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La nueva y deslumbrante novela de una de las autoras más vendidas del panorama literario internacional: un thriller absorbente que mezcla el suspense psicológico con la investigación de un misterio sin resolver. Dos niñas son obligadas a internarse en el bosque a punta de pistola. Una huye para salvar su vida. La otra se queda atrás. Transcurridos veintiocho años, Charlie se ha convertido en abogada siguiendo los pasos de su padre. Es la hija ideal. Pero cuando la violencia vuelve a cebarse en Pikeville y una espantosa tragedia azota la localidad, Charlie se ve inmersa en una pesadilla. No solo es la primera persona en llegar a la escena del crimen, sino que el caso desata los recuerdos que ha intentado mantener a raya durante casi tres décadas. Porque la sorprendente verdad sobre el acontecimiento que destruyó su familia no puede permanecer oculta eternamente. Repleta de giros y vuelcos inesperados y rebosante de emoción, La buena hija es una novela apasionante: suspense en estado puro. La oscuridad y el pasado están muy presentes en este escalofriante thriller. Karin Slaughter, desde el corazón y con todo su talento, te atrapa desde la primera hasta la última página. Camilla Läckberg Repleta de giros y vuelcos inesperados y rebosante de emoción, La buena hija es una novela apasionante: suspense en estado puro. La sigo y la seguiré en todos sus libros. Gillian Flynn Novela negra en estado puro. Michael Connelly La escritora de thrillers más audaz del momento.
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Seitenzahl: 831
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La buena hija
Título original: The Good Daughter
© 2017, Karin Slaughter
© 2017, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Traductora: Victoria Horrillo Ledesma
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: Diego Rivera
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com y Shutterstock
ISBN: 978-84-9139-184-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Cita
Jueves, 16 de marzo de 1989
Lo que le ocurrió a Samantha
28 años después
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Lo que le ocurrió a Charlotte
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Lo que de verdad le ocurrió a Charlie
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Lo que fue de Sam
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Lo que tú llamas mi lucha por resignarme (…) no es una lucha por resignarme, sino por asumir mi suerte, y con pasión. Quiero decir, quizá, con alegría. Imagíname con los dientes apretados, persiguiendo la felicidad, armada, además, de pies a cabeza, como si fuera una empresa sumamente peligrosa.
Flannery O’Connor
Samantha Quinn sentía dentro de las piernas el aguijoneo de un millar de avispas mientras corría por el largo y desolado camino que llevaba a la granja. El ruido que hacían sus deportivas al golpear la tierra estéril retumbaba al compás de su corazón desbocado. El sudor había convertido su coleta en una gruesa maroma que fustigaba sus hombros. Los huesos de sus tobillos, delicados como ramitas, parecían a punto de quebrarse.
Apretó el paso, tragando a grandes bocanadas el aire reseco, precipitándose hacia delante en un doloroso esprint.
Delante de ella, Charlotte permanecía a la sombra de su madre. Todos se hallaban a la sombra de su madre. Gamma Quinn era una figura imponente: inquietos ojos azules, cabello corto y oscuro, la piel tan blanca como un sobre, y una lengua afilada siempre lista para infligir cortes en lugares inconvenientes, cortes que no por minúsculos dejaban de ser dolorosos. Incluso desde aquella distancia, Samantha veía la fina línea de sus labios contraídos en una expresión de censura, la vista fija en el cronómetro que sostenía en la mano.
El tictac de los segundos resonaba dentro de la cabeza de Samantha. Se obligó a correr más aprisa. Los tendones de sus piernas lanzaron un gemido agudo. Las avispas pasaron a sus pulmones. Sentía en la mano el tacto resbaladizo del testigo de plástico.
Veinte metros. Quince. Diez.
Charlotte se colocó en posición. Apartando el cuerpo de ella y fijando la vista adelante, empezó a correr. Estiró el brazo derecho hacia atrás, sin mirar, y esperó a sentir el golpe del testigo en la palma de la mano para empezar a correr su manga.
Era el pase a ciegas. La entrega del testigo requería confianza y coordinación y, como había sucedido una y otra vez en la última hora, ninguna de ellas estaba a la altura de las circunstancias. Charlotte vaciló y miró hacia atrás. Samantha se impulsó hacia delante. El testigo de plástico se deslizó por la muñeca de Charlie siguiendo la marca roja de la piel desgarrada, igual que había hecho otras veinte veces antes.
Charlotte gritó. Samantha dio un traspié. El testigo cayó al suelo. Gamma profirió un sonoro exabrupto.
—Ya está bien por hoy. —Gamma se metió el cronómetro en el bolsillo del mono y echó a andar hacia la casa con paso decidido, las plantas de los pies descalzos enrojecidas por la tierra del descampado.
Charlotte se frotó la muñeca.
—Gilipollas.
—Idiota. —Samantha trató de llenarse de aire los pulmones temblorosos—. No tienes que mirar atrás.
—Y tú no tienes que rajarme el brazo.
—Se llamaba «traspaso a ciegas», no «traspaso a lo loco».
La puerta de la cocina se cerró de golpe. Miraron ambas la casa de labranza centenaria, un extenso y destartalado monumento a los tiempos en que no eran necesarios arquitectos colegiados ni permisos de obra. El sol poniente no suavizaba precisamente la desproporción de sus ángulos. Con el paso de los años, apenas se había aplicado la obligada mano de pintura blanca. Lacias cortinas de encaje colgaban de las ventanas manchadas. La puerta delantera, descolorida por más de un siglo de amaneceres de Georgia del Norte, había adquirido un tono gris semejante al de la madera que el mar arrojaba a las playas. El tejado se combaba hacia dentro, como una manifestación física del peso que soportaba la casa desde que los Quinn se habían instalado en ella.
Dos años y una vida entera de discordias separaban a Samantha de su hermana de trece años, la menor de las dos. Sabía, sin embargo, que en aquel momento al menos las dos pensaban lo mismo: «Quiero irme a casa».
Su casa era un rancho de ladrillo rojo, más cercano a la ciudad. Eran sus habitaciones infantiles, decoradas con pósteres y pegatinas y, en el caso de Charlotte, también con rotulador fluorescente de color verde. Su casa era un pulcro cuadrángulo de hierba como jardín delantero, no un descampado árido y arañado por las gallinas, con un camino de entrada de setenta y cinco metros de largo para poder ver desde lejos quién se acercaba.
En su casa de ladrillo rojo, nunca veían por anticipado quién venía de visita.
Solo habían pasado ocho días desde que sus vidas se vinieron abajo, pero parecía que hacía siglos. Esa noche, Gamma, Samantha y Charlotte habían ido andando al colegio, a una competición de atletismo. Su padre, Rusty, estaba trabajando, como siempre.
Más tarde, un vecino recordó haber visto un coche negro desconocido circulando lentamente por la calle. Nadie, en cambio, vio el cóctel molotov cruzar el ventanal de la casa de ladrillo rojo. Nadie vio el humo salir por los aleros del tejado, ni las llamas lamiendo el tejado. Cuando se dio la voz de alarma, la casa de ladrillo había quedado reducida a un foso negro y humeante.
Ropa. Pósteres. Diarios. Animales de peluche. Deberes escolares. Libros. Dos pececitos. Dientes de leche perdidos. Ahorros de cumpleaños. Barras de labios robadas. Cigarrillos escondidos. Fotos de boda. Fotos de bebés. Una cazadora de cuero de chico. Una carta de amor del mismo chico. Cintas grabadas. CD, un ordenador, un televisor y una casa.
—¡Charlie! —Gamma apareció en el umbral de la puerta de la cocina. Tenía los brazos en jarras—. ¡Ven a poner la mesa!
Charlotte se volvió hacia Samantha y le dijo:
—¡Última palabra! —Y echó a correr hacia la casa.
—Imbécil —masculló Samantha.
No se decía la última palabra sobre algo con solo decir «última palabra».
Avanzó más lentamente hacia la casa, con las piernas embotadas, porque ella no era la idiota que era incapaz de estirar el brazo hacia atrás y esperar a que le pusieran el testigo en la mano. No entendía por qué Charlotte era incapaz de aprender aquel sencillo pase.
Dejó los zapatos y los calcetines junto a los de Charlotte, en el escalón de la cocina. Dentro de la casa, el aire parecía estancado y húmedo. «Inhospitalaria», fue el primer adjetivo que se le vino a la cabeza al entrar en la casa. Su anterior ocupante, un soltero de noventa y seis años, había muerto el año anterior en el dormitorio de la planta baja. Un amigo de su padre les había prestado la granja hasta que arreglaran las cosas con su compañía de seguros. Si es que podían arreglarlas. Por lo visto, había cierto desacuerdo respecto a si la conducta de su padre había dado pie al incendio o no.
El tribunal de la opinión pública ya había emitido su veredicto, razón por la cual, posiblemente, el propietario del motel en el que se habían alojado la semana anterior les había pedido que buscaran otro lugar donde alojarse.
Samantha cerró de golpe la puerta de la cocina porque era el único modo de asegurarse de que se cerraba del todo. Sobre el fogón de color verde aceituna reposaba una cazuela con agua. Sobre la encimera de melamina marrón había un paquete de espaguetis sin abrir. En la cocina, el lugar más inhóspito de la casa, el ambiente era húmedo y sofocante. En aquella habitación, ni un solo objeto convivía en armonía con el resto. La vieja nevera pedorreaba cada vez que abrías la puerta. El cubo que había debajo de la pila temblaba espontáneamente. En torno a la temblorosa mesa de aglomerado había un batiburrillo de sillas desparejadas. Las torcidas paredes de yeso presentaban manchas blancas allí donde antaño habían colgado viejas fotografías.
Charlotte le sacó la lengua mientras arrojaba platos de papel sobre la mesa. Samantha cogió un tenedor de plástico y se lo lanzó a la cara a su hermana.
Charlotte sofocó un grito, pero no de indignación.
—¡Ostras! ¡Ha sido alucinante!
El tenedor había volado por el aire describiendo un elegante bucle y había ido a incrustarse entre sus labios. Cogió el tenedor y se lo ofreció a Samantha.
—Friego los platos si consigues hacerlo dos veces seguidas.
—Si tú consigues hacerlo una sola vez, yo los friego una semana —replicó Samantha.
Charlotte entornó un ojo y apuntó. Samantha estaba intentando olvidarse de lo estúpido que era invitar a su hermana pequeña a tirarle un tenedor a la cara cuando entró su madre llevando una caja de cartón grande.
—Charlie, no le tires los cubiertos a tu hermana. Sam, ayúdame a buscar esa sartén que compré el otro día.
Gamma dejó la caja sobre la mesa. Por fuera ponía TODO A UN DÓLAR. Había varias decenas de cajas todavía medio llenas dispersas por toda la casa. Formaban un laberinto por pasillos y habitaciones, llenas de cachivaches comprados por unos centavos en tiendas de segunda mano y chamarilerías.
—Pensad en la cantidad de dinero que nos estamos ahorrando —había proclamado mientras sostenía una camiseta de color morado en la que se leía: ¿Verdad que soy especial?
Por lo menos eso creía Samantha que ponía en la camiseta. Estaba demasiado concentrada en esconderse en un rincón con Charlotte, avergonzadas ambas porque su madre esperara que se pusieran la ropa de otra gente. Los calcetines de otras personas. Hasta la ropa interior de desconocidos, hasta que, por fortuna, su padre le había puesto coto.
—¡Por amor de Dios! —le había gritado Rusty a Gamma—. ¿Por qué no nos coses unos vestidos con tela de saco y ya está?
A lo que Gamma había respondido mordazmente:
—¿Ahora también quieres que aprenda a coser?
Ahora sus padres discutían por cosas nuevas, porque ya no quedaban cosas viejas por las que discutir. La colección de pipas de Rusty. Sus sombreros. Sus libros de Derecho desperdigados por toda la casa, acumulando polvo. Las revistas y los artículos de investigación de Gamma, cubiertos de subrayados rojos, de círculos y anotaciones. Sus Keds, que siempre se quitaba junto a la puerta de entrada. Las cometas de Charlotte. Las horquillas de Samantha. La sartén de la madre de Rusty también había desaparecido. Y la olla verde que les regalaron en su boda. El tostador que siempre olía a quemado. El viejo reloj de la cocina, con aquellos ojos que se movían de un lado a otro. Las perchas donde colgaban sus chaquetas. La pared a la que estaban atornilladas. La ranchera de Gamma, que yacía como un dinosaurio fosilizado en la negra caverna que antes era el garaje.
La casa de labranza contenía cinco sillas endebles que no se vendieron en la subasta que liquidó los bienes del granjero, una mesa desvencijada demasiado barata para ser considerada una pieza de anticuario y un gran chifonier encajado en un armario pequeño que, según decía su madre, habría que encargarle a Tom Robinson que convirtiera en leña a cambio de cinco centavos.[1]
Dentro del chifonier no había nada colgado. Tampoco había nada doblado en los cajones del aparador del cuarto de estar, ni colocado en las altas estanterías de la despensa.
Hacía dos días que se habían mudado a la granja, pero aún no habían vaciado prácticamente ninguna caja. El pasillo que salía de la cocina era una jungla de cajas mal etiquetadas y sucias bolsas de papel marrón que no podían vaciarse hasta que limpiaran los armarios, y no limpiarían los armarios hasta que Gamma las obligara a hacerlo. En la planta de arriba, los colchones descansaban sobre el suelo desnudo. Cajas puestas del revés servían para sostener las lámparas resquebrajadas a cuya luz leían, y los libros que leían ya no eran preciadas posesiones, sino préstamos de la librería pública de Pikeville.
Samantha y Charlotte lavaban a mano cada noche sus mallas de correr, sus sujetadores deportivos, sus calcetines cortos y sus camisetas del equipo de atletismo, porque se contaban entre las poquísimas posesiones que se habían salvado de la quema.
—Sam. —Gamma señaló la máquina de aire acondicionado de la ventana—. Enciende ese cacharro para que se mueva un poco el aire aquí dentro.
Samantha observó el gran cajón de chapa hasta que dio con el botón de encendido. Empezó a oírse el ronroneo del motor. A través de la rejilla comenzó a salir un aire frío que olía ligeramente a pollo frito mojado. Samantha miró por la ventana, que daba al lateral del terreno. Cerca del destartalado establo había un tractor oxidado. A su lado, medio enterrada, se veía una herramienta agrícola de uso desconocido. El Chevette de su padre estaba cubierto por una costra de polvo, pero al menos no se había derretido hasta pegarse al suelo del garaje, como la ranchera de su madre.
—¿A qué hora tenemos que ir a buscar a papá al trabajo? —le preguntó a Gamma.
—Le traerá alguien del juzgado. —Gamma miró a Charlotte, que silbaba alegremente, absorta, mientras trataba de hacer un avión con un plato de papel—. Hoy tenía el caso ese.
«El caso ese».
Aquellas palabras rebotaron dentro de la cabeza de Samantha. Su padre siempre tenía algún caso entre manos, y siempre había gente que le odiaba por ello. No había ni un solo presunto delincuente en Pikeville, Georgia, al que Rusty Quinn no defendiera. Traficantes de droga. Violadores. Asesinos. Atracadores. Ladrones de coches. Pederastas. Secuestradores. Ladrones de bancos. Los sumarios de sus casos se leían como novelas de kiosco que siempre acababan igual: es decir, mal. Los vecinos del pueblo apodaban a Rusty «el abogado de los condenados», como al insigne jurista Clarence Darrow, aunque, que Samantha supiera, nadie había incendiado la casa de Clarence Darrow por sacar a un presunto asesino del corredor de la muerte.
Por eso había sido el incendio.
Ezekiel Whitaker, un negro acusado erróneamente de asesinar a una mujer blanca, había salido de la cárcel el mismo día en que una botella de queroseno encendida había sido arrojada por el ventanal de la casa de los Quinn. Por si acaso el mensaje no quedaba claro, el incendiario había pintado con espray AMANTE DE LOS NEGROS a la entrada de la casa.
Y ahora Rusty estaba defendiendo a un hombre acusado de secuestrar y violar a una chica de diecinueve años. Tanto el hombre como la chica eran blancos, pero aun así los ánimos estaban soliviantados porque el acusado pertenecía a una familia marginal y la víctima era de buena familia. Rusty y Gamma nunca hablaban abiertamente del caso, pero los pormenores del crimen eran tan sórdidos que los rumores que corrían por la localidad se habían colado por debajo de la puerta y las rejillas de ventilación y se habían introducido en sus oídos por la noche, cuando trataban de dormir.
«Penetración con un objeto desconocido».
«Retención ilegal».
«Delitos contra natura».
Había en los archivos de Rusty fotografías que incluso Charlotte, pese a su curiosidad innata, sabía que no debía mirar, porque algunas de ellas mostraban a la chica colgada en el granero, frente a la casa de su familia, porque lo que le hizo aquel hombre era tan espantoso que no podía seguir viviendo con ese recuerdo y se había quitado la vida.
Samantha iba al colegio con el hermano de la víctima. Era dos años mayor que ella, pero, como todo el mundo, sabía quién era Rusty, y recorrer el pasillo flanqueado de taquillas era como recorrer la casa de ladrillo rojo mientras las llamas le arrancaban la piel.
El fuego solo la había despojado de su cuarto, de su ropa y de sus pintalabios robados. Pero Samantha había perdido también al chico al que pertenecía la cazadora de cuero, a los amigos que solían invitarla a fiestas, al cine y a dormir en sus casas. Hasta su querido entrenador de atletismo, con el que entrenaba desde sexto curso, empezó a alegar, poniendo excusas, que no tenía tiempo de seguir entrenándola.
Gamma le dijo al director que iba a sacar a las chicas del colegio y a quitarlas de atletismo para que la ayudaran con la mudanza, pero Samantha sabía que era porque Charlotte volvía a casa llorando todos los días desde el incendio.
—Vaya mierda. —Gamma cerró la caja de cartón, renunciando a encontrar la sartén—. Espero que no os importe cenar vegetariano esta noche, chicas.
A ninguna de las dos le importaba porque carecía de importancia. Gamma no solo cocinaba de pena, sino que reaccionaba con agresividad hacia todo lo que tuviera que ver con la cocina. Odiaba las recetas. Tenía la guerra declarada a las especias. Como un gato montés, se erizaba instintivamente ante cualquier intento de domesticación.
A Harriet Quinn no la llamaban Gamma porque de pequeña le costara pronunciar la palabra «mamá», sino porque tenía dos doctorados, uno en física y otro en una materia igual de sesuda de la que Samantha nunca se acordaba pero que, según creía, tenía algo que ver con los rayos gamma. Su madre había trabajado para la NASA y luego en el Fermilab, en Chicago, hasta que decidió regresar a Pikeville para hacerse cargo de sus padres moribundos. Si existía una historia romántica acerca de cómo Gamma renunció a su prometedora carrera científica para casarse con un abogado de pueblo, Samantha nunca la había oído.
—Mamá. —Charlotte se sentó a la mesa con la cabeza entre las manos—. Me duele el estómago.
—¿No tienes deberes? —preguntó Gamma.
—De química. —Charlotte levantó la mirada—. ¿Puedes ayudarme?
—No es astrofísica. —Gamma echó los espaguetis en la cazuela de agua fría que había sobre el fogón. Giró el mando para encender el gas.
Charlotte cruzó los brazos por debajo de la cintura.
—¿Qué quieres decir: que como no es astrofísica debería ser capaz de hacerlos yo sola o que tú solo sabes de astrofísica y por tanto no puedes ayudarme?
—Hay demasiadas subordinadas en esta frase. —Gamma prendió una cerilla para encender el fuego. Su súbito silbido chamuscó el aire—. Ve a lavarte las manos.
—Creo que te he hecho una pregunta válida.
—Ahora mismo.
Charlotte gruñó melodramáticamente al levantarse de la mesa y echó a andar fatigosamente por el largo pasillo. Samantha oyó que se abría una puerta y que acto seguido se cerraba. Luego oyó abrirse y cerrarse otra.
—¡Jopé! —gritó Charlotte.
Había cinco puertas en el largo pasillo, todas ellas colocadas ilógicamente. Una conducía a un sótano sórdido. Otra, a un armario. Otra, la del medio, daba inexplicablemente al minúsculo dormitorio de la planta baja en el que había muerto el granjero. Otra conducía a la despensa. La restante era la del cuarto de baño y, a pesar de que llevaban dos días en la granja, ninguna de las tres era capaz de recordar a largo plazo dónde se hallaba.
—¡La encontré! —anunció Charlotte, como si hubieran estado esperando con el alma en vilo.
—Dejando a un lado la gramática —comentó Gamma—, algún día será una excelente abogada. Espero. Si no le pagan por discutir, no le pagarán por nada.
Samantha sonrió al pensar en su hermana, tan chapucera y desordenada, vistiendo chaqueta de traje y portando un maletín.
—¿Y yo? ¿Qué voy a ser?
—Lo que quieras, mi niña, pero no aquí.
Aquel tema salía a relucir cada vez con más frecuencia últimamente: el deseo de Gamma de que Samantha se marchara, huyera de allí, de que se dedicara a cualquier cosa menos a lo que solían dedicarse las mujeres de Pikeville.
Gamma nunca había encajado entre las madres de Pikeville, ni siquiera antes de que el trabajo de su marido las convirtiera en unas apestadas. Vecinas, maestras, gente de la calle, todo el mundo tenía su opinión acerca de Gamma Quinn y rara vez era positiva. Era más lista de la cuenta. Era una mujer difícil. No sabía cuándo mantener el pico cerrado. Se negaba a integrarse.
Cuando Samantha era pequeña, a su madre le había dado por correr. Como le sucedía con todo, se había aficionado al deporte mucho antes de que se pusiera de moda. Corría maratones los fines de semana y hacía gimnasia delante del televisor viendo vídeos de Jane Fonda. Pero no eran únicamente sus proezas deportivas lo que exasperaba a la gente. Era imposible derrotarla al ajedrez, al Trivial Pursuit o incluso al Monopoly. Se sabía todas las preguntas de los concursos televisivos. Sabía cuándo usar «le» y cuándo usar «lo». No soportaba las imprecisiones. Despreciaba la religión organizada. Y, en las reuniones sociales, tenía la extraña costumbre de ponerse a hablar de datos rocambolescos.
«¿Sabíais que los pandas tienen los huesos de las muñecas más grandes de lo normal?».
«¿Sabíais que las vieiras tienen varias filas de ojos a lo largo del manto?».
«¿Sabíais que el granito del interior de la Estación Central de Nueva York emite más radiación que la que se considera aceptable en una planta nuclear?».
Que Gamma estuviera contenta, que disfrutara de la vida, que estuviera orgullosa de sus hijas y quisiera a su marido, todo eso eran fragmentos de información aislados e inconexos dentro de ese puzle de mil piezas que era su madre.
—¿Por qué tarda tanto tu hermana?
Samantha se recostó en su silla y miró por el pasillo. Las cinco puertas seguían cerradas.
—A lo mejor se ha ido por el desagüe.
—En una de esas cajas hay un desatascador.
Sonó el teléfono, el nítido tintineo de una campanilla dentro del anticuado teléfono de disco colgado de la pared. En la otra casa tenían un teléfono inalámbrico y un contestador que registraba todas las llamadas entrantes. La primera vez que Samantha oyó la palabra «joder» fue en el contestador. Estaba con su amiga Gail, de la casa de enfrente. Estaba sonando el teléfono cuando entraron por la puerta delantera, pero no le dio tiempo a contestar y la máquina hizo los honores.
«Rusty Quinn, voy a joderte la vida, chaval. ¿Me has oído? Voy a matarte y a violar a tu mujer y a arrancarles la piel a tus hijas como si estuviera desollando a un puto ciervo, pedazo de mierda hijo de puta».
El teléfono sonó una cuarta vez. Y una quinta.
—Sam —dijo Gamma en tono severo—. No dejes que conteste Charlie.
Samantha se levantó de la mesa, refrenándose para no decir «¿Y yo qué?». Levantó el teléfono y se lo acercó a la oreja. Metió automáticamente la barbilla y apretó los dientes como si se preparara para encajar un puñetazo.
—¿Diga?
—Hola, Sammy-Sam. Pásame con tu madre.
—Papá —dijo Samantha con un suspiro, y entonces vio que Gamma le hacía un gesto negando con la cabeza—. Acaba de subir a darse un baño. —De pronto cayó en la cuenta de que era la misma excusa que le había dado horas antes—. ¿Quieres que le diga que te llame?
—Parece que nuestra Gamma se preocupa mucho por su higiene últimamente —comentó Rusty.
—¿Desde que se quemó la casa, quieres decir? —Las palabras se le escaparon antes de que pudiera morderse la lengua.
El agente de su seguro de hogar no era el único que culpaba a Rusty Quinn del incendio.
Su padre se rio.
—Bueno, te agradezco que no hayas hecho ese comentario hasta ahora. —Se oyó el chasquido de su encendedor al otro lado de la línea. Por lo visto, su padre había olvidado que había jurado sobre la Biblia que iba a dejar de fumar—. Oye, cielo, dile a Gamma cuando salga de la bañera que voy a decirle al sheriff que os mande un coche.
—¿Al sheriff? —Samantha trató de transmitirle su pánico a Gamma, pero su madre no se dio la vuelta—. ¿Es que pasa algo?
—No, nada, cariño. Solo que aún no han cogido a ese mal bicho que nos quemó la casa y hoy ha salido en libertad otro inocente y hay algunas personas que tampoco se lo han tomado a bien.
—¿Te refieres al hombre que violó a la chica que se mató?
—Las únicas personas que saben lo que le pasó a esa chica son ella, el que cometió el crimen y Dios, que está en los cielos. No pretendo ser ninguna de esas personas y creo que tú tampoco deberías pretenderlo.
Samantha odiaba que su padre pusiera aquella voz de abogado de pueblo haciendo su alegato final.
—Papá, se ahorcó en un granero. Eso es un hecho probado.
—¿Por qué todas las mujeres de mi vida me llevan la contraria? —Rusty tapó el teléfono con la mano y habló con otra persona.
Samantha oyó la risa ronca de una mujer. Lenore, la secretaria de su padre. A Gamma nunca le había caído bien.
—Bueno —dijo Rusty—, ¿sigues ahí, tesoro?
—¿Dónde iba a estar, si no?
—Cuelga el teléfono —dijo Gamma.
—Nena. —Rusty expelió una bocanada de humo—. Dime qué puedo hacer para que las cosas mejoren y lo haré inmediatamente.
Un viejo truco de abogado: dejar que fuera el otro quien resolviera el problema.
—Papá, yo…
Gamma apretó bruscamente la palanca del teléfono, poniendo fin a la llamada.
—Mamá, estábamos hablando.
Gamma siguió con los dedos apoyados en el teléfono. En lugar de explicarse, dijo:
—Piensa de dónde viene la expresión «colgar el teléfono». —Le quitó el teléfono de la mano y lo colgó del soporte—. De este modo, la expresión «descolgar el teléfono» tiene su sentido. Y, naturalmente, tú ya sabes que este gancho es una palanca que, al bajar, abre el circuito indicando que puede recibirse una llamada.
—El sheriff va a mandar un coche —dijo Samantha—. O papá va a pedirle que lo mande.
Gamma puso cara de escepticismo. El sheriff no sentía mucha simpatía por los Quinn.
—Tienes que lavarte las manos para cenar.
Samantha sabía que era absurdo tratar de seguir hablando con ella, a menos que quisiera que su madre buscara un destornillador, abriera el teléfono y le explicara cómo funcionaba el circuito, lo que había sucedido con incontables aparatos domésticos en el pasado. Gamma era la única madre del barrio que cambiaba el aceite de su coche.
Aunque ya no vivían en un barrio.
Samantha tropezó con una caja en el pasillo. Se agarró los dedos de los pies como si apretándolos pudiera extraer el dolor. Tuvo que ir cojeando hasta el cuarto de baño. Se cruzó con su hermana por el camino. Charlotte le dio un puñetazo en el brazo porque así era ella.
La muy mocosa había cerrado la puerta y Samantha se equivocó una vez antes de encontrar la del baño. El váter, instalado en una época en que la gente era más baja, estaba casi pegado al suelo. La ducha, encajada en el rincón, era un cubículo de plástico en cuyas junturas crecía un moho negro. Dentro del lavabo había un martillo de cabeza redondeada. Unos tiznajos de hierro mostraban los lugares donde el martillo había caído repetidamente dentro del lavabo. Era Gamma quien había descubierto el motivo: el grifo era tan viejo y estaba tan oxidado que había que darle un buen golpe a la manilla para que dejara de gotear.
—Lo arreglaré este fin de semana —había dicho Gamma, como si aquel pequeño arreglo doméstico fuera un regalo que se haría a sí misma al final de una semana a todas luces difícil.
Como de costumbre, Charlotte había dejado empantanado el minúsculo cuarto de baño. Había un charco de agua en el suelo y salpicaduras en el espejo. Hasta el asiento del váter estaba mojado. Samantha hizo amago de coger el rollo de toallitas de papel que colgaba de la pared y luego cambió de idea. Aquella casa le había parecido desde el principio un lugar de paso, un refugio temporal, y ahora que su padre le había dicho que iba a mandar al sheriff porque quizá la incendiaran como la otra, le parecía una pérdida de tiempo ponerse a limpiar.
—¡A cenar! —gritó Gamma desde la cocina.
Samantha se echó agua en la cara. Tenía el pelo lleno de polvo y los gemelos y los brazos llenos de churretes rojos, allí donde la arcilla se había mezclado con el sudor. Tenía ganas de darse un baño caliente, pero en la casa solo había una bañera con patas de garra y un cerco de color ocre alrededor del borde dejado por el anterior propietario, que durante décadas se había desprendido allí de la capa de tierra que cubría su piel. Ni siquiera Charlotte era capaz de meterse en aquella bañera, y eso que era una cerda.
—Esto es tristísimo —había comentado su hermana al salir lentamente, marcha atrás, del cuarto de baño de arriba.
Pero la bañera no era lo único que repelía a Charlotte. También estaba el sótano húmedo y tétrico. El desván lúgubre y lleno de murciélagos. El chirrido de las puertas de los armarios. La habitación donde había muerto el granjero solterón.
Había una foto del granjero en el cajón de abajo del chifonier. La habían encontrado esa mañana, mientras hacían como que limpiaban. No se habían atrevido a tocarla. Se habían quedado mirando aquella cara redonda y melancólica y el presentimiento de algo siniestro se había apoderado de ellas, a pesar de que mostraba una típica escena agrícola de la época de la Gran Depresión, con un tractor y una mula. A Samantha le habían horrorizado los dientes amarillos del granjero, aunque ignoraba cómo algo podía parecer amarillo en una instantánea en blanco y negro.
—¿Sam? —Gamma estaba en la puerta del cuarto de baño, mirando el reflejo de ambas en el espejo.
Nadie las había tomado nunca por hermanas, pero saltaba a la vista que eran madre e hija. Tenían la misma mandíbula fuerte y los pómulos altos, las mismas cejas cuya curvatura la gente solía interpretar como indicio de soberbia. Gamma no era guapa, pero sí atractiva, con su pelo oscuro, casi negro y aquellos ojos azules claros que brillaban de gozo cuando descubría algo singularmente divertido o ridículo. Samantha tenía edad suficiente para recordar una época en que su madre se tomaba la vida con más humor.
—Estás malgastando agua —dijo Gamma.
Samantha cerró el grifo golpeándolo con el martillito y volvió a dejarlo en el lavabo. Oyó que un coche se acercaba por el camino. El agente enviado por el sheriff, lo cual resultaba sorprendente, porque Rusty rara vez cumplía sus promesas.
Gamma se puso tras ella.
—¿Sigues triste por lo de Peter?
El chico cuya cazadora de cuero se había quemado en el incendio. El que le había escrito una carta de amor y que sin embargo ya no la miraba a los ojos cuando se cruzaban por el pasillo del colegio.
—Eres muy guapa —dijo Gamma—, ¿lo sabías?
Samantha vio arrebolarse sus mejillas en el espejo.
—Más guapa de lo que era yo. —Gamma le acarició el pelo, retirándoselo de la cara—. Ojalá mi madre te hubiera conocido.
Samantha casi nunca oía hablar de sus abuelos maternos. Por lo que había podido deducir, nunca le habían perdonado a Gamma que se marchara de casa para ir a la universidad.
—¿Cómo era la abuela?
Su madre sonrió, un poco nerviosa.
—Se parecía mucho a Charlie. Era muy lista. Infatigablemente feliz. Siempre atareada y rebosante de energía. Una de esas personas que caen bien. —Meneó la cabeza. A pesar de sus títulos académicos, Gamma aún no había descifrado la ciencia de la sociabilidad—. Tenía mechones de canas antes de cumplir treinta. Decía que era porque su cerebro trabajaba a marchas forzadas, pero ya sabes, naturalmente, que el pelo es, de partida, blanco. Recibe melanina a través de células especializadas llamadas melanocitos que se encargan de llevar el pigmento a los folículos pilosos.
Samantha se recostó en brazos de su madre. Cerró los ojos y disfrutó de la melodía, tan familiar para ella, de su voz.
—El estrés y las hormonas pueden reducir la pigmentación, pero en aquella época su vida era muy sencilla: era madre, esposa y maestra de la escuela parroquial, así que podemos dar por sentado que sus canas eran resultado de un rasgo genético, lo que significa que a Charlie o a ti, o a las dos, podría ocurriros lo mismo.
Samantha abrió los ojos.
—Tú no tienes canas.
—Porque voy a la peluquería una vez al mes. —Su risa se apagó enseguida—. Prométeme que siempre cuidarás de Charlie.
—Charlotte no necesita que nadie la cuide.
—Hablo en serio, Sam.
Samantha sintió que le temblaba el corazón al advertir el tono insistente de Gamma.
—¿Por qué?
—Porque eres su hermana mayor y ese es tu cometido. —Agarró las manos de su hija. Tenía la mirada fija en el espejo—. Estamos pasando por una mala racha, mi niña. No voy a decirte que las cosas van a mejorar, sería mentirte. Charlie necesita saber que puede apoyarse en ti. Tienes que ponerle el testigo en la mano firmemente cada vez, esté donde esté. Búscala, no esperes a que ella te busque a ti.
Samantha sintió una opresión en la garganta. Gamma le estaba hablando de otra cosa, de algo más serio que una carrera de relevos.
—¿Es que te vas a ir?
—No, claro que no. —Su madre frunció el ceño—. Solo digo que tienes que ser una persona útil, Sam. Creía de verdad que habías superado esa fase tan tonta y dramática de la adolescencia.
—Yo no…
—¡Mamá! —gritó Charlotte.
Gamma hizo volverse a Samantha. Agarró su cara entre sus manos ásperas.
—No voy a ir ninguna parte, cielo. No puedes librarte de mí tan fácilmente. —La besó en la nariz—. Dale otro martillazo a ese grifo antes de venir a cenar.
—¡Mamá! —chilló Charlotte.
—Santo cielo —se quejó Gamma al salir del baño—. ¡Charlie Quinn, no me grites como una verdulera!
Samantha cogió el martillito. El fino mango de madera estaba siempre mojado, como una esponja maciza. La cabeza redondeada tenía el mismo color rojo óxido que la tierra de la explanada. Golpeó el grifo y esperó para asegurarse de que no goteaba.
—Samantha… —dijo su madre.
Notó que arrugaba la frente y se volvió hacia la puerta abierta. Su madre nunca la llamaba por su nombre completo. Incluso Charlotte tenía que soportar que la llamara Charlie. Gamma decía que algún día se lo agradecerían. A ella le habían publicado muchos más artículos y había conseguido más fondos para investigar cuando firmaba como Harry que cuando firmaba como Harriet.
—Samantha. —Su tono era frío como una advertencia—. Por favor, asegúrate de que la llave del grifo está bien cerrada y ven cuanto antes a la cocina.
Samantha volvió a mirar el espejo, como si su reflejo pudiera explicarle qué sucedía. Su madre no solía hablarles así, ni siquiera cuando les explicaba pormenorizadamente el funcionamiento de su plancha de rizar el pelo.
Sin pararse a pensar, Samantha metió la mano en el lavabo y asió el mango del martillo. Lo ocultó a su espalda mientras recorría el largo pasillo en dirección a la cocina.
Todas las luces estaban encendidas. Fuera, el cielo se había oscurecido. Se imaginó sus zapatillas de correr junto a las de Charlie en el umbral de la cocina, y el testigo de plástico tirado en la explanada. La mesa estaba puesta: platos de papel, tenedores y cuchillos de plástico.
Oyó una tos ronca, puede que de un hombre. O quizá de Gamma, porque últimamente tosía así, como si el humo del incendio se le hubiera metido de algún modo en los pulmones.
Otra tos.
Se le erizó el vello de la nuca.
La puerta trasera de la casa se hallaba en el otro extremo del pasillo. Un halo de luz tenue rodeaba el cristal esmerilado. Samantha miró hacia atrás mientras avanzaba por el pasillo. Vio el pomo. Se imaginó girándolo, sin dejar de alejarse de él. Con cada paso que daba, se preguntaba si estaba comportándose como una idiota o si tenía razón en estar preocupada, o si todo aquello era una broma, porque a su madre solía gustarle gastarles bromas, como pegar ojos de plástico en el jarro de la leche del frigorífico o escribir Ayúdenme, estoy esclavizado enuna fábrica de papel higiénico dentro del canuto del papel higiénico.
Solo había un teléfono en la casa, el de disco de la cocina.
La pistola de su padre estaba en un cajón de la cocina. Las balas, en una caja de cartón, en alguna parte.
Charlotte se reiría de ella si la veía con el martillo. Samantha se lo metió en la parte de atrás de los pantalones de correr. Notó el frío del metal en los riñones, el mango húmedo como una lengua enroscada. Se levantó la camiseta para taparlo antes de entrar en la cocina.
Sintió que se le agarrotaba el cuerpo.
No era una broma.
Había dos hombres en la cocina. Olían a sudor, a cerveza y nicotina. Llevaban guantes negros. Negros pasamontañas de esquí cubrían sus caras.
Samantha abrió la boca. El aire había adquirido de pronto la densidad del algodón. Le oprimía la garganta.
Uno era más alto que el otro. El bajo era más grueso. Más corpulento. Vestía vaqueros y camisa negra de botones. El alto llevaba una camiseta blanca descolorida, vaqueros y zapatillas de bota azules, con los cordones rojos sin atar. El bajo parecía más peligroso, pero costaba trabajo estar segura porque lo único que veía Samantha detrás de sus máscaras eran las bocas y los ojos.
Y a los ojos no los miraba.
El de las zapatillas de bota empuñaba un revólver.
El de la camiseta negra, una escopeta con la que apuntaba directamente a la cabeza de Gamma.
Ella tenía las manos levantadas. Le dijo a Samantha:
—No pasa nada.
—No, nada. —La voz del de la camisa negra sonaba como el tintineo rasposo de la cola de una serpiente de cascabel—. ¿Quién más hay en la casa?
Gamma sacudió la cabeza.
—Nadie.
—No me mientas, zorra.
Se oyó un golpeteo. Charlotte estaba sentada a la mesa. Temblaba tan violentamente que las patas de la silla golpeaban contra el suelo, produciendo un tamborileo semejante al de un pájaro carpintero.
Samantha volvió a mirar hacia el pasillo, hacia la puerta, hacia el tenue halo de luz.
—Ven aquí.
El de las zapatillas azules le indicó con un gesto que se sentara junto a Charlotte. Ella se movió lentamente, dobló con cuidado las rodillas y mantuvo las manos encima de la mesa. El mango de madera del martillo golpeó el asiento de la silla, haciendo ruido.
—¿Qué es eso? —El de la camisa negra la miró bruscamente.
—Lo siento —susurró Charlotte. La orina había formado un charco en el suelo. Mantenía la cabeza agachada y se mecía adelante y atrás—. Lo siento, lo siento, lo siento.
—Dígannos qué quieren —dijo Gamma—. Se lo daremos y luego podrán marcharse.
—¿Y si lo que quiero es eso? —El de la camisa negra tenía los ojillos fijos en Charlotte.
—Por favor —dijo Gamma—. Haré lo que quieran. Cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa? —preguntó el de la camisa negra en un tono que no dejaba lugar a equívocos.
—No —intervino el de las zapatillas de bota. Su voz sonaba más joven, nerviosa o quizá asustada—. No hemos venido por eso. —Su nuez se movió bajo el pasamontañas cuando trató de aclararse la garganta—. ¿Dónde está su marido?
Algo brilló en los ojos de Gamma. Un destello de ira.
—Está trabajando.
—Entonces, ¿por qué está su coche ahí fuera?
—Solo tenemos un coche porque… —respondió Gamma.
—El sheriff… —dijo Samantha, y se interrumpió al darse cuenta de que no debería haber dicho nada.
El de la camisa negra volvió a mirarla.
—¿Qué dices, niña?
Ella bajó la cabeza. Charlotte le apretó la mano. «El sheriff», había empezado a decir. El hombre del sheriff llegaría enseguida. Rusty había dicho que iban a mandar un coche, pero Rusty decía muchas cosas que no se cumplían.
—Está asustada, nada más —dijo Gamma—. ¿Por qué no pasamos a la otra habitación? Podemos dialogar, ver qué es lo que queréis, chicos.
Samantha sintió que algo duro chocaba con su cabeza. Notó el sabor metálico de sus empastes. Le pitaban los oídos. La escopeta. El hombre le había apoyado el cañón de la escopeta en la cabeza.
—Has dicho algo del sheriff, niña. Te he oído.
—No —dijo Gamma—. Quería decir que…
—Cállate.
—Solo…
—¡He dicho que te calles de una puta vez!
Samantha levantó la vista cuando la escopeta giró hacia su madre. Gamma estiró los brazos, pero muy despacio, como si hiciera pasar las manos a través de arena. Se hallaron de pronto atrapadas en una película de stop motion: sus movimientos eran inconexos, sus cuerpos se habían convertido en plastilina. Samantha vio cómo, uno a uno, los dedos de su madre se cerraban en torno al cañón de la recortada. Las uñas pulcramente cortadas. Un grueso callo en el dedo, de sujetar el lápiz.
Se oyó un chasquido casi imperceptible.
El segundero de un reloj.
El resbalón de una puerta al encajar en la cerradura.
El percutor de una escopeta al golpear el cebo un cartucho.
Puede que oyera el chasquido o puede que solo lo intuyera porque se encontraba mirando el dedo del hombre de la camisa negra cuando apretó el gatillo.
Una roja explosión enturbió el aire.
La sangre salió despedida en un chorro hacia el techo. Se derramó por el suelo. Calientes y espesos zarcillos salpicaron la cabeza de Charlotte y mancharon la mejilla y el cuello de Samantha.
Gamma se desplomó.
Charlotte soltó un grito.
Samantha sintió que abría la boca, pero el grito quedó atrapado dentro de su pecho. Estaba paralizada. Los gritos de Charlotte se convirtieron en un eco lejano. Todo perdió su color. Estaban suspendidos en una imagen en blanco y negro, como la fotografía del granjero solterón. La sangre negra había rociado la blanca rejilla del aire acondicionado. Minúsculas motas negras salpicaban el cristal de la ventana. Fuera, en el cielo de color gris carbón, brillaba el solitario punto de luz de una estrella lejana.
Samantha levantó la mano para tocarse el cuello. Arenilla. Hueso. Y más sangre, porque todo estaba manchado de sangre. Sintió un latido en la garganta. ¿Era su corazón o eran trozos del corazón de su madre, que seguían latiendo bajo sus dedos temblorosos?
Los gritos de Charlotte se amplificaron hasta convertirse en una sirena ensordecedora. La sangre negra se volvió púrpura en los dedos de Samantha. La habitación gris se tiñó de un color furioso, intenso, cegador.
Muerta. Gamma estaba muerta. Nunca más volvería a decirle que se marchara de Pikeville, a gritarle por haber fallado una pregunta obvia en un examen, por no esforzarse más en la pista de atletismo, por no tener más paciencia con Charlotte, por no ser útil en la vida.
Samantha se frotó los dedos. Tenía en la mano un trozo de un diente de Gamma. El vómito inundó su boca. La pena vibraba como la cuerda de un arpa dentro de su cuerpo.
En un abrir y cerrar de ojos, su vida se había vuelto del revés.
—¡Cállate! —El hombre de la camisa negra asestó una bofetada tan fuerte a Charlotte que su hermana estuvo a punto de caerse de la silla.
Samantha la agarró y se aferró a ella. Sollozaban las dos. Temblaban, seguían gritando. Aquello no podía estar pasando. Su madre no podía estar muerta. Iba a abrir los ojos. Iba a explicarles el funcionamiento del sistema cardiovascular mientras recomponía poco a poco su cuerpo.
«¿Sabíais que un corazón normal bombea cinco litros de sangre por minuto?».
—Gamma —susurró Samantha.
El disparo de la escopeta le había destrozado el pecho, el cuello, la cara. El lado izquierdo de su mandíbula había desaparecido. Parte del cráneo. Su hermoso y enrevesado cerebro. El arco altivo de sus cejas. Ya nadie le explicaría las cosas. Nadie se preocuparía de si las entendía o no.
—Gamma…
—¡Dios! —El de las zapatillas de bota empezó a darse golpes en el pecho, tratando de sacudirse de encima los trozos de hueso y tejido—. ¡Por Dios santo, Zach!
Samantha giró la cabeza.
Zachariah Culpepper.
Aquellas dos palabras relumbraron como luces de neón dentro de su mente. A continuación vio también otras: Robo de coche a mano armada. Crueldad contra los animales. Indecencia pública. Abuso de una menor.
Charlotte no era la única que leía los expedientes de su padre. Rusty Quinn llevaba años salvando a Zach Culpepper de cumplir una condena larga. Las facturas que aún le debía eran una fuente constante de tensión entre Gamma y Rusty, sobre todo desde el incendio. Culpepper le debía más de veinte mil dólares, pero Rusty se resistía a apretarle las tuercas.
—¡Joder! —Zach se dio cuenta de que le había reconocido—. ¡Joder!
—Mamá… —Charlotte no había comprendido aún que todo había cambiado. Miraba fijamente a Gamma, temblando con tanta fuerza que le castañeteaban los dientes—. Mamá, mamá, mamá…
—No pasa nada. —Samantha trató de acariciarle el pelo, pero se le trabaron los dedos en los matojos de sangre y hueso.
—Y una mierda, claro que pasa.
Zach se quitó el pasamontañas. Tenía una cara torva. La piel picada por el acné. Un cerco rojo rodeaba su boca y sus ojos: el retroceso de la escopeta le había pintado la cara.
—¡Me cago en Dios! ¿Por qué has tenido que decir mi nombre, chaval?
—Yo… yo no… —balbució el otro—. Lo siento.
—Nosotras no diremos nada. —Samantha bajó la mirada como si así pudiera fingir que no había visto su cara—. No se lo diremos a nadie. Se lo prometo.
—Niña, acabo de volar en pedazos a tu madre. ¿De verdad crees que vais a salir vivas de aquí?
—No —dijo el otro—. No hemos venido por eso.
—Yo he venido a saldar unas deudas, chaval. —Los ojos gris acero de Zach recorrieron la habitación como una ametralladora—. Y se me está ocurriendo que va a ser Rusty Quinn quien va a tener que pagarme a mí.
—No —repitió el de las zapatillas de bota—. Te dije que…
Zach le hizo callar apuntándole a la cara con la escopeta.
—Tú no te das cuenta de lo que pasa aquí. Tenemos que largarnos de la ciudad y para eso hace falta mucha pasta. Todo el mundo sabe que Rusty Quinn guarda dinero en su casa.
—La casa se quemó. —Samantha oyó aquellas palabras antes de comprender que salían de su boca—. Se quemó todo.
—¡Joder! —gritó Zach—. ¡Joder!
Agarró al otro por el brazo y tiró de él hacia el pasillo sin dejar de apuntarles, con el dedo en el gatillo. Samantha oyó un cuchicheo feroz. Distinguía claramente las palabras, pero su cerebro se negaba a entenderlas.
—¡No! —Charlotte cayó al suelo y alargó una mano trémula hacia la de su madre—. No te mueras, mamá. Por favor. Te quiero. Te quiero muchísimo.
Samantha miró hacia el techo. El yeso estaba pintado de salpicaduras rojas que se entrecruzaban como serpentinas. Las lágrimas le corrieron por la cara, empapando el cuello de la única camiseta que se había salvado del fuego. Dejó que la pena embargara su cuerpo. Después, haciendo un esfuerzo, la expulsó de sí. Gamma había muerto. Estaban solas en la casa con su asesino y el hombre del sheriff no iba a venir.
«Prométeme que siempre cuidarás de Charlie».
—Levanta, Charlie. —Tiró del brazo de su hermana desviando los ojos para no ver el pecho destrozado de su madre, las costillas rotas que sobresalían como dientes.
«¿Sabíais que los dientes del tiburón están hechos de escamas?».
—Charlie, levántate —susurró.
—No puedo. No puedo dejar…
Tirando de ella, volvió a sentarla en la silla. Acercó la boca a su oído y le dijo:
—Sal corriendo en cuanto puedas. —Hablaba tan bajo que la voz se le atascaba en la garganta—. No mires atrás. Tú solo corre.
—¿Qué estáis cuchicheando? —Zach apretó la escopeta contra su frente. El metal estaba caliente. Algunos trozos de carne de Gamma se habían metido en el cañón. Olía a carne a la parrilla—. ¿Qué le has dicho? ¿Que salga corriendo? ¿Que intente escapar?
Charlotte soltó un chillido. Se tapó la boca con la mano.
—¿Qué te ha dicho que hagas, muñequita? —preguntó él.
A Sam se le revolvió el estómago al oír cómo se dulcificaba su tono cuando se dirigía a su hermana.
—Vamos, tesoro. —Zach posó la mirada en sus pechos pequeños, en su cintura delgada—. ¿No quieres que seamos amigos?
—Ba-basta —tartamudeó Sam.
Sudaba, temblorosa. Al igual que Charlie, iba a perder el control de su vejiga. La redonda boca del cañón le parecía un taladro abriéndose paso por su cerebro. Aun así, dijo:
—Déjela en paz.
—¿Estaba hablando contigo, puta? —Zach empujó la escopeta hasta hacerle levantar la barbilla—. ¿Eh?
Ella cerró con fuerza los puños. Tenía que poner fin a aquello. Debía proteger a Charlotte.
—Déjenos en paz, Zachariah Culpepper —dijo, y le sorprendió su tono desafiante.
Estaba aterrorizada, pero su terror estaba teñido partícula a partícula de una rabia avasalladora. Aquel hombre había matado a su madre. Miraba lascivamente a su hermana. Y les había dicho que no saldrían vivas de allí. Pensó en el martillo que llevaba metido en la parte de atrás de los pantalones, se lo imaginó alojado en la masa encefálica de Zach.
—Sé perfectamente quién es, pervertido hijo de puta.
Zachariah Culpepper dio un respingo al oírla. La furia crispó su semblante. Asió con tanta fuerza la escopeta que los nudillos se le pusieron blancos, pero su voz sonó serena cuando le dijo:
—Voy a arrancarte los párpados para que veas cómo le corto la pepita a tu hermana con mi navaja.
Samantha lo miró fijamente a los ojos. El silencio que siguió a la amenaza fue ensordecedor. Sam no podía desviar la mirada. El miedo le atravesaba el corazón como una cuchilla. Nunca había conocido a nadie de una maldad tan pura, tan desalmada.
Charlie empezó a gimotear.
—Zach —dijo el otro—, venga, hombre. —Esperó. Esperaron todos—. Teníamos un trato, ¿vale?
Zach no se movió. Ninguno de ellos se movió.
—Teníamos un trato —repitió el de las zapatillas de bota.
—Claro —dijo Zach por fin, y dejó que su compañero le quitara la escopeta de las manos—. Y uno vale lo que vale su palabra.
Hizo amago de volverse, pero luego cambió de idea. Lanzó la mano como un látigo, agarró a Sam de la cara, asiendo su cráneo como una pelota y la empujó hacia atrás con tal violencia que se volcó la silla y su cabeza fue a estrellarse contra el frontal del fregadero.
—¿Qué? ¿Ahora también te parezco un pervertido? —Le aplastó la nariz con la palma de la mano. Sus dedos se clavaban en los ojos de Sam como agujas calientes—. ¿Tienes algo más que decir sobre mí?
Samantha abrió la boca, pero no le quedaba aliento para gritar. El dolor le atravesó la cara cuando sus uñas se le clavaron en los párpados. Agarró su gruesa muñeca y comenzó a lanzar patadas a ciegas, trató de arañarle, de golpearle, de poner fin al dolor. La sangre le corría por las mejillas. Los dedos de Zach temblaban, presionando con tanta fuerza que Sam sintió cómo se le hundían los glóbulos oculares en el cerebro. Notó el arañar de sus uñas en las cuencas vacías.
—¡Pare! —gritó Charlie—. ¡Pare!
La presión cesó tan bruscamente como había empezado.
—¡Sammy! —El aliento de Charlie era un chorro caliente, aterrorizado. Palpó la cara de Sam con las manos—. ¿Sam? Mírame. ¿Puedes ver? ¡Mírame, por favor!
Con mucho cuidado, Sam trató de abrir los párpados. Los tenía desgarrados, casi hechos trizas. Tuvo la sensación de estar mirando a través de un jirón de encaje roto.
—¿Qué cojones es esto? —dijo Zach.
El martillo. Se le había caído de los pantalones.
Zach lo recogió del suelo. Examinó el mango de madera y lanzó una mirada venenosa a Charlie.
—¿Te imaginas lo que puedo hacer con esto?
—¡Ya está bien! —El de las zapatillas de bota cogió el martillo y lo lanzó pasillo adelante. Oyeron el roce de la cabeza metálica al resbalar por el suelo de madera.
—Solo me estoy divirtiendo un poco, hermano —dijo Zach.
—Levantaos las dos —ordenó su compañero—. Acabemos con esto de una vez.
Charlie no se movió. Sam pestañeó, tratando de quitarse la sangre de los ojos. Apenas podía moverse. La luz del techo le quemaba los ojos como aceite caliente.
—Ayúdala a levantarse —le dijo el de las zapatillas a Zach—. Me lo has prometido, tío. No empeores más las cosas.
Zach tiró tan fuerte del brazo de Sam que estuvo a punto de desencajárselo. Ella se levantó con esfuerzo y se apoyó contra la mesa. Zach la empujó hacia la puerta. Sam chocó con una silla. Charlie la agarró de la mano.
El otro abrió la puerta.
—Vamos.
No tuvieron más remedio que ponerse en marcha. Charlie salió primero y avanzó de lado, arrastrando los pies, para ayudar a su hermana a bajar los escalones. Al alejarse de la luz de la cocina, el latido doloroso que sentía en los ojos disminuyó en intensidad. No hizo falta que se habituara a la oscuridad. Las sombras iban y venían ante sus ojos.
A esa hora deberían estar en la pista de atletismo. Le habían pedido a Gamma que les permitiera saltarse el entrenamiento por primera vez en su vida y ahora su madre estaba muerta y a ellas las estaba sacando de casa a punta de pistola un hombre que había ido allí con intención de saldar sus deudas a tiros.
—¿Puedes ver? —preguntó Charlie—. Sam, ¿puedes ver?
—Sí —mintió ella.
Su vista centelleaba como la bola de una discoteca, solo que, en lugar de fogonazos de luz, veía destellos de gris y negro.
—Por aquí —dijo el de las zapatillas de bota, conduciéndolas no hacia la destartalada camioneta estacionada en el camino, sino hacia el sembrado de detrás de la casa. Repollos. Sorgo. Sandías. Era lo que cultivaba el granjero. Había encontrado el libro de cuentas en el que llevaba el registro de sus cosechas en un armario de arriba, por lo demás vacío. Sus ciento veinte hectáreas de terreno habían sido arrendadas a la explotación de al lado, una finca de cuatrocientas hectáreas sembrada a principios de primavera.
Sam sintió la tierra recién removida bajo los pies descalzos. Se apoyó en Charlie, que la agarraba con fuerza de la mano. Con la otra mano, tentó el aire a ciegas, temiendo irracionalmente tropezarse con algo en el campo despejado. Cada paso que se alejaba de la casa, de la luz, añadía una capa más de oscuridad a su vista. Charlie era un cúmulo gris. El de las zapatillas azules era alto y delgado como un lápiz de grafito. Zach Culpepper era un cuadrángulo de odio, negro y amenazador.
—¿Adónde vamos? —preguntó Charlie.
Sam sintió que la escopeta se clavaba en su espalda.
—Seguid andando —ordenó Zach.
—No lo entiendo —dijo Charlie—. ¿Por qué hacen esto?
Se dirigía al de las zapatillas. Al igual que Sam, intuía que el más joven de los dos era también el más débil y el que, pese a todo, parecía estar al mando.
—¿Qué le hemos hecho nosotras, señor? —insistió su hermana—. Solo somos unas niñas. No nos merecemos esto.
—Cállate —le advirtió Zach—. Callaos las dos de una puta vez.
Sam apretó aún más fuerte la mano de su hermana. Estaba ya casi completamente ciega. Iba a quedarse ciega para siempre, aunque ese para siempre fuera en realidad muy corto. Al menos, en su caso. Aflojó la mano con que se agarraba a la de Charlie. Rogó para sus adentros que su hermana estuviera atenta a su entorno, que permaneciera alerta, esperando la ocasión de escapar.
Gamma le había enseñado un mapa topográfico de la zona dos días antes, el día que se instalaron en la granja. Intentando convencerlas de lo maravillosa que era la vida campestre, les indicó todas las zonas que podían explorar. Sam repasó mentalmente los accidentes del terreno buscando una vía de escape. La finca vecina era una llanura despejada que se extendía hasta más allá del horizonte; con toda probabilidad, Charlie acabaría con un balazo en la espalda si corría en esa dirección. El lindero derecho de la finca estaba bordeado de árboles, un denso bosque que, según les advirtió Gamma, estaba probablemente repleto de garrapatas. Al otro lado del bosque había un arroyo seco que, pasado un trecho, desaparecía en un túnel que pasaba serpenteando bajo la torreta de una estación meteorológica e iba a dar a una carretera asfaltada pero que apenas tenía uso. A menos de un kilómetro por el norte había un establo abandonado. Y, a unos tres kilómetros al este, otra granja. Una charca pantanosa. Allí habría ranas. A este lado, mariposas. Si tenían paciencia, quizá vieran ciervos en los sembrados. Pero debían mantenerse alejadas de la carretera. Hojas de tres, huye a todo correr. Hojas de cinco, quédate y pega un brinco.[2]
«Huye, por favor», le suplicó en silencio a su hermana. «Por favor, no mires atrás para asegurarte de que te sigo».
—¿Qué es eso? —preguntó Zach.
Se volvieron los cuatro.
—Es un coche —dijo Charlie, pero Sam solo alcanzó a distinguir el centelleo de los faros que bajaban lentamente por el largo camino de entrada a la granja.
¿El hombre del sheriff? ¿Alguien que traía a su padre a casa?
—Mierda, dentro de dos segundos van a ver mi camioneta. —Zach las empujó hacia el bosque azuzándolas con la escopeta como con una pica para ganado—. Daos prisa si no queréis que os pegue un tiro aquí mismo.
«Aquí mismo».
Charlie se puso rígida. Otra vez le castañeteaban los dientes. Por fin lo había entendido. Sabía que se encaminaban hacia su muerte.
—Hay otra solución para esto —dijo Sam.
Le hablaba al de las zapatillas, pero fue Zach quien soltó un bufido desdeñoso.
—Haré lo que quieran —continuó, y oyó la voz de su madre junto a la suya—. Cualquier cosa.
—Menuda mierda —respondió Zach—. ¿Te crees que no voy a hacer lo que me dé la gana de todos modos, zorra estúpida?
Sam lo intentó otra vez.
—No le diremos a nadie quién ha sido. Diremos que no se quitaron los pasamontañas y que…
—¿Estando mi camioneta en la puerta y tu madre muerta? —Zach soltó otro bufido—. Vosotros los Quinn os creéis tan listos que pensáis que siempre vais a saliros con la vuestra.
—Escúcheme —le suplicó Sam—. De todos modos tienen que marcharse de la ciudad. No tiene por qué matarnos a nosotras también. —Volvió la cabeza hacia el otro—. Por favor, piénselo. Lo único que tienen que hacer es atarnos. Dejarnos en un sitio donde no nos encuentren. De todos modos tienen que marcharse. No querrán mancharse aún más las manos de sangre.
Esperó una respuesta. Todos esperaron.
El de las zapatillas de bota carraspeó antes de contestar:
—Lo siento.
La risa de Zach tenía una nota triunfal. Pero Sam no podía darse por vencida.
—Dejen marcharse a mi hermana. —Tuvo que callarse un momento para poder tragar la saliva que se le había acumulado en la boca—. Tiene trece años. Es solo una niña.
—A mí no me lo parece —replicó Zach—. Tiene unas buenas tetitas.
—Cállate —le advirtió el otro—. Lo digo en serio.
Zach hizo un ruido de succión con los dientes.
—Ella no se lo dirá a nadie —insistió Sam—. Dirá que han sido unos desconocidos. ¿Verdad que sí, Charlie?
—¿Un negro? —preguntó Zach—. ¿Como ese al que tu padre ha sacado de la cárcel?
—¿Igual que le sacó a usted por enseñarle la pilila a un grupo de niñas pequeñas, quiere decir? —le espetó Charlie.
—Charlie, por favor, cállate —le suplicó Sam.
—Deja que hable —dijo Zach—. Me gustan un poquito peleonas.
Charlie se quedó callada. Guardó silencio mientras se internaban en el bosque.
Sam la seguía de cerca, estrujándose el cerebro en busca de un argumento que los convenciera de que no tenían por qué matarlas. Pero Zach Culpepper tenía razón. El hecho de que la camioneta estuviera aparcada junto a la casa lo cambiaba todo.
—No —susurró Charlie para sí misma. Lo hacía constantemente: exteriorizar una discusión que estaba teniendo lugar dentro de su cabeza.
«Por favor, corre», le rogó Sam en silencio. «No pasa nada, puedes irte sin mí».
—Muévete. —Zach le clavó el cañón de la escopeta en la espalda para que apretara el paso.
Las agujas de los pinos se le clavaban en los pies. Se estaban adentrando en el bosque. El aire era allí más fresco. Sam cerró los ojos: era inútil esforzarse por ver. Dejó que Charlie la guiara entre los árboles. Las hojas crepitaban. Pasaron por encima de troncos caídos y cruzaron una estrecha corriente de agua que seguramente era un aliviadero de la granja que iba a parar al arroyo.
«Corre, corre, corre», le suplicó Sam a su hermana dentro de su cabeza. «Corre, por favor».
—Sam… —Charlie se detuvo. Rodeó con el brazo la cintura de Sam—. Hay una pala. Una pala.
Sam no entendió. Se llevó los dedos a los párpados. La sangre seca los había sellado. Presionó con cuidado, esforzándose por abrir los ojos.
La luz suave de la luna arrojaba un resplandor azulado sobre el calvero que se abría ante ellas. Había algo más que una pala. Al lado de un agujero abierto en el suelo se veía un montículo de tierra recién removida.
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