La culpa de la traición - Lucy Monroe - E-Book

La culpa de la traición E-Book

Lucy Monroe

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Beschreibung

Si no quería perderlo todo, tendría que acceder a convertirse en su esposa. Savannah había regresado a Grecia con la intención de hacer las paces con la familia Kiriakis, pero Leiandros Kiriakis tenía otros planes. Él seguía creyendo todas aquellas mentiras sobre ella y estaba empeñado en hacerla pagar por el pasado. Savannah no estaba muy convencida de compartir casa con Leiandros, le parecía demasiado peligroso, dada la tensión sexual que había entre ellos. Sin embargo, él estaba encantado de tenerla justo donde la quería… porque ahora podría darle un ultimátum.

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Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Lucy Monroe

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La culpa de la traición, n.º 2332 - agosto 2014

Título original: The Greek Tycoon’s Ultimatum

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Este título fue publicado originalmente en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4551-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Publicidad

Capítulo 1

No tiene corazón, la muy zorra!

Al oír las vehementes palabras de su cuñada, Savannah Marie Kiriakis prefirió seguir fijando la vista en la verde hierba que tenía delante de sus ojos.

El funeral ortodoxo griego había terminado, y todos habían presentado sus respetos, todos menos ella. De pie al borde de la tumba, con una rosa blanca en la mano, intentaba digerir la situación: el fin absoluto de su matrimonio.

Sentía una mezcla de culpa y alivio en su interior, un buen caldo de cultivo para que la hiriesen las palabras de Iona.

Alivio porque su tormento había terminado. Nadie volvería a amenazarla con quitarle a sus hijos. Y culpa, por ser aquella su reacción ante la muerte de otro ser humano, y en especial de Dion, un hombre con el que hacía seis años se había casado de buena fe, y con la estupidez que acompaña a la excesiva juventud.

—¡No tiene derecho a estar aquí! —continuó Iona, al ver que tanto Savannah como los demás deudos ignoraban aquel primer insulto.

La hermana menor de Dion tenía una cierta atracción por el dramatismo.

Instintivamente, Savannah miró la reacción de Leiandros Kiriakis ante el estallido de su prima. Sus ojos negros no estaban posados en Iona, sino en ella, y la miraban con tal desprecio, que de haber sido una persona más débil, se habría visto tentada de arrojarse a la tumba con su marido.

No podía darse la vuelta, aunque se muriese por hacerlo. El desprecio de Leiandros podría haber tenido cierta justificación, pero le hacía más daño de lo que le habían hecho las frecuentes infidelidades de Dion y sus estallidos de violencia.

El olor a tierra mojada y a flores asaltaron su olfato y finalmente pudo desviar la mirada hacia la tumba de su marido.

—Lo siento —susurró Savannah inaudiblemente antes de arrojar la rosa blanca al ataúd y dar un paso atrás.

—Un gesto muy conmovedor, aunque vacío —siguieron los insultos, pero directamente dirigidos a ella, con la precisión de una afilada navaja en su corazón.

Savannah hizo un esfuerzo sobrehumano para darse la vuelta y mirar a Leiandros, después de la mirada de reproche que este le había dedicado.

—¿Es un gesto vacío el de una esposa que da su último adiós? —preguntó Savannah alzando la mirada.

Deseó no haberlo dicho. Aquellos ojos negros como el carbón la quemaron con un desprecio que sabía que se había ganado, pero que igualmente lamentaba. De todo el clan Kiriakis, aquel hombre era el único miembro con derecho a despreciarla. Porque sabía de primera mano que ella no había amado a Dion, no apasionadamente y con todo su corazón, como él había necesitado ser amado.

—Sí, vacío. Le dijiste adiós a Dion hace tres años.

Savannah agitó la cabeza instintivamente a modo de negación. Leiandros estaba equivocado. Ella jamás se habría arriesgado a decir adiós a Dion antes de salir huyendo de Grecia con sus dos hijitas. La única posibilidad de escapar había estado en abordar un vuelo internacional a América antes de que Dion se diera cuenta de que se había ido.

Para cuando él había podido seguir su rastro, ella ya había iniciado su separación legal, impidiéndole que le quitase a las niñas. También había conseguido una orden de restricción de movimientos, apoyada en un informe en el que se daba constancia de sus heridas y costillas rotas como prueba de que no estaba segura con Dion.

El clan de los Kiriakis no sabía nada de aquello. Ni siquiera Leiandros, cabeza del imperio Kiriakis y por tanto de la familia, ignoraba las razones del definitivo fin de su matrimonio.

El gesto de Leiandros se endureció.

—Es cierto. Nunca le dijiste adiós. No quisiste darle la libertad a Dion, aunque no quisieras vivir con él. Fuiste una pesadilla como esposa.

Sus palabras fueron una herida en el corazón, pero ella se negó a avergonzarse.

—En los últimos tres años, le habría dado el divorcio a Dion en cualquier momento

Había sido él quien la había amenazado con quitarle a sus hijas en caso de que ella se divorciara.

El rostro de Leiandros se tensó con su habitual desprecio por ella.

Su opinión acerca de ella había quedado grabada a fuego desde la noche en que se habían conocido.

Habían asistido a una fiesta que daba un hombre al que no conocía, un hombre, según Dion, al que ella debía causar buena impresión si quería ser aceptada en la familia Kiriakis. Aquello la había puesto muy nerviosa. Y por si aquella presión no hubiera sido suficiente, Dion la había dejado sola en medio de una multitud de extraños que hablaban una lengua que no comprendía.

Incómoda, para alejarse de los otros invitados, se había apartado y se había quedado al lado de una puerta que daba a la terraza.

—Kalispera. Pos se lene? Me lene Leiandros —le había dicho una voz masculina hablando en griego.

Ella había alzado la vista y había descubierto al hombre más atractivo que había visto en su vida. Su sonrisa la había dejado sin aliento. Lo había mirado, sintiéndose sorprendida por la mezcla de sensaciones que le había causado aquel hombre, despojadas de convenciones sociales.

Se había sentido culpable por aquella reacción con un hombre que no era su marido, se había puesto colorada y había bajado la mirada. Luego había pronunciado la única frase en griego que sabía.

—Then katalaveno.

Él había puesto un dedo debajo de su barbilla y la había obligado a alzar la cabeza, de manera que ella no había podido hacer otra cosa que mirarlo a los ojos.

—Baila conmigo —le había dicho él en perfecto inglés, con una sonrisa algo depredadora.

Ella había agitado la cabeza, intentando hacer un esfuerzo para que sus cuerdas vocales pronunciaran un «no», a pesar de que él le rodease posesivamente la cintura y tirara de ella hacia la terraza. El extraño la había estrechado en sus brazos y ella se había resistido mientras sus cuerpos se balanceaban al compás de la seductora música griega.

—Relájate —le había dicho él, apretándola más—. No voy a comerte.

—No debería estar bailando contigo —le había respondido Savannah.

Él la había apretado más aún.

—¿Por qué? ¿Estás aquí con tu novio?

—No, pero...

Unos labios posesivos habían ahogado la explicación de que estaba con su marido, no con su novio. Entonces ella se había opuesto con más fuerza, pero el calor de su cuerpo y el tacto de sus manos acariciando su espalda y su nuca habían vencido a sus buenas intenciones.

Y para vergüenza suya, ella se había sentido derretir en respuesta a su contacto. Aquel beso le había arrancado emociones que Dion nunca había provocado en ella. Hubiera querido que aquello durase toda la vida, pero, aun bajo los efectos de una pasión tan arrebatadora, había sabido que tenía que separarse de sus labios.

Las manos masculinas que habían estado acariciando su espalda se habían movido hacia delante y se habían apoderado de sus pechos como si tuviera derecho sobre ellos. El hecho de saber que él la estaba tocando tan íntimamente la sorprendió menos que su propia reacción a sus caricias. Sus pechos parecieron erguirse más allá de los confines de su sujetador de encaje, y sus pezones se pusieron duros y anhelantes. Jamás había sentido algo así con Dion.

Aquel pensamiento fue suficiente para apartarse de Leiandros, con el sentido del honor mancillado, mientras su cuerpo vibraba con la necesidad de volver a estar en sus brazos.

—Estoy casada —dijo.

Él le había clavado los ojos y la había inmovilizado por un instante.

—Leiandros, veo que has conocido a mi esposa —se había oído decir.

Y Leiandros, que estaba de espaldas, de manera que Dion no podía ver su expresión, la había mirado con un odio y un reproche en los ojos que no había disminuido nada en seis años.

—No creas que, como mi primo no está aquí para defenderse, vas a poder justificar tu comportamiento con mentiras.

La voz de Leiandros la devolvió al presente, a la mujer incapaz de sentirse excitada con un hombre. Por un momento lamentó recordar aquellas sensaciones que no había vuelto a experimentar desde entonces, y que sabía que no volvería a experimentar. Dion se había encargado de ello.

La figura alta de Leiandros la hizo sentir pequeña y vulnerable frente a su masculinidad y su enfado. Savannah dio un paso atrás y se refugió en el silencio. Luego inclinó levemente la cabeza antes de darse la vuelta para marcharse.

—No te marches de ese modo, Savannah. No soy tan fácil de manejar como mi primo.

La amenaza en el tono de su voz la detuvo, pero no se dio la vuelta.

—No necesito manejarte, Leiandros Kiriakis. A partir de hoy, no habrá ninguna necesidad de que tu familia y yo estemos en contacto —respondió Savannah, empleando un tono inesperadamente sensual al final, cuando su intención había sido expresar firmeza.

—En eso te equivocas, Savannah.

Savannah se estremeció. Se dio la vuelta para mirarlo, apreciando las deslumbrantes líneas de sus rasgos, el brillo de su cabello negro con el sol, y su aura de poder. Ella intentó interpretar la expresión de su enigmática mirada, pero no lo logró.

—¿Qué quieres decir?

¿La habría engañado Dion al final?

—Eso es algo que tendremos que hablar más adelante. El servicio religioso del funeral de mi esposa comenzará en unos minutos. Conténtate con saber que, puesto que soy el único fideicomisario de la herencia de tus hijas, tú y yo tendremos que hablar ocasionalmente.

Savannah sintió pena por el dolor que debía de estar sintiendo aquel hombre fuerte ante la muerte de su esposa, en el mismo accidente de coche que su primo.

—Lo siento. No quiero entretenerte.

—¿No vas a venir? —preguntó él achicando los ojos.

—Mi presencia está fuera de lugar.

—Iona cree que tu presencia aquí está fuera de lugar, pero no obstante has venido.

Por la llamada telefónica. Jamás habría ido si Dion no hubiera hecho una llamada telefónica la noche anterior a su accidente.

—Aunque al clan Kiriakis le guste negarlo, yo me casé con Dion. Le debo mi presencia a su memoria.

La debía a la memoria del Dion que la había cortejado, y al hombre que la había llamado aquella última noche.

—¿No debes tu presencia al funeral de Petra, como miembro de mi familia?

—¿Por qué quieres que vaya? —preguntó Savannah, incapaz de ocultar su extrañeza.

—Tú reclamas tu lugar en la familia. Es hora de que cumplas con los deberes que conlleva ese estatus.

Savannah se reprimió una risa cínica. ¿Acaso no había cumplido con ello durante seis años? ¿No había pagado suficientemente el privilegio de llevar el apellido Kiriakis?

Leiandros notó una emoción en la generalmente inexpresiva cara de Savannah. No había sido así la primera vez, cuando se habían conocido. Entonces había parecido dulce y vulnerable. Tan dulce que había permitido que otro hombre que no fuera su marido la besara, recordó.

Aunque ella había evitado mirarlo en las pocas ocasiones que se habían visto desde entonces, seguía teniendo una belleza que hacía comprensible que Dion hubiera permanecido a su lado, aun después de que se hubiera mostrado poco merecedora de su amor y su respeto. Durante el primer año había parecido la misma Savannah, pero la única vez que Leiandros la había visto en el transcurso del segundo año que había vivido en Atenas la había notado totalmente cambiada.

Sus ojos verdes se habían apagado por completo. ¿Habría sido por el sentimiento de culpa por sus amantes? Se había vuelto inexpresiva, excepto cuando miraba a su hija. Más tarde, un hombre que Leiandros había envidiado, algo por lo cual se había odiado, había iluminado su rostro y había llenado nuevamente de vida sus ojos verdes. No era de extrañar que Dion se hubiera descontrolado. Su esposa había reservado todo su amor para la hija que había tenido con uno de sus amantes.

Leiandros había reprendido a Dion por mostrar tan poco interés en la paternidad tras el nacimiento de Eva. Pero Dion le había contado, llorando, que su esposa le había dicho que el bebé no era suyo. Si Leiandros hubiera dudado alguna vez de la culpabilidad de Savannah por el beso que habían compartido la noche en que se habían conocido, ya no lo dudaba más.

Su cuerpo se tensó con enfado al recordar aquel encuentro.

—Tal vez tengas razón. Tu presencia está fuera de lugar en el funeral de mi esposa. Con una representación de falso dolor es suficiente en la familia.

Leiandros notó que sus ojos verdes se agrandaban con un brillo que hubiera jurado que era de temor. Luego la vio alejarse un paso más y decir:

—Siento que Petra haya muerto, Leiandros.

La aparente sinceridad en su tono suave casi lo conmovió, pero se negaba a que le tomase el pelo una segunda vez con su representación. Ella ya no era una muchacha inocente y vulnerable, ni él un irremediable estúpido.

—Creo que vas a sentirlo, Savannah.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella con voz temblorosa, mientras él le apartaba de la cara un rizo de cabello color trigo.

¿Qué creía que iba a hacer?, se preguntó Leiandros, ¿pegarle? Era ridículo. Savannah tenía motivos para preocuparse, pero no para tenerle miedo. Él planeaba algo con relación a ella. Pero sus planes tendrían que esperar.

—Da igual. Tengo que marcharme —contestó.

Ella asintió.

—Adiós, Leiandros.

Él inclinó la cabeza, negándose a pronunciar una despedida que no tenía intención de hacer efectiva. Pasado un año de duelo por Petra, Savannah lo volvería a ver.

Entonces pagaría por todo lo que le había hecho a su familia, todo lo que le había hecho a él.

Capítulo 2

Savannah se sentó frente a su escritorio del pequeño estudio de su hogar en Atlanta, Georgia. Se oían las voces alegres de sus hijas de fondo.

Miró la carta de Leiandros Kiriakis como si se tratase de un monstruo. En ella, Leiandros solicitaba su presencia en Grecia para hablar sobre su futuro económico. Y peor aún, pedía también la presencia de Eva y Nyssa. Y había amenazado con no pasarle la suma mensual que recibía hasta que no se llevase a cabo tal encuentro.

Savannah sintió pánico. Desde hacía un año, después del funeral de Dion, se había prometido no volver a relacionarse con la familia Kiriakis. Bueno, si no para siempre, al menos por un largo período de tiempo.

Algún día las niñas tendrán que conocer a su familia griega. Pero no antes de que fueran lo suficientemente maduras como para entender el posible rechazo de la familia griega.

Es decir, hasta que no fueran adultas.

Era lo que deseaba. Sabía que no era realista. No después de las revelaciones que Dion había hecho en su última llamada telefónica, pero ella pensaba postergar ese momento. Hasta que tuviera un trabajo estable y seguro, por ejemplo, o hasta que su tía Beatrice no la necesitase.

Decidió que Leiandros se conformaría con una charla telefónica. No había motivo para que hiciera un viaje a Grecia solo para hablar de dinero.

La confianza en que Leiandros sería razonable y aceptaría una charla por teléfono se vio frustrada diez minutos más tarde cuando lo llamó por teléfono y su secretaria le dijo que él no quería ponerse al teléfono.

—¿Cuándo quiere viajar, señora Kiriakis? —preguntó la eficiente voz, al otro lado del auricular.

—No quiero viajar —contestó Savannah—. Por favor, informe a su jefe que preferiría conversar por teléfono con él y que espero una llamada suya cuando le venga bien.

Colgó con las manos temblorosas, ante la sola idea de enfrentarse a Leiandros Kiriakis personalmente.

Diez minutos más tarde sonó el teléfono. Savannah pensó que sería la secretaria de Leiandros y contestó.

—¿Sí?

—Mañana es la fecha de pago de tu pensión mensual.

Aunque no se hubiera identificado, no había dudas de quién era.

Se trataba de una voz que la hechizaba en sueños, en sueños eróticos que la despertaban en mitad de la noche, sudando y temblando. Era capaz de controlar su mente cuando estaba consciente, pero incapaz de reprimir su inconsciente. Y los sueños no hacían sino atormentarla, porque sabía que jamás volvería a experimentar esas sensaciones fuera de los sueños.

—Hola, Leiandros.

Él no se molestó en contestar su saludo.

—No haré efectivo ese pago, ni ningún otro, hasta que no vengas a Grecia.

Fue un ultimátum, no una explicación.

Los exorbitantes precios de Brenthaven por el cuidado de su tía y los gastos de la universidad habían impedido que Savannah pudiera ahorrar lo suficiente para prescindir de la pensión. Necesitaba el depósito de dinero para pagar Brenthaven, además de cosas como la comida y el gas.

—Podemos hablar por teléfono sobre lo que haya que acordar.

—No.

—Leiandros... —ella se pasó la mano por los ojos, alegrándose de que no pudiera ver su expresión de abatimiento y debilidad emocional.

—Ponte en contacto con mi secretaria para organizar el viaje.

Leiandros colgó. Savannah se quedó mirando el aparato. Le había colgado. Ella juró como jamás debería hacerlo una dama, y puso el auricular en su sitio.

Se quedó inmóvil un momento, hasta que pudo reaccionar y darse la vuelta para marcharse del estudio.

Cuando llegó a la puerta, el teléfono sonó de nuevo.

Aquella vez no era Leiandros ni su secretaria. Era el médico encargado de tía Beatrice.

Su querida tía había tenido otro ataque de apoplejía.

Savannah acostó a las niñas. Les contó su versión favorita de Cenicienta antes de que se durmieran, y se dirigió al estudio para hacer la temida llamada a Leiandros.

Antes de hacerlo, miró sus cuentas en el ordenador por si había ocurrido algún milagro. Pero no. Necesitaba el dinero de la pensión. A no ser que consiguiera un trabajo a tiempo total, no podría cubrir los gastos con un sueldo inicial, aunque tuviera un título en Administración de Empresas.

Savannah levantó el auricular y llamó a la oficina de Leiandros.

Su secretaria contestó inmediatamente. La conversación fue corta. Savannah acordó viajar la semana siguiente, pero se negó a llevar a sus hijas. La secretaria colgó, prometiéndole volver a llamarla una hora más tarde con los detalles del viaje.

Minutos más tarde, cuando Savannah estaba preparándose una taza de té, el teléfono volvió a sonar. Se le hizo un nudo en el estómago. Sabía que la secretaria de Leiandros no llamaba para hablarle de planes de viaje.

—¿Sí, Leiandros?

—Eva y Nyssa deben viajar contigo.

—No.

—¿Por qué no?

Porque la idea de llevar a sus hijas nuevamente a Grecia le aterraba.

—A Eva le quedan dos semanas de colegio todavía.

—Entonces, ven dentro de dos semanas.

—Prefiero ir ahora.

Necesitaba el dinero inmediatamente.

—Además, no veo motivo para alterar el ritmo normal de sus vidas para hacer un viaje tan corto y agotador.

—¿Ni siquiera para presentarles a sus abuelos?

Savannah sintió miedo.

—Sus abuelos no quieren saber nada de ellas. Helena lo dejó muy claro cuando nació Eva.

Había echado una ojeada al cabello rubio y los ojos azules del bebé y había afirmado que la criatura no podía ser una Kiriakis. Los ojos de Eva se habían oscurecido al año de edad y eran verdes, y su fino cabello de bebé había sido reemplazado por unas ondas de cabello castaño a los cuatro años.

Y cuando había nacido Nyssa, Helena ni siquiera se había molestado en ir a verla. La niña había nacido con el cabello negro y los ojos marrones de su padre. Una Kiriakis, no había duda.

—La gente cambia. Su hijo ya no está. ¿Te parece tan raro que Helena y Sandros quieran conocer a sus descendientes?