La casa imaginaria - Pilar Mateos - E-Book

La casa imaginaria E-Book

Pilar Mateos

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Beschreibung

En una casa como la mía, nadie te obliga a apagar la luz a la hora de dormir, ni a cerrar los balcones cada vez que hay tormenta; y los hermanos mayores no se ponen furiosos porque se te haya ocurrido tomar prestado el helado que tenían guardado. En esta clase de casas nunca se reciben las calificaciones del colegio, aunque a veces suceden cosas muy especiales.

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Seitenzahl: 62

Veröffentlichungsjahr: 2017

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ilustrado por Mauricio Gómez Morin

Primera edición, 1994    Decimotercera reimpresión, 2013 Primera edición electrónica, 2017

D. R. © 1994, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Editor: Daniel Goldin Diseño: Joaquín Sierra Escalante, sobre una maqueta    original de Juan Arroyo Diseño de portada: Joaquín Sierra Escalante Dirección artística: Mauricio Gómez Morin

Comentarios y sugerencias:[email protected] Tel. (55)5449-1871

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-5019-1 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 1

Yo vivo en la buhardilla de un edificio muy especial que da al parque del Retiro, y desde mi ventana, por una pendiente de tejados rojos y antenas parabólicas, se divisan las copas entrelazadas de los árboles, el brillo del lago donde montamos en barca y las luces del rayo láser que se proyecta de noche en el cielo cuando está abierta la discoteca.

Vine a instalarme en secreto a finales del verano, y no hay mucha gente que conozca la existencia de este refugio. Todo el mundo supone que vivo en una casa normal, con el frigorífico lleno de tarritos de yogur, y docenas de calcetines deportivos puestos a secar en el tendedero del patio; que mi madre me obliga a cepillarme los dientes, como corresponde a una niña de mi edad, y me prepara el desayuno antes de llevarme al colegio: leche tibia con miel, algo de fruta y una buena ración de cereales.

Pero yo nunca desayuno leche con miel. Un día tomo fresas y manzanas, otro caramelos de naranja y otro rosquillas. Según lo que me encuentre en la nevera cuando me levanto. Luego me voy a clase y nadie sabe de dónde vengo. Un día me he duchado y me he puesto la camiseta limpia y otro no. Un día he aprendido la lección de historia y otro no. Ésa es la ventaja de vivir en una casa como la mía. Puedes hacer lo que se te antoje. Y nadie te obliga a apagar la luz a la hora de dormir, ni a cerrar los balcones cada vez que hay tormenta.

Por eso prefiero pasar las tardes aquí, en vez de reunirme con mis amigos a ver grabaciones de video. Tampoco suelo asistir a las fiestas de cumpleaños; unas veces porque no me invitan y otras porque no tengo muchos amigos, ésa es la verdad. Hasta que apareció Valentina nunca había ido al cumpleaños de nadie. El año pasado ni siquiera estuve en el mío.

Valentina nos llamó la atención cuando llegó al colegio porque es negra y en mi colegio no había alumnos negros; además era mucho más alta que cualquiera de nosotros. Llevaba el pelo recogido en una trenza que le colgaba hasta la cintura. Y el primer día se dedicó a esquivar los tirones de los chicos más torpes con una habilidad que le granjeó la simpatía de toda la clase. No se enfrentó con ellos directamente. Se puso a hablarles de futbol y motociclismo, y se inventó que era amiga de ese campeón que sale en todos los periódicos. Ninguno consiguió tirarle del pelo y todos se quedaron tan contentos.

—Ésta sí que es una chica con la que se puede hablar —comentaron—, no como Claudia.

Y es que yo enseguida me pongo furiosa porque no aguanto las injusticias. “Claudia es una antipática”, dicen.

Valentina, sin embargo, no parecía compartir esa opinión. Me prestaba su lapicero cuando yo olvidaba el mío en la vivienda secreta. Y me daba la mitad de su bocadillo si esa mañana, al abrir la nevera, no había encontrado nada para llevarme en la mochila, que a veces pasa. Y un día que me echaron de clase por protestar por las injusticias me defendió en voz alta delante del profesor. Ningún otro compañero se hubiera atrevido a hacerlo.

Todo esto, Valentina lo hacía discretamente, sin darse importancia. Y de no haber sido porque la felicitó la profesora, nadie se hubiera enterado de que era la que mejor dibujaba de la clase, después de mí.

No hay ninguna razón para que oculte que mis dibujos son bastante buenos. Lo que mejor me sale son los autobuses y los quioscos de periódicos.

A Valentina, en cambio, se le da muy bien el dibujo lineal.

—No tiene mucho mérito —dijo—, porque mi padre es pintor.

Zacarías Clemente, el que lanza unos silbidos que hacen tiritar los muebles, tiene un padre detective. Hay otro padre que es domador de osos, pero ya se ha jubilado. Los demás son comunes y corrientes. Algunos ganan cantidades fabulosas de dinero y procuran por todos los medios que se les note. En cualquier caso, el padre de Valentina es el único pintor.

—¿Y qué pinta? —le pregunté.

—Figuras —me dijo—; gente de la ciudad. Mi padre es tan joven que a menudo lo toman por otro hermano. Pero ya ha recorrido el mundo entero con los pinceles en el bolsillo.

No sé por qué, en vez de imaginármelo recorriendo el mundo con los pinceles en el bolsillo, me lo imaginé en un primer plano en la pantalla de televisión.

—¿Es famoso?

—No.

Me defraudó. A los del colegio nos gustan los personajes famosos. Nos echamos encima de ellos a empujones para verlos de cerca. Les pedimos autógrafos. Y algunas veces nos enteramos de lo que hacen. A mí, además, me gustan los cuadros.

—¿Quieres verlos? —ofreció Valentina.

A la salida de clase nos metimos por una calle con bulevar, casi a espaldas de mi buhardilla. Doblamos unas cuantas esquinas y llegamos a un edificio antiguo que tenía en la fachada un sinnúmero de balconcillos menudos, sostenidos por un cuenco en forma de caracola. Y con multitud de flores enredándose en las rejas.

La propia Valentina abrió el portal con su llave después de llamar al timbre.

—No hay nadie —dijo.

Me extrañó que, en lugar de tomar el ascensor, nos dirigiéramos hacia el sótano por la escalera interior. Un pintor necesita la luz del día para trabajar. Había colchones tendidos por todas partes; una cocina eléctrica y una cesta con huevos; algunos cacharros apilados y un viejo fregadero en un rincón. Pero estas cosas las vi más tarde. Al principio sólo me fijé en los colchones.

—¿Cuántos hermanos tienes?

—Cinco.

Recordé a otra niña negra del jardín de niños y a un chico de un curso superior. Miré por todo el recinto buscando cuadros fulgurantes; los colores vivos de las calles de la ciudad; las figuras variopintas que el padre de Valentina había captado en sus recorridos por el mundo. Y ella lo sacó de debajo de una cama. Una pintura áspera y sombría que sugería una selva intrincada, con alimañas al acecho.

—Aquí están todos —dijo.

—¿Todos?

La miré sin comprender. Apoyó el cuadro contra la pared y se sentó en el borde del colchón.

—No tiene dinero para comprar lienzos —me explicó—, así que pinta sus cuadros unos encima de otros.

—¿Unos encima de otros?

Por nada del mundo hubiera echado yo a perder el apunte que hice del estanque del Retiro. Por nada del mundo hubiera emborronado el dibujo de la feria del libro, con la gente haciendo cola en el puesto para conseguir un autógrafo de Ángeles Mastretta.

No pudimos hablar mucho. Enseguida llegaron sus hermanos y ya no nos dejaron tranquilas.