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Desde pequeña Sylvia siente un amor infinito por el mar. Y cuando, aún siendo una adolescente, emerge de su primera inmersión, tiene en mente una única certeza: convertirse en bióloga marina y pasarse la vida en el agua. Desde entonces, Sylvia nunca ha dejado de luchar por el "corazón azul del planeta". Una biografía ilustrada dedicada a la bióloga marina Sylvia Earle, Premio Princesa de Asturias 2018. Mujeres de ciencia es una colección dedicada a contar las vidas de mujeres que han hecho una gran contribución a la ciencia. Retratos complejos y emocionantes, un estímulo y un modelo en el que reconocerse.
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Seitenzahl: 98
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Título original: La signora degli abissi
© 2017 Editoriale Scienza S.r.l., Firenze - Trieste
www.editorialescienza.it
www.giunti.it
Autora: Chiara Carminati
Ilustraciones: Mariachiara Di Giorgio
Proyecto gráfico: Alessandra Zorzetti
Fotografías: contracubierta, págs. 3, 110, 111, 112, 115, 116, 117: © Kip Evans Mission Blue
Traducción: Carmen Ternero Lorenzo
© 2019 Ediciones del Laberinto, S.L., para la edición mundial en castellano
ISBN: 978-84-1330-900-2
IBIC: YNM / BISAC: JNF007120
www.edicioneslaberinto.es
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com <http://www.conlicencia.com/>; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Capítulo 1. En la granja
Siempre me ha gustado el agua.
A mucha gente le molesta la lluvia porque les moja la ropa y echa a perder las meriendas al aire libre. Pero los que viven en el campo saben que hasta la gota de lluvia más pequeña tiene un enorme valor y la acogen como una bendición por toda la vida que aporta.
Mis padres eran del campo. En cuanto pudieron, en 1938, nos llevaron a mi hermano y a mí a vivir a una granja, cerca de Paulsboro, en Nueva Jersey. Para nosotros, aquel era el lugar más bonito del mundo.
Había un estanque, un torrente, árboles frutales, prados, campos…, y lluvia que peinaba las ramas del sauce, abrillantaba las uvas y hacía cantar al agua del estanque. También hacía que me cantaran los pies cuando bailaba en la hierba, y si se me deshacían los rizos que me había hecho mi madre con el rizador, no importaba. Ella también se alegraba al verme bailar bajo la lluvia. Nunca se le habría pasado por la cabeza regañarme por eso.
—Las plantas también recogen el agua —decía—. Así crecen mejor.
A veces me despertaba por la noche para mirar las tormentas por la ventana. Me gustaba oír el ruido de los truenos que se iban acercando cada vez más, el estruendo del viento y la fuerza torrencial de la lluvia. Las paredes de nuestra casa eran tan antiguas y gruesas que daba la impresión de estar en un barco en medio de las olas.
Y tenía sentido, porque la granja en la que vivíamos estaba construida con pequeños ladrillos que habían llegado hasta la costa tras un largo viaje por mar como lastre de un barco inglés en tiempos de George Washington. Cuando la compramos estaba en pésimas condiciones, no tenía electricidad ni agua corriente y llevaba tanto tiempo abandonada que los niños del pueblo decían que estaba llena de fantasmas. Pero a mi padre se le daba muy bien arreglar las cosas.
«Esto es un trabajo para Lewis Earle», dijo. Y en poquísimo tiempo la arregló, poniendo cables, tubos y todo lo que se necesitaba para poder vivir cómodamente en ella.
Aun así, yo no pasaba mucho tiempo en casa. ¡Me parecía tan interesante todo lo que había fuera! La viña, el huerto, los árboles frutales, las caballerizas; todo estaba repleto de cosas por descubrir y explorar. Pero lo que más me gustaba seguía siendo un reino de agua, nuestro pequeño estanque.
—Mamá, ¿dónde está Sylvia? —preguntaba de vez en cuando mi hermano Skip, que se aburría de estar jugando siempre con Evan, nuestro hermano pequeño.
—Está fuera, ocupada con sus investigaciones —le respondía mi madre. Las llamaba así, «las investigaciones de Sylvia», como si yo fuera una estudiosa. Y es verdad que lo parecía, porque siempre llevaba un cuaderno y un lápiz para dibujar y tomar apuntes. Lo observaba todo y lo iba anotando todo: los movimientos de los saltamontes, la nervadura de las hojas de los árboles, la forma de las manchas de las mariquitas…
Mi madre me había dado permiso para usar los botes de cristal de la mermelada para conservar los objetos de mis investigaciones: insectos, renacuajos, larvas, semillas y todo lo que quisiera estudiar. Lo tenía todo muy bien ordenado en la encimera de la cocina. Era mi tesoro.
—¡Sylvia!
En aquel momento no podía contestar a Skip. Estaba en equilibrio sobre la rama de un árbol nudoso que se extendía sobre el estanque. A pocos centímetros de mí, sobre un tallo que sobresalía del agua, una libélula estaba empezando a transformarse. Ya había leído en una enciclopedia cómo era la metamorfosis de las libélulas, pero era la primera vez que tenía la suerte de ver tan de cerca un acontecimiento como ese. Tenía que quedarme muy quieta y en silencio, o lo estropearía todo.
—¡Sylvia, mira lo que he encontrado! ¡Es un insecto nuevo para tu colección! Pero ¿qué haces ahí arriba?
Moví un poco la mano, esperando que Skip entendiera que no debía acercarse.
—¡Ya voy!
No solo no lo había entendido, sino que había creído que le estaba pidiendo que se acercara y se subió a la rama conmigo. Antes de que me diera tiempo a detenerlo, la rama decidió que aguantar a dos naturalistas juntos era demasiado, por lo que se quebró con un ruido seco. Y acabamos todos en el agua: Skip y yo, la rama y puede que la libélula.
Cuando entramos en casa empapados, mi madre ya estaba esperándonos en la puerta con dos toallas y ropa seca.
—A ver si adivino cuántos botes más voy a tener que poner en la encimera de la cocina después de esta nueva hazaña —dijo riéndose.
De vez en cuando venía a vernos la tía Maisie. Yo la quería mucho, pero no se parecía en nada a mi madre. Una vez, mientras mi madre y yo estábamos preparando una tarta en la cocina y ellas charlaban, de pronto mi madre dijo:
—Maisie, ¿me puedes pasar la mermelada de manzana, por favor?
La tía Maisie se acercó al alféizar de la ventana y soltó un grito.
—¡Pero ¿qué es eso?! —balbuceó asqueada al tiempo que levantaba uno de mis botes con dos dedos.
—Desde luego, no es mermelada de manzana —respondió mi madre ahogando una carcajada.
—Es una salamanquesa —contesté. Me parecía evidente.
—¿Una salamanquesa? Alice, pero ¿qué dices? ¿Cómo dejas que tu hija tenga animales como este en la cocina?
—Los animales están por todas partes, Maisie. La naturaleza está en todas partes. De todas formas, creo que puedes dejar ese bote ahí porque no tenía previsto poner una salamanquesa en la tarta. No lo pone en la receta.
Mi madre fue la que me enseñó las pequeñas maravillas de la naturaleza. Nunca perdía ninguna oportunidad para pedirme que me fijara en los arabescos de las alas de las polillas, la agilidad de un pato en el agua o la habilidad con la que una araña tejía su telaraña. Lo que a los ojos de otros adultos habría podido resultar insignificante o incluso repelente, ante la mirada entusiasmada de mi madre se transformaba en un espectáculo único que nosotros teníamos el privilegio de admirar.
Mi padre trabajaba como electricista en una fábrica. Como hacía el turno de noche, durante el día tenía mucho tiempo libre y solía salir a dar paseos por el campo con mis hermanos y conmigo. Nos enseñaba a cuidar de Tony y Minnehaha, nuestros caballos. Se divertía tanto que parecía un niño.
Por lo demás, también pasaba mucho tiempo sola y no me disgustaba en absoluto. Con tanta vida a mi alrededor, ¿cómo iba a sentirme realmente sola?
Si os tumbáis en un prado, os concentráis en todos los ruidos y movimientos que notáis a vuestro alrededor y os quedáis quietos como una piedra, sin moveros ni siquiera cuando un mosquito o una hormiga caminan sobre vuestro brazo, os daréis cuenta de que os encontráis entre una multitud de criaturas ocupadas en actividades curiosas y fascinantes.
Por lo menos, eso es lo que me pasaba a mí.
En la naturaleza que me rodeaba encontraba muchas cosas que había leído de noche en la enciclopedia. Solía leer a escondidas, ya que durante el día no había horas suficientes para hacer todo lo que quería. Por eso me levantaba en plena noche, mientras los demás dormían. Como mis hermanos y yo dormíamos en el mismo cuarto y no quería despertarlos, me hacía un ovillo debajo de las sábanas y usaba una vieja linterna de mi padre para iluminar las páginas. Era difícil dejar de leer, porque cada vez que pasaba una página, me esperaban más sorpresas en la siguiente.
—Mamá —preguntó Evan un día cuando estábamos desayunando—, ¿por qué Sylvia se hincha tanto cuando duerme?
Mi madre me lanzó una mirada interrogativa y yo me encogí de hombros.
—¿Qué quieres decir, Evan?
—A veces me despierto por la noche y veo que sus mantas están así de altas, como si fuera una montaña. ¿Es que cena demasiado?
Esta vez mi madre me miró mordiéndose el labio para no reírse y yo bajé la mirada hacia la taza de leche.
—No te preocupes, Evan. Sylvia tiene tantas ideas en la cabeza que por la noche tiene que incubarlas, como hacen las patas con los huevos. Quién sabe lo que saldrá de ahí un día u otro. ¿A que sí, Sylvia?
Mis padres no nos regañaban nunca. Por más travesuras que pudiéramos hacer, siempre estábamos seguros de que encontraríamos un abrazo o una palabra de alivio al volver a casa.
Capítulo 2. En la playa de Ocean City
Nuestros padres no tenían mucho dinero, pero siempre han hecho todo lo que han podido para satisfacer todas nuestras necesidades y deseos. Aunque la granja ya fuera un lugar maravilloso, todos los veranos íbamos de vacaciones a Ocean City, una pequeña ciudad que está cerca de Paulsboro, a orillas del océano Atlántico.
Conforme el coche se iba acercando a la costa, el océano salía a recibirnos. Al principio solo era un olor que parecía estar a punto de saltarnos encima mientras mi padre conducía a través del pinar, como si se hubiera quedado atrapado entre las ramas de los árboles. Viajábamos con las ventanillas bajadas, y yo cerraba los ojos y dejaba que el aire me despeinara, esperando capturar aquel olor respirando profundamente. Luego llegábamos a las dunas, que en aquellos tiempos eran tan altas que ni siquiera se veía el mar. Mientras hundíamos los pies desnudos en la arena, ya oíamos el rugido del océano cada vez más fuerte. Empezaba como un murmullo de fondo hasta que se convertía en una especie de enorme respiración rítmica. Y en cuanto pasábamos las primeras dunas, lo veíamos: el océano se extendía ante nosotros.
La inmensidad de aquella masa de agua era tan poderosa y solemne que me dejaba sin respiración. Aunque ya lo conociera, cada vez que volvía a ver el océano me quedaba un momento sin palabras, como hechizada. No me daba miedo, pero sí que me inspiraba un profundísimo sentido de respeto, como si fuera una divinidad benévola y misteriosa.
Pero enseguida nos entraban unas ganas irresistibles de correr hacia la orilla, echando una carrera para ver quién llegaba antes.
—¡A que no me coges! ¡A que no me coges!
—¡Eh, no vale! ¡Espera a que me quite los zapatos!
—¡Mira! ¡Allí! ¡Los delfines!
A veces los veíamos pasar. Cuando saltaban, aparecían y desaparecían sobre la superficie del agua como si estuvieran bordando el mar. Estaban tan lejos que ni siquiera se nos ocurría pensar que pudiéramos llegar nadando hasta ellos. Por eso, para nosotros los delfines eran como un lejano espejismo que nos recordaba que pasaban muchas más cosas entre las olas del océano de las que podíamos ver o alcanzar nadando.
La playa me ofrecía todo un universo nuevo para mis investigaciones. Aun sin tener en cuenta a los delfines, había muchas otras criaturas que observar, por lo que me pasaba horas y horas ocupada.
—Te dije que te taparas el cuello con la camiseta —protestaba mi madre mientras me apoyaba suavemente una toalla fría sobre la piel quemada—. De tanto ir por ahí mirando hacia abajo, te has achicharrado.
—Pero, mamá —me quejaba—, necesitaba la camiseta para llevar las conchas. ¿Has visto cuántas he encontrado?
—Sí, sí, lo he visto. Si sigues así, te llevarás a casa media playa, pero les dejarás la piel a las gaviotas.
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