La brigada de los misterios ocultos - Éric Fouassier - E-Book

La brigada de los misterios ocultos E-Book

Éric Fouassier

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Beschreibung

Una apasionante caza al asesino por las calles del París de 1830 Otoño de 1830. En un París enfebrecido y todavía conmocionado por las jornadas revolucionarias de julio, el mal adquiere nuevas formas, y el Vicario encarna la más aterradora de ellas: misterioso y sanguinario, se sirve de los progresos científicos y de sus saberes esotéricos para perpetrar sus crímenes y luego perderse en las sombras de una ciudad convulsa. Para combatir a este nuevo tipo de delincuentes acaba de crearse La brigada de los misterios ocultos, un departamento especial de la Sûreté que dirige el joven inspector Valentin Verne. De rostro angelical y carácter solitario, Valentin es severo e implacable, y sus conocimientos de la química y de la medicina, así como su interés por lo oculto y lo irracional, lo convierten en el hombre ideal para dar caza a estos criminales modernos. Pero ¿a quién persigue Valentin en realidad? ¿Quién se esconde tras la máscara del Vicario? ¿Tiene este alguna relación con el extraño suicidio del disoluto heredero de una de las familias más ilustres de Francia? ¿Qué ha sido de Damien, un huérfano al que parece haberse tragado la tierra? En la estela de grandes detectives como Vidocq y Auguste Dupin, París será testigo de la incansable lucha de Valentin Verne contra el mal. Ganador del Premio Maison de la Presse

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La brigada de los misterios ocultos

Éric Fouassier

Traducción de Andrés Lévy para Principal Noir

Contenido

Portada

Página de créditos

Sobre este libro

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Epílogo

Nota del autor

Bibliografía

Notas

Sobre el autor

Página de créditos

La brigada de los misterios ocultos

V.1: octubre de 2023

Título original: Le Bureau des Affaires Occultes

© Éditions Albin Michel, 2021

© de la traducción, Andrés Lévy, 2023

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2023

Todos los derechos reservados.

Imagen de cubierta: ©️ Lyn Randle / Trevillion Images

Corrección: Gemma Benavent, Sofía Tros de Ilarduya

Publicado por Principal de los Libros

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10

08013 Barcelona

[email protected]

www.principaldeloslibros.com

ISBN: 978-84-18216-78-7

THEMA: FFL

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

La brigada de los misterios ocultos

Una apasionante caza al asesino por las calles del París de 1830

Otoño de 1830. En un París enfebrecido y todavía conmocionado por las jornadas revolucionarias de julio, el mal adquiere nuevas formas, y el Vicario encarna la más aterradora de ellas: misterioso y sanguinario, se sirve de los progresos científicos y de sus saberes esotéricos para perpetrar sus crímenes y luego perderse en las sombras de una ciudad convulsa.

Para combatir a este nuevo tipo de delincuentes acaba de crearse la Brigada de los Misterios Ocultos, un departamento especial de la Sûreté que dirige el joven inspector Valentin Verne. De rostro angelical y carácter solitario, Valentin es severo e implacable, y sus conocimientos de la química y de la medicina, así como su interés por lo oculto y lo irracional, lo convierten en el hombre ideal para dar caza a estos criminales modernos. 

Pero ¿a quién persigue Valentin en realidad? ¿Quién se esconde tras la máscara del Vicario? ¿Tiene este alguna relación con el extraño suicidio del disoluto heredero de una de las familias más ilustres de Francia? ¿Qué ha sido de Damien, un huérfano al que parece haberse tragado la tierra?

En la estela de grandes detectives como Vidocq y Auguste Dupin, París será testigo de la incansable lucha de Valentin Verne contra el mal.

«La novela histórica del año. No podrás dejar de leerla.»

Gérard Collard - Le magazine de la santé

Premio Maison de la Presse

A Pascale,

mi primera lectora,

siempre lista para nuevas aventuras.

«Os revelo el secreto de los secretos: los espejos son las puertas por las que la muerte viene y va».

Jean Cocteau, Orfeo

«Temo ahora que el espejo encierre el verdadero rostro de mi alma, lastimada de sombras y de culpas…».

Jorge Luis Borges, El espejo

Prólogo

Enfrentarse al miedo.

Cuando el niño rajó la lona de la carpa con el trozo de cristal de una botella rota, pensó que había encontrado un refugio. No imaginaba lo que le esperaba dentro. La espiral del miedo. Esas miradas febriles, esos rostros asustados que le devolvían su propio terror. Ahora yace ahí, con todos los miembros temblorosos, encogido en una densa penumbra. Las pocas velas que hay en el interior no son para disipar la oscuridad, sino para crear un ingenioso juego de luces y sombras. Parece que flotan en el aire, como mariposas de fuego. Ante su inquietante resplandor, el niño habría preferido el negro túnel de la calle. La oscuridad absoluta, la nada. Todo menos las espantosas visiones que lo asaltan bajo esa húmeda lona. Pero no es capaz de moverse. Se limita a cerrar los ojos. Como si la cortina de sus párpados fuera una barrera eficaz y bastara para terminar con lo insoportable.

¿Cuánto tiempo lleva así, como petrificado? ¿Un minuto, una hora, un siglo? No tiene ni la menor idea. Enfrentarse al miedo… Se había preparado mentalmente para ello. Pensó que sería lo bastante fuerte como para escapar de la trampa. Pero, ahora, ya no lo sabe. No es capaz de rescatar ni un solo pensamiento coherente del caos que reina en su cabeza. Un frío glacial se ha apoderado de él. Le destroza los huesos.

Desde lejos, los ecos de la fiesta le llegan como amortiguados. Música, risas, reclamos. Fuera, a pocos metros, hay una muchedumbre despreocupada. Gente que se divierte, que se deja llevar, aunque también podría estar a varios kilómetros de distancia. Al niño ya no le importan. No espera ninguna ayuda por su parte. No mientras siga encerrado en su propia pesadilla.

Justo antes, sin embargo, creyó que aquella alegre multitud sería su salvación. Corría descalzo de noche. El chapoteo de sus pisadas en la alcantarilla abierta acompañaba como un eco a los latidos de su corazón. Ese frenético golpeteo bajo su caja torácica. Corría al azar, sin un rumbo fijo, por callejones muy oscuros y estrechos. Tan solo con una breve oración que respaldaba su esfuerzo: «¡Dios mío! ¡No dejes que me atrape! ¡Prefiero morir antes que caer de nuevo en sus manos!». Aunque entonces no lo sabía, se encontraba en el suburbio que bordea el fielato de Montreuil, no muy lejos de la aldea de Petit-Charonne. Un paisaje de casuchas y chabolas ruinosas, descampados y huertos.

Con el pecho ardiendo y las sienes palpitantes, intentaba quedarse a la sombra de las fachadas y evitaba con sumo cuidado los espacios abiertos. De vez en cuando, se giraba para recuperar el aliento y escudriñar la noche con preocupación. No había nadie detrás de él, pero sabía que el Vicario lo perseguía. Estaba allí, en algún lugar, en la oscuridad. El fugitivo podía estar seguro de que el Otro lo buscaría toda la noche si fuera necesario. No tenía más remedio que seguir corriendo. Consumir las fuerzas que le quedaban.

Tras una eternidad, el niño llegó por fin a una brecha en la muralla que rodea la gran ciudad. Se coló y, a través de ese París harapiento, siguió corriendo hasta la avenida de Ormes. Un paso más ancho iluminado esporádicamente a media altura con la luz parpadeante de unas farolas. En el otro extremo de la calle, tan cerca y a la vez tan lejos, oyó el bullicio de la fiesta, el alboroto y la alegría de la gente. No se paró a pensar. Confió más en su instinto que en su juicio. Su ansia de vivir. Desde que decidió escapar de las garras del Vicario, eso era lo que dictaba su conducta. Lo incitaba a correr, esconderse, esperar o huir.

Entró en la gran avenida y se dejó llevar por el creciente número de curiosos en torno a la plaza del Trono. Pasó de golpe de la sombra a la luz, de la muerte a la vida. Demasiada luz, demasiada vida de pronto. Notó que se tambaleaba, al borde del desmayo. La feria lo absorbió, lo engulló. Un auténtico torbellino de sonidos, aromas y colores. La algarabía de los saltimbanquis, los secos chasquidos de los barriles al romperse, los carillones de cristal del carrusel. Música, gritos, risas…

Mareado, el joven deambuló entre barracas, tenderetes y carpas. Desesperado, indeciso. Incapaz de distinguir el más mínimo rostro en esa marea humana que le parecía un solo bloque. Le habría gustado que alguien le hubiera tendido una mano para ayudarlo, pero nadie le prestaba atención. Nadie se fijaba en su cara despavorida ni en sus manos manchadas de barro. Le habría gustado pedir ayuda, pero el estruendo de la feria se lo impedía, lo sepultaba en una enloquecedora vorágine de ruidos. ¡Si al menos ese maldito tambor dentro de su pecho se callara!

Aún se tambaleaba entre los imperturbables juerguistas cuando un movimiento de la muchedumbre lo arrojó con brusquedad a un lado. Fue a parar a un estrecho callejón sin salida que apestaba a orina, entre dos teatros de lona. Los restos de un naufragio rechazados por el mar. Ni eso. Una línea de espuma intangible.

Agotado, desanimado, se dejó caer sobre el empedrado repleto de basura. Y entonces lo vio.

El trozo de cristal de una botella rota en medio de la basura. Largo, afilado.

De inmediato, lo consideró como una señal del destino. Necesitaba darse un respiro. Acurrucarse a salvo en alguna guarida y anticiparse a lo que pudiera venir después. Tomar las decisiones acertadas. Se arrancó un jirón de la manga y envolvió el trozo de cristal con la tela para improvisar un asa. Luego, rajó la lona de la carpa más cercana. Un corte discreto, lo justo para colarse. Dejar atrás las exclamaciones de júbilo, los aplausos y los abucheos, todo ese jolgorio que le producía arcadas.

¿Cómo podría haberlo sospechado?

¿Cómo iba a imaginar que el horror absoluto lo esperaba ahí dentro y que tendría que enfrentarse a una hidra de cien cabezas y a las múltiples proyecciones de su propio miedo?

La tregua solo duró lo suficiente como para que sus ojos se acostumbraran a la penumbra cargada de humedad. Entonces, los rostros de sus pesadillas emergieron del vacío y le saltaron encima. Rasgos deformados por la luz de las velas, retorcidos por la ansiedad, pero que reconoció de inmediato. Era su rostro, manchado de sudor y lágrimas, el que lo asaltaba por todas partes. Su rostro reflejado hasta el infinito, en una monstruosa puesta en abismo.

Enfrentarse al miedo… Sabía que podía hacerlo. Pero hacer frente a mil miedos, a mil miradas de angustia, a mil bocas que chillaban en sus oídos un grito interminable, era superior a sus fuerzas. El tormento que puede soportar un niño de doce años tiene límites. Cerró los ojos, apretó ambos puños contra los párpados y se acurrucó en el suelo en posición fetal. No ver más, no pensar en nada. Fundirse con el decorado. Fue hace justo un siglo. Hace una hora, un minuto…

Una risita incongruente lo devuelve de pronto a la realidad. Una risa de mujer. Muy cerca. El niño levanta la cabeza. Ya no está solo en la oscuridad. Percibe roces, susurros y, en todo momento, ese brillo cristalino. No es una mujer la que ríe así, sino una chica muy joven. El chico se aventura a abrir los ojos de nuevo. Las múltiples copias de su rostro reaparecen, pero con una expresión distinta. Una especie de expectativa ha sustituido al miedo en el fondo de esas innumerables cuencas de los ojos.

Con gestos torpes, el niño vuelve a ponerse en pie con dificultad. Siente que su corazón se desborda de nuevo contra las costillas. De repente, algo cambia a su alrededor. Algo casi imperceptible. Un movimiento del aire, tal vez menos que eso. Un ligero cambio en la iluminación. La llama de una vela que se duerme y se despierta.

¡Y de pronto aparece la chica!

Se materializa a pocos pasos de él. Ve con claridad sus rizos castaños, su mirada traviesa y la toquilla de lana que le cubre los hombros. No está sola. Un truhan la sujeta con fuerza, vestido con un guardapolvo de obrero o artesano, con la gorra de cuero calada hasta la frente. Sus manos se aferran a las caderas de la joven. Ella resopla mientras se retuerce para zafarse. Él la alcanza y ella escapa de nuevo y va directamente hacia el niño, aunque parece que ninguno de los dos lo ha visto.

El niño no entiende cómo la pareja sigue ignorando su presencia. Ahora, la chica está a menos de un metro de él, y señala con el dedo índice en su dirección. «¡Mira este, Gustave! Está encorvado. Vaya pinta. ¡Parece el enano del Circo Olímpico!».

Pero su compañero ya tira de ella hacia atrás, sin soltarla. Un instante después, se desvanecen… y reaparecen casi al mismo tiempo detrás del muchacho para luego deslizarse por sus costados hasta regresar por fin al oscuro limbo que los ha engendrado.

—¡Esperad! Os lo ruego. ¡Volved!

La exclamación se le escapa. Se precipita tras ellos… y choca de forma violenta con un muro invisible. El golpe, tan brutal como inesperado, lo clava en el sitio. Mientras se tambalea, estira la mano y tantea el terreno. Siente la misma superficie dura y lisa por todas partes.

Algo hace clic en su cerebro.

¡Espejos!

Literalmente, lo rodean. Hay por todas partes: delante, detrás, a los lados e incluso suspendidos encima de él. Espejos que muestran una realidad ilusoria, fragmentada y distorsionada. Una fantasmagoría de reflejos.

El chico suelta un largo suspiro. Ahora que ha aclarado el misterio de ese extraño lugar, respira mejor. Aunque no tiene intención de quedarse mucho tiempo. Demasiado confuso, demasiado asfixiante. A pesar de la amenaza del Vicario, que no ha olvidado —¿cómo podría hacerlo?—, tiene prisa por estar otra vez al aire libre. Con cuidado, vuelve sobre sus pasos. A tientas, busca la abertura que ha cortado en la lona de la carpa, pero no la encuentra. Una y otra vez, choca con los espejos, donde las llamas de las velas tiemblan y los mil rostros carcomidos, ahora por una angustia mortal, lo contemplan.

Tras varios intentos infructuosos, se rinde ante la evidencia… ¡Está prisionero en el laberinto de espejos!

1

No hay mejor compañía…

Tras los agitados días de julio de 1830, que marcaron el derrocamiento de Carlos X y propiciaron el ascenso de Luis Felipe, rey de los franceses por la gracia de Dios y la voluntad nacional, París tardó en restablecer un orden aparente. En las calles despejadas de barricadas se sucedieron marchas, manifestaciones y desfiles de todo tipo. Durante semanas, los franceses presenciaron el espectáculo inaudito del pueblo invadiendo a diario el Palais-Royal, la residencia del nuevo soberano. Allí todos entraban como Pedro por su casa. Inquieto por su popularidad, Luis Felipe se veía obligado a recibir casi sin descanso a las delegaciones de los barrios de la capital o de las ciudades de provincias. A lo largo de la jornada, repartía apretones de manos a visitantes a los que unos meses antes no habría concedido ni una mirada. Cuando anochecía, toda una multitud se agolpaba en los jardines y delante de las rejas para reclamar su presencia en el balcón y se retiraba solo después de haberlo oído entonar la Marseillaise o la Parisienne. Durante la segunda mitad del verano, la ciudad se había comportado como una yegua rebelde que no quiere volver a su establo y suelta las crines al viento mientras se embriaga con breves y pequeñas galopadas.

Luego, poco a poco, el entusiasmo revolucionario decayó y una calma engañosa lo reemplazó. Los trabajadores y artesanos de París estaban de resaca. Tras la euforia, por un triunfo que, en gran parte, les habían confiscado, volvieron a sus mediocres vidas, marcadas por la reducción de los salarios y el endurecimiento de las condiciones de trabajo. El trono había cambiado de dueño, pero esa era la única transformación notable. Más de uno se dio cuenta, con amargura. El fuego seguía ardiendo bajo las brasas. Y no hacía falta ser muy avezado para adivinar que el menor incidente, el menor pretexto, bastaría para reavivar el fuego.

Sin embargo, en aquella tarde de octubre, las suaves temperaturas invitaban más bien al reposo y a disfrutar de la dulzura de la vida. Sobre todo, a los pocos privilegiados que gozaban de los favores del nuevo poder. El barrio de Saint-Honoré languidecía bajo un agradable sol otoñal y murmuraba con los ecos de las múltiples reuniones sociales. Junto con la Chaussée-d’Antin, era uno de los baluartes de la alta burguesía, que acaparaba los honores y los trabajos más lucrativos. El aire era más ligero y circulaba con mayor libertad que en las sombrías callejuelas del centro; el cielo también se veía más claro. Tras los altos muros y a través de los grandes ventanales, las fachadas ricamente decoradas dejaban entrever un auténtico festín de velas y lámparas de araña. No había ningún indicio de tragedia inminente. Y sin embargo…

El número 12 de la calle de Surène, a dos pasos de la iglesia de la Madeleine, era, desde que las campanas repicaron a las ocho, el corazón de un desfile continuo de berlinas y carruajes. Los vehículos se metían por debajo de un imponente pórtico cubierto de hiedra y, en un patio cuadrado engalanado con una fuente, dejaban a la flor y nata de las finanzas y la industria. Esa noche, Charles-Marie Dauvergne hacía los honores, en su recién reformado palacete, a sus amigos políticos y a sus colegas de negocios más importantes. Esperaba al menos un centenar de invitados.

El propietario había amasado una fortuna con el comercio al por mayor de especias y de productos de botica. Recientemente, había invertido cerca de un millón de francos en una fábrica instalada a orillas del río Oise, cuyas máquinas funcionaban con energía hidráulica. Allí llevaban a cabo con éxito un método exclusivo para tostar los granos de cacao, lo que casi le había valido el monopolio entre los fabricantes de chocolates medicinales.

Dauvergne tenía motivos para estar orgulloso de su éxito. Su prosperidad estaba consolidada y acababa de entrar en la Cámara, tras las elecciones provisionales que se celebraron a raíz de la inhabilitación de los diputados que se habían negado a prestar juramento al nuevo régimen. Más bien conservador por naturaleza, el hecho de figurar entre los beneficiarios de los últimos acontecimientos políticos se debía más a su oportunismo que a sus auténticas convicciones. En la tarde del 29 de julio, cuando el triunfo de la insurrección no dejaba lugar a dudas, tuvo la ocurrencia de abrir las puertas de su almacén de París a los amotinados y permitir que se instalara allí una enfermería de campaña. Esta única hazaña, modesta pero muy hábil, le permitió posicionarse junto a los más fervientes defensores de las libertades públicas. Había conseguido in extremis colarse en el seno de la pequeña camarilla reunida en torno a los banqueros Laffitte y Casimir Perier. Fue este pequeño grupo de hombres decididos el que favoreció la subida al trono de la rama más joven de los Borbones1 y consiguió así ahorrar al país otro caos revolucionario. A su estela, Dauvergne había llegado a las bambalinas del poder. Empezaba a obtener los primeros beneficios tangibles arramblando con importantes contratos públicos ante las narices de sus principales competidores.

Por el momento, en compañía de su esposa, Charles-Marie Dauvergne disfrutaba plenamente de su éxito. Recibía a sus invitados en el vestíbulo y los guiaba hasta la hilera de salones recargados de mármoles y dorados, donde un cuarteto de cuerda tocaba música de cámara. Allí los esperaba un suntuoso bufé preparado por Chevet, el elegante servicio de banquetes del Palais-Royal. La gente se reunía en torno a las mesas por afinidades. Las mujeres conversaban acerca del inminente comienzo de la temporada,2 de los nuevos vestuarios que habían encargado para los bailes y salidas que se avecinaban; también comentaban, en voz más baja, los últimos chismes sobre las relaciones en curso y las parejas que se habían formado recientemente en el bosque de Boulogne o en la Ópera. Los hombres charlaban de la actualidad. Algunos discutían sobre las posibilidades de éxito que tenía el crédito de treinta millones que había aprobado la Cámara para reactivar la economía mediante un excesivo recurso a las subvenciones. A otros les indignaban los ataques de los legitimistas a la familia real, a la que acusaban de ordenar el asesinato del último príncipe de Condé para hacerse con su herencia. Y otros se adelantaban al juicio de los antiguos ministros de Carlos X y daban por buenas las escasas posibilidades que tenía de salvar sus cabezas.

En lo alto de la gran escalera, que conducía a las habitaciones privadas, apoyado con indiferencia en la balaustrada, un joven pálido, de aspecto elegante, aunque marcado por una fragilidad generalmente propia de los convalecientes o tísicos, contemplaba malhumorado aquel vanidoso escenario. Si hubiera sido por él, se habría abstenido de aparecer en público aquella noche. Pero su padre insistió con un tono que no admitía réplica. Dauvergne tenía un ambicioso plan para su único hijo, y esperaba toda su colaboración. Esta opulenta recepción debía permitirle hacer oficial el asunto con todo el brillo que exigía su nueva situación.

El plan en cuestión tenía diecisiete primaveras, respondía al dulce nombre de Juliette y especialmente tenía en cuenta una dote de cuatrocientos mil francos de oro. Era la hija menor de un rico empresario normando con no menos de tres fábricas de hilados, entre Ruan y Elbeuf, y una cartera de valores particularmente extensa. La alianza se anunciaba de lo más fructífera, y no solo en lo referente a las expectativas de continuar con la fina estirpe de los Dauvergne. El recién elegido diputado había dado a entender con toda claridad a su heredero su interés por causar una buena impresión.

La idea de tener que actuar como un caballero de brillante armadura durante toda la velada frente a una joven cándida e inocente, probablemente vestida como una provinciana y sin conversación, no entusiasmaba en absoluto a Lucien Dauvergne. A sus veinticinco años, era todo un niño mimado con una vida de dandi bohemio. Semejante frivolidad exasperaba al señor Dauvergne padre. Inmediatamente después de las elecciones, le dijo a Lucien que ya era hora de que sentara la cabeza. Lo cual, en boca del patriarca, significaba dos cosas: concertar un bonito matrimonio y empezar a interesarse por el precio del cacao y el buen funcionamiento de una fábrica. Aquellos dos objetivos no atraían a Lucien lo más mínimo, pero su padre le amenazó con cortarle el grifo si no cooperaba, así que no había tenido más remedio que ceder.

No obstante, podía contar con su madre como una excelente aliada.

La señora Dauvergne se mostraba indulgente con su hijo, algo que un padre no podía permitirse. Para disgusto de su marido, la madre siempre había animado las veleidades de Lucien por la escritura. El joven, en efecto, alardeaba de literato. Últimamente, tras haber probado sin éxito alguno con la poesía, se había propuesto seducir con su pluma al público de los grandes escenarios parisinos. Nada lo estimulaba más que el teatro y, desde que el invierno anterior asistiera al éxito de las primeras representaciones de Hernani, su héroe se llamaba Víctor Hugo. Muy astuta, su madre manipuló para invitar al escritor a su recepción, así como a un puñado de achacosos académicos que servirían de respetables coartadas.

Si Lucien decidió finalmente presentarse en los salones donde se agolpaba aquella multitud de invitados, fue con la firme intención de plantar a su pareja de baile lo antes posible para reservar sus atenciones al autor de Les Orientales y El último día de un condenado a muerte. Pero los acontecimientos no se desarrollaron como había previsto. En primer lugar, se llevó una gran decepción al enterarse de que el señor Hugo había cancelado su asistencia en el último momento. El escritor tenía un buen resfriado que lo obligaba a guardar cama varios días. Desanimado, el joven Lucien ya se había resignado a pasar la peor velada de su corta vida, cuando le presentaron a la famosa Juliette. Para su gran sorpresa, el granuja de su padre no había elegido tan mal. La joven no andaba corta de atractivos. Era una morenita de ojos aterciopelados, voz alegre y predilección por la poesía romántica. Enseguida, bajo la tierna mirada de sus respectivos padres, los jóvenes comenzaron a intercambiar versos de Lamartine y Alfred de Musset. Lucien sucumbió al encanto de la bella muchacha y se olvidó prácticamente de los cuatrocientos mil francos que constituían el único beneficio de aquella unión concertada.

Los momentos previos a la tragedia solo pudieron reconstruirse posteriormente, y gracias a una serie de testimonios. La información que recabaron los inspectores de la Sûreté concluyó que, durante la noche, Lucien Dauvergne subió a su habitación para coger algunos sonetos propios. Juliette, a quien el joven había confesado que escribía versos, insistió en que le concediera el privilegio de leer alguno. Lo que siguió fue mucho más confuso. Un criado informó de que se había cruzado con el joven en el pasillo del segundo piso un poco antes de las diez. Allí se habían colocado varios muebles para hacer sitio en los salones, y un imponente espejo veneciano con el marco dorado, que simplemente se había dejado en el suelo, apoyado contra la pared. Con una rodilla en la alfombra y la mirada extrañamente fija, Lucien parecía perderse en su propio reflejo. «El señor estaba tan absorto que no pareció oírme cuando le pregunté si necesitaba algo», explicaría más tarde el mayordomo a la policía, que había acudido a realizar las primeras averiguaciones.

Dado que su encantador acompañante no regresaba, Juliette se extrañó y lo comentó con la señora de la casa. Ante el temor de un nuevo capricho de su incorregible hijo, la señora Dauvergne quiso asegurarse y resolver el problema antes de que su marido notara la ausencia de Lucien. Al llegar al vestíbulo, se cruzó con el criado que bajaba por las escaleras y le preguntó. Siguiendo sus indicaciones, subió al rellano del segundo piso y vio a su hijo en la posición que le acababan de describir. No se había movido ni un ápice.

Con un mal presentimiento, lo llamó.

Al oír esa voz tan querida, el joven Lucien se incorporó. Se giró hacia el lado del pasillo opuesto a su madre, e hizo un breve gesto con la mano a la altura de la cabeza, a modo de una especie de despedida. Luego caminó con paso decidido, aunque algo inseguro, hacia el ventanal más cercano, lo abrió… y, con toda tranquilidad, se lanzó de cabeza al vacío.

Con un grito de espanto, la señora Dauvergne se precipitó hacia allí. Cuando llegó a la fatídica ventana, descubrió el cuerpo sin vida de su hijo, que yacía cinco metros más abajo en el patio, con el pecho atravesado por el tridente del dios Neptuno que adornaba la fuente. Las páginas repletas de versos revoloteaban sin fuerza en el aire, como un reguero de hojas muertas.

2

El Gran Jesús

Una decena se columpiaba de las cuerdas. Unas eran gordas y otras estaban escuchimizadas. Unas eran grises y otras, casi negras. Revoloteaban y giraban en el aire, se rozaban entre sí en una danza macabra y obscena.

Ratas…

Grandes ratas disecadas colgaban del palo que un hombre balanceaba sobre su hombro como si fuera un estandarte. El individuo, con toda probabilidad un vendedor de venenos y trampas para ratas, subía a paso lento por la calle Saint-Fiacre, junto al muro que rodea el hotel Uzès. Cuando lo dejó atrás, se fijó en la primera entrada del edificio de la calle y fue hacia allí arrastrando los pies, lo que revelaba el cansancio acumulado a lo largo del día.

Justo cuando se disponía a probar suerte y llamar a la puerta, una figura, hasta entonces oculta, surgió de las sombras ante sus narices. El pobre hombre se sobresaltó y la colección de roedores.

—¡Sigue tu camino, graciosillo!

La voz tenía un toque juvenil, pero desprendía una autoridad implacable. El hombre de las ratas no pudo evitar retroceder un paso.

—Vaya modales —dijo con una voz quejumbrosa—. No soy más que un simple trabajador. Cepos y trampas de todo tipo.

El desconocido que le desafió con tanta brusquedad era un joven de veintitrés años, con una levita gris, unos pantalones con rayas en las trabillas, un sombrero de copa calado sobre los ojos y un elegante bastón en la mano. Tenía las caderas delgadas y los hombros cuadrados. Su mirada gris y afilada parecía una llama ardiente. Los rasgos finos y delicados, de una belleza singular y casi dolorosa, parecían los de una criatura celestial extraviada en este mundo. Al menos a primera vista. Puesto que un examen más detallado, bajo esa apariencia etérea, revelaba una firmeza y una determinación tan punzantes como el filo de una espada. Entonces, te das cuenta de que este ángel era uno de esos que llevan espada y que la tensión inmóvil perceptible en toda su persona lo hacía parecer una fiera al acecho.

Ese joven, cuya determinación habría impresionado a los pícaros más temibles, se llamaba Valentin Verne y era inspector en la Segunda Oficina de la Primera División de la Prefectura de Policía: la Brigada Antivicio.

—¡He dicho que te vayas! ¡Conseguirás que me descubran!

—Está bien, está bien —gruñó el vendedor ambulante antes de retirarse—. No hace falta ponerse así. Uno ya ni siquiera puede hacer su ronda y ganarse la vida de forma honrada…

Se alejó a toda prisa al tiempo que lanzaba a sus espaldas miradas llenas de temor. Solo cuando se sintió fuera de su alcance, escupió al suelo y refunfuñó: «¡mierda de pasma! ¡Siempre la toman con la pobre gente!». Luego, reanudó su vagabundeo mientras agitaba la fatídica colección de cadáveres como un sonajero. Valentin Verne se encogió de hombros, se aseguró de que nadie hubiera reparado en la escena y volvió a la penumbra del porche.

Llevaba más de una hora escondido en el mismo lugar, espiando el discreto comercio de los chaperos y de sus clientes. La calle Saint-Fiacre, junto con los muelles desde el Louvre hasta el Pont Royal y el bulevar entre la calle Neuve-de-Luxembourg y la calle Duphot, era uno de los puntos de encuentro favoritos de los pederastas. Las prostitutas no se ocultaban, pero tenían cuidado de no proponer nada hasta que no se hubieran intercambiado las señales de reconocimiento como era debido. El proceso siempre era el mismo. El chapero hacía como si leyera el periódico bajo un farol o caminaba despacio de un lado a otro de la calle. Un hombre solitario, por lo general bien vestido, aminoraba el paso cuando llegaba a su altura. Se producía un intercambio de miradas y, si el negocio era viable, el merodeador se agarraba la solapa del abrigo o redingote con la mano derecha, la levantaba a la altura de la barbilla e inclinaba la cabeza de forma imperceptible. Se habían reconocido. A esto lo seguía una breve negociación en voz baja. Por lo general, los dos hombres se ponían de acuerdo y desaparecían entre las ruinosas cocheras de la calle.

Desde que había empezado a vigilar, el inspector Verne había presenciado ya media docena de conciliábulos de este tipo. Una de las parejas incluso había tenido tiempo de ocuparse por completo de sus asuntos. En cuanto bajó, el cliente salió corriendo en dirección al bulevar Poissonnière y pasó por enfrente del escondite del policía. Abrigo caro, botas de calidad, porte distinguido, cara arrugada y patillas ya canosas. El chico cuyos favores acababa de comprar y que volvió a quedarse esperando, más abajo en la calle, no debía de tener más de quince años.

Un sabor amargo se apoderó del fondo de la garganta de Valentin Verne. Para calmar su agitación interior, sacó el reloj del bolsillo de su chaleco; se concentró para descifrar la hora en medio de aquella penumbra cada vez más densa por la caída de la tarde. Las seis y media pasadas. Si la información de su soplón era correcta, la persona que estaba buscando aparecería pronto.

En efecto, la espera no tardó en verse recompensada. Menos de diez minutos después, su objetivo se acercaba. Lo sintió incluso antes de confirmarlo visualmente. Era como si la atmósfera de la calle se hubiera cargado de repente con la electricidad que precede a las tormentas. Sin cambiar nada en su práctica, los chaperos parecían más nerviosos. Con cuidado, intercambiaban miradas de preocupación, se pasaban las manos por el pelo o se arreglaban con nerviosismo los cuellos de las chaquetas. Entonces, un paso pesado resonó a lo largo de las fachadas.

El inspector Verne se inclinó hacia delante, de forma que la mitad de su rostro emergió del marco abovedado de la puerta donde se ocultaba. Un recién llegado, vestido con un gran capote de triple cuello, acababa de aparecer por el lado de la calle Jeûneurs y subía despacio hacia el bulevar. Se trataba de un individuo paticorto y curvilíneo, casi tan ancho como alto. Un barril con piernas. Se tomó su tiempo y se acercó a cada chapero. Antes de alejarse, extendía de forma sistemática un gran puño y su interlocutor le dejaba algo en la palma de la mano. Con ese paso de tortuga, tardó casi un cuarto de hora en pasar por cada uno de los buscavidas que había en la calle y llegar hasta el porche donde se escondía el policía.

—El negocio tiene buena pinta —resopló cuando el barril ambulante estuvo casi a su altura—. ¡Aquí consigues una buena renta, por el Gran Jesús!

Si se sorprendió al verse desafiado en su propio terreno, el chulo no dejó que se notara. Se limitó a buscar en la oscuridad detrás de la puerta cochera con unos ojillos entrecerrados.

Valentin Verne dio un paso adelante para desenmascararse.

—¿Tendrás a bien conceder una breve conversación a un funcionario de servicio? Será rápido. Sé que tu tiempo es muy valioso.

Esta vez, el gordo se quedó perplejo. Giró la cabeza con brusquedad hacia ambos lados de la calle. Parecía que intentaba asegurarse de que su rebaño no les prestaba atención o, más probablemente, de que no había nadie más al acecho. Tranquilizado, sin duda, respecto a esto último, dejó que una fina sonrisa le iluminara el rostro hinchado.

—Funcionario, ¿eh? —susurró con voz melosa, y de forma inevitable sus gordos labios recordaron a Verne a dos repugnantes babosas—. Calle Jerusalén,3 supongo. ¿Antivicio o Sûreté?

—Policía Antivicio, inspector Verne. Me gustaría hacerte dos o tres preguntas.

El hombre al que el joven policía llamaba Gran Jesús arrugó los párpados con desconfianza. Era un ser engañosamente bondadoso, a veces llamativo y otras discreto, pero siempre cruel y astuto.

—¿Verne, dice usted? No lo conozco. Parece bastante joven. Sin duda, es usted nuevo en el puesto. Pero su jefe, el comisario Grondin, le habrá comentado que tenemos nuestros propios acuerdos.

—Acuerdos, vaya, vaya…

—Nunca me niego a la hora de prestar mis servicios a las autoridades. Cuando se trata de cuestiones de orden, se puede confiar en el Gran Jesús. ¡Soy un hombre de principios!

Valentin Verne mantuvo su penetrante mirada fija en el canalla, tanteó a su espalda y empujó la pesada puerta. Esta daba a un pasaje y a un patio que servía de cochera para el hotel Uzès. El oficial de policía había inspeccionado la zona a su llegada. Era un lugar solitario y perfecto para tener una conversación privada.

—Entremos un momento —dijo con un tono que no permitía replica—. Estaremos más cómodos lejos de las miradas indiscretas.

El chulo dejó de sonreír. Frunció el ceño, pero al final accedió sin protestar ni lo más mínimo. El pasaje apestaba a orina y boñigas de caballo. La única luz, tenue y grisácea, procedía del pequeño patio, donde había un gato hambriento en lo alto de una pila de excrementos. Se marchó sin más dilación en cuanto oyó los pasos de los dos hombres.

—Bueno, eso no es todo —gruñó el Gran Jesús—, tengo mis propios asuntos que atender. ¿Qué quiere exactamente de mí?

El policía se pasó el bastón por debajo de la axila izquierda y, con delicadeza, se puso los guantes de fina piel de cabra. Respondió con tono afable:

—Ya te lo he dicho: solo un poco de información. Tengo entendido, por ejemplo, que tus chicos no se limitan a pasear por la calle. He oído también que haces servicios a domicilio. ¿Es eso cierto?

Un brillo de desconfianza iluminó los ojos del chulo. Se encogió, como un luchador de feria que está a punto de recibir una paliza o que, por el contrario, reúne fuerzas para lanzarse sobre su adversario.

—Es posible —refunfuñó—. Todo buen comerciante debe adaptarse a la demanda. Pero no veo a dónde quiere llegar. Como ya le he dicho, el comisario Grondin está al corriente. Sabe que se puede confiar en mí.

Valentin Verne lo interrumpió de pronto mediante un gesto brusco con la mano. Su tono continuaba siendo propio de un diálogo pacífico entre personas del mismo entorno.

—Olvidemos por un instante a ese querido comisario. Después de todo, esto es entre nosotros. Bien, me he enterado de que os habéis especializado en la carne fresca. Niños que consigues a través del hospital Enfants-Trouvés y que entregas en los mejores barrios. ¿Es cierto?

—La gente habla demasiado —suspiró el Gran Jesús—. ¡Si prestara atención a cada chisme! Le aseguro que… —No pudo terminar. El joven inspector le había soltado una bofetada, fuerte e imprevisible. El gordo se tambaleó, más sacudido por la sorpresa que por el dolor.

—Está loco —protestó mientras se llevaba la mano a su inflamada mejilla—. ¡Le digo que me codeo con su jefe! Estoy bajo su protección.

—Las relaciones del comisario Grondin son asunto suyo —replicó con indiferencia el inspector mientras se ajustaba el pañuelo en el cuello de la camisa—. Para mí no eres más que una basura infame y te aconsejo que dejes de esquivar mis preguntas.

—¡No tiene derecho! Esto es abuso de poder. Me quejaré ante…

—El Vicario, ¿te suena de algo ese nombre? —interrumpió en seco el policía.

El Gran Jesús titubeó un instante. Puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

—¿Cómo dice usted? ¿El… Vicario? ¡Nunca había oído ese nombre! De todas formas, los curas y yo ¡no comulgamos!

—¡Respuesta equivocada! Y eso que te he advertido.

Esta vez, Valentin Verne le asestó un buen puñetazo a la altura del hígado. El otro se agachó y soltó un chillido parecido al de un cerdo. El joven lo enderezó con un gancho en todo el mentón. El Gran Jesús trastabilló hacia atrás y su cráneo se estampó contra el muro de piedra. Cualquier otra persona se habría caído de espaldas, pero, bajo su aspecto regordete, el proxeneta tenía una estructura sólida y efectiva. Soltó un tremendo bramido y se sacó un cuchillo de debajo de la chaqueta de manga ancha.

—¡Pequeño asqueroso! —gruñó, y lo apuntó con la hoja en horizontal—. Me las pagarás, quienquiera que seas. ¡Voy a sacarte las tripas de la panza!

Con una agilidad sorprendente para un hombre de su complexión, se abalanzó sobre el inspector, quien, sin el menor atisbo de miedo, esquivó el ataque con una graciosa pirueta sobre sí mismo. Con ese movimiento, acertó un fuerte golpe con el bastón en el antebrazo de su oponente, de tal forma que lo forzó a soltar su arma. Entonces, cuando el grandullón pasó por delante de él, arrastrado por el impulso, lo dobló de otro revés, esta vez en la nuca.

El Gran Jesús se desplomó sobre el empedrado del patio. Sin darle opción a recuperarse, el inspector lo puso de espaldas. Al caer, el maleante se había abierto el labio inferior. La sangre, mezclada con la baba, le manchaba la barbilla. Tenía los ojos como platos y la boca bien abierta para recuperar el aliento; se retorcía de dolor y parecía un gran mero recién sacado del agua.

Sin perder la calma, Valentin Verne lo golpeó de forma metódica con el pie y el bastón por todo el cuerpo. Actuó con una frialdad glacial y su bello rostro permaneció impasible, como si no sintiera la más mínima emoción.

El proxeneta dejó de retorcerse enseguida. De sus labios destrozados no salió más que un suave, confuso y lacrimoso gemido de sufrimiento animal que pedía clemencia. El joven policía continuó su minucioso golpeteo durante unos minutos más, y luego se arrodilló al lado de su víctima. Le agarró el rostro ensangrentado con las manos enguantadas y le pasó el dedo índice por la nariz, de la que salían mocos y fragmentos de cartílago. Después se inclinó un poco más. Su voz suave y profunda penetró en el oído del Gran Jesús:

—Un día u otro, mañana, dentro de una semana, un mes o un año, ¡da igual!, un hombre que se hace llamar el Vicario recurrirá a tus servicios. Ese día, créeme, lo mejor será que me informes de inmediato. Inspector Verne, Valentin Verne. Sobre todo, ¡recuerda bien este nombre!

3

Un barril de pólvora

Esa mañana, Valentin Verne salió temprano del edificio en el que vivía, el número 21 de la calle Cherche-Midi. Ocupaba un amplio piso en la tercera planta. Un alojamiento demasiado lujoso para un joven de veintitrés años solo con un humilde puesto de inspector. Si sus colegas hubieran sabido del estilo de vida que llevaba, seguramente tendrían envidia, pero Valentin no era de esos que estrechan lazos con facilidad. En el año transcurrido, desde que se había incorporado a la Brigada de Antivicio de la Prefectura de Policía, ningún miembro del cuerpo se le había acercado lo suficiente como para despertar el menor atisbo de confianza. En el mejor de los casos, lo ignoraban; en el peor, desconfiaban de él. Sin embargo, a pesar de su juventud, su fuerte carácter le había permitido ahorrarse, al menos hasta el momento, una hostilidad mayor.

En esa época del año y a esas horas tempranas de la mañana, una bruma envolvía París en una especie de capullo acolchado. El joven inspector se estremeció y se subió el cuello de la levita. Luego apretó el paso y balanceó su bastón con una ligereza que no reflejaba su estado de ánimo. La noche anterior, mientras salía de la Prefectura de Policía, había recibido una citación inesperada y, cuanto menos, sorprendente. El comisario Jules Flanchard, jefe de la Sûreté, quería reunirse con él a primera hora del día siguiente.

Valentin lo conocía de vista y sabía de su buena reputación, pero nunca había tenido ocasión de hablar con él. Sobre todo, a priori, él no tenía nada que ver con los casos de la Brigada de Sûreté. Vidocq, un antiguo condenado a trabajos forzados, fundó la Brigada, durante el Imperio, para atrapar a los delincuentes comunes y combatir el vicio en París. Desde 1827, cuando se sustituyó al jefe, la Brigada se estaba reestructurando y por los pasillos de la Prefectura corría el rumor de que iba a convertirse en una policía secreta encargada de vigilar y perseguir a los opositores políticos del nuevo régimen. ¿Qué tendría que ver Valentin con ese tipo de actividades?

A fuerza de planteárselo, llegó a imaginar algo muy diferente y se preguntaba si esa repentina convocatoria estaría relacionada con su comportamiento con el Gran Jesús. Su brutal enfrentamiento había tenido lugar dos días antes, por lo que, si el proxeneta gozaba de verdad de cierta protección, habría tenido tiempo de sobra para activarla. Aunque esa explicación no resultaba del todo satisfactoria. Si sus jefes pretendían recriminar a Valentin por su brutalidad, tendría que haber sido reprendido por su superior directo, el comisario Grondin, de la Brigada de Antivicio. ¿Qué tenían que ver los desmanes de un agente de ese departamento con la Sûreté?

Así, el joven se perdió en vanas conjeturas y casi estaba impaciente por encontrarse frente a Flanchard para enterarse de una vez por todas. En el cruce de la Cruz Roja, sin embargo, se entretuvo, como de costumbre, para permitirse un almuerzo rápido. Frente al puesto al aire libre de una cafetería, engulló una gran taza de un amargo brebaje con sabor a achicoria y un trozo de pan tostado con miel. Con el estómago lleno, continuó por la calle Saints-Pères y llegó al muelle Malaquais.

El sol empezaba a atravesar la espesa capa de nubes. En la orilla opuesta, bajo las Tullerías y el Louvre, una luz pálida bañaba el puerto de Saint-Nicolas. El lugar ya bullía de actividad. Mientras seguía su camino, Valentin observó el bullicio de los barqueros y estibadores que trabajaban en la fangosa orilla, y el embarque de los primeros navegantes en el barco de pasajeros que paraba en Chaillot, Auteuil y Javel. Ese paseo por los muelles en dirección a la isla de la Cité levantó el ánimo del joven inspector; le sentó bien. La citación había pasado a un segundo plano.

El Pont-Neuf, abarrotado de vendedores ambulantes, se alzaba ante él. Se abrió paso entre los vendedores vestidos de forma grotesca que ofrecían un revoltijo de chucherías, pastas y cosméticos, que servían para todo y para nada, a los todavía escasos transeúntes. Unos metros después, entró en la calle Jerusalén. La Prefectura de Policía se encontraba en el antiguo palacete de los presidentes del Parlamento de París. En el segundo piso, se dirigió a las oficinas de la Sûreté, donde un alguacil con aspecto desaliñado le pidió que esperara de pie en un pasillo oscuro. Aguardó allí unos buenos veinte minutos, el tiempo necesario para presenciar un desfile de chivatos, máscaras y personajes dignos de un desfile de carnaval.

Cuando por fin le hicieron pasar a un despacho con la pinturas envejecida, se encontró en presencia de un hombre de buen porte que estaba de espaldas a él y miraba por la ventana hacia el río. Como no parecía percatarse de su presencia, Valentin carraspeó de forma intencionada. El otro no reaccionó y permaneció inmóvil durante un largo minuto hasta que se dignó a girar sobre los talones.

El comisario Flanchard, no obstante, desprendía una especie de energía bondadosa que podía desconcertar a sus interlocutores. La melena de león, las gruesas patillas y la silueta de luchador con unos rasgos algo toscos se suavizaban gratamente con una mirada clara, un pliegue irónico en la comisura de los labios y algún que otro gesto de contención. Tomó asiento detrás de un escritorio lacado en negro y abrió un fino expediente antes de pasar rápidamente varias páginas.

—El inspector Valentin Verne —dijo finalmente de forma pausada mientras alzaba la mirada hacia su visitante—. Según esta nota, usted se incorporó a la segunda oficina de la primera división hace algo menos de trece meses. ¿Es correcto?

—Exactamente, señor comisario.

—¿Y le gusta Antivicio?

—Bueno —respondió Valentin, algo desconcertado por esa introducción—, yo mismo hice las gestiones para entrar en el departamento. Por tanto, quejarme ahora resultaría inapropiado.

Flanchard asintió y entrecerró los ojos como si quisiera examinar a su interlocutor más de cerca. Luego, con un gesto desenfadado, le señaló un asiento y le pidió que se sentara.

—Sin ánimo de ofender a mi colega Grondin —prosiguió con cierta frivolidad—, hay que reconocer que su brigada no goza de muy buena fama. Se critica la falta de disciplina de sus hombres y sus arreglillos con los encargados de los burdeles. Hay quienes los culpan por detener a mujeres honestas mientras que, al mismo tiempo, se deja en libertad, ¿para beneficio de quién?, a maleantes que no respetan ni las normas de sanidad más básicas. Le reconozco que hay muchos detractores y que no debe hacerse mucho caso a los rumores. No obstante, ya conoce el dicho: cuando el río suena…

Valentin se tensó casi sin darse cuenta. Se preguntaba si esos comentarios, tan sorprendentes en boca de un prefecto de policía, no eran más que una forma de recordarle su violento encuentro con el Gran Jesús o si Flanchard lo estaba poniendo a prueba. Ante la duda, optó por no decir nada que pudiera parecer una crítica o un respaldo a esas declaraciones. Sin embargo, su temperamento desafiante lo obligaba a ser tajante.

—Me parece que la Brigada de Sûreté tampoco se libra de las críticas. Se rumorea que hay muchos ladrones por aquí, y no solo entre los detenidos.

—¡Touché! —exclamó el comisario, que se recostó en el sillón al tiempo que cruzaba los dedos sobre su barriga—. Aunque las cosas están cambiando. Los tiempos del señor Vidocq y sus esbirros han terminado. Con gente íntegra puede hacerse una buena labor policial, sin ninguna duda.

Valentin no se molestó en asentir.

—Si me remito a los documentos que me han entregado —dijo Flanchard mientras daba golpecitos a su expediente—, usted es uno de esos hombres. Un padre rentista, fallecido hace cuatro años, que le dejó una herencia bastante jugosa. Una muy buena educación. Estudios de derecho completados de un modo brillante. Además, dice aquí que asistió a la Escuela de Farmacia de la calle de l’Arbalète.

—Solo de manera ocasional. Lo que más me gustaba eran las excursiones botánicas y los experimentos de química. Mi padre, Hyacinthe Verne, era amigo de varios profesores de la escuela. Eso me permitió seguir algunas clases con bastante libertad.

—Y lo felicito por ello. Derecho, ciencia… Tiene usted una cabeza no solo bien formada, sino también llena de conocimiento. Sería una pena seguir desaprovechando esas virtudes.

—¿A qué se refiere?

El comisario levantó el dedo índice, justo por encima de su cabeza.

—Sus cualidades ya son notorias en las altas esferas y ayer recibí una notificación de traslado para usted.

—¿Un traslado?

—Queda temporalmente bajo mis órdenes y se integra en la Brigada de la Sûreté. Tengo un caso bastante delicado entre manos y quieren confiar la investigación a un inspector fiable, discreto y que no pueda considerarse sospechoso de inclinaciones políticas. Supongo que usted encaja con esa descripción. ¿Qué opina?

Valentin no esperaba en absoluto el giro que adquiría la conversación. La idea de un traslado, aunque fuera por poco tiempo, no le gustaba lo más mínimo. En Antivicio, tenía tiempo libre para perseguir al Vicario, y no estaba seguro de disfrutar de esa misma libertad en el futuro. Sin embargo, puesto que la decisión del cambio de servicio ya estaba tomada, no servía de nada manifestar su descontento. Más le valía aparentar que aceptaba la situación de buen grado.

—¿Puedo saber más sobre ese delicado asunto que acaba de mencionar?

—¡Por supuesto! De todos modos, antes de irse, recibirá el informe elaborado a partir de las primeras averiguaciones y testimonios recogidos in situ. En resumen, se trata de la muerte inesperada del hijo de un hombre distinguido, Charles-Marie Dauvergne, recién elegido miembro de la Cámara. Todo indica que se trata de un suicidio, pero las circunstancias son un poco desconcertantes, y la propia familia ha pedido una investigación en profundidad.

—¿Hay sospechas de asesinato?

Flanchard agitó la mano con energía. Era como si quisiera borrar esa última palabra que Valentin había pronunciado.

—No, no, yo no iría tan lejos. Digamos que esta muerte escapa al sentido común y que había bastante gente en el lugar de los hechos como para que circularan las versiones más fantasiosas. Sin embargo, dado el estatus político del padre, sería inoportuno que algunas personas se tomaran la libertad de darle demasiada importancia al caso. De ahí la necesidad de averiguar lo ocurrido y calmar las aguas lo antes posible. No hace falta que le recuerde los excesos que produjo la misteriosa desaparición, este verano, del príncipe de Condé.

Aunque llevaba una existencia más bien marginal, Valentin había oído rumores sobre ese reciente escándalo. El anciano príncipe de sangre real apareció colgado de la falleba de la ventana, en su habitación del castillo de Saint-Leu. Dado que su testamento designaba como único heredero al duque de Aumale, hijo de Luis Felipe, los partidarios de Carlos X no habían tardado en acusar al nuevo rey de haber ordenado el asesinato para quedarse con la inmensa fortuna. La investigación seguía abierta y a la espera de nuevas aportaciones; la opinión pública se inclinaba por las hipótesis del suicidio o del crimen enmascarado.4

—Se dice que los legitimistas están dispuestos a hacer cualquier cosa para desacreditar al nuevo poder —señaló Valentin—. La rama más antigua de los Borbones no ha soportado que los remplazaran sus primos de Orleans.

El comisario Flanchard dio unos pasos alrededor de su escritorio, abrió un poco la ventana y se situó frente a esta. Tenía las manos cruzadas en la espalda y respiraba profundamente. Daba la impresión de intentar captar, con solo olerlo, el ambiente parisino en toda su complejidad; con sus pasiones, tensiones y luchas subterráneas. Tras aquel breve lapso, se volvió y emitió un largo suspiro.

—Si solo tuviéramos que preocuparnos por los carlistas5 —soltó—, el mantenimiento del orden sería pan comido. Pero el Régimen es todavía muy frágil y los republicanos aún no han digerido el resultado de la Revolución de Julio. Sabemos que algunos han formado sociedades secretas y están buscando cualquier oportunidad para desestabilizar el trono. Hace diez días los vimos de nuevo en acción.

—Imagino que se refiere a la marcha de los amotinados en Vincennes.

—¡Pues claro! Esos locos están desesperados por matar a los ministros encarcelados. Están convencidos de que supondría una ruptura con los partidarios de Carlos X y las potencias europeas. Lo que quieren es una huida hacia delante; el regreso del terror revolucionario. Incluso aunque eso implicara incendiar el reino y sumirlo en una guerra perdida contra una Europa unida.

Tras la Revolución de Julio, cuatro ministros de Carlos X, entre ellos el príncipe de Polignac, antiguo presidente del Consejo, fueron detenidos mientras intentaban huir al extranjero. Su juicio por alta traición debía comenzar en diciembre ante la Cámara de los Pares. El resultado del juicio se había convertido en un desafío importante para las diferentes facciones políticas del país. A principios de octubre, la Cámara de Diputados, en un intento de apaciguar a la opinión pública, había aprobado un requerimiento en el que se pedía al Rey que presentara un proyecto de abolición de la pena de muerte en materia política. Fue lo que faltaba para levantar una tormenta de indignación entre las filas republicanas. Los más extremistas invadieron el Palais-Royal, luego fueron hacia el fuerte de Vincennes para sacar a los ministros del calabozo y pasarlos por las armas de inmediato. Solo la enérgica intervención de la Guardia Nacional consiguió acabar con la revuelta.

—Entonces, ¿teme que la muerte del hijo de Dauvergne sirva de pretexto para nuevos disturbios? —preguntó Valentin.

—Digamos que, cuanto menos, parece posible. París será un polvorín hasta que se celebre el juicio de los ministros. Esperan de nosotros… —Flanchard mostró una sonrisa fugaz y señaló a su interlocutor antes de corregirse—. Yo espero de usted que arranque esa posible mecha. ¡Ahora váyase y muéstrese a la altura de mi confianza!

4

Diario de Damien

¿Qué sentido tiene dejarlo todo por escrito? ¿Qué puedo esperar que ocurra con el rasgar de mi pluma en el silencio de esta sala? ¿A dónde pueden llevarme estos ríos de tinta en páginas blancas? ¿Es esta la salida que estoy buscando? ¿Un paso de la oscuridad a la luz? ¿De la nada a la vida?

¡Quimeras!

A veces siento que nunca salí de ese sótano ni de esa oscuridad, pues esa boca de tinieblas me capturó y me engulló. La oscuridad no solo me rodea; también se halla en mi interior. En todas partes. En todo momento, para siempre. Se ha convertido en mi otra parte. La más profunda. Esa que permanece oculta. Esa en la que avanzo a tientas incluso a plena luz del sol, como un ciego que vaga por su noche infinita.

Nunca releo lo que escribo. ¿De qué serviría? Dejo que mi mano haga el trabajo, las frases se arrastran por el papel, sinuosas, como si fueran serpientes que se retuercen en la nieve. Me conformo con observar desde la distancia cómo esos sombríos reptiles se entrelazan. Tal vez, a fuerza de esperar, me conduzcan hasta ese rostro que tanto ansío y que me rehúye desde que tengo memoria… El rostro de quien fue mi madre.

A veces, cuando vuelvo de un sueño, tengo la impresión de poder retenerlo. No hay más que esos trozos de cristal, afilados y cortantes, esparcidos a mi alrededor. Cientos de fragmentos que primero se dispersan y luego se ordenan movidos por una fuerza invisible, como si fueran virutas de hierro imantadas. Una imagen toma forma poco a poco. Distingo un óvalo perfecto, un cabello largo que se ondula con suavidad y me recuerda a las algas que languidecen bajo la superficie del agua. Los trazos van encajando, pero al final siempre falta una pieza en el centro de ese espejo casi reconstruido. Corro el riesgo de herirme y paso las palmas de las manos por el suelo, en busca del fragmento perdido. ¡Es inútil! Y, desesperado, cuando me levanto para intentar superponer mi propio reflejo en el rostro aún inaccesible de mi madre, la superficie pulida vuelve a romperse. Una lluvia de esquirlas de vidrio me acribilla el cuerpo que, con mil cortes, sangra en la oscuridad.

No conocí a mis padres. Lo poco que sé de ellos lo averigüé tarde, cuando ya era un adulto. Una serie de pistas me hacen sospechar que mi padre era un rico comerciante o un rentista parisino, probablemente casado con otra mujer. Mi madre trabajaba como lavandera en el barrio de Saint-Antoine. Me abandonó, cuando yo era un bebé, en el torno6 de un hospicio parisino. Me metieron una partida de nacimiento dentro del pañal, con mi nombre y apellido. Al cabo de un mes, las hermanas de la Caridad me buscaron una madre nodriza y me dieron en acogida a unos guardabosques de Morvan, a los que simplemente les proporcionaron mi nombre de pila: Damien. Seis letras como único viático. No es mucho para labrarse un futuro en la vida.

¡Miserables!

La pareja que me acogió no tenía más hijos. Ella había dado a luz a una niña dos meses antes de mi llegada, pero el parto había resultado muy difícil. El bebé solo sobrevivió unos días y la mujer ya no podía quedarse embarazada. En retrospectiva, creo que me acogieron por un reflejo de supervivencia, como un hombre que cae al agua se lanza hacia el primer objeto flotante que encuentra para no ahogarse. Habían sentido la necesidad de luchar contra su fatídico destino, de llenar ese horrible vacío en su hogar; un oscuro abismo que amenazaba con engullirlos. Años más tarde, me di cuenta de que tal vez tuvieran sentimientos encontrados hacia mí. Después de todo, ocupé el lugar de su hija, pero nunca, en todo el tiempo que estuve con ellos, sentí rencor alguno por su parte. Se ocuparon de mí lo mejor que pudieron. Y les debo el haber sobrevivido a las vicisitudes de una buena parte de mi infancia.