La Atenas Levítica - Andrés López Ocariz y de Ocariz - E-Book

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Andrés López Ocariz y de Ocariz

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Beschreibung

Una tertulia, una ciudad en la que nunca ocurre nada, una cruel guerra en ciernes. Crescencio Echegaray, inspector de policía, investiga una serie de asesinatos que sacuden la ciudad en plena Guerra Civil. La Atenas levítica es el retrato de una vida cotidiana convulsa, de los horrores de la guerra y del crimen sin castigo. Pero, ante todo, es un fiel retrato de la Vitoria de los años 30, esa "ciudad levítica" que asiste impasible a estos terribles acontecimientos.

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La Atenas Levítica

© Andrés López de Ocariz y Ocariz

© La Atenas Levítica

ISBN papel: 978-84-685-0257-1

ISBN digital: 978-84-685-0259-5

Depósito legal: M-16344-2017

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

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I

 

 

 

Ordenó al chófer que dejase al viejo y renqueante Citroën en las cocheras del Gobierno Civil y diese así fin a la jornada, él regresaría a pie dando un paseo en aquel largo y caluroso atardecer del mes de Julio.

Tenía tiempo de sobra. La tertulia en el bar “La casa de Juan” no empezaba, en verano, hasta las ocho de la tarde, y en reloj del Seminario Diocesano que acababa de abandonar justo había dado el cuarto de las siete. Desde allí, caminando despacio, no tenía más allá de 20 largos minutos hasta el centro de la ciudad.

El Seminario era un edificio nuevo, de trazas neoclásicas, al igual que el del Banco de España o el colindante Gobierno Civil. Inaugurado hacia muy pocos años, en 1932 por aquel obispo que tantos quebraderos daba a la República. Hombre ultramontano, de verbo en extremo locuaz que no dudaba en alentar, desde el púlpito, las pastorales y la prensa católica a la rebelión contra el régimen tricolor. El mismo que forzó al débil gobernador de la provincia a ordenar al comisario de la criminal que enviase a uno de sus inspectores al seminario para tratar de calmar a su director muy alterado por la desaparición de uno de los estudiantes que a punto lo estaba de ser ordenado sacerdote. Como el único que por la tarde se hallaba en la oficina el recado fue a caer en el bueno de Echegaray, un policía anodino, sin filiación política conocida, comedido y que además bien podía llevar a buen puerto la misión, casi diplomática, encomendada por el papanatas del gobernador a mandamiento del obispo tirano.

El padre Aguirre dirigía el importante centro formativo religioso desde hacía ya más de 20 años, primero en el edificio secular enclavado en la alta parte de la ciudad, como escolta de la vieja catedral, y ahora en aquella grandiosa construcción que más olía, todavía, a pintura que a humo de los cirios. Personaje sanguíneo donde los hubiese. Aficionado al buen comer y muy capaz de destilar ingentes cantidades de vinos y licores, como si cada vez que tomaba la cuchara o empinaba el codo la última fuese a ser. Fumador tan empedernido y contumaz que adornaba la sotana con cenizas y restos de hebra de picadura alquitranada o de quemaduras de la brasa de buenos habanos para horror del ama desesperada que a su servicio y buen cuidado trabajaba desde tiempos inmemoriales, cuando perdió al marido al poco de casar en un descarrilamiento ferroviario. También gustaba al clérigo cazar, teniendo mejor puntería que muchos de los furtivos que faenaban perseguidos por guardas de campo y parejas civiles de acharolados tricornios. Su colección de escopetas era famosa, no solo en ciudad y provincia, sino que alcanzaba envidia en todos los cenáculos cinegéticos del País. Armas fabricadas ex profeso y a medida para él en la armería fabril que la familia del cura tenía en la Villa Armera.

Mientras caminaba, sin prisa, por las afueras de la ciudad brujuleando hacia el centro del municipio, el inspector hacía memoria de la que había dado de sí la entrevista con el colérico Director del Seminario. Uno de los chavales ya hacía más de una semana que estaba desaparecido sin dar ninguna señal de vida. Los curas no había dado todavía parte a la familia por tratarse de una muy principal. El padre eran uno de los hijos banqueros del País que vivía en Madrid, quien ante la vocación del mayor y unigénito fruto de las entrañas de su esposa por consagrar su vida al servicio de Dios y de la Santa, Católica, Apostólica y Romana Iglesia, quiso que se formase en los misterios de la Teología en aquel más que famoso Seminario por tan célebre catedrático en las Escrituras. El padre Aguirre puso en movimiento a su propio y personal servicio de policía clerical, integrado por profesores y alumnos de su total confianza y en paralelo movilizando a pecadores informadores laicos. Al no obtener resultado alguno no tuvo otra opción que ir a confesar, aterrado por la segura ira del pastor de la diócesis, al Obispo la pérdida de uno de sus pupilos, el hijo del mayor benefactor de la Iglesia local. Bien conocía a su superior, un hombre capaz de poner firme a gobernadores, generales e incluso ministros si la cuestión o la defensa de la verdadera y única religión lo exigían.

El Obispo reaccionó como el buen pastor que castiga, con la dura nudosidad del cayado, al cabrón del rebaño. De una bofetada tremenda tumbó al director en el encerado suelo a pesar de que la mesa del despacho episcopal se interponía entre ambos. Humillado el agredido tuvo además que soportar al interminable retahíla de nada cristianas palabras dirigidas a su inteligencia, hombría, sentido común y responsabilidad como rector, nada menos, que de la formación de nuevos cruzados y posiblemente mártires tonsurados. El prófugo tenía que aparecer, como fuese, y ponerse de bruces ante él para recibir la ordenación la próxima semana, como estaba previsto. Para ello no era suficiente con emplear a cuatro inútiles chivatos ni a borrachos puteros, había que contar con el auxilio, discreto, de profesionales. El Obispo en su fuero internaba estaba convencido de que todos lo eran de su condición, y de la del idiota director del Seminario, así que si alguno de los estudiantes destacaba en el saber teológico, seguro lo estaría en algún tugurio de mala muerte corriéndose un juerga, en compañía, para despedirse de su condición de hombre antes de aceptar, como mal menor, el voto de la castidad.

Sin llegar a tales extremos algo parecido llegó a pensar el inspector Echegaray tras escuchar, pacientemente a la vez que soportaba el hedor a alcohol que despedía aquella boca podrida de negras piezas dentales, caverna infecta que destilaba los vapores del mismísimo averno infernal.

Tranquilizó al beodo director recomendándole, cínicamente, que aplacase los malos humores del disgusto con un par de reconfortantes de anís, quedando que al día siguiente, al punto de la mañana, se personaría de nuevo, en el centro religioso docente para iniciar al necesarias pesquisas preliminares. Sereno de ánimo y cuerpo quedó el padre Aguirre, prometiendo seguir con celeridad, el buen consejo de aquel policía que tan buena gente parecía. El abnegado y sufrido inspector de la criminal decidió pasear, aún a pesar de la todavía persistente canícula para despejar y liberar mente y sentidos del pestazo que el despacho de tan borracho afamado clérigo tuvo que inhalar sin pestañear ni mostrar disgusto.

Del cercano puerto pesquero llegaba el aroma inconfundible que exhalaban las redes chorreantes sobre el pavimento secular del muelle antiguo y la aceitosa agua que desprendían los ya predominantes barcos impulsados por el pesado gasoil, signo evidente de los nuevos tiempos que atrás dejaron al carbón y el velamen.

Al policía aquellos vapores más le empujaban a desplazar la imaginación hacia la limpia, salvaje, rectilínea y suave playa donde seguramente todavía algunos de los veraneantes, felizmente despreocupados por la seguridad de buenas rentas, estarían disfrutando en el relajo de baño vespertino tardío. Los chavales de los pobres gustaban más de zambullirse, una y otra vez, desde el primitivo espigón, donde las aguas salinas más remansadas y claras estaban protegidas por una inmensa cordillera artificial de bloques gigantes de piedra que mostraban las heridas del barreno. Obra ciclópea que dio muchos jornales a miles de obreros parados, víctimas de aquel tifón asesino que vino, por traicionera sorpresa de aquella tarima de juego donde el dinero se hizo ceniza un viernes negro, desde la orilla oeste del Atlántico Norte. Estados Unidos que a tantos hijos del País dio trabajo y nueva vida lejos de la miseria y el desánimo de un Imperio que se vino abajo, en muy pocas jornadas, perdiendo las joyas de Cuba y las Filipinas.

Echegaray era de tierra adentro. Nacido en Estella y de crio pocos recuerdos guardaba de la mítica capital de los carlistas. De la retina infantil conservaba la imagen en movimiento del agua que manaba de la fuente de “Los Chorros”, centro de plaza flanqueada por el Juzgado y la cárcel, antesala de la imponente Iglesia de San Pedro de la Rúa, coronada por la cruz del castillo desmochado de doña Blanca de Navarra. Tribunal que fue casa real de don Carlos el séptimo, templo custodio de la costilla de San Andrés y presidio donde fue, a garrote vil, ajusticiado uno al que llamaban “el sacamantecas”. Salvaje asesino que a las pobres putas abría en canal para sacarles las tripas y arrojarlas río Arga como cebo para espinosos barbos. Cuando ya fue de la criminal tuvo acceso a los archivos policiales de Pamplona y pudo comprobar, no sin cierta tristeza, que el demoniaco personaje no era más que un pobre retrasado, una víctima que hizo más de media docena de víctimas.

Padre era quincallero, pasando los días, invierno y verano, domingo y fiestas de guardar, de pueblo en pueblo de la merindad mal vendiendo el género. Llegó la noticia de que en los Altos Hornos de Vizcaya hacían falta todos los brazos que quisiesen ganar un buen jornal. Y el matrimonio, a pie, la mula tirando del carretón de ambulante comerciante al por menor cargado con una cama, alguna silla con el culo roto y un par de viejos pero limpios colchones de lana, y los hijos un rato andando y otro, por turnos sobre lomo de caballería o encima de los enseres, hasta ir a parar en las minas de hierro de Gallarta.

Mala época lo fue, pues cuando estallaron las huelgas contra los patronos que habían reducido a la más espantosa de las miserias a decenas de miles de emigrantes venidos de las partes más esquilmadas de España. Gallegos, castellanos, andaluces y extremeños huyendo del hambre secular de los sin tierra. Hacinados en barracas más inmundas que las chozas que los vieron nacer alquiladas por los dueños de minas y fábricas, a los que también tenían la obligación de comprar alimento, ropas, vinos inmundos y sexo desesperado, hartos de vivir peor que las alimañas, dejaron el tajo. Alentados por profetas, santos laicos virtuosos, socialistas y anarquistas, se lanzaron en tromba, como famélica legión, sobre las calles de un Bilbao que los aborrecía. Cundió el terror entre los hijos de toda la vida de la Villa cabecera de Vizcaya, hasta que el ejército de asustado reclutas comandados por insensibles oficiales curtidos en la guerra de África abrió fuego de fusilería y metralla artillera. El general al mando de la fuerza tuvo a bien inspeccionar las condiciones de vida de mineros y obreros. Tan asustado quien tantos hombres a la muerte había mandado hasta ascender al generalato que obligó, casi por la fuerza de sus bayonetas, firmar a las poderosas familias dueñas del capital aumento salarial para sus empleados y el fin de una cuasi esclavitud en la zona más industrializada y tecnificada de España.

Echegaray padre pronto cayó enfermo, inútil para la mina con un riñón menos tuvo que aceptar el mal pagado empleo de vigilante nocturno en la misma explotación de que le llevó la salud. Nuevo hijos eran demasiadas bocas, y a pesar de que madre se dejaba las manos y espalda lavando la ropa rojiza de los mineros del hierro, las chicas tuvieron que ir a servir desde bien crías y los chavales de aprendices en las muchas fábricas que por la margen izquierda teñían de hollín la ciudad, en casa sólo quedó el benjamín.

Crescencio, chico listo, servicial y muy curioso llamó la atención del párroco de Gallarta, un navarro de la Ribera quien en solitario combatía la plaga atea del socialismo y el anarquismo, fanático y brutote que vio en el estellica maneras muy diferentes al resto de los randas del pueblo maldito que en mala hora le tocó como pastor de almas que renegaban de Dios en las tabernas. Logró que uno de los feligreses, un mozo viejo solterón y vasco de toda la vida, pagase los estudios del crío como interno en los jesuitas de Bilbao.

El pequeño de los Echegaray iba para abogado cuando padre murió aplastado por una vagoneta sin control. Dejó las leyes y fue a entrar en la policía, garbanzo duro pero seguro como decía madre anciana y viuda sin cumplir los cuarenta. Primer destino el sur, y en la gran ciudad de Sevilla aprendió el oficio en la calle, fogueándose con rateros, proxenetas, gitanos y a otras gentes a las que con dureza se aplicaba una ley especial no escrita contra vagos y maleantes, viacrucis añadido a una pobreza tan espantosa, tan rancia, tan antigua, que superaba, con creces, lo que de crio vivió en las cuencas mineras férricas del norte.

De allí a Madrid donde la situación política era cada vez más confusa e insostenible para una monarquía que borboneaba en exceso desde hacía demasiadas décadas. Un rey melindroso, mimado por una madre hierática viuda antes de parir, que más gustaba de amores de coro cupletero, disfrutar de la últimas novedades automovilísticas y amasar personal fortuna que cumplir el mandato constitucional canovista o velar por el bienestar de sus súbditos. Los pobres en la juventud soldados de reemplazo dejaban vida e inocencia humana en una guerra cruel sin cuartel en el Rif, dando estrellas de sangre a sus violentos jefes y oficiales. Millones de campesinos mal soportaban un hambre maldita heredada desde los tiempos de los Austrias menores. En las escasas zonas fabriles la tensión se solventaba con el sabotaje, la huelga y el pistolerismo. En Cataluña y País Vasco crecía un sentimiento profundamente autonomista que amenazaba el insensato centralismo borbónico. La jerarquía católica contemplaba con estupor y miedo cerval como se acerba el día en el que España dejaría la fe de sus mayores. Vino un general, el marqués de Estella, descendiente directo de quien por las armas tomó la capital de los eternamente levantisco carlistas. Golpe de Estado no cruento, pronunciamiento bendecido desde palacio real. Orden y concierto. Alianza de espadones con socialistas de la UGT del Lenin español, ni largo ni caballero. Guerra a degüello con los anarquista. Victoria en el Protectorado.

Echegaray consiguió, a duras penas, mantenerse alejado de una parte importante de la policía que ejercía su trabajo como arma estatal de control político. En la criminal halló acomodo y espacio entre hurtos, robos con violencia, parricidios, crímenes pasionales truculentos y asesinatos homicidas por causa de dineros.

Gustaba de perderse, siempre en solitario, por tabernas y figones populares, donde el avispad joven dejaba a un lado la profesión e iba tomando, día tras día, el pulso a la realidad del país, tomando conciencia de cómo la opción republicana, en una España que él percibía como genéticamente monárquica, tomaba cuerpo como solución, quizás demasiado utópica y milagrera laica para ser capaz, de la noche bicolor al amanecer tricolor, resolver tales entuertos generados en tantos siglos perdidos.

Escribía regularmente a casa las noches de guardia aburrid, y el viejo cura navarro leía a madre las cartas de un hijo que en el papel no mostraba la realidad, ni de los aspectos sórdidos de su empleo, tampoco sobre las impresiones de que una tragedia cainita estaba al punto de la ignición asesina. Nada de las andanzas con una chica bien. Madre contenta, por lo menos uno de sus hijos, el pequeño de nueve partos vivos, no se dejaba la salud maltratando el cuerpo en otras casas por cama y sobras, o en fábricas insalubres donde las interminables horas de trabajo se sucedían sin fin con poca paga. El sacerdote que más sabia por diablo de confesionario que por olvidados latines teológicos, intuía que el bueno de Crescencio no narraba ni la mitad del cuarto. Rezaban los dos fervorosamente el Santo Rosario, la una para que sentase plaza en el norte, el cura pidiendo que Madrid no le arrancase la poca que desde crio tuvo aquel jodido chaval tan listo y fuese caer en las redes diabólicas de la masonería o en los brazos de una pelandusca moderna.

Conoció a la chica durante la investigación de un robo acontecido en su propi casa, la mansión venida bastante a menos del Marqués del Fresno, un aristócrata que tenía que vestir el uniforme militar para ganarse la vida, sin pegar ni un tiro, yendo cada mañana unas horas a tomar café y fumar habanos en el Ministerio de la Guerra. Sin forzarse ni puertas ni ventanas fue hurtado un valiosísimo cuadro del pintor seráfico de los siglos de oro y plata imperiales, el gran Murillo. La pintura fue hábilmente desprendid1 del barroco marco nido de termitas seculares, quedando tan preciosa y leprosa madera bien tallada como espejo de lienzo de pared en ruina.

El marqués no denunció el caso, recurrió directamente al ministro de la Gobernación, quien tomó como asunto de honor personal el robo en la casa de su amigo de pupitre y camarada generoso de épicas borracheras siempre puteras. Encargó el caso el jefe político al Comisario Jefe de la Criminal, hombre ya mayor sin ganas, ascendido por la dictadura gracias a los méritos contraídos con la patronal textil catalana como procurador de pistoleros amarillos. Así que el caso fue rodando por la pirámide del escalafón policial hasta detenerse en la mesa del joven, voluntarioso y trabajador inspector Crescencio Echegaray.

Apremiado por tantos peldaños superiores puso manos en la investigación sin dilación, dejando sobre el destartalado escritorio oficial el dossier sobre un anónimo asesino quien, sábado tras sábado, violaba y mataba a una cría en los barrios obreros más depauperados desde hacía ya más de dos angustiosos meses.

Se hizo acompañar de una pareja de guindillas y fue a presentarse, sin previo aviso como acostumbrada a hacer la policía, en el casón del marquesado del Fresno. Fue a recibirles una espléndida jovencita, y de aquel encuentro profesional surgiría la chispa incandescente del amor.

La resolución del presunto robo fue rápida y casi evidente desde el primer momento. Un caso, como tantos otros generado por la ignición de tan explosiva como lo es la mezcla de sexo y dinero. Al viejo le sacaba los cuarto un chulo de buena puta de lujo. Un tenientillo de muy preciosa estampa militar que más prefería jugarse los cojones en la cama que al calor del fuego granado y certero de los fusileros rifeños. El marqués, que ya desde joven vivía endeudado, y de mayor justo mal pagando los intereses a los pocos usureros que todavía se atrevían a financiar sus famosísimas juergas, no era capaz de afrontar el chantaje del pimpollo hortera. Asustado por el aire de matón del oficial cobarde que ni siquiera respetaba su grado de coronel, temeroso de recibir un certero tiro de pistola en el entrecejo piloso o que las cartas pornográficas que enviaba a su amante se publicasen en uno de los muchos anónimos panfletos anti monárquicos que circulaban por la capital todavía de un reino, el viejo no tuvo mejor ocurrencia que la de fingir un robo. Esperaba obtener bastantes millones de pesetas de la venta del lienzo y del seguro que semanas anteriores hubo contratado con la mejor compañía del mundo, la británica Lloyd´s. Con el beneficio de latrocinio pagaría a un sicario para sacase de éste valle de lágrimas al puto teniente, y él, libre, podría fugarse a las américas con la bella hetaira. Los detectives de la aseguradora resolvieron el misterio en muy pocas horas y, caballerosamente, se lo ofrecieron en bandeja a la policía española. El ministro de la Gobernación cerró el caso quemando, personalmente, el expediente en la chimenea de su inmenso despacho oficial. El Ministro de la Guerra mandó publicar en el Boletín del Ejército la orden por la que el bravo teniente de salón quedaba destinado al recién creado Tercio de Extranjeros bajo el mando directo del comandante Franco. La puta de lujo lo fue hasta que días después del Alzamiento Nacional del 36 repartió sus innumerables réditos bien ganados a fuerza de contorsiones pelvis a las organizaciones obreras, yendo a continuación, fusil en mano, como miliciana de la FAI a esparcir amor libertario y gonorrea por las trincheras de la sierra de Madrid.

Doña María del Carmen Pérez de Ayala y Ramírez de la Piscina, como gustaba llamar al único fruto legítimo de sus numerosos amores el padre calavera, incluso en la intimidad del hogar, era una muchachita moderna. Tuvo el antojo de estudiar medicina en París, pero hubo de conformarse con fumar, a escondidas, pitillos liados de picadura alquitranada, beber anís en el excusado y escribir versos arrítmicos que ella presumía de bellezas preciosistas modernistas.

Por la tardes, si ni tenia servicio lo que en muy raras ocasiones acontecía, iba al encuentro de la belleza juvenil, no quedando jamás en los aledaños del casón aristocrático, pues el licencioso padre tenía para ella mejores pretensiones que casarla con un gris y anodino inspector de una policía muy devaluada socialmente. Carmen era feliz, aunque para nada enamorada de aquel vasco navarro tan apuesto, pulcro y ademanes tan naturales con caballerescos. Más bien tonteaba, con coquetería melindrosa y pastelona, buscando el él lo prohibido, pero protegida por la moderación y seguridad que emanaba de aquel chico tan maduro como excesivamente formal.

Crescencio era muy alto, delgado en extremo. Su apodo en Gallarta era “el chopo”. Rasurado con el apuro casi maniático lampiño, el cabello rubio ceniza muy corto, a lo alemán, de ojos azules navarros, de los de tanto mirar al cielo, amante del ejercicio físico en paseos interminables a muy buen ritmo, había naturalmente bien moldeado el cuerpo. La exquisita educación formada en el colegio internado bilbaíno de los jesuitas hacía que superase, con mucho, a la legión de falsos dandis que pululaban entre las clase pudientes madrileñas a la caza de buena esposa que les fuese a garantizar, de poder vida, vegetar a cuenta de las rentas aportadas por consorte fiel y sumisa. Vestía siempre, invierno y verano, de servicio o asueto, de traje y corbata, gastando buenos duros de plata en baños públicos y colonias varoniles británicas. Buena, culta y agradable conversación, sin llegar a la estupidez pedante de los presuntos sabiondos de muy escasos recorridos librescos. Visitaba las bibliotecas, ateneos y también la “Casa del Pueblo” como otros, demasiados, lo hacían en tabernas, prostíbulos y casas de naipe ilegal. Suscrito a varias revistas británicas en las que buscaba, más que profundizar en el conocimiento de los artículos allí publicados el perfeccionar el dominio sobre la lengua inglesa. Empeño idiomático contra natura afrancesada en moda en las élites españolas de un país agonizante. En el rocambolesco y vergonzante caso del robo en la casa del Marqués del Fresno dejó estupefactos a la cúpula policial al ser el único, de toda la plantilla policial y ministerial madrileña, en ser capaz de mantener una más que fluida conversación con los detectives a España desplazados por la más afamada aseguradora del mundo. Destreza y conocimiento personal, fruto de muchas horas de estudio, de noches en vela sintonizando, en la onda corta de su radio de galena, emisoras inglesas, en especial la BBC, que para nada añadieron valor, y sí cainita envidia hacia su persona entre inspectores, comisarios, subsecretarios e incluso la inquina del Ministro de la Gobernación.

Carmen era quien tomaba la iniciativa en los escarceos amorosos, que poco a poco iban tomando el cariz de una irresistible atracción sexual que la muchacha era incapaz de contener y siquiera modular, Crescencio respondía al natural impulso de la juventud, pero sin poner en ello ni un átomo de alma. Aquella preciosidad penetró en su cerebro a través únicamente de los sentidos, pero percibieron, con pena, que le unía a tal perfección física.

Sus intereses vitales eran absolutamente divergentes. Él, desde niño, fue guiado por el duende maravilloso de la curiosidad que le empujaba a ir conociendo una mundo que se antojaba tan misterioso como maravilloso, y cuyas reglas de funcionamiento biológico y psicosocial eran un como un dédalo atrayente. Para ella el universo se reducía a la angostura de la zona matritense en la que nació y fue educada, terror y pánico inconfesable llegaba a provocarle novedades y cambios que siquiera cuestionasen el confort decadente que le procuraba una vida tan monótona como estéril. Estatus anclado ya no tan firmemente en la tradición de que todo fuese como fue, inalterable, salvo para adoptar las comodidades que el desarrollo tecnológico imparable ofrecía, también en exclusiva, para los mayores, los señores, los gerifaltes de antaño por todos los siglos venideros. Carmen escuchaba, horas y horas, en una moderno y caro receptor fabricado en una Alemania que empezaba a teñirse del marrón criminal nacional socialista, emisoras norteamericanas que lanzaban a las ondas el ritmo más original jamás interpretado: el negro jazz. Crescencio, más habituado a los bailes y romerías vascas, gustaba de acercarse a las populosas verbenas, donde parte del pueblo se disfrazaba a la manera ideal de los personajes goyescos de grabados, tapices y lienzos de aquel maestro aragonés que dejó de oír cuando bayonetas y navajas se cruzaron regando de sangre las Españas. La muchacha escribía versos tan empalagosos como los dulces que en casa preparaba, domingos y fiestas de guardar, la vieja cocinera para que el tocino cardenal sintiese hallarse en el cielo. El inspector anotaba tanto lo más relevante del quehacer profesional, las luchas e insidias internas entre policías y políticos, retazos de conversaciones que significativas le parecían escuchadas, sin quererlo, en tabernas y figones, o lo que la prensa publicaba, quizás inconscientemente, alterando los ánimos crispados de una sociedad en la que tantas y seculares desigualdades insoportables no podían dirimirse más que en cainita baño de sangre en unos cuadernos que escrupulosamente guardaba, con celo, sin más pretensiones que volver a releerlos algún lejano día en paz.

La chica, acosada por incendiario fuego uterino volcánico, deseaba, con todas las fuerzas animales de su naturaleza, aquel cuerpo del que no estaba enamorada. Ciega por la pasión comenzó a padecer el delirio de celos psicóticos, viendo en cada mujer una rival que pugnaba por arrebatarle hombre tan bien formado. Perdió la razón acosando a un joven incapaz de entender y empatizar con la terrible tortura que estaba sufriendo la novia a la que no amaba.

La tensión fue en aumento. Carmen, incapaz de controlarse, de aplacar al demonio criminal de la sospecha injustificada, llegó al extremos de intentar un suicidio. Apelación más dirigida a su invidente amor carnal que al propósito de quitarse la vida. Fue a cortar, muy superficialmente, la aterciopelada piel que cubría las venas de una muñeca esculpida por la divinidad, prorrumpiendo a la vez en tal llanto qué, a los pocos segundos, el numeroso y mal pagado servicio a gritos desaforados demandaba a otros auxilio. Muy cerca moraba un viejo doctor ya apartado de la profesión, más por la edad que por merma de facultades fue quien vendó heridas y escuchó, pacientemente, el quejido del alma de aquella mujercita fatalmente desesperada. Sabio en la experiencia después de tantos años de curar cuerpos y también dolencias del alma, el buen médico fue a platicar, serenamente, con el hombre que literalmente, sin buscarlo ni quererlo, arrebató el seso a tan emocionalmente insana mujer, por no apagar el ardor enfermizo e infantilmente caprichos de algo que jamás llegaría a mudar en amor.

Crescencio, acostumbrado a la dureza y amor sincero, sin alharacas, de las sufridas mujeres trabajadoras de la minas del norte, no fue capaz de asimilar reacciones tan pueriles propias de desocupadas, caprichosas, egotistas y alucinadas hijas de las clases privilegiadas.

Solicitó, sin mucha convicción, el traslado a su tierra natal. Bien conocía que harto difícil lo tenía ya que el cuerpo policial necesitaba de todos los efectivos posibles en la capital del reino al servicio de una dictadura que se venía abajo, presagiando con su hundimiento el fin abrupto de la monarquía.

Dos semanas después pisaba, por primera vez, la estación ferroviaria del Norte en aquella ciudad de la que se decía no había más que curas y militares. El marqués impulsó la orden emitida por el ministro de la Gobernación, mandó a su hija a Paris donde la fue a embarazar un príncipe ruso exilado que trabajaba, como portero de noche, en un hotel de mala muerte en el barrio latino de la capital del mundo. El eterno sueño aristocrático de perpetuar la especie de los primus, mejorando siempre el cruce de linajes, se cumplió. Una niña que no heredaría ni el legendario título nobiliario español ni tampoco el principado estepario ruso. La tosferina se la llevó, por falta de cuidados médicos que sus padres no pudieron pagar, al limbo del que tan pocos días antes había partido. Carmen haría fortuna en el mundo de la farándula. Poca voz y físico espectacular clave lo serían de un éxito tan sorprendente como fulgurante. El pobre cancerbero, ebrio de absenta, fuera a darse un tiro en el gallinero del teatro donde el público parisino más chic contemplaba a una exótica cantante que obnubilaba sentidos masculinos y provocaba envidias, no muy bien disimuladas, de damas no tan naturalmente agraciadas. El príncipe sin fortuna fue inhumado en fosa común cubierto de higiénica cal viva, sin siquiera responso ortodoxo como consuelo para quien al infierno marchaba por quitarse la vida, privilegio solo de Dios. La multimillonaria tonadillera también acabaría sus días a consecuencia del plomo de arma de fuego. Una ráfaga de subfusil británico de marca Stein segó su vida en la cama, y la de su amante, un oficial de las SS alemanas. Quien apretó el gatillo un miembro de la Resistencia francesa, un maqui, un comunista español.

Pronto se hizo el inspector Crescencio Echegaray a la vida tranquila y rutinaria de la ciudad levítica, que miraba más hacia el interior que a la mar. El puerto tuvo su importancia siglos atrás, pero cuando se empezaron a explotar las minas férricas de Vizcaya quedó relegado a un espacio pesquero de bajura, que poco a poco se mermó hasta no quedar casi rastro de la explotación del mar sino como testimonio vivo, pero agónico, por muy pocas y pobres familias que, inexplicablemente, se aferraban al oficio de sus mayores.

La ciudad tuvo su tiempo de gloria inmortal en los tiempos del Emperador don Carlos V de Alemania y primero de las Españas, dejando, como huella imperecedera, para un historia y olvidada, múltiples escudos de un águila bicéfala que puso bajo sus garras de la espada y la fe a Europa entera. Blasones borgoñones que coronaban Iglesias, palacios de inconfundible corte renacentista y magníficos sepulcros en la vieja catedral que quienes fueron los notables sobresalientes en un siglo donde España sería el centro del mundo católico. En uno de aquellos magníficos edificios que asombraban a los pocos visitantes foráneos quienes por sus calles paseaban incrédulos, y nada importaba a los naturales, fue a recibir noticia un flamenco que había sido elegido Papa de la Cristiandad.

Paisaje urbano de inconfundibles trazas medievales, cuyo epicentro se asentaba sobre una colina de suave pendiente que terminaba en meseta sobre la que se elevó, en el centro, una imponente catedral y en derredor suyo estrechas calles nominadas por lo gremiales oficios que albergaban. Extramuros quedaban los judíos, de los que sí su presencia era recordada, después de la católica expulsión, por topónimos e incluso municipal discreto monolito señalando el lugar donde estuvo el cementerio de los deicidas.

Los notables, ya en época de la Restauración, dieron freno consciente al crecimiento y desarrollo de la ciudad, impidiendo que el nudo ferroviario más importante del norte cantábrico fuese a ubicarse en la urbe donde halló placer y vergüenza Pepe Botella. Miedo a lo nuevo, a la emigración, a las fábricas, al desorden social, a que se fracturase el ritmo lento y cadencioso que acompasaba a una sociedad que las elites no dudaban en calificar de moderna Atenas.

La ubicación del Seminario, primero sobre la antigua cresta de la colina medieval, siglos después trasladado a un imponente edificio en las afueras, que dejaba constancia arquitectónica del número generoso de vocaciones que las tierras norteñas daban, hicieron que el paisaje urbano fuese tintado por las disciplinadas filas interminables de seminaristas que paseaban, en perfecta formación eclesiástica, por su calles.

Centro neurálgico de operaciones militares dinásticas contra los siempre levantiscos carlistas vasco navarros, la ciudad fue rodeada, perimetralmente, por demasiados acuartelamientos de todas las armas del ejército, destacando entre ellos el laureado de Flandes, reminiscencia viva de las glorias que, a base de sangre española, dieron fama a los temidos Tercios Viejos de los grandes Austrias.

Curas y militares, seminaristas y soldados de quintas, canónigos y oficiales, general y obispo comandaban la ciudad en perfecta armonía con una élite culta y extremadamente conservadora en las formas sociales, liberal en lo político, manteniendo a raya a ultramontanos legitimistas e incipientes socialistas.

A pesar del empeño de los notables la industrialización allí llegó, más tarde que Vizcaya, mucho antes que en la gran parte de España. Dos fábricas copaban el empleo obrero, una de maquinaria agrícola tecnológicamente muy avanzada, la otra una fundición especializada en producir grandes y muy complicadas piezas de hierro.

Tampoco era ajena aquella Atenas a los vaivenes de la inestabilidad social y política, aunque mucho más atenuados y controlados que en las urbes más pobladas del país. Cada opción política tenía un conocido y público local de reunión y socialización fraterna. Muchos de aquellos sitios eran cafés y tabernas, exceptuando los socialistas, que lo hacían en lo que denominaban “Casas del Pueblo”, espacio físico que pretendía ser un microcosmos expansivo, espejo de cómo se organizaría su social ideal, templos laicos que en algo asemejaban a lugares místicos de primigenios y ascetas cristianos.

La delincuencia era un fenómeno extraordinario y casi desconocido. La policía vegetaba mientras serenos y guindillas municipales se las veían con borrachines, canta mañanas, carteristas de poca monta y algún que otro incontinente blasfemo. Los hombre de la secreta eran conocidos y procuraban no alterar la paz de la ciudad irrumpiendo, como norma lo era en otras capitales, en clubs políticos o sindicales sino eran demandados para ello directamente desde el Ministerio.

Crescencio Echegaray se detuvo a la entrada del casco urbano, dejando atrás la infinidad de pequeñas huertas que ocupaban el espacio desde allí hasta el Seminario que cuarto de hora atrás acababa de dejar. Casi diminutas explotaciones en suelo municipal que tenían como misión soportar las débiles economías de la mayor parte de los vecinos. A la sombra de una gigantesca higuera fue a cobijarse de la solina bochornosa en inmisericorde de aquella interminable tarde que pugnaba por permanecer viva frente a la próxima incursión de la noche. Una suave brisa del siempre fiel viento del norte presagiaba el inminente descenso brusco de la temperatura. En la noche podría descansar plácidamente dejando un pequeño resquicio en la ventana del parco dormitorio, dejando paso libre a la suavidad mecedora que en la madrugada haría necesaria la cobertura de ligera manta.

Miró su reloj de pulsera, una moderna máquina suiza perfecta, un precioso y elegante Omega, único recuerdo y regalo que siempre conservaría de un amor que no lo fue en su vida madrileña. Con cierta melancolía nostálgica rememoró el rostro preciosamente bello de Carmen, cuya voz escuchaba, de cuando en cuando, salir misteriosamente de la vieja radio de galena o quien veía, en el culmen de la belleza, triunfando en los más prestigiosos teatros de todo el mundo. No faltaban más allá de cinco minutos para que diesen las ocho, tiempo del todo suficiente para entrar en la “Casa de Juan”, puntual y exacto, como a él le gustaba, para participar en la cotidiana tertulia arropado con unas cuantas cañas de deliciosa fría cerveza elaborada en la ciudad, a la manera tradicional alemana, por un emigrante bávaro que vino a caer en España, dicen que huyendo de la miseria del 29.