La consciencia humana - José Enrique Campillo - E-Book

La consciencia humana E-Book

José Enrique Campillo

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Beschreibung

La consciencia humana es un dispositivo extraordinario que nos convierte en un ser vivo excepcional. Nos permite saber que existimos, que tenemos un pasado y un futuro y que hemos de morir. Nos faculta para pensar, sentir, intuir y desplazarnos con nuestra imaginación a lo largo y ancho del tiempo y el espacio. Y posibilita que creamos en cosas que no podemos ver, como dioses y espíritus, o incluso que alberguemos la esperanza de pervivir más allá de la muerte. Según la revista Science, el segundo reto más importante de la ciencia actual es comprender qué es la consciencia. Este libro ofrece respuestas y dibuja una apasionante panorámica del estado de la cuestión desde una perspectiva científica, filosófica y cultural. ¿Cómo y dónde se origina la consciencia? ¿Es fruto de nuestra evolución biológica o de la selección cultural? ¿Hay algo o alguien que controle nuestra consciencia y por tanto nuestra vida? ¿Elabora la consciencia una visión del mundo diferente para cada ser humano? ¿Puede nuestra consciencia estar conectada con otra consciencia (o con el universo entero)? José Enrique Campillo es médico, investigador, catedrático emérito de Fisiología y autor de varios libros de divulgación científica de éxito, como El mono obeso o La cadera de Eva.

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LA CONSCIENCIA HUMANA

 

 

 

 

© del texto: José Enrique Campillo Álvarez, 2021

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: abril de 2021

ISBN: 978-84-17623-97-5

Depósito legal: B 19509-2020

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

ÍNDICE

JUSTIFICACIÓN

PRIMERA PARTE: LA CONSCIENCIA

1. ¿Qué es la consciencia?

2. ¿Cómo y dónde se produce la consciencia?

3. El origen de la consciencia

4. La mente expandida

SEGUNDA PARTE: EL MUNDO

5. Un mundo a medida

6. Un mundo inventado

7. Un mundo conectado

TERCERA PARTE: LA VIDA

8. ¿Qué hacemos aquí?

9. ¿Quién o qué dirige nuestras vidas?

CUARTA PARTE: LA MUERTE

10. El misterio de la duración

11. ¿Adónde vamos luego?

BIBLIOGRAFÍA

 

 

 

A Carla, Paula, Marta y Rocío

 

 

 

JUSTIFICACIÓN

La consciencia (y sus circunstancias) es uno de los asuntos que más interesa a la mayor parte de la población y del que seguimos sin tener apenas conocimiento.

La revista Science, al conmemorar su 125 aniversario, publicó en 2005 un ranking de las 125 preguntas más importantes para la humanidad y a las que la ciencia aún no había sabido dar respuesta. La número uno era «¿De qué está hecho el universo?», y la número dos «¿Cuál es la base biológica de la consciencia?». Quince años después, seguimos sin saber responder.

Para evaluar el interés que despierta el tema de la consciencia, he realizado un sencillo experimento. He escrito en el buscador de Google la palabra consciencia en español, inglés, japonés, chino e hindi. He obtenido un resultado total de más de mil millones de respuestas que tratan esta cuestión desde diversos puntos de vista (páginas web, blogs, textos, fotos, diapositivas, vídeos, etc.). Imaginen la enorme cifra de resultados que obtendríamos si incluyéramos en esa búsqueda todos los idiomas existentes. Esto es, varios miles de millones de personas (ya que algunos de los sitios web pueden tener cientos de miles de visitantes) interesados en un mismo tema. La conclusión de esa sencilla evaluación es, por tanto, que un porcentaje muy significativo de la población mundial se siente atraído por aquello que tiene algo que ver con la consciencia.

Yo también he estado interesado en este tema a lo largo de mi vida profesional como médico y como profesor de Fisiología Humana en la Facultad de Medicina de Granada y en la de Extremadura. En estos años he estudiado, meditado y redactado un montón de notas acerca de la consciencia y sus implicaciones para nuestra vida que, finalmente, me decidí a condensar en un libro.

Al parecer, esta facultad extraordinaria que es la consciencia sustenta la percepción del mundo que habitamos, determina las circunstancias de la vida que vivimos, rige nuestra muerte inevitable e, incluso, nos da la esperanza de que, tras la muerte, quizá sigamos viviendo en algún otro lugar o formato físico. Por esta razón, el estudio de la consciencia no se puede abordar sin el acompañamiento de sus tres principales productos: el mundo, la vida y la muerte.

En esta tarea no he descartado nada, no he ejercido la más mínima censura sobre ningún tema. En las páginas que siguen encontrarán los estudios más serios, publicados en las más exigentes revistas científicas. Pero también se toparán con algunas de las más alocadas ideas, siempre que gocen de suficientes partidarios para ser significativas. Por ejemplo, hoy día existe un movimiento que proclama que el planeta Tierra es plano y está recubierto por un domo o cubierta que nos aísla del espacio exterior. Pues, verán, si escriben en Google los términos terraplanismo o flat Earth hypothesis, aunque solo usen estos dos idiomas, obtendrán más de ochocientos millones de resultados. El criterio que he seguido es que, por disparatado que nos pueda parecer un tema, tendrá cabida en este ensayo si interesa a más de mil millones de personas.

He de advertir que este no es un libro en el que el autor trate de imponerles un punto de vista particular, una única opción. Aquí no se vierten opiniones personales, solo se presentan los datos existentes respecto a la consciencia, al mundo, a la vida y a la muerte con la mayor objetividad posible. A ustedes corresponderá decidir cuáles son las opciones que más les satisfacen, las que más felicidad y esperanzas les proporcionan.

Tampoco es un libro de autoayuda. Lo que va a ocurrir a lo largo de las páginas que siguen es que usted y yo vamos a tratar de resolver un puzle complejo y maravilloso de un asunto del que apenas se sabe nada. Ignoramos cómo colocar las piezas, ya que no tenemos un modelo a seguir. Solo podremos reconstruir fragmentos aislados: una esquina de abajo, un trozo arriba a la derecha, otro del centro... Incluso puede que nos sobren piezas (quizá son de otro juego diferente) o no dispongamos de todas las necesarias.

He leído en una novela de Murakami que «nadie quiere leer un libro que no tenga conclusión». En este que tiene entre sus manos, la tarea de concluir queda bajo la exclusiva responsabilidad del lector. Mi misión ha sido la de recopilar, «predigerir», ordenar y ofrecer aquellos elementos que puedan servirles para que desarrollen su puzle personal y extraigan sus propias conclusiones. Supongo que, procediendo así, este texto tendrá tantas conclusiones como lectores.

Sé que irritará a algunas personas; a otras les interesará e incluso les divertirá; a unos pocos les cambiará su manera de pensar. Solo deseo que, unos y otros, disfruten al leerlo tanto como yo al escribirlo.

PRIMERA PARTE

LA CONSCIENCIA

El ser humano posee unas características morfológicas y fisiológicas que lo convierten en una especie única entre todos los seres vivos. La principal de ellas es la consciencia.

La consciencia humana es una facultad misteriosa que nos permite reconocernos, saber que existimos en un presente, ser conscientes de que tenemos un pasado y un futuro, de que estamos vivos, de que formamos parte de un universo que, además, modificamos a nuestra conveniencia y provecho.

La consciencia nos recuerda, a cada paso de nuestra vida, que inevitablemente hemos de morir. Nos permite creer en cosas que no podemos ver, como dioses o espíritus. Incluso nos otorga la esperanza de que, quizá, nuestra existencia prosiga más allá de la muerte en algún lugar o formato desconocidos.

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¿QUÉ ES LA CONSCIENCIA?

Apenas tenemos conocimiento acerca de la consciencia. Disciplinas como la neurofisiología, la neurología, la neurocirugía, la psiquiatría y la psicología han conseguido aclarar muchas de las grandes preguntas sobre el funcionamiento de nuestro cerebro, pero seguimos sin comprender cómo «se produce» exactamente. Algunos argumentan que es tan imposible comprender la consciencia mediante nuestra propia consciencia como lo sería elevarnos del suelo tirando de los cordones de nuestros propios zapatos.

ALGUNAS PRECISIONES SEMÁNTICAS

Cada vez que intentamos analizar el concepto de consciencia es como si nos adentráramos en una selva intrincada de sinónimos y definiciones confusas donde nada se ve con claridad. «Terreno minado» lo define António Damásio. Debemos abrir, a golpe de machete semántico, una senda clara que nos permita caminar por las páginas que siguen sin extraviarnos ni pisar explosivos.

Lo primero es el importante asunto de la «s»: ¿conciencia o consciencia? Ambas palabras tienen el mismo origen etimológico (del latín conscientia), pero no el mismo significado en español. Consciencia, según la RAE, es la capacidad del ser humano de percibirse a sí mismo y a lo que le rodea y de reflexionar sobre ello. Conciencia, sin embargo, es el conocimiento del bien y mal, un asunto que tiene que ver con la moral, la ética, con nuestra educación y con las creencias religiosas de cada cual. «Me remuerde la conciencia» podría pensar aquella persona que acaba de robar el bolso a una anciana que viene de cobrar su pensión en el banco.

La palabra consciencia tiene muchos significados y la utilizamos con mucha frecuencia en nuestra vida diaria, aunque, en la mayor parte de los casos, esos usos nada tienen que ver con su significado real. Con la palabra consciencia podemos referirnos a conocimiento, percepción, sensatez, juicio, raciocinio, responsabilidad, sentido común, entendimiento.

Por otra parte, los libros de divulgación (e incluso técnicos) que versan sobre los asuntos relacionados con la mente humana y, en particular, con la consciencia están llenos de términos que pueden confundir hasta al especialista. En muchas ocasiones son errores de traducción; en otras, de concepto. Enumero algunos ejemplos: intelecto, mente, cerebro, emociones, sentimientos, sensaciones, instintos, pensamientos. Estos y algunos más se irán definiendo con precisión a lo largo del libro.

En medicina, consciencia normalmente significa «el estado en el que un paciente tiene activas todas sus funciones cerebrales»: sentir el dolor que le ocasiona una fractura, padecer la pena por el familiar que ha fallecido a su lado en el accidente de tráfico o saber quién es y dónde está. Los sanitarios utilizan expresiones como «estar consciente» o «estar inconsciente» para indicar si el paciente tiene encendida o apagada su actividad cerebral (on/off), sin hacer referencia alguna a su intelecto.

Se «pierde la consciencia», es decir, se apaga por completo nuestra actividad cerebral consciente, cuando sufrimos una conmoción cerebral por un golpe, durante una anestesia general o en la fase del sueño sin ensoñaciones. En estas circunstancias nuestro cerebro sigue activo en modo vegetativo controlando las funciones básicas que nos mantienen con vida.

Imagino que la mayor parte de los lectores habrán tenido la experiencia de recobrarse de una pérdida de consciencia, quirúrgica o traumática, con la voz del sanitario ordenando: «parpadee si le duele» o «dígame su nombre», con la principal pretensión de verificar si nuestra mente está encendida o sigue apagada.

¿QUÉ ES REALMENTE LA CONSCIENCIA?

La consciencia, en el sentido estricto del término, es el mayor enigma de la ciencia, de la filosofía y de las religiones. El asunto de la consciencia se viene abordando desde hace miles de años por teólogos, filósofos, escritores y poetas y, más recientemente, por científicos, psicólogos, sociólogos y cineastas. Se han utilizado diversos términos para dar significado a lo que hace de los seres humanos el animal tan especial que somos: alma, espíritu, mente, pensamiento, sentimiento o inteligencia. Para los que quieran profundizar más, les recomiendo el tratado del profesor Piero Scaruffi, que se cita en la bibliografía, donde se aborda este tema desde todos los puntos de vista posibles, incluso el histórico. Se puede obtener en Internet.

Consciencia no es cualquier cosa que produzca el cerebro. No es lo mismo que intelecto, por ejemplo, aunque ambos se relacionen funcionalmente. La primera es subjetiva y el segundo objetivo. Con el intelecto verificamos, calculadora en mano, las cuentas de ese desmesurado recibo de la luz que acabamos de recibir. Mediante la consciencia padecemos la congoja de tener que anunciar a nuestro hijo que, a causa del excesivo gasto de luz, debemos posponer, una vez más, la compra de esa bicicleta con la que sueña desde hace tanto tiempo y que le prometimos en tantas ocasiones.

Nuestro cerebro puede realizar operaciones matemáticas o actividades complejas sin que intervengan los sentimientos, solo la razón. Uno puede jugar una partida de ajedrez contra un amigo para pasar el rato; eso es solo actividad mental objetiva. Pero también puede jugar la primera partida de ajedrez tras la muerte de su abuelo, quien le enseñó las reglas del juego y con quien jugaba una partida cada semana, y la cosa cambia. En este caso, no puede evitar rememorar en cada jugada a su abuelo, sus consejos y enseñanzas, el cariño que le demostraba; esto es actividad subjetiva de la consciencia. Los sentimientos que le evoca el juego, en este caso, incumben no solo a la actividad mental (la que le dice cómo mover las fichas), sino también a la consciencia (la que le desencadena sentimientos de pena y añoranza por su abuelo fallecido). La consciencia es la actividad mental enriquecida con emociones, deseos, añoranzas, esperanzas o temores.

La mayor parte de las funciones del cerebro pueden explicarse mediante leyes físicas y químicas dentro de la neurofisiología y, hoy día, pueden reproducirse en un ordenador o en una prótesis biónica. Todos guardamos en la memoria la imagen del fallecido profesor Stephen Hawking conectado a un ordenador que le permitía desarrollar sus funciones intelectuales de catedrático de Física de la Universidad de Cambridge, a pesar de que lo único que era capaz de mover voluntariamente eran los ojos.

Consciencia y mente son cosas diferentes. Hace poco veía un vídeo en el que una joven tocaba el violín con gran talento. Todo el brazo que manejaba el arco, desde el hombro, era una prótesis biónica (unas barras metálicas unidas por engranajes). La mecánica de su interpretación era producto de la tecnología y de su mente, pero el sentimiento que ponía en las notas de la melodía era fruto de su consciencia.

Es decir, la consciencia es una propiedad subjetiva del cerebro que aún no podemos explicar mediante la fisiología ni se ajusta a las leyes conocidas de la naturaleza, al menos en el dominio de la física clásica, newtoniana. Un ordenador puede realizar hoy casi todas las funciones de la inteligencia humana, como jugar al ajedrez o realizar complicados cálculos matemáticos, incluso con ventaja. Pero ningún ordenador puede procesar sentimientos ni añoranzas. Los ordenadores, por el momento, no lloran.

LAS CARACTERÓSTICAS DE LA CONSCIENCIA

Según establece el filósofo estadounidense Williams James en su obra Principios de Psicología, la consciencia tiene cinco características: intimidad, cambio, intencionalidad, continuidad y selectividad.

La intimidad

La consciencia solo opera en lo más recóndito de nuestro ser. Todos los sentimientos y los pensamientos ocurren en la intimidad de cada individuo. Dos personas asisten a un funeral. Serios y circunspectos viven la ceremonia desde la primera bancada de la iglesia. A simple vista no podemos conocer los sentimientos reales que les ha provocado esa muerte a cada cual: los guardan en su intimidad, no los expresan. Aunque uno de ellos lamente profundamente la muerte de la persona amada y el otro se alegre de haberse quitado de encima a ese ser odioso del que, además, recibirá una sustanciosa herencia. La consciencia es un proceso íntimo, subjetivo y muy difícil de comunicar a los demás.

El cambio

No hay nada que se mueva más que nuestra consciencia. Sea cual sea nuestra actividad, la consciencia está siempre en movimiento. Vamos a comprar al supermercado. Esta es una tarea mental, mecánica, en la que adquiriremos fielmente lo que dicta un listado que hemos preparado en casa. De pronto, en medio de esta fría rutina, algo activa nuestra consciencia: nos asalta un ataque de tristeza cuando, al ir a coger unos yogures, nos acordamos de nuestra nieta. Esos de chocolate son los preferidos de la niña, a la que acaban de ingresar en el hospital aquejada de una leucemia. La consciencia es tan dinámica que no nos deja en paz ni un instante.

La intencionalidad

Nuestra consciencia no divaga, no se entretiene en banalidades. La actividad de nuestra consciencia persigue objetivos concretos. Por ejemplo, deseamos agradar a una persona a la que apreciamos mucho por su cumpleaños. Nuestra consciencia se pone a la tarea. Buscará en el mundo exterior y en sus archivos de memoria todas las posibilidades para que nuestro deseo se vea cumplido en las mejores condiciones y, además, permitirá que podamos recrear en nuestra mente los efectos que produciría, en esa persona tan especial, cada una de las alternativas consideradas.

La continuidad

Nuestra consciencia puede desplazarse a voluntad a través del tiempo, hacia el pasado o hacia el futuro, y a través del espacio, en cualquiera de sus direcciones y sin importar las distancias recorridas. Ahora mismo usted puede cerrar los ojos e imaginar que da un salto y se planta en Lima, donde viven su hija y dos de sus nietos desde hace tres años. Puede hasta retroceder en el tiempo, al verano pasado, y evocar cuánto disfrutó al visitarlos en aquellas lejanas tierras. Todo ese trajín se lo proporciona su consciencia sin moverse del sillón de su casa.

La selectividad

Nuestra consciencia opera en función de prioridades. Siempre considera aquellas opciones que representan una mayor ventaja de supervivencia, bienestar o de reproducción; es fruto de nuestro pasado evolutivo. La consciencia elige en cada instante a qué objeto va a dedicar toda su atención. Acabamos de recibir una paga extra en el trabajo. Vamos a cumplir el deseo de cambiar nuestro viejo móvil por un smartphone de última generación. Sin embargo, encontrándonos ya en los grandes almacenes para comprarlo, nuestra consciencia se activa y nos trae el recuerdo de lo mucho que le gustaría a nuestra hija preuniversitaria tener un ordenador portátil para sus primeras clases. Sin dudarlo, mientras disfrutamos al imaginar la felicidad que le proporcionaremos, reconducimos nuestros pasos hacia la sección de informática.

¿TIENEN CONSCIENCIA EL RESTO DE SERES VIVOS?

Es difícil dar una respuesta categórica a esta cuestión. Entre otras razones, porque es muy complicado valorar objetivamente la existencia de una actividad subjetiva como es la consciencia.

El filósofo Thomas Nagel, en su ensayo ¿Cómo es ser un murciélago?, señala la dificultad de resolver la incógnita de si los animales pueden albergar productos típicos de la consciencia como los pensamientos y los sentimientos. Argumenta que no importa cuánto lleguemos a saber sobre el funcionamiento del cerebro y del comportamiento de un determinado animal, pues nunca podremos ponernos realmente en su mente y experimentar su mundo interior como lo hace él mismo. En definitiva: nunca llegaremos a saber cómo es ser un murciélago.

Vamos a explorar con brevedad qué sucede en los diferentes seres vivos.

Las células

Las bacterias, los hongos y las algas unicelulares, y todas las células que constituyen los seres pluricelulares poseen sistemas moleculares capaces de detectar todos los cambios físicos y químicos (en su interior y del exterior) que puedan interesar para su supervivencia y disponen de sistemas bioquímicos capaces de elaborar una respuesta adecuada.

Un coronavirus (uno de esos que ahora nos está alterando nuestra forma de vivir) penetra en la nariz de una persona. Sus proteínas de membrana tropiezan con ciertas proteínas ACE de la superficie de una célula mucosa nasal y se pegan a ella. En cuanto el virus se siente bien sujeto sobre una de nuestras células, le inyecta su material genético. Entonces, la célula se convierte en una esclava del virus y comienza a fabricar como loca miles de copias del invasor.

Una bacteria detecta mediante ciertas proteínas de su membrana (receptores) a un agente químico peligroso, activa automáticamente el rotor bioquímico de su flagelo y huye a sacudidas de la amenaza. ¿Cómo sabe hacia dónde escapar? Porque se guía por el gradiente de concentración del tóxico: irá hacia donde menos veneno haya. Una ameba detecta partículas comestibles en la charca donde vive. Emite automáticamente prolongaciones de su membrana (pseudópodos o «falsos pies») que le permiten moverse en la dirección del alimento, engloba las partículas alimenticias con su membrana y las digiere en sus vacuolas.

Todas estas son reacciones físicas o químicas automáticas en respuesta a determinados estímulos y eficaces para la supervivencia del microorganismo. Estos seres elementales cuentan con la propiedad universal denominada cognición. Según la biología, esta se refiere al conjunto de mecanismos automáticos por los cuales los seres vivos adquieren, procesan, almacenan y actúan sobre la información recibida desde el medio externo o desde su propio interior y que les permiten su supervivencia y reproducción. Por lo tanto, los organismos unicelulares pueden tener percepciones y sensaciones, aunque sean de naturaleza física y química, pero no poseen estructuras capaces de transformar una respuesta física o química en alguna forma elemental de emoción. Aunque quizá el problema resida en que no alcanzamos a valorar objetivamente las emociones que puede sentir una bacteria cuando se activa una proteína de su membrana.

La renombrada científica Lynn Margulis sugería que las bacterias podrían tener algún tipo de consciencia. A mí, para ser sincero, me cuesta imaginar a una bacteria triste y apesadumbrada por la muerte de una colega atacada por un antibiótico (a pesar de que pueda poner en marcha mecanismos físico-químicos para eludir el agente antibacteriano) o a una ameba haciendo planes familiares de futuro (si bien es capaz de reproducirse y formar colonias).

Los vegetales

Las plantas también disponen de instrumentos que les sirven para reaccionar a los cambios físicos y químicos del medio ambiente y de su propio medio interior. Generan respuestas complejas que les dan ventajas de supervivencia y de reproducción, a saber: orientan el crecimiento de sus ramas hacia la luz (fototropismo), hunden sus raíces en la tierra (geotropismo), se adaptan a la sequía o al exceso de lluvia, al calor o al frío. Algunas reaccionan ante un peligro plegando sus hojas o cerrando sus flores. Las hay, incluso, que han desarrollado ingeniosas trampas para capturar insectos de los que se alimentan.

Las plantas no tienen ojos ni nariz, pero sí dispositivos que captan estímulos y sensaciones físico-químicas: pueden ver (absorben la luz), oler (detectan feromonas liberadas por otra planta) y sentir el calor, el frío, la sequía o la humedad. Por ejemplo, en una plantación de perales, la primera fruta que madura en un árbol libera feromonas que estimulan la maduración del resto. Con esto se consigue la ventaja reproductora de una sincronización en la maduración. Lo mismo sucede en la floración.

Las plantas también se defienden de sus enemigos mediante numerosos trucos. El picante de los pimientos o los tóxicos que almacenan algunas en raíces, hojas, frutos y semillas son ejemplos de ello. ¿Sabía usted que las judías blancas crudas son venenosas? Algunos árboles, cuando detectan en sus ramas la presencia de un insecto que les causa daño, emiten una sustancia que los árboles vecinos de su misma especie identifican para, así, segregar un repelente que les ayuda a defenderse del invasor.

Las plantas no poseen sistema nervioso, pero es posible que tengan algún mecanismo para transmitir información por toda su estructura aún no bien dilucidado. El investigador Greg Gage explica en un vídeo TED, disponible en YouTube, cómo se pueden registrar potenciales mediante un electrocardiógrafo en dos plantas peculiares. Una es la Mimosa pudica, que es capaz de plegar sus hojas al menor contacto; la otra es la planta carnívora venus atrapamoscas, capaz de activar el cierre de una trampa cuando siente algún insecto.

El botánico israelí Daniel Chamovitz insiste, en un artículo publicado en 2012 en Scientific American, en que las plantas ven, sienten, huelen y recuerdan. Aclara que, a pesar de no tener neuronas, producen sustancias similares a las hormonas y a los neurotransmisores que pueden enviar información por toda la planta. Los estudios realizados por investigadores sobre la planta Arabidopsis thaliana, una hierba común en los campos europeos, muestran que, si se daña en un lugar concreto, esta transmite la información a toda la planta mediante una onda de iones calcio que avanzan a la velocidad de un milímetro por segundo.

La carencia de sistema nervioso impide que las plantas tengan sentimientos o emociones, aunque algunos autores, como el profesor Stefano Mancuso, lo sugieran.

Está muy arraigada en la sociedad la idea de hablar con ellas, mimarlas y acariciarlas, pues se cree que esto ayuda a que crezcan más, sean más bonitas e, incluso, florezcan mejor. Se han hecho algunos estudios sobre esta cuestión con resultados confusos. Uno de ellos fue promovido por el programa de televisión «Mythbusters» (Caza mitos), que se emitía en Estados Unidos y Australia. Se construyeron cinco invernaderos iguales en los que aplicaron exactamente los mismos cuidados. La diferencia fue que al primero lo dejaron completamente en silencio, al segundo le hablaron gentilmente, al tercero le gritaban cosas negativas, al cuarto le pusieron música de Mozart y al quinto heavy metal. Para sorpresa de todos, este último invernadero fue el que tuvo las plantas más grandes y que dieron los guisantes más gordos.

Es posible que las plantas sean sensibles a las vibraciones atómicas y moleculares, que son la base de cualquier sonido. Otro mecanismo podría ser el CO2: cuando hablamos emitimos mucho gas carbónico, un elemento esencial que toman por sus hojas y que favorece su vitalidad y crecimiento.

Un artículo de opinión publicado en 2019 en la revista Trends in Plant Science asegura que las plantas, aunque pueden tener sensaciones, no piensan. El profesor Lincoln Taiz y sus colegas de la Universidad de California realizaron un metaanálisis en el que se incluían todos los estudios realizados al respecto en todo el mundo. Concluyeron que las plantas no pueden albergar ningún tipo de consciencia, ya que carecen de las estructuras de procesamiento de la información necesarias.

Esto, en determinados ambientes, puede ser un alivio. La posible existencia de un cierto nivel de consciencia en las plantas podría provocar algunos problemas inéditos de conciencia, por ejemplo, a los vegetarianos estrictos. Pero es difícil imaginar mediante qué estructura celular un tomate podría experimentar sentimientos y emociones cuando lo arrancamos de su mata o cuando lo trituramos en una batidora para hacer un gazpacho.

Los animales

Los animales poseen un dispositivo muy eficaz para recoger, almacenar, procesar y distribuir toda la información que les llega desde el exterior o desde su interior y que es necesaria para la supervivencia del individuo y para su reproducción: ese complejo entramado de cables y de células que forman el sistema nervioso. Cualquier animal cuenta con un procesador formado por una agrupación de células nerviosas, que forman el cerebro, y una red de cables o nervios que transmiten la información por todo el organismo a gran velocidad. El mecanismo básico que hace funcionar este ordenador biológico es el electromagnetismo.

Las sensaciones

El complejo artilugio que es el cerebro permite que un animal detecte las señales del entorno o de su interior (sensaciones) y elabore la respuesta cognitiva (tanto consciente como inconsciente) más adecuada para su supervivencia.

Los animales captan las variaciones físicas o químicas del medio externo mediante unos receptores que son los órganos de los sentidos (ojos, oídos, tacto, olfato, gusto, magnetorreceptores, receptores infrarrojos, etc.). Y perciben las de su medio interno mediante otros situados en lugares estratégicos del interior del cuerpo. Por ejemplo, los barorreceptores captan las variaciones de la presión arterial, los termorreceptores los cambios de temperatura, una colección de quimiorreceptores detecta las alteraciones de los niveles de numerosas sustancias químicas y gases, y los glucorreceptores evalúan constantemente los niveles de glucosa en la sangre.

Las diferencias entre animales y plantas son grandes en lo que atañe a las sensaciones. Una planta toma la radiación de la luz mediante unos pigmentos. Estos absorben los fotones de la luz, adquieren un estado de excitación y ponen en marcha de manera automática un proceso denominado fotosíntesis que permite a la planta obtener energía a partir de la cual sintetizará los carbohidratos que forman sus componentes estructurales y sus reservas de energía. Las plantas extienden sus ramas y sus hojas hacia la luz mediante un movimiento automático denominado fototropismo. Cuando esto ocurre, si bien se producen reacciones físico-químicas complejas, no existe ningún otro matiz. Las plantas no disponen del hardware necesario para ello, no les sería de utilidad: ni se desplazan por el suelo ni necesitan que la luz les proporcione ningún tipo adicional de información.

El ojo de un gato advierte la luz porque en su retina posee unos pigmentos que detectan ciertos fotones de la radiación luminosa. Hasta ahí el proceso físico químico es muy parecido al que ocurre en las plantas. Pero en el gato la excitación energética de los pigmentos de la retina ocasiona una especie de potencial eléctrico en las terminaciones nerviosas de la membrana ocular. Esta corriente eléctrica (impulso nervioso o potencial de acción) se trasmite por los nervios ópticos hasta una zona de la parte posterior del cerebro, el lóbulo occipital, y, allí, gracias a un hardware muy especial y su correspondiente software, esos potenciales dan origen a una facultad extraordinaria que es la sensación visual. El gato percibe la imagen de un ratón royendo una galleta. Y ello le faculta para dar un salto certero y atrapar al roedor entre sus garras.

Las sensaciones son, por tanto, las impresiones íntimas que se forman en el cerebro con ocasión de la activación, o no, de los receptores internos y los órganos de los sentidos: las imágenes y la oscuridad, el sonido y el silencio, el frío y el calor, los olores, los sabores; pero también el hambre, la sed, el dolor, el equilibrio o la apetencia imperiosa por comer un dulce.

Las emociones

Un procesador central de información como es el cerebro proporciona a los animales una mayor capacidad y calidad en los mecanismos de cognición en comparación con el resto de seres vivos. Los animales, según el grado de desarrollo cerebral, pueden enriquecer las sensaciones desencadenadas por los estímulos externos e internos con algunas connotaciones que denominamos emociones.

Las emociones son los reacciones que permiten al cerebro valorar la información que le llega por los sentidos externos o internos, someterla a un procesamiento y proporcionar al animal la respuesta más adecuada para sobrevivir. Las emociones, en sentido figurado, «dan colorido» a la información que llega por los sentidos.

Si mostramos un trozo de carne a dos perros, uno hambriento y otro que acaba de comer, cada uno de sus cerebros percibirá el objeto y su olor de la misma manera. En el perro saciado estos estímulos no generarán una gran respuesta emocional: apenas se acercará a la carne, la olerá, le dará un lametazo y se irá. En el perro hambriento, por el contrario, esas sensaciones conectarán con los centros del hambre y con la amígdala (procesador de emociones) y desencadenarán una tormenta emocional que hará que se abalance sobre la carne, tragándosela de un bocado, gruñendo, amenazador, al otro perro.

Las emociones primarias que puede desarrollar casi cualquier animal frente a cambios (sensaciones) que se producen en su entorno son dolor, placer, miedo, sorpresa, repulsión, rechazo, ira o alegría. Estas respuestas emocionales instintivas son las que interpretamos como manifestaciones de consciencia en nuestras mascotas, pero solo son emociones automáticas, más o menos elaboradas y pulidas por el contacto continuo con los seres humanos.

Nuestro perro salta de alegría cuando ve que hacemos los gestos rutinarios que le informan de que vamos a llevarlo de paseo; hasta puede que vaya a buscar su correa y nos la traiga sujeta entre los dientes. Es cuando comentamos: «¡Solo le falta hablar!». Estos comportamientos obedecen a patrones muy elaborados de conducta instintiva y emocional. Un lobo joven en la tundra siberiana realizaría los mismos gestos al ver al jefe de la manada levantarse para salir de cacería.

Las emociones se generan en el cerebro de cualquier animal (incluido el nuestro) mediante la conexión neuronal, eléctrica, entre neuronas situadas en determinados núcleos cerebrales y mediante la liberación de unas sustancias químicas muy particulares a las que denominamos neurotransmisores.

Es decir, todos los animales dotados de cerebro pueden sentir emociones en respuesta a estímulos externos o internos, pero, en realidad, no son «emociones» como tal, son mecanismos reflejos, objetivos y orgánicos. Siempre se acompañan de cambios en algunos parámetros fisiológicos del organismo: aumento de la frecuencia cardiaca, aumento del ritmo respiratorio, erección del pelo, extensión de las garras, exposición de los colmillos, contracción de la laringe para que la respiración suene amenazadora, etc. El ser vivo que experimenta una emoción de este tipo procura comunicarla a los otros seres vivos de la manera más clara y contundente que puede.

Respuestas complejas

Los reptiles y las aves, que en su día estuvieron muy próximos entre sí, tienen un cerebro que está formado por diferentes estructuras, pero que aún es muy elemental, a pesar de que es suficiente para poder ocuparse de controlar de manera instintiva todas las funciones necesarias para la supervivencia y la reproducción de cada individuo. Estos animales exhiben reflejos complejos que, a veces, nos pueden hacer pensar en algún tipo de elaboración mental. Pero solo son respuestas instintivas: las únicas que puede elaborar un cerebro de menos de 50 g.

El nivel y complejidad del sistema nervioso es mayor en los mamíferos y, sobre todo, en los primates a causa del desarrollo evolutivo de una nueva estructura: la corteza cerebral. Se trata de una fina capa de células nerviosas que tapiza todo el cerebro. Su superficie varía desde un centímetro cuadrado en un mamífero insectívoro hasta los 7.400 cm2 de una ballena. También varía su espesor, aunque en menor proporción, desde los 0,5 mm en ratones hasta los 3 mm en seres humanos.

El disponer de esta tenue corteza cerebral permitió a los mamíferos desarrollar emociones más complejas como las relacionadas con la vida social: simpatía, vergüenza, culpabilidad, orgullo, celos, envidia, gratitud, admiración, sometimiento, indignación o desdén, que les permiten crear aliados, reconocer a rivales, aceptar las jerarquías, servir al macho o hembra alfa, devolver favores, crear coaliciones, planificar conspiraciones, entender el estatus propio y el de los demás. Siguen siendo comportamientos instintivos, pero muy complejos, que proporcionan una cualidad antropomórfica a sus reacciones.

Si una perra recién parida ve que un desconocido se acerca a su camada y le roba un cachorro, se desencadena en el animal una tormenta emocional de furia. Sus receptores captan la información visual, auditiva y olfativa y generan en su cerebro las correspondientes sensaciones de imagen, sonido y olor del ladrón. En consecuencia, el cerebro organiza la respuesta emocional más adecuada para que esa madre defienda a su cría: se dilatan sus pupilas para ver mejor, se le eriza el pelo para aumentar su tamaño corporal, su ritmo cardiaco y respiratorio se aceleran para permitir la llegada de más combustible y más oxígeno a sus músculos y a su cerebro, se contraen los músculos de los labios para exponer los colmillos, la laringe para que el aire al pasar haga un ruido sordo y amenazante: gruñe y ladra y ataca al intruso.

Es decir, toda respuesta emocional, que compartimos animales y seres humanos, siempre surge en respuesta a un estímulo externo o interno, es objetiva y visible para los otros, y se acompaña de una gran conmoción fisiológica del organismo: cualquier ser vivo alrededor de la perra advierte, sin ninguna duda, su estado emocional.

Si estamos sentados tranquilamente en un parque y vemos a un desconocido que intenta llevarse a nuestra nieta cogiéndola de la mano, se activan en nuestro cerebro automáticamente las señales de alerta, se crea un estado emocional intenso. El cerebro organiza una respuesta frente a ese estímulo exterior amenazante. Se dilatan las pupilas, se nos eriza el vello, se aceleran el ritmo cardiaco y respiratorio, se contrae la laringe y lanzamos a su través un potente chorro de aire para emitir un enorme grito y salimos corriendo para rescatarla. Las emociones se exteriorizan y nuestro estado es perceptible por las otras personas del parque, que nos ayudan en el rescate.

Las emociones son, por lo tanto, una reacción fisiológica del organismo frente a una determinada sensación desencadenada por un agente externo o interno. No hay casi ninguna diferencia entre las respuestas emocionales básicas de una persona o de un animal.

Los sentimientos

Otra cuestión diferente son los sentimientos, que solo atañen a la consciencia y son, al parecer, exclusivos del ser humano. Los sentimientos son un especial estado de ánimo que se produce en respuesta a determinados estímulos externos o internos: son la expresión íntima de una emoción. Los sentimientos son subjetivos y no suelen venir acompañados de grandes cambios en el organismo ni son objetivables por otros, a no ser que los expresemos con la intención de comunicarlos.

Estamos sentados en el parque y observamos que llega nuestro exyerno, con el que no nos hablamos desde su divorcio conflictivo de nuestra hija. Vemos como da la mano a la niña y se la lleva, casi sin dirigirnos un saludo. Percibimos la escena mediante los órganos de los sentidos, que originan las sensaciones correspondientes en diversas áreas del cerebro y toda esa información nos provoca un estado emocional intenso. Pero este estado no se traduce en cambios fisiológicos que nos hacen salir en defensa de nuestra nieta. En este caso, por el contrario, la emoción se transforma en un estado de ánimo, en un «sentimiento» que hace que permanezcamos sentados en el banco colmados de pena y de añoranza. Nuestra consciencia toma el mando. Imaginamos que vamos a estar quince días sin poder gozar de las risas y de los juegos de nuestra nieta. Recordamos cuánto hemos disfrutado en casa con las ocurrencias de la niña. Miramos un instante cómo juegan los otros niños junto a sus familiares y, al fin, nos levantamos del banco y regresamos a casa. Esta tormenta de sentimientos (y de emociones) no se traduce en ninguna manifestación externa definida, casi nadie a nuestro alrededor advierte nuestro pesar. Los sentimientos son productos típicos, íntimos, de nuestra consciencia que, probablemente, no se dan en ningún otro animal.

Aunque existen muchas dudas al respecto, algunos investigadores insisten en que aquellos animales dotados de un mayor coeficiente de encefalización (proporción entre el tamaño global del cerebro y la densidad celular de la corteza cerebral), además de experimentar sensaciones y de elaborar emociones que son objetivas, también pueden generar algunos sentimientos muy elementales, que pertenecen ya al terreno de la subjetividad. Es evidente que la complejidad de estas respuestas no es la misma en un perro (70 g de cerebro y coeficiente de encefalización de 1,2) que en un chimpancé (450 g de cerebro y 2,4 de coeficiente de encefalización). Los animales, en especial los simios, podrían albergar sentimientos primarios positivos como la euforia, el afecto, la gratitud, la satisfacción y el agrado y sentimientos negativos como el enfado, el odio, la tristeza, la impaciencia, la envidia, los celos o la venganza.

La consciencia

Los seres humanos somos los indudables ganadores en lo que a las capacidades cerebrales se refiere, pues tenemos de todo: un cerebro relativamente grande, una corteza de gran espesor, una elevada densidad celular (de 30.000 neuronas por milímetro cúbico), el mayor número absoluto de neuronas corticales (15.000 millones) en comparación con cerebros mucho mayores como el del elefante (10.500 millones de neuronas) y un coeficiente de encefalización de 7,5; muy por encima de el de cualquier otro animal. Algunos neurólogos y neurofisiólogos sugieren que, en esa mayor y más compleja corteza cerebral, entre otras estructuras, se asientan los engranajes morfológicos y moleculares que permiten la actividad de una consciencia típicamente humana. La cuestión no está nada clara.

Pero ¿pueden los cerebros de los mamíferos albergar algún grado, por pequeño que sea, de consciencia propiamente dicha? Ese es un asunto de fuerte debate y con hondas implicaciones emocionales que ha llegado hasta el punto de someter a perros a sofisticadas técnicas de exploración cerebral con el fin de intentar averiguar qué son capaces de sentir. Es evidente que su mayor superficie y densidad de corteza cerebral los faculta para experimentar respuestas emocionales más elaboradas y complejas que las que puede experimentar, por ejemplo, un ratón. Pero se encuentran muy alejados del cerebro humano.

 

Gramos de cerebro

Coeficiente encefalización

Rata

2

0,4

Perro

64

1,2

Elefante

4.200

1,3

Ballena

5.000

1,8

Chimpancé

450

2,4

Delfín

1.500

3,6

Humano

1.400

7,5

Valores de parámetros cerebrales en mamíferos. El coeficiente de encefalización del cerebro humano supera en más del doble la del animal más inteligente y casi triplica la del simio más cercano.

Algunos animales pueden ejecutar acciones y mostrar comportamientos que nos hacen suponer que poseen un elevado nivel de consciencia. Todos conocemos sorprendentes historias de lealtad y de fidelidad protagonizadas por perros. También nos asombran las habilidades que pueden exhibir algunos animales amaestrados. Los simios, bajo condiciones experimentales, pueden llegar a aprender patrones de conducta complejos, como pintar con óleo o apretar una determinada tecla en un teclado simplificado. Incluso una rata aprende a resolver problemas complejos en un laberinto o a presionar ciertos interruptores para obtener comida. Todas ellas son actividades instintivas y reflejas del cerebro, más o menos complicadas. Son procesos mentales que se explican muy bien mediante la neurofisiología tradicional, reflejos condicionados como los que describió hace más de cien años el fisiólogo ruso Pavlov, con sus perros y sus campanillas.

Los dueños de mascotas afirman que sus perros y gatos experimentan los pesares y placeres de la vida y que pueden mostrar sentimientos de alegría o tristeza. Cualquiera que haya observado las muecas que hace un chimpancé cuando ve su cara frente a un espejo, cómo inspecciona sus dientes o se toca la cabeza, se cuestionará otorgarle, al menos, alguna forma limitada de autorreconocimiento y sentimientos sobre sí mismo. Los documentales de naturaleza nos acercan al sufrimiento y las alegrías de los animales en la vida salvaje. Los biólogos que estudian el comportamiento animal aseguran que muchas otras especies exhiben capacidades cognitivas complejas. Los cuervos, urracas, loros y otras aves pueden realizar hazañas sorprendentes de resolución de problemas, conocimiento y memorización.

Todos los turistas que visitan Tokio no pierden la oportunidad de ir a la estación de Shibuya. Allí, además de cruzar el enrevesado paso de peatones, se hacen una foto frente a la estatua del perro Hachikō. Este perro acompañaba todos los días al profesor Ueno cuando iba al trabajo y, al final del día, regresaba a la estación para recibirlo y volver juntos a casa. Un día, el profesor Ueno sufrió una hemorragia cerebral mientras daba su clase en la universidad y falleció. Esa tarde, como siempre, Hachikō corrió a la estación a esperar la llegada del profesor y ya no volvió esa noche a su casa. Se quedó a vivir en el mismo sitio frente a la estación durante los siguientes nueve años de su vida. Hachikō comenzó a llamar la atención de propios y extraños en la estación. Fueron estas mismas personas las que le cuidaron y alimentaron durante ese largo período. El 9 de marzo de 1935, Hachikō fue encontrado muerto frente a la estación de Shibuya, tras esperar infructuosamente a su amo durante más de diez años. Una estatua de bronce erigida a la entrada de la estación rinde homenaje a la fidelidad de Hachikō.

¿Por qué los perros son tan especiales? ¿Por qué se comportan así? Son así porque nos aman, proclama el psicólogo animal Clive Wynne, investigador y fundador del Canine Science Cool Laboratory de la Universidad Estatal de Arizona. Sus estudios han demostrado que los perros pueden experimentar y manifestar emociones complejas. Muestran una gran inteligencia en relación con sus instintos y forma de vida natural. Los cánidos son muy gregarios y muestran una sociabilidad extrema.

Una de las claves de estas características reside en la hormona oxitocina. Esta sustancia, como veremos más adelante, es la clave de los sentimientos de amor de cualquier tipo (maternal, de pareja, de fidelidad al grupo). Los estudios de este autor muestran que la oxitocina puede ser la clave para entender la especial relación entre los perros y las personas. Este mecanismo permite a los perros conectar también con otras especies: si crecen con ovejas, amarán a las ovejas; si crecen con personas, amarán a las personas.

Hay un problema. Cuando se analiza el asunto de si los animales tienen consciencia, no siempre sabemos de qué estamos hablando y, reiteradamente, volvemos a confundir «mente» o «inteligencia» con consciencia. En 2012 un grupo de neurocientíficos especialistas asistieron a la conferencia titulada «Consciencia en humanos y animales no humanos» (Conciousness in Human and in non Human animals), en la Universidad de Cambridge. Al final de sus deliberaciones y ponencias, firmaron una declaración que se conoce como «Declaración Cambridge de Consciencia», cuyo texto completo pueden consultar gratuitamente en Internet. En el texto se reconoce que los animales, incluidos todos los mamíferos, las aves y muchas otras criaturas, como los pulpos, poseen substratos neurológicos que les pueden permitir exhibir conductas intencionales, sensaciones y emociones. Es decir, aspectos objetivos de la actividad mental. Pero sigue sin haberse comprobado la posibilidad de elaboraciones subjetivas, de sentimientos o pensamientos. Por mucho que en el título de la declaración se cite la palabra consciencia (conciousness), el texto final redactado habla solo de habilidades intelectuales, mentales. Un nuevo ejemplo de la confusión de términos y conceptos, incluso entre especialistas de alto rango.

Aun a riesgo de contrariar a algunos lectores, yo debo confesar que me cuesta asumir que un perro o incluso un chimpancé puedan ser conscientes de su yo, puedan evocar sentimientos de su pasado (lo felices que eran cuando cachorros) o sepan que inevitablemente han de morir. Y, por supuesto, nada de creer en un dios simio ni en un edén perruno.

FUNCIONES DE LA CONSCIENCIA

Desde un punto de vista estrictamente biológico, el cerebro humano solo es un órgano más, uno que nos proporciona una ventaja de supervivencia en un determinado entorno: decidir qué hacer cuando nos enfrentamos a una amenaza, aunque esta sea inédita.

La mente humana es capaz de organizar nuestro conocimiento acerca del mundo y proporcionarnos la mejor respuesta en relación con las necesidades elementales: comida, reproducción, comunicación y defensa de una manera mucho más compleja a como lo puede hacer cualquier otro animal. En un entorno hostil e impredecible, nuestra mente ejerce un trabajo continuo para resolver cualquier imprevisto que surja y la originalidad, respecto al resto de los animales, es que todas estas operaciones las realiza en las dos dimensiones: espacial y temporal.

Esta es una de las principales diferencias del cerebro de los seres humanos en contraposición al del resto de los mamíferos, incluidos los simios. Nuestro ordenador cerebral es de última generación y trabaja en un contexto espacio-temporal.

Un día entré en una panadería que anunciaba la elaboración de pan a la manera tradicional. El aroma a pan recién hecho me trasladó, como en un viaje a través del tiempo, a la cocina de la casa de mi infancia y al pan que elaboraba mi abuela. Esta ficción emocionante del olor del pan se crea cuando unas simples moléculas volátiles que surgen de la masa caliente interaccionan con unas moléculas de nuestras células olfativas y estas mandan potenciales de acción a las neuronas de las áreas olfativas cerebrales. Estas conectan con rincones recónditos de nuestra memoria, donde hemos almacenado estos recuerdos (del olor del pan recién hecho, en este caso). Pero nuestro cerebro no solo reconstruye la ficción de los olores, también les dota de un contexto sentimental viajando en el tiempo (nuestra niñez) y ubicando esos olores en un espacio (la cocina de mi abuela). Además, reconstruimos una realidad, aunque no la estemos viendo. Cuando comemos un trozo de ese pan, nuestra abuela no está delante de nosotros, puede que ni siquiera esté ya con vida, pero nuestra consciencia la reproduce e incluso es capaz de evocar en nuestra mente movimientos y secuencias complejas de visiones, sonidos, voces, caricias, olores y sabores que solo existen en nuestros archivos de memoria. Todo ello es una complejísima elaboración artificial de nuestra consciencia. Puede, incluso, que en nuestro cerebro se forme el proyecto futuro de intentar reproducir en casa ese pan tan especial.

Nada de eso está al alcance del perro callejero que esperaba en la puerta de la panadería, babeando de hambre, a que alguien le echara un trozo de pan. Aunque el prodigioso olfato de ese animal le hubiera permitido detectar el olor del pan reciente desde kilómetros de distancia.

Insisto: una de las características más notables de la consciencia es la capacidad de elaborar simulaciones y modelos en las dimensiones espacial y temporal. Daniel Gilbert, de la Universidad de Harvard, afirma que el cerebro humano es una especie de máquina anticipatoria cuya principal actividad es construir el futuro. Para ello, opera sobre los datos sensoriales y emocionales del pasado que almacenamos en nuestros depósitos de memoria y los que se generan en el presente. Nuestra consciencia es capaz de imaginar objetos y episodios que no existen en la realidad, establecer relaciones causales entre unos y otros y, de esta forma, alcanza a pensar en un futuro que aún no existe y que, sin embargo, protagoniza el propio sujeto.

Un día, después de cenar, me entretuve con un reportaje televisivo sobre las fotografías de la superficie del planeta Marte que envían los vehículos que lo sobrevuelan en órbita o lo recorren en superficie. Me interesó tanto el asunto que luego, cuando me fui a acostar, mi consciencia me llevó a imaginar que en un viaje de un segundo de duración llegaba a posarme, en pijama y sin protección alguna, sobre la superficie del planeta rojo y a disfrutar de un paseo extraordinario entre sus anfractuosos cañones, sus volcanes y sus extrañas rocas.

Parece que la capacidad de evaluar el pasado y vislumbrar el futuro mediante la elaboración de simulaciones y predicciones aproximadas e imaginar por adelantado los planes de actuación ha evolucionado con nuestra especie. Son facultades que proporcionaban ventajas de supervivencia y de reproducción a nuestros ancestros; por ejemplo, planificar con antelación todos los detalles para salir a cazar bisontes en medio de la ventisca helada, con la mayor seguridad y garantías de éxito, o dibujarlos en las paredes de las cuevas para que sirvieran de apoyo docente a un briefing previo a la cacería.

Una joven está tranquilamente sentada en su casa. Piensa en invitar a Pedro, de quien está enamorada, a una cena por su cumpleaños. Quiere que todo salga a la perfección. Su cerebro automáticamente crea un escenario y una situación imaginaria en un espacio y un tiempo determinados. Se imagina el restaurante al que irán, elegirá una mesa discreta, piensa en si Pedro preferirá vino tinto o blanco y, así, irá acumulando detalles en su simulación mental anticipatoria para que todo salga según sus deseos.

Al parecer, la clave está en el movimiento, que siempre incluye las dos dimensiones: la espacial y la temporal. Moverse es desplazarse por un espacio durante un tiempo. Lo que pensamos tiene como destino resolver las necesidades vitales, ya sea cazar un mamut (nutrición), encontrar pareja (reproducción), reunirnos con otras personas (socialización) o huir de un peligro (defensa). Nosotros tenemos que movernos en el universo y la consciencia es la herramienta que determina la forma más eficiente de hacerlo. Lejos de ser una mera combinación de sensaciones y recuerdos, los pensamientos, como alguien dijo, son movimientos que aún no han tenido lugar.

En el cerebro de cualquier animal se pueden generar las sensaciones y emociones básicas relacionadas con las fuerzas de la vida, como hambre, saciedad, miedo, ira, agresividad, seguridad, soledad, compañía, deseo sexual, placer. Estas reacciones ocasionan unas respuestas adecuadas que van a permitir al animal buscar comida (nutrición), encontrar una pareja (reproducción), esconderse en caso de peligro (defensa) o buscar la compañía de sus semejantes (socialización). Pero a los animales les falta la dimensión temporal.

Un chimpancé no sabe qué es ayer, hoy o mañana, y mucho menos qué es el año que viene o el pasado. Esto no se puede confundir con que todos los seres vivos, plantas y animales (insectos y reptiles incluidos) sean capaces de percibir el paso de las horas del día y el transcurrir de las estaciones; eso se debe a unos relojes internos que todos poseemos. Un oso o una gallina tienen dispositivos internos, fundamentalmente en la glándula pineal, que son capaces de detectar variaciones en la intensidad y la duración de la luz del sol y de ahí conocer el transcurso del día y generar respuestas automáticas. Cuando una gallina detecta que la luminosidad va disminuyendo, se va acercando al gallinero para pasar la noche. Estos dispositivos o relojes internos permiten a muchos animales captar los cambios en las estaciones mediante los estímulos del aumento o disminución de las horas de luz diurna y de las variaciones en la temperatura ambiente. También detectan los cambios estacionales. Cuando el cerebro de un oso advierte que los días se van haciendo más cortos, que bajan las temperaturas y que escasea el alimento, se le activa un mecanismo neurohormonal automático que obliga al animal a buscar una osera donde encerrarse para hibernar. También son automáticas, incluso, las acciones más complejas que podría sugerirnos una actuación previsora de futuro. Tal es el caso de almacenar alimentos en escondrijos durante la abundancia primaveral para consumirlos en el frío invierno.

El factor tiempo es importante en lo que se refiere a la consciencia. Aunque, como veremos más adelante, hay controversias científicas respecto a este asunto. Parece que las emociones complejas requieren ser capaces de percibir el paso del tiempo y poder evocar recuerdos del pasado y proyectar nuestra vida hacia un futuro. No se dispone de pruebas científicas que demuestren que los cerebros de algún otro animal, ni siquiera los simios más cercanos, puedan ejercer tales habilidades.

GRANDEZAS Y MISERIAS DE LA CONSCIENCIA

La consciencia humana permite algunas de las mayores grandezas de nuestra especie: la empatía, el altruismo, el amor, el sentimiento de trascendencia espiritual. Pero la consciencia humana también tiene indudables connotaciones negativas. Sin ir más lejos, la maldad o la crueldad que son capaces de ejercer los seres humanos no tienen parangón en la naturaleza. Vamos a analizar algunos de estos productos exclusivos de nuestra consciencia.

La empatía y el altruismo

La empatía es la capacidad de reconocer y de experimentar como nuestro lo que otro siente. Consta de dos sistemas. Uno es cognitivo: nos permite leer el contenido mental y gestual ajeno y deducir el estado emocional de otra persona. Actúa, entre otras situaciones, cuando observamos que un amigo apenas habla, que su rostro está serio y que ya no hace las bromas que solía hacer. El otro es afectivo, depende de la consciencia: nos permite hacer extrapolaciones temporales y espaciales de lo que está sintiendo esa persona. Llegamos a la conclusión de que nuestro amigo debe de estar lidiando con algún problema serio y tratamos de compartir sus sufrimientos. Elaboramos una respuesta emocional adecuada a lo que observamos. Por ejemplo, buscamos la ocasión de tomarnos una cerveza con nuestro amigo para ver si podemos ayudarlo.