La épica conquista de Genie Lo - Christian Yee - E-Book

La épica conquista de Genie Lo E-Book

Christian Yee

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Beschreibung

Genie es una chica de dieciséis años metódica y estudiosa que se esfuerza al máximo para conseguir ser admitida en una universidad importante que la ayude a salir de los suburbios donde vive. Un día aparece Quentin, un chico recién transferido a su escuela que dice ser el milenario Rey Mono de la mitología china, y quien asegura que Genie es una pieza clave —y poderosa— en su futuro. Genie no está dispuesta a creer las locuras de ese guapo y musculoso muchacho, pero cuando su poblado es atacado por demonios terribles que han escapado del mismísimo Infierno, no le queda más remedio que aceptarlo. El destino de sus amigos, su familia y todo lo que conoce dependen de que ella invoque un poder con el que sería capaz de atravesar con sus puños las mismas puertas del Cielo. Pero cada segundo que Genie invierta en conocer el secreto de su verdadera naturaleza pone en peligro las vidas de sus seres queridos. Y eso sin contar que cada vez que está cerca de Quentin, todo puede estallar por los aires.

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Para Abigail

1

No manejé el asalto tan bien como podría haberlo hecho. Habría sabido qué hacer si hubiera sido la víctima. Entregar todo en silencio. Alejarme lo más rápido posible. Ver al ladrón directamente a los ojos si me encontraba acorralada. En la escuela, pasé el seminario opcional de defensa personal para chicas Fuertes y Seguras con todos los honores.

Pero nunca nos dijeron qué hacer cuando te encuentras a seis hombres mayores dándole una paliza a un muchacho de tu edad a plena luz del día. Era un martes por la mañana, por el amor de dios. Yo iba camino a la escuela, el chico estaba en el suelo y los asaltantes lo estaban pateando como si sus vidas dependieran de ello. Ni siquiera intentaban tomar su dinero.

—¡Aléjense de él! —grité. Balanceé mi mochila por la correa como un lanzador de martillo olímpico y la arrojé al grupo.

El resultado no fue exactamente digno de una medalla de oro. La mochila, cargada con mis libros escolares, se quedó corta y sólo se posó bajo uno de los zapatos de los asaltantes. Todos se volvieron para mirarme.

Mierda.

Debería haber intentado huir, pero algo hizo que me quedara congelada en mi sitio: los ojos del chico. A pesar de que había recibido una paliza que debería haberlo dejado sin sentido, sus ojos estaban perfectamente claros mientras se clavaban en los míos. Me miraba como si yo fuera lo único importante en el mundo.

Uno de los hombres arrojó su cigarrillo al suelo y dio un paso en dirección a mí, ajustando su gorra de camionero de una manera particularmente amenazante.

Mierda, mierda, mierda.

Eso fue todo. El chico dijo algo, sus palabras se perdieron en la distancia. El hombre se estremeció como si no pudiera creer lo que estaba escuchando, y se volvió para reanudar la brutal paliza.

Finalmente, mis piernas recordaron para qué servían. Escapé. Debería haberme preocupado de que el asalto y la embestida se convirtieran en un franco homicidio, pero seguí adelante sin mirar atrás. Estaba demasiado asustada.

Lo último que vi de ese chico fueron sus dientes blancos y relucientes.

* * *

—En primer lugar, ni siquiera deberías haber intervenido —me dijo Yunie en el salón de clases—. Él estaba con ellos.

Levanté la cabeza del escritorio.

—¿Qué?

—Sólo se trataba de una iniciación de pandillas. Los miembros más viejos inician a los nuevos golpeándolos hasta casi matarlos. Si él te sonrió todo el tiempo, fue porque se sentía feliz de conseguir estar dentro.

—No creo que haya pandillas que merodeen por la ruta para paseaperros de Johnson Square, Yunie.

—Te sorprenderías —dijo mientras pasaba el dedo sobre la pantalla de su teléfono para revisar sus mensajes—. Algunas áreas más allá de la farmacia tienen muy mala fama.

Quizá tenía razón. En la burbuja de la Preparatoria de Santa Firenza resultaba fácil olvidar que nuestro pueblo no era muy próspero. En realidad, una escuela competitiva era lo único que tenía a su favor. Para nada éramos como Anderton o Edison Park o cualquiera de los otros barrios ricos del área de la Bahía, en donde vivían las familias de capital de riesgo y ejecutivos de tecnología.

Por otro lado, ese chico no podría haber sido un pandillero. Ése no es el tipo de detalle en el que te centras en el calor del momento, pero mirando hacia atrás, me di cuenta de que estaba usando harapos. Como un mendigo.

Puaj. Me encontré con un grupo de imbéciles atacando a patadas a un mendigo sin hogar y no pude hacer algo para detenerlos. Gruñí y dejé caer mi frente sobre el escritorio otra vez.

—Azótate un poco más —dijo Yunie—. Le dijiste lo que había pasado a un maestro en cuanto llegaste a la escuela y pasaste toda la mañana dando tu informe a la policía, ¿cierto?

—Sí —murmuré con la cabeza gacha—. Pero si no fuera tan idiota, podría haber llamado a la policía allí mismo —las faldas de nuestros uniformes no tenían bolsillos, así que, por supuesto, llevaba mi teléfono en la mochila. Es decir, lo habría tenido si no la hubiera arrojado.

Recuperar mis apuntes de las clases avanzadas tomaría bastante. Mis armas secretas, todos los exámenes de práctica por los que había perseguido a mis maestros hasta que me los entregaron, se habían perdido. Estudiar por cualquier método que no fuera el de recuerdo activo era para tontos.

Y mis libros de texto. No estaba segura de cuál era la política de la escuela sobre los reemplazos. Si el costo recaía sobre mí, probablemente tendría que vender sangre.

Pero aunque nunca lo admitiría, ni siquiera con Yunie, lo que más me dolía no había sido perder mi teléfono o mis notas. Eran los pendientes de oro falso que había fijado en los tirantes de la mochila. Los que papá me había comprado en Disneylandia, aunque yo era demasiado joven para que me hicieran las perforaciones en aquel entonces, demasiado pequeña para recordar gran parte del viaje.

Nunca los volvería a ver.

El timbre sonó. Algo pesado cayó a un lado de mi cabeza, y me enderecé de golpe.

—¡Hey, idiota! —grité—. Eso podría haberme golpeado en la… ¿eh?

Era mi mochila. Con todas mis cosas dentro. Los pendientes de Minnie sanos y salvos.

La señora Nanda, nuestra maestra principal, estaba en pie junto a su escritorio y golpeó su pisapapeles de Educador del Año para llamar nuestra atención, cortando el aire como el martillo de un juez. Su agradable cara redonda lucía aún más alegre y vivaz de lo habitual.

—Grupo, me gustaría presentarles a un nuevo estudiante —dijo—. Por favor, den la bienvenida a Quentin Sun.

Santo cielo. Era él.

2

—Saludos —dijo con acento espeso, pero su voz sonó fuerte y clara—. Ya llegué.

Había hecho mi mejor esfuerzo para describir a este tipo a la policía. Me presionaron mucho para que les diera más detalles, ya que al parecer éste no había sido el primer asalto en grupo de las últimas semanas.

Pero había dejado a los oficiales Davis y Rodríguez decepcionados: unos ojos bonitos y una sonrisa ganadora no eran una gran pista. Estaba demasiado alterada para fijarme en nada más, lo que significaba que ésta era mi primera mirada decente al chico sin encontrarme bajo la influencia de la adrenalina.

Y entonces, un par de cosas…

Uno: era bajo. Es decir, realmente pequeño para un chico. Me sentí mal porque mi cerebro se fijara en eso primero, pero él ni siquiera alcanzaba la estatura de la señora Nanda.

Dos: estaba bien, físicamente. No entendía cómo alguien podría estar en pie después de semejante paliza, pero aquí estaba él, ileso, intacto. Me sentí aliviada y perturbada al mismo tiempo cuando me di cuenta de que no había un solo rasguño en él.

Y su excelente condición acababa de hacer que el Punto Tres fuera aún más obvio. Él estaba… dios.

Nada bueno podría venir de nuestro nuevo compañero de clase siendo tan guapo. Era destructivo. Retorcido. Como si fuera un arma. Tenía los pómulos y la afilada mandíbula de una estrella pop, pero sus espesas cejas y su cabello salvaje y descuidado le concedían un aire de robustez natural que ningún cantante mimado podría conseguir jamás, ni tras un millón de años de maquillaje.

—Arg, mis ovarios —murmuró Yunie. Ella no era la única, a juzgar por las suaves oleadas de suspiros que venían de alrededor.

—¿Llegaste de dónde? —preguntó la señora Nanda.

Quentin la miró divertido.

—¿De China?

—Sí, pero ¿de dónde exactamente? —añadió la señora Nanda, haciendo todo lo posible para hacer evidente su sensibilidad a las diferencias regionales. De Fujian, Taiwán, Pekín, ella nos había enseñado todo eso.

Él sólo se encogió de hombros.

—Las piedras —dijo.

—¿Te refieres a las montañas, cariño? —dijo Rachel Li, abanicando sus pestañas desde la primera fila.

—¡No! Yo no hablo mal.

El grupo rio. Pero nada de lo que había dicho era incorrecto, técnicamente hablando.

—Cuéntanos un poco sobre ti —dijo la señora Nanda.

Quentin sacó su pecho. La camisa blanca abotonada y los pantalones negros del uniforme para chicos de nuestra escuela hacían que la mayoría parecieran conductores de limusina. Pero en él, la confección barata sólo resaltaba su excelente musculatura.

—Soy el mejor de mi clase —dijo—. En este mundo no tengo igual. ¡Soy reconocido por miles en tierras lejanas, y nadie puede dejar de declararme rey!

Hubo un momento de silencio y balbuceos antes de que estallaran las carcajadas.

—Bien… mmm… todos somos grandes triunfadores aquí, en la Preparatoria de Santa Firenza —dijo la señora Nanda tan cortésmente como pudo—. Estoy segura de que te integrarás bien.

Quentin inspeccionó el estrecho salón de clases color beige con mirada fría. Para él, los otros veintidós estudiantes que reían eran simples peones para quienes se había perdido su importante mensaje.

—Basta de perder el tiempo —espetó—. Llegué a estos mezquinos salones sólo para reclamar lo que me pertenece.

Antes de que nadie pudiera detenerlo, saltó sobre el escritorio de Rachel y pasó sobre ella al siguiente, como si Rachel no estuviera allí.

—¡Hey! ¡Quentin! —dijo la señora Nanda, agitando frenéticamente sus manos—. ¡Baja ahora mismo de ahí!

El nuevo estudiante la ignoró y continuó avanzando por la fila de escritorios. Hacia el mío.

Todos los que estaban en su camino se inclinaron hacia un lado para evitar que los pateara. Estaban demasiado estupefactos para hacer otra cosa que no fuera servir de contrapeso.

Se detuvo en mi escritorio y se agachó, mirándome a los ojos. Su mirada me inmovilizó en mi asiento.

No pude voltear. Estaba tan cerca que nuestras narices casi se tocaban. Olía a vino y melocotones.

—¡Tú! —dijo.

—¿Qué? —chillé.

Quentin me dedicó una sonrisa absolutamente salvaje. Inclinó su cabeza como si fuera a susurrar, pero habló lo suficientemente alto para que todos lo escucharan.

—Tú me perteneces.

3

—Va a demandarte, Genie —dijo Jenny Rolston mientras nos cambiábamos en los vestidores—. Una vez que aprenda que así es como hacemos las cosas en Estados Unidos, encontrará un abogado.

Golpeé la puerta de mi casillero para cerrarlo, pero rebotó de inmediato: más de un año de malos tratos habían desprendido la cerradura. Tuve que usar el peso de mi hombro para cerrar la puerta gris, abollada para siempre.

—Hey, él se metió en mi cara —dije con la cabeza todavía enterrada debajo de mi playera.

—Sí, fue grosero y se comportó como un loco. Pero tú reaccionaste de una manera absolutamente desmedida. Tal vez esté ciego ahora.

—El Gran Joe, de Fuertes y Seguras, habría aprobado mis reflejos. Y el uso de mis pulgares.

Jenny suspiró.

—Si te suspenden por arrancarle los ojos a un estudiante de intercambio y me obligas a usar a una sustituta durante los regionales, te voy a asesinar.

Dejé que la capitana del equipo dijera la última palabra. Después de la doble dosis de situaciones desagradables del día, sólo anhelaba concentrarme en la práctica. Tenía cosas mejores de qué preocuparme que de un nuevo estudiante demente que se había aferrado a mí como un pato recién nacido. Amarré las cintas de mis zapatos deportivos, até mi cabello hacia atrás y me uní al resto de las chicas en la duela.

La amenaza de muerte de Jenny había sido un cumplido, más o menos. Yo había resultado fundamental para el repentino aumento de victorias del equipo de Las Tiburones de Santa Firenza en el último año y medio. Pero no era porque yo fuera la mejor atleta del mundo. No me engaño sobre las razones por las que he estado en el equipo titular de voleibol desde que era estudiante de primer año.

Soy alta. Ridículamente alta. Escandalosamente alta. Monstruosamente alta. Alta como una modelo, dice Yunie. Ella tiene permitido mentirme.

Jenny me había echado el ojo desde el primer día. No tuvo que torcerme el brazo para reclutarme; lo cierto es que puedo decir que ha sido un arreglo mutuamente beneficioso. Soy la líder de la liga en términos de bloqueos a pesar de que voy apenas en el segundo año, y probablemente pueda obtener la atención de algún entrenador universitario cuando llegue el momento de las admisiones. Al menos hasta que se dé cuenta de que tengo el saque de una morsa.

Lo único que no me entusiasma demasiado es que me llamen La Gran Muralla China. Pero, de nuevo, hay demasiados estudiantes asiáticos aquí para creer que se trata de un insulto de minorías. Además, estoy casi segura de que fue a uno de ellos a quien se le ocurrió.

Mis pies chirriaron contra la duela cuando tomé mi posición en la media duela. El tiempo pasó volando mientras sudaba, gruñía y clavaba los minutos en el sonoro gimnasio. Nuestra única audiencia, además de la entrenadora Daniels, eran los burdos murales de los atletas de deportes de otoño y primavera que cubren las paredes.

Al principio, sólo me uní a este equipo para parecer multifacética. No tenía el don de Yunie para la música, y necesitaba algunas actividades extracurriculares. Pero con el tiempo, me encantó el juego. Cuando la gente me preguntaba por qué, decía que había prosperado en cuanto al compañerismo.

En realidad, sin embargo, lo que me agradaba era derrotar personas. Sin ayuda de nadie.

Me gustaba arruinar los esquemas ofensivos cuidadosamente diseñados del otro equipo. Durante cinco sets a la semana, el mundo era injusto a mi favor. Y eso no sucedía muy a menudo fuera del gimnasio.

Estaba inspirada hoy, apoyando a las novatas que habían sido intencionalmente colocadas de mi lado. Hasta que lo vi parado en las gradas.

—¿Qué demonios? —dije—. ¡Sáquenlo de aquí!

—No puedo —dijo Jenny—. La práctica ya terminó y estamos en tiempo extra: ya no podemos reclamar el gimnasio. Sólo termina el entrenamiento.

Gruñí enojada y volví al punto para partido. Todavía podía sentir sus ojos ardiendo en la parte posterior de mi cabeza.

—Alguien tiene un admirador —dijo Maxine Wong desde el otro lado de la red.

—Cállate.

—Rachel me contó todo —dijo la chica cuya posición había tomado—. ¿Te pusiste como loca porque él quería pactar un matrimonio allí mismo en clase? Pensé que los inmigrantes ilegales estaban de acuerdo con ese tipo de cosas.

Mis ojos se agrandaron. El saque de mi lado fue golpeado y puesto para ella.

—¡Cállate! —grité cuando fui por el bloqueo.

Maxine no iba más allá de los juegos mentales. Era del mismo año que Jenny, pero cruzaba la línea con demasiada frecuencia con los estudiantes de primer y segundo año, al menos en mi opinión. No me caía bien.

Sus provocaciones funcionaron esta vez. Ella era mejor jugando e insultando al mismo tiempo que yo. Estaba desequilibrada y mi salto no fue suficiente. Ella obtendría el punto ganador…

—¡Hey! —gritó Maxine mientras aterrizaba con fuerza sobre su trasero. El balón la golpeó en la cabeza y rodó sobre la línea lateral.

—¡Caray, niña! —gritó Jenny desde atrás—. ¡Quiero ver eso a la hora del juego!

Miré mis manos, desconcertada. Podría haber jurado que no conseguiría ese bloqueo.

—Bicho raro —dijo Maxine, mientras se levantaba.

Eché un vistazo hacia las gradas. Quentin se había marchado.

Maldición. Ese imbécil me estaba desconcentrando tanto que me estaba metiendo en balance.

* * *

—Está bien, esto ha ido demasiado lejos —dije—. Cruzaste la frontera al territorio de los acosadores hace mucho. No me importa hablar con la policía dos veces en un día.

Quentin estaba acompañándome a casa. O al menos eso fue lo que pidió cuando salí de la escuela. Debí haberle dicho que se marchara en vez de darle el tratamiento silencioso. Ahora cualquier observador no iniciado pensaría que estábamos tratando de aclarar un malentendido como personas civilizadas.

—Adelante, llámalos —dijo—. Me dijeron que éste es un país libre.

Un momento, ¿su inglés había mejorado?

—No sé qué tipo de juego estás jugando —dije, acelerando el ritmo para que se quedara atrás y, con suerte, permaneciera allí—. Pero ya detén esto. No te conozco, no quiero conocerte. Que te haya encontrado cuando te estaban pateando el trasero no significa nada. Y de nada, por cierto.

Bufó.

—Fuiste de mucha ayuda. Ni siquiera le dijiste a nadie en la escuela que me habías visto golpeado, ¿cierto?

Gruñí frustrada. Había muchas cosas que quería preguntarle: ¿cómo se había curado tan rápido?, ¿qué le había pasado a su vieja ropa raída?, ¿cómo su discurso parecía fluctuar al azar entre el de un adolescente del área de la Bahía y un bardo confucianista? Pero no quería alentarlo.

—Sueñas con una montaña —dijo Quentin.

Me detuve en seco y di media vuelta. Estábamos completamente solos en la acera, una desvencijada cerca de madera nos acorralaba por un costado, y del otro lado de la calle había un lote vacío con más bicicletas abandonadas que césped.

—Sueñas con una montaña —repitió—. Verde y llena de flores Todas las noches, cuando duermes, puedes oler las flores de jazmín y escuchar el flujo del agua.

Dijo esto con verdadero drama. Como si estuviera acertando, forjando algún tipo de conexión entre nosotros.

Sonreí con sorna: no era así.

—Anoche soñé que estaba flotando en el espacio y mirando las estrellas —dije, satisfecha—, pero deberías seguir usando esa estrategia para ligar. Conozco al menos a un par de chicas en la escuela a las que les gustan estas cursilerías.

Quentin no respondió por un segundo. Aparentemente fui yo quien lo había derribado.

Y de pronto estalló en una gigantesca sonrisa de oreja a oreja. Bajo mejores circunstancias, habría sido maravilloso.

—¡Eso es! —dijo, saltando de emoción—. ¡Eso lo demuestra! ¡En verdad eres mía!

De acuerdo. Ese tipo de charla debía parar aquí y ahora. Inhalé profundamente para desatar un torrente de agresiones verbales y un repaso de los derechos de las mujeres durante el último siglo.

Pero antes de que pudiera darle lo que pedía, Quentin brincó sobre la cerca vecina, proyectándose más de metro y medio en un fluido salto con la misma facilidad con la que alguien tomaría la escalera eléctrica. Reía y ululaba y daba vueltas de carro hacia adelante y hacia atrás sobre los postes, balanceándose sobre una superficie que debía ser más estrecha que una hilera de monedas.

Mi cabeza comenzó a dar vueltas. Algo en su desinhibido despliegue hacía que me sintiera como si hubiera una luz brillando detrás de mis ojos, o como si estuviera recibiendo demasiado oxígeno. Sentí todas las náuseas que él debería estar sintiendo, dando vueltas de esa manera.

Él no era normal. Debía ser un gimnasta o practicante de parkour o algo así, como en esos videos en línea. Tal vez era un monje Shaolin.

No me importaba. Pateé la cerca con la esperanza de que cayera y se golpeara en la entrepierna, y corrí directamente a casa.

* * *

Unos minutos más tarde crucé la meta, en la entrada de mi casa, jadeando.

Me apresuré con las llaves, mientras mis manos se movían con más torpeza que de costumbre. El clic de la cerradura nunca había sonado más dulce. Por fin, por fin, me deslicé dentro y suspiré.

Sólo para encontrar a Quentin sentado a la mesa de la cocina, junto a mi madre.

4

Revisé detrás de mí como reflejo y estrellé mi rostro contra la puerta en el proceso.

—Genie —dijo mamá, tan radiante como si hubiéramos ganado la lotería—. Tienes visita. Un amigo de la escuela.

Señalé a Quentin mientras apretaba mi nariz.

—¿Cómo entraste?

Pareció desconcertado.

—Toqué la puerta y me presenté con tu madre. Hemos estado conversando algún tiempo.

Yo había tomado el camino más corto a casa y no lo había visto pasar. Dado que yo era una buena corredora, él debía haber avanzado como un murciélago escapando del infierno. ¿Cómo es que todavía le quedaba algo de aliento?

—Quentin es tan agradable —dijo mamá—. Me explicó cómo lo rescataste esta mañana. Vino a agradecer en persona —señaló una elegante caja de chocolates en la barra de la cocina.

—Tuve que averiguar tu dirección por ahí —dijo Quentin—. Por si te lo preguntas.

Me froté los ojos. Sentía como si estuviera volviéndome loca. Pero podría descubrir su pequeño truco de magia más tarde, una vez que se hubiera marchado.

—No sé cómo llegaste aquí antes que yo —dije a Quentin—. Pero lárgate.

—¡Pei-Yi! ¡Irrespetuosa! —estalló mamá.

Quentin hizo contacto visual conmigo. Tal vez pensó que me quedaría callada frente a mi madre en aras del decoro. Que el buen nombre de un chico era más importante que la seguridad de una chica. Si eso creía, estaba jodidamente equivocado.

—Madre —dije lentamente—, si bien esta persona parece ser un agradable joven por fuera, debo aclararte que me amenazó durante clases esta mañana. Él no es mi amigo.

Mi madre lo miró.

—¡Lo siento tanto! —gritó Quentin, con gesto afectado. Se puso en pie y bajó la cabeza—. Vine aquí para disculparme y explicar mi horrendo comportamiento.

—Me encantaría una explicación —dije—. Comenzando con lo que sucedió en Johnson Square.

—Eso fue un malentendido que se salió de control —dijo—. Esos hombres ni siquiera eran malas personas, sólo gente normal con la que intenté conversar. Pero accidentalmente los insulté a tal grado que intentaron darme una lección. Apenas puedo culparlos.

Fruncí el ceño. En ese momento, la golpiza parecía un poco extrema para un malentendido. Pero yo misma no había puesto la otra mejilla en clase. Supongo que él tenía la habilidad de irritar a la gente hasta el punto de la violencia.

—Después de que se fueron, recogí tu mochila, me limpié y la llevé a la escuela —dijo Quentin—. Sabía que ibas a la misma que yo porque reconocí tu uniforme. Fue sólo una afortunada coincidencia que me asignaran a tu clase en mi primer día —continuó—. Estaba tan feliz cuando vi a la persona que había salvado mi vida esta mañana que perdí la cabeza y volví a cometer el mismo error. Aprendí el idioma en libros, y todavía no sé cómo funcionan las cosas en Estados Unidos.

Mamá sollozó como si estuviera viendo el final de una telenovela.

—Lamento haberte hablado tan personalmente —dijo Quentin, con la voz quebrada.

Me mordí el interior de la mejilla. No estaba inclinada a creer ninguna de sus estupideces, pero las decía de una manera tan sincera que en verdad estaba considerando darle el beneficio de la duda. Tal vez sólo había sido una invasión, realmente incómodo y sin sentido, del espacio personal.

Fue entonces cuando el bastardo me guiñó un ojo.

Bien. Dos podrían jugar ese juego.

—¿Sabes qué sería genial? —dije, poniendo una expresión tímida—. Si pudiéramos invitarlos a cenar a ti y a tus padres. Permítanos darles la bienvenida a Estados Unidos.

Quentin levantó una majestuosa ceja negra.

Te tengo, idiota. Veamos si puedes manejar que arruine tu desquiciada historia con las verdaderas autoridades.

Si yo lograba que sus padres se enteraran de su comportamiento, no habría manera de que él saliera impune.

—Oh, qué adorable —dijo mamá, aplaudiendo—. Ésa es una maravillosa idea.

—Oh… de acuerdo —dijo Quentin, que parecía inseguro por primera vez—. Ellos también querrían agradecerles… supongo.

—Pero por ahora debes irte —dije—. Prometiste al club de ajedrez que saldrías con ellos para probar tu primera hamburguesa estadunidense.

—¡Sí! —dijo—. Estoy más interesado en esto de lo que tú piensas.

Mientras Quentin se calzaba los zapatos en el pasillo, mamá me jaló a un lado.

—Se amable con él —dijo—. No seas tan dura como eres siempre.

Puaj. Mi madre pertenece a la generación que cree en la bondad del hombre.

—¿Debería ser amable como tú? —pregunté—. Te pusiste de su lado sobre tu propia hija bastante rápido. ¿Te dijo exactamente lo que hizo en la escuela?

Ella me miró con tristeza.

—Es difícil llegar a este país —dijo—. Tú naciste aquí, nunca tuviste que experimentar eso. Por supuesto que va a cometer algunos errores —entonces sus ojos brillaron—. Además, es tan guapo. Y rico también, probablemente. Como un príncipe. Sé de esas cosas.

Puuuuuuuaaaaaaj.

Acompañé a Quentin hasta afuera, sobre todo porque quería asegurarme de que se largara de una vez y no se escondiera entre los arbustos o algo así. Una vez que cerré la puerta detrás de nosotros, lo miré hacia abajo.

—Escogiste a la chica equivocada para intimidar, imbécil.

—¡Dije que lo sentía!

—¡No, mentiste acerca de eso por mi madre! ¡Hay una diferencia!

—¿Qué? ¿Quieres que me humille delante de tu padre también? ¿Dónde está él? ¿En el trabajo todavía?

Al mencionar a mi padre, mis dientes se apretaron tanto que casi se convirtieron en arcilla.

—¡No tienes derecho a hablar con nadie de mi familia! —dije—. ¡No tienes derecho a nada que sea mío!

—¡No entiendo por qué estás tan enojada!

Coloqué fuertemente mi dedo contra su pecho. Fue como golpear una piedra.

—Eso no importa. No tienes derecho a mis pensamientos, emociones o cualquier otra parte de mi vida a menos que yo lo diga. Tú no vas a obtener de mí ni un pepino, y no me importa si lo entiendes o no. ¿Ming bai le ma, cretino?

Quentin abrió la boca para replicar, pero no pronunció palabra. Se quedó parado allí, sin poder dar la vuelta, como un automóvil con la marcha averiada. Podía leer su rostro tan claro como el día. Simplemente no podía creer que yo, un ser humano real, le estuviera hablando de esta manera.

Por fin, sólo hizo un gesto de decepción y se alejó.

Lo vi marcharse. Esperé hasta que se perdió en el horizonte.

La tensión en mi cuerpo se fue con él. Casi me derrumbo de alivio. Había sido desterrado, fuera de mi vista y de mi mente. Y esperaba que así fuera para siempre.

En ese momento recordé que estaba en mi clase, donde lo vería a diario.

5

Hace poco más de una década hubo alguna clase de onda cerebral, algún tipo de espasmo colectivo, algún bicho en el agua, que indujo a toda pareja asiática con una hija recién nacida en Estados Unidos a llamarla Eugenia. O Eunice. Algo con E-U. ¡En serio, estas dos vocales juntas tenían una tasa básica cercana a cero en la población más amplia y de pronto BUM! Una epidemia de Eu-monía.

Eugenia Park ha sido mi mejor amiga desde que hicimos un trato en segundo grado para dividir el nombre que ambas odiábamos con pasión. Ella se quedó con la primera parte y fue para siempre Yunie. Yo me quedé con la parte de atrás, Genie. Había incluso una tercera chica en nuestra clase a la que le habríamos ofrecido Eugie, pero resultó que no nos caía bien, así que no fue parte del trato.

—Me vas a odiar —dijo Yunie durante nuestra hora de estudio en el laboratorio de computación—, pero tengo que faltar al Lecturatón.

Hice una mueca.

—Tus hijos me servirán en el infierno por esto.

—Encontraré un reemplazo. Estoy segura de que habrá alguien que quiera levantarse supertemprano el sábado y lidiar con veinte gritones estudiantes de preescolar. Le diré…

—Espera un segundo.

Eché un vistazo detrás de mí a través del salón. Michael y sus lacayos estaban otra vez allí, apiñados alrededor de la estación de trabajo que Rutsuo estaba usando.

Rutsuo Huang era uno de los ultragenios de nuestra escuela, un prodigio de la programación que estaba muy por encima de los demás. Quiero decir, yo sólo había sido capaz de entender bien el curso introductorio de JavaScript. Pero Rutsuo había incursionado a través de las materias optativas de nuestra escuela en un semestre y, si él quisiera, tal vez incluso podría iniciar ya su propia empresa. También era dolorosamente torpe y tímido, y en la Preparatoria de Santa Firenza eso dice mucho.

Estaba trabajando en lo que debía haber sido un proyecto personal, ya que no le quedaban deberes. Pero de vez en cuando, mientras él escribía, Mike Wen o alguno de sus dos esbirros, ratas de gimnasio, se estiraba por encima de su hombro y presionaba un montón de teclas al azar en su teclado.

—Bup —dijo Mike cuando una serie de complejas frases se convirtió en un galimatías.

Ésta era quizá la forma de acoso más nerd jamás inventada, pero aun así, Rutsuo siguió esforzándose, sin decirles que se detuvieran, reparando su código una y otra vez. Casi podría asegurar que estaba molesto, pero no reclamaba. Y el maestro en turno había salido al baño.

—De cualquier forma, es porque estamos celebrando los resultados del examen de admisión para el colegio de medicina de mi prima —explicó Yunie—. Al parecer, lo hizo lo suficientemente bien como para que mi tía necesite obligar a toda la línea sanguínea a felicitarla.

—Bup —dijo uno de los tipos alrededor de Rutsuo.

—Creo que la única razón por la que mis padres van es para que puedan hacer lo mismo si gano mi concours —continuó Yunie—. Es como, bueno, gracias por la presión adicional.

—Bup.

No estaba escuchando. Golpeé la mesa con mis palmas mientras me ponía en pie para poner fin a eso.

Pero alguien más se me adelantó.

—Este juego parece divertido —dijo Quentin, con sus dedos apretados alrededor de la muñeca de Mike—. ¿Cómo se juega?

Mike intentó apartar su mano, pero estaba atrapado. Hubo un sonido audible como de roce de globos que prometía la madre de todas las quemaduras por fricción en el antebrazo de Mike cuando todo hubiera terminado.

—Atrás, enano —dijo con el rostro rojo. Pero ni siquiera con ambos brazos pudo lograr que Quentin lo soltara.

—¿Estoy ganando? —preguntó Quentin.

Uno de los amigos de Mike, John o algo así, lanzó un puñetazo a la cabeza de Quentin. Lo vi venir pero no pude intervenir lo suficientemente rápido.

Quentin giró la cabeza sólo lo necesario para evitar el golpe y atrapó el puño de John bajo su barbilla. No sabía cómo era eso posible, pero ya tenía aprisionado al otro chico, tan fuerte como Mike, usando sólo su cuello.

El tercero, cuyo nombre no pude recordar, también intentó golpearlo, pero Quentin levantó la pierna como un contorsionista y le apretó los dedos en la curva de la rodilla, con tanta fuerza que lo hizo aullar de dolor. Los cuatro estaban enredados como un pulpo humano. Por la forma en la que estaba extendido, debería haber sido Quentin quien gritara, pero se limitó a reírse de los retorcidos y chillones bravucones que había atrapado.

—Bup —dijo, presionando con fuerza la nariz de Mike con la palma de su mano libre.

—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó Androu cuando entró al salón.

No era un maestro pero era la siguiente mejor opción. Toda la escuela, incluso los punks como Mike y su equipo, respetaban a Androu Glaros.

Androu era un estudiante de último año, pero no era ni presidente del consejo estudiantil ni capitán de club alguno, sólo tenía un carisma natural que hacía que la gente lo escuchara, que lo admirara. He estado enamorada secretamente de él desde que me dio el recorrido para los nuevos estudiantes en mi primer día de escuela.

Hey, no es mi culpa. Es uno de los pocos hombres más altos que yo.

Androu era naturalmente una presencia imponente, su porte impecable y su mirada de acero le conferían el aire de un reportero mal disfrazado que siempre entraba y salía de las cabinas telefónicas cuando ocurría un desastre. Pero Quentin lo miró con tanta indiferencia como se podía.

—Estamos juntos teniendo momentos divertidos —dijo Quentin, regresando a su inglés de una manera que ahora sabía que era más que intencional—. ¿Te gustaría también?

—Oh, deja ya el acto de recién llegado, Quentin —espetó Androu—. Esto no es aceptable en ninguna parte.

La sonrisa de Quentin se mantuvo firme, pero se hizo un poco más rígida. Desenvolvió las extremidades de sus víctimas, que huyeron mientras escupían un montón de maldiciones. Nadie les hizo caso. Ni siquiera calificaron como un espectáculo secundario frente al épico duelo de miradas que estaba teniendo lugar.

—Llegas tarde a la escena —dijo Quentin—, pero de alguna manera eres rápido para el juicio.

—Sé lo que vi —dijo Androu—. Y oí lo que le hiciste a Genie.

Casi salté cuando escuché mi nombre. Si bien todos en la escuela se habían enterado sobre el primer día de Quentin, y habían pasado una buena semana apuntando sus dedos hacia mí y riendo, no pensé que Androu se preocupara lo suficiente para molestarse por ello.

—No me importa si te estás adaptando —dijo—. Intenta algo así de nuevo, y tendremos una charla con el director.

Con la última palabra en el aire, salió del escenario a la izquierda, para continuar su viaje hacia donde fuera que los heroicos chicos sensuales fueran durante la sexta clase.

Quentin puso los ojos en blanco y se volvió hacia Rutsuo, que había estado acurrucado en su silla todo el tiempo. Susurró algo al oído del chico y le dio un golpecito jovial en el brazo. Fue demasiado fuerte y casi lo derriba de su asiento, pero Rutsuo se sonrojó y sonrió.

Yunie miró a Quentin, y luego a mí.

—Ustedes dos son muy parecidos —dijo.

—Ni lo pienses.

—Voy para allá —dijo.

—¡Dije que ni lo pienses!

Muy poco podría evitar que Yunie obrara a placer. Fue directamente hacia Quentin y le tocó el hombro.

—Eso fue muy bueno de tu parte —dijo.

Quentin se encogió de hombros.

—Siempre he odiado a la gente como ésa.

—Sí, Mike y sus amigos son unos imbéciles.

—No —dijo Quentin—, me refiero al grandote con el cabello rizado.

—¿Cómo? ¿Androu?

—Sí —el rostro de Quentin se oscureció—. Bai chi como él se preocupan sólo por el orden, no por la justicia. Permitirían que el bandolerismo corriera libre justo frente a sus narices mientras nadie se queje.

Incluso Yunie tuvo dificultades para mantener la cara seria al respecto. Llamar a nuestros imbéciles de la escuela un grupo de bandoleros parecía una mejora que no merecían. Se esforzó por no reír y miró hacia el otro lado de la habitación.

—Lo bueno es que ahora tenemos un alborotador más por aquí —dijo.

Le mostré ambos dedos medios.

6

Despertar así de temprano en sábado apestaría en cualquier época del año, pero hoy era un día con una alta concentración de polen. Mis ojos ardieron con el hermoso clima de afuera, a pesar de que la ventana estaba cerrada. Exuberante follaje verde, brisa fresca, pájaros cantando: alergia apocalíptica.

Me senté y froté mi rostro hasta que mi habitación se enfocó. Había sido muy baja de estatura por demasiado tiempo. Aunque la mantenía limpia, estaba cubierta por una gruesa capa de baratijas de la primaria que nunca me molesté en desaparecer: proyectos de arte que en su mayoría eran sólo pegamento, muñecas con pésimos cortes de cabello, obras de ficción que abarcaban desde Dick y Jane hasta Grandes esperanzas.

Se podía haber cavado un núcleo glacial en mi habitación y señalar el momento exacto en que había dejado de preocuparme por cualquier cosa que no fuera escapar de ahí. Fue entonces cuando los libros de texto, los materiales de estudio adicionales y las lecciones complementarias se hicieron cargo del registro fósil, cuando el cometa golpeó a mi familia. Mi Chicxulub* personal.

En la ducha, las noticias del radio no prometieron respiro para el asalto a mis ojos. Los incendios forestales que se habían desatado sin control en las colinas al otro lado de la Bahía podrían enviarnos un acogedor abrazo de partículas en cualquier momento. El gobernador pedía un estado de emergencia debido a las condiciones de sequía. ¡California! Vaya paraíso.

Después de vestirme, me preparé una jarra de café y la bebí completa mientras preparaba mi almuerzo. Sabía que algunos de mis compañeros de clase no bebían café, pero yo podría reemplazar mi sangre con él. No era como si fuera a entorpecer mi crecimiento a estas alturas. Además, cualquier líquido mágico que te hiciera estudiar más duro era aprobado por mamá.

Tan lamentable como suena, esto no era diferente de mi rutina diaria. La única diferencia es que me alejaba de casa en otra dirección, hacia el centro del pueblo, en lugar de ir a la escuela.

No había ninguna diferencia en el paisaje. Las casas en esta parte del vecindario eran un caso crónico de una misma fachada. Cajas de ladrillo sin cocheras con jardines demasiado pequeños para hacer ángeles en la nieve. Y ésta era la parte más habitable del pueblo. El resto de Santa Firenza, hacia los complejos de oficinas, era una pradera de concreto y asfalto que asaba tus nervios ópticos bajo el resplandor que reflejaba. Claro que había algunos árboles, pero ellos no se comprometían. Ésta era una tierra caliente, llana y casi por completo carente de sombra.

Muy lejos del glorioso patio de recreo de reluciente aluminio y colores primarios en el que todos piensan cuando imaginan Silicon Valley. Esa imagen sólo se sostiene en los campus de las dos o tres compañías tecnológicas verdaderamente gigantes, islas solitarias a la deriva en un mar de realidad. El resto del área de la Bahía es, desafortunadamente, el área de la Bahía.

Lo único que tenemos aquí, más que los espacios verdes o el cambio de estaciones, es la educación. Y la devoramos tanto como podemos, en sus presentaciones baratas y caras, desde preescolares Montessori que cuestan una fortuna hasta colegios para niños en donde se paga por tutorías bajo la mesa. Lo que cada uno de nosotros puede pagar, en realidad. Llámenlo un efecto secundario de nuestra cualidad asiática, sea genética o absorbida por la proximidad.

Hoy estaba haciendo mi parte para perpetuar el ciclo de violencia con la siguiente generación. De cuando en cuando, la biblioteca cierra para el público en general y tiene un evento de todo el día para niños en el que los estudiantes mayores leen para ellos en voz alta. Los niños reciben puntos por el tiempo que permanecen y los libros que completan, y al final del año el ganador recibe no recuerdo qué. Un viaje al parque de diversiones Great United tal vez.

Los lectores, por otro lado, obtienen una gran placa de VOLUNTARIOS y TRABAJANDO POR LA COMUNIDAD.

Yunie y yo hemos estado participando en el Lecturatón desde que Ketki Pathpati se graduó y de manera extraoficial nos pasó la antorcha. Técnicamente, cualquiera puede ayudar, pero es como algo nuestro ahora. Ojalá lo hubiéramos inventado nosotras, las universidades nos habrían dado muchos más puntos por esto.

La señora Thompson, la bibliotecaria del pueblo, estaba esperándome afuera del edificio.

—¿No recibiste mi correo electrónico? —preguntó—. Tuvimos que comenzar media hora antes de lo habitual.

—No me llegó nada de usted —dije. Había revisado mis mensajes durante el desayuno.

La señora Thompson se golpeó la frente.

—Debo habérselo enviado sólo a Yunie.

—Voy a matar a esa chica. Lo siento mucho, señora Thompson. Los niños deben estar aburridos hasta la médula…

—En realidad, la están pasando bien —dijo alegremente cuando entramos—. Ella encontró un reemplazo maravilloso.

—¿Reemplazo? —pensé que Yunie sólo estaba bromeando, así que supuse que estaría sola hoy.

—Justo aquí —dijo la señora Thompson.

VOY A MATAR A ESA CHICA, pensé.

—¿Listos? —gritó Quentin debajo de la pila de niños que reían y gritaban—. ¡Uno, dos, tres!

Se puso en pie mientras los niños se agarraban a su espalda, colgaban de sus bíceps, se sentaban sobre sus hombros y usaban su cabello para sostenerse. Dio un ligero salto como si quisiera soltarse, pero ellos gritaban de placer y se aferraban con más fuerza. Él era más fuerte de lo que parecía.

—¡Roooaarggg! —gritó teatralmente, girando despacio debajo de la montaña de pequeños hasta que me vio—. Rooooaaaaa… Ah… Hola.

—Ha sido un tesoro —dijo la señora Thompson con adoración—. Nunca los había visto aceptar a alguien tan rápido.

—La maestra está aquí, pequeños simios —dijo Quentin—. Cálmense y vayan a sus lugares o si no, les abriré las cabezas y me comeré su cerebro.

Pensé que alguien tendría una objeción a eso, pero todos los niños rieron y se acomodaron en ordenadas filas a petición suya. Se dejaron caer sobre las mantas mohosas y los cojines en el suelo. Algunos seguían hablando y empujándose unos a otros.

—¡Conviértanse en piedra! —gritó Quentin, moviendo los dedos como si estuviera conjurando un hechizo. Los niños inmediatamente se enderezaron y cerraron la boca con intensa concentración, chupando sus mejillas y mordiéndose los labios.

Podrías decirme hipócrita, pero sinceramente no quería hacer una escena aquí, de entre todos los lugares. Decidí tolerar todo esto. Además, a los niños en verdad parecía gustarles. Los niños pueden detectar la maldad por su olor, como los perros, ¿cierto?

—¿Cómo conseguiste que se comportaran así? —susurré mientras me deslizaba en el banco del lector. Yunie y yo nunca habíamos podido controlarlos tan rápido.

—Control mental —dijo. Se sentó a mi lado y me alargó un libro—. Puedes comenzar a la hora que quieras, laoshi.

Eso fue un poco más respetuoso de lo necesario, pero como sea.

—Mi padre estaba comiendo su huevo —leí—. Mi madre estaba comiendo su huevo. Gloria estaba sentada en una silla alta y comía su huevo también. Frances estaba comiendo pan y mermelada.

—Ñamñamñam glup glup glup —dijo Quentin—. Bruuup.

Estaba a punto de fulminarlo con la mirada por haber perdido el mensaje, pero los niños reían y se revolcaban en sus asientos.

—“Qué huevo tan adorable”, dijo mi padre —continué leyendo—. “Es justo así como se debe comenzar el día”, dijo mi madre. Frances… ella no comió su huevo.

Quentin jadeó como si el destino del mundo estuviera en ese pequeño tejón comiendo su huevo. Los niños hicieron lo mismo.

Era como un espectáculo de títeres matutino. Sonreí a pesar de mí y continué.

—Frances cantó una pequeña canción…

Nos acoplamos en ese ritmo: yo leía palabra por palabra y Quentin añadía efectos especiales, sonidos de animales muy reales y otras cosas que mantenían a todos despiertos.

—¿CUÁN hambrienta estaba esa oruga? —gritó.

—¡MUCHO! —respondieron veinte voces infantiles.

Funcionaba. Era mucho más escandaloso de lo normal, pero mucho más divertido. Casi ni queríamos interrumpir para el almuerzo.

Los bibliotecarios condujeron a los niños hacia las pizzas que servían como soborno para traerlos aquí en primer lugar. Las mesas de pícnic fuera de la biblioteca estaban reservadas para los lectores, para brindarles un momento de paz.

Quentin se sentó en el otro extremo de la mesa cuando salí a almorzar. A lo lejos, me miró como diciendo: ¿Ves? Lo que querías.

—Tu amiga me pidió que la ayudara, sólo a ella —dijo—. No me dijo que tú estarías aquí.

Le creí. Sólo porque sabía cuánto disfrutaba Yunie trolearme cada que tenía oportunidad.

Me di cuenta de que él se encontraba con las manos vacías.

—¿No trajiste nada de comida? Esta cosa dura todo el día.

—No pensé en eso. Estaré bien.

Sí, claro. Podía jugar al duro todo lo que quisiera, pero lo vi echar una larga mirada a la fruta que yo había empacado.

—Hey —se la entregué—, sólo tómalo.

—¡Gracias! —levantó el regalo por un breve momento con ambas manos como un monje que aceptara una limusina—. Los melocotones son mi comida favorita en el universo. Pero éste se ve diferente… Le dio un mordisco y sus ojos se abrieron tan grandes como platos.

—Es un melocotón híbrido —dije—, una mezcla con ciruela o chabacano o algo por el estilo. ¿Te gusta?

—¡Es increíble! —murmuró en medio de continuas mordidas, mientras intentaba evitar que el jugo goteara por todas partes.

Lo observé comer, completamente absorto en su regalo. Fue lindo. De haber tenido cola, la habría estado moviendo como un cachorro.

Decidí que una pequeña charla era aceptable.

—Manejaste bastante bien a Mike y a su pandilla —dije—. ¿Dónde aprendiste wushu?

—No lo hice —dijo Quentin—. Nunca he tomado una sola lección de lucha, menos aún de artes marciales.

—¿Sí? ¿Qué hay sobre el cuidado de los niños? ¿También eso se te da de manera natural?

—Tengo un montón de primos y sobrinos pequeños que solía cuidar cuando regresaba a casa. Me gustan los niños. Estuve feliz de ser voluntario para esto.

Movió el hueso del melocotón en su mejilla como si fuera goma de mascar y me miró de manera acusadora.

—Por lo que pude deducir de tu amiga, sin embargo, ustedes dos sólo están haciendo esto para obtener acceso a un reino mágico llamado Harvard.

—Pufff, Yale también estaría bien.

No le gustó la broma. De hecho, se puso francamente serio.

—Me parece que ustedes están haciendo hasta lo imposible para complacer algunos insignificantes encargados burocráticos —dijo.

Reí. Nunca antes había escuchado que alguien describiera el proceso de admisión de esa manera.

—Así es como funciona el sistema —dije—. ¿Crees que me importan mis calificaciones sólo porque sí? ¿Crees que disfruto trabajando en mis ensayos sólo por hacerlo?

Su ingenuidad era extraña. Un estudiante de intercambio de China no debería estar tan desorientado. La mayoría de ellos sólo estaba aquí para mejorar su posibilidad de entrar en una escuela de primer nivel.

—Estoy haciendo esto porque no quiero ser pobre —dije—. No quiero quedarme en este pueblo. Quiero avanzar en la vida, y eso significa ir a la universidad. Y cuanto más prestigiosa sea, mejor.

Arrugué mi bolsa de papel y la arrojé al contenedor de reciclaje.

—Si tú eres un taizidang, como lo cree mamá, entonces no lo entenderás. Tal vez a ti te lo hayan dado todo.

Parecía decepcionado por mi respuesta.

—Espero que tengas mejor suerte con el sistema que yo —dijo.

Quentin tenía una expresión preocupada y distante en el rostro, como si recordara alguna terrible experiencia de hacía mucho tiempo en la academia. Debía haber ido a una de esas fábricas llenas de gente en donde los azotaban con ábacos. Quizás así era como su inglés parecía estar mejorando a un ritmo exponencial.

Suspiré.

—¿Quieres la mitad de mi sándwich? Es de jamón y queso suizo.

—Gracias —dijo—, pero soy vegetariano.

* * *

Nos quedamos mucho más de nuestro tiempo asignado. Al cierre del Lecturatón, había una multitud de padres tan cautivados como los niños a los que habían venido a recoger.

—George no dijo nada —leí—. Se sentía bastante tembloroso. Sabía que algo tremendo había tenido lugar esa mañana. Por un breve instante, él había tocado con la punta de sus dedos el borde de un mundo mágico.

—Fin —dijo Quentin. De alguna manera, el nivel de dificultad de los libros había aumentado a lo largo del día. Los dos nos levantamos e hicimos una reverencia ante la insistencia de la señora Thompson mientras todos aplaudían.

La sala comenzó a despejarse lentamente, los adultos se entretenían para hablar entre ellos y los niños corrían para disfrutar de sus últimos momentos de libertad.

—¿Qué tan pronto podríamos tenerlos a ustedes dos de regreso? —dijo la señora Thompson con una sonrisa—. Después de la actuación de hoy, estaría dispuesta a hacer esto cada semana.

Una adorable y pequeña angelita tiró de la pernera del pantalón de Quentin.

—¿Dónde está la chica bonita? —le preguntó la niña—. Deberías leer con la chica bonita en lugar de con ella.

—¡Beth! —suspiró la señora Thompson—. Tu madre te está buscando. Ya es hora de que te vayas —apartó a la niña de cabello rubio de la incómoda bomba que acababa de soltar.

Yunie y yo pasábamos tanto tiempo juntas que era natural que la gente se refiriera a nosotras como pareja. Y nadie estaba más convencida de que ella es más hermosa que yo. Es pequeña, esbelta… una belleza natural.

Y eso significa que yo… no.

Si ella es la pequeña, entonces yo soy la grande. Si ella es amigable y está en buenos términos con todos, entonces yo soy la ruda, con una lengua afilada y mal genio. Si ella es la atractiva, entonces, bueno, es bastante obvio lo que sobra.

—Sí… entonces, mmm… éste fue un arreglo de una sola vez —dijo Quentin.

—Vamos —dijo la señora Thompson—, si ustedes dos son tan buenos… —agitó sus dedos índices entrecruzados apuntando hacia él y hacia mí.

—¿Para el contraste cómico? —había demasiado filo en mi voz—. Sí, somos como el Gordo y el Flaco. La veré el próximo mes.

Giré sobre mis talones y salí por la parte trasera de la biblioteca, para evitar la atención de padres e hijos en el vestíbulo principal.

* El Chicxulub es el meteorito que pudo haber originado la extinción masiva de dinosaurios en el mundo. El cráter de impacto se encuentra en Yucatán, México.