La falta de amor es perjudicial para la salud - Gerald Hüther - E-Book

La falta de amor es perjudicial para la salud E-Book

Gerald Hüther

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Beschreibung

Pese a los grandes avances de la medicina, muchos de nosotros seguimos enfermando física y psíquicamente. Gerald Hüther, investigador del cerebro, director de la Akademie für Potentialentfaltung (Academia para el Desarrollo del Potencial) y autor de varios best sellers, analiza en este libro cómo es posible que el sistema de salud mejor y más caro del mundo no consiga hacernos más sanos. En su opinión, aunque contemos con el respaldo de la medicina más avanzada, el proceso de sanación es siempre, en última instancia, un proceso de autosanación. Apoyándose en el modo de funcionamiento del cerebro, el autor muestra de un modo sencillo y convincente hasta qué punto la falta de amor hacia nosotros mismos y hacia los demás es capaz de anular nuestra capacidad de autocuración. Por consiguiente, en un mundo como el actual, globalizado, digitalizado, y condicionado además por limitaciones económicas y en el que la falta de amor está muy extendida, el número de personas aquejadas de enfermedades mentales y físicas no puede sino aumentar de forma creciente. Gerald Hüther propone un modo eficaz y fácil de seguir, apto para cualquier persona, para poder salir de este atolladero. El libro ofrece las claves para distinguir lo que nos enferma y llevar una vida sana, concienciándonos de que la falta de amor hacia uno mismo y hacia los demás es causa de enfermedad.

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La falta de amor es perjudicial para la salud

Gerald Hüther

Traducción de Irene Saslavsky

Primera edición en esta colección: enero de 2022

Título original: Lieblosigkeit macht krank. Was unsere Selbstheilungskräfte stärkt und wie wir endlich gesünder und glücklicher werden, originalmente publicado en alemán, en 2021, por Herder, Alemania (Freiburg im Breisgau)

Gerald Hüther, Lieblosigkeit macht krank. Was unsere Selbstheilungskräfte stärkt und wie wir endlich gesünder und glücklicher werden

© 2021 Verlag Herder GmbH, Freiburg im Breisgau

© de la traducción, Irene Saslavsky, 2022

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2022

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18927-21-8

Diseño de portada: Ariadna Oliver

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Prólogo. Errar es humano1. ¿Qué nos mantiene sanos?2. ¿Qué nos enferma?3. ¿Cómo funciona la autocuración?4. ¿Qué debilita nuestros poderes de autocuración?5. ¿Qué refuerza nuestros poderes de autocuración?6. ¿Cómo lograr un cambio sanador?7. ¿Cómo reaccionan nuestro cerebro y nuestro cuerpo ante la falta de amor?8. ¿Durante cuánto tiempo se puede reprimir una relación amorosa con uno mismo?9. ¿Cómo podemos configurar una convivencia más amorosa?10. Nunca es demasiado tarde para volver a recuperar la saludEpílogo. Entonces, adelante, corazón, despídete y sana...

PrólogoErrar es humano

Nosotros, los humanos, somos seres extraños. A ningún animal (y aún menos a ninguna planta) es necesario explicarle lo que ha de hacer para conservar su salud. Todos, desde los girasoles a los claveles, los saltamontes y los caracoles, las lagartijas o los hurones, y hasta los monos, saben perfectamente aquello que les hace bien y lo que necesitan para permanecer sanos el mayor tiempo posible, o para encontrar una pareja para reproducirse y tener descendencia. Ahora, decir que lo «saben» tal vez no sea la expresión exacta: se limitan a hacerlo, hacen todo lo que es bueno para ellos. A lo largo de muchas generaciones y a través de la mutación y la selección natural, sus programas genéticos optimizados guían el desarrollo de sus características corporales, de su metabolismo y de su cerebro, y con ello también sus respectivas conductas. Y esto siempre ocurre para que permanezcan sanos el mayor tiempo posible y para que, dentro de lo posible, tengan una descendencia numerosa y sana. El único aspecto negativo es que, debido a sus cerebros genéticamente preprogramados, apenas logran aprender algo nuevo y por eso enferman y se extinguen cuando el mundo que habitan empieza a cambiar. Sin embargo, hace tiempo que los responsables de eso ya no son ellos mismos o su programación genética. Actualmente los responsables somos los humanos, porque destruimos su hábitat primigenio, y los más predispuestos a contraer todo tipo de enfermedades son aquellos animales que hemos domesticado y criado según nuestros conceptos. Esos animales son los que más se parecen a nosotros en lo referente a su predisposición a enfermar.

Aunque nuestros antepasados fueron animales, nuestros caminos han sido muy distintos. Ello se debe a que nuestro cerebro siempre es capaz de seguir aprendiendo. Gracias a él, los humanos somos capaces de aprender casi todo lo que nos enseñan otras personas y, aún mejor, aquello que esas personas nos muestran todos los días. Pero, por desgracia, eso que nos enseñan o nos muestran también incluye mucho de aquello que más adelante nos enferma. Somos incapaces de averiguar lo que es bueno para nosotros por nuestra propia cuenta. Por eso, primero debemos descubrirlo en nuestra propia vida, todos y todas de forma individual, pero también todos juntos.

Sabemos que quien no ha descubierto su camino por experiencia propia puede desorientarse con demasiada facilidad en la búsqueda de una vida dichosa, satisfactoria y sana. Lamentablemente, solemos descubrirlo cuando es demasiado tarde y ya hemos enfermado.

Así que ahí reside la gran diferencia entre nosotros, los animales y las plantas. A diferencia de ellos, no nos dejamos guiar por las señales provenientes de nuestro propio cuerpo ni por nuestras sensaciones naturales, sino por ideas o conceptos ajenos que nos hemos inventado nosotros mismos. No vivimos como debiéramos para permanecer sanos, sino que vivimos según lo que consideramos correcto respecto de dichas ideas, incluso cuando la vida configurada según esas ideas nos enferma.

Gracias a todas esas ideas, hemos llegado lejos. Las hemos respetado y nos hemos creado un entorno y unas posibilidades vitales inimaginables para cualquier otro animal. Hemos modificado el mundo que habitamos según nuestra idea de él y lo hemos hecho siempre con creciente rapidez, persistencia y eficacia. De esta forma, nos hemos encontrado con un problema desconocido tanto para los animales como para las plantas. Al contrario de los humanos, los animales y las plantas, para permanecer lo más sanos y reproductivos posible, solo necesitan adaptarse y afirmarse en sus respectivos hábitats a través de cambios ventajosos en su herencia genética. Puesto que ellos casi no modifican su entorno, ese entorno vital cerrado (salvo cuando se reproducen demasiado, aunque solo lo hacen durante periodos breves), aquellos animales y plantas que más y mejor se adaptan a dicho entorno vital y a ese «nicho» ecológico también consiguen sobrevivir muy bien.

Ya conocemos bastante bien el principio fundamental de esta forma de vida a partir de la teoría de Darwin sobre el «Survival of the Fittest» (la supervivencia de los más aptos). De hecho, la divulgación universal de dicho concepto, conocido también como Teoría de la Evolución, resultó sumamente exitosa. Está profundamente arraigada en nuestros cerebros como un concepto fundamental acerca de lo que verdaderamente importa en la vida, es decir, ser el más fuerte, el mejor, el más listo y el más exitoso. Pero hay un problema, un problema decisivo, y es que la teoría de la adaptación de los mejor dotados solo resulta válida para todos aquellos seres vivos que no modifican demasiado su propio entorno, como los girasoles, los saltamontes, las lagartijas y hasta los monos. Sin embargo, en nuestro caso, el de los seres humanos, esto no funciona de la misma manera. Debemos modificarnos permanentemente para adaptarnos a nuevas circunstancias. La idea que se deriva de la teoría de Darwin, la de ser lo más exitosos que podamos, nos conduce a llevar una vida fuertemente condicionada por la obligación de competir, de alcanzar el éxito y el máximo rendimiento. ¿Cuál es la consecuencia? Que cada cosa que, de un modo u otro, nos ayuda a «estar más en forma» que todos los demás antes o después acaba por enfermarnos.

En un entorno en constante modificación debido a nuestros propios actos, solo podemos permanecer sanos si, como seres humanos capaces de adquirir conocimientos, estamos dispuestos a no dejar de cambiar. Y podemos hacerlo, o al menos estamos equipados con un cerebro que nos capacita para hacerlo. Y algunos lo hacen y conservan la salud. Pero, hoy en día, ¿cuántos estamos decididos a seguir desarrollándonos? ¿Cuántos seres humanos tienen el valor de volver a enfrentarse a los desafíos que la vida les tiene preparados? ¿Cómo puede aprender alguien a enfrentar con éxito esos desafíos si primero no se atreve a aceptarlos y a enfrentarse a ellos? Porque seguir desarrollándose es algo muy distinto de la mera adaptación a las condiciones creadas por nosotros mismos. Desarrollarse significa exactamente lo contrario: liberarse de todas las complicaciones que sufrimos debido a nuestras ideas anteriores. Son dichas complicaciones las que nos enferman.

Este es el punto de vista fundamental que quiero presentar en este libro. No enfermamos porque nos ataca o alcanza una enfermedad desde el exterior, sino que enfermamos porque creemos que eso que nos enferma es algo que debe proporcionarnos felicidad. Y por ello estamos dispuestos (desgraciadamente, es algo que hemos «aprendido» demasiado bien) a tratarnos sin amor a nosotros mismos ni a los demás. En el intento de alcanzar el mayor reconocimiento y éxito, y de amasar la mayor riqueza, muchos han olvidado el amor. Para otros, lo más importante es optimizar y controlar todo, a menudo incluso a ellos mismos, y eso también ha hecho que carezcan de amor. Algunos desean ser utilizados, protegidos y cuidados por los demás, pero depositar dicha responsabilidad en otros no es amoroso, como tampoco lo es el responsabilizar a dioses, gobernantes y otros poderes.

Cada uno puede añadir sus propias ideas a este enfoque relacionado con lo que es importante en la vida, pero ninguna de esas ideas hará que alguien, por más que las siga a pies juntillas, goce de una buena salud o la recupere más rápidamente si la ha perdido. En el mejor de los casos, la mayoría de dichas ideas resultan idóneas para prolongar durante un par de años más esa vida poco saludable que llevamos.

¡Sí, hablo en serio! En el presente, en los Estados industriales altamente desarrollados, aquello que en la Edad Media era la peste hoy son las enfermedades físicas o mentales, que, además, son cada vez más frecuentes. Pero no son las pulgas de las ratas o algún germen patógeno transmitido por ellas lo que las provoca, sino que hay demasiadas personas que han reprimido su vivacidad y su alegría demasiado a menudo a lo largo de muchos años, para intentar funcionar lo más perfectamente posible: con frecuencia somos como hijos de padres ambiciosos pero también desavenidos, en competición constante por alcanzar importancia, poder, influencia y las mejores posiciones tanto en la escuela como en la vida profesional y en otros muchos ámbitos de nuestra convivencia. Como hay tantos seres humanos que se tratan a sí mismos sin amor, son muchos los seres humanos que enferman.

También los agentes patógenos transmitidos por las pulgas de las ratas, que en la Edad Media acabaron con la vida de los habitantes de regiones enteras, eran en primera instancia la única causa de esas devastadoras epidemias.

En realidad, las pestes y el resto de enfermedades eran una consecuencia derivada de la catastrófica falta de higiene que reinaba entre las personas que antaño habitaban las ciudades. Formaban el sustrato ideal en el que las ratas podían multiplicarse y prosperar. Como en aquel entonces los dirigentes religiosos creían que los gatos eran cómplices del demonio, acabaron en masa con la vida de estos enemigos naturales de las ratas. A eso se añadía que los habitantes de las ciudades no se molestaban en eliminar los parásitos de sus moradas porque le daban mucha más importancia a otras cosas: los ricos, a todo aquello que creían que los hacía felices; los pobres, a la idea de que iban a vivir con mayor felicidad en esas caóticas ciudades medievales a las que se desplazaban y no en las aldeas rurales de las que provenían. Como telón de fondo de todo esto, una falta de amor general.

Sí, ahora inspira profundamente. Este es un punto de vista que hasta este momento habrás encontrado en la mayoría de los libros de desarrollo personal y que quizá también te ha parecido adecuado. Por eso quiero repetirlo una vez más: lo que nos enferma no son los problemas psíquicos, el desgaste físico o los múltiples virus que proliferan por todas partes. Enfermamos porque configuramos nuestras vidas según ideas que nos enferman. Por eso, para conservar la salud, deberíamos liberarnos de dichas ideas, pero solo seremos capaces de hacerlo cuando encontremos, o quizá simplemente reencontremos, eso que nos resulta más importante y atractivo que todas las ideas complicadas y poco saludables que albergábamos antes.

Por suerte, existe algo que, sin duda, nos libera de todas esas complicaciones y conduce a un desarrollo, sobre todo cuando lo encontramos por nosotros mismos o, aún mejor, cuando lo reencontramos o simplemente nos lo permitimos. Recibe un nombre muy bonito en todas las culturas que todos los que forman parte de ellas pueden imaginar. Y de ello trata este libro: LOVE, AMORE, AMOR...

Pero, antes de que nadie se desplome en su sillón con la mirada radiante de felicidad, digamos que ese amor del que hablamos no tiene nada que ver con lo que creen la mayoría de las personas. Por eso aquí tampoco hablo de ese tipo de amor. Otros lo han hecho por mí de manera exhaustiva y antes que yo, y no ha servido para que hoy estemos de acuerdo sobre de qué se trata el amor en realidad. En este libro, lo que me importa señalar es la falta de amor, pues todos los habitantes de este mundo ya han tenido que experimentar lo que la falta de amor significa en su propia vida. Y todos también saben lo que deberían hacer para tratarse a sí mismos y a los demás con más afecto. Lo que a mí me interesa, lo que quiero presentar en estas páginas son las consecuencias de las ideas y conductas carentes de amor respecto de uno mismo, otras personas y otros seres vivos.

Es más, hace muy pocos años esta consideración hubiese sido imposible y lo más probable es que esta obra acabara en las estanterías de las librerías dedicadas a lo esotérico. Pero en estos años se ha añadido un número tan grande de investigaciones científicas y clínicas a nuestro grado de conocimiento que el título de este libro ya no es una tesis, sino un hecho irrefutable, objetivo y demostrado: la falta de amor es perjudicial para la salud.

1.¿Qué nos mantiene sanos?

La sabiduría profunda de una cultura se manifiesta en los términos que esa cultura ha encontrado para denominar los fenómenos que se viven y forman parte de esa cultura. Precisamente, uno de esos términos es «falta de amor». La falta de amor hace infelices a las personas, destruye relaciones, socava la confianza y, además, enferma. A lo largo de muchas generaciones nuestros antepasados no han dejado de observarlo y, en algún momento, han observado e identificado ese concepto universal de falta de amor. Es interesante, pero se vuelve realmente apasionante si buscamos un concepto que exprese lo que nos sana, pues debería designar lo contrario a la falta de amor. Sin embargo, los términos «amorosidad» o «cariñosidad» no existen en nuestro idioma. ¿Por qué? Al igual que nuestros antepasados percibieron y sintieron lo que nos enferma, también debieron de haberse dado cuenta de lo que nos sana. ¿Acaso es posible que no exista nada capaz de sanarnos, puede ser que la salud sea algo que se genera siempre por sí misma? Eso significaría que todos los organismos vivos tienden por naturaleza a alcanzar un estado que denominamos «salud».

Entonces, nacer sano y permanecer sano sería tan normal y obvio como estar vivo. Tampoco poseemos palabras para aquello que nos hace estar vivos, pero sí para todo lo que provoca un fin prematuro de nuestra vida: accidente mortal, intoxicación, fallo orgánico. Podemos morir de hambre, de sed, asfixiarnos, incluso acabar con nuestra propia vida. Todo eso puede ocurrirnos y llevarnos a la muerte, pero nada ni nadie puede devolvernos la vida.

Lo mismo sucede con la libertad. Todos nacemos con la necesidad de conformar nuestra vida, así que desde el principio el ansia de libertad es algo innato en nosotros. Por eso nada ni nadie puede darnos la libertad. Ya somos libres y también queremos permanecer libres. No obstante, es muy posible quitarnos esa libertad, y de muchas maneras diferentes, no solo a través de las acciones y las órdenes de otros. Algunos incluso se construyen voluntariamente una cárcel de conceptos esclavizantes en su propio cerebro. Pero también debemos saber que la capacidad de desarrollarnos, de abrazar la vida con todas las oportunidades que ella nos brinda para ser felices y para permanecer sanos, es innata en todo ser humano.

Algo que se genera por sí mismo, y que acostumbra a desarrollarse solo, no necesita de nada ni de nadie que lo «haga». Un aspecto que nuestros antepasados, en la búsqueda de palabras que describieran los fenómenos que contemplaban, ya habían comprendido. Eran capaces de entender lo que esclaviza, entristece o enferma a las personas. Para ello, también encontraron palabras que aún utilizamos en el presente. Pero no podían registrar ni medir aquello que los volvía felices, libres y sanos, y los mantenía con vida, ni para nombrar eso que siempre está presente como característica fundamental de lo vivo, porque no es necesario un concepto, y justo por eso es imposible describirlo con palabras.

Vivir en correspondencia con nuestra naturaleza

Así que lo que podríamos hacer para mantener y recuperar nuestra salud no sería otra cosa que vivir en correspondencia con nuestra naturaleza. Solo deberíamos alimentarnos para que todas las células de nuestro cuerpo reciban lo necesario para poder hacer todo lo que las mantiene vivas y en el mejor estado posible. Y por supuesto, también debemos brindarle a todo nuestro cuerpo lo que necesita para permanecer sano. La abundancia de movimiento forma parte de su naturaleza, al igual que respirar aire puro y beber agua limpia. Y las células nerviosas de nuestro cerebro requieren fases de exigencia, pero también tiempo de descanso y recuperación. El ajetreo y la falta de sueño no se corresponden con su naturaleza, como tampoco un exceso de confusión cerebral.

Todo lo que nuestro cuerpo necesita para permanecer sano ha sido estudiado hasta el último detalle. Los niños lo aprenden en la guardería o en la escuela. Aparece en los libros de texto y en las revistas dedicadas a la salud, se habla de ello en la radio y en la televisión, y se difunde en Internet mediante vídeos y audios. Hace mucho tiempo que lo que imposibilita que muchas personas puedan decidir cómo vivir su vida para permanecer sanas no es la falta de conocimientos o de oportunidades para hacerlo. Como en otros numerosos aspectos de la vida, el problema no es la falta de conocimientos, sino la falta de un cambio de actitud.

Ese cambio de actitud no llegará simplemente porque nos lo expliquen o enseñen mejor, ya que lo que impulsa a las personas a cambiar de estilo de vida y a modificar sus conductas habituales no es la simple descripción objetiva de lo que les correspondería según su naturaleza y que, de todos modos, solo por eso, resultaría saludable. Si lo que descubrimos de ese modo no nos llega al corazón, nada se modifica en nuestro cerebro. Esa información, esos descubrimientos, solo consiguen llegar al corazón si en nosotros se desencadenan sentimientos y, como consecuencia, se activan las áreas emocionales del cerebro. Solo cuando eso ocurre lo leído u oído alcanza un significado subjetivo para cada uno de nosotros, y únicamente entonces llegamos a estar dispuestos a reflexionar al respecto, a tomar conciencia de nuestro modo de vida poco saludable y a llegar a cambiar lo necesario para que ese modo de vida esté en consonancia con las necesidades naturales del cuerpo.

Prestar atención a las señales enviadas por nuestro propio cuerpo

En general, los seres humanos no necesitamos consejeros que nos indiquen todo lo que no es sano. Desde el comienzo de la vida, nuestro cuerpo cuenta con la capacidad de enviar mensajes a nuestro cerebro cuando hacemos algo que nos perjudica, frente a lo cual nuestro cuerpo reacciona, por ejemplo, cuando atentamos contra una necesidad corporal, cuando dormimos demasiado poco, cuando bebemos demasiado, comemos demasiado o demasiado poco, cuando nos sobrecargamos y permanecemos sentados durante demasiado tiempo o cuando no inspiramos suficiente oxígeno. Siempre que algo deja de ser como debería ser de manera natural, el cuerpo nos informa y envía el correspondiente mensaje al cerebro.

Dichos mensajes suelen ser lo bastante intensos como para provocar las reacciones cerebrales necesarias para desactivar la molestia. Pero esos mensajes solo son «lo bastante intensos» cuando la persona en cuestión no se limita a percibirlos, sino que les presta la suficiente atención y no reprime las reacciones emocionales que los acompañan. Solo entonces el mensaje procedente del propio cuerpo alcanza un significado subjetivo para esa persona, y solo entonces modificará su conducta de forma natural para que en el cuerpo todo vuelva a encajar mejor. ¿Cómo? Dejando de hacer algo que no le va bien.

Como es lógico, después de todo lo expuesto, se puede pensar que también hay personas que han aprendido a pasar por alto sus necesidades físicas y los mensajes que en consecuencia les envía su propio cuerpo. Seguramente encontrarían otros asuntos que les resultaran más importantes que su salud corporal. A menudo, estas personas ya han decidido que para ellas y su bienestar son más relevantes las ambiciones de las personas que desempeñan un papel destacado en su vida, como sus padres, sus educadores, sus maestros y, en la infancia, con mucha frecuencia, los niños de su misma edad, que los mensajes que reciben de su propio cuerpo. Por eso han aprendido a reprimir la percepción de dichos mensajes y, a la vez, sus cerebros han generado las redes inhibitorias idóneas. Más adelante, esas personas ya no perciben su cuerpo y sus mensajes con la suficiente sensibilidad y las señales que les llegan al cerebro dejan de tener importancia.

Satisfacer las necesidades mentales fundamentales