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La cartera del muerto es una comedia teatral del autor Pedro Muñoz Seca. Como es habitual en el autor, la pieza se articula en torno a una serie de malentendidos y situaciones de enredo contados con afilado ingenio y de forma satírica en torno a las convenciones sociales de su época. En este caso, la trama se articula en torno a la visita de un médico rural a una población llena de pintorescos pacientes. Lo que el doctor no sabe es que le espera toda una sorpresa a lo largo de su visita.
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Seitenzahl: 82
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Pedro Muñoz Seca
COMEDIA DRAMÁTICA EN TRES ACTOS, ORIGINAL DE
Saga
La cartera del muerto Pedro Muñoz SecaCover image: Shutterstock Copyright © 1920, 2020 SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726508277
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 3.0
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SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
AMPARO. - LUISA. - ELENA. - BENIGNA. - IGNACIA. - DÁMASA. - DON ANSELMO.
EMILIO. - FERNANDO. - GIL. - PABLO. - ORTIGUILLA. - BARTOLO. - CABRERA.
Antedespacho en casa del doctor don Anselmo Aguilares. Puerta de entrada a la izquierda primer término. En este mismo lateral y en chaflán un balcón. En el lateral derecha dos puertas, que conducen: la primera al despacho de donAnselmo,y la segunda a restantes departamentos de la casa. Ante la primera puerta un pequeño biombo. Hay en el centro de la escena un gran sofá y ante él una pequeña mesa con libros y periódicos. Entre la puerta de la izquierda y el balcón un elegante banco de madera. En el foro un hermoso armario, y entre las dos puertas de la derecha un ”secretaire” de señora, cerrado. Varios sillones y sillas volantes completan la decoración. Es de día. Epoca actual. La acción en Miracampos, pueblo que se supone en cualquier provincia de Castilla.
(Al levantarse el telón están en escena Benigna, Dámasa y Ortiguilla. Ortiguilla y Benigna, que visten pobremente y que son marido y mujer, están sentados en el banco de la izquierda. Dámasa, señora de manto y mantón, ocupa el sofá.)
BEN.—(A Dámasa.) Entonces, quiere decir que usted no es de aquí de Miracampos.
DAM.—No, señora; yo soy de Molinares, y vengo cada quince días a que me vea don Anselmo, porque desde que me puse en sus manos estoy muchísimo mejor.
ORT.—Como que es un médico que tiene una vista que Dios se la conserve. Dice “polmunía”, y “polmunía”; dice “asnemia”, y “asnemia”. ¡Es mucho hombre! Yo si hubiera hecho tó lo que él m’ha dicho ya estaría bueno. ¡Anda! Hace un rato grande; pero no siempre puede uno hacer lo que el médico aconseja.
BEN.—Que eres un rebelde, Melanio; parece mentira que con el talento que tienes seas asina.
ORT.—Pero, Benigna, ¿cómo voy a pasarme dos meses sin comer?
BEN.—¿Sin comer, y te zampas un cuartillo de leche cá dos horas?
ORT.—¿Y eso es comer?
BEN.—No es comer, pero es alimentarse.
ORT.—¡Que te lo crees tú! La leche no alimenta.
BEN.—Pues los chicos bien gordos que se crían.
ORT.—Los chicos son una cosa y los adúlteros somos otra, Benigna. Pa mí, tó lo que no sea mascar es perder el tiempo.
DAM.—¿Padece del estómago?
BEN.—Sí, señora; por una apuesta con un hermano mío se comió un día quínientas veintisiete aceitunas, y por poco se muere.
DAM.—¡ Jesús! ¡Con lo indigestas que son las aceitunas!
ORT.—No; si a mí las aceitunas no me hicieron daño; los que me hicieron daño fueron los huesos.
DAM.—¡Ah! ¿Pero se las comió usted con huesos?
ORT.—Toma; esa era la apuesta. Sin huesos me trago yo dos millares y no me pasa nada.
DAM.—¡Jesús, María y José!
BEN.—(Levantándose y mirando hacia la primera puerta de la derecha.) ¿Salen ya?
ORT.—No. (Vuelve a sentarse Benigna.) Tién pa rato. Están curando al chaufer de ayer.
DAM.—Esa joven que ayuda a don Anselmo es su hermana, ¿no?
BEN.—Sí, señora; la señorita Amparo. Una santa del cielo. Y con unas manos, que la venda a usted una herida y cuasi que no lo siente usted.
ORT.—Ayer tarde se hartó de vendar. Hubo ahí al lao un vuelco de artomóvil y se lisiaron tres.
DAM.—¡Qué horror! ¿Y cómo fué?
ORT.—Que venían a ochenta por hora...
BEN.—¿A ochenta qué?
ORT.—A ochenta atropellos...
BEN.—¡Ah!
ORT.—Se les reventó una de esas gomas que ellos llaman “reumáticos” y allá fueron pegando volteretas.
DAM.—¡Qué atrocidad!
ORT.—¡Llevamos una semanita!... Porque del asesinato del jueves ya habrá tenido usted conocimiento.
DAM.—No.
BEN.—¿Eh? ¿No ha llegao a Molinares la noticia con lo cerquísima que está?
DAM.—Yo al menos, no había oído nada.
ORT.—Pues lo han traído hasta los diarios de Madrid.
DAM.—¿Y qué ha sido?
ORT.—¡Casi ná! Don Julio Marcén, el más rico de Miracampos, que amaneció ahí en los Chopales, muerto de una puñalada en semejante sitio. (Señala el costado derecho.)
DAM.—¡Qué espanto! ¿Y se sabe quién fué el asesino?
ORT.—Se sabe y no se sabe.
BEN.—El juez ha metido en la cárcel a don Pablo Aldaya, un labrador de aquí, que tuvo aquella noche en el Casino una cuestión con el muerto.
ORT.—Sí. pero don Pablo es inocente.
BEN.—¿Qué sabes tú?
ORT.—Porque lo sé te digo que es inocente. El que ha matado a don Julio, que en gloria esté, ha sido Emilio Lainez.
BEN.—Eso es lo que dice tó el mundo.
ORT.—Porque es el Evangelio y la Epístola, tó junto.
BEN.—Sí; pero cuando el juez a quien ha metido en la cárcel ha sido al otro, sus razones habrá tenido.
ORT.—El juez puede meter en la cárcel a San Juan Bautista, si se le antoja, pero el que ha matao ha sido Emilio Lainez.
BEN.—No, si como a ti se te meta una cosa en la cabeza...
ORT.—¡ Emilio Lainez!
GIL.—(Entra muy de prisa por la primera puerta de la derecha. Es un hombre como de cuarenta años, muy rubio y muy corto de vista. Usa unas gafas con unos cristales gordísimos. Gil es mitad criado y mitad practicante de don Anselmo. Viste de señorito, pero el traje que lleva está bastante viejo, y como se lo hizo un sastre de Miracampos, que admite la tela y lleva diez pesetas por la hechura, la hechura deja bastante que desear. En una palabra, que Gil es una birria.)(Una venda de las grandes, que no se me olvide.)(Se dirige al armario del foro.)(Una venda de las grandes...)
ORT.—Gil.
GIL.—(Abriendo el armario.)Déjame ahora.
ORT.—¿Verdad que don Pablo Aldaya es inocente?
GIL.—(Dejándolo todo y acudiendo a Ortiguilla como un rayo.) ¡Y el que diga lo contrario es un sinvergüenza! (Una venda de las grandes, que no se me olvide.) ¿Qué va a matar a nadie ese hombre? Don Fernando, el juez, está obcecao.
ORT.—Eso es lo que decimos tós.
BEN.—Pero vamos a ver, Gil...
GIL.—Don Gil, Benigna, que si no soy médico ni practicante es porque la vista no me permite estudiar.
BEN.—Bueno, da lo mismo. Lo que yo quiero es que usté me oiga, porque aunque yo no tengo el talento de mi marido, creo que discurro unas miajas.
GIL.—A ver: di, razona.
BEN.—¿No fué don Pablo y le pidió dinero a don Julio Marcén?
GIL.—Sí, y Marcén se lo negó de mala manera y se insultaron, y Marcén le dió a don Pablo una bofetada.
BEN.—Ahí voy yo. ¿No sacó don Pablo una navaja para defenderse?
GIL.—Sí. señora. (Algo inquieto.)(Una venda larga...)
BEN.—¿Y no fué Marcén y le quitó la navaja y se la guardó?
GIL.—Sí, le quitó la navaja y se la guardó, y al día siguiente amaneció en los Chopales, muerto, en postura decúbito supino y con la navaja de don Pablo clavada en semejante sitio. (Señalando el costado derecho.)
BEN.—Y además sin la cartera.
GIL.—Sin la cartera. ¿Y qué?
BEN.—Pues hijo, que verde y con asa...
GIL.—Un piano. Don Pablo Aldaya es inocente.
AMP.—(Dentro, llamando.) ¡Gil!...
GIL.—¡Voy! Ahora vuelvo. (Se va corriendo por la primera puerta de la derecha.)
ORT.—(A Benigna.) ¿Estás viendo?
DAM.—Pues a mí. lo que dice su esposa me parece muy razonable.
ORT.—Es que no está usted en antecedentes, señora. Esta no dice que Marcén y Lainez no se podían ver, porque a Lainez le gustaba la mujer del difunto. ¡Como que ya en una ocasión anduvieron a trastazos! Y ésta no dice que don Emilio Lainez es un tío atravesao y pendenciero que no lo pué ver nadie.
GIL.—(Por la derecha.)(¡Qué cabeza!... ¡Cada día estoy peor!... Una venda de las grandes...)(Trastea en el armario y coge dos rollos de vendas.)
ORT.—Ese es el que ha matao a Marcén, y si no que lo diga éste. (A Gil, alzando la voz.) ¿Verdad que el asesino ha sido Emilio Lainez?
GIL.—(Cerrando el armario de un golpe y acercándose a ellos con las vendas en la mano.) ¡ Ese! ¡ Ese canalla; ese bandido es el que lo ha matado! Le buscó, le mató y que cargue otro con el muerto. (Se le cae uno de los rollos de venda al suelo quedándose él con la punta en la mano. Como lleva otro rollo no lo nota.)
BEN.—¿Pero y la cartera?
GIL.—Pudo habérsela quitado él para despistar.
ORT.—O uno que pasó por allí y se aprovechó del acontecimiento, que vaya usté a saber.
GIL.—¡Claro!
ORT.—Pero eso el juez no quiere verlo.
GIL.—Porque tiene una venda en los ojos, Ortiguilla; pero ya se le caerá.
DAM.—(A Gil.) Oiga: que se le ha caído la venda.
GIL.—¡Quiá! Es muy testarudo.
AMP.—(Dentro, llamando.) ¡Gil!
GIL.—¡Voy! (Vaso corriendo por la derecha, dejando una estela de vendaje en el suelo.)
ORT.—Anda y lo que va dejando. (Llamando.) ¡Gil!... ¡Es más precipitao!...
GIL.—(Entrando de nuevo.)No se pueden hacer las cosas de prisa. (Coge el extremo de la venda y comienza a liarla.)
IGN.—(Por la izquierda. Es una mujer de pueblo.)Buenas tardes.
GIL.—¡Hola, Ignacia! ¿Qué te trae por aquí?
IGN.—Don Gil, que estoy desesperá; que mi hombre en vez de mejorá, va pa atrás como los cangrejos.
GIL.—Pero, ¿qué es lo que tiene?
IGN.— Bardao de los riñones.
GIL.—¿Y qué le mandó don Anselmo?
IGN.—Potajes.
GIL.—¿Cómo potajes?
IGN.—Sí, señó; potajes dos veces al día.
GIL.—Bueno, pero de medicinas digo yo.
IGN.—Pos eso: potajes.
GIL.—Espera; ahora le preguntaré, porque no me fío de ti.
IGN.—Se lo agradeceré a usté; tengo muchísima priesa y no puedo aguardar.
GIL.— Bien.