La cueva del sur - Antonio López Martín - E-Book

La cueva del sur E-Book

Antonio López Martín

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Beschreibung

Gragt es el jefe de una tribu procedente del sur, aislada de otros humanos. Son sociables, pacíficos y sedentarios; tan sólo se desplazan de la cueva de verano a las de invierno, junto al mar, donde el clima es más apacible y resulta más fácil encontrar alimentos. Su existencia se complica cuando las temperaturas descienden y se ven obligados a migrar. Antes de que la situación se haga insostenible, tienen un encuentro con otra tribu que baja del norte. El violento choque entre los dos pueblos provoca la huida de los primeros moradores de la gruta, que tropieza con una tribu de neandertales. La cueva del sur muestra la supervivencia de tres tribus muy diferentes sujetas a una evolución constante.

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Primera edición digital: diciembre 2018 Composición de la cubierta: Patricia Á. Casal Imagen de la cubierta: Escena de caza de ciervos. Pintura mural de la Cueva de los Caballos del Barranco de Valltorta, provincia de Castellón, España Maquetación: Álvaro López Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Carolina Álvarez

Versión digital realizada por Nerea Aguilera García

© 2018 Antonio López Martín © 2018 Libros.com

[email protected]

Antonio López Martín

La cueva del sur

A la memoria de mis padres, para mi esposa e hijos y para el resto de familiares y amigos.

También se lo quiero dedicar muy especialmente a todos los mecenas que me han apoyado y han ayudado a hacer realidad mi sueño.

Prólogo

 

Desde el comienzo de su existencia, cuya fecha desconocemos, el ser humano ha tenido que enfrentarse constantemente al reto de la supervivencia.

Mediante los avances tecnológicos empleados tanto en el análisis de los fósiles como sobre el terreno, los científicos han llevado a cabo investigaciones que nos ayudan a imaginar cómo fueron capaces de subsistir nuestros ancestros.

Uno de los desafíos más difíciles de afrontar, sin duda, fue el fenómeno de las glaciaciones. Acerca del cómo, el cuándo y el porqué de las mismas, encontramos varias teorías, así como sobre el cambio de la temperatura terrestre, del que ignoramos si se produjo brusca o paulatinamente.

Aunque las dos me resultan válidas, comparto la afirmación de que el ritmo de la glaciación no fue demasiado rápido, lo que conllevaría consecuencias distintas a las que generaría haber ocurrido con menos lentitud.

Más claro parece estar cómo llegaron los descendientes de los homínidos a Europa, aunque algunos estudios sostienen que parte de ellos, o grupos reducidos, podrían haberse adentrado por el sur de la península ibérica.

En esta novela pretendo plasmar diversas dificultades que, seguramente, tuvieron que sortear los humanos, avanzado ya el comienzo de la última gran glaciación, cuando por estar acostumbrados a un clima no excesivamente gélido, los árboles y plantas empezaron a extinguirse y los animales que se adaptaron tuvieron que emigrar a zonas más templadas del sur.

Se ha constatado que, durante la época cálida, hubo gran concentración de vida animal en toda la península, y que una vez que el frío se intensificó, muchas de estas especies, animales y vegetales desaparecieron o disminuyeron excesivamente, y otras diferentes, y también distinta vegetación, repoblaron el terreno adaptándose al nuevo clima. Del mismo modo, el hombre consiguió habituarse al cambio de situación.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Prólogo

La cueva del sur

Mecenas

Contraportada

I

 

Comenzaron el viaje con un gran rodeo para evitar a la otra tribu y no dejar huellas que les pudieran delatar. Una de las estrategias empleadas con este fin era constituir un grupo poco numeroso.

Ya fuera de peligro, tras cruzar el primer gran río de camino hacia el sur, estuvieron muy pendientes, sobre todo Elft, de seguir cualquier indicio que les condujese hasta quienes estaban buscando afanosamente, algo en lo que el jefe no dejaba de insistir, incluso se desviaban del trayecto más fácil cada vez que descubrían algún lugar donde suponían que pudieran hallarse. Así, continuaron descendiendo con el fin de encontrarles.

Sin embargo, el jefe decidió dejar de avanzar porque se aproximaba el invierno y porque, cuanto más abajo llegaran, más tendrían que ascender de regreso a sus dominios.

Se trataba de su enclave predilecto del último año: en lo alto de los riscos, sobre el otero desde el que divisaba la mayoría de los posibles accesos a su territorio y desde donde, a sus pies, doscientos metros por debajo de él, podía verse cómo se estrechaba en una pequeña gruta el gran río entre dos enormes peñas, habitadas únicamente por águilas, buitres, palomas y algunos vencejos. Era una zona al cobijo de los vientos helados y de la que se mantenían alejados los depredadores.

Ahí, Gragt meditaba y, a la vez, imaginaba recibir el consejo de su padre, fallecido más de diez años atrás. Lo hacía siempre que necesitaba tomar alguna decisión importante para los suyos, o simplemente cuando se notaba triste y ansiaba estar solo. En esos momentos, ¿dónde mejor que ante ese paisaje tan bello y majestuoso?

Se sentía tranquilo y seguro allí, ensimismado y formulándole mentalmente preguntas al que fuera el más importante de los jefes recordados por su gente. Él y su abuelo le habían enseñado casi todo lo que sabía. Se dirigía al espíritu de su progenitor como lo había hecho a su persona cuando este vivía, pues al resto de los que cuidaban de su pueblo sólo podían acceder, según él, el chamán y su hija la hechicera, que se hallaba en la cueva con ellos. Cualquier detalle de su entorno podía ayudarle a encontrar y a confirmar la respuesta: una nube que cruzara por delante del sol, el aullido de un lobo, el ataque de un águila o cualquier otra señal que él pudiera interpretar como solución a su pregunta. Y nunca, por muy desacertada que fuese la decisión tomada, culpaba de ello al gran jefe, siempre llegaba a la conclusión de que él no había sabido descifrar correctamente los mensajes de su padre.

No obstante, no era exactamente una respuesta lo que perseguía, más bien necesitaba la confirmación de alguien en quien confiase con los ojos cerrados, aunque no estuviera ya presente, para sentirse más seguro. A pesar de no ser precisamente la inseguridad lo que le conducía a ese punto, él se limitaba a actuar como antes lo hicieron su padre y su abuelo, que era lo que había aprendido, sin cuestionarse nunca lo acertado o no de la decisión de ellos, igualmente, acudía a la hechicera cuando algo no le quedaba claro, para recabar más información.

Antes de llegar a aquel lugar perdido, muy al sur de la tierra que le había visto nacer, meditaba en la copa de un enorme pino inclinado hacia poniente. Siempre escuchaba a su tribu, al chamán o a la hechicera, a los cazadores y, sobre todo, a los ancianos, que no se encontraban ahí con él. Se reunían al anochecer alrededor de una enorme hoguera y atendía a las opiniones de todos los miembros del consejo que tuviesen algo que aportar sobre el tema tratado. Después, se tomaba el tiempo del que dispusiera para pensarlo, o decidía con rapidez si el asunto no revestía mucha importancia ni complicación.

Era un gran jefe, respetado por todos, y no había defraudado nunca a su pueblo, aunque en los últimos años, las cosas no habían ido del todo bien: los inviernos largos y duros, la escasez de animales y, por último, lo de los hienas habían conseguido que la tribu se hallase diezmada y dividida. Por más que la hechicera insistía en que seguían vivos, él estaba convencido de que los espíritus protectores de los grandes jefes y el de los cazadores de la tribu les habían abandonado a su suerte, por alguna razón que desconocían. En ese momento, había aumentado su fe en el propio instinto, que le fallaba cada vez menos veces gracias a su inteligencia y al transcurso de los años.

Después de tomar su última determinación trascendental y urgente, pues no le había convencido el resultado de lo hablado en la reunión, estaba seguro de que, al menos, algunos miembros de la tribu, incluido el elegido de los espíritus, continuaban con vida. Sin embargo, la duda acerca de si los demás habrían sobrevivido o no le corroía lo más profundo de las entrañas.

Se cuestionaba en muchas ocasiones si habían escogido adecuadamente al grupo, incluso llegó a comentárselo un par de veces a Vect. Todo había sido tan precipitado que les había faltado tiempo para reflexionar. Los hombres que había perdido, como Nanot o Chanert, eran importantes, pues Gragt confiaba mucho en ellos y se había beneficiado de su experiencia y su valor en muchas situaciones, otros tan valiosos habían resultado heridos, o sus situaciones familiares les habían impedido ser incluidos en la aventura en la que se habían embarcado.

La segunda ocasión en que conversó sobre ello con su amigo Vect, este le recomendó no dar más vueltas a lo irreversible. Reconocía que había actuado apresuradamente y que tendría que haber incluido a algún hombre más en el grupo, o que él mismo podría haberse quedado con la tribu para ayudar a Mongat y Aut, pero así lo habían hecho y tendrían que asumir las consecuencias. Después de ese día y del consejo de su amigo, Gragt restó importancia al tema.

Lo difícil, entonces, era optar por el camino idóneo, aunque ya lo tenía claro: debían cambiar la ruta que les condujo hasta donde se encontraban, porque había muchas montañas y resultaba difícil atravesar esa zona con el grueso de la tribu. Por tanto, decidieron modificar los planes y desviar el trayecto hacia el este para intentar cruzar mejor la cadena montañosa por detrás de donde suponían que estarían sus enemigos, que no era otro sitio que la cueva de verano que les habían arrebatado. A pesar de todo, Gragt continuaba con la idea de hallar a los que se separaron, y podría encontrárselos yendo por otro lugar.

No quedaba otra solución, y esa vez no podía equivocarse. Era vital para su pueblo y de lo que hiciese dependía el futuro de todos, pues si cometía un error, podría tratarse del último. La opción de seguir escondidos ellos solos, apartados en la mayoría de los casos de sus familias, había dejado de ser viable, así que, aunque se trataba de una aventura arriesgada y sin muchas posibilidades de éxito, apretó los puños en torno a su lanza y concluyó que partirían esa primavera, como tenían planeado.

Le venían a la mente su mujer y dos de sus hijos, en quienes intentaba no pensar para que no influyesen en su decisión de ir a buscarles él o Vect. Como no era fácil dejarles al margen, sentía un desgarro en el alma cada vez que se acordaba de ellos, sobre todo, por desconocer si continuarían con vida. Además, al recordar a la tribu que se había separado en la leyenda prohibida, el corazón le dictaba dirigirse personalmente en su busca. A pesar de que su sentido del deber le impedía tomarse esta opción en serio, durante la soledad de las noches, sobre todo de las más frías de invierno, echaba de menos el calor femenino y la dulzura de su hermosa e inteligente compañera.

Él, como jefe, podría haber ordenado que le acompañasen para traérselos con ese grupo reducido, pero debía preocuparse por la seguridad y el futuro de su pueblo antes que por el bienestar propio. Eso le había convertido en el gran líder que era y que estaba empeñado en seguir siendo.

No sólo el sexo motivaba la añoranza de su pareja, pues ya asomaban las canas de la madurez en sus sienes y no sentía la fogosidad de la juventud. Influían también los muchos años de compañía y el poder charlar con alguien que le escuchase tranquilamente y le aconsejase sin presiones ni intereses, en la intimidad, desde un punto de vista femenino, siempre más delicado que el de los rudos cazadores y que, a veces, abarcaba más allá de lo pragmático y le permitía mejorar como jefe y como persona.

Largragt, su esposa, tenía unos preciosos ojos negros, labios carnosos y una tupida melena pelirroja que solía recoger en una cola de caballo. De la misma altura que Gragt, aunque no muy gruesa, lucía unos bonitos y generosos pechos. La anterior mujer del jefe, más hermosa y no tan inteligente, había muerto al dar a luz a su segundo vástago, fallecido semanas antes del alumbramiento. Era el primogénito de esta, Aut, quien dirigía ahora el grueso de la tribu junto a Mongat.

Largragt había traído al mundo dos descendientes más: una niña de once años, Lena, y el joven Bran, que se encontraba con ellos. Bran era muy atractivo y tenía encaprichadas a todas las mujeres de la tribu, comprometidas o no, pero él estaba enamorado de Elvasek. A pesar de que podría haberse emparejado con ella hacía ya tres años, había resuelto esperar a que la hechicera terminara su adiestramiento, y esto sólo sucedería cuando lo determinara su padre, el chamán, quien ya había fechado, sin comunicárselo a nadie, la unión. De no haber sido ese el año en que se separó la tribu, dicho acontecimiento se habría llevado a cabo entonces.

Cuando llegó a la cueva, casi había oscurecido. Su lugar de meditación no se encontraba muy lejos de ahí, pero el frío a esas horas era insoportable, pese a estar comenzando la primavera. Se había entretenido y la noche resultaba amenazante para un hombre solo, incluso tratándose de un cazador muy fuerte y experto.

Al verle entrar, todos supieron que había tomado una decisión, y también casi con seguridad, de cuál se trataba, pues esta vez, como llevaban comentando durante todo el año, no quedaba otra salida. Además, le conocían lo suficiente para intuir por sus gestos y por su forma decidida de andar si tenía algún asunto importante en mente: si estaba preocupado, su semblante era serio y su ceño fruncido, apenas hablaba y su caminar parecía más lento, sin embargo, si ya tenía todo claro, sus fabulosos músculos y su rostro se relajaban y se le llegaba a escapar alguna ligera sonrisa.

En esta ocasión, llevaba meses meditabundo, porque la trascendencia del tema lo requería: por una parte, no quería dejar solos allí a unos cuantos y, por otra, no podía poner otra vez en peligro la vida de Nirin ni la del bebé innecesariamente.

La carne y algunas setas tempranas ya estaban asadas, y las tortitas de bellota machacada del año anterior se estaban terminando de preparar. Nadie habló durante la cena, todos esperaban escucharle, aunque sabían que no diría nada hasta después de comer. Ni siquiera los más jóvenes se atrevieron a pronunciar una sola palabra.

Como todos suponían, al finalizar, su jefe se dirigió a ellos con voz pausada y la mirada fija en la hoguera.

—Saldremos en el próximo hilo de luna, al amanecer. Necesito cinco hombres, además de Mazt —indicó con la mano abierta. Aunque ya tenía decidido los que le acompañarían, quiso averiguar con cuáles podía contar—. ¿Quiénes quieren venir?

—Entonces, ¿no iremos todos? —preguntó Plarot un poco decepcionado, aunque consciente de que no era lo más correcto poner a todos en peligro. Gragt le había hecho algún comentario al respecto, pero no lo había tomado demasiado en serio.

—No. Creo que lo mejor es lo que acordamos tú, Vect y yo el otro día: traerles a ellos —contestó el jefe, a lo que él asintió con la cabeza.

Se extendió un murmullo generalizado. Algunos se mostraban sorprendidos, ya que no conocían esos planes, otros, preocupados, y Elft, un poco decepcionado, pues imaginaba lo que iba a hacer su jefe.

Tras la pregunta, Gragt levantó la vista de la hoguera y observó a sus cazadores: se levantaron todos, excepto Vect, incluso Elft, que se encontraba herido en un brazo debido a una desafortunada caída durante la cacería de un ciervo seis días atrás, se puso en pie.

Este era hijo del mejor rastreador de la tribu, y su padre le había enseñado todo por tratarse de su único varón vivo. Enjuto y vivaracho, de pelo corto y desordenado, imberbe, sus ojos pequeños y marrones no perdían detalle de nada a su alrededor. Su compañera, Betelft, le había dado una hija que, cuando se separaron del grupo, había cumplido un año. Betelft era lo más opuesto a él: rellenita, más bien perezosa y no demasiado agraciada de cara.

—No esperaba menos de vosotros, y me siento muy orgulloso por ello, pero alguien debe permanecer con las mujeres y los niños. Elft, tú eres consciente de que no puedes viajar con esa herida en el brazo.

—Pero ya me encuentro casi bien, soy el mejor rastreador de que dispones ahora y…

—… y no estás mejor. Con esa herida infectada, si se te metiera en el cuerpo el espíritu del fuego, nos retrasarías o, peor incluso, no llegarías, y no disponemos de mucho tiempo. Aquí, con los cuidados de Elvasek, dentro de unas semanas volverás a ser de gran utilidad.

—Pero, Gragt, yo… —insistió Elft, con la esperanza de convencerle.

—Ya sabemos todos que eres valiente, pero te tienes que quedar aquí. Mazt hará bien de rastreador, pues ya le has transmitido casi todos tus conocimientos.

—Pero él es aún joven y…

Elft no estaba de acuerdo con la determinación del jefe. Quería ir, por encima de todo, para encontrarse con su familia, aunque ello implicase que viajaran todos.

—Te quedarás —sentenció el jefe.

—Vect, tú eres el mejor cazador de todos…

—Gragt, yo quiero acompañarte por si… —protestó este, pero, consciente del gesto del jefe tras la discusión con Elft, comprendió que la decisión ya estaba tomada y nada le haría cambiar de opinión. Le conocía muy bien, pues era su mano derecha y su amigo desde la infancia, así que agachó la cabeza muy triste y se calló, a pesar de que su compañera y dos de sus niños también se hallaban con el otro grupo y su hijo Mazt iría con él al encuentro de los demás.

—No, Vect, tú serás el jefe mientras yo no esté. Ya te lo dije el otro día.

—Tú mandas, Gragt —comprendió su amigo. A pesar de la decepción en ese momento, después, entre las pieles de dormir, pensó que él hubiese actuado del mismo modo si hubiera sido el jefe, aunque dejar solo a su hijo le preocupaba, y más después de haber perdido ya a otro. Pese a que el jefe ya se lo había comunicado, albergaba la esperanza de que hubiera cambiado de parecer.

—Se quedará uno más. Echadlo a suertes entre vosotros dos —se dirigió a Jox y a Sokt.

—Pero, jefe… —intentó protestar Sokt. Sin embargo, su inseparable primo Jox, situado a su lado, le rozó con el codo a modo de advertencia para que guardase silencio.

—Mañana a esta hora quiero el resultado —ordenó, señalándoles de nuevo.

—De acuerdo, Gragt —acató Sokt con la cabeza agachada.

—Cuando nos marchemos, como ya he explicado, Vect se convertirá en el jefe. Debéis obedecerle como si fuese yo mismo. Tened mucho cuidado y estad alerta, porque pese a que llevamos aquí mucho tiempo sin saber nada de la tribu de los hienas, no por eso estaréis seguros. Debéis manteneros vigilantes y, a la primera señal de peligro, si es posible, cruzáis el gran río y avanzáis hacia poniente para esconderos en las montañas más altas que veáis. Allí os buscaremos hasta que os encontremos o hasta perecer en el intento. ¿Queda claro?

—Y si no regresáis, ¿qué hacemos? —quiso saber Lispasot.

Lispasot era la esposa de Pasot. Las mujeres de la tribu, al emparejarse con un varón, añadían a su nombre de solteras el de este mientras él viviese, y los hombres, una «t» al final del suyo, para dar a conocer que estaban unidos a una mujer. A veces, al sumar a su nombre el de su pareja, ellas recortaban alguna letra de cualquiera de los dos, o lo abreviaban si resultaba muy largo o malsonante.

Los nombres los elegía la madre en el momento de nacer la criatura. Si por algún motivo no era posible, lo hacía la mujer más cercanamente emparentada con la progenitora del recién nacido, y en caso de no haber ninguna, se encargaba de ello la hechicera o, en su defecto, cualquier otra hembra que se prestase para ello. Los varones no podían escoger nombre, pues no se les relacionaba directamente con los hijos, a pesar de sí considerar a estos como tales. De este modo, si la madre moría en el parto y no había mujer que se encargara de asignarlo, la criatura permanecería sin nombre hasta que su futura pareja se lo pusiera, y en caso de no llegar a emparejarse nunca, seguiría sin él durante el resto de su vida. No obstante, nadie recordaba ningún caso así.

Pasot era un cazador de mediana edad, muy eficaz en todo lo que hacía y muy callado, al contrario que su mujer, incapaz de guardar silencio. Tenían un hijo, Caam, de catorce años. Fue un parto difícil al que ella sobrevivió por ser muy fuerte, pero después de esto, Lispasot no pudo volver a quedar embarazada. Era bella de cara y su cuerpo estaba muy bien formado: al haber parido sólo una vez, conservaba los pechos bastante firmes y las carnes blancas y apretadas.

—Regresaremos, Lispasot —aventuró el jefe para tranquilizarla—. Ante todo, proteged a Nirin. Si él muere o cae en manos del enemigo, estamos todos perdidos, o los espíritus nos han engañado. Y recordadlo, es mejor que Nirin esté muerto que en las manos de los hienas, así que, si no os queda otra salida y os van a capturar, ya sabéis lo que debéis hacer.

—¡No! —se sobresaltó Nel abrazando la cabeza de su hermano, que seguía silencioso la conversación sin enterarse de nada.

—Los espíritus no engañan ni se confunden, ellos lo conocen todo sobre la vida y la muerte. Somos los humanos los que, a veces, ignoramos o equivocamos sus caminos —sentenció la hechicera, removiendo las brasas con un palo largo. Estaba preciosa a la luz de la hoguera, donde refulgía el verde intenso de sus enormes ojos, en los cuales se reflejaban las chispas del fuego cuando levantaba la mirada hacia Bran, frente a ella, al otro lado del fuego.

Era alta y delgada, con el cabello negro azabache y una figura delicadamente proporcionada. A Bran le ardía el pecho al observarla y pensar que la perdería de vista mucho tiempo, o quizá para siempre, si no salían bien las cosas. Aunque tenía asimilado que iban a partir, había logrado permanecer tranquilo, sin embargo, la reunión de esa noche había devuelto la tensión y la preocupación a su mente, y apenas consiguió descansar.

Nirin había nacido durante un eclipse de sol, y por eso le habían asignado un nombre cuyo significado era «día negro». Según una profecía muy antigua, el niño o niña que viniese al mundo en el día oscuro sería el elegido para salvar a su pueblo, y como desconocían de qué forma les ayudaría, no podían permitirle caer en manos hostiles. El chamán había decidido que su nieto Nirin era el elegido. Este descendía de Mirt y de su hija Sautmirt, muertos ambos. Ella falleció algo más de dos años después del nacimiento del niño durante un mal parto, y el padre, en accidente, poco después que su compañera, a la que adoraba. El pequeño ahora tenía cinco años, y su inseparable hermana Nel, que le había cuidado desde la desaparición de sus padres, once. Nirin nunca se apartaba de esta, incluso dormían juntos, tanto ahora, en la cueva, como antes, cuando estaban con Feldat, hermana de su madre, con quien se habían criado tras la muerte de su progenitor.

El jefe había escogido un grupo rápido y fuerte para que, en caso de ser perseguidos, pudiesen esquivar a sus enemigos y, de ser alcanzados, intentaran defenderse. Por eso, seleccionó a los cazadores más hábiles y cualificados de que disponía.

Vect era un hombre maduro, fornido, buen cazador e inteligente, alguien en quien podía confiar en caso de que él faltase o muriese. De ojos grises, con una gran melena negra y algo canosa recogida en coleta y barba poblada, aunque no muy larga, gozaba de carácter tranquilo, pero era resolutivo a la hora de tomar determinaciones. Su bella mujer, Celavect, le había dado dos hijos, Mazt y Arivé, y una hija, Cebe, de diez años, que se encontraba con su madre. Había tenido otros dos vástagos más tarde, pero estos habían fallecido: uno, en el parto y otro, en un accidente.

Su hijo mayor, Mazt, era fuerte como su padre y con sus mismos ojos, pero con media melena negra sobre los hombros, su pareja estaba encinta de su primer retoño en el momento de la separación. Arivé, que se parecía a su madre, era más alto y fuerte que su progenitor y se iba a unir ese año con Mene, pero se quedó para cuidar de la parte de la familia que iba a permanecer allí.

Sokt era un cazador joven y muy robusto, emparejado con Mintsokt en la última ceremonia conjunta de toda la tribu y con un hijo de poco menos de un año, el único nacido en la cueva donde se encontraban ahora. Sokt, un hombretón muy grande, de pelo más claro que los demás y cejas juntas muy pobladas, tenía mucho vello por todo el cuerpo. Bonachón y fácil de convencer, se volvía irascible al enfadarse. Su mujer también era corpulenta, morena, con una fina cicatriz que le cruzaba la mejilla de la sien a la boca, causada por una esquirla de sílex cuando era muy niña, de ojos grandes, negros y un poco tristes, cocinaba excelentemente.

Jox y Mazt tenían la misma edad. Bran y Jox eran los dos únicos solteros de la cuadrilla. Este se podría haber unido el mismo año que Mazt, pero unos meses antes de las ceremonias, la mujer elegida por él cayó enferma. Estuvo esperando a su recuperación, pero apenas un año después, ella murió. Una vez superada la depresión por el fallecimiento de su prometida, comenzó a hablar con otra mujer y decidieron comunicarle al jefe y al chamán que se emparejarían en la fiesta del siguiente verano.

Jox fue elegido por tener la puntería más certera, sobre todo con el venablo. También era fuerte, ágil y astuto, por lo que no le resultó muy difícil engañar a su primo y amigo Sokt para que se quedase con su mujer y así poder ver él a Pod, su prometida. La piel de Jox era muy blanca y tenía un lunar que le caracterizaba justo detrás de la oreja, el pelo, muy negro y largo, lo llevaba atado con una cinta de cuero sobre la frente cuando salían de caza o de pesca.

En esta ocasión, los primos tenían que decidir cuál de ellos se iba y quién no. Para ello, podían enfrentarse como quisieran, siempre y cuando no hubiera armas que produjesen sangre en la contienda, en caso de la existencia de estas, tenía que ponerse de acuerdo el consejo de la tribu, y si los contrincantes no acataban las reglas, morirían los dos. El cuerpo a cuerpo era una de las prácticas más habituales para solucionar alguna cuestión o disputa, y esto era lo que perseguía Sokt, pero Jox le recordó que si resultaban heridos, no podrían viajar ni defender bien la cueva, y consiguió convencerle así para jugarse el viaje al que acertase más veces a un tocón. Aun dejándole tirar desde más cerca que él, Jox no tuvo dificultades en vencer, ya que Sokt tampoco puso mucho empeño en ganar.

Los otros dos que formaban el grupo, Lomt y Plarot, eran excelentes y experimentados cazadores. Lomt, de mediana edad, tallaba la piedra muy bien, aunque el mejor tallador se encontraba con el grueso de la tribu. Estaba unido a Berlomt y tenían cinco hijos: uno ya emparejado, una hija a punto de hacerlo, dos niñas que se diferenciaban en dos y cuatro años de su hermana mayor, y un niño de año y medio en el momento de la separación. Por su parte, Plarot, escogido por el jefe por sus conocimientos sobre animales, era padre de un chico y una chica: ella, a punto de unirse, y él, con un año menos. Su mujer, Tiniplarot, era por todos conocida como Tiniplaf, debido a una graciosa caída que protagonizó en una fiesta de unión.

Gragt seleccionó a algunas de las mujeres más jóvenes, fuertes, que supiesen usar las armas con más eficacia y mejor preparadas de que disponía en el momento, para cuidar del pequeño y desempeñar tareas a las que un hombre no estaba acostumbrado. Lispasot y Mintsokt eran las que mejor manejaban el venablo. Elvasek, la joven hechicera que, según decían en la tribu, ya superaba en sabiduría a su padre en el terreno de la magia, había tenido muchos pretendientes, aunque su corazón pertenecía a Bran desde la infancia, a pesar de ser casi dos años mayor que él.

Esta, que era increíblemente hermosa, aún no podía tener pareja, pese a haber sobrepasado en varios años la edad para ello. Los que se dedicaban a tratar con los espíritus debían pasar un largo período de aprendizaje hasta conocer las cualidades de la multitud de hierbas que utilizaban y la preparación de brebajes de todo tipo, y ello resultaba incompatible con fundar una familia. Por eso, estos la formaban un poco mayores que los demás, si llegaban a hacerlo.

Desde muy pequeña, Elvasek había sido diferente a las otras: por las noches, tenía pesadillas y muchos sueños, incluso de día, a veces, quedaba transida y embobada durante un momento, pero una vez que este pasaba, volvía a ser la niña delicada de siempre y por la que todos, ya acostumbrados a verla así, sentían un cariño muy especial. Algunas mujeres de la tribu pensaban, sin atreverse a manifestarlo, que la elegida era ella, y no Nirin.

Llevaban todo el invierno preparando armas y materiales para el largo trayecto, que debía comenzar antes del deshielo. Este, seguramente, les haría reducir el ritmo de la marcha o llegaría a interrumpirlo durante casi un mes. Además, suponía todo un reto tener que caminar a lo largo de un río hasta encontrar el lugar más idóneo para cruzarlo. Tenían que cargar con pieles suficientes para montar un refugio improvisado, pues con la oscuridad, las temperaturas bajaban de forma drástica, incluso en primavera y en algunas noches de verano. También necesitaban acarrear puntas de lanza de repuesto y cuerdas para atarlas o para cualquier eventualidad, un poco de yesca seca para hacer fuego y, por supuesto, algo de comida que no pesase ni ocupara demasiado espacio. Algunas bellotas y tasajo eran imprescindibles, y sólo los utilizarían en caso de emergencia, pues la carne fresca, peces, verduras y frutos irían cogiéndolos de camino.

Pretendían llegar a las grandes montañas poco antes de que las manadas de animales comenzasen a cruzarlas en su emigración estacional. Si estaban allí a tiempo, podrían averiguar cuál era el camino más apropiado, ya que los animales tenían rutas trazadas por las cañadas más propicias desde hacía milenios.

Iba a resultar muy largo el trayecto hasta alcanzar las cuevas que un año atrás cobijaron en invierno a toda la tribu y donde habían quedado en reunirse en el momento de la separación. Estas estaban situadas muy al norte, y allí las temperaturas habían ido descendiendo progresivamente durante las últimas decenas de años y los inviernos se habían vuelto cada vez más largos y gélidos, como en el resto del continente. Sin embargo, donde ellos se hallaban ahora, el clima era menos extremo y no necesitaban emigrar al tiempo que las manadas, pues gran parte de estas no se movían de la zona en todo el año.

Por esta razón y por lo lejos que se encontraban de sus enemigos, el jefe había decidido desplazar a toda la tribu hacia el sur, donde acampaban en ese momento. Para eso, y por si el viaje desencadenaba consecuencias no satisfactorias, tendría que valorar la aprobación no vinculante del consejo, aunque él tuviera la última palabra. Pero antes de todo, había que encontrarles y después emprender un peligroso retorno, siempre que sus enemigos no se lo impidieran.

Sin duda, la incertidumbre era lo más preocupante para todos y, en particular, para Gragt.

II

 

Eran muchos, poderosos y de costumbres muy violentas. Los hienas, bautizados así por los hombres de Gragt debido a su actitud agresiva y a la forma de caminar de uno de ellos, habían llegado del sur de Europa hacía ya más de cincuenta inviernos para instalarse en la zona norte de la península. Habitaron durante miles de años en salientes de piedra, cerca de un gran lago en una amplia región muy fructífera en la que convivían varias tribus, hasta que la superpoblación y una nueva bajada de las temperaturas llevaron consigo la escasez y comenzaron los problemas.

Cazadores desde tiempos remotos, tuvieron que aprender a convertirse en guerreros para luchar por los territorios de caza contra sus vecinos. Los primeros a los que se enfrentaron pertenecían a una raza que ellos consideraban inferior por su estatura, aunque eran bastante más fuertes que ellos y con rasgos físicos claramente distintos, sus costumbres y su cultura también eran diferentes. Al principio, cuando llegaron a estas tierras, los otros ya se hallaban asentados en ellas, y tan sólo despertaban su curiosidad, incluso, con el paso del tiempo, aumentaron sus relaciones y llegaron a emparejarse en varias ocasiones, a pesar de las divergencias y la distancia que les separaban. Sin embargo, cuando los recursos dejaron de ser suficientes para todos, comenzaron a despreciar a los otros, el desprecio dio paso al asco y este, a un odio a muerte.

Llevaban ya bastante peleándose entre sí y contra otra tribu también proveniente del este, como ellos, pero algunas decenas de años más tarde, sin ningún vencedor claro, las razas se unieron, consiguieron eliminar a la mayoría de los demás y los pocos que lograron sobrevivir huyeron.

Después, durante varias generaciones, cesaron las confrontaciones entre los dos grupos supervivientes. No obstante, con el paso del tiempo, aparecieron otros que se asentaron en el norte de sus dominios, en un principio lo bastante lejos como para no tener que enfrentarse por la subsistencia. Las tribus fueron aumentando y, en los últimos decenios, las temperaturas descendían progresivamente y las manadas resultaban cada vez más diezmadas. Entonces, empezaron de nuevo los altercados.

Tras varios años de lucha sin cuartel entre todos, se vieron obligados a huir para salvar la vida, pues los demás se habían unido para aniquilarles. Se refugiaron en las grandes montañas, donde la caza, la pesca, las verduras, los frutos secos y demás productos silvestres escaseaban. Permanecieron allí escondidos durante mucho tiempo, dividiéndose en clanes más pequeños, pero sin perder el contacto con el resto de la tribu para repartir mejor los alimentos. Al final, consiguieron sobreponerse a los contratiempos y el grupo fue creciendo cada vez más, hasta hacerse grande de nuevo. Recordando lo que les había ocurrido a sus antepasados, no dejaron de prepararse para la guerra, incluso cuando se reunían, por lo general una primavera cada dos años, libraban pequeñas batallas y guerrillas entre los hombres de los distintos clanes.

En estas, los vencedores obtenían premios, que podían ser pieles, ornamentos, tallas o algunas armas o materiales para fabricarlas que solía aportar cada clan al llegar a la reunión. Y lo más importante, los ganadores sin pareja podían elegir los primeros a las mujeres de la tribu que estuvieran solteras, además de copular con las del clan vencido durante el resto del mes que durase la reunión. Por su parte, los derrotados, además de sentirse avergonzados como clan, tenían la obligación de conseguir la mayor parte de la comida para todos en la siguiente reunión, que se celebraría en su terreno.

El acopio de alimentos resultaba cada vez más difícil, porque había menos caza debido al incremento de la actividad cinegética y a la emigración o desaparición de algunas especies por un nuevo descenso de las temperaturas. A causa de estas, se estaban helando año tras año las altas cumbres, cuyos picos más elevados no llegaban a descongelarse ni siquiera en verano. A ello se unía el aumento de bocas que alimentar, lo que implicaba que el clan perdedor, por regla general, en el invierno pasase hambre, pues si no aportaban comida suficiente, se castigaba duramente a todos sus guerreros y les separaban de sus mujeres e hijos, que pasaban a ser esclavos del clan vencedor de esas guerrillas durante dos años. La competencia era excesiva y siempre había muertos y varios heridos como resultado de ella. Alguna vez, el clan derrotado huía si no había conseguido comida, pero eso no solía ocurrir, pues solos eran más vulnerables y en esas inhóspitas montañas podían encontrar la muerte, así que era preferible pasar un poco de hambre durante el primer invierno a escapar y, posiblemente, perecer en el intento.

Después de varios inviernos muy duros y veranos cada vez más cortos, pensaron en volver y luchar contra quienes les habían expulsado. Para ello, enviaron un pequeño grupo de reconocimiento del que, por razones que no se explicaban, no volvieron a saber nada.

Transcurrieron otros dos años de hambruna y penalidades, y entonces decidieron mandar tres grupos de guerreros a explorar en varias direcciones, esta vez con un jefe de clan a la cabeza. Lo sortearon para que uno se dirigiera hacia oriente, otro hacia el sur y otro hacia el oeste, pero ninguno más hacia el norte, pues supusieron que allí podrían haber capturado al primer grupo y les estarían esperando. Para que pusieran empeño en la misión adjudicada, el jefe de la tribu les advirtió de que no admitiría ningún fracaso y les dio un año de plazo: si no habían regresado en ese tiempo, asesinarían a sus hijos y esclavizarían de por vida a sus mujeres, si volvían con las manos vacías, tan sólo les matarían a ellos. De esta manera, se evitaban las deserciones.

Puesto que nadie quería presentarse voluntario para estas expediciones, ese año habría tres clanes perdedores en los «juegos», que es como llamaban a las pequeñas guerrillas, y diez guerreros de cada uno de ellos irían como castigo por la derrota.

Uno de los grupos, el que partió hacia oriente, sólo había encontrado montaña tras montaña, y sus integrantes fueron pereciendo de frío y accidentados, hasta que quedaron cinco, que decidieron volver el mismo año de su partida. De ellos, sobrevivieron sólo dos, a los que su despiadado jefe ordenó despellejar vivos, poco a poco.

El grupo que se dirigía al oeste encontró el mar, siguió la costa y dio con buenos territorios de caza y de recolección, incluso con excelentes refugios. Era una zona montañosa, aunque no tanto como en la que se encontraban en esos momentos, y no tardaron mucho en regresar, pues no se encontraba demasiado lejos, y a mediados de verano estaban de vuelta.

El consejo de jefes de los pequeños clanes vencedores se reunió con el jefe de la tribu y decidieron marcharse a estos nuevos territorios. Cuando llevaban tres semanas de preparativos y ya estaban dispuestos a partir, apareció el grupo que faltaba por regresar.

Estos habían salido más bien en dirección suroeste, debido, sobre todo, a la orografía del terreno. Llegaron a las tierras del interior y allí localizaron grandes zonas abiertas donde abundaban los animales, aunque el frío comenzaba a hacer mella entre los menos adaptados. Había manadas de bisontes, caballos, uros, ciervos, bueyes y algunos jabalíes, y comenzaban a verse cada vez más renos y mamuts. Por supuesto, también hallaron grandes depredadores, como leones cavernarios, hienas, lobos y osos. De igual modo, otros animales más pequeños poblaban esos ricos pastos.

La zona descubierta por el grupo del oeste resultaba óptima y la temperatura era más suave gracias a la presencia del mar, pero, como estaban más acostumbrados a la caza de interior y del mar conocían muy poco, se volvió a reunir el consejo y cambió de opinión, decidiendo emigrar hacia el suroeste. Al tenerlo casi todo preparado, salieron de inmediato, antes de que el frío les sorprendiese sin provisiones. Sabían que, matando en otoño cinco o seis bisontes, tendrían comida para todo el invierno. Además, siempre quedaba la posibilidad de dirigirse hacia el norte, a los terrenos encontrados por el primer grupo en regresar con éxito. No obstante, el precavido jefe envió a algunos hombres mucho más rápidos que la tribu al completo como avanzadilla, para que fuesen cazando todo lo posible, almacenaran provisiones para el invierno y buscasen refugio para todos.

Alcanzaron las llanuras mediado el otoño y los caballos ya se habían marchado, aunque aún quedaban animales grandes que no tardaron en emigrar hacia el sur, excepto las pequeñas manadas de mamuts y renos. Habían capturado antes del invierno un par de bisontes no muy grandes, un gran ciervo, dos uros y un caballo, junto con algunas piezas más pequeñas. Secaron toda la carne que pudieron, pero no fue bastante, y durante el frío se vieron obligados a cazar mucho y en condiciones bastante adversas. Pasaron necesidad, por no haber recolectado lo suficiente, ya que ahí escaseaban los árboles. Se plantearon en varias ocasiones apresar a un mamut, pero una de las veces en que se acercaron demasiado a uno pequeño y lo hirieron, los demás reaccionaron, mataron a uno de los cazadores y lesionaron a otro. Estos animales no temían a los hombres porque no les habían visto antes, pero al pinchar al joven, este lanzó un alarido que puso a la manada en alerta. A partir de ese día, no volvieron a intentarlo en mucho tiempo.

El invierno en estas altas llanuras era muy crudo y las condiciones de los refugios no resultaban las más adecuadas. Al quedar pocos árboles debido a las heladas, escaseaba la leña, así que tuvieron que quemar también los huesos de los animales que cazaban, después de extraerles el tuétano. Pese a ello, siguieron padeciendo frío y fallecieron muchos.

Ante la evidencia, el jefe y el consejo de la tribu coincidieron en que ese era un lugar adecuado para pasar el verano, aunque durante las bajas temperaturas deberían trasladarse a sitios más templados, como recordaban los ancianos que habían hecho sus antepasados cuando vivían en los salientes de piedra en el norte, junto al gran lago.

En la primavera del año siguiente, unos hombres comandados por el jefe del clan, que había ido en dirección oeste, marcharon hacia el norte. Dicho jefe ya conocía algo de ese terreno por la expedición anterior, y se dirigieron a localizar buenas guaridas para soportar el invierno, donde hubiese cuevas y árboles y no hiciese tanto frío como en el alto llano. Tenían que avanzar lo más rápidamente posible antes de que comenzase el deshielo, porque una vez entrado este, viajar era peligroso y difícil, no sólo por la multitud de ríos y torrentes muy crecidos que tenían que cruzar, sino también por los blandones del terreno, los aludes de nieve y un largo etcétera de fenómenos adversos.

La expedición regresó con buenas noticias a principios de verano, una vez que los caudales eran menos abundantes. Habían hallado cavernas lo bastante grandes para toda la tribu, y aunque los árboles no eran muchos, sí había algunos pequeños bosques con setas y frutos comestibles.

Dentro de las cuevas, cada cual dormía con su familia en el lugar que le correspondía por jerarquía, o donde podía. Pero durante el estío era diferente, pues las chozas las agrupaban por clanes, y la del jefe de cada uno de estos se situaba en el centro, mientras que la del jefe de la tribu solía encontrarse junto a la hoguera principal y a la gran choza de las reuniones, en el corazón del campamento.

Así pues, calcularon cuánto tardarían en alcanzar los nuevos territorios del norte y, al final de la época estival, partieron todos.

Continuaron viviendo así durante algunos cientos de años, emigrando de un lado para otro: en invierno, a las cuevas del norte, en verano, a chozas que cubrían con pieles y fabricaban en las llanuras altas con palos y, sobre todo, con los huesos de mamut que encontraban. No estaban acostumbrados a seguir a las manadas como hacían otras tribus, pues en sus dominios del norte, más allá de las grandes montañas y durante todo el tiempo en que habían morado allí hasta que comenzaron a escasear los alimentos y a manifestarse las hostilidades, habían tenido lo necesario para subsistir sin desplazarse nada más que de los territorios de invierno, que siempre eran los mismos, a los de verano, que cambiaban cada dos o tres años y se situaban relativamente cerca, a unas decenas de kilómetros. Sin embargo, las condiciones atmosféricas seguían empeorando, y aunque durante el estío sobrevivían bien, la estación fría era terriblemente dura. Además, los árboles, no demasiado abundantes, comenzaban a escasear, y la leña, tan necesaria en invierno como la misma comida, también lo hacía.

A las actividades de caza y recolección podían unirse voluntarios los guerreros y las mujeres que lo desearan, cada uno desempeñando su tarea, de hecho, ellos solían apuntarse casi todos a la caza, en cuadrillas de amigos o individualmente. El aporte de alimentos era compartido por todos, pese a que de la recolección las mujeres se encargaban menos, debido principalmente al cuidado de los niños y a los embarazos.

Aunque los clanes eran rivales y a veces se odiaban entre ellos, siempre los había que simpatizaban más con unos que con otros. Por eso, entre los más amigos solían prestarse más ayuda. Al estar la tribu junta, ya se celebraban los juegos anualmente, a pesar de que continuaban con la costumbre de derrotar a tres de los nueve clanes que la conformaban, en lugar de a uno. Ahora, en vez de llevarlos a cabo al tiempo que la reunión, como solían, lo hacían durante la estancia en el campamento de verano.

Desde este, partían las expediciones de caza en busca de nuevos lugares poblados de posibles presas, y a veces tardaban una o dos semanas en volver. La última de ellas informó de que en el noroeste se encontraba una zona idónea para sus pretensiones, pero no habían hallado refugios. Propusieron a la asamblea cambiar de lugar de acampada de verano, pero la mayoría de ellos lo rechazó, alegando la excesiva distancia como obstáculo para regresar después con toda la tribu al de invierno.

Pese a que varios miembros del consejo preferían marcharse, el jefe de la tribu se negaba a trasladarse nuevamente de lugar. Era donde se habían criado él, su padre y sus abuelos, y se oponía a abandonar esos territorios, aunque su pueblo, cada vez más numeroso, apenas podía mantenerse. Como a todos, al jefe le costaba mucho abandonar sus costumbres: sentía siempre recelo e inseguridad, intensificados si se trataba de jugarse la subsistencia de su familia y de su tribu.

A medida que transcurría el tiempo, la supervivencia se complicaba. Insistieron en cazar a los enormes mamuts, pero como ignoraban la manera de hacerlo, estos les causaron algunas bajas, de modo que abandonaron el empeño.

La tensión iba en aumento conforme se sucedían las estaciones, hasta que una noche de estío, se pusieron de acuerdo tres miembros del consejo, jefes de clanes derrotados en los últimos juegos, y otros tres guerreros, que tampoco compartían las ideas del jefe de la tribu, para asesinar a este. Los seis habían perdido a sus esposas e hijos, que habían pasado a ser esclavos de otras familias durante un año.

Esta vez, parecía claro que la situación desembocaría en un conflicto importante.

III

 

Tres de los hombres sublevados irrumpieron de noche en la choza del jefe de la tribu y mataron a hachazos y cuchilladas a este, a sus tres esposas y a los cuatro hijos que vivían con él. A las tres esclavas les perdonaron la vida, pues todos sabían que odiaban a su amo por haber ordenado asesinar a sus parejas. Una de ellas, incluso, succionó sangre del jefe moribundo, para que este la viese reír con la boca manchada de ella.

Los otros tres rebeldes entraron en la choza del mayor de los hijos, situada junto a la del jefe, y liquidaron, también a hachazos, a él, a sus dos mujeres, a sus tres hijos y a una esclava empeñada en defenderle por ser madre de un bebé suyo del que él cuidaba, a pesar de la reticencia de una de las compañeras, que odiaba a esta y a su vástago. Mientras tanto, la otra joven esclava, Zaiga, salió huyendo por uno de los laterales de la tienda, que utilizaba por las noches cuando todos dormían para hacer el amor a escondidas con un guerrero soltero también hijo del jefe, que la aguardaba en ese momento cerca de las afueras del poblado. Después, se dispusieron a buscar entre todos a los dos hijos del jefe que vivían en la tienda de los solteros, pero sólo hallaron a uno de ellos.

Zaiga relató a Tesonk, su joven amante, lo sucedido en la tienda del hermano, y le contó que, entre tinieblas, había visto abandonar la de su padre a un hombre armado con un hacha. Este acudió corriendo a la de los solteros para avisar a su hermano pequeño, que se encontraba allí durmiendo, pero dos hombres estaban saliendo de ella y comunicándose con otro que ya se encontraba afuera. El joven guerrero, al verse en peligro e intuir lo sucedido al resto de su familia, lanzó un desgarrador grito de guerra que despertó y estremeció a toda la tribu, acto seguido, huyó con la esclava a toda prisa. Amparados por la noche, consiguieron despistar a los cuatro hombres que les perseguían, algo no muy difícil a causa de la falta de costumbre de moverse en la oscuridad, extremadamente peligrosa por los grandes depredadores que deambulaban y por el intenso frío de la noche.

El alarido de Tesonk no había caído en vano. Sus amigos y algunos de los guerreros que apoyaban al jefe le oyeron y, aunque los perseguidores habían explicado esa noche que le habían matado tras darle alcance y había caído por un acantilado, no les creyeron, pues, de haberlo hecho, habrían llevado su cuerpo al poblado, dejando así claro que la estirpe del jefe se había extinguido y aprovechándose de ello para imponer su ley.

Todos conocían la fuerza, la agilidad, la valentía y la inteligencia del joven guerrero, que ya había demostrado en los juegos ser el más sanguinario. Excepcional en todos los terrenos, había aprendido de su padre, sobresaliente también y de los mejores guerreros de la tribu, pero él, a pesar de su juventud, les había superado a todos con creces. Por su fuerza y crueldad, era un líder nato al que muchos seguían y admiraban, otros odiaban y todos temían desde niño. Era alto y muy musculoso, con pelo negro, liso y largo, hasta casi media espalda. Su piel era oscura y la nariz, algo achatada, sus ojos, negros también escondían una mirada salvaje y, a la vez, provocativa.

Los rastreadores no se atrevieron a seguirles mucho tiempo, pues eran conscientes de que no darían con ellos una vez hubieran alcanzado las montañas, no demasiado lejanas, y donde ocultarse resultaba fácil si no se topaban con algún depredador nocturno.

Sabedores del poco tiempo de que disponían para hallar una cueva que les cobijase del invierno en el nuevo territorio, decidieron partir ese mismo día hacia el oeste con el grueso de la tribu, pensando que, si no la encontraban, deberían regresar al campamento del norte y volver a intentarlo al año siguiente. Tan sólo permaneció un grupo de doce guerreros de los mejores de los tres clanes, incluido uno de los implicados en los asesinatos, quienes, para evitar levantar sospechas entre los miembros de la tribu, dijeron que salían en busca de nuevas cavernas hacia el sur.

La presencia de estos rezagados alertó, más si cabe, a los amigos del hijo del jefe, quienes desconfiaron de la excusa y, en la primera noche de acampada, mataron a un vigía y consiguieron huir. Los ocho jóvenes guerreros, armados hasta los dientes, corrieron en busca de Tesonk. Algunos más quisieron sumarse a la aventura, pero sólo lo hicieron los que no tenían a nadie a su cargo ni miedo a las represalias. A los que allí quedaron, les hicieron jurar con sangre que no les delatarían, y con ello se aseguraron su fidelidad, pues el juramento de sangre de un guerrero de esa tribu era mucho más importante que la vida misma: demostrar que se había faltado a él deshonraría a toda su familia, que pasaría a ocupar el rango más bajo de la jerarquía.

Al día siguiente, fueron enviados tres hombres más para informar a los rezagados de lo sucedido la noche anterior. Tesonk, que seguía a los demás desde lejos, no había visto escapar a sus conocidos por la oscuridad, aunque sí a los tres hombres, cosa que no podían imaginar ni los usurpadores ni su grupo perseguidor. Tras comprobar que no se trataba de sus amigos, pensó que algún imprevisto habría ocurrido y tendría que impedir cuanto antes que contactasen con los otros, a pesar de ignorar sus intenciones y hacia dónde se dirigían.

El joven ideó un plan para terminar con los tres: lo primero era separarles, pues iban juntos, como solían hacer para defenderse mejor de los depredadores que pudieran atacarles en esa zona. Corrió hacia la diminuta gruta donde se hallaba escondida Zaiga, y ambos avanzaron velozmente hasta un paso situado entre unas pequeñas montañas que, con toda seguridad, acabarían por cruzar los tres hombres. Una vez allí, se hizo un corte y manchó una roca localizada al lado de un precipicio con sangre para que la descubrieran los guerreros sin poder tocarla, pues al cabo de un rato estaría oscura y ellos no podrían distinguir si era fresca o no. En el fondo de este precipicio, tumbó a la esclava, de la que desde arriba solo se podían ver las piernas cubiertas de sangre, para simular que se había caído o la habían tirado.

Los tres perseguidores, al encontrar la sangre, se asomaron, divisaron a alguien en el fondo y descendieron cautelosos a investigar, separándose y casi escondidos, como él ya había calculado que harían. Esperó a que pasase el primero por donde él estaba agazapado y le rebanó el cuello con su afilado cuchillo de sílex, silenciosamente. Se dirigió a buscar a otro y lo vio bajar por detrás de unas rocas, casi donde se encontraba Zaiga. Sin pensárselo, cuando encontró oportunidad, le lanzó su jabalina, que le atravesó desde la espalda hasta el pecho, al que sobrepasó en casi treinta centímetros. Este sí gritó al recibir el impacto, lo que alertó al tercero, que ya se hallaba prácticamente al lado de la chica. Entonces, él se dejó ver y esperó a que le arrojase su lanza, cosa que no hizo hasta asegurarse de no fallar, sin embargo, Tesonk esquivó el venablo con una voltereta que le situó a cuatro o cinco metros de su enemigo. El guerrero no se explicaba cómo había conseguido librarse del arma, y ahora los dos, situados frente a frente, giraban despacio y se miraban desafiantes: Tesonk, con el cuchillo y su rival con el hacha.

Este era un hombre fuerte y ágil, mayor que él, aunque algo más bajo y menos musculoso. Sabía a quién se estaba enfrentando: sus ojos reflejaban miedo y su cuerpo delataba nerviosismo, cosa que al joven no le pasó desapercibida. Zaiga se movió a su espalda, y ello le sorprendió por inesperado, ya que suponía que estaba muerta o, al menos, inconsciente. Ese movimiento le había hecho perder de vista a Tesonk lo suficiente para permitir a este sujetarle la mano que sostenía el hacha y, con su cuchillo, abrirle el vientre de arriba abajo, dejándole las tripas desparramadas por el suelo.

Intentó sonsacarle información antes de que expirase: las identidades de los asesinos de su familia, hacia dónde iban y si había más guerreros buscándole. Sin embargo, sólo consiguió que le escupiese a la cara y le respondiese que no lo conseguiría, lo que le costó una patada en la boca y que le pisotease los intestinos, ya esparcidos sobre un charco de sangre a su lado.

Volvió a ocultar a la joven lo mejor que pudo, dejándole un conejo para comérselo crudo, ya que no podía hacer fuego, y se fue a seguir a la tribu. Después de observarles muy detenidamente durante más de tres horas para intentar encontrar una explicación a los hechos acaecidos, se dio cuenta de que faltaban algunos amigos suyos, y comenzó a sospechar algo y a hacer cábalas acerca de la misión de los tres guerreros muertos y la extraña desaparición de aquellos. Por un momento, pensó que les podían haber aniquilado también pero luego descartó esa idea al notar a sus familias relativamente tranquilas. Además, les había estado persiguiendo mucho tiempo sin notar nada sospechoso. A falta de una conclusión clara, se le echó la tarde encima y tuvo que emprender a toda prisa el camino de vuelta hacia donde se encontraba Zaiga, pues la noche no era buena compañera de viaje.

Cuando Tesonk alcanzó el refugio en donde estaba la chica, no faltaba mucho para que el sol se pusiera. Corriendo de nuevo, llegaron hasta la pequeña cueva en la que ella estuvo escondida por la mañana, donde habían pasado la noche anterior. Intentaban avanzar sin dejar huellas, y si las dejaban, procuraban borrarlas. Al encontrarse en una zona muy rocosa, no era necesario pisar tierra durante más de quinientos metros antes de llegar a la guarida, muy difícil de hallar. Ese fue el motivo de que en los últimos juegos, las partidas de guerreros no fueran capaces de localizarles ni a él ni a sus amigos, que habían cubierto la entrada del escondite con rocas y algo de vegetación, así, al pasar por donde se encontraban ocultos, les pillaron por sorpresa y su clan consiguió vencer gracias a ellos.

La diminuta cueva la habían descubierto Tesonk y cinco amigos suyos hacía ya un par de años, persiguiendo una loba herida que fue a refugiarse allí, en la que seguramente había sido antes la lobera donde criaba a sus cachorros.

Nada más sacar a la loba de la gruta, y mientras los demás comentaban las heridas que le habían infligido a esta, el hijo segundo del jefe ya tenía claro cómo darle utilidad: sería su refugio, el escondite secreto de su pandilla de amigos. Así pues, la acomodaron y ensancharon un poco sacando las piedras sueltas del interior, y con mucho cuidado, la taparon con las rocas extraídas y algunas otras de los alrededores, que apartaban para entrar y salir y volvían a colocar al marcharse. Los nueve amigos hicieron un pacto de silencio, no tan importante como el de sangre ni con las mismas consecuencias, pero que jamás se le ocurriría quebrantar a ninguno, pues pasaría a ser despreciado por el resto de ellos, y eso era para un joven lo peor que le podía suceder en la vida.

Cuando faltaban apenas cincuenta metros para alcanzar la pequeña gruta, les sorprendió un amigo que se encontraba vigilando y les había visto llegar. Se asustó al principio, pero se reconocieron rápidamente y se saludaron muy afectuosamente. Llegaron a la cueva, donde se encontraban los otros despellejando con mucha rapidez una cabra montesa entera recién cazada para no alertar a los carroñeros, que podrían delatar su posición, y les saludaron todos.

Una vez entrada la noche, cuando ya no se divisaba el humo, encendieron un pequeño fuego imposible de ser olido ni visto por alguien a quien no hubiera descubierto previamente el centinela. Lo hicieron más por guarecerse del frío que por cocinar la carne, pues en condiciones similares, en los juegos, ya la habían comido cruda algunas veces. A la luz de la hoguera, sus amigos pudieron percibir el cambio en el rostro de Tesonk: tenía la cara casi desfigurada, los músculos tensos y un extraño brillo de ira en la mirada, perdida en las paredes de roca de cueva, allí donde bailaban las sombras resultantes del movimiento arrítmico de las llamas. Parecía como si sus enemigos apareciesen dibujados sobre ellas y le causara malestar verles tan cerca.