La fortaleza del amor - Melanie Milburne - E-Book

La fortaleza del amor E-Book

Melanie Milburne

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Beschreibung

Una tentación ilícita… un deseo demasiado poderoso como para poder negarlo. El amor era una debilidad que el millonario Lucien Fox no pensaba experimentar. Pero la seductora Audrey Merrington ponía a prueba su poderoso autocontrol. Dado que eran hermanastros, Audrey siempre había sido terreno prohibido, pero aun así su tímida inocencia representaba una irresistible tentación para el escéptico Lucien. Cuando un escándalo los obligó a unir sus fuerzas, Lucien propuso una solución temporal para saciar aquel incontenible anhelo: una completa y deliciosa rendición.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Melanie Milburne

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La fortaleza del amor, n.º 2707 - junio 2019

Título original: Tycoon’s Forbidden Cinderella

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-834-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AUDREY miró la invitación de boda de su madre como si fuera una cucaracha pegada a su taza de desayuno.

–Haría lo que fuera para no asistir a esa celebración, te lo juro.

Su compañera de piso, Rosie, se sentó frente a ella y le robó un trozo de tostada.

–Ser tres veces dama de honor da mala suerte.

Audrey suspiró.

–Lo peor no es eso, sino que se trate de la tercera boda de mi madre con Harlan Fox. No sé cómo no ha aprendido la lección a estas alturas.

–Sí, eso complica las cosas –dijo Rosie, torciendo el gesto.

–Mi madre parece incapaz de aprender de sus errores –Audrey removió el té hasta crear un remolino similar al que sentía en el estómago–. ¿Quién se casa con el mismo hombre tres veces? No puedo soportar la idea de una boda y de un divorcio más. Encima, todos han sido desagradables y escandalosos –dejó la cucharilla bruscamente en el plato–. Es lo malo de tener como madre a una actriz de televisión famosa. Nada escapa de la atención del público. Haga lo que haga, lo publican en las revistas de cotilleos y en las redes sociales.

–Como cuando tuvo un affaire con un joven cámara del estudio –apuntó Rosie–. Es increíble que tenga una hija de veinticinco años y siga ligándose a hombres como quien toma cervezas.

–Y por si eso fuera poco, Harlan Fox es todavía más famoso que ella –Audrey frunció el ceño y apartó de sí la taza como si la hubiera ofendido–. ¿Qué ve en una vieja estrella del heavy metal?

–¿Influirá que Harlan esté intentando reunir de nuevo a la banda?

Audrey puso los ojos en blanco.

–Un plan que está en peligro porque dos de los miembros están en clínicas de desintoxicación.

Rosie se chupó un poco de mermelada del dedo y preguntó:

–¿Hará de padrino el guapísimo hijo de Harlan, Lucien?

Audrey se puso en pie como si la silla le hubiera dado corriente. La mera mención de Lucien Fox le hacía rechinar los dientes. Llevó la taza al fregadero y la vació tal y como le habría gustado hacer sobre el hermoso rostro de Lucien.

–Sí –soltó como si escupiera una pepita de limón.

–Es curioso que nunca os hayáis llevado bien –dijo Rosie–. Lo lógico es que tuvierais muchas cosas en común. Los dos habéis vivido a la sombra de un progenitor famoso, y habéis sido hermanastros intermitentemente durante… ¿cuánto tiempo?

Audrey se giró y asió el respaldo de la silla con fuerza.

–Seis años. Pero eso no va a volver a pasar. Esta boda no puede celebrarse.

Rosie enarcó las cejas.

–¿Crees que puedes conseguir que la cancelen?

Audrey soltó la silla y miró su teléfono. Su madre seguía sin contestar sus mensajes.

–Voy a localizarlos y a hablar con ellos. Tengo que parar esta boda.

Rosie frunció el ceño.

–¿No está localizable? ¿Han desaparecido?

–Tienen el teléfono apagado y ni siquiera sus asistentes saben dónde están.

–¿Pero tú sí?

Audrey tamborileó con los dedos en el teléfono.

–No, pero tengo una intuición y voy a seguirla.

–¿Le has preguntado a Lucien si sabe dónde están o seguís sin hablaros desde el último divorcio? ¿Cuándo fue?

–Hace tres años. En los últimos seis años la relación y las peleas de Harlan y mi madre han llenado los titulares de la prensa de todo el mundo. Me niego a que vuelva a pasar. Si quieren estar juntos, me parece bien. Pero me niego a que vuelvan a casarse.

Rosie la observó como si fuera un animal raro.

–¡Qué manía les tienes a las bodas! ¿No quieres casarte algún día?

–No –Audrey sabía que sonaba como una solterona de una novela decimonónica, pero le daba lo mismo. Odiaba las bodas. Cuando veía un vestido blanco le daban ganas de vomitar. Tal vez no las habría odiado tanto si su madre no la hubiera arrastrado a todas las suyas. Antes de Harlan Fox, Sibella Merrington había tenido tres maridos, y ninguno de ellos era el padre de Audrey. De hecho, ni siquiera Sibella sabía quién era, aunque hubiera reducido las posibilidades a tres hombres.

¿Qué le pasaba a su madre con el número tres?

–No me has contestado –dijo Rosie–. ¿Te hablas con Lucien o no?

–No.

–Deberías replanteártelo –opinó Rosie–. Podría convertirse en un aliado.

Audrey resopló con desdén.

–No pienso hablar con ese engreído hasta que se congele el infierno.

–¿Qué te ha hecho para que le odies tanto?

Audrey descolgó el abrigo de la percha de detrás de la puerta y se lo puso. Luego miró a su compañera de piso.

–No quiero hablar de ello. Simplemente, lo odio.

Rosie la miró con ojos chispeantes.

–¿Intentó ligar contigo?

A Audrey le ardían las mejillas. No estaba dispuesta a confesar que había sido ella quien intentó ligar con él, y que había sido rechazada y humillada.

Y no una vez, sino dos. La primera, cuando tenía dieciocho años; y la segunda, a los veintiuno, ambas en la boda de su madre con el padre de Lucien. Lo que era otra buena razón para impedir una tercera.

No quería ni más bodas, ni más champán, ni más coqueteos con Lucien Fox.

¿Por qué habría intentado besarlo? Su idea había sido darle un beso amistoso en la mejilla, pero sus labios se habían movido por voluntad propia. ¿O habían sido los de él? Lo cierto era que habían estado a punto de rozarse. Y eso era lo más cerca que los labios de Audrey habían estado de los de un hombre.

Solo que Lucien había echado la cabeza hacia atrás como si los de ella fueran venenosos.

Había sucedido lo mismo en la siguiente boda de sus padres. Ella había estado decidida a actuar como si no hubiera pasado nada y demostrarle que le resultaba indiferente. Pero después de unas copas de champán no había podido contenerse y, de camino a la pista de baile, había pasado al lado de él y le había lanzado un beso en el aire. Desafortunadamente, alguien la había empujado por detrás y se había caído sobre él. Lucien la había sujetado por las caderas para estabilizarla y por una fracción de segundo durante la que creyó que la habitación enmudecía y que se habían quedado ellos dos solos, Audrey había creído que iba a besarla. Así que… solo recordarlo le hacía estremecerse… se había inclinado hacia él con los ojos cerrados y había esperado. Y esperado.

Pero Lucien no había tenido la menor intención de besarla.

A pesar de que había estado un poco ebria en ambas ocasiones y aunque sabía que Lucien se había comportado como un caballero al rechazar sus torpes insinuaciones, otra parte de ella, la más insegura, se preguntaba si algún hombre la encontraría atractiva alguna vez en su vida ¿Querría algún hombre, si no hacerle el amor, al menos besarla? Tenía veinticinco años y todavía era virgen. No había salido con nadie desde la adolescencia. Un par de chicos le habían pedido una cita, pero ella los había rechazado porque nunca estaba segura de si les interesaba ella o su famosa madre.

Todo en su vida giraba en torno a su famosa madre.

Audrey tomó las llaves y la bolsa de viaje que había preparado con anterioridad.

–Me voy a pasar el fin de semana fuera de la ciudad.

–¿Vas a decirme dónde o es un secreto de estado? –preguntó Rosie con ojos chispeantes.

Audrey confiaba en su amiga, pero incluso alguien tan sensato como ella a veces perdía la cabeza por una celebridad.

–Lo siento, Rosie. Tengo que evitar que la prensa se entere. Ahora que mi madre y Harlan están desaparecidos, la primera persona a la que los periodistas querrán localizar es a mí.

La idea la aterraba. La prensa la había acosado después de que su madre intentara suicidarse en su piso. Había pasado con ella tres semanas y había tomado tres sobredosis de pastillas, no tan graves como para tener que hospitalizarla, pero sí lo bastante como para que Audrey estuviera decidida a impedir que se casara con el golfo de Harlan Fox.

–¿Y Lucien?

–¿Qué pasa con Lucien? –bastaba con pronunciar su nombre para que Audrey se tensara.

–¿Y si él intenta localizarte?

–Dudo que quiera hacerlo. De todas formas, tiene mi teléfono.

Aunque no lo hubiera usado nunca. ¿Por qué habría de haberlo hecho? Ella no era su tipo ni de lejos. A Lucien le iban las altas, rubias y sofisticadas; mujeres que no bebían en exceso cuando estaban nerviosas o se sentían inseguras.

–¡Qué suerte tienes de estar entre sus contactos! –dijo Rosie con gesto soñador–. Ojalá yo tuviera su número. ¿No me lo…?

Audrey negó con la cabeza.

–Sería una pérdida de tiempo. Él no sale con chicas normales como nosotras. Solo con supermodelos.

Rosie suspiró.

–Ya. Como esa con la que lleva saliendo varias semanas, Viviana Prestonward.

Audrey sintió un nudo en el estómago.

–¿Ah, sí? –dijo con voz aguda. Carraspeó–: Ah, ya. Sí, como esa.

–Viviana es guapísima –comentó Rosie entre admirada y celosa–. He visto una fotografía de los dos en una fiesta de beneficencia del mes pasado. Parece que están a punto de comprometerse. Las hay con suerte…

–No estoy segura de que Lucien Fox sea un premio –dijo Audrey sin poder evitar el tono de amargura–. Puede que sea guapo y rico, pero es arrogante y rígido.

Rosie ladeó la cabeza y volvió a mirarla como si fuera un animal exótico.

–Ahora que vais a volver a ser hermanastros, puede que te pida que seas dama de honor en su boda.

Audrey apretó los dientes.

–Si puedo evitarlo, no vamos a volver a ser nada.

 

 

Audrey dejó Londres atrás y en un par de horas tomaba la carretera comarcal que conducía a la casa de campo de Cotswolds. Era la casa que su madre había comprado con su primer papel en televisión. A Audrey le extrañaba que no la hubiera vendido y que hubiera sobrevivido a varios maridos y a otras tantas casas.

Era demasiado pequeña como para que la prensa confiara en encontrar allí a Sibella y a Harlan, y por eso era el primer sitio en la lista de Audrey. Su madre le había dejado una nota junto con la invitación de boda, insinuándolo: Me voy a oler los narcisos con Harlan.

Solo podía referirse a Bramble Cottage, cuyo jardín en aquella época del año estaba plagado de narcisos: junto al sendero, en la pradera, bajo los árboles, en la orilla del arroyo… A Audrey siempre le habían entusiasmado las masas amarillas que formaban.

Bramble Cottage era el escondite perfecto, y estaba al final de un camino de acceso flanqueado por árboles de ramas arqueadas que formaban un túnel de hojas. El camino cruzaba un puente desvencijado sobre un arroyo que en ocasiones se llenaba parcialmente de agua de lluvia hasta poder ser considerado un río.

Cuando acudía allí con su madre, de niña, los árboles le daban miedo porque creía que sus ramas descendían para intentar atraparla. Cruzar aquel túnel era para ella como entrar en un mundo mágico donde solo existían ella y su madre. Un mundo seguro, donde no habían hombres desconocidos entrando y saliendo del dormitorio de su madre. Ni fotógrafos intentando conseguir una fotografía de la tímida hija de Sibella.

Audrey no percibió ninguna señal de vida en la casa cuando bajó del coche, pero sabía que su madre y Harlan habrían ocultado bien sus huellas. Al acercarse, notó que parecía un tanto abandonada. Había pensado que un guardés cuidaba de ella. A veces pasaban meses o incluso un par de años entre las visitas de su madre. El jardín estaba descuidado, pero ello solo añadía encanto al lugar. A Audrey le encantaba cómo las plantas se desbordaban de los parterres y las flores impregnaban el aire con su fresca fragancia a primavera.

Dejó el coche bajo la sombra de un gran roble, a suficiente distancia como para que quedara oculto de la carretera por la que podían pasar los periodistas. Cuando vio unas marcas frescas de neumáticos delante de la casa se felicitó mentalmente por haber acertado. Se agachó para inspeccionarlas. Un coche había pasado por allí, lo que significaba que Harlan y su madre debían de estar relativamente cerca. Tal vez habían ido a comprar provisiones. «O algo». Lo más probable, grandes cantidades de alcohol.

Irguiéndose, miró al cielo, que súbitamente se había oscurecido. Esa era otra de las cosas que a Audrey le encantaban: ver una tormenta primaveral desde el acogedor interior de la casa. Aunque encontró la llave bajo la maceta de la izquierda de la puerta, prefirió llamar, por si su madre o Harlan estaban dentro. Al no recibir respuesta, usó la llave para entrar, justo cuando empezaban a caer las primeras gotas de lluvia.

Miró a su alrededor, pero no daba la sensación de que nadie hubiera pasado por allí en mucho tiempo y a Audrey le sorprendió haber interpretado mal el mensaje de su madre.

Miró las telarañas que colgaban de la pantalla de una lámpara y se estremeció. Había una fina capa de polvo sobre el mobiliario y olía a cerrado. Ni siquiera el guardés debía de haber pasado por allí desde hacía una eternidad. Audrey decidió poner a prueba la cara terapia a la que se había sometido para curarse de la fobia a las arañas. Descorrió las cortinas para dejar entrar la luz; las nubes que se habían ido acumulando y algún ocasional rayo, teñían el exterior de un tono amarillo verdoso. Encendió la lámpara del salón, que proyectó una luz hogareña sobre los mullidos sofás y el sillón de orejas que había delante de la chimenea.

Audrey se debatió entre la desilusión de no haber localizado a su madre y a Harlan y el placer de tener la casa para ella sola. Decidió quedarse un par de horas y ordenar un poco, o incluso pasar allí la noche mientras se le ocurría un plan alternativo.

Al mismo tiempo, y puesto que había huellas recientes de un coche, intentó animarse diciéndose que tal vez su madre y Harlan volverían en cualquier momento, y podría convencerlos de que no celebraran una ridícula tercera boda.

Miró la chimenea y al ver madera pequeña y leña en la cesta que había al lado, se dispuso a encender un fuego. Dado que a menudo la luz se cortaba durante las tormentas le pareció mejor estar preparada para un eventual apagón.

Como si bastara con pensarlo para que sucediera, la lámpara parpadeó, un rayo iluminó el cielo y, tras un ensordecedor trueno que sobresaltó a Audrey, la bombilla volvió a parpadear antes de apagarse.

«Solo es una tormenta», se dijo. «A ti te encantan las tormentas».

Y era verdad, solo que aquella era más fuerte de lo habitual.

En medio del ruido de la lluvia golpeando los cristales y del rumor de los truenos, oyó otro sonido: neumáticos sobre la gravilla del camino de acceso.

¡Su intuición no le había fallado! Audrey corrió a la ventana y le dio un vuelco el corazón.

«No, no, no».

¿Qué hacía allí Lucien Fox?

Se escondió tras la cortina mientras le veía acercarse, preguntándose si habría visto su coche oculto tras el roble.

Oyó que llamaba con decisión a la puerta. ¿Cómo podía haber cometido el error de no cerrarla con llave? La puerta se abrió y luego se cerró.

Audrey no supo si salir de su escondite o confiar en que se fuera sin encontrarla. Oyó sus pisadas sobre la madera del salón y contuvo el aliento. Luego, más pasos y puertas abriéndose y cerrándose.

–¿Harlan? ¿Sibella?

Audrey se dijo que era demasiado tarde para salir de su escondite. Tenía que confiar en que Lucien viera que la casa llevaba tiempo abandonada… ¡Excepto por la leña que ella había empezado a colocar en la chimenea! Se le aceleró el pulso. Había estado a punto de prender la cerilla cuando se había ido la luz y la había dejado junto a la caja, delante de la chimenea.

¿La vería Lucien?

Oyó crujir el suelo de madera de nuevo y se quedó paralizada. Pero entonces, el polvo de la cortina le produjo un hormigueo en la nariz. Si había algo que la caracterizaba eran sus estruendosos estornudos, y podía notar dentro de ella un estornudo adquiriendo la fuerza de un viento huracanado. Se puso un dedo bajo la nariz y apretó; todo el cuerpo le tembló por el esfuerzo de contener la explosión.

Un enorme rayo rasgó en ese momento el cielo, seguido de un atronador trueno que por un instante hizo a Audrey olvidarse del estornudo. Se asió a la cortina preguntándose si habría sido alcanzada por el rayo. Pero al sujetar la cortina, acercó la polvorienta tela a su nariz y el impulso de estornudar se hizo incontrolable.

–¡Aa…aa… chíís!

Fue como una bomba que la propulsara hacia delante sin darle tiempo a soltar la cortina. Arrastrando consigo el raíl, cayó al suelo ruidosamente.

Incluso desde debajo de la densa cortina, Audrey oyó mascullar a Lucien. Luego, sus manos retiraron la cortina hasta destapar el bulto que cubría.

–¿Qué demonios…?

–Hola… –le saludó ella, sentándose,

Lucien frunció el ceño.

–¿Tú?

–Sí, yo –Audrey se puso en pie torpemente, arrepintiéndose de haberse puesto un vestido en lugar de pantalones, pero los vaqueros hacían que sus muslos parecieran más gordos de lo que ya eran, así que los evitaba.

Se estiró el vestido. ¿Estaría Lucien comparándola con su elegante novia? Seguro que si ella salía de debajo de una cortina polvorienta seguiría estando perfecta. Hasta sus estornudos serían delicados. Y estaría espectacular en vaqueros.

–¿Qué haces aquí?

–Buscar a mi madre y a tu padre.

Lucien enarcó las cejas con sarcasmo.

–¿Detrás de la cortina?

–Muy gracioso. ¿Y qué haces tú aquí?

–Lo mismo que tú.

–¿Por qué has pensado que los encontrarías aquí?

Lucien dejó la cortina sobre el respaldo de una silla y el raíl contra la pared.

–Mi padre me mandó un mensaje diciendo que iban a pasar un fin de semana tranquilo en el campo.

–¿Mencionaba los narcisos?

Lucien la miró como si hubiera hablado de hadas.

–¿Narcisos? –preguntó con incredulidad.

–¿No los has visto? El jardín está lleno de ellos.

Lucien esbozó una sonrisa que rectificó al instante con uno de sus severos rictus.

–Sospecho que nos han engañado.

–Deduzco que has recibido la invitación de boda.

Lucien hizo una mueca como si hubiera mordido un limón.

–¿Tú también?

–Sí –Audrey suspiró–. No puedo soportar la idea de volver a hacer de dama de honor de mi madre. Tiene tan mal gusto con los vestidos de dama de honor como con los hombres.

Lucien no se inmutó por el insulto implícito a su padre.

–Tenemos que detenerlos antes de que cometan el mismo error.

–¿Nosotros?

Lucien clavó sus ojos azules en Audrey. ¿Cómo era posible tener los ojos del color del zafiro? ¿Y por qué él tenía unas pestañas tan largas y pobladas mientras que ella tenía que usar rímel?

–Será más fácil que los localicemos entre los dos. ¿Dónde va tu madre cuando quiere escapar de los paparazzi?

Audrey puso los ojos en blanco.

–Últimamente nunca quiere evitarlos. En el pasado solía venir aquí, pero da la sensación de que no ha venido desde hace meses.

Lucien pasó un dedo por un polvoriento estante.

–¿Se te ocurre algún otro sitio donde haya podido ir?

–¿Las Vegas?

–No creo. Acuérdate de lo que pasó la última vez.

Audrey habría preferido olvidarlo. Después del vergonzoso episodio del beso a Lucien, su madre y el padre de él se habían emborrachado y habían iniciado una pelea durante la recepción tirándose comida a la que se habían unido algunos de los invitados hasta que habían destrozado la sala, tres de los invitados habían sido hospitalizados y otros cuatro detenidos por una pelea que había incluido el lanzamiento de un cuenco con ponche y de una cubitera.

Las revistas del corazón le habían dedicado numerosas páginas y el hotel de la celebración había prohibido la entrada a Sibella y a Harlan. El hecho de que Sibella hubiera sido la primera en lanzar un profiterol había hecho que Lucien la culpara a ella y no a su padre.

–Tienes razón. Además, quieren que estemos presentes en la boda, aunque en la invitación mencionaban solo la fecha y que el lugar sería notificado en el futuro.

Lucien recorrió el salón de un extremo a otro como un tigre enjaulado a la vez que decía:

–Piensa, piensa, piensa.

Audrey no estaba segura de si hablaba consigo mismo o con ella porque siempre que estaba con él le costaba pensar. Su presencia la turbaba. Solo era capaz de observarlo. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida.

Alto y de anchos hombros, con un mentón pronunciado, sus labios siempre le hacían pensar en besos prolongados y sensuales. Llevaba el cabello, negro y ondulado, lo bastante largo como para que le rozara el cuello de la camisa. Aunque estaba afeitado, la barba que se percibía bajo su piel hacía que Audrey siempre se preguntara qué se sentiría al tocarla.

Lucien se detuvo y la miró con el ceño fruncido.

–¿Qué?

Audrey parpadeó.

–¿Qué?

–Yo te lo he preguntado primero.

Audrey se humedeció los labios.

–Solo estaba pensando.

–¿El qué?