Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Telmo Yáñez, joven artesano, parte hacia Gran Bretaña para participar en la construcción de una catedral, pero esta extraña y colosal edificación alberga misterios terribles. ¿Podrá el joven superar las dificultades que encierra esta singular peripecia? Una novela de misterio que se adentra en el mundo de los artesanos libres, los templarios y las Cruzadas.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 275
Veröffentlichungsjahr: 2014
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
CÉSAR MALLORQUÍ
PREMIO GRAN ANGULAR 1999
En el interior de la cripta reinaban las tinieblas, la humedad y el miedo. El hombre que yacía en la oscuridad, sentado en el suelo con los brazos rodeando las encogidas piernas, era un anciano de pelo canoso y piel curtida por la vida al aire libre. Hasta hacía muy poco había sido alguien importante, un maestro de su oficio, pero ahora solo era un fugitivo. En realidad, un condenado a muerte.
Fue precisamente el temor a la muerte lo que le había movido a ocultarse en la cripta secreta. ¿Cuánto tiempo llevaba escondido allí? No lo sabía; los minutos discurren muy lentamente en la oscuridad, pero debían de haber pasado tres o cuatro horas desde que fue testigo de la matanza.
Se estremeció. La imagen de sus compañeros atrozmente asesinados parecía habérsele grabado a fuego en las pupilas, y cada vez que la evocaba, cada vez que pensaba que él podría haber estado allí, compartiendo la terrible suerte de sus amigos, un intenso pánico le embargaba. Se había salvado de milagro, por llegar tarde a la reunión; un simple retraso, esa era la diferencia entre la vida y la muerte. Cuando llegó, la matanza ya había comenzado y los gritos de las víctimas torturaban la quietud de la noche.
Luego, ellos le descubrieron y el anciano tuvo que huir para salvar la vida. Pero, ¿dónde ocultarse? Lo cierto es que solo dispuso de dos opciones: o arrojarse al mar por los acantilados, o –como finalmente hizo– buscar refugio en el templo.
Y por eso estaba allí, preguntándose cuánto tardarían sus perseguidores en encontrar la cripta secreta, acurrucado entre las tinieblas con el corazón encogido de miedo. La culpa era suya, se dijo una vez más; cuando comenzó a abrigar sospechas sobre la auténtica naturaleza de su trabajo, debió compartirlas con los demás. Y cuando el viejo guerrero le confesó sus planes..., entonces debía haber huido a toda prisa, sin mirar atrás. Pero no lo hizo; pretendiendo mantenerse al margen, se mintió a sí mismo diciéndose que no hacía otra cosa que ejercer su oficio, cuando lo cierto es que estaba colaborando con el mal más abyecto.
Pero ya era tarde para lamentaciones. Ahora debía plantearse el modo de salir de ahí. Aún faltaban unas horas para el amanecer y, amparándose en las sombras, quizá pudiera alcanzar el bosque y, más allá, la libertad.
El anciano se incorporó y estiró los miembros para desentumecer los músculos. Tanteando en la oscuridad, alcanzó la escalera de piedra y subió por ella. Se detuvo frente a la puerta oculta y permaneció unos instantes con el oído atento, pendiente de cualquier ruido que pudiera delatar la presencia de sus perseguidores, mas solo escuchó el atropellado latir de su corazón.
Finalmente, aferró con ambas manos la palanca que había en el dintel y tiró de ella. La puerta se deslizó lentamente, acompañada de un chirrido que al anciano se le antojó estruendoso, y dibujó un rectángulo de tinieblas algo menos opacas que las reinantes en la cripta.
Tras una breve indecisión, el anciano cruzó el umbral y se encaminó sigilosamente a la salida del templo. Pero no había recorrido más de cinco o seis pasos cuando, de pronto, una silueta surgió de entre las sombras y se interpuso en su camino. Era un hombre alto, cubierto con negros ropajes, y en la mano portaba una espada. El anciano se detuvo y profirió un ahogado gemido de pánico.
–De modo que estabais aquí, ¿eh, maestro? –dijo el hombre oscuro en tono burlón–. ¿Os habíais olvidado de la cita que teníais con nosotros?
El anciano, acicateado por un intenso y ciego terror, retrocedió apresuradamente hacia la cripta, como si allí pudiera todavía encontrar cobijo, mas el hombre de la espada reaccionó con extraordinaria rapidez: dando tres veloces zancadas, alcanzó al anciano y, fríamente, le atravesó el vientre con un vertiginoso tajo de su acero.
El anciano, herido de muerte, parpadeó incrédulo. Se llevó las manos al estómago, retrocedió un par de vacilantes pasos, tropezó, cayó por la escalera y quedó tendido sobre el gélido suelo de la cripta.
Durante unos instantes no sintió nada, ni frío, ni dolor, ni miedo. Luego comprendió que la vida se le escapaba, y entonces, queriendo dejar algún testimonio de lo que había ocurrido, tendió una mano hacia el muro y, justo antes de morir, usando su propia sangre como pintura, dibujó una extraña marca en la pared:
Han transcurrido muchos años desde que sucedió lo que ahora voy a relatar y, sin embargo, el recuerdo de aquellos hechos permanece nítido en mi memoria. No es extraño; uno nunca olvida la primera vez que se enfrentó a la muerte.
Mi historia aconteció en una época violenta, si es que alguna no lo ha sido, mas la clase de violencia que tuve que afrontar fue muy distinta a lo que, incluso en aquellos tiempos, se tenía por normal. Podría decirse que bailé con el Diablo y sobreviví para contarlo.
Ahora, cuando me dispongo a poner por escrito la memoria de aquellos acontecimientos terribles, solo me resta decidir el comienzo. Aunque, bien pensado, la elección es sencilla; soy constructor, mi trabajo consiste en erigir edificios, templos, fortalezas, de modo que por ahí debe iniciarse mi historia.
Todo comenzó, pues, el día en que me convertí en francmasón...
•
Nunca olvidaré el día en que padre me llevó por primera vez a una reunión de la logia. Ocurrió el doce de mayo del año de Nuestro Señor de 1282, la fecha de mi decimocuarto cumpleaños. Hasta entonces había sido un niño, pero ese día me convertí en hombre. En hombre libre, la única clase de persona que, según mi padre, valía la pena ser.
Por aquel entonces llevábamos varios años instalados en Estella, una villa del reino de Navarra así llamada en honor a la estrella de Compostela, pues se encuentra situada en la ruta de los peregrinos. Mi padre, León Yáñez, era cantero; maestro constructor, en realidad, pues estaba instruido en los secretos de Salomón y era ducho en el arte de erigir templos, puentes y fortalezas.
Vivíamos en una casa de piedra con techumbre de paja situada a no mucha distancia de Santo Domingo, la iglesia cuyas obras dirigía mi padre. Como era un lathomus –maestro de obras, según la lengua de los romanos–, la más elevada condición entre los masones, el hogar que el Cabildo nos había asignado gozaba de ciertos lujos que el común de los mortales no suele disfrutar: contraventanas para protegernos de los vientos invernales, lechos de madera con jergones de paja, candiles de hierro y una abundante provisión de sebo para alimentarlos.
Margarita, mi madre, que había nacido en el país de los francos, solía adornar nuestra morada con artemisa y madreselva, en primavera; y con muérdago y acebo, al llegar el invierno. También se ocupaba de cocinar en el hogar situado en el centro de la casa, y de aventar el humo para secar bien la paja del techo antes de las lluvias, y de remendar nuestras ropas, y de asear la estancia, y de alimentar a las gallinas, y de ordeñar a las dos cabras que nos permitían disfrutar de leche fresca. Sin duda, mi madre era una mujer muy atareada.
Entre tanto, mi padre y yo trabajábamos en la construcción de la iglesia, de sol a sol, con un descanso para el desayuno y otro para el almuerzo. Él se ocupaba de dirigir a los albañiles y de tallar las estatuas de los pórticos, pues además de lathomus era un experto imaginero. Yo, por mi parte, ayudaba en la obra transportando piedras sillares con la carretilla, o mezclando agua, arena y cal para preparar el mortero. Aún no había sido aceptado como masón, ni siquiera alcanzaba el grado de aprendiz. No era nada, apenas uno más entre los muchos peones que solo aportaban a la construcción del templo la fuerza de sus músculos; aunque, a decir verdad, ni siquiera de músculos podía presumir, pues por aquel entonces solo era un muchacho no muy desarrollado. Sin embargo, mientras sudaba bajo un sol de plomo fundido, transportando pesados bloques de arenisca de un lado a otro, mi corazón abrigaba la esperanza de ser pronto aceptado en la logia, donde recibiría la instrucción necesaria para dominar los secretos de la piedra.
Aquella mañana, la mañana de mi decimocuarto cumpleaños, la monotonía de mis quehaceres diarios se vio gratamente quebrada. Cuando madre me despertó, ya había amanecido y padre se encontraba desde hacía rato en la obra.
–Feliz aniversario, Telmo –dijo ella con una sonrisa–. Tu padre te ha dado el día libre, así que puedes hacer lo que se te antoje. Pero ahora levántate, pues tienes listo el desayuno.
¡Un día de asueto! Salté del jergón y corrí a sentarme en un taburete frente a la mesa, donde me esperaba un tazón de gachas con leche, endulzadas con miel para la ocasión. Las devoré en un santiamén, me puse las calzas y el jubón y salí a toda prisa de la casa. Mientras cruzaba la puerta, madre me gritó que fuera al río a bañarme, pero no hacía ni una semana que me había lavado por última vez, de modo que hice oídos sordos y corrí al patio trasero, a la pequeña casamata donde padre guardaba sus utensilios de trabajo. Allí, oculta en un arcón y envuelta en arpillera, había una pequeña talla de Nuestra Señora a medio terminar.
Aquella figura de caliza blanca era mi máximo orgullo, mi bien más preciado. Yo era su autor, yo la había esculpido, pues, aunque ni siquiera era un aprendiz de cantero, padre me instruyó en el arte de la imaginería desde mi más tierna infancia. Nací con un buril y un mazo entre las manos, por mis venas corría polvo de piedra, y aquella escultura era el resultado de largos años de aprendizaje.
Saqué la talla del arcón y desenvolví la arpillera; el risueño rostro de la Virgen pareció saludarme al surgir de entre los pliegues de la tela. Me detuve unos segundos para examinar la imagen con mirada apreciativa: medía tres palmos de altura y representaba a Nuestra Señora en estado de buena esperanza, con una mano apoyada en la cadera derecha, la otra descansando sobre el abultado vientre y el rostro iluminado por una sonrisa.
Deposité la talla sobre el banco de trabajo, tomé prestadas, de entre las herramientas de mi padre, una gubia fina y un mazo de madera, y comencé a perfilar los pliegues del inacabado manto de la Virgen. Llevaba dos meses trabajando en aquella imagen, aprovechando mis escasos momentos de asueto para esculpirla. Jamás ornamentaría ninguna iglesia, ni siquiera presidiría el altarcillo de una humilde ermita, pues su único objetivo era servirme de práctica; pero eso poco importaba. Era mi obra.
Pasé toda la mañana trabajando en la talla, labor que solo interrumpí a la hora de comer. Con motivo de mi aniversario, madre había matado una gallina y la había guisado con rábanos y vainas. Fue todo un banquete, solo ensombrecido por la ausencia de mi padre, que aquel día había decidido almorzar a pie de obra. Reconozco que eso me entristeció; a fin de cuentas, yo acababa de cumplir catorce años y confiaba en que él me acompañara en un día tan señalado.
Después de comer regresé al cobertizo y me puse de nuevo a esculpir la imagen de Nuestra Señora. Las horas de la tarde pasaron con la ligereza de una nube arrastrada por la brisa y pronto llegó el atardecer. Y con las sombras del ocaso vino también mi padre. Abstraído como estaba en mi labor, no le oí acercarse, pero supongo que permaneció un rato en silencio a mis espaldas, contemplándome trabajar, antes de interrumpirme con un carraspeo.
–Telmo –dijo–, coge esa imagen y acompáñame.
–¿Adónde vamos, padre? –pregunté con sorpresa.
–A la logia. Quiero que los compañeros conozcan tu trabajo.
Permanecí unos segundos desconcertado, con la boca abierta, y de pronto comprendí el significado de sus palabras. Iba a ser propuesto como aprendiz de masón. ¡Por fin! Entonces me entró un miedo terrible, miedo a que mis esfuerzos fueran objeto de burla, miedo a fracasar, a no ser aceptado.
–Pero la imagen no está acabada... –protesté.
–Tonterías –padre rechazó la excusa con un ademán y comenzó a alejarse–. Vámonos ya, Telmo, que nos están esperando.
¿Qué podía hacer? Tragué saliva, envolví la escultura en la arpillera, me la eché al hombro y fui en pos de mi padre.
•
Recorrimos en silencio las estrechas callejas de Estella, por entre casas de madera que parecían encorvarse las unas sobre las otras, como un baile de jorobados. La noche se avecinaba y los habitantes de la villa comenzaban a prepararse para la inminente oscuridad. Los artesanos recogían sus enseres, los labriegos estabulaban el ganado, las mujeres llamaban a gritos a sus hijos y los hombres acarreaban haces de leña para alimentar la lumbre del hogar. Mientras atravesábamos el río Ega por el puente de la Cárcel, nos cruzamos con los lanceros que se dirigían a la muralla para cumplir su guardia.
Las obras de la iglesia de Santo Domingo se encontraban cerca de la judería. Aunque el templo estaba prácticamente concluido, todavía se hallaba cubierto de andamios, grúas de madera y cabrestantes. El lugar estaba desierto, como era de esperar dado lo tardío de la hora. Al llegar, padre se detuvo frente a la logia y me advirtió:
–Hoy serás propuesto como aprendiz, Telmo. No soy yo quien ha de aceptarte, sino los compañeros. Si respondes con sinceridad a sus preguntas y te muestras humilde, nada debes temer, así que borra esa cara de susto, hijo.
Me tranquilizó con una fugaz sonrisa, abrió la puerta y entró en la logia. Pese a que había estado allí cientos de veces, las piernas me temblaban cuando crucé el umbral. La logia no era más que un cobertizo de madera situado junto a la obra, el lugar donde se guardaban las herramientas y se trazaban los planos, donde los constructores almorzaban y donde realizaban los trabajos más delicados. Pero también era el recinto donde los francmasones se reunían para discutir cuestiones relacionadas con la Hermandad, y a aquellos cónclaves yo jamás había sido invitado. Hasta entonces.
En el interior de la logia, reunidos bajo la temblorosa luz de las lámparas de aceite, cinco constructores aguardaban sentados en torno al banco de trabajo. Conocía sus nombres: Jorge de Burgos, Otto el germano, Eutimio de Tolosa, Nicefas el cojo y Perdigotto el genovés. Todos ellos trabajaban en las obras de Santo Domingo, nos conocíamos de sobra, pues convivíamos cada día, pero ninguno me saludó al verme entrar.
–Compañeros masones –dijo padre, con solemnidad, una vez que la puerta se hubo cerrado–: el aquí presente, Telmo Yáñez, desea ingresar como aprendiz en esta logia. Estamos, pues, reunidos para decidir si es o no aceptado; examinaremos su trabajo y después votaremos.
Padre no era hombre de muchas palabras, así que concluyó su breve discurso y me invitó con un gesto a adelantarme y presentar mi obra. Yo estaba aterrorizado; sabía que el resto de mi existencia dependía de lo que ocurriese en aquel momento y el peso de la responsabilidad paralizaba mis músculos y sellaba mis labios. Tragué saliva, deposité la talla de la Virgen sobre el banco de trabajo y aparté la arpillera que la mantenía oculta.
Durante lo que a mí se me antojó una eternidad, nadie dijo nada. Todas las miradas convergían en la escultura, que de pronto me pareció torpe y desmañada, pero las bocas permanecían mudas y los rostros inexpresivos. Supuse que aquel silencio era el preludio de mi fracaso y a punto estuve de echarme a llorar; entonces, Perdigotto dijo en voz baja:
–La Madonna no está erguida, ladea el cuerpo hacia la diestra. ¿Por qué?
Tardé unos segundos en comprender que me lo estaba preguntando a mí. De modo que aquel era mi error, pensé con desánimo: alejarme de los cánones y dejar volar la imaginación. Me estaba bien empleado, por presuntuoso.
–Porque está embarazada –contesté con un hilo de voz–. Me he fijado en que las comadres del pueblo, cuando se hallan grávidas y próximas al parto, suelen reposar descargando el peso del cuerpo sobre un pie... Yo solo quería imitar el gesto.
Perdigotto contempló de nuevo la talla y alzó las cejas.
–Pues es un gesto gracioso –comentó en tono aprobador–. Incluso gentil, diría yo.
Como si las palabras del genovés hubieran desatado las lenguas, todos se pusieron a hablar a la vez.
–¡Es bellísima! –exclamó Eutimio.
–No puedo creerlo –terció Nicefas, asombrado–; tan joven y tan hábil...
–Semper ingenia summa in occulto latent –apuntó Otto, que presumía de ser ducho en latines.
Jorge se volvió hacia mi padre y, con los brazos en jarras, le espetó:
–Demasiada destreza para un crío. ¿No le habrás ayudado tú?
Padre profirió una carcajada y señaló la talla con un ademán.
–¿Crees que yo sabría hacer algo así? –sacudió la cabeza–. No tengo tanto talento, Jorge.
A duras penas podía creer lo que estaba oyendo: ¡mi trabajo les gustaba! Me sentía como en una nube y cada lisonja que brotaba de sus labios contribuía a alzarme un palmo más sobre el suelo, tal era el alborozo que me embargaba. Fue padre el que me devolvió a la realidad al decir:
–Basta de charlas. Ahora debemos votar la aceptación de Telmo Yáñez como aprendiz.
El sistema de votación era sencillo. Cada masón disponía de dos piedras: una blanca, que significaba «sí», y otra negra, cuyo significado era «no». Padre puso una arqueta sobre el banco de trabajo y, uno a uno, los compañeros introdujeron en ella la piedra de su elección. Luego, padre procedió al recuento de los votos. Abrió la arqueta, examinó su contenido y acto seguido, sin poder ocultar del todo una sonrisa de orgullo, dejó caer las piedras sobre la madera del banco.
Las seis eran blancas.
A punto estuve de proferir un grito de alborozo, pero padre me contuvo con un gesto, al tiempo que me entregaba un crucifijo de madera labrada.
–Has sido aceptado en esta logia, Telmo Yáñez –dijo con gravedad–, de modo que debes realizar tus juramentos. ¿Juras, sobre la cruz, aplicarte en dominar los principios de la construcción y realizar tus labores con empeño y provecho, y acatar las instrucciones y órdenes del maestro de obras, así como las de tus compañeros superiores en rango, y mantener en secreto las enseñanzas que recibas, al igual que el contenido de nuestras reuniones?
–Lo juro –musité.
–En tal caso, ya perteneces a la fraternidad de los constructores, Telmo Yáñez. Eres un francmasón, te felicito –frunció el ceño–. Pero ¿sabes lo que significa ser francmasón?
No supe qué contestar. Mi padre, aunque no era aficionado a los discursos, se inclinó hacia mí y me habló largamente, y a juzgar por la seriedad con que pronunciaba sus palabras, comprendí que pretendía transmitirme algo de gran importancia.
–En la cristiandad –dijo– hay tres poderes: la nobleza, los guerreros y la Iglesia. Sin embargo, ninguna de esas castas es realmente libre. El Rey y sus nobles dependen de los ejércitos, y estos, del dinero que obtienen de la aristocracia. La Iglesia, por su parte, depende de Roma, donde el Papa, a su vez, está a merced de los poderes temporales. Nadie es libre, y menos aún los siervos, que ocupan el lugar más bajo en el orden social. Existe una cuarta clase: los artesanos. Mas tampoco ellos son libres, pues se hallan bajo el poder del señor del feudo.
Hizo una pausa y prosiguió:
–Hay, no obstante, una clase de artesanos que son diferentes a los demás: los constructores. «Francmasón» significa albañil libre. Libre, Telmo, porque un masón no está sujeto a poder alguno. Cierto es que tenemos patrones, aquellos que nos encargan las obras y aportan el capital, pero se trata de una relación libremente aceptada por ambas partes, en virtud de un contrato que concluirá una vez finalizado el trabajo. Luego, el masón será libre para ejercer su oficio donde le plazca. Tal es nuestro tesoro, la libertad, pero también nuestro yugo, pues debemos ejercerla con prudencia y buen juicio –padre concluyó su discurso y puso sobre el banco de trabajo un pergamino virgen, un cuenco de pintura negra y un pincel–. Puesto que ya eres aprendiz –dijo–, deberás trazar en este pergamino tu marca para que sea conocida por todos.
La «marca de cantero» es la firma personal de cada masón. Se graba a golpe de cincel en las piedras talladas, sea para establecer la paga de los operarios cuando se trabaja a destajo, o simplemente como proclamación de autoría. Hacía muchos años que yo había decidido cuál sería mi signo: inscribiría las iniciales de mi nombre, la T y la Y superpuestas. Tomé el pincel, lo mojé en pintura y tracé mi marca sobre el amarillento pergamino:
–Ese signo contiene la pata de oca de los canteros occitanos y la cruz de los cristianos –comentó Jorge–. Es una buena marca, Telmo, te dará suerte.
Estaba equivocado; no era precisamente buena suerte lo que me deparaba el destino, pero eso entonces nadie podía saberlo.
Al parecer, la ceremonia de aceptación ya había concluido, pues los compañeros se arremolinaron en torno a mí y me felicitaron con vigorosas palmadas en la espalda. Nicefas sugirió que, en lo sucesivo, yo podría ocuparme de tallar la ornamentación de los capiteles, mas Perdigotto adujo que, dado mi arte, debería esculpir la imaginería del pórtico.
–¡No! –exclamó de repente mi padre–. No se empieza a construir una casa por el tejado. Telmo ha sido aceptado como aprendiz, y propios de un aprendiz serán sus trabajos. Tallará sillares y columnas, y con el tiempo quizá pueda ocuparse de las filigranas de la arquivolta. Pero la imaginería es tarea de compañeros, no de aprendices.
Un silencio sepulcral siguió a sus palabras. Padre cogió entonces un odre de vino que había comprado en el pueblo y, recuperando la sonrisa, dijo en tono jovial:
–Ahora, amigos, bebamos para celebrar que mi hijo se ha convertido en un hombre libre.
•
Tras dar buena cuenta de las primeras jarras, entre chanzas y bromas, comenzamos a entonar con escasa armonía, pero gran entusiasmo, cantos juglarescos que pronto, a medida que el vino corría por nuestras gargantas, se convirtieron en obscenas tonadas tabernarias. Luego, los compañeros se enzarzaron en una animada partida de dados y el vino siguió corriendo. No era la primera vez que bebía, pero nunca lo había hecho tan profusamente, de modo que no tardé en sentirme un poco mareado. Dado que no tenía dinero para jugar ni ánimo para hacerlo, me acomodé en el suelo contra unas losas. Sin pretenderlo, debí de quedarme dormido, pues me sobresalté al oír una voz diciéndome:
–¿Estás cansado, Telmo?
Parpadeé para espantar el sueño y descubrí que padre se había sentado a mi lado; tenía en el regazo una bolsa de cuero que sujetaba con ambas manos, como si fuera algo muy valioso. Los compañeros, entre tanto, seguían enfrascados en la partida y el sonido de los dados corriendo por el tablero se mezclaba con las exclamaciones de los jugadores.
–El vino me ha dado sueño, padre –respondí–. Pero estoy bien.
–A beber también se aprende. Por ejemplo, nunca bebas en el trabajo, sobre todo si has de subir a un andamio –padre esbozó una sonrisa, mas no tardó en recuperar la seriedad–. Ahora que has sido aceptado como masón –prosiguió–, quiero preguntarte algo: ¿hasta dónde quieres llegar? ¿Cuál es tu meta?
–Quiero ser maestro constructor –repuse con presteza–. Un lathomus, como vos.
–Entonces debes comprender algo: posees un prodigioso talento para la escultura, pero lo importante de un edificio no son las imágenes que lo adornan, sino su estructura y sus proporciones. El secreto de la construcción reside en la armonía, y para desentrañar tal secreto es preciso dominar el álgebra, la geometría, el dibujo, la perspectiva, la forma en que se distribuyen los empujes y las cargas... –se encogió de hombros–. Aún te queda mucho por aprender, Telmo, y si te dejas encandilar por tu habilidad con la talla, jamás lograrás ser un lathomus. ¿Lo comprendes?
Pese a mi embriaguez, supe que padre tenía razón. Él siempre decía que la paciencia es la mayor virtud de un constructor, pues solo con paciencia puede la débil carne dominar a la piedra. Asentí con la cabeza y padre sonrió, satisfecho. Luego, tras un breve silencio, me tendió la bolsa de cuero.
–Toma, es un regalo; por tu aniversario.
La bolsa, que pesaba mucho, produjo un tintineo metálico cuando cambió de manos. Al abrirla me quedé con la boca abierta, pues en su interior había un juego completo de herramientas. Cinceles, gradinas, gubias, punzones, mazos, una cresta de gallo para alisar la piedra, una escuadra, un compás, una plomada y un nivel, todos recién forjados, nuevos y resplandecientes. A padre debían de haberle costado una fortuna.
–Gracias... –musité, sin apartar los ojos de aquel tesoro.
–Es todo lo que necesita un francmasón para ejercer su oficio –padre me revolvió los cabellos–. Qué rápido has crecido –dijo con expresión soñadora–; parece que fuera ayer cuando te daba de comer sobre mis rodillas... –suspiró–. Hay algo de lo que no te he hablado, Telmo. ¿Sabes lo que es el Tour?
–No, ¿qué es?
–Una costumbre de nuestro gremio. Llegado el momento, los aprendices deben, durante al menos cinco años, ejercer su oficio en obras de diversas regiones y países. Los canteros francos, por ejemplo, han de trabajar en Lyón, Marsella, Burdeos, Nantes y Orleans antes de ser aceptados como compañeros.
–¿Por qué, padre?
–Porque ese periplo, el Tour, permite conocer variados estilos y técnicas, y aprender de grandes maestros.
–¿Vos lo realizasteis?
–Claro. Fue en Lyón donde conocí a tu madre. Precisamente allí trabajé a las órdenes del maestro Thibaud de Orly, el hombre del que lo aprendí todo.
Reflexioné unos instantes.
–¿Cuándo deberé emprender ese viaje? –pregunté.
–Todavía eres muy joven –padre se incorporó en busca de una jarra de vino y agregó mientras se alejaba–: Dentro de unos años, ya veremos...
De modo que debería abandonar a mis padres y llevar una vida itinerante en el país de los francos... Con eso no había contado, mas, según mi padre, aún faltaban años para ello. Una eternidad, tal y como yo lo veía entonces. Así que acaricié mis nuevas herramientas y me olvidé por completo del Tour.
Lo que en aquel momento ignoraba es que no habría de transcurrir ni un año y medio antes de que me viera obligado a abandonar el reino de Navarra camino de Bretaña, para acudir a una cita en la que correría peligro no solo mi vida, sino también la salvación de mi alma.
Mi aventura se inició con la llegada de un misterioso jinete procedente de Francia... Pero no, me estoy adelantando, pues hubieron de transcurrir nueve meses entre el día de mi ingreso en la logia y ese momento. Tras ser aceptado como aprendiz, mi trabajo en las obras de Santo Domingo varió sensiblemente. Dejé de transportar piedras y de preparar mortero y pasé a levantar muretes y cincelar sillares. A los pocos meses, mi padre me permitió tallar las filigranas del pórtico; labor tediosa, pero sin duda más acorde con mi pasión por la imaginería. Todos los días, al acabar la dura jornada de trabajo, me encerraba con mi padre en la logia y allí él se afanaba en instruirme en la ciencia de la construcción. Me enseñó que los edificios pueden diseñarse ad triangulum o ad quadratum, que el equilibrio entre las partes de una estructura se consigue aplicando la sección áurea, que el trazado de una iglesia está ligado a las proporciones del cuerpo humano, y otras mil cuestiones más que yo debía esforzarme en memorizar. Otto el germano, por su parte, me enseñaba latín y un poco de griego, y Perdigotto contribuyó a mi educación instruyéndome en el manejo de grúas y cabrias. Entre tanto, yo no había abandonado, ni muchísimo menos, la práctica de la imaginería y dedicaba todo mi tiempo libre a esculpir pequeñas imágenes religiosas, sobre todo del apóstol Santiago, pues al encontrarse Estella en la ruta de peregrinos, lograba venderlas con facilidad en el mercado.
Pasaron los meses y llegó la festividad de Todos los Santos, iniciándose así el obligado descanso invernal de los constructores. Era costumbre que las obras se interrumpieran entre el uno de noviembre y el dos de febrero, Purificación de la Virgen, pues las heladas impiden que el mortero fragüe debidamente, haciendo imposible la labor de albañilería. No obstante, la inactividad no era completa, pues durante el invierno proseguían los trabajos de escultura que podían realizarse a cubierto. En contra de lo dicho por mi padre, siete meses después de ser aceptado en la logia comencé a tallar capiteles, primero los más sencillos, más tarde aquellos que, por estar ornados con imágenes, ofrecían mayor complejidad. Era una labor impropia de un aprendiz, pero ningún compañero me acusó de recibir trato de favor por ser hijo del maestro de obra, pues todos reconocían mi habilidad como imaginero.
Fue entonces cuando, a mediados de enero, llegó a Estella un jinete procedente de Francia. Entró en el burgo al atardecer y, sin detenerse a descansar, se presentó en nuestra casa y habló largamente con mi padre. Ignoro qué le dijo, pues se entrevistaron a solas y con mucho secreto, pero aquella misma noche tuvo lugar una solemne reunión de todas las logias de la villa, a la que yo, por ser un simple aprendiz, no fui invitado.
Reconozco que me intrigaba tanto misterio, pues ni mi padre ni los compañeros quisieron contarme nada, pero el jinete, que al parecer era un cantero de Burdeos, partió de regreso a Francia dos días después, así que no tardé en olvidar el incidente. Sin embargo, una semana más tarde, mientras cenábamos, padre nos sorprendió al anunciar:
–Debo ir a Compostela. Por asuntos del gremio.
Madre le miró con expresión preocupada.
–Es un viaje muy peligroso, León –protestó.
–¡Bah! He pasado media vida en los caminos.
–¿Y las obras? –pregunté–. Dentro de poco será la Purificación y habrá que reanudarlas.
–Este invierno está siendo muy frío; no creo que podamos volver al trabajo hasta bien entrado marzo. Además, a lo sumo estaré fuera un mes y medio. Entre tanto, Jorge me sustituirá.
Sobrevino un largo silencio.
–Es por el compañero de Burdeos que vino hace unos días, ¿verdad? –dijo finalmente mi madre.
–Sí...
–¿Qué sucede, padre? –pregunté con alarma.
Él intentó tranquilizarme fingiendo una sonrisa.
–Nada que deba importarte, Telmo –contestó.
Pero sí que debía importarme, pues estaba escrito en el libro del destino que, de entre todos nosotros, yo fuera el que más iba a padecer las consecuencias de aquellos acontecimientos.
•
Padre partió hacia Compostela cuatro días después. Debería haber comprendido la relevancia de aquel viaje cuando supe que el Cabildo no solo no había puesto ninguna traba a que su maestro de obras abandonara el trabajo, sino que además había aportado el caballo y corrido con todos los gastos, pero entonces no le di importancia.
Seis semanas más tarde, padre regresó a Estella. Aún recuerdo su rostro cansado y serio cuando bajó de la montura frente a nuestro hogar. Besó a madre y me dio un abrazo, pero no nos contó nada de lo que había hecho. Aquella misma noche hubo una reunión en la logia a la que, como venía siendo costumbre, no pude asistir. Dos días después, los compañeros enviaron un emisario a Burdeos. Y ahí pareció acabar todo; aunque, en realidad, no había hecho más que comenzar.
Durante unos meses, las cosas volvieron a la normalidad. Las obras de Santo Domingo se reanudaron y padre pareció olvidar sus preocupaciones. Sin embargo, a comienzos de junio recibimos una nueva y sorprendente visita: el obispo de Pamplona se presentó en Estella escoltado por ocho soldados del Rey, sin séquito alguno. Pero lo más sorprendente fue que, en vez de entrevistarse con los miembros del Cabildo, con quien habló, y muy en secreto, fue... ¡con mi padre! Yo no sabía qué pensar. La vida en una villa, cuando no hay plagas ni guerra, suele ser muy monótona, pero últimamente estaban sucediendo demasiadas cosas extrañas. La última ocurrió al día siguiente, cuando Martín, el hijo menor de Nicefas, se presentó en la obra gritando:
–¡Vikingos, vikingos!
Según nos contó una vez que logró calmarse, había visto a tres feroces piratas vikingos entrando en la taberna de Yago. Supuse que eran invenciones de chiquillo, pues difícilmente podrían llegar vikingos a Estella, a menos que lograran remontar el río Ega con sus largos navíos drakkar