La escuela del futuro - Luis de Lezama - E-Book

La escuela del futuro E-Book

Luis de Lezama

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La innovación no suele ser el producto de individuos que trabajan aislados, sino un resultado de cómo movilizamos, compartimos y conectamos conocimiento. Por eso los colegios necesitan preparar a los estudiantes para un mundo en el que mucha gente necesita colaborar con otra gente de diferentes orígenes culturales y considerar ideas, perspectivas y valores diferentes; un mundo en el que la gente necesita decidir cómo confiar y colaborar en medio de esas diferencias; y un mundo en el que asuntos que trascienden las fronteras nacionales afectarán a sus vidas. Dicho de otro modo, los colegios necesitan liderar un cambio desde un mundo en el que el conocimiento se apila en algún lugar, perdiendo valor rápidamente, hacia un mundo en el que se incrementa el poder enriquecedor de la comunicación y los flujos colaborativos.Esta obra ofrece una reflexión rica, reveladora y poderosa, que es un ejemplo incuestionable de lo que se puede lograr cuando uno se propone alcanzar un conjunto de grandes expectativas.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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LA ESCUELADEL FUTURO

EL SISTEMA EDUCATIVO DEL COLEGIO SANTA MARÍA LA BLANCA

El cardenal Tarancón me dijo un día: «Tú, Luis, siempre hablas del futuro comosi no te preocupara el presente».

L

A MODO DE PRÓLOGO

I

Las exigencias en los estudiantes y, por tanto, en los sistemas educativos están cambiando rápidamente. En el pasado, la educación consistía en enseñarle algo a la gente. Ahora consiste en asegurarnos de que los individuos desarrollan una brújula fiable y las habilidades para navegar que les permitan encontrar su propio camino en un mundo cada vez más incierto, volátil y ambiguo. Ahora ya no sabemos cómo van a resultar las cosas exactamente; a menudo nos sorprendemos y necesitamos aprender de lo extraordinario, y a veces cometemos errores en el camino. Y normalmente serán los errores y los fracasos, cuando los entendemos adecuadamente, los que creen el contexto para el aprendizaje y el crecimiento. Una generación atrás, los profesores podían esperar que lo que ellos enseñaban sirviera al menos para toda la vida de sus alumnos. Hoy las escuelas necesitan preparar a los estudiantes para un cambio social tan rápido como nunca antes lo habíamos vivido, para trabajos que todavía no se han creado, para usar tecnologías que todavía no se han inventado y para solucionar problemas sociales que todavía no conocemos y que surgirán.

¿Cómo criamos estudiantes motivados e involucrados que se preparan para conquistar los retos imprevistos de mañana, por no hablar de los de hoy? El dilema para los educadores es que la clase de habilidades que son más fáciles de enseñar y de evaluar son también las habilidades que son más fáciles de digitalizar, automatizar y externalizar. En pocas palabras, el mundo ya no premia a la gente solo por lo que sabe –Google lo sabe todo–, sino por lo que saben hacer y por lo que saben. Así que, en vez de poner a los estudiantes a competir con los ordenadores, necesitan ir más lejos y desarrollar una comprensión profunda de lo verdadero, el ámbito del conocimiento humano y el aprendizaje; de la bondad, el ámbito de la ética; de lo justo y bien ordenado, el ámbito de la vida política y cívica; de lo bello, el ámbito de la creatividad, la estética y el diseño, y de lo sostenible, el ámbito de la salud natural y física.

Convencionalmente, nuestra aproximación a los problemas era dividirlos en partes y trozos manejables y después enseñar a los alumnos las técnicas para resolverlos. Pero hoy generamos valor combinando las partes dispares. Se trata de curiosidad, de apertura de mente, de establecer conexiones entre ideas que anteriormente parecían inconexas, lo cual requiere estar familiarizado y ser receptivo al conocimiento que proviene de áreas diferentes a la nuestra. Si pasamos toda nuestra vida en el silo de una sola disciplina, no adquiriremos las habilidades imaginativas para unir los puntos de donde vendrá la próxima invención.

El mundo tampoco está ya dividido en especialistas y generalistas. Los especialistas generalmente tienen habilidades profundas y poco rango de alcance, que les dan competencia que es reconocida por sus iguales, pero no valorada fuera de su campo. Los generalistas tienen gran rango de alcance, pero habilidades superficiales. Lo que cuenta cada vez más son los versátiles, que son capaces de aplicar habilidad profunda a un rango de situaciones y experiencias que se ensanchan progresivamente, que construyen relaciones y asumen roles nuevos. Son capaces no solo de adaptarse constantemente, sino también de aprender y crecer constantemente, y de posicionarse y reposicionarse en un mundo que cambia rápidamente.

Quizá, y más importante, en las escuelas de hoy los alumnos suelen aprender individualmente, y al final del curso certificamos sus logros personales. Pero cuanto más interdependiente se vuelve el mundo, más confiamos en buenos colaboradores y orquestadores que sean capaces de unirse a otros en la vida, el trabajo y la ciudadanía. La innovación no suele ser el producto de individuos que trabajan aislados, sino un resultado de cómo movilizamos, compartimos y conectamos conocimiento. Por eso los colegios necesitan preparar a los estudiantes para un mundo en el que mucha gente necesita colaborar con otra gente de diferentes orígenes culturales y considerar ideas, perspectivas y valores diferentes; un mundo en el que la gente necesita decidir cómo confiar y colaborar en medio de esas diferencias; y un mundo en el que asuntos que trascienden las fronteras nacionales afectarán a sus vidas. Dicho de otro modo, los colegios necesitan liderar un cambio desde un mundo en el que el conocimiento se apila en algún lugar, perdiendo valor rápidamente, hacia un mundo en el que se incrementa el poder enriquecedor de la comunicación y los flujos colaborativos.

Estas cosas son fáciles de decir, pero difíciles del hacer, y el statu quo tiene muchos protectores. Pero algunos colegios han comenzado este viaje. Vi esto en Santa María la Blanca, a solo media hora de Madrid en coche. Estructuralmente no había nada espectacular en este colegio. Los profesores del colegio no habían tenido formación complementaria. Los estudiantes tampoco procedían de clases más favorecidas. Todo se basaba en los entornos de aprendizaje y en la autonomía de los estudiantes. Las clases no eran iguales para todos, sino que fui testigo de alumnos que diseñaban sus propias experiencias de aprendizaje con constante revisión y modificación de sus objetivos de aprendizaje. Estos estudiantes fueron capaces de explicarle a alguien de fuera, como yo, qué estaban aprendiendo, cómo lo estaban aprendiendo y por qué era importante. Sus profesores sabían cómo hacer del aprendizaje lo más importante, cómo promover la interacción y cómo hacer del colegio el lugar donde los estudiantes van para entenderse a sí mismos como personas que están aprendiendo; cómo asegurarse de que el aprendizaje es social y colaborativo, y cómo ser sumamente sensibles a las diferencias individuales y estar en enorme sintonía con las motivaciones de los alumnos y la importancia de sus emociones. El itinerario de aprendizaje de cada alumno, facilitado por tecnología digital de última generación, se planificaba conjuntamente. Y, como siempre, detrás de un gran colegio siempre hay un gran director. Alguien que apoya a los profesores para que practiquen la innovación pedagógica, para que mejoren su propio desempeño y el de sus colegas. Es un esfuerzo de equipo para construir una práctica pedagógica con más fuerza.

Este libro lleva esta experiencia más lejos. Se centra más sistemáticamente en la interacción entre los jugadores principales del aprendizaje innovador (alumnos, educadores, contenidos y recursos educativos) y las dinámicas que conectan estos elementos (pedagogía y evaluación formativa, gestión del tiempo y la organización de educadores y alumnos). Estudia las características organizativas y los principios de liderazgo que apoya este proceso sistémicamente, reconociendo que los entornos educativos y los sistemas no cambian por ellos mismos, sino que necesitan un diseño potente con visión y estrategia. Y reconoce que el aislamiento en un mundo de sistemas de aprendizaje complejos puede limitar el potencial seriamente. Un entorno y un sistema educativo potentes crearán sinergias constantemente y encontrarán nuevas formas de potenciar el capital profesional, social y cultural con otros. Y harán esto con familias y comunidades, educación superior, instituciones culturales, negocios y, sobre todo, otros colegios y entornos educativos.

DR. ANDREAS SCHLEICHER

Director de Educación y Habilidades

en la OCDE

II

Varios investigadores notables en el campo de la educación en Estados Unidos afirman con agudeza que, al menos durante los últimos cien años, ha habido una llamada constante a la reforma curricular, pedagógica, institucional o de gestión en los colegios (L. Cuban / D. Tyack, Tinkering Toward Utopia: A Century of Public School Reform. Cambridge, MA, Harvard University Press, 1997). Aunque quizá menos frecuente, esta búsqueda de mejoras en las políticas y prácticas educativas ciertamente sucede en diferentes países de todo el mundo. Como resultado, la educación ha sido a menudo el sujeto de críticas significativas a pesar del hecho de que, en casi todos los países del mundo, los ciudadanos han conseguido ahora más años de educación reglada que en cualquier tiempo pasado (D. C. Berliner / B. J. Biddle, The Manufactured Crisis: Myth, Fraud, and the Attack on America’s Public Schools. Nueva York, Perseus Books, 1996).

La razón por la que las instituciones educativas son el objetivo de las llamadas a la reforma es que se les considera responsables –a pesar de lo injusto de esta expectativa– de solucionar los retos sociales de la pobreza, la integración social, el aumento de la movilidad, la inestabilidad de la familia y la disfunción social resultante que tanto las instituciones gubernamentales como las privadas son incapaces de abordar. Se espera que los colegios se encarguen de «arreglar» lo que la sociedad no es capaz de solucionar o, en general, no tiene voluntad de solucionar. Con estas expectativas se supone que los profesores, directores y otros miembros del sector educativo deben obrar con muy pocos recursos económicos lo que solo pueden ser llamados «milagros» que, si reflexionamos, no van a ocurrir.

Sin embargo, estas grandes expectativas, por muy poco realistas que sean, proporcionan a aquellos que se dedican a la educación la oportunidad de desarrollar formas de pensar, organizar y ejercer que son nuevas. Las grandes expectativas pueden traer consigo la motivación, como a menudo se dice en teoría de la educación en relación con las expectativas que los profesores tienen de los alumnos, para que los profesores hagan lo inesperado y obtengan niveles más altos que los que se podían esperar.

En La escuela del futuro, D. Luis de Lezama comparte con nosotros una reflexión rica, reveladora y poderosa, que es un ejemplo incuestionable de lo que se puede lograr cuando uno se propone alcanzar ese conjunto de grandes expectativas. ¿Y si uno se aferra al estándar de la innovación educativa y es conducido por el deseo de servir a todos los alumnos, independientemente de su procedencia o habilidad, siendo consciente de las estrategias pedagógicas establecidas, pero no limitado por ellas, centrado en el colegio, pero no limitado por lo que tradicionalmente se ha hecho en el colegio, e informado por la enseñanza católica y social, para no solo apoyar los valores, principios y ética del Evangelio, sino para ponerlos en práctica también? Es esta fuerte fe en el poder de la innovación para abrir nuevas formas de pensamiento y nuevos caminos de acción lo que D. Luis de Lezama nos permite ver y nos reta a ponerlo en práctica en nuestro propio trabajo.

Don Luis, como sus amigos –y yo ente ellos– le llamamos, en La escuela del futuro nos lleva de viaje a las ideas conducido por el deseo de servir, viaje que es enriquecido por sus propias experiencias personales y espirituales como joven que creció en el País Vasco y ha servido a Dios y a la Iglesia como sacerdote durante más de cincuenta años. Es el catalizador no solo para el cambio educativo y la mejora marginal, sino para una transformación educativa fundamental que afecta a estudiantes, profesores, directores, familias y, por supuesto, a comunidades.

He escrito que esta transformación educacional duradera es más probable cuando se produce la convergencia entre ideas, intereses e instituciones (J. V. Corpora, CSC / L. R. Fraga, «¿Es su escuela nuestra escuela? Latino Access to Catholic Schools», en Journal of Catholic Education 19/22 [2016]). A menudo se necesitan ideas nuevas para ver más allá de la educación tradicional y contribuir con nuevas perspectivas a la teoría y a la práctica de la educación que clarifiquen lo que pensamos y traigan nuevo conocimiento para entender los procesos complejos de la educación en modos incluso más significativos. Sin embargo, solo las ideas no son suficientes para promover la transformación educativa. Esas ideas también tienen que estar alineadas con los intereses de los mayores actores de la educación. Entre estos actores, como se dijo anteriormente, están los estudiantes, profesores, directores y padres. Las nuevas ideas deben estar directamente conectadas con lo que los actores quieren conseguir: excelencia educativa, realización personal, empoderamiento y un camino de oportunidades ilimitadas. Para estudiantes y padres, esto es percibido como parte de su compromiso mutuo de empoderar a la familia para cumplir los sueños siempre presentes que los padres tienen para sus hijos. Para los profesores y directores es la realización profesional que deriva de saber que su trabajo es un contribuidor directo para ese empoderamiento de la familia. Es la alegría profunda que uno siente al saber que ha ayudado a otro a lograr sus objetivos y quizá a llegar más allá de lo que nadie podía esperar. Pero poner en práctica esta alineación de ideas e intereses, y que no esté sujeta a profesores individuales y directores, requiere que las instituciones sean establecidas para guiar la pedagogía, la formación del profesorado, el ambiente del colegio, el presupuesto y las operaciones de organización, para llevar a cabo esta transformación educativa durante muchos años. Ideas, intereses e instituciones deben mantener una relación simbiótica que construya una nueva cultura de escuela que anime a todos los actores a tener, de forma simultánea, expectativas mayores que las que podrían lograr individualmente, y sobre todo lo que pueden lograr si trabajan juntos. Es precisamente la convergencia de ideas, intereses e instituciones lo que el colegio Santa María la Blanca ya ha sido capaz de alcanzar bajo el liderazgo de D. Luis de Lezama y su equipo de innovadores.

Quizá sea totalmente apropiado que sea un sacerdote católico de ochenta años quien generase esta oportunidad y llevase a cabo esta transformación educativa para desarrollar una escuela del futuro. Quizá sea el viaje personal de D. Luis de Lezama para vivir el Evangelio en esta época de cambios sociales, incertidumbre política, internacionalización, digitalización, comunicación electrónica y la siempre presente necesidad de liderazgo que tiene el ser un visionario, con voluntad de asumir riesgos que valen la pena y basado en una fe profunda en la belleza de lo que les puede suceder a los seres humanos si tratan de promover el bien social lo que le permite a él compartir con nosotros su viaje en este libro de modo que nos convierta en sus compañeros intelectuales. Después de todo, es a través de la compañía como la colaboración se hace posible, y es por medio de la colaboración como los humanos hemos sido capaces, con todos nuestros fracasos, de vivir vidas personales y públicas que construyen capital humano y bien social simultáneamente. Yo, entre muchos, he sido bendecido siendo uno de los compañeros de viaje de D. Luis de Lezama para vivir el Evangelio. Sé que en La escuela del futuro muchos más tienen la oportunidad de acompañarle también en su viaje. Sé que he sido transformado por D. Luis de Lezama y su trabajo. Tengo muchas razones para pensar que a vosotros también os ocurrirá.

LUIS RICARDO FRAGA

Codirector del Instituto de Estudios Latinos (ILS),

Profesor de Liderazgo Latino Transformativo en la Universidad de Notre Dame,

Profesor de Ciencias Políticas en Joseph and Elizabeth Robbie,

Miembro del Instituto de Iniciativas Educativas (IEI),

Universidad de Notre Dame, Notre Dame, IN (Estados Unidos)

LA INNOVACIÓN ES POSIBLE

• A partir de 1962, el pueblo de Chinchón se transformó en el tercer destino turístico de la Comunidad de Madrid por desarrollar su identidad propia, la gastronomía y mantener una personalidad acogedora.

• En 1965, el Albergue de la Juventud de Vallecas, en Entrevías, fue la primera casa de acogida para jóvenes marginados en Madrid.

• En 1968, con la Fundación Engelmajer «El Patriarca», se creó la primera atención personal a los jóvenes enganchados por la droga en Madrid.

• En 1974 nació la primera Taberna del Alabardero como terapia ocupacional y rehabilitación laboral para jóvenes sin trabajo.

• En 1978, el Grupo Lezama se desarrolla como educador e innovador, creando numerosos puestos de trabajo.

• En 1979 se inicia el proyecto «CARMEN, la comida de España», en el que mediante la cocina criogénica se hace accesible al gran consumo la comida popular española.

• En 1989 se abre el restaurante piloto Taberna del Alabardero en Washington D.C., como prototipo de la cultura española en los Estados Unidos de América.

• En 1992 se crea en Sevilla la Escuela Superior de Hostelería de Sevilla, con titulación universitaria.

• En el año 2006 se inicia el proyecto innovador del colegio Santa María la Blanca en Montecarmelo, Madrid.

• El 8 de enero de 2008 nace en Seattle, Estados Unidos, el Sistema Educativo Básico Interactivo (EBI), basado en las herramientas tecnológicas y en una pedagogía personalizada.

• En septiembre de 2008 ya hay profesores, alumnos y padres interactuando con un CRM, hosting en tierra, en Fujitsu, con Live@EDU, de Microsoft.

• En 2017 hay más de 5.000 alumnos en el Sistema EBI, descubriendo el método de los espacios educativos y escalando en la gestión del conocimiento hacia lo que ya es el «método Lezama».

A los profesores de Santa María la Blanca, Montecarmelo.

A nuestros niños.

A sus padres.

A todo aquel que vive preocupado por enseñar

a la generación presente y futura el legado de nuestra cultura.

1

LA ELECCIÓN DE APRENDER EN LA ESCUELA DE LA VIDA

Más de una vez me pregunto: ¿cómo es posible que la educación en España no sea un modelo para otros países?

El contenido y sedimento que han dejado el paso de tantas civilizaciones por nuestra península, las características de naciones autóctonas que han crecido en ella, estableciéndose durante siglos con sus lenguas nativas, su historia y sus tradiciones, es un hecho perfectamente perceptible. Es precisamente el hecho cultural común, que las une geopolíticamente, sin perder sus cualidades, todo un lazo trazado de culturas que permitieron la riqueza en el cultivo de lo común y el fortalecimiento de lo autóctono.

Pero no es así. En el comienzo de una nueva época y, por tanto, de una nueva forma de vivir la democracia, nadie ni nada tiene seguro en torno a la educación en España.

Desde que empecé a ser formador, hace más de cincuenta años, llevo dentro las alternativas que he conocido de oportunidades para crear capital humano,que al fin y al cabo es lo que la educación produce. No sé hacer otra cosa. Siendo un joven sacerdote en Chinchón (Madrid), con apenas 26 años, me tocó acoger a jóvenes marginados, analfabetos, y desarrollar con ellos propuestas de crecimiento aun en aquellos que ya estaban alfabetizados. En los años sesenta, las perspectivas de una zona rural de España que se despoblaba para ir a buscar trabajo a las ciudades era una oportunidad para mi inquietud innovadora y mi afán de transformar en productivo el páramo intelectual y la carencia de bienes, fruto de un país en transformación que había sufrido el devastamiento de la Guerra Civil.

La misma sociedad pedía a gritos algo que la política de rutina, de «ordeno y mando», no sabía satisfacer. En aquellos tiempos, en la enseñanza pública había mucha vocación de servir a la evolución del pueblo y de acompañar a los ciudadanos en la mejora social. Eran los maestros enciclopédicos los que llenaban de consejos y buena praxis a las familias y los niños de las escuelas suburbiales y rurales. Allí se fraguaba un futuro. El maestro era el líder, el intelectual y el promotor del progreso. Siguiendo la tradición de siglos, un maestro daba clases lo mismo de la más elemental escritura y ortografía que a los más avanzados de las reglas del álgebra y la trigonometría. Tenían un valor sin competencia.

Las academias particulares ejercían de refuerzo escolar y eran complementos específicos para poder equilibrar la preparación hacia el salto a una carrera, escuela técnica o universidad. La academia particular representaba un esfuerzo, a veces duramente trabajado por la ayuda del complejo familiar, y al mismo tiempo un modus vivendi para personas con conocimientos cualificados que, por pertenecer a otros pensamientos, no encontraban hueco docente en los estamentos públicos oficiales. Generalmente eran profesores consagrados por su bien hacer con más reconocimiento por la fama popular que acreditaciones oficiales. Yo aprendí en Chinchón a dar clases a los jóvenes más desclasados que se refugiaron en torno a mi casa parroquial. Dar «cultura general» te ayuda a ampliar tu cultura propia. Era la cultura de la vida.

A través de los estudios de Filosofía y Teología, ya en el Seminario Conciliar de Madrid, entre otras cosas más sofisticadas aprendí a memorizar los silogismos, como aquello de: Barbara, Celarent, Darii, Ferio… Cuando me enteré de que la Teología era más intuitiva que deductiva, ya no tenía remedio. Me había metido en unos estudios complicados para mi memoria. Pero me alivió mucho, porque ya ahí pude quitarme algo de la «grasa de tocino» que se me había formado en una memoria forzada, excesivamente desarrollada, donde ya no me cabía más. Era consciente de mi fracaso anterior como ingeniero del ICAI, estudios que tuve que abandonar como consecuencia de mis lagunas en matemáticas, que me hacían construir unos conocimientos dando palos de ciego.

Queridos lectores, ya me están saliendo palabras que tendremos que subrayar durante esta larga conversación de educar para la vida, como:

– memoria,

– diagnosticar,

– lagunas,

– inteligencia inductiva.

Saldrán más conceptos para tener en cuenta.

Estoy tratando de mostrar cómo he llegado hasta algunas conclusiones, puesto que las cosas se aprenden con la experiencia: la educación es un proceso que se aprende con experiencias, al menos en mi caso. Esta charla, que al fin y al cabo es un libro dicho, tiene que interiorizarse en tu problema en el aprender y enseñar. Como me ha pasado a mí, y por eso te lo cuento.

Habría sido un desdichado si hubiera seguido por el camino de querer saberlo todo por la memoria. Dar clases en un Seminario Diocesano como el de Madrid en aquella época, lleno de muchachos venidos de los pueblos y de las ciudades suburbanas para buscar una cultura gratuita difícilmente accesible de otro modo, era una dificultad seria. Era un perfil que reflejaba la compleja sociedad española de los años sesenta y setenta. No era apto para improvisaciones, ni el rigor académico te permitía muchas iniciativas. Mis clases de «medios de comunicación» tenían al menos el aliciente de situar a los futuros sacerdotes más cerca de la realidad del mundo cambiante en que vivían, mientras su «vocación» precautoriamente les «alejaba» del mundo. Mis alumnos, hoy sacerdotes, y algunos hasta obispos, no sé si aprendieron mucho, pero yo sí que aprendí a vivir en la realidad de un mundo cambiante a una velocidad insospechada. En cincuenta años se había pasado del arado romano, aún en uso en Chinchón, a la más moderna cosechadora. Además se desarrollaba la televisión: la tele cambiaba nuestra vida y nos abría ventanas al otro lado del mundo. Este fenómeno comenzaba a ser tu imaginación ampliada por otros. Era la primera vez que te podían manipular incluso sin palabras. Yo estaba fascinado por la tele.

Ello me llevó a hacer periodismo. Primero en la sencilla Escuela de la Iglesia, y luego en la Universidad Complutense de Madrid, donde me licencié en 1974. Durante años trataba de explicar todo con imágenes, enseñar con imágenes, predicar el Evangelio con imágenes. Era una obsesión. Había en Los Ángeles, Estados Unidos, un centro que los franciscanos crearon para evangelizar con imágenes. Allí me fui a aprender. No era de extrañar que todo ese emprendimiento innovador del docente lo invirtiera durante ocho años en TVE y en la Cadena de Ondas Populares recién creada, COPE. Mis programas tenían éxito y coseché premios nacionales e internacionales, como el Premio Ondas en 1972, verdadero Óscar de la comunicación.

Pero mi objetivo era educar. Formar a los jóvenes a través de los nuevos medios. Una obsesión que me hace estar aquí con vosotros muchos años después, con los bolsillos llenos de experimentos educativos.

El valor primordial del hombre es su capacidad de ser y desarrollarse en plenitud. Todo lo demás es accesorio, fluctuante, inesperado. Ayudar a ser es crear capital humano.

En un mundo tan globalizado que nos permite información y cambio muy rápido, lo único que permanece es el ser. La demanda es de un ser tremendamente capaz de mantener su capital ante la mutación, el cambio, la invasión y la devaluación del tener. ¿Cómo conseguir esto?

Cuando diariamente voy a mi trabajo actual, como presidente del colegio Santa María la Blanca, en Montecarmelo (Madrid), me enfrento al reto de poner en activo dos mil capitales humanos, los niños, que esta oportunidad de ser promotor del colegio me ofrece.