1,99 €
La Cabaña del Tío Tom, escrita por Harriet Beecher Stowe, es una novela emblemática publicada en 1852 que aborda la problemática de la esclavitud en Estados Unidos. A través de la conmovedora historia de su protagonista, Tío Tom, un esclavo negro, y los diversos personajes que interactúan a lo largo de la narrativa, Stowe emplea un estilo directo y emocional que busca concienciar al lector sobre la injusticia de la esclavitud. El contexto literario de la obra se enmarca en la literatura abolitionista, siendo uno de los pilares del movimiento hacia la emancipación de los esclavos, lo que permitió que la novela tuviera un impacto social significativo en su época y contribuya a la discusión sobre los derechos humanos. Harriet Beecher Stowe fue una activista y escritora del siglo XIX, nacida en una familia abolicionista. Su experiencia como mujer en una sociedad patriarcal, así como su compromiso con causas sociales, la condujeron a escribir La Cabaña del Tío Tom, con el objetivo de poner de relieve la crueldad de la esclavitud y generar empatía en los lectores. La obra fue inspirada por su contacto con la cultura afroamericana y por relatos de esclavos, que moldearon su visión de la humanidad compartida. Recomiendo encarecidamente La Cabaña del Tío Tom a cualquier lector contemporáneo que desee obtener una comprensión más profunda de la historia de Estados Unidos y las luchas por la justicia social. La novela, aunque escrita en un tiempo diferente, sigue resonando con problemáticas actuales, ofreciendo una reflexión sobre la empatía y el compromiso con el cambio social. En esta edición enriquecida, hemos creado cuidadosamente un valor añadido para tu experiencia de lectura: - Una Introducción sucinta sitúa el atractivo atemporal de la obra y sus temas. - La Sinopsis describe la trama principal, destacando los hechos clave sin revelar giros críticos. - Un Contexto Histórico detallado te sumerge en los acontecimientos e influencias de la época que dieron forma a la escritura. - Una Biografía del Autor revela hitos en la vida del autor, arrojando luz sobre las reflexiones personales detrás del texto. - Un Análisis exhaustivo examina símbolos, motivos y la evolución de los personajes para descubrir significados profundos. - Preguntas de reflexión te invitan a involucrarte personalmente con los mensajes de la obra, conectándolos con la vida moderna. - Citas memorables seleccionadas resaltan momentos de brillantez literaria. - Notas de pie de página interactivas aclaran referencias inusuales, alusiones históricas y expresiones arcaicas para una lectura más fluida e enriquecedora.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2024
Un latido de conciencia se enfrenta a las cadenas de una institución que pretende callarlo. En el corazón de esta tensión late La cabaña del Tío Tom, una novela que convierte la vida cotidiana en una encrucijada moral. Harriet Beecher Stowe no propone una alegoría distante, sino la intimidad de hogares atravesados por decisiones imposibles, donde el amor, la fe y la ley chocan sin remedio. El conflicto no se resuelve con abstracciones, sino con gestos humanos que exigen al lector mirar de frente. Desde sus primeras páginas, la obra pregunta qué vale una vida y quién tiene derecho a decidirlo.
El estatus de clásico que acompaña a este libro se sostiene en su capacidad para conmover y persuadir a la vez. Su prosa sentimental, lejos de la simpleza, busca encender la compasión como vehículo de juicio moral. El equilibrio entre narración vigorosa y propósito ético convirtió la novela en una referencia ineludible para entender cómo la literatura puede intervenir en la esfera pública. Sus temas —la dignidad humana, la solidaridad, la responsabilidad personal ante la injusticia— mantienen actualidad y resonancia, lo que explica su permanencia en la conversación literaria y su presencia continua en bibliotecas y aulas.
Publicada por primera vez en 1852, tras su serialización entre 1851 y 1852 en un periódico abolicionista de Estados Unidos, la obra apareció en un clima político marcado por la Ley de Esclavos Fugitivos de 1850 y por el recrudecimiento de los conflictos en torno a la esclavitud. Harriet Beecher Stowe, escritora norteamericana, utilizó la ficción para poner rostro y voz a realidades que el discurso político tendía a abstraer. La novela fue recibida con amplia atención y pronto trascendió fronteras. Sin pretender sustituir el análisis histórico, abre una puerta poderosa a la experiencia humana en un periodo decisivo del siglo XIX.
La premisa central se articula en torno a destinos que se entrecruzan. Tom, un hombre esclavizado y de profunda integridad, es vendido cuando su propietario enfrenta deudas, iniciando un trayecto que pondrá a prueba su carácter y su fe. Paralelamente, Eliza, una madre, decide huir con su hijo para evitar su separación forzosa, encarnando la lucha por preservar el vínculo familiar ante la amenaza del mercado. Estas líneas narrativas presentan escenarios y dilemas complementarios, y permiten que el lector observe las distintas máscaras del poder y la vulnerabilidad, sin adelantar resoluciones que la propia lectura ha de descubrir.
Stowe recurre a una estrategia literaria que combina el relato doméstico con la denuncia social. La alternancia de escenas íntimas y espacios públicos, la construcción de personajes memorables y la cadencia de la voz narrativa propician una lectura intensa, hecha de contrastes y silencios significativos. La novela emplea el pathos con cálculo retórico, no para manipular, sino para clarificar el coste humano de decisiones amparadas en leyes y costumbres. Esta poética, propia del siglo XIX, conserva su eficacia cuando se la aborda con atención a su contexto y a sus ambiciones morales y estéticas.
El impacto de la obra fue inmediato: se convirtió en un fenómeno editorial en su tiempo y circuló ampliamente en ambos lados del Atlántico. La historia se adaptó pronto a los escenarios teatrales, amplificando su alcance y fijando imágenes que pasarían al imaginario popular. Más allá de cifras, su influencia se midió en debates, respuestas críticas y obras que buscaron refutarla. Contribuyó a intensificar la discusión pública sobre la esclavitud en los años previos a la Guerra Civil estadounidense, ayudando a que el sufrimiento personal dejara de ser un dato marginal y se convirtiera en argumento central.
Como punto de inflexión en la tradición de la ficción de protesta, la novela abrió camino a formas de escritura orientadas a interpelar la conciencia colectiva. Su ejemplo mostró que la narrativa podía ser instrumento de persuasión ética sin renunciar a la complejidad formal. A partir de ella, muchos autores y autoras encontraron un precedente para abordar injusticias sociales desde la sensibilidad de los personajes y la textura de lo cotidiano. Incluso sus detractores han dialogado con sus estrategias y supuestos, lo que evidencia el lugar que ocupa en las genealogías de la literatura comprometida.
La recepción de La cabaña del Tío Tom ha sido también un terreno de controversias. La popularidad de ciertas imágenes y personajes cristalizó con el tiempo en estereotipos, y el propio término “Tío Tom” llegó a emplearse con sentidos ajenos a la intención inicial de la autora. Estos desplazamientos invitan a una lectura crítica que distinga entre la obra y las simplificaciones posteriores. En el marco de su época, la novela articula una defensa de la humanidad de quienes vivían bajo la esclavitud, mediada por un horizonte religioso y sentimental que formó parte de su fuerza persuasiva y de su posterior debate.
Aunque anclada en su momento histórico, la novela explora interrogantes que no caducan: ¿qué exige la conciencia cuando la ley legitima la injusticia?, ¿cómo se sostiene la dignidad bajo coacción?, ¿qué lazos prevalecen cuando el mercado pretende convertir a las personas en mercancía? La historia se teje con momentos de ternura, decisiones extremas y gestos de solidaridad que desafían jerarquías establecidas. La fe, la compasión y la responsabilidad individual aparecen como motores de acción, no como evasiones, y obligan a pensar cómo se negocian los límites entre obediencia y resistencia en la vida cotidiana.
El telón de fondo jurídico y social del libro es esencial para comprender su tensión narrativa. En los Estados Unidos de mediados del siglo XIX, la esclavitud estaba protegida por leyes y sostenida por intereses económicos de gran alcance. La aplicación de normas que obligaban a perseguir a las personas fugitivas transformó a ciudadanos y autoridades en partícipes de un sistema que atravesaba fronteras estatales. La amenaza de separación familiar, el comercio interno de personas y la violencia estructural no son elementos incidentales: constituyen el entorno que dota de urgencia y verosimilitud a cada elección de los personajes.
Leído hoy, el texto exige una doble atención: a su retórica sentimental —que busca conmover para mover a la acción— y a su arquitectura narrativa, que reparte el foco entre distintos escenarios y clases sociales. Stowe compone una cartografía moral donde nadie queda indemne ante el sufrimiento que ve o decide ignorar. La novela invita a que el lector contemporáneo reconozca tanto los límites de una perspectiva histórica como su audacia al poner la empatía en el centro, y a que escuche, detrás del dramatismo, un llamado a la responsabilidad compartida.
La vigencia de La cabaña del Tío Tom se sostiene en su capacidad para interrogar el presente desde el pasado. En un mundo aún atravesado por desigualdades, desplazamientos forzados y debates sobre derechos, la novela recuerda que la justicia también se construye con imaginación moral. Su atractivo perdurable no reside solo en su valor documental, sino en la fuerza con que vuelve legibles los vínculos humanos bajo presión. Leerla hoy es aceptar una apuesta: que la literatura puede ampliar nuestro campo de visión y, al hacerlo, orientar nuestras decisiones hacia una idea más exigente de dignidad.
La cabaña del Tío Tom, de Harriet Beecher Stowe, se publicó en 1852 en Estados Unidos en plena agitación por la esclavitud. La novela entrelaza relatos de personas esclavizadas y de quienes conviven con esa institución, combinando escenas domésticas con reflexiones morales y políticas. En torno a Tom, hombre piadoso y respetado en su comunidad, la obra expone la tensión entre ley y conciencia, economía y afecto, poder y humanidad. Stowe emplea un registro sentimental para implicar al lector y, a la vez, organiza una trama que recorre regiones y ambientes diferentes, del Kentucky rural a la vida urbana, con el debate antiesclavista como telón de fondo.
El inicio sitúa la acción en la plantación de los Shelby, en Kentucky, donde las deudas obligan al dueño a negociar con un tratante la venta de Tom y de Harry, el hijo de Eliza. La transacción revela el carácter impersonal del mercado esclavista y el peso de las decisiones económicas sobre los vínculos familiares. Eliza, ama de llaves valorada en la casa, escucha el plan y enfrenta una disyuntiva inmediata. Tom, por su parte, aparece como un hombre íntegro, respetuoso de su fe y de su palabra, cuya serenidad contrasta con la arbitrariedad que lo rodea. Así se establecen las fuerzas que impulsarán el relato.
Eliza decide huir con su hijo antes de que se consume la venta, y su travesía introduce la dimensión del riesgo, la vigilancia y la solidaridad clandestina. La persecución por parte del tratante y sus ayudantes pone en juego la reciente normativa sobre esclavos fugitivos y la complicidad de redes que hoy se asocian al ferrocarril subterráneo. A través de su itinerario por territorios fronterizos, la novela muestra la fragilidad de la protección legal y el valor de comunidades que, por convicción religiosa o ética, ofrecen amparo. Eliza encarna la defensa de la familia, con un impulso que desborda jerarquías y conveniencias.
Mientras tanto, Tom es embarcado río abajo con destino al mercado del sur profundo. En el barco, un incidente en el que una niña cae al agua permite que Tom muestre su presencia de ánimo y coraje. Agradecido, Augustine St. Clare compra a Tom y lo integra a su hogar en Nueva Orleans, un entorno urbano que contrasta con la plantación de origen. Allí aparecen nuevas figuras: la esposa de St. Clare, con sus dolencias y quejas; y la prima del norte, Miss Ophelia, práctica y crítica. Las escenas domésticas abren espacios de discusión sobre la costumbre, la ley y la responsabilidad individual en un sistema injusto.
La vida en la casa de los St. Clare revela afectos y contradicciones. La pequeña Eva, con su sensibilidad, establece una relación entrañable con Tom, subrayando la reciprocidad humana más allá de los estatus. Miss Ophelia, llegada de un estado libre, exhibe prejuicios y a la vez deseo de reformar, lo que la enfrenta a sus propias limitaciones. La introducción de Topsy, una niña esclavizada asignada a su cuidado, explora la posibilidad de educación y amparo frente a la violencia formativa. St. Clare, culto y escéptico, teoriza sobre la esclavitud sin resolver su indecisión práctica, y esa ambivalencia condiciona el destino de quienes dependen de él.
En paralelo, la novela sigue a George Harris, esposo de Eliza, hombre hábil y decidido a escapar del encierro y la explotación. Sus desplazamientos, con cambios de apariencia y recursos de ingenio, acercan la trama a simpatizantes antiesclavistas y comunidades religiosas que arriesgan para ayudar. La amenaza de capturas y enfrentamientos marca cada avance, y aflora la discusión sobre el derecho a la libertad, las opciones de emigración y la ciudadanía. Stowe presenta así otro rostro de la lucha: la audacia de quienes reclaman agencia propia, en tensión con un sistema que convierte la movilidad, el matrimonio y el trabajo en privilegios revocables.
De vuelta en Nueva Orleans, una cadena de acontecimientos y dilaciones legales altera el equilibrio de la casa St. Clare. La incertidumbre sobre manumisiones prometidas y decisiones pospuestas refleja cómo la voluntad individual puede naufragar ante la estructura de la propiedad. Tom, sin control sobre su propio curso, es vendido más al sur a manos de Simon Legree, un propietario cuya plantación encarna la explotación sin disfraces. La mudanza del ámbito urbano a un ingenio aislado intensifica el conflicto: la disciplina se vuelve férrea, y la distancia del escrutinio público deja a los trabajadores a merced de capataces y castigos.
En la plantación de Legree, la novela despliega su retrato más duro del régimen esclavista. El dueño presiona a Tom para que se convierta en instrumento de su control y renuncie a sus convicciones. La resistencia del protagonista, anclada en su ética y su fe, lo enfrenta a represalias que muestran el coste de la integridad en un sistema que premia la obediencia ciega. La aparición de figuras como Cassy y Emmeline, con estrategias de supervivencia distintas, abre un espacio para la solidaridad y para pequeñas formas de resistencia. La tensión crece sin necesidad de revelar desenlaces, subrayando la violencia estructural y sus fisuras.
Sin cerrar en revelaciones puntuales, la obra deja asentado su alegato contra la esclavitud como negación de la persona, dislocación de familias y corrupción de conciencias. Publicada en 1852, alcanzó una circulación amplia y contribuyó a avivar el debate público, a la vez que generó críticas por sus estereotipos y su sentimentalismo. Hoy sigue interrogando cómo se articulan ley y moral, economía y dignidad, y qué responsabilidad cabe a quienes se benefician de sistemas injustos. Al seguir la suerte de Tom, Eliza y George, Stowe convoca empatía y deliberación, invitando a medir la vigencia de esas preguntas en contextos contemporáneos.
La cabaña del Tío Tom se sitúa en el período anterior a la Guerra Civil de Estados Unidos, una época marcada por la expansión territorial, las tensiones seccionales y la centralidad de la esclavitud como institución económica y legal. La narración transita entre espacios fronterizos del Medio Oeste y plantaciones del Sur, con el río Ohio como frontera simbólica entre estados libres y esclavistas. En ese marco, el libro observa una sociedad donde la propiedad de personas, amparada por leyes estatales y prácticas consuetudinarias, estructura jerarquías, hogares y mercados, e influye en iglesias, tribunales y partidos. La obra explora esas estructuras dominantes y somete a juicio sus consecuencias morales y humanas.
Desde fines del siglo XVIII, la desmotadora de algodón y la creciente demanda textil convirtieron al algodón en un cultivo de exportación decisivo. La prohibición estadounidense del comercio transatlántico de esclavos en 1808 no redujo la explotación: impulsó un vasto comercio interno que trasladó a cientos de miles de personas esclavizadas del Alto Sur al Sur Profundo. En plantaciones algodoneras y cañeras, el trabajo forzado se intensificó. La novela refleja y denuncia las lógicas económicas que sostuvieron esa expansión, mostrando cómo la búsqueda de rentabilidad atravesó familias, iglesias y autoridades, y cómo la movilidad geográfica de la esclavitud —por ríos y rutas comerciales— acarreó desarraigos y violencia cotidiana.
El orden político intentó gestionar la expansión con compromisos frágiles. El Compromiso de Misuri (1820) trazó líneas geográficas para la esclavitud en territorios; décadas después, el Compromiso de 1850 intentó apaciguar tensiones tras la guerra con México. Su pieza más polémica fue la Ley de Esclavos Fugitivos de 1850, que obligaba a autoridades y ciudadanos de estados libres a colaborar en la captura de personas escapadas. Al exigir cooperación nacional, visibilizó la complicidad legal en el Norte. La obra de Stowe, concebida en ese clima, dramatiza dilemas ordinarios generados por un mandato federal que convirtió la persecución de fugitivos en asunto de todo el país.
El abolicionismo había evolucionado desde iniciativas graduales a un movimiento más militante. Sociedades antiesclavistas, periódicos, conferencias itinerantes y redes de activistas articularon argumentos morales, religiosos y jurídicos contra la esclavitud. Voces como William Lloyd Garrison defendieron la emancipación inmediata, mientras otros propusieron estrategias legales o políticas. La novela se inscribe en esta constelación como una intervención cultural que buscó conmover a un público amplio, no solo convencer. Al convertir debates abstractos en experiencias familiares y afectivas, su narrativa amplificó la labor de panfletos y oradores, acercando a lectores indecisos un retrato emotivo de las consecuencias del sistema esclavista.
Harriet Beecher Stowe nació en Connecticut en 1811, en una familia de influyente tradición protestante reformada encabezada por el predicador Lyman Beecher. Formada en un ambiente donde la fe, la educación y la reforma social se entrelazaban, desarrolló una sensibilidad moral que orientó su escritura. En 1832 se trasladó a Cincinnati, en la ribera del Ohio, cuando su padre asumió responsabilidades en el Seminario Teológico de Lane. En esa ciudad fronteriza convivían intereses comerciales con debates intensos sobre la esclavitud, lo que ofreció a Stowe una observación cercana de leyes, prácticas y conflictos que cruzaban la línea entre estados libres y esclavistas.
Cincinnati fue escenario de discusiones públicas, como los célebres debates de Lane en 1834 sobre la abolición, que movilizaron estudiantes, clero y ciudadanos. También registró disturbios antiabolicionistas en las décadas de 1830 y 1840, evidenciando la fragilidad del disenso ante intereses comerciales ligados al Sur. Stowe, que se casó con el profesor Calvin Stowe en 1836, vivió esa atmósfera de fricción entre libertad de expresión y presiones económicas. En la frontera del Ohio, el intercambio cotidiano de bienes y personas, lícito e ilícito, hacía visibles los vínculos entre mercados del Norte, plantaciones del Sur y la legalidad que respaldaba la esclavitud.
La Ley de Esclavos Fugitivos de 1850 agudizó tensiones en ciudades norteñas: incrementó secuestros de afroamericanos libres, procesos sumarios y la confrontación entre activistas y comisionados federales. Algunas legislaturas estatales aprobaron leyes de libertad personal para obstaculizar su aplicación. En ese contexto, Stowe y su entorno religioso e intelectual en Cincinnati y, más tarde, en Brunswick, Maine, se vieron interpelados por casos concretos de fuga y captura. Existen testimonios de que la familia Stowe ofreció ayuda ocasional a personas escapadas. La experiencia fronteriza y el nuevo mandato federal ofrecieron el detonante moral y narrativo que cristalizó en su novela.
Las fuentes del libro se nutrieron de un corpus creciente. Los relatos de vida de personas esclavizadas —como la autobiografía de Frederick Douglass (1845) o la de Josiah Henson (1849)— circularon con fuerza en el Norte, aportando datos sobre castigos, ventas familiares y resistencias. Stowe leyó y citó esos materiales. En 1853 publicó A Key to Uncle Tom’s Cabin, una recopilación de documentos, leyes, noticias y testimonios con los que buscó demostrar la verosimilitud de episodios y prácticas descritas. Esa obra de apoyo subrayó que, más allá de la ficción, la novela descansaba en patrones legales e históricos ampliamente observables.
La gestación editorial también responde al clima de activismo impreso. Entre 1851 y 1852, Stowe publicó por entregas en el semanario abolicionista The National Era, con sede en Washington, atrayendo lectores semanales que comentaban y discutían el argumento. En 1852 apareció la edición en volumen en Boston, acompañada de ilustraciones que intensificaron la recepción emocional. La difusión fue inmediata: circularon centenares de miles de ejemplares en Estados Unidos y pronto ediciones británicas. Surgieron, asimismo, numerosas adaptaciones teatrales no autorizadas —los llamados Tom shows— que, aunque simplificaban el texto, multiplicaron su alcance social y geográfico.
Esa amplia recepción fue posible gracias a transformaciones tecnológicas y comerciales. Las prensas de vapor, el papel más barato y el ferrocarril redujeron costos y aceleraron la distribución. La telegrafía facilitó la publicidad y el eco periodístico. La alfabetización en el Norte y el auge de la lectura por entregas crearon un público capaz de seguir debates nacionales a través de narrativas accesibles. En ese ecosistema, la novela sentimental —centrada en la vida doméstica, la virtud y la compasión— se convirtió en vehículo idóneo para intervenir en polémicas morales, trasladando el sufrimiento esclavo a salones, clubes de lectura y púlpitos.
La religión protestante, revitalizada por los avivamientos del llamado Segundo Gran Despertar, dio vocabulario moral tanto a abolicionistas como a defensores de la esclavitud. Sermones, tracts y controversias bíblicas discutían si la Escritura condenaba o legitimaba la institución. Stowe, formada en ese mundo, apeló a la conciencia cristiana de sus lectores, preguntando qué significaba realmente la caridad y el deber en una sociedad que permitía comprar y vender personas. La novela contrapone lecturas teológicas en pugna, mostrando cómo la fe podía justificar la subordinación o inspirar la misericordia y la acción reformadora.
La economía nacional, lejos de ser seccionalmente pura, estaba entrelazada. El algodón sureño alimentaba fábricas textiles de Nueva Inglaterra y Gran Bretaña; navieras, aseguradoras y bancos del Norte financiaban cosechas y transportes; talleres y astilleros abastecían el Sur. La obra señala esa complicidad estructural al situar personajes y transacciones más allá de las plantaciones, sugiriendo que la esclavitud era un pilar de la prosperidad general. La crítica social, por tanto, no se limita a la brutalidad de capataces, sino que alcanza a comerciantes, profesionales y políticos cuya respetabilidad se sustentaba en el trabajo forzado distante pero indispensable.
Junto a la economía operaba un andamiaje legal minucioso: códigos esclavistas, tribunales que calificaban a personas como propiedad, y mercados donde las subastas separaban familias. El comercio interno, facilitado por barcos de vapor y redes fluviales, trasladaba a hombres, mujeres y niños hacia enclaves de mayor rentabilidad. La novela dramatiza los efectos íntimos de ese régimen, mostrando cómo decisiones legales rutinarias —un embargo, una deuda, una herencia— podían traducirse en ruptura de vínculos afectivos. Esa mirada doméstica situó el corazón de la controversia en la esfera de la familia, donde el público lector reconocía su propia vulnerabilidad.
El activismo afroamericano moldeó decisivamente el clima intelectual. Oradores como Frederick Douglass y Sojourner Truth, periódicos editados por negros libres y sociedades comunitarias articularon reclamos de ciudadanía y dignidad. Paralelamente, el movimiento de colonización —que proponía la emigración a África, especialmente a Liberia— dividía opiniones, al contraponerse a proyectos de integración plena en Estados Unidos. La novela dialoga con esos debates, exponiendo tensiones entre aspiraciones de libertad, promesas cristianas y realidades legales, y visibilizando la agencia de personas esclavizadas y libres frente a opciones políticas restrictivas o paternalistas.
La acogida de la obra fue simultáneamente entusiasta y polémica. En el Norte y Gran Bretaña, congregó círculos religiosos y literarios, y Stowe viajó a las Islas Británicas en 1853, invitada por simpatizantes abolicionistas. En el Sur, la novela fue combatida en prensa y tribuna, y en varias jurisdicciones se intentó impedir su circulación. Surgió un subgénero de respuestas proesclavistas —las llamadas novelas anti-Tom— que negaban la crueldad sistémica y retrataban plantadores benévolos. Ese contrapunto literario evidencia que el libro obligó a tomar posición, descolocando el consenso que aún sostenía la institución en nombre de la costumbre y la economía.
La escalada política posterior subrayó la profundidad del conflicto. La Ley Kansas-Nebraska de 1854 reabrió la cuestión de la esclavitud en los territorios y provocó violencia; la decisión Dred Scott de 1857 negó capacidad a personas negras para demandar en tribunales federales y extendió la inseguridad jurídica. En ese ciclo de radicalización, la novela de Stowe siguió presente en debates, sermones y escenarios, como pieza referencial de la imaginación moral antiesclavista. Las adaptaciones teatrales, aunque a menudo simplificadoras, mantenían el tema en la esfera popular, transformando escenas y personajes en símbolos reconocibles por públicos diversos.
También hubo críticas desde simpatizantes de la causa antiesclavista. Intelectuales y activistas señalaron los límites del sentimentalismo y la reproducción de estereotipos raciales, así como la insuficiencia de la compasión sin reformas estructurales. Con el tiempo, la figura del tío Tom fue resignificada en la cultura popular con sentidos polémicos, lo que muestra cómo las lecturas históricas cambian. Sin embargo, incluso esos cuestionamientos subrayan la centralidad de la obra en la conversación pública: su potencia para suscitar acuerdo y desacuerdo fue señal del tamaño de la herida social que retrataba y de la amplitud de su audiencia transatlántica.—Wait this still sounds complicated - need to ensure clarity and remove unneeded comment]
Harriet Beecher Stowe (1811–1896) fue una escritora y reformista estadounidense cuya obra contribuyó decisivamente a la conversación pública sobre la esclavitud en el siglo XIX. Publicó novelas, relatos, ensayos y libros de viaje, y alcanzó fama internacional con La cabaña del Tío Tom (1852), un fenómeno editorial que intensificó el debate moral y político en Estados Unidos y Gran Bretaña. Su carrera se desarrolló en el marco del protestantismo evangélico, el auge de los movimientos reformistas y la evolución de la novela sentimental. A lo largo de más de cinco décadas de trabajo, combinó objetivos literarios y una intención explícita de intervención social.
Nacida en Litchfield, Connecticut, Stowe creció en Nueva Inglaterra y recibió una educación poco común para las mujeres de su tiempo. Estudió en el Hartford Female Seminary, institución pionera en la instrucción femenina, donde se formó en lenguas, retórica e historia. En la década de 1830 se trasladó a Cincinnati, en la frontera con los estados esclavistas, y trabajó como docente y escritora. El entorno intelectual y religioso que la rodeaba fomentó el interés por la reforma social. El contacto con debates públicos sobre la esclavitud y con testimonios de personas fugitivas marcaron su sensibilidad y su futura orientación literaria.
Antes de alcanzar notoriedad, Stowe publicó relatos y bocetos morales en periódicos y revistas, afinando una prosa orientada al sentimiento cristiano y a la reforma. Su primer libro significativo, The Mayflower; or, Sketches of Scenes and Characters among the Descendants of the Pilgrims (1843), reunió escenas de la tradición puritana de Nueva Inglaterra. Su estilo, inscrito en la novela doméstica y sentimental, buscaba conmover a un público amplio y movilizar su conciencia moral. La lectura de narrativas de esclavizados, sermones reformistas y literatura transatlántica de denuncia consolidó un repertorio de recursos retóricos que aparecerían con fuerza en sus obras mayores.
Entre 1851 y 1852, Stowe serializó Uncle Tom’s Cabin en el semanario abolicionista The National Era; el libro, publicado en 1852, se convirtió en un éxito sin precedentes. Miles de ejemplares circularon en Estados Unidos y Europa, y la novela fue traducida y adaptada al teatro, generando un debate intenso. Sus defensores la consideraron una denuncia moral potente; sus detractores, sobre todo en estados esclavistas, cuestionaron su veracidad y la tacharon de incendiaria. Más allá de la controversia, la obra colocó la experiencia de la esclavitud en el centro de la cultura impresa y fijó un modelo de novela de tesis.
Tras el impacto de la novela, Stowe publicó A Key to Uncle Tom’s Cabin (1853), una obra documental destinada a sustentar con fuentes su representación de la esclavitud. Viajó por Gran Bretaña y recogió impresiones en Sunny Memories of Foreign Lands (1854). Regresó a la ficción antiesclavista con Dred: A Tale of the Great Dismal Swamp (1856), y amplió su registro con títulos como The Minister’s Wooing (1859) y Oldtown Folks (1869), ambientados en Nueva Inglaterra. En la década de 1870 abordó el paisaje y la sociedad del sur en Palmetto-Leaves (1873). Su producción combinó novela, crónica, memoria y comentario social.
El trasfondo religioso de Stowe informaba una ética pública centrada en la reforma moral. Se implicó en redes abolicionistas mediante conferencias, colaboraciones periodísticas y giras por el Reino Unido, donde encontró un público receptivo. Defendió la educación y la mejora de las condiciones de vida de la población afroamericana, especialmente tras la Guerra Civil, apoyando iniciativas filantrópicas y educativas desde la esfera cívica. Su pluma también intervino en controversias culturales, como Lady Byron Vindicated (1870). En conjunto, su activismo se articuló menos a través de cargos formales que mediante la difusión de ideas en la esfera impresa y pública.
En sus últimos años, Stowe residió en Maine, Massachusetts y, finalmente, Hartford, Connecticut, con temporadas en Florida que cristalizaron en su prosa de viaje. Participó en la vida literaria de Nook Farm, en Hartford, un vecindario frecuentado por autores de su tiempo. Su salud declinó en la vejez y publicó con menor frecuencia; falleció en 1896. Su legado permanece doble: por un lado, la influencia decisiva en la cultura antiesclavista y en la novela de compromiso; por otro, la discusión crítica contemporánea sobre estereotipos raciales y sentimentalismo. Su obra sigue siendo referencia obligada para entender literatura, reforma y opinión pública decimonónicas.
A mediados de una fría tarde de febrero, dos hombres estaban sentados solos con una copa de vino delante en un comedor bien amueblado de la ciudad de P. de Kentucky. No había criados, y los caballeros estaban muy juntos y parecían estar hablando muy serios de algún tema. Por comodidad, los hemos llamado hasta ahora dos caballeros. Sin embargo, al observar de forma crítica a uno de ellos, no parecía ceñirse muy bien a esa categoría. Era bajo y fornido, con facciones bastas y vulgares, y el aspecto fanfarrón de un hombre de baja calaña que quiere trepar la escala social. Vestía llamativamente un chaleco multicolor, un pañuelo azul con lunares amarillos anudado alegremente al cuello con un gran lazo, muy acorde con su aspecto general. Las manos eran grandes y rudas y cubiertas de anillos; llevaba una gruesa cadena de reloj repleta de enormes sellos de gran variedad de colores, que solía hacer tintinear con patente satisfacción en el calor de la conversación. Ésta estaba totalmente exenta de las limitaciones de la Gramática de Murray[1], y salpicada regularmente con diversas expresiones profanas, que ni siquiera el deseo de dar una versión gráfica de la conversación nos hará transcribir.
Su compañero, el señor Shelby, sí parecía un caballero; y la organización y el aparente gobierno de la casa indicaban una posición cómoda si no opulenta. Como hemos apuntado, estaban los dos inmersos en una seria conversación.
—Así dispondría yo el asunto —dijo el señor Shelby.
—No puedo hacer negocios de esa forma, de verdad que no, señor Shelby —dijo el otro, alzando su copa entre él y la luz.
—Pues el caso es, Haley, que Tom es un muchacho poco común; desde luego que vale ese precio en cualquier parte, pues es formal, honrado, eficiente y me lleva la granja como la seda.
—Quiere usted decir honrado para ser negro —dijo Haley, sirviéndose una copa de coñac.
—No, quiero decir que Tom es un hombre bueno, formal, sensato y piadoso[1q]. Se convirtió a la religión hace cuatro años en una reunión, y creo que se convirtió de verdad. Desde entonces, le confío todo lo que tengo: dinero, casa, caballos, y lo dejo ir y venir por los alrededores; y siempre lo he encontrado honrado y cabal en todas las cosas.
—Algunas personas no creen que haya negros piadosos, Shelby —dijo Haley, con un movimiento candoroso de la mano—, pero yo sí. Había un tipo en este último lote que llevé a Orleans: era como un mitin religioso oír rezar a ese individuo; y era bastante tranquilo y callado. Me dieron un buen precio por él también, pues lo compré barato a un hombre que tuvo que venderlo todo; así pues gané seiscientos con él. Sí, creo que la religión es una cosa valiosa en un negro, cuando es de verdad, he de decirlo.
—Bien, Tom tiene religión de verdad, sin duda —respondió el otro—. El otoño pasado, le dejé ir solo a Cincinnati a hacer negocios en mi lugar y me trajo a casa quinientos dólares. «Tom», le dije, «me fío de ti porque creo que eres buen cristiano y se que no me engañarías». Tom volvió, desde luego, como ya lo sabía yo.
Cuentan que algunos tipos rastreros le dijeron: «Tom, ¿por qué no te largas al Canadá?» y él respondió: «El amo confía en mí y no podría hacerlo», eso me contaron. Me da pena desprenderme de Tom, he de confesarlo. Debería usted cogerle por toda la deuda, Haley; y si tuviera usted conciencia, lo haría.
—Pues tengo tanta conciencia como se puede permitir cualquier hombre de negocios, sólo un poco para ir tirando, como si dijéramos —dijo chistoso el comerciante—; y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa razonable para contentar a mis amigos, pero lo que pide usted es un poco excesivo —el comerciante suspiró pensativo y se sirvió más coñac.
—¿Cómo quedamos, entonces, Haley? —preguntó el señor Shelby, después de una pausa incómoda.
—¿No tiene usted un niño o una niña que pueda meter en el lote con Tom?
—Bien, ninguno que me sobre; a decir verdad, si no fuera absolutamente necesario, no vendería a ninguno. La verdad es que no me hace gracia desprenderme de ninguno de mis muchachos.
En este momento, se abrió la puerta y entró en la habitación un pequeño cuarterón de entre cuatro y cinco años. Había algo hermoso y atractivo en su aspecto. El cabello negro, suave como la seda y de color azabache, caía en rizos brillantes alrededor de su rostro redondo con hoyuelos en las mejillas, mientras que unos grandes ojos negros, llenos de fuego y dulzura, se asomaban bajo unas pestañas largas y pobladas y miraban con curiosidad por el aposento.
Un alegre traje de cuadros rojos y amarillos, cuidadosamente cortado y entallado, resaltaba su belleza exótica; y un curioso aire de seguridad mezclado con timidez demostraba que estaba acostumbrado a que su amo se fijara en él y le hiciera mimos.
—Hola, Jim Crow[2]—dijo el señor Shelby, silbando y lanzando un racimo de pasas en dirección al niño—, recoge esto, vamos.
El muchacho salió corriendo en pos de su premio mientras se reía su amo.
—Ven aquí, Jim Crow —dijo. Se acercó el muchacho y el amo le dio golpecitos en la cabeza y le acarició la barbilla.
—Vamos, Jim, demuestra a este caballero lo bien que sabes bailar y cantar.
El muchacho comenzó a cantar con voz clara y rica una de esas canciones salvajes y grotescas de los negros, acompañando su canción con muchos movimientos cómicos de las manos, los pies y el cuerpo entero, todo al compás de la música.
—¡Bravo! —gritó Haley, echándole un cuarto de naranja. Vamos, Jim, anda como el viejo tío Cudjoe cuando le da el reuma —dijo su amo.
En el acto las flexibles extremidades del muchacho adoptaron la apariencia de la deformidad y la distorsión mientras, con la espalda encorvada y el bastón de su amo en la mano, andaba a trompicones por la habitación con su rostro de niño dibujando una mueca de dolor, escupiendo a diestro y siniestro como un viejo.
Los dos caballeros se rieron estrepitosamente.
—Ahora, Jim, muéstranos cómo el viejo Robbins canta el salmo —el muchacho rechoncho alargó la cara de manera sorprendente, con gravedad imperturbable, y comenzó a entonar nasalmente un salmo —¡Hurra, bravo! ¡Qué chico! —dijo Haley—; que me aspen si ese muchacho no es todo un caso. ¿Sabe lo que le digo? —dijo de repente, golpeando al señor Shelby en el hombro—, incluya usted a este muchacho y cerraremos el trato, se lo prometo. Venga ya, no diga usted que no es un buen trato.
En ese momento se abrió suavemente la puerta y entró en la habitación una joven cuarterona de unos veinticinco años. Sólo hacía falta una mirada al muchacho para identificarla como su madre.
Tenían los mismos ojos oscuros y expresivos con largas pestañas, los mismos rizos de cabello sedoso y negro. Su cutis moreno mostraba un rubor perceptible en las mejillas que se oscureció cuando se percató de la mirada osada de franca admiración del desconocido fija en ella. Su vestido se ceñía perfectamente a su cuerpo resaltando sus formas armoniosas; la mano de delicada factura y el pie y el tobillo pequeños no escapaban a la mirada perspicaz del comerciante, acostumbrado a evaluar con una mirada las ventajas de un buen ejemplar femenino.
—¿Y bien, Eliza? —preguntó su amo cuando ella se detuvo para mirarlo vacilante.
—Buscaba a Harry, señor, si no le importa —y el muchacho se le acercó de un salto mostrándole su botín, que había recogido en la falda de su vestido.
—Pues llévatelo, entonces —dijo el señor Shelby; y ella se retiró deprisa con su hijo en brazos.
—Por Júpiter —dijo el comerciante, mirándolo con admiración— ¡ése sí que es un buen artículo! Podría usted hacerse rico cuando quisiera con esa muchacha en Nueva Orleans. He visto a más de cien hombres pagar al contado por muchachas menos guapas.
—No quiero hacerme rico con ella —dijo secamente el señor Shelby; y, para cambiar de tema, descorchó otra botella de vino y pidió la opinión de su compañero al respecto.
—¡Excelente, señor, de primera! —dijo el tratante; y volviéndose y dando palmaditas en el hombro de Shelby, añadió—: Vamos, ¿qué me dice de la muchacha? ¿Qué le doy? ¿Cuánto quiere?
—Señor Haley, ella no está en venta —dijo Shelby—. Mi esposa no se desprendería de ella ni por su peso en oro.
—¡Bah! Las mujeres siempre dicen esas cosas, porque no entienden de números. Usted demuéstrele cuántos relojes, plumas y chucherías pueden comprar con su peso en oro, y cambiará de idea, me figuro.
—Ya le digo, Haley, que no se hable más del asunto; he dicho que no, y es que no —dijo Shelby con decisión.
—Bueno, pero me dará al muchacho, ¿verdad? —dijo el comerciante—. Tiene que reconocer que me porto bien al conformarme con él.
—¿Para qué demonios quiere usted al niño? —dijo Shelby.
—Bueno, pues, un amigo mío se va a dedicar a este negocio y quiere comprar muchachos guapos y criarlos para el mercado. Sólo de primera calidad, para venderlos como camareros y cosas así a los ricos, a los que pueden pagar por los guapos. Realza la calidad de una de estas casas solariegas tener a un muchacho realmente guapo para abrir la puerta y servir. Se pagan bien; y este diablillo es un niño tan gracioso y dotado para la música, que sería perfecto.
—Prefiero no venderlo —dijo el señor Shelby pensativo—. El caso es que soy un hombre humanitario y no me gustaría quitarle el hijo a su madre, señor.
—No me diga; vaya, algo parecido, ya, lo comprendo perfectamente. Es muy desagradable tener tratos con las mujeres a veces, a mí no me gusta nada que se pongan a gritar y a chillar. Son muy desagradables; pero yo, como soy hombre de negocios, evito tales escenas. Bien, aleje usted a la muchacha un día, o una semana o así; se hace la operación discretamente y todo habrá acabado antes de que vuelva. Su esposa podría comprarle pendientes, o un vestido nuevo, o algo así, para compensarle.
—Me temo que no.
—¡Dios me ampare, le digo que sí! Estas criaturas no son como la gente blanca, desde luego; superan las cosas, sólo hay que saberlos llevar. Pues dicen —dijo Haley con un aire franco y confidencial— que este tipo de negocios endurece los sentimientos; pero a mí no me lo parece. A decir verdad, nunca he podido hacer las cosas como algunos tipos las hacen en este negocio. He visto a quien arrancaba al hijo de brazos de su madre para ponerlo a la venta, con ella chillando como loca todo el rato; es muy mala política, pues daña el género y a veces los estropea para el servicio. Conocí a una muchacha muy guapa una vez en Nueva Orleans que se echó a perder del todo por un trato así. El tipo que la vendía no quería a su hijo, y ella era altiva cuando se enfadaba. Le digo que estranguló a su hijo con sus manos y siguió hablando de manera terrible. Me hiela la sangre recordarlo; y cuando se llevaron al hijo y a ella la encerraron, se volvió loca de atar y al cabo de una semana estaba muerta. Un desperdicio, señor, de mil dólares, sólo por no saber hacer negocios, esa es la verdad. Siempre es mejor hacer lo humanitario, señor, en mi experiencia —y el comerciante se repantigó en la silla y cruzó los brazos, con un aire decidido y virtuoso, considerándose como un segundo Wilberforce.
El tema parecía interesar mucho al caballero; mientras que el señor Shelby pelaba pensativo una naranja, empezó a hablar de nuevo, con decoroso apocamiento, como si la fuerza de la verdad le empujara a decir unas palabras más.
—No está bien visto que uno se elogie a sí mismo, pero lo digo porque es la verdad. Se dice que importo los mejores rebaños de negros de todos, por lo menos eso se dice; me lo han dicho más de cien veces, en cualquier caso, gordos y prometedores, y pierdo menos que cualquier otro comerciante. Y yo lo achaco todo a la organización, señor; y la humanidad, señor, si me permite, es el pilar de la organización.
El señor Shelby, al no saber qué decir, dijo simplemente:
—¡Vaya!
—Mis ideas han sido motivo de escarnio, señor, y de críticas. No son bien vistas, ni son corrientes; pero yo sigo en mis trece; yo sigo en mis trece y así me va; sí, puedo decir que he amortizado su pasaje —y el comerciante se rió de su broma.
Había algo tan provocativo y original en estas dilucidaciones de humanidad, que el señor Shelby no pudo menos que reír también.
Quizás te rías tú, también, querido lector; pero sabes que la humanidad se presenta hoy día de muchas maneras peculiares, y no hay límite a las cosas extrañas que dice y hace la gente humanitaria.
La carcajada del señor Shelby animó al comerciante a seguir.
—Es raro pero nunca he podido meterlo en la cabeza de la gente. Veamos el caso de mi viejo socio, Tom Loker, de Natchez; era un tipo muy listo, aunque era el mismísimo diablo con los negros, pero sólo por principio, porque jamás ha existido hombre con mejor corazón; era su sistema, señor. Yo lo comentaba con Tom. «Bueno, Tom», le decía, «cuando se ponen a llorar tus muchachas, ¿de qué sirve darles en la cabeza o pegarles una paliza? Es ridículo», decía yo, «y no sirve para nada. A mí no me parece mal que lloren», decía yo, «es la naturaleza», decía, «y si la naturaleza no se desahoga de una forma, lo hará de otra. Además, Tom», decía yo, «estropea a tus muchachas; enferman y se ponen tristes; y a veces se ponen feas, sobre todo las amarillas se ponen feas, y cuesta mucho trabajo que se domestiquen. Ahora bien», decía yo, «¿por qué no las engatusas y les hablas con amabilidad? Puedes creerme, Tom, una pequeña dosis de humanidad remedia más que tus regaños y golpes; y es más rentable, puedes creerme». Pero Tom no alcanzaba a comprenderlo; y me echó a perder a tantas que tuve que romper con él, aunque tenía buen corazón y era un hombre de negocios honrado.
—¿Y cree usted que su manera de hacer negocios es mejor que la de Tom? —preguntó el señor Shelby.
—Ya lo creo. Verá usted, cuando puedo, cuido de la parte desagradable, como la venta de los niños; alejo a las madres, pues ojos que no ven, corazón que no siente, ya sabe, y cuando la cosa está hecha y no tiene remedio, se resignan. No es como si fuera gente blanca, educada para quedarse con sus hijos y sus esposas y todo eso. Los negros bien criados no tienen expectativas de ninguna clase, así que aceptan más fácilmente todas estas cosas.
—Me temo que los míos no están bien criados entonces —dijo el señor Shelby.
—Supongo que no; ustedes los de Kentucky miman mucho a sus negros. Tienen ustedes buena intención, pero no es bueno para ellos. Verá, a un negro que tiene que ir de aquí para allá en el mundo y soportar que lo vendan a Mengano y a Zutano y a Dios sabe quién más, no es bueno llenarle la cabeza de ideas y expectativas y educarle demasiado, porque la dureza de la vida es mucho más difícil de soportar después. Estoy seguro de que los negros de usted estarían muy tristes en un lugar donde algunos negros de plantación cantarían y vitorearían como posesos. Es natural, señor Shelby, que cada hombre crea que sus propias maneras de hacer las cosas son las mejores; y yo creo que trato a los negros tan bien como merecen.
—Es una felicidad estar satisfecho —dijo el señor Shelby, encogiéndose ligeramente de hombros y dando muestras de incomodidad.
—Entonces —dijo Haley, después de que ambos hombres pasaran un rato comiendo frutos secos en silencio—, ¿qué me dice?
—Me lo pensaré y lo hablaré con mi esposa —dijo el señor Shelby—. Mientras tanto, Haley, si usted quiere que se maneje el asunto con la discreción que ha mencionado, más vale que lo mantenga en secreto en este vecindario. Correrá la voz entre mis muchachos, y no será un asunto nada discreto llevarse a alguno de mis muchachos si se enteran, se lo aseguro.
—¡Desde luego, naturalmente, ni una palabra! Pero mire usted, tengo muchísima prisa y quiero saber cuanto antes qué decide usted —dijo él, levantándose y poniéndose el abrigo.
—Pues venga esta tarde entre las seis y las siete y le contestaré —dijo el señor Shelby, mientras el tratante salía de la habitación con una reverencia.
«Me hubiera gustado echarlo de una patada», se dijo cuando vio que se había cerrado la puerta, «con ese aplomo descarado; pero sabe que me tiene a su merced. Si alguien me hubiera dicho que iba a vender a Tom a uno de estos bribones tratantes del sur, yo habría dicho: “¿Es un perro tu sirviente para que hagas eso?” Y ahora parece ser que tendrá que ser así. ¡Y el hijo de Eliza, también! Sé que tendré un problema con mi esposa por eso, y, de hecho, por el asunto de Tom también. Mala cosa tener deudas, ¡vaya! El tipo ve la ocasión y se aprovecha».
Quizás la forma más suave del sistema de la esclavitud es la del estado de Kentucky. El predominio general de los quehaceres agrícolas tranquilos y paulatinos, que no necesitan de esas prisas y presiones periódicas que tienen lugar en los asuntos de los estados de más al sur, hace que la tarea del negro sea más sana y razonable; mientras que el amo, satisfecho de seguir un estilo más gradual de adquisición, no siente la tentación de la crueldad que siempre vence a las naturalezas débiles cuando lo que está en la balanza es la posibilidad de una ganancia repentina y rápida, sin más contrapeso que los intereses de los indefensos y desvalidos.
Quien visita alguna finca de allí y observa la complacencia de algunos amos y amas y la lealtad cariñosa de algunos esclavos, podría caer en la tentación de pensar en la popular leyenda poética de la institución patriarcal; pero por encima de esta escena pende una sombra ominosa —la sombra de la ley—. Mientras que la ley considere a todos estos seres humanos, con sus corazones que laten y sus sentimientos vivos, como una serie de objetos que pertenecen a un amo, mientras que el fracaso, la desgracia, la imprudencia o la muerte del amo más amable pueda hacer que cambien una vida protegida e indulgente por otra desesperada de miseria y trabajos, es imposible hacer nada bello ni deseable dentro de la administración mejor regida de la esclavitud.
El señor Shelby era un hombre bastante común, amable y de buen corazón y bien dispuesto hacia los que lo rodeaban, y nunca había faltado nada que pudiera contribuir al bienestar físico de los negros de su finca. Sin embargo, se había dedicado a la especulación, se había endeudado mucho y sus pagarés por una gran suma habían caído en manos de Haley; esta pequeña información es la clave de la conversación precedente.
Bien, dio la casualidad de que, al acercarse a la puerta, Eliza había escuchado bastante de la conversación para saber que el comerciante quería que su amo le vendiera a alguien.
De buena gana se habría quedado escuchando detrás de la puerta al salir, pero tuvo que marcharse deprisa porque la llamó su ama en ese momento. Sin embargo, le parecía haber oído al comerciante hacer una puja por su hijo; ¿podía equivocarse? Se le encogió el corazón y comenzó a latir deprisa, y sin querer apretaba tanto al niño que éste le miró atónito a la cara.
—Eliza, muchacha, ¿qué te pasa hoy? —preguntó su ama, después de que ésta le volcara la jarra del lavabo, derribara el bastidor y le ofreciera distraída un camisón largo en lugar del vestido de seda que le había pedido que le trajera del armario.
Eliza dio un respingo.
—¡Oh, señora! —dijo, alzando los ojos y, rompiendo a llorar, se sentó en una silla y se puso a sollozar.
—Eliza, hija, ¿qué te ocurre? —preguntó su ama.
—¡Oh, señora, señora! —dijo Eliza—. ¡Había un tratante hablando con el amo en el salón! Lo he oído.
—Bueno, tonta, ¿y qué?
—Oh, señora, ¿usted cree que el amo vendería a mi Harry? —y la pobre criatura se lanzó a una silla y se puso a sollozar convulsivamente.
—¿Venderlo? ¡Qué va, tontita! Sabes que el amo no hace negocios con esos tratantes sureños y que nunca querrá vender a ninguno de sus criados, siempre que se porten bien. Vamos, tonta, ¿quién crees que querrá comprar a tu Harry? ¿Crees que todo el mundo lo quiere como tú, gansita? Venga, anímate y abróchame el vestido. Vamos, arréglame el pelo con esa trenza bonita que aprendiste el otro día, y deja de escuchar detrás de las puertas.
—Señora, usted nunca permitiría...
—¡Tonterías, niña! Por supuesto que no. ¿Cómo puedes hablar así? Antes dejaría vender a uno de mis propios hijos. Pero, Eliza, te estás enorgulleciendo demasiado de ese niño. No puede asomar la nariz un hombre por la puerta sin que creas que ha venido a comprarlo.
Reconfortada por el tono seguro de su ama, Eliza siguió ágil y mañosa con el tocado, riéndose de sus propios temores.
La señora Shelby era una dama de clase alta, hablando tanto intelectual como moralmente. Además de la magnanimidad y generosidad mentales que a menudo tipifican el carácter de las mujeres de Kentucky, tenía grandes sensibilidades y principios morales y religiosos, que se plasmaban en resultados prácticos realizados con gran energía y habilidad. Su marido, que no profesaba ninguna religión en particular, reverenciaba y veneraba la consistencia de la religiosidad de su esposa y su opinión le imponía respeto. Era verdad que le daba carta blanca en todos sus esfuerzos benévolos para el confort, instrucción y mejora de sus criados, aunque él personalmente no intervenía en ello. De hecho, si no creía exactamente en la doctrina de la eficiencia del excedente de las buenas obras realizadas por los santos, sí parecía pensar que su esposa tenía suficiente piedad y benevolencia para los dos y albergaba una vaga esperanza de entrar en el cielo gracias a la sobreabundancia de cualidades de ella que él mismo no pretendía poseer.
Lo que más le pesaba a él, después de su conversación con el tratante, era tener que informar a su esposa del negocio propuesto, y enfrentarse a las objeciones y oposición que sabía que le esperaban.
La señora Shelby, totalmente ignorante de las deudas de su marido y conociendo sólo la bondad habitual de su temperamento, era sincera al reaccionar ante las sospechas de Eliza con absoluta incredulidad. De hecho, había descartado la idea sin pensarlo dos veces; y, ocupada como estaba con los preparativos de una visita por la tarde, se le fue totalmente de la mente.
Eliza había sido criada desde pequeña como favorita de su ama.
El viajero del sur debió de notar ese peculiar aire de refinamiento, la dulzura de voz y de modales, que parecen ser un don especial de las cuarteronas y mulatas. Estas gracias naturales de la cuarterona a menudo van parejas con la belleza más deslumbrante y casi siempre con un aspecto atractivo y agradable. Eliza, como la hemos descrito, no es un bosquejo imaginario sino el dibujo de memoria de una mujer que vimos hace años en Kentucky. Segura bajo los cuidados protectores de su ama, Eliza había llegado a la madurez sin las tentaciones que convierten la belleza en una herencia fatal para una esclava. La habían casado con un inteligente mulato de talento que era esclavo en una finca colindante y se llamaba George Harris.
El amo había alquilado a este joven para que trabajara en una fábrica de bolsas, donde era considerado el mejor trabajador por su destreza e ingenuidad. Había inventado una máquina para limpiar el cáñamo que, teniendo en cuenta la educación y las circunstancias del inventor, mostraba un genio mecánico parecido al de la despepitadora de algodón de Whitney[3].
Era guapo y tenía modales agradables, y era muy querido en la fábrica. Sin embargo, como a los ojos de la ley este joven no era un hombre sino una cosa, todas sus cualidades superiores estaban sujetas al control de un amo tiránico, intolerante y vulgar. Al oír hablar de la fama del invento de George, este caballero se acercó a la fábrica para ver la obra de este esclavo inteligente. Lo recibió con gran entusiasmo el empresario, que lo felicitó por poseer un esclavo tan valioso.
Le acompañó a ver la fábrica, donde, al mostrarle la máquina, George, animado, hablaba tan fluidamente y tenía un aspecto tan bello y viril, allí erguido, que su amo comenzó a tener una desagradable sensación de inferioridad. ¿Cómo se atrevía su esclavo a andar por el país inventando máquinas e irguiendo la cabeza entre caballeros? No pensaba tolerarlo. Lo llevaría de vuelta, lo pondría a trabajar con la azada y la pala y «a ver si se iba a pavonear tanto entonces». En consecuencia, el patrón y los trabajadores se quedaron de piedra cuando reclamó de repente el salario de George y anunció su intención de llevárselo a casa.
—Pero, señor Harris —objetó el patrón—, ¿no es un poco repentino?
—¿Y qué, si es así? ¿No es mío el hombre?
—Estaríamos dispuestos a aumentar el pago de compensación.
—No sirve de nada, señor. No tengo necesidad de alquilar a mis trabajadores si no quiero.
—Pero, señor, parece estar muy bien adaptado a este negocio.
—Puede que sí; no se adaptaba muy bien nunca a nada de lo que yo le mandaba, sin embargo.
—Pero dese cuenta de que ha inventado esta máquina —interrumpió uno de los obreros, algo inoportuno.
—¡Oh, sí! Una máquina para ahorrar trabado, ¿verdad? No me extraña que inventara eso; un negro es especialista en eso. Todos ellos son máquinas para el ahorro del trabajo. No, ¡se marchará!
George se quedó como paralizado al oír a una potencia que sabía irresistible pronunciar su condena. Se cruzó de brazos, comprimió los labios, pero un volcán de sentimientos amargos ardió en su pecho, enviando ríos de fuego por sus venas. Jadeaba y sus grandes ojos negros llameaban como brasas ardientes, y hubiera podido estallar en algún tipo de ebullición peligrosa si el bondadoso patrón no le hubiera tocado el brazo, diciendo en voz queda:
—Déjate llevar, George; ve con él de momento. Intentaremos ayudarte más adelante.
El tirano vio este susurro y adivinó su significado aunque no oyó lo que se dijo; y le fortaleció aún más en su empeño interno de mantener el poder que ejercía sobre su víctima.
George fue llevado a casa y puesto a trabajar en las tareas más humildes y fatigosas de la granja. Había conseguido reprimir cada palabra irrespetuosa; pero los ojos llameantes y la frente triste y preocupada formaban parte de un lenguaje natural que no podía reprimir: señales inequívocas de que un hombre no se podía convertir en una cosa.
Fue durante la época feliz de su trabajo en la fábrica cuando George conoció y se casó con su esposa. En ese período, como su patrón confiaba en él y lo trataba bien, tenía libertad para ir y venir a su antojo. La señora Shelby aprobó totalmente la boda y, con algo de la satisfacción de casamentera típica de una mujer, se alegró de unir a su guapa favorita con uno de su misma clase que parecía digno de ella; de modo que se casaron en el salón del ama, que adornó personalmente con azahar el hermoso cabello de la novia y le echó por encima el velo nupcial, que no hubiera podido posarse en una cabeza más bella; y no faltaban guantes blancos, ni tarta, ni vino, ni invitados que admiraron la belleza de la novia y la indulgencia y generosidad de su ama. Durante un año o dos, Eliza vio a menudo a su marido y nada interrumpió su felicidad salvo la pérdida de dos niños, que ella amaba apasionadamente y que lloró con una pena tan intensa que su ama le riñó dulcemente, procurando, con solicitud maternal, mantener sus sentimientos, tan apasionados por naturaleza, dentro de los límites de la razón y la religión.
Después del nacimiento del pequeño Harry, sin embargo, se tranquilizó y sosegó; y cada lazo sangrante y cada nervio palpitante, entretejidos de nuevo con la nueva vida, parecieron restablecerse y sanar, y hasta el momento en que su marido fue alejado tan bruscamente de su bondadoso patrón y puesto bajo el dominio de hierro de su propietario legal, Eliza era una mujer feliz.
El fabricante cumplió su palabra y fue a visitar al señor Harris una semana o dos después de la partida de George con la esperanza de que se le hubiera pasado el enfado a aquél, y probó todos los argumentos para persuadirle de que volviera a colocar a éste en su puesto anterior.
—No se moleste en hablar más —dijo tercamente—, conozco bien mis propios asuntos, señor.
—No pretendía inmiscuirme en sus asuntos, señor. Sólo pensaba que podía considerar de su interés alquilarnos a su hombre bajo las condiciones propuestas.
—Entiendo perfectamente lo que ocurre. Ya le vi guiñar el ojo y susurrarle al oído el día en que lo saqué de la fábrica, así que no me engaña en absoluto. Es un país libre, señor; el hombre es mío, y haré con él lo que me plazca, eso es todo.
Así se esfumaron las últimas esperanzas de George; ya no le quedaba nada más que una vida de trabajo y monotonía, amargamente intensificada por cada gesto vejatorio y humillante que era capaz de idear el ingenio tiránico de su amo.
Una vez dijo un jurista muy humanitario: «Lo peor que se puede hacer con un hombre es ahorcarlo». Pues, no; ¡hay otro destino que es aun peor!
