La batalla de los Arapiles - Benito Pérez Galdós - E-Book

La batalla de los Arapiles E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

Los Episodios Nacionales es una serie de novelas de Benito Pérez Galdós. Novelizan la historia de España desde 1805 hasta 1880, incluyendo todos los acontecimientos relevantes del S.XIX en España y separándolos por capítulos, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración Borbónica, mezclando personajes reales con ficticios en una monumental obra de la literatura española. La batalla de los Arapiles es el décimo y último volumen de la primera serie.-

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Benito Perez Galdos

La batalla de los Arapiles

 

Saga

La batalla de los Arapiles

 

Copyright © 1870, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726485226

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

- I -

—5→

Las siguientes cartas, supliendo ventajosamente mi narración, me permitirán descansar un poco.

Madrid, 14 de marzo.

Querido Gabriel: Si no has sido más afortunado que yo, lucidos estamos. De mis averiguaciones no resulta hasta ahora otra cosa que la triste certidumbre de que el comisario de policía no está ya en esta corte, ni presta servicio a los franceses, ni a nadie como no sea al demonio. Después de su excursión a Guadalajara, pidió licencia, abandonó luego su destino, y al presente nadie sabe de él. Quién le supone en Salamanca, su tierra natal, quién en Burgos o en Vitoria, y algunos aseguran que ha pasado a Francia, antiguo teatro de sus criminales aventuras. ¡Ay, hijo mío, para qué habrá hecho Dios el mundo tan grande, —6→ tan sumamente grande, que en él no es posible encontrar el bien que se pierde! Esta inmensidad de la creación sólo favorece a los pillos, que siempre encuentran donde ocultar el fruto de sus rapiñas.

Mi situación aquí ha mejorado un poco. He capitulado, amigo mío; he escrito a mi tía contándole lo ocurrido en Cifuentes, y el jefe de mi ilustre familia me demuestra en su última carta que tiene lástima de mí. El administrador ha recibido orden de no dejarme morir de hambre. Gracias a esto y al buen surtido de mi antiguo guarda-ropas, la pobre condesa no pedirá limosna por ahora. He tratado de vender las alhajas, los encajes, los tapices y otras prendas no vinculadas; pero nadie las quiere comprar. En Madrid no hay una peseta, y cuando el pan está a catorce y diez y seis reales, figúrate quién tendrá humor para comprar joyas. Si esto sigue, llegará día en que tenga que cambiar todos mis diamantes por una gallina.

Para que comprendas cuán glorioso porvenir aguarda a mi histórica casa, uno de los astros más brillantes del cielo de esta gran monarquía, me bastará decirte que el pleito entre nuestra familia y la de Rumblar se ha entablado ya, y la cancillería de Granada ha dado a luz con este motivo una montaña de papel sellado, que, si Dios no lo remedia, crecerá hasta lo sumo y nuestros nietos veranla con cimas más altas que las de la misma Sierra Nevada. La de Rumblar se engolfa con delicia en este mar de jurisprudencia. Me parece que la —7→ veo. Convertiría el linaje humano en jueces, escribas, alguaciles y roe-pandectas para que todo cuanto respira pudiese entender en su cuita.

El licenciado Lobo, que frecuentemente me visita con el doble objeto de ilustrarme en mi asunto y de pedirme una limosna (hoy en Madrid la piden los altos servidores del Estado), me ha dicho que en el tal pleito hay materia para un ratito, es decir, que no pasará un par de siglos mal contados sin que la sala de su sentencia o un auto para mejor proveer, que es el colmo de las delicias. Me asegura también el susodicho Lobo, que si nos obstinamos en transmitir a Inés los derechos mayorazguiles, es fácil que perdamos el litigio dentro de algunos meses, pues para perder no es preciso esperar siglos. Las informalidades que hubo en el reconocimiento y la indiscreción de mi pobre tío, que ya bajó al sepulcro, ponen a nuestra heredera en muy mala situación para reclamar su mayorazgo. Nuestro papel se reduce hoy, según Lobo, a reclamar la no transmisión del mayorazgo a la casa de Rumblar, fundándonos en varias razones de posesióncivilísima, agnación rigurosa, masculinidad nuda, emineidad, saltuario, con otras lindas palabras que voy aprendiendo para recreo de mi triste soledad y entretenimiento de mis últimos días.

Mi tía dice que yo tengo la culpa de este desastre y cataclismo en que va a hundirse la más gloriosa casa que ha desafiado siglos y afrontado el desgaste del tiempo, sin criar —8→ hasta ahora ni una sola carcoma, y funda su anatema en mi oposición al proyectado himeneo de nuestro derecho con el derecho de los Rumblar. Verdaderamente no carece de razón mi tía, y sin duda se me preparan en el purgatorio acerbos tormentos por haber ocasionado con mi tenacidad este conflicto.

Esta carta te la envío a Sepúlveda. Creo que serán infructuosas tus pesquisas en todo el camino de Francia hasta Aranda. Procura ir a Zamora. Yo sigo aquí mis averiguaciones con ardor infatigable; y demostrando gran celo por la causa francesa, he adquirido conocimiento con empleados de alta y baja estofa, principalmente de policía pública y secreta.

Si te unes a la división de Carlos España, avísamelo. Creo que conviene a tu carrera militar el abandonar a esos feroces guerrilleros; más por Dios no pases al ejército de Extremadura. Creo que de ese lado no vendrá la luz que deseamos; sigue en Castilla mientras puedas, hijo mío, y no abandones mi santa empresa. Escríbeme con frecuencia. Tus cartas y el placer que me causa contestarlas son mi único consuelo. Me moriría si no llorara y si no te escribiera.

22 de marzo.

No puedes figurarte la miseria espantosa que reina en Madrid. Me han dicho que hoy está la fanega de trigo a 540 reales. Los ricos pueden vivir, aunque mal; pero los pobres se mueren por esas calles a centenares sin que sea posible aliviar su hambre. Todos los arbitrios —9→ de la caridad son inútiles, y el dinero busca alimentos sin encontrarlos. Las gentes desvalidas se disputan con ferocidad un troncho de col, y las sobras de aquellos pocos que tienen todavía en su casa mesa con manteles. Es imposible salir a la calle, porque los espectáculos que se ofrecen a cada momento a la vista causan horror y desconfianza de la Providencia infinita. Vense a cada paso los mendigos hambrientos, arrojados en el arroyo, y en tal estado de demacración que parecen cadáveres en que ha quedado olvidado un resto de inútil y miserable vida. El lodo y la inmundicia de las calles y plazuelas les sirven de lecho, y no tienen voz sino para pedir un pan que nadie puede darles.

Si la policía se lo permitiera, maldecirían a los franceses, que tienen en sus almacenes copioso repuesto de galleta, mientras la nación se muere de hambre. Dicen que de Agosto acá se han enterrado veinte mil cuerpos, y lo creo. Aquí se respira muerte; el silencio de los sepulcros reina en Platerías, en San Felipe y en la Puerta del Sol. Como han derribado tantos edificios, entre ellos Santiago, San Juan, San Miguel, San Martín, los Mostenses, Santa Ana, Santa Catalina, Santa Clara y bastantes casas de las inmediatas a palacio, las muchas ruinas dan a Madrid el aspecto de una ciudad bombardeada. ¡Qué desolación, qué tristeza!

Los franceses se pasean, alegres rollizos por este cementerio, y su policía mortifica de un modo cruel a los vecinos pacíficos. No se permiten grupos en las calles, ni —10→ pararse a hablar, ni mirar a las tiendas. A los tenderos se les aplica una multa de 200 ducados si permiten que los curiosos se detengan en las puertas o vidrieras, de modo que a cada rato los pobres horteras tienen que salir a apalear a sus parroquianos con la vara de medir.

Ayer dispuso el rey que hubiese corrida de toros para divertir al pueblo: ¡qué sarcasmo! Me han dicho que la plaza estaba desierta. Figúrome ver en el redondel a media docena de esqueletos vestidos con el traje bordado de plata y oro, y más deseosos de comerse al toro que de trastearlo. Asistió José, que de este modo piensa ganar la voluntad del pueblo de Madrid.

Dícese que se trata de reunir Cortes en Madrid, no sé si también para divertir al pueblo. Azanza, ministro de Su Majestad Bonaparciana, me dijo que así levantarían un altar frente a otroaltar. Creo que el retablo de aquí no tendrá tantos devotos como el que dejamos en Cádiz.

Ahora dicen que Napoleón va a emprender una guerra contra el emperador de todas las Rusias. Esto será favorable a España, porque sacarán tropas de la península, o al menos no podrán reparar las bajas que continuamente sufren. Veo la causa francesa bastante malparada, y he observado que los más discretos de entre ellos no se hacen ya ilusiones respecto al resultado final de esta guerra.

De nuestro asunto ¿qué puedo decir que no sea triste y desconsolador? Nada, hijo mío, —11→ absolutamente nada. Mis indagaciones no dan resultado alguno, no he podido adquirir ni la más pequeña luz, ni el más ligero indicio. Sin embargo, confío en Dios y espero. Dirijo esta carta a Santa María de Nieva, que es lo más seguro.

1º de abril.

Poco o nada tengo que añadir a mi carta de 22 de Marzo. Continúo en la oscuridad; pero con fe. ¡Cuánta se necesita para permanecer en Madrid! Esto es un purgatorio por la miseria, la soledad, la tristeza, y un infierno por la corrupción, las violencias e inmoralidades de todo género que han introducido aquí los franceses. Yo no creo, como la mayoría de las gentes, que nuestras costumbres fueran perfectas antes de la invasión; pero entre aquel recatado y compungido modo de vivir y esta desvergonzada licencia de hoy, es preferible a todas luces lo primero. La policía francesa es un instituto de cuya perversidad no se puede tener idea, sino viviendo aquí y viendo la execrable acción de esta máquina, puesta en las más viles manos.

Multitud de comisarios y agentes, escogidos entre la hez de la sociedad, se encargan de atrapar a los individuos que se les antoja y almacenarlos en la cárcel de villa, sin forma de juicio, ni más guía que la arbitrariedad y la delación. El motivo aparente de estas tropelías es la complicidad con los insurgentes; pero los malvados de uno y otro bando se dan buena maña para utilizar esta nueva Inquisición —12→ que hará olvidar con sus gracias las lindezas de la pasada. Todo aquel que quiere deshacerse de una persona que le estorba, encuentra fácil medio para ello, y aun ha habido quien, no contentándose con ver emparedado a su enemigo, le ha hecho subir al cadalso. Se cuentan cosas horribles, que me resisto a darles crédito, entre ellas la maldad de una señora de esta corte, que, mal avenida con su esposo le delató como insurgente y despacharon la causa en cosa de tres días, lo necesario para ir de la callejuela del Verdugo a la plaza de la Cebada. También se habla de un tal Vázquez, que delató a su hermano mayor, y de un tal Escalera que subió la del patíbulo por intrigas de su manceba.

Hay unaJunta criminal que inspira más horror que los jueces del infierno. Los hombres bajos que la forman condenan a muerte a los que leen los papeles de los insurgentes, a losempecinados, que aquí llaman madripáparos, y a todo ser sospechoso de relaciones con los espías, ladrones,asesinos, bandoleros, cuatreros y... tahures, a quienes llamáis vosotros guerrilleros o soldados de la patria.

Una de las cosas más criticadas a los franceses, además de su infame policía, es la introducción de los bailes de máscaras. En esto hay exageración, porque antes que tales escandalosas reuniones fuesen instituidas en nuestro morigerado país, había intrigas y gran burla de vigilancia de padres y maridos. Yo creo que las caretas no han traído acá todos los pecados grandes y chicos que se les atribuyen. —13→ Pero la gente honesta y timorata brama contra tal novedad, y no se oye otra cosa sino que con los tapujos de las caras ya no hay tálamo nupcial seguro, ni casa honrada, ni padre que pueda responder del honor de sus hijas, ni doncella que conserve su espíritu libre y limpio de deshonestos pensamientos. Creo que no es justa esta enemiga contra las caretas, más cómodas aunque no más disimuladoras que los antiguos mantos, y tengo para mí que muchas personas hablan mal de las reuniones de máscaras porque no las encuentran tan divertidas ni tan oscuritas como las verbenas de San Juan y San Pedro.

Pero la novedad que más indignada y fuera de sus casillas trae a esta buena gente, es un juego de azar llamado la roleta, donde parece baila el dinero que es un gusto. Los franceses son Barrabás para inventar cosas malas y pecaminosas. No respetan nada, ni aun las venerandas prácticas de la antigüedad, ni aun aquello que forma parte desde remotísimas edades, de la ejemplar existencia nacional. Lo justo habría sido dejar que los padres y los hijos de familia se arruinaran con la baraja, siguiendo en esto sus patriarcales y jamás alteradas costumbres, y no introducir roletas ni otros aparatos infernales. Pero los franceses dicen que la roleta es un adelanto con respecto a los naipes, así como la guillotina es mejor que la horca, y la policía mucho mejor que la Inquisición.

Lo peor de esto es que, según dicen, la tal endemoniada roleta, no sólo es consentida por —14→ el gobierno francés, sino de su propiedad, y para él son las pingües ganancias que deja. De este modo los franceses piensan embolsarse el poco dinero que han dejado en nuestras arcas.

No concluiré sin ponerte al corriente de un proyecto que tengo, y que, realizado, me parece ha de ser más eficaz para nuestro objeto que todas las averiguaciones y búsquedas hechas hasta ahora. El plan, hijo mío, consiste en interesar al mismo José en favor mío. Pienso ir a palacio, donde seré recibida por el señor Botellas, el cual no desea otra cosa y ve el cielo abierto cuando le anuncian que un grande de España quiere visitarle. Hasta ahora he resistido todas las sugestiones de varios personajes amigos míos que se han empeñado en presentarme al Rey; pero pensándolo mejor, estoy decidida a ir a la corte. En Diciembre del 8 traté a los dos Bonaparte, y las bondades que encontré en José me hacen esperar que no será inútil este paso que doy, aun a riesgo de comprometerme con una causa que considero perdida. Adiós: te informaré de todo.

22 de abril.

He estado en palacio, hijo mío, y me he prosternado ante esa católica majestad de oropel, a quien sirven unos pocos españoles, moviéndose bulliciosamente para parecer muchos. Si yo dijera a cualquier habitante de Madrid que José I, conocido aquí por el tuerto, o por PepeBotellas, es una persona amable, discreta, tolerante, de buenas costumbres, y —15→ que no desea más que el bien, me tendrían por loca o quizás por vendida a los franceses.

Recibiome Copas con gozo. El buen señor no puede ocultarlo cuando alguna persona de categoría da, al visitarle, una especie de tácito asentimiento a su usurpación. Sin duda cree posible ser dueño de España conquistando uno a uno los corazones. Habrías de ver su diligencia y extremado empeño de hacer cumplidos. Cierto es que su etiqueta es menos severa y finchada que la de nuestros reyes, sin perder por eso la dignidad, antes bien aumentándola. Habla hasta con familiaridad, se ríe, también se permite algunas gentilezas galantes con las damas, y a veces bromea con cierta causticidad muy fina, propia de los italianos. El acento extranjero es el único que afea su palabra. Confunde a menudo su lengua natal con la nuestra y hay ocasiones en que son necesarios grandes esfuerzos para no reír.

Su figura no puede ser mejor. José vale mucho más que el barrilete de su hermano. Poco falta a su rostro grave y expresivo para ser perfecto. Viste comúnmente de negro, y el conjunto de su persona es muy agradable. No necesito decirte que cuanto hablan las gentes por ahí sobre sus turcas, es un arma inventada por el patriotismo para ayudar a la defensa nacional. José no es borracho. También se cuentan de él mil abominaciones referentes a vicios distintos del de la embriaguez; pero sin negarlos rotundamente, me resisto a darles crédito. En resumen, Botellas (nos hemos acostumbrado de tal manera a darle —16→ este nombre, que cuesta trabajo llamarle de otra manera) es un rey bastante bueno, y al verle y tratarle, no se puede menos de deplorar que lo hayan traído, en vez del nacimiento y el derecho, la usurpación y la guerra.

Sus partidarios aquí son pocos, tan pocos, que se pueden contar. Esta dinastía no tiene más súbditos leales que los ministros y dos o tres personas colocadas por ellos en altos puestos. Estos españoles que le sirven parecen víctimas humilladas y no tienen aquel aire triunfador y vanaglorioso que suelen tomar aquí los que por méritos propios o ajeno favor se elevan dos dedos sobre los demás. Viven o avergonzados o medrosos, sin duda porque prevén que el lord ha de dar al traste con todo esto. Algunos, sin embargo, se hacen ilusiones y dicen que tendremos Botellas, Azumbres y Copas por los siglos de los siglos.

No pertenece a estos Moratín, el cual está más triste y más pusilánime que nunca. Ya no es secretario de la interpretación de lenguas, sino bibliotecario mayor, cargo que debe de desempeñar a maravilla. Pero él no está contento; tiene miedo a todo, y más que a nada a los peligros de una segunda evacuación de la Corte por los franceses. Me ha dicho que el día en que cayese el poder intruso no daría dos cuartos por su pellejo; pero creo que su hipocondría y pésimo humor, entenebreciendo su alma, le hacen ver enemigos en todas partes. Está enfermo y arruinado; mas trabaja algo, y ahora nos ha dado La escuela de los maridos, traducción del francés. Ni la he —17→ visto representar ni he podido leerla, porque mi espíritu no puede fijarse en nada de esto.

Moratín viene a verme a menudo con su amigo Estala, el cual es afrancesado rabioso y ardiente, como aquel lo es tímido y melancólico. Aquí no pueden ver a Estala, que publica artículos furibundos en El Imparcial, y hace poco escribió, aludiendo a España, que los que nacenen un país de esclavitud no tienen patria sino en el sentido en que la tienen los rebaños destinadospara nuestro consumo. Por esto y otros atroces partos de su ingenio que publica la Gaceta, es aborrecido aún más que los franceses.

Máiquez sigue en el Príncipe, y como José ha señalado a su teatro 20.000 reales mensuales para ayuda de costa, le tachan también de afrancesado. Ahora, según veo en el diario, dan alternativamente el Orestes, La mayor piedad de Leopoldo el Grande y una mala comedia arreglada del alemán, y cuyo título es Ocultar, de honor movido, al agresor el herido.

El teatro está, según me dicen, vacío. La pobre Pepilla González, de quien no te habrás olvidado, se muere de miseria, porque no pudiendo representar, a causa de una enfermedad que ha contraído, está sin sueldo, abandonada de sus compañeros. Lo estaría de todo el mundo, si yo no cuidase de enviarle todos los días lo muy preciso para que no expire. Pepilla, el venerable padre Salmón y mi confesor, Castillo, son las únicas personas a quienes puedo favorecer, porque el estado de mi hacienda y la carestía de las subsistencias no me —18→ permiten más. Te asombrará saber que los opulentos padres de la Merced necesiten de limosnas para vivir: pero a tal situación ha llegado la indigencia pública en la corte de España, que los más gordos se han puesto como alambres.

De intento he dejado para el fin de mi carta nuestro querido asunto, porque quiero sorprenderte. ¿No has adivinado en el tono de mi epístola que estoy menos triste que de ordinario? Pero nada te diré hasta que no tenga seguridad de no engañarte. Refrena tu impaciencia, hijo mío... Gracias a José, se me han suministrado algunos datos preciosos, y muy pronto, según acaba de decirme Azanza, este resplandor de la verdad será luz clara y completa. Adiós.

21 de mayo.

Albricias, querido amigo, hijo y servidor mío. Ya está descubierto el paradero de nuestro verdugo. ¡Benditos sean mil veces José y esa desconocida reina Julia, cuyo nombre invoqué para inclinarle en mi favor! Santorcaz no ha pasado todavía a Francia. Desde aquí, querido mío, considerándote en camino hacia Occidente, puedo decirte como a los niños cuando juegan a la gallina ciega: «Que te quemas». Sí, chiquillo, alarga la mano y cogerás al traidor. ¡Cuántas veces buscamos el sombrero y lo llevamos puesto! Aquello que consideramos más perdido está comúnmente más cerca. La idea de que esta carta no te encuentre ya en Piedrahíta me espanta. Pero Dios no puede sernos tan desfavorable y tú recibirás —19→ este papel; inmediatamente marcharás hacia Plasencia, y valido de tu astucia, de tu valor, de tu ingenio o de todas estas cualidades juntas, penetrarás en la vivienda del pícaro para arrancarle la joya robada que lleva siempre consigo.

¡Cuánto trabajo ha costado averiguarlo! Ha tiempo que Santorcaz dejó el servicio. Su carácter, su orgullo, su extravagancia, le hacían insoportable a los mismos que le colocaron. Por algún tiempo fue tolerado en gracia de los buenos servicios que presta, mas se descubrió que pertenecía a la sociedad de los filadelfos, nacida en el ejército de Soult, y cuyo objeto era destronar al Emperador, proclamando la república. Quitáronle el destino poco después de habernos robado a Inés, y desde entonces ha vagado por la Península fundando logias. Estuvo en Valladolid, en Burgos, en Salamanca, en Oviedo; mas luego se perdió su rastro, y por algún tiempo se creyó que había entrado en Francia. Finalmente, la policía francesa (la peor cosa del mundo produce algo bueno) ha descubierto que está ahora en Plasencia, bastante enfermo y un tanto imposibilitado de trastornar a los pueblos con sus logias y cónclaves revolucionarios. ¡Qué indignidad! ¡Los perdidos, los tunantes, los mentirosos y falsarios quieren reformar el mundo!... Estoy colérica, amigo mío, estoy furiosa.

El que ha completado mis noticias sobre Santorcaz es un afrancesado no menos loco y trapisondista que él, José Marchena, ¿le conoces? —20→ uno que pasa aquí por clérigo relajado, una especie de abate que habla más francés que español, y más latín que francés, poeta, orador, hombre de facundia y de chiste, que se dice amigo de madama Staël, y parece lo fue realmente de Marat, Robespierre, Legendre, Tallien y demás gentuza. Santorcaz y él vivieron juntos en París. Son hoy muy amigos, se escriben a menudo. Pero este Marchena es hombre de poca reserva y contesta a todo lo que le preguntan. Por él sé que nuestro enemigo no goza de buena salud, que no vive sino en las poblaciones ocupadas por los franceses, y que cuando pasa de un punto a otro, se disfraza hábilmente para no ser conocido. ¡Y nosotros le creíamos en Francia! ¡Y yo te decía que no fueras al ejército de Extremadura! Ve, corre, no tardes un solo día. El ejército del lorddebe de andar por allí. Te escribiré al cuartel general de D. Carlos España. Contéstame pronto. ¿Irás donde te mando? ¿Encontrarás lo que buscamos? ¿Podrás devolvérmelo? Estoy sin alma.

- II -

Cuando recibí esta carta, marchaba a unirme al ejército llamado de Extremadura, pero que no estaba ya en Extremadura, sino en Fuente Aguinaldo, territorio de Salamanca.

En Abril había yo dejado definitivamente —21→ la compañía de los guerrilleros para volver al ejército. Tocome servir a las órdenes de un mariscal de campo llamado Carlos Espagne, el que después fue conde de España, de fúnebre memoria en Cataluña. Hasta entonces aquel joven francés, alistado en nuestros ejércitos desde 1792, no tenía celebridad, a pesar de haberse distinguido en las acciones de Barca del Puerto, de Tamames, del Fresno y de Medina del Campo. Era un excelente militar, muy bravo y fuerte, pero de carácter variable y díscolo. Digno de admiración en los combates, movían a risa o a cólera sus rarezas cuando no había enemigos delante. Tenía una figura poco simpática, y su fisonomía, compuesta casi exclusivamente de una nariz de cotorra y de unos ojazos pardos bajo cejas angulosas, revueltas, movibles y en las cuales cada pelo tenía la dirección que le parecía, revelaba un espíritu desconfiado y pasiones ardientes, ante las cuales el amigo y el subalterno debían ponerse en guardia.

Muchas de sus acciones revelaban lamentable vaciedad en los aposentos cerebrales, y si no peleamos algunas veces contra molinos de viento, fue porque Dios nos tuvo de su mano; pero era frecuente tocar llamada en el silencio y soledad de la alta noche, salir precipitadamente de los alojamientos, buscar al enemigo que tan a deshora nos hacía romper el dulce sueño, y no encontrar más que al lunático España vociferando en medio del campo contra sus invisibles compatriotas.

Mandaba este hombre una división perteneciente —22→ al ejército de que era comandante general D. Carlos O'Donnell. Habíasele unido por aquel tiempo la partida de D. Julián Sánchez, guerrillero muy afortunado en Castilla la Vieja, y se disponía a formar en las filas de Wellington, establecido en Fuente Aguinaldo, después de haber ganado a Badajoz a fines de Marzo. Los franceses de Castilla la Vieja mandados por Marmont andaban muy desconcertados. Soult, operaba en Andalucía sin atreverse a atacar al lord y este decidió avanzar resueltamente hacia Castilla. En resumen, la guerra no tomaba mal aspecto para nosotros; por el contrario, parecía en evidente declinación la estrella imperial, después de los golpes sufridos en Ciudad-Rodrigo, Arroyomolinos y Badajoz.

Yo había recibido el empleo de comandante en Febrero de aquel mismo año. Por mi ventura mandé durante algún tiempo (pues también fui jefe de guerrillas) una partida que corrió el país de Aranda y luego las sierras de Covarrubias y la Demanda. A principios de Marzo tenía la seguridad de que Santorcaz no estaba en aquel país. Alargué atrevidamente mis excursiones hasta Burgos, ocupada por los franceses, entré disfrazado en la plaza, y pude saber que el antiguo comisario de policía había residido allí meses antes. Bajando luego a Segovia, continué mis pesquisas; pero una orden superior me obligó a unirme a la división de D. Carlos España.

Obedecí, y como en los mismos días recibiese la última carta de las que puntualmente —23→ he copiado, juzgué favor especial del cielo aquella disposición militar que me enviaba a Extremadura. Pero, como he dicho, Wellington, a quien debiera unirse España, había dejado ya las orillas del Tiétar. Nosotros debíamos salir de Piedrahíta para unirnos a él en Fuente Aguinaldo o en Ciudad-Rodrigo. De aquí se podía ir fácilmente a Plasencia.

Mientras con zozobra y desesperación revolvía en mi mente distintos proyectos, ocurrieron sucesos que no debo pasar en silencio.

- III -

Después de larguísima jornada durante la tarde y gran parte de una hermosísima noche de Junio, España ordenó que descansásemos en Santibáñez de Valvaneda, pueblo que está sobre el camino de Béjar a Salamanca. Teníamos provisiones relativamente abundantes, dada la gran escasez de la época, y como reinaba en el ejército muy buena disposición a divertirse, allí era de ver la algazara y alegría del pueblo a media noche cuando tomamos posesión de las casas, y con las casas, de los jergones y baterías de cocina.

Tocome habitar en el mejor aposento de una casa con resabios de palacio y honores de mesón. Acomodó mi asistente para mí una hermosa cama, y no tengo inconveniente en decir que me acosté, sí, señores, sin que nada —24→ extraordinario ni con asomos de poesía me ocurriese en aquel acto vulgar de la vida. Y también es cierto, aunque igualmente prosaico, que me dormí, sin que el crepúsculo de mis sentidos me impresionase otra cosa que la histórica canción cantada1 a media voz por mi asistente en la estancia contigua:

En el Carpio está Bernardo

y el Moro en el Arapil.

Como va el Tormes por medio,

non se pueden combatir.

Me dormí, y no se crea que ahora van a salir fantasmas, ni que los rotos artesonados o vetustas paredes de la histórica casa, ogaño palacio y hoy venta, se moverán para dar entrada a un deforme vestiglo, ni mucho menos a una alta doncella de acabada hermosura que venga a suplicar me tome el trabajo de desencantarla o prestarle cualquier otro servicio, ora del dominio de la fábula, ora del de las bajas realidades. Ni esperen que dueña barbuda, ni enano enteco, ni gigante fiero vengan súbito a hacerme reverencias y mandarme les siga por luengos y oscuros corredores que conducen a maravillosos subterráneos llenos de sepulturas o tesoros. Nada de esto hallarán en mi relato los que lo escuchan. Sepan tan sólo que me dormí. Por largo tiempo, a pesar de la profundidad del sueño, no me abandonó la sensación del ruido que sonaba en la parte baja de la casa. Las pisadas de los caballos retumbaban en mi cerebro con eco lejano, produciendo vibración semejante a las de un hondo temblor de tierra. Pero estos rumores cesaron poco a poco, —25→ y al fin todo quedó en silencio. Mi espíritu se sumergió en esa esfera sin nombre, en que desaparece todo lo externo, absolutamente todo, y se queda él solo, recreándose en sí propio o jugando consigo mismo.

Pero de repente, no sé a qué hora, ni después de cuántas horas de sueño, despertome una sensación singularísima, que no puedo descifrar, porque sin que fuese afectado ninguno de mis sentidos, me incorporé rápidamente diciendo: «¿quién está aquí?».

Ya despierto, grité a mi asistente:

-Tribaldos, levántate y enciende luz.

Casi en el mismo instante en que esto decía, comprendí mi engaño. Estaba enteramente solo. No había ocurrido otra cosa sino que mi espíritu, en una de sus caprichosas travesuras (pues esto son indudablemente las fantasmagorías del sueño) había hecho el más común de todos, que consiste en fingirse dos, con ilusoria y mentida división, alterando por un instante su eternal unidad. Este misterioso yo y túsuele presentarse también cuando estamos despiertos.

Pero si en mi alcoba nada ocurría de extraño fuera de mí, como lo demostró al entrar en ella Tribaldos alumbrando y registrando, algo ocurría en los bajos del edificio, donde el grave silencio de la noche fue interrumpido por fuerte algazara de gentes, coches y caballos.

-Mi comandante -dijo Tribaldos sacando el sable para dar tajos en el aire a un lado y otro-esos pillos no quieren dejarnos dormir —26→ esta noche. ¡Afuera, tunantes! ¿Pensáis que os tengo miedo?

-¿Con quién hablas?

-Con los duendes, señor -repuso-. Han venido a divertirse con usía, después que jugaron conmigo. Uno me cogía por el pie derecho, otro por el izquierdo, y otro más feo que Barrabás atome una cuerda al cuello, con cuyo tren y el tirar por aquí y por allí me llevaron volando a mi pueblo para que viese a Dorotea hablando con el sargento Moscardón.

-¿Pero crees tú en duendes?

-¡Pues no he de creer, si los he visto! Más paseos he dado con ellos que pelos tengo en la cabeza -repuso con acento de convicción profunda-. Esta casa está llena de sus señorías.

-Tribaldos, hazme el favor de no matar más mosquitos con tu sable. Deja los duendes y baja a ver de qué proviene ese infernal ruido que se siente en el patio. Parece que han llegado viajeros; pero según lo que alborotan, ni el mismo sir Arturo Wellesley con todo su séquito traería más gente.

Salió el mozo dejándome solo, y al poco rato le vi aparecer de nuevo, murmurando entre dientes frases amenazadoras, y con desapacible mohín en la fisonomía.

-¿Creerá mi comandante que son ingleses o príncipes viajantes los que de tal modo atruenan la casa? Pues son cómicos, señor, unos comiquillos que van a Salamanca para representar en las fiestas de San Juan. Lo menos conté ocho entre damas y galanes, y traen dos carros con lienzos pintados, trajes, coronas —27→ doradas, armaduras de cartón y mojigangas. Buena gente... El ventero les quiso echar a la calle; pero han sacado dinero y su majestad el Sr. Chiporro, al ver lo amarillo, les tratará como a duques.

-¡Malditos sean los cómicos! Es la peor raza de bergantes que hormiguea en el mundo.

-Si yo fuera D. Carlos España -dijo mi asistente demostrándome los sentimientos benévolos de su corazón- cogería a todos los de la compañía, y llevándoles al corral, uno tras otro, a toditos les arcabuceaba.

-Tanto, no.

-Así dejarían de hacer picardías. Pedrezuela y su endemoniada mujer la María Pepa del Valle, cómicos eran. Había que ver con qué talento hacía él su papel de comisionado regio y ella el de la señora comisionada regia. De tal modo engañaron a la gente, que en todos los pueblos por donde corrían les creyeron, y en el Tomelloso, que es el mío, y no es tierra de bobos, también.

-Ese Pedrezuela -dije, sintiendo que el sueño se apoderaba nuevamente de mí- fue el que en varios pueblos de la margen del Tajo condenó a muerte a más de sesenta personas.

-El mismo que viste y calza -repuso- pero ya las pagó todas juntas, porque cuando el general Castaños y yo fuimos a ayudar al lord en el bloqueo de Ciudad-Rodrigo, cogimos a Pedrezuela y a su mujercita y los fusilamos contra una tapia. Desde entonces, cuando veo un cómico, muevo el dedo buscando el gatillo.

—28→

Tribaldos salió para volver un momento después.

-Me parece que se marchan ya -dije advirtiendo cierto acrecentamiento de ruido que anunciaba la partida.

-No, mi comandante -repuso riendo-; es que el sargento Panduro y el cabo Rocacha han pegado fuego al carro donde llevan los trebejos de representar. Oiga mi comandante chillar a los reyes, príncipes y senescales al ver cómo arden sus tronos, sus coronas y mantos de armiño. ¡Cáspita; cómo graznan las princesas y archipámpanas! Voy abajo a ver si esa canalla llora aquí tan bien como en el teatro... El jefe de la compañía da unos gritos... ¿Oye, mi comandante?... Vuelvo abajo a verlos partir.

Claramente oí aquella entre las demás voces irritadas, y lo más extraño es que su timbre, aunque lejano y desfigurado por la ira, me hizo estremecer. Yo conocía aquella voz.

Levanteme precipitadamente y vestime a toda prisa; pero los ruidos extinguiéronse poco a poco, indicando que las pobres víctimas de una cruel burla de soldados, salían a toda prisa de la venta. Cuando yo salía, entró Tribaldos y me dijo:

-Mi comandante, ya se ha ido esa flor y nata de la pillería. Todo el patio está lleno con pedazos encendidos de los palacios de Varsovia y con los yelmos de cartón y la sotana encarnada del Dux de Venecia.

-¿Y por qué lado se han ido esos infelices?

-Hacia Grijuelo.

—29→

-Es que van a Salamanca. Coge tu fusil y sígueme al momento.

-Mi comandante, el general España quiere ver a usía ahora mismo. El ayudante de su excelencia ha traído el recado.

-El demonio cargue contigo, con el recado, con el ayudante y con el general... Pero me he puesto el corbatín del revés... dame acá esa casaca, bruto... pues no me iba sin ella.

-El general le espera a usía. De abajo se sienten las patadas y voces que da en su alojamiento.

Al bajar a la plaza, ya los incómodos viajeros habían desaparecido. D. Carlos España me salió al encuentro diciéndome:

-Acabo de recibir un despacho del lord, mandándome marchar hacia Santi Spíritus... Arriba todo el mundo; tocar llamada.

Y así concluyó un incidente que no debiera ser contado, si no se relacionara con otros curiosísimos que se verán a continuación.

- IV -

Dejando el camino real a la derecha, nos dirigimos por una senda áspera y tortuosa para atravesar la sierra. Vino la aurora y el día sin que en todo él ocurriese ningún suceso digno de ser marcado con piedra blanca, negra ni amarilla, mas en el siguiente tuve un encuentro —30→ que desde luego señalo como de los más felices de mi vida.

Marchábamos perezosamente al medio día sin cuidado ni precauciones, por la seguridad de que no encontraríamos franceses en tan agrestes parajes. Iban cantando los soldados, y los oficiales disertando en amena conversación sobre la campaña emprendida, dejábamos a los caballos seguir en su natural y pacífica andadura, sin espolearles ni reprimirles. El día era hermoso, y a más de hermoso algo caliente, por lo cual caía la llama del sol sobre nuestras espaldas, calentándolas más de lo necesario.

Yo iba de vanguardia. Al llegar a la vista de San Esteban de la Sierra, pueblo pequeño, rodeado de frondosa verdura y grata sombra de árboles, a cuyo amparo habíamos resuelto sestear, sentí algazara en los primeros grupos de soldados, que marchaban delante, rotas las filas y haciendo de las suyas con los aldeanos que se parecían en el camino.

-No es nada, mi comandante -me contestó Tribaldos, a quien pregunté la causa de tan escandalosa gritería-. Son Panduro y Rocacha que han topado con un fraile agustino, y más que agustino pedigüeño, y más que pedigüeño tunante, el cual no se apartó del camino cuando la tropa pasaba.

-¿Y qué le han hecho?

-Nada más que jugar a la pelota -respondió riendo-. Su paternidad llora y calla.

-Veo que Rocacha monta un asno y corre en él hacia el lugar.

—31→

-Es el asno de su paternidad, pues su paternidad trae un asno consigo cargado de nabos podridos.

-Que dejen en paz a ese pobre hombre, ¡por vida de!... -exclamé con ira- y que siga su camino.

Adelanteme y distinguí entre soldados, que de mil modos le mortificaban, a un bendito cogulla, vestido con el hábito agustino, y azorado y lloroso.

-¡Señor -decía mirando piadosamente al cielo y con las manos cruzadas- que esto sea en descargo de mis culpas!

Su hábito descolorido y lleno de agujeros cuadraba muy bien a la miserable catadura de un flaquísimo y amarillo rostro, donde el polvo con lágrimas o sudores amasado formaba costras parduscas. Lejos de revelar aquella miserable persona la holgura y saciedad de los conventos urbanos, los mejores criaderos de gente que se han conocido, parecía anacoreta de los desiertos o mendigo de los caminos. Cuando se vio menos hostigado, volvió a todos lados los ojos buscando su desgraciado compañero de infortunio, y como le viese volver a escape y jadeando, oprimidos los ijares2 por el poderoso Rocacha, se apresuró a acudir a su encuentro.

En tanto yo miraba al buen fraile, y cuando le vi volver, tirando ya del cordel de su asno reconquistado, no pude reprimir una exclamación de sorpresa. Aquella cara, que al pronto despertó vagos recuerdos en mi mente, reveló al fin su enemiga, y a pesar de la —32→ edad transcurrida y de lo injuriada que estaba por años y penas, la reconocí como perteneciente a una persona con quien tuve amistad en otro tiempo.

-Sr. Juan de Dios -exclamé deteniendo mi caballo a punto que el fraile pasaba junto a mí-. ¿Es usted o no el que veo dentro de esos hábitos y detrás de esa capa de polvo?

El agustino me miró sobresaltado, y luego que por buen rato me contemplara, díjome así con melifluo acento:

-¿De dónde me conoce el señor general? Juan de Dios soy, en efecto. Doy las gracias a su eminencia por haber mandado que me devolvieran el burro.

-¿Eminencia me llama usted...? -repuse-. Todavía no me han hecho cardenal.

-En mi turbación no sé lo que me digo. Si su alteza me da licencia, me retiraré.

-Antes pruebe a ver si me conoce. ¿Mi cara ha variado tanto desde aquel tiempo en que estábamos juntos en casa de D. Mauro Requejo?

Este nombre hizo estremecer al buen agustino, que fijó en mí sus ojos calenturientos, y más bien espantado que sorprendido dijo:

-¿Será posible que el que tengo delante sea Gabriel? ¡Jesús mío! Señor general, ¿es usted Gabriel, el que en Abril de 1808...? Lo recuerdo bien... Deme usted a besar sus pies... ¿Conque es Gabriel en persona?

-El mismo soy. ¡Cuánto me alegro de que nos hayamos encontrado! Usted hecho un frailito...

—33→

-Para servir a Dios y salvar mi alma. Hace tiempo que abracé esta vida tan trabajosa para el cuerpo como saludable para el alma. ¿Y tú, Gabriel?... ¿Y usted Sr. D. Gabriel, se dedicó a la milicia? También es honrosa vida la de las armas, y Dios premia a los buenos soldados, algunos de los cuales santos han sido.

-A eso voy, padre, y usted parece que ya lo ha conseguido, porque su pobreza no miente y su cara de mortificación me dice que ayuna los siete reviernes.

-Yo soy un humildísimo siervo de Dios -dijo bajando los ojos- y hago lo poco que está en mi miserable poder. Ahora, señor general, experimento mucho gozo en ver a usted... y en reconocer al generoso mancebo que fue mi amigo, y con esto y su venia, me retiro, pues este ejército va sierra adentro, y yo busco el camino real.

-No permito que nos separemos tan pronto, amigo mío, usted está fatigado y además no tiene cara de haber cumplido aquel precepto que manda empiece la caridad por uno mismo. En ese pueblo descansará el regimiento. Vamos a comer lo que haya, y usted me acompañará para que hablemos un poco, refrescando viejas memorias.

-Si el señor general me lo manda, obedeceré, porque mi destino es obedecer -dijo marchando junto a mí en dirección al pueblo.

-Veo que el asno tiene mejor pelaje que su dueño y no se mortifica tanto con ayunos y vigilias. Le llevará a usted como una pluma, —34→ porque parece una pieza de buena andadura.

-Yo no monto en él -me respondió sin alzar los ojos del suelo-. Voy siempre a pie.

-Eso es demasiado.

-Llevo conmigo este bondadoso animal para que me ayude a cargar las limosnas y los enfermos que recojo en los pueblos para llevarlos al hospital.

-¿Al hospital?

-Sí, señor. Yo pertenezco a la Orden Hospitalaria que fundó en Granada nuestro santo padre y patrono mío el gran San Juan de Dios, hace doscientos y setenta años poco más o menos. Seguimos en nuestros estatutos la regla del gran San Agustín, y tenemos hospitales en varios pueblos de España. Recogemos los mendigos de los caminos, visitamos las casas de los pobres para cuidar a los enfermos que no quieren ir a la nuestra y vivimos de limosnas.

-¡Admirable vida, hermano! -dije bajando del caballo y encaminándome con otros oficiales y el hermano Juan a un bosquecillo que a la vera del pueblo estaba, donde a la grata sombra de algunos corpulentos y frescos árboles nos prepararon nuestros asistentes una frugal comida.

-Ate usted su burro en el tronco de un árbol -dije a mi antiguo amigo- y acomódese sobre este césped junto a mí, para que demos al cuerpo alguna cosa, que todo no ha de ser para el alma.

-Haré compañía al Sr. D. Gabriel -dijo —35→ Juan de Dios humildemente luego que ató la cabalgadura-. Yo no como.

-¿Qué no come? ¿Por ventura manda Dios que no se coma? ¿Y cómo ha de estar dispuesto a servir al prójimo un cuerpo vacío? Vamos, Sr. Juan de Dios, deje a un lado esa cortedad.

-Yo no como viandas aderezadas en cocina, ni nada caliente y compuesto que tenga olor a gastronomía.

-¿Llama gastronomía a este carnero fiambre y seco y a este pan más duro que la roca?

-Yo no puedo probar eso -repuso sonriendo-. Me alimento tan sólo con yerbas del campo y raíces silvestres.

-Hombre, lo admiro; pero francamente... Al menos beberá usted un trago. Es de Rueda.

-No bebo más que agua.

-¡Hombre... agua y yerbecitas del campo! Lindo comistrajo es ese. En fin, si de tal modo se salva uno...

-Ya hace tiempo que hice voto firmísimo de vivir de esa manera, y hasta hoy, D. Gabriel mío, aunque no limpio de pecados, tengo la satisfacción de no haber cometido el de faltar a mi voto una sola vez.

-Pues no insisto, amigo. No se vaya usted a condenar por culpa mía. La verdad es que tengo un hambre... Pobre Sr. Juan de Dios...

-¡Quién había de decir que nos encontraríamos después de tantos años...! ¿No es verdad?

-Sí señor.

—36→

-Yo creí que usted había pasado a mejor vida. Como desapareció...

-Entré en la Orden en Enero del año 9. Acabé mis primeros ejercicios en Marzo y recibí las primeras órdenes el año último. Todavía no soy fraile profeso.

-¡Cuántas cosas han pasado desde que no nos vemos!

-¡Sí señor, cuántas!

-Usted, retirado del mundo, vive de un modo beatífico sin penas ni alegrías, contento de su estado...

Juan de Dios exhaló un suspiro profundísimo y después bajó los ojos. Observándole bien, advertí las señales que en su extenuado rostro patentizaban no ser jactancia de beato aquello de las campestres yerbecitas y agua de los arroyos cristalinos. Bordeaba sus ojos un cerco violáceo muy intenso que hacía más vivo el brillo de sus pupilas, y marcándosele los huesos de la cara bajo la estirada y amarillenta piel. Su expresión era la de las almas exaltadas por una piedad que igualmente hace sus efectos en el espíritu y en el sistema nervioso. Misticismo y enfermedad al mismo tiempo es una devoción singular que ha llevado hermosísimas figuras al cielo de las grandezas humanas. Si en un principio creí ver en Juan de Dios un poco de artificio e hipocresía, muy luego convencime de lo contrario, y aquel santo varón arrojado por las tempestades mundanas a la vida contemplativa y austera, estaba inflamado por un fervor tan ardiente y verdadero. Se le veía quemarse, se observaba la —37→ combustión de aquel cuerpo, que poco a poco se convertía en ceniza, calcinado por la llama de la espiritual calentura; se veía que aquel hombre apenas tocaba a la tierra, apenas al mundo de los vivos, y que la miserable arcilla que aún mantenía el noble espíritu con endeble atadura, se iba descomponiendo y desmenuzando grano a grano.

-Es admirable, amigo mío -le dije- que haya llegado a tan lisonjero estado de santidad un hombre que no se vio libre ciertamente de las pasiones mundanas.

La fisonomía de fray Juan de Dios contrájose con ligero temblor. Pero serenándose al punto su rostro, me dijo:

-¿No sabe usted qué ha sido de aquellos benditos señores de Requejo? Sentiría que les hubiese pasado alguna desgracia.

-No he vuelto a saber de ellos. Estarán cada vez más ricos, porque los pícaros hacen fortuna.

El fraile no hizo gesto alguno de asentimiento.

-Pero Dios les habrá castigado al fin -continué- por los martirios que hicieron padecer a aquella infeliz muchacha...

Al decir esto advertí que en las venas de aquel miserable cuerpo humano, que la tumba pedía para sí, quedaba todavía un resto de sangre. Bajo la piel de la cara se traslucieron por un instante las hinchadas venas azules, y un ligero tinte amoratado encendió la austera frente. No me hubiera sorprendido más ver una imagen de madera sonrojándose —38→ al contacto del beso de las devotas.

-Dios sabrá lo que tiene que hacer con los señores de Requejo por esa conducta -me contestó.

-Creo que no le será indiferente a usted saber el fin que ha tenido aquella desgraciada joven.

-¿Indiferente? no -repuso poniéndose como un cadáver.

-¡Oh! Las personas destinadas a padecer... -dije observando atentamente la impresión que en el santo producían mis palabras-. Aquella pobre joven tan buena, tan bonita, tan modesta...

-¿Qué?

-Ha muerto.

Yo creí que Juan de Dios se conmovería al oír esto; pero con gran sorpresa vi su rostro resplandeciente de serenidad y beatitud. Mi asombro llegó a su colmo cuando en tono de convicción profundísima, dijo:

-Ya lo sabía. Murió en el convento de Córdoba, donde la encerró su familia en Junio de 1808.

-¿Y cómo sabe usted eso? -pregunté respetando el engaño del pobre agustino.

-Nosotros tenemos visiones singulares. Dios permite que por un estado especial de nuestro espíritu, sepamos algunos hechos ocurridos en país lejano, sin que nadie nos los cuente. Inés murió. Yo la he visto repetidas veces en mis éxtasis, y es indudable que sólo se nos presenta la imagen de las personas que han —39→ tenido la suerte de abandonar para siempre este ruin y miserable mundo.

-Así debe de ser.

-Así es, aunque los torpes ojos del cuerpo crean otra cosa. ¡Ay! Los del alma son los que no se engañan nunca, porque hay siempre en ellos un rayo de eterna luz. La corporal vista es un órgano de quien dispone a su antojo el demonio para atormentarnos. Lo que vemos en ella es muchas veces ilusorio y fantástico. Yo, Sr. D. Gabriel, padezco tormentos muy horrorosos por las continuas pruebas a que sujeta mi espíritu el Señor de cielo y tierra, y por los pérfidos amaños del ángel de las tinieblas, que anhelando perderme, juega con mis débiles sentidos y se burla de esta desgraciada criatura.

-Querido amigo, cuénteme usted lo que pasa. Yo también sirvo a veces de juguete y mofa a ese señor demonio, y puedo dar a usted algún buen consejo sobre el modo de vencerle y burlarse de él en vez de ser burlado.

- V -

-Puesto que usted ha nombrado a una persona que tanta parte ha tenido en que yo abandonase el perverso siglo, y puesto que usted conoció entonces mis secretos, nada debo ocultarle. Cuando Dios me crió dispuso que padeciese, y he padecido como ningún otro mortal —40→ sobre la tierra. Antes de sentir en mi alma el rayo divino de la eterna gracia, que me alumbró el sendero de esta nueva vida, una pasión mundana me hizo desgraciado. Después que me abracé a la santa cruz para salvarme, las turbaciones, debilidades y agonías de mi espíritu han sido tales, que pienso es esto disposición de Dios para que conozca en vida infierno y purgatorio antes de subir a la morada de los justos... Amé a una mujer, mas con tanta exaltación, que mi naturaleza quedó en aquel trance trastornada. Cuando comprendí que todo había concluido, yo no tenía ya entendimiento, memoria ni voluntad. Era una máquina, señor oficial, una máquina estúpida: mis sentidos estaban muertos. Vivía en las tinieblas, pues nada veía, y en una especie de letargoso asombro. Varias veces he pensado después si como aquel estupor mío será el limbo a donde van los que apenas han nacido.

-Justo. Así debe de ser.

-Cuando volví en mí, querido señor, formé el proyecto de hacerme fraile. Yo había concluido para el mundo. Me confesé con grandísimo fervor. El padre Busto aprobó con entusiasmo mi propósito de consagrar a la religión el resto de mis tristes días, y como yo manifestara deseo de entrar en la Orden más pobre y donde más trabajase el cuerpo y más apartada de mundanales atractivos estuviese el ánima, señalome esta regla de hermanos hospitalarios. ¡Ay! mi alma recibió un consuelo inexplicable. Buscaba los sitios solitarios para meditar, y meditando sentía rodeada mi cabeza —41→ de celestial atmósfera. ¡Qué luz tan pura! ¡Qué dulzura y suave silencio en el aire!

-¿Y después?

-¡Ay! después empezaron nuevamente mis infortunios bajo otra forma. Dios decretó que yo padeciese, y padeciendo estoy... Oígame usted un momento más. Comencé mis estudios y las prácticas religiosas para ingresar en la Orden. Recibiéronme una mañana en el convento, donde vestí el traje de lego. Di aquel día mis lecciones más contento que nunca; asistí como fámulo a los pobres de la enfermería, y por la tarde, tomando el segundo tomo de Los nombres de Cristo, por el maestro fray Luis de León, libro que me agradaba en extremo, fuime a la huerta y en el sitio más secreto y callado de ella entregué mi espíritu a las delicias de la lectura. No había acabado el capítulo hermosísimo que se titula, Descripción de la miseria humana y origen de sufragilidad, cuando sentí un calofrío muy intenso en todo mi cuerpo, una gran turbación, una zozobra muy viva, pues toda la sangre agolpose en mi pecho, y experimenté una sensación que no puedo decir si era gozo profundísimo o agudo dolor. Una extraña figura, bulto o sombra impresionó mi vista, miré, y la vi; era ella misma, sentada en el banco de piedra junto a mí.

-¿Quién?

-¿Necesito decir su nombre?

-Ya.

-El libro se me cayó de las manos, observé la asombrosa visión, pues visión era, y el —42→ mundano amor renació violentamente en mi pecho como la explosión de una mina. Quedé absorto, señor, mudo y entre suspendido y aterrado. Era ella misma, y me miraba con sus dulces ojos, trastornándome. Separábala de mí una distancia como de media vara; mas no hice movimiento alguno para acercarme a ella, porque el mismo estupor, la admiración que tal prodigio de belleza me producía, el mismo fuego amoroso que quemaba mi ser, teníanme arrobado y sin movimiento. Estaba vestida con riquísima túnica de una blanca y sutil tela, la cual, así como las nubes ocultan el sol sin esconderlo, ocultaba su hermoso cuerpo, antes empañándolo que cubriéndolo. Bajo la falda asomaba desnudo uno de sus delicados pies; sus cabellos, ensortijados con arte incomparable le caían en hermosas guedejas a un lado y otro de la cara entre sartas de orientales perlas, y en la mano derecha sostenía un pequeño ramillete de olorosas flores, cuya esencia llegaba hasta mí embriagándome el sentido.

-En verdad, Sr. Juan de Dios, que nunca he visto a la señorita Inés en semejante traje, no muy propio por cierto para pasear en jardines.

-¿Qué había usted de verla, si aquella imagen no era forma corporal y tangible, sino una fábrica engañosa del demonio, que desde aquel día me escogió para víctima de sus abominables experimentos?