La curva del viento - Diego Gazzolo - E-Book

La curva del viento E-Book

Diego Gazzolo

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Beschreibung

La curva del viento relata la historia de Juan Ignacio, quien tras un trágico suceso comenzará una búsqueda a través de misteriosos caminos que lo llevaran a un imprevesible desenlace. Una casa, un amor y una verdad inconfesable.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Pablo Criscaut.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Gazzolo, Diego Ernesto

La curva del viento : la verdad te hará libre / Diego Ernesto Gazzolo ; María Carolina Peñalva. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2020.

150 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-569-3

1. Narrativa Argentina. 2. Reflexiones. 3. Novelas de Misterio. I. Peñalva, María Carolina. II. Título.

CDD A863

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2020. Diego Ernesto, Gazzolo y María Carolina, Peñalva

© 2020. Tinta Libre Ediciones

A Susi y Tito

La curvadel viento

DIEGO GAZZOLOCarolina Peñalva

“La cosa más bella que podemos experimentar es lo misterioso. Es la fuente de toda verdad y ciencia. Aquel para quienesa emoción es ajena, aquel que ya no puede maravillarsey extasiarse ante el miedo, vale tanto como un muerto: sus ojos están cerrados”.

Albert Einstein

CAPÍTULO 1

La casa

Juan Ignacio no era un enamorado de la arquitectura. No, señor. Tampoco era de los que se detenían en cuanta casa antigua veían.

Si se obsesionó con esta casa en particular, fue sencillamente porque estaba hastiado. La oficina lo tenía cansado. Sentía que odiaba a su jefe, a los hipócritas de sus compañeros y hasta a la sonrisa fingida que se obligaba a llevar cada mañana.

Andaba por el mundo respirando, sin existir realmente. Como un títere; sin alma ni sangre en las venas.

Ya no le importaba nada. Ni el cambio de las estaciones, ni el color del manto que llamamos cielo. Nada. Fue entonces cuando, repugnado por todo, la vio.

Encajada entre yuyos y enredaderas medio muertas. Sintió que lo llamaba. Fue su primer contacto.

Así como al pasar, fue cambiando su rutina. Empezó a seguir el mismo recorrido, en el afán de descubrir su oscuro secreto. Porque lo sabía. Dentro de esas húmedas paredes, que con desdén se mantenían en pie, se escondía algo turbio, ajeno a toda la pompa primaveral que la rodeaba.

Es verdad que tardó semanas o meses en acercarse a su reja, de bisagras resquebrajadas, sostenida apenas por madreselvas exuberantes y alambres retorcidos. Ya en el pasado se había estacionado varias veces frente a ella, solo para contemplarla; tejía diversos sueños a su alrededor y se preguntaba una y otra vez por qué razón había ligado a su vida el vulgar acto de espiar una casa en ruinas.

Esa vez fue diferente. Bajó del auto y se dirigió hacia la casa decidido. Empujó la portezuela de hierro oxidado y esta cedió al primer contacto.

Ya en sus límites, el impulso fue irresistible. Casi sin darse cuenta, estaba cruzando el pequeño espacio que tenía por jardín, para ubicarse de cara a la puerta principal.

Tocó.

«Qué estúpido», pensó, «como si pudiese haber en este tugurio algo más que ratas y porquería».

Volteó a desgano hacia la salida, pero su cuerpo no obedecía. Permaneció de pie, inmóvil, con la parsimonia del que espera echar raíces.

Se abrió la puerta y su sobresalto fue poco disimulable. Trató en vano de mantener la compostura, pero todos sus gestos lo delataron. Sintió miedo.

Frente a él, vio a una anciana sin expresión. Llevaba un vestido de un azul desvaído, y un broche en el cuello que provocaba que la luz del sol rebotase justo sobre sus ojos. Lo invitó a pasar, y aunque Juan rebuscó en su mente, no encontró excusa que lo salvara.

Automáticamente, atravesó el umbral de la propiedad, enceguecido frente a toda lógica o prudencia.

En un primer momento, trató de absorber todo a su alrededor. Y era claro, porque hacía meses que todo lo venía imaginando; pero sus ojos le jugaron una mala pasada y tardaron en adaptarse debido al resplandor, por lo que solo divisó penumbras y un perfume a lavanda que le recordó algo que no consiguió determinar. Al fin se dio cuenta de que no había pronunciado palabra alguna. Intentó vocalizar alguna frase, pero la anciana se adelantó.

—Todo va a estar bien —le dijo sonriendo sin más, y se quedó mirándolo como si aquella frase fuera la introducción más natural a la conversación entre dos extraños.

Juan ni siquiera pudo articular una respuesta, pero sintió que toda tensión desaparecía como por encanto.

Ya en posesión de sí mismo, volvió a mirar a la mujer. Extrañamente, ya no le parecía la anciana andrajosa de hacía un momento. Ante él, veía claramente a una distinguida mujer mayor, pero le pareció tan impropia y ridícula esta definición, que si le hubiesen preguntado en ese instante quién habitaba la casa, hubiera dicho, sin vacilar, “una dama”.

También le pareció bastante errónea su percepción de la propiedad, ya que si bien desde afuera se asemejaba a una edificación en ruinas, por dentro era un lugar bastante agradable, aunque no hubiera lujos ni suntuosidades.

La anciana le indicó que podía sentarse en el gran sofá que protagonizaba la sala, y luego la vio perderse por una de las tantas puertas.

Aunque casi no podía creer que esto le ocurriera, se sentía cómodo. Como si conociera ese mismo entorno desde otro tiempo. Le hacía acordar a los paseos de la infancia. Solo se trataba de su madre arrastrándolo a una u otra visita, pero ella insistía en llamarlas “paseos”, y a Juan le gustaba creérselo. Lo hacía sentir importante ir a la par de su cartera, que en su bamboleo despedía un suave aroma a menta y almendras con chocolate...

—¿Chocolate? —preguntó la anciana a sus espaldas.

Juan quedó atónito. Como si toda esa escena fuera producto de su imaginación y la intromisión de esa mujer en sus pensamientos confirmara su locura.

«Falsa alarma». Respiró aliviado cuando volteó y solo vio que una feliz coincidencia venía a reemplazar su insania. La anfitriona traía un platito con chocolates. Detrás de ella, un brillo verde-azulado despertó la atención de Juan; pero pronto su figura se interpuso y desvió su pensamiento.

Juan se tragó un chocolate, en un estúpido intento por romper el hielo. «Odio el chocolate», se recalcó, enojado consigo mismo, pero a la vez sintió que a sus treinta y tantos años nunca había sabido apreciar el particular sabor dulzón que lo envolvía en ese momento.

La señora le sonrió y él se sintió un idiota por ponerse nervioso. «Tiene los años suficientes para ser mi abuela y sin embargo...». Rápido, intentó borrar cualquier pensamiento y decantarse por lo más trivial que se le pudo ocurrir.

—¿Hace mucho que vive en esta casa? —preguntó sin dejar de sentirse observado.

Una risa espontánea precedió a la respuesta.

—Desde siempre. ¿Y usted?

—¿Y yo qué? —preguntó Juan, que no lograba entender.

—¿Usted hace mucho que vive en esta casa? —preguntó la dama, con una mirada inmutable que lo exasperaba. Sus ojos, de indefinible color, lo miraban penetrantes, y le pareció escuchar en el tono de su voz un tinte siniestro.

En un ataque de paranoia, Juan empezó a imaginarse que los chocolates estaban envenenados y que la anciana estaba completamente loca.

Estiró el brazo para acercar el bolso, en el que guardaba la notebook del trabajo y que siempre llevaba consigo. No supo a qué se debía esta ansiedad instantánea, pero quería escapar, y pronto.

Era como si hubiese despertado de una especie de sueño, para darse cuenta de que nada de eso tenía sentido; ni que la mujer invitase a pasar a un extraño, ni que él hubiese aceptado. De pronto la cabeza le daba vueltas.

Se despidió en forma rígida y en un solo gesto anunció su salida, pero la mujer lo detuvo abruptamente cuando lo tomó por el brazo. Cada músculo de Juan se contrajo al solo contacto, acusando la escabrosa sensación del déjà vu; la certeza de haber pasado por eso...

El corazón parecía latirle en los oídos y, como a la distancia, se fundían las palabras.

—Hace rato que te observo —dijo ella—. A veces uno cree que halla una casa que lo atrae, cuando en realidad, es la casa la que te encuentra. Estuviste viviendo en ella desde el primer momento en que la viste —e hizo una pausa, que pareció suspender el tiempo—. Te estaba esperando —y los dos pares de ojos se conectaron en un mar de silencio, en el que Juan se percibió nene y hombre al mismo tiempo.

Por fin la mujer sonrió, rompiendo aquel hechizo, y torpemente, el visitante se alejó, sin siquiera mirar hacia atrás o despedirse.

Caminó hacia el auto lo más rápido que pudo. Hubiera corrido, si el orgullo se lo hubiese permitido.

La mañana siguiente encontró a Juan algo desorientado. Había estado toda la noche sumergido en inexplicables sueños. La frase “te estaba esperando” le generaba escalofríos. ¿Era la mujer la que lo esperaba, o estaba tan loca como para suponer que era la casa la que lo hacía? Ambas opciones lo perturbaban.

Se sirvió un café, que reposaba en la cafetera desde hacía un par de días. Sorbió un trago y lo agrio le taladró el paladar, al punto de que escupió lo que quedaba en la misma taza. «Posiblemente fueron un par de semanas», dedujo.

La intermitencia de las luces y la baja tensión a las seis de la mañana le nublaron el juicio, y como todo aquel que sufre de migraña, presintió que dolor de cabeza prometía avecinarse.

Al fin, y con todo lo irónico del asunto, “se le encendió la lamparita”, y vagamente recordó una plantilla en el ascensor que anunciaba el defecto eléctrico, y en la que se añadía la opción de marcar por sí o por no la autorización para el ingreso en la unidad a fin de realizar las reparaciones. Otro pendiente que había pospuesto para optimizar tiempo. «Como si marcar una “X” me consumiera la vida». Así y todo, no dio el brazo a torcer; «Que no cuenten conmigo». Pero esto de vestirse con efecto de Fiebre de sábado por la noche no estaba resultando. Haciendo un recuento: ese día había tomado hongos de café por desayuno y tenía puesta una camisa que bien podía ser gris, verde pálido o blanca, dependiendo del ángulo con que se mirase; lo que no sería la gran cosa, de tener la certeza de que cierta plancha se hubiese dignado a hacerle una pasada por encima. «Los gajes de vivir solo...», se excusó.

Se fijó en la hora y salió como disparado. Otro día llegando tarde y buena iba a ser su suerte.

En la oficina todo era un caos perpetuo. Nada que saliera de lo habitual. Un pedido que no había llegado y todo el mundo que enloquecía. La culpa siempre recaía sobre el que se distraía primero. Les sonrió a los aduladores de costumbre, que desfilaban por el pasillo igual que si fueran Don Gato y su pandilla.

La camisa que vestía resultó ser amarillo vómito, lo que no contrastaba con el ardor en el estómago que sentía, ni con los pantalones que había creído grises y resultaron verde pistacho. «La bilis personificada», se reprendió.

Pensó que si su viejo lo estuviese viendo, se retorcería de la risa, y era a él a quien se dirigía cuando mentalmente respondió: «Te acompañaría a coro con todo gusto, si no te hubieras tomado el atrevimiento de morirte».

Ya habían pasado dos años y lo seguía llevando con él a donde quiera que fuese. «¿Qué dirías de la mujer y de la casa? Fue una estupidez por mi parte ir. No hace falta ni que me contestes».

Trató de mentalizarse y no pensar ni un segundo en lo que había vivido ayer, pero eso de estar diciéndose “no pienses en lo que no tenés que pensar” no resultaba demasiado prometedor. Apenas podía hilvanar un pensamiento que no se relacionase con la casa. No sabía si era por esta o por la mujer; posiblemente un conjunto de ambas. Esa frase inicial. Ese “todo va a estar bien” lo había dejado con ganas de más, con ansias de que en realidad fuese cierto. Necesitaba que lo fuera. «Tal vez toda esta fantasía conlleva la esperanza de cubrir un vacío imposible de llenar», se confesó.

Lo que más le molestaba era pensar en esa mujer más de lo que quería admitir. Lo perseguían su sonrisa y esos ojos que parecían susurrarle “Te conozco”. «Yo también te conozco. Te soñé alguna vez o te esperaba entre las sombras». Como de un manotazo retiró la idea, asqueado por su pequeño desliz poético. Porque él de poético no tenía nada. Juan se consideraba el ser más práctico del planeta; aun así, no podía esquivar la verdad: que toda la tarde había estado buscando en cada ser humano la sonrisa de una anciana con la que apenas había compartido unos minutos y un par de palabras.

Subió al auto y la humedad le rebotó contra el cuerpo. De pronto, le resultó impensable volver a su departamento.

Ante la necesidad de acercamiento humano, sacó el celular y fue directo a un contacto, “Punto Muerto”; así lo tenía agendado a Pablo. Y es que siempre que Juan necesitaba conectar consigo mismo, él estaba ahí. ¿Pero qué podía decirle? ¿Cómo explicarle lo que él mismo no entendía? Descartó la idea al segundo siguiente y se dirigió al centro de la ciudad.

En un barsucho cualquiera, se sentó cara a cara consigo mismo. «¿Qué mierda me pasa? Hace tiempo que estoy perdido».

Una mujer rubia, lo suficientemente bonita como para despertar miradas, se abrió paso entre la gente para llegar hasta la barra. Hizo contacto visual con Juan y este, instintivamente, le sonrió.

Juan se despertó. La rubia, despeinada, descansaba a su lado. Se calzó la ropa como pudo y adivinó la salida. Ya en el palier, se le facilitaba la huida, cuando todo el mundo corría como poseso hacia la rutina.

Divisó su auto, estacionado a veinte grados en la vereda de enfrente.

«Genial», se felicitó, «En el estado en que me encontraba podría haber pasado cualquier cosa».

Puso las ideas en claro y empezó a resolver algunos asuntos.

Llamó al trabajo para excusarse por enfermedad –omitió que tal vez se tratase de una mental– y tomó la entrada a la autopista.

Era a la casa a donde se dirigía, sin mirar hacia atrás o evaluar lo que estaba haciendo.

Ya casi llegando, lo asaltó el temor de que nada fuese cierto, de que la casa estuviese completamente en ruinas y nadie la habitara.

Volvía a encontrarse frente a la destartalada puerta de reja. Y así como la primera vez, volvía a cruzarla. Cuando ya estaba por golpear, la puerta se abrió lentamente.

Era ella.

Llevaba un vestido azul marino y su ademán era digno; cuando emergió de sus labios, la enigmática sonrisa lo sacó de sí mismo.

Invitó a pasar a Juan y este, mansamente, la siguió.

—No sé por qué vengo —dijo. Esa era la verdad; no tenía cómo adornar un accionar tan desquiciado.—No tiene por qué haber una razón —le dijo la mujer, y al cerrar la tosca puerta, quedó tras de sí la realidad que componía su triste mundo.

CAPÍTULO 2

La mujer

Ya dentro de la casa, Juan no pudo evitar dirigir la mirada hacia una puerta en lo profundo de la estancia. Se trataba de una puerta alta y delgada que no hubiese resaltado jamás ante sus ojos, si no fuera por el brillo verde-azulado que había llamado su atención en la anterior visita. Ahora se daba cuenta de que este provenía de un lustroso picaporte, con cierto dibujo que no distinguía a la distancia. La mujer lo observaba, pero nada dijo. Junto al sofá reposaba un juego de té, a tono con todo el mobiliario; antiguo, pero al parecer impecable. En todo aquello resultaba imperceptible el paso del tiempo, hasta en la mujer que tenía sentada frente a él. Si no fuese por su pelo tan blanco y las líneas en su cara, juraría saberla también inmutable al tiempo.

Tanteó en su bolsillo el celular, solo por la costumbre de hacerlo, pero no sentía el más mínimo deseo de revisarlo. Su jefe debía estar tratando de contactarlo, y no tenía ganas de excusarse o explicar nada.

—Imaginemos por un momento que nada existe en el exterior que pueda interrumpirnos —dijo la mujer, como leyéndole el pensamiento. A él le gustó la idea.

—No sé su nombre, estaba pensando en eso...

—No es cierto, pero supongamos que era eso —ella sonrió al pronunciar estas palabras—. ¿Cómo te gustaría llamarme?

—Por su nombre —Juan titubeó.

—Hace tanto que ya nadie lo pronuncia, que olvidé cual era —dijo, y su suave risa lo envolvió, haciéndolo sentir un nene bueno—. Juguemos —propuso—. ¿Qué nombre me darías si no tuviese uno?

—No se me ocurre —dijo Juan tajante, aunque las palabras “hada”, “nana” y “soñadora” surgieron en su mente.

—Voy a seguir sin nombre entonces. ¿Y el tuyo es...?

—Juan Ignacio —respondió él en forma fugaz, por temor a que la anciana lo renombrase y así perdiera toda su existencia.

Sentía que en esa casa todo era posible; hasta hundirse en ella y ya no poder volver a la realidad. ¿Pero qué le esperaba allá afuera además de soledad? ¿Por qué quería aferrarse a eso?

—Es un nombre muy bonito... Juan Ignacio. Estoy segura de que no podrías llamarte de ninguna otra manera.

Juan se sintió ruborizado, esas palabras lo acariciaban y él... era incapaz de responder.

—¿Qué te trajo a esta casa?

—No sé —respondió, y trató de situarse en el primer día que llamara su atención. Nulo. Completamente nulo. Su mente quedó en blanco.

—No es necesario que te acuerdes. ¿Cuál es tu sensación al verla?

—Como si fuéramos dos polos, dos mitades, y un imán me atrajera sin que pudiera ni quisiera resistirme —respondió sin pensar, y se arrepintió en el acto de haberlo hecho.

Ella solo lo observó, en aparente confirmación. Se la veía renovada y feliz.

—Me gusta la compañía. Me alegra que hayas venido a verme.

“¿A verla?”. Pero si él solo estaba... Y rebuscó en su mente algo que al fin tuviese lógica. No lo encontró.

Con el transcurso de la charla, sobre cosas que le parecieron tan insustanciales como su trabajo y aficiones, Juan se fue sintiendo parte de ese pequeño mundo que la mujer habitaba; casi como si fuesen entrañables amigos.

Sin darse cuenta, la oscuridad los fue absorbiendo, y Juan no lo notó hasta que la mujer encendió un gran velador junto a ellos, que le otorgó un cálido significado a toda la escena. Por primera vez, Juan se detuvo en los ojos de aquella extraña y la vio hermosa. No con la belleza según la cual solía evaluar a cuanta mujer se le presentase. La vio con unos ojos que acaso no fueran los suyos. Observó sus delicadas manos y la forma en que un mechón de su pelo caía sobre su hombro izquierdo. Nada tenía que ver el sexo con la atracción que iba sintiendo, era un “algo más” que venía a reemplazar todo lo que antes conocía.

Se encontró hablando ante ese inusual encuentro, sin pensar en nada más que en el presente. Cuando tomó conciencia de la hora, entró en una especie de pánico. Se despidió furtivamente como si debiera estar en otro lugar, lo que no era cierto. Otra vez las ansias de escapar lo invadieron sin contemplaciones. No supo ni cómo llegó al auto, pero ya estaba camino a su departamento.

Las semanas fueron pasando y su mente alejó tajante toda atracción que la casa le generara, aunque también arrastró en ese alejamiento voluntario toda clase de deseo. Era una sombra que iba y venía de un punto a otro. A nada le encontraba sentido. Aun así, había algo muy dentro de Juan que lo incitaba a volver, desafiándolo a no dejarse seducir por ese extraño ser que, entre tantos vaivenes y conversaciones sin sentido, hacía que se adormeciera su misión primera. Le era imperativo encontrar una respuesta para la extraña atracción que la casa le presentaba, y ahora también para la mujer que allí reinaba.

Pensó, en uno de esos locos pensamientos que a veces le caían de improviso, que tal vez pudiera mediar el permiso de la anciana para atravesar el salón y llegar hasta esa puerta alta y delgada que tanto le intrigaba, con ese pestillo hipnótico; tan fiel a la casa que completaba y sumido en el mismo hechizo de todo en ella.

Esta vez, Juan se juró a sí mismo que iba a dejar esa quietud que la casa parecía imponerle, como si todo lo suyo y lo que hasta ese entonces conocía se alejara de su propio ser, para unirse a esa mágica mujer durante esas majestuosas conversaciones que ahora no podía sacar de su mente.

En vano intentó dejar atrás ese juego que lo llenaba de incertidumbre sin medir consecuencias.

La casa lo absorbía y él volvía a acudir a cada uno de sus llamados. Él era suyo, y muy a su pesar... lo sabía.