Un pingüino en Trieste - Chiara Carminati - E-Book

Un pingüino en Trieste E-Book

Chiara Carminati

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Beschreibung

Una novela de crecimiento, valentía y libertad, en la Europa de la posguerra, donde la ilusión y la curiosidad de un adolescente desafían al miedo y al conformismo. Esta es la historia de Nicolò, un joven triestino, que con quince años decide dejar toda su vida atrás para ir en busca de su padre, un marinero que nunca regresó de África, después de la guerra. Desafiando la incertidumbre y los mareos que le provoca navegar, consigue un puesto entre la tripulación del Europa, un barco de once mil toneladas, y emprende rumbo hacia Sudáfrica con la disparatada idea de que su padre pueda estar vivo aún. A bordo, Nicolò descubrirá los sinsabores de su nueva independencia, el gusto agridulce del primer enamoramiento, el tesoro de la amistad y también los obstáculos que el odioso barman se empeña en ponerle día tras día. Además, conocerá y protegerá a un pingüino singular, polizón de la embarcación, al que dará el nombre de Marco y que más tarde tendrá una larga y honorable carrera en la ciudad de Trieste.Un pingüino en Trieste es una novela de aprendizaje y descubrimiento del mundo que, con estilo límpido y al ritmo del oleaje, entrelaza una crónica precisa de la Europa de los años cincuenta con una entrañable narración personal, divertida y llena de imaginación.

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Questo libro è stato tradotto grazie a un contributo del Ministero degli Affari Esteri e della Cooperazione italiano.

Este libro ha sido traducido gracias a la ayuda a la traducción del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Cooperación italiano.

Título original: Un pinguino a Trieste

© Giunti Editore S.p.A., 2021 / Bompiani, Florencia-Milán

www.giunti.it

www.bompiani.it

Realización editorial: SEIZ - Studio editoriale Ileana Zagaglia

Proyecto gráfico: Zungdesign

Ilustración de las páginas 2-3: The Penguin Line, de Marco Zung

Reproducción de los artículos del Giornale di Trieste por cortesía de Il Piccolo

© Archivio Corriere della Sera, por el artículo de la p. 223

Los editores originales declaran su disponibilidad a la regularización de los derechos de la imagen de la p. 56

© Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19942-04-3

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Agosto de 1950. La fuga

Verano de 1952. En Trieste

Febrero de 1953. La foto

Marzo de 1953. Salida

28 de noviembre de 1942. El relato

Mayo de 1953. Llegada

Verano de 1953. Tierra firme

5 de noviembre de 1953. La continuación

13 de octubre de 1954. Un año después

Unos años más tarde

Agradecimientos

 

 

Para mi amiga Franca,

que de pingüinos sabe un montón

 

Si hubiera nacido mujer, no habría embarcado.

No hay chicas en la tripulación. En general, hay pocas mujeres, solo algunas camareras. Dicen que las mujeres a bordo traen mala suerte, aunque no sé si será por este motivo.

Cuando vivía en Lussino, mi abuelo nos llevaba a pescar en su barca y decía que mi prima Anita se las apañaba mucho mejor que yo en el mar. Y tenía razón. Ella siempre parecía sentirse a gusto a bordo, mientras que yo solía pasarlo mal, entre otras cosas porque me mareo. Una vez estuve a punto de volcar la barca, y si no hubiera estado mi prima para quitarme de las manos el cabo y soltar la vela, estoy seguro de que habríamos acabado todos en el agua, incluidos los pargos que habíamos pescado.

Además, ahora que lo pienso, fue también gracias a una mujer que la barca de Piero Piccini no saltó por los aires, cuando nos marchamos de Lussino.

Así que no sé si las mujeres a bordo traerán mala suerte a los demás, pero a mí diría que no.

Lo de los mareos es difícil de ocultar. En el agua, mientras se trate de nadar, no hay quien me gane; pero cuando me subo a una barca, no hace falta mucho para que me entre la sensación de tener una anguila viva en el estómago. Nunca se lo he dicho a nadie. Es más, cuando fui al médico para la libreta de navegación marítima, no dudé un segundo en mentir. Necesitaba embarcar, necesitaba marcharme.

—¿Fobias? ¿Alergias? ¿Naupatía? —me preguntó el encargado del reconocimiento médico. Sacudí la cabeza—. Naupatía…, ¿mareos? —volvió a preguntar.

Le parecía raro que supiera el significado de aquella palabra, pero lo cierto es que la conocía perfectamente. La había leído en un periódico en el que aparecía el anuncio de un fármaco contra los mareos. Y me había adueñado de ella, como si de una camisa hecha a medida se tratara, dando nombre a la anguila que se agitaba en mi estómago.

—No, señor. Nada de mareos —le respondí lo más tranquilo que pude.

—Bien. ¿Cuántos años tienes?

—Quince.

Comprobó mi documentación.

—Nicolò D’Este —leyó—. ¿Eres triestino?

—Soy de Lussino, señor. Pero ahora vivo en Trieste.

Se apoyó en el respaldo.

—¡Lussino! —sonrió con aire complaciente—. Muy bien. Tierra de navegantes.

Mi abuelo era pescador, mi padre trabajaba en un barco de vapor y mi prima Anita se sentía como en casa en cualquier cosa que flotase. Tierra de navegantes. En cuanto a mí, habría hecho mejor en quedarme con los pies en aquella tierra en lugar de subirlos a una barca. Conque imagínate a un barco.

Sin embargo, esto fue lo que pasó: estábamos a primeros de marzo de 1953 y poco tiempo después acabé embarcando para la Lloyd Triestino en la motonave Europa, once mil toneladas, velocidad de veinte nudos, destino Sudáfrica.

Agosto de 1950La fuga

Me había marchado de Lussino hacía tres años: una eternidad. Si lo pensaba, parecía como si mi vida en la isla perteneciera a otro, a un niño con pocas preocupaciones y mucha libertad, una vida de chapuzones en el mar y largas carreras, de competiciones con amigos y de agujas de pino que la bora1te ensartaba en el pelo. A pesar de la guerra, a pesar de los bombardeos.

Después, en 1945, cuando la guerra había terminado en el resto de Italia, para nosotros había dado comienzo otra, esta vez sin ataques aéreos, sin carros armados y sin cañones: una vez que se hubieron marchado los alemanes, a Lussino llegaron los partisanos yugoslavos, y la vida empezó a no resultar nada fácil para los italianos. Casas, tiendas y astilleros eran confiscados o requisados. La gente era arrestada sin ningún motivo, y a veces desaparecía como por arte de magia. Por nada se te declaraba «enemigo del pueblo».

Muchos se fueron. Mi abuelo se negó a marcharse.

«No quiero que se lleven mi casa, mi barca y todo lo demás, aprovechando que nos hemos ido —decía—. Hasta que se diga lo contrario, seguimos en Italia. Y seguimos siendo italianos».

Pero dos años después, Lussino pasó oficialmente a formar parte de Yugoslavia. Los abuelos aguantaron un tiempo, con la esperanza de que algo mejorara, pero en la isla había cada vez más miseria, y el régimen yugoslavo no era precisamente indulgente con los italianos. En el colegio se empezó a hablar en croata. Dejamos de ir al colegio.

Llegados a ese punto, el abuelo decidió que tenía que marcharme, solo y a escondidas.

—Nosotros somos viejos, y esta es nuestra tierra —me dijo—. Pero tú tienes doce años, tienes derecho a un futuro mejor y a retomar tus estudios. Irás a Trieste. Te marcharás en la barca de los Piccini, que zarpan el martes por la mañana, al amanecer. En Trieste te espera tu tío Franco, ha dicho que está dispuesto a alojarte. Así podrás continuar el colegio en italiano y terminar los estudios.

¡Trieste! La había visto solo en fotos en el periódico. Era una ciudad, una ciudad de verdad. Pero un pensamiento me traspasó como una cuchilla:

—¿Y papá? ¿Y si vuelve y no me encuentra?

El abuelo se puso a limpiar una grieta de la mesa con la punta de un cuchillo. Luego suspiró.

—Tu padre… Cuando vuelva, le diremos que estás con su hermano, a salvo.

La última vez que había visto a mi padre yo era pequeño, no me acordaba nada de él. Había empezado a trabajar como marinero en el barco de vapor Colombo cuando yo tenía un año. Al estallar la guerra, su barco se encontraba en África y él había sido capturado por los ingleses junto al resto de la tripulación. La última carta había llegado desde un campo de prisioneros en Eritrea. Luego la guerra había terminado, los prisioneros habían sido liberados y poco a poco habían ido volviendo a sus países. Él todavía no, y habían pasado ya cinco años. Pero, aun así, yo seguía esperando que en cualquier momento volviera a aparecer.

—¿El tío Franco podría tener noticias de mi padre?

El abuelo examinó durante un buen rato la punta del cuchillo.

—Puede que sí —dijo, aunque seguía sin mirarme a la cara.

Me agarraba con las manos a la mesa como las lapas a las rocas, mientras digería sus palabras. Los abuelos eran mi familia, y se me hacía raro marcharme sin ellos. Tenía que ir a vivir con un desconocido, en una sociedad desconocida. Pero la idea de Trieste me alegraba el corazón: si mi padre volvía, seguramente lo enviarían a Italia, antes que a Lussino. Y aunque en aquel momento Trieste no fuera Italia, era igualmente un gran puerto al que mi padre podría llegar con facilidad.

Iría a Trieste en barca. ¡Un auténtico viaje por mar, como nunca antes había hecho! Ante esta idea, la anguila de mi estómago se sobresaltó. Traté de ignorarla.

—Y recuerda lo más importante, Nicolò: no tienes que contárselo a nadie. Desde el punto de vista de los yugoslavos, te estás escapando. Si alguien se entera, nos metemos en un lío.

El primer día de viaje fue todo bien. Me había colocado en medio de una montaña de paquetes que alguien había confiado a los Piccini para que los llevaran a Trieste. Llevaba conmigo solamente un bolso, en el cual había metido lo único que tenía de mi padre: un pingüino de madera que me había tallado él mismo a mano. Era blanco y negro, con la barriga lisa de tanto acariciarla, porque de pequeño tenía la costumbre de pasarle una y otra vez el pulgar para quedarme dormido.

Además de los dueños de la barca, a bordo iba un chico mayor que conocía de vista. Se llamaba Luigi. Echaba una mano a Piero sujetando el timón, pero tenía la mirada siempre puesta en el mar, y fumaba un cigarrillo tras otro.

—¿Esperas a alguien? —le pregunté.

El chico posó su mirada en mí, como si acabara de darse cuenta de que yo también estaba ahí, en medio de los paquetes.

—Espero que no —dijo casi como para sí mismo, sin quitarse el cigarrillo de los labios—. Tú estás yendo a Trieste a casa de tu tío, ¿no? ¡Bravo! Qué bonito viaje. Yo, en cambio, estoy escapando de verdad y, como me pesquen, se me cae el pelo.

—¿Te has metido en algún lío? ¿Has matado a alguien?

Tardó en responder. Seguía fumando y mirándome con cierta melancolía. Luego negó con la cabeza y apagó la colilla del cigarrillo, guardándoselo en el bolsillo con un resoplido.

—No he matado a nadie y no me gustaría tener que hacerlo. Los yugoslavos me han llamado para el servicio militar. Si me quedaba, me tocaba unirme a su ejército. A mi hermano le obligaron a enrolarse incluso cuando estábamos bajo dominio de Italia, y todavía no ha vuelto a casa. —Escupió al mar y luego concluyó—: Qué suerte tienes de seguir siendo niño.

Yo ya no era un niño. Y de todos modos, mi madre había muerto nada más nacer yo, mi padre estaba desaparecido en algún lugar de África y aquella barca me estaba alejando de la casa de mis abuelos, que era la única que conocía. Así que de suerte nada.

Los problemas llegaron el segundo día, cuando tuvimos que enfrentarnos al golfo del Carnaro para llegar a Istria. Habíamos partido con siroco y onda larga. Después el mar había empezado a picarse.

—¡Coge los rizos! —ordenó Piero a su mujer.

Noemi Piccini iba siempre en la barca con su marido. Era una persona discreta, que no llamaba la atención, pero era famosa por ser una buenísima navegante: se decía que en el mar tenía un sexto sentido que todos respetaban, empezando por su marido.

—Antes hay que atar a los chicos —respondió Noemi.

Se acercó a mí con un cabo, me lo pasó firmemente alrededor de la cintura y lo ató al mástil. Hizo lo mismo con Luigi y con su marido.

Mientras tanto, el viento había girado a bora y se había vuelto cada vez más fuerte. Había olas cuadradas que chocaban contra los flancos de la barca sacudiéndola de izquierda a derecha. Yo me mantenía agarrado a una caja de madera, con la anguila del estómago retorciéndose para salir.

—¡Hacia la Galijola! —gritó Piero a Luigi, señalando la silueta de un islote que despuntaba del agua—. Allí hay un embarcadero, ¡amarramos y esperamos a que pase!

Pero su mujer intervino:

—No, Piero. Nos quedamos en el mar. Es más seguro.

—¿Más seguro? —dijo Piero incrédulo.

—Las olas son demasiado fuertes. Si nos atamos al embarcadero, se romperán las amarras. ¡Nos estrellaremos contra las rocas!

—Noemi, yo no… —trató de decir Piero, pero Noemi arrebató el timón de las manos del chico, y la barca volvió a girar la proa hacia mar abierto.

Aquella noche, exhaustos pero vivos, desembarcamos en una bahía desierta al sur de Pola. Nunca me había sentido tan cansado: estaba empapado y flojo como las velas de la barca maltratadas por el viento. Y tampoco es que los demás estuvieran mucho mejor. En cualquier caso, estábamos en tierra firme, por fin.

Un par de horas más tarde, mientras barríamos los restos del fuego que habíamos encendido para la cena, llegó una barca a motor.

Luigi se puso de pie de un salto.

—¡La milicia! —exclamó con un grito ahogado, y corrió a esconderse entre las rocas.

Noté como me quedaba helado por el miedo a volver a enfrentarme a otro peligro sin tener fuerzas para ello.

Pero, afortunadamente, no se trataba de la milicia yugoslava: era gente de Susak que estaba yendo a Pola a buscar un dentista y para llegar a Istria habían hecho nuestro mismo trayecto. Sentí que aquel era el último borbotón de ansiedad que mi cuerpo podía soportar ese día. Dejé que los adultos siguieran hablando y me tiré sobre la arena caliente, apretando fuerte mi pingüino dentro del bolso. Antes de quedarme dormido, oí a los recién llegados contar que, cuando habían pasado por delante de la Galijola, habían visto el embarcadero de madera arrollado y destrozado por las olas.

—Hemos hecho bien en no resguardarnos allí —había murmurado Piero Piccini.

—Más que bien —había concluido el capitán de la barca de Susak—. Porque me temo que no seguiríais enteros: el islote de la Galijola está minado. Habríais saltado por los aires nada más atracar.

Aquella noche, Piero se quedó dormido abrazado a su Noemi.

Nunca había estado en Trieste. La cantidad de edificios, automóviles, ruido, barcas y personas que había en su costa era impresionante. Piero me acompañó a la dirección que le había dado el abuelo: una pequeña taberna no lejos de la costa, frecuentada por pescadores y gente de mar. Llamé a la puerta de la trastienda.

Si dijera que el tío Franco se alegró de mi llegada no estaría siendo del todo sincero.

Abrió la puerta, me vio, abrió los ojos como platos y volvió a cerrar la puerta.

Me quedé esperando un buen rato fuera, sin saber qué hacer, antes de que la puerta volviera a abrirse y el tío Franco, con un pañuelo mojado en la frente, me metiera en casa, farfullando excusas.

—¡Pero si eres Nicolò! Tienes que ser Nicolò. Menudo estúpido que estoy hecho, has llegado, no eres Alfredo, eres Nicolò, pasa, y perdona a este viejo chocho de tu tío, que no sabe ni…

En la penumbra de la casa, pequeña y con pocos muebles, brillaba en la mesa un vaso lleno de un líquido amarillo oscuro. El tío Franco cogió otro vaso, lo llenó de agua y limón y lo apoyó delante del suyo. Luego se sentó enfrente de mí para mirarme mejor a la cara. Sus ojos sobrevolaban mi rostro como moscas confusas.

—Eres clavadito a tu padre —dijo, frotándose la frente—. Te he visto ahí, en la puerta de casa, con su cara de cuando era niño, como si no hubieran pasado treinta años, dos guerras… y todo lo demás. Y he pensado que eras su fantasma. Disculpa. Tengo que dejar de beber, el alcohol me está pudriendo el cerebro. Es culpa suya, ¿ves?

Y diciendo esto, aferró el vaso y se lo ventiló de un trago.

El tío infundía respeto, porque era un hombre alto y gordo, y cuando hablaba su voz hacía tintinear los vasos. En realidad, tenía un corazón de oro, una mina de oro escondida bajo una montaña de carne, músculos y pelos. Trabajaba en la taberna todo el día, y no tenía familia, por lo que aquellas dos habitacioncitas en la trastienda eran más que suficientes.

Vivía solo e hizo falta un poco de tiempo para que se acostumbrara a tenerme por ahí. Los primeros días se sobresaltaba cada vez que hacía ruido.

—¡Ah, eres tú, Ráfaga! Pensaba que tenía ratones en casa —decía riendo.

Me había puesto ese apodo, Ráfaga, como si fuera un golpe de viento. De hecho, para él mi llegada tuvo que ser como una repentina ráfaga de bora que te gira la vela.

No tenía mucha experiencia con chavales. Estaba pendiente de que comiera y fuera al colegio, pero por lo demás no se ocupaba mucho de mí. Hasta que de pronto me dejó que lo ayudara en la taberna, una vez hubiera acabado los deberes. Quizá no fuera el lugar más apropiado para alguien de mi edad, pero a mí me gustaba estar con él, incluso más que con mis compañeros del colegio, y me gustaba quedarme escuchando las conversaciones de la gente que jugaba a las cartas, mientras limpiaba los vasos o tiraba los posos del café. Ya cuando el último cliente se había marchado, el tío Franco me hacía partícipe de sus ideas políticas: se encendía, golpeando el puño contra la mesa, y despotricaba contra los fascistas, los alemanes, los yugoslavos y cualquiera que tratara de poner a Trieste bajo una única bandera. «Recuérdalo siempre, Ráfaga: el triestino tiene en sus venas sangre exprimida de las vides de medio mundo. ¡Y no es sangre que se embotelle!», me bramaba a la cara atontada de sueño.

Y luego estaba Irma, la guapa, como la llamaba mi tío.

Irma vivía en una habitación del piso de arriba, que el tío le alquilaba por poco dinero. Tenía veinticinco años y trabajaba en una sastrería. Venía de un pueblito de campo, por la parte de Montona, y con su sueldo tenía que ayudar a su madre y a sus hermanos pequeños, que se habían quedado ahí. Pero se guardaba una parte para pagarse un curso de inglés, porque decía que, en la vida, cuantos más idiomas se sepan, mejor.

«Un solo idioma nunca es suficiente, Nicolò. Y donde nosotros vivimos ni siquiera dos», me decía siempre.

El tío Franco tenía razón, Irma era realmente guapa: esbelta como un lucio, con el pelo rubio y la piel blanquísima. Era justo lo contrario de mi tío, y, aun así, si los vieras juntos, apostarías que eran padre e hija, por cómo se comportaban.

Hacía casi un mes que estaba en Trieste cuando una tarde Irma me hizo un regalo: una carpetita llena de hojas azuladas con otros tantos sobres.

—Papel de carta —me explicó—. Así puedes escribir a tus abuelos de Lussino. Les hará mucha ilusión tener noticias tuyas y para ti será una forma de seguir un poco con ellos.

La cucharilla se me escapó de la mano y cayó en el café con leche. Estaba tan poco acostumbrado a recibir regalos que me quedé sin palabras. Me quedé mirando la carpetita, con la boca abierta.

—Gracias —murmuré.

Irma se echó a reír.

—¡Bebe, que se te enfría! ¿Dónde ha acabado mi cesta de costura?

Cuando se traía trabajo a casa, Irma cosía sentada a nuestra mesa y así me hacía compañía mientras yo calentaba la cena. Al tío Franco le daba miedo que estando solo pudiera liarla, como hacer que explotara la bombona de gas o algo por el estilo.

—¿No echas nunca de menos a tus padres? —Mientras cosía, Irma charlaba. O, mejor dicho, no es que charlara: generalmente, me hacía preguntas—. ¿No echas de menos a tus padres?

Irma me ayudaba con los deberes, me mandaba a hacer la compra, me enseñaba inglés, me recomendaba películas, me cortaba el pelo, me leía los periódicos, me cosía los pantalones, me despertaba por las mañanas. Miraba mi reflejo en la taza de café con leche y pensaba que, en poco tiempo, tanto ella como mi tío se habían convertido en mi familia. Una frágil, improbable y extravagante familia.

—¿Eh, Nicolò? ¿No echas de menos a tus padres?

Alcé la vista de la taza.

—Ni siquiera me acuerdo de ellos. Mi madre murió cuando yo tenía pocos meses, y a mi padre… no lo veo desde hace demasiado tiempo.

—¿Te pareces a él?

—El tío Franco dice que sí, pero yo no tengo ni una foto suya. Tengo solo este pingüino. Me lo hizo a mano cuando yo nací.

Le enseñé el pingüino de madera e Irma lo acercó a la lámpara.

—Qué mono —comentó. Lo dejó sentado en la mesa, cogió una aguja con hilo y retomó la costura.

—Irma, ¿tú crees que me parezco un poco al tío Franco?

—No —rio ella—. ¡Al menos tendrías que dejarte bigote! —Me puse rojo. ¿Se había dado cuenta Irma de que había empezado a afeitarme debajo de la nariz?—. ¿Le has preguntado a tu tío si tiene una foto de tu padre? Seguro que guarda alguna de cuando eran niños.

—Se lo he preguntado un montón de veces. Dice que tiene cosas suyas en una caja, pero que no sabe dónde la ha metido. Cada vez que le hablo de ella, sale con alguna excusa para no ponerse a buscarla.

—¿Tampoco él ha tenido noticias de tu padre, en todos estos años?

—No —respondí con la boca llena de pan y de café con leche—. La última carta que recibió desde África era de noviembre de 1942.

—Ocho años —dijo Irma.

Luego retomó su costura sin añadir nada más, concentrándose en el dobladillo de un par de pantalones. Yo sabía lo que le pasaba por la cabeza en aquel silencio.

—De todos modos, mi padre está vivo. Si no fuera así, alguien nos habría avisado de lo contrario —exclamé, disipando las dudas de Irma como hace la bora cuando barre el mar.

 

 

 

 

 

 

 

 

1La bora es un tipo de viento catabático, frío y seco, altamente cambiante, que sopla de norte a nordeste. Aunque es característico de Trieste, también sopla en otros puntos del mar Adriático, Grecia y Turquía. (Todas las notas son de la traductora.).

Verano de 1952En Trieste

Dos años pasan rápido, sobre todo cuando tu vida está densamente poblada.