eran sus ojos? Alexa no estaba segura. Y, dejándose llevar de nuevo, volvió a fijar la mirada en su rostro, para averiguarlo. ¡No! Aquello era ridículo, absurdo. Embarazoso. ¡No podía seguir mirándolo así, como si fuera una adolescente embelesada! Ni escrutarlo como si ya estuviera posando para ella.

Alexa enderezó la espalda y se obligó a esbozar una sonrisa de compromiso.

–Así que está usted considerando el que le haga un retrato –consiguió decir ella, con voz seria.

Durante un instante, Guy de Rochemont no la respondió, como si no la hubiera escuchado. Siguió en la misma postura, sin moverse, como si estuviera posando para ella.

Entonces, con una levísima sonrisa, Guy respondió.

–Sí. Me he dejado convencer en un acto de vanidad. El retrato será un regalo para mi madre. Dice que lo quiere –dijo él.

Alexa observó que, para su desesperación, la voz de ese hombre era demasiado seductora y le provocaba un efecto del que prefirió hacer caso omiso por el momento.

–Una cosa de la que debo advertirle, señor de Rochemont, es que debe apartar cierta cantidad de tiempo para posar para mí, si es que decide contratarme para el trabajo, por supuesto. Siempre se lo advierto a mis clientes. Sin embargo...

Guy levantó una mano. Era una mano larga, con uñas muy cuidadas.

–¿Qué le gustaría beber, señorita Harcourt?

–Oh, nada, gracias –repuso ella, azorada–. La verdad es que no tengo tiempo para tomar nada.

Entonces, Guy de Rochemont levantó una ceja y Alexa no pudo evitar posar los ojos en esa parte de su rostro. Sus ojos eran verdes. Verdes como el agua profunda de un lago. Un lago color esmeralda en el que sumergirse...

Ya estaba dejándose llevar por sus ensoñaciones de nuevo, se reprendió Alexa. Y mirándolo fijamente. Volvió a enderezar la espalda, apartando la mirada.

–El tiempo que tarde en hacer el retrato dependerá del número de veces que tenga que posar para mí y de los intervalos entre cada una. Entiendo que puede ser cansado para usted, pero...