La fuga de la princesa - Carol Marinelli - E-Book
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La fuga de la princesa E-Book

Carol Marinelli

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Beschreibung

Juró proteger a la princesa, sin embargo… ¿sería capaz de protegerla de sí mismo? La princesa de Ishla ansiaba disfrutar de una semana de libertad, fuera de la jaula de oro que era su palacio. Allí, tenía prohibido hacer todo aquello con lo que soñaba, como salir a bailar, compartir una cena romántica con un hombre atractivo, besarlo… Estaba decidida a cumplir su sueño. Lo único que debía hacer era volver virgen a su país. Una vez en Australia, encontró al único capaz de hacer realidad sus fantasías. Admirado y temido, Mikael Romanov se había ganado a pulso su reputación de hombre impasible, pero Layla consiguió llegarle al alma enseguida.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Carol Marinelli

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

La fuga de la princesa, n.º 2366 - febrero 2015

Título original: Protecting the Desert Princess

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5770-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

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Capítulo 1

 

—Princesa, Layla, ¿está emocionada por ir…?

Layla esperó con paciencia que la pequeña que tenía ante sí en la pantalla del ordenador encontrara las palabras adecuadas. La princesa daba clase a las niñas de Ishla, mediante conexión por videoconferencia con el colegio. Dedicaba una hora a cada grupo, una vez al mes. En sus intervenciones, animaba a sus alumnas a hablar en inglés y a esforzarse en sus estudios. Y lo cierto era que estaban dando muy buenos frutos.

—Princesa Layla —comenzó de nuevo la niña—. ¿Le parece emocionante viajar a Australia con el príncipe Zahid y la princesa Trinity en su luna de miel?

Ante su pregunta, la clase entera rompió en risitas camufladas. Todas las niñas de aquella clase de cuarto de primaria estaban excitadas con el enlace del guapo príncipe Zahid con Trinity, una bella dama inglesa. Además, ¡les encantaba hablar de bodas y de lunas de miel!

—Muy bien, pequeña —repuso Layla cuando las risas cesaron—. Has hecho tu pregunta con respeto y elegancia. Sí, me emociona acompañar a mi hermano y a su novia a Sídney, Australia. ¿Sabéis que sois la última clase con la que voy a hablar antes de tomar el avión esta misma noche?

La boda de Zahid y Trinity había sido preciosa y toda la isla se había unido a la celebración, a pesar de que apenas habían tenido tiempo para los preparativos, puesto que Trinity estaba embarazada.

Layla se había propuesto que, siempre que las preguntas se formularan con educación, contestaría lo mejor que pudiera. Sin embargo, algunas de las preguntas sobre el embarazo de Trinity habían sido un poco comprometidas. No solo por el tema en cuestión, un poco delicado para la estricta moral de los habitantes de Ishla, sino porque no conocía la mayoría de las respuestas.

Ella siempre había sentido curiosidad por conocer más acerca del mundo, fuera de los muros de palacio.

Incluso antes de haber sabido con quien iba a casarse, Zahid había prometido a su hermana llevarla en su luna de miel. Se suponía que, como futuro rey, Zahid no podía dedicarse a entretener a su esposa todo el día y, por supuesto, habían dado por hecho que esta necesitaría compañía.

Aunque los dos estaban tan enamorados que, quizá, preferirían pasar las vacaciones a solas… De todos modos, Layla no pensaba renunciar a su primera oportunidad de salir del país.

En realidad, se sentía un poco culpable. Y no solo porque sabía que podía estorbar a la feliz pareja, sino por lo que había planeado hacer cuando llegara a Australia.

—Princesa Layla, ¿está asustada?

—Un poco —confesó ella—. Después de todo, nunca he salido de Ishla y no sé qué puedo encontrarme ahí fuera. Pero también estoy muy ilusionada. Llevo mucho tiempo esperando poder vivir esta gran aventura.

—Princesa Layla…

Todas las niñas levantaron las manos. Sus alumnas la adoraban. Siempre hacían sus deberes, solo para poder hablar con su princesa favorita una vez al mes. Tenían muchas preguntas, pero el padre de Layla, el rey Fahid, quería hablar con ella antes de su partida, así que tenía que despedirse.

—No hay más tiempo para preguntas. ¿Queréis desearme buen viaje?

Layla sonrió cuando las pequeñas hicieron lo que les había sugerido.

—¿Nos echará de menos? —quisieron saber las niñas.

—¡Muchísimo! —aseguró la princesa—. Sabéis muy bien que me acordaré de vosotras todos los días.

Y era verdad, pensó Layla un rato después, mientras comprobaba una vez más los detalles de su vuelo.

Pero… ¿le permitiría su padre seguir dándoles clase, después de lo que iba a hacer?

Sin embargo, no era momento para arrepentirse. Asumiría las consecuencias de sus acciones, como se había propuesto hacía mucho tiempo.

Una semana de libertad merecía la pena y soportaría cualquier castigo que su padre quisiera imponerle.

Aunque le aterrorizaba tomar un taxi sola en Australia, repasó de nuevo los detalles de su plan en el ordenador, para estar segura de que sabía lo que tenía que hacer.

¡Adoraba su ordenador!

El rey Fahid se estaba haciendo viejo y, aunque nadie lo sabía en la isla, estaba gravemente enfermo. Por eso, no se había tomado el tiempo necesario para investigar el portátil de su hija como habría hecho hacía años. Su padre ignoraba que, además de usarlo como herramienta para comunicarse con sus alumnas, le servía para tener acceso libre al mundo entero.

Ella siempre había vivido superprotegida. Ni siquiera tenía permiso para poseer teléfono propio, ni había visto nunca la televisión.

El ordenador era un medio para enseñar a las niñas. Al menos, así lo veía Fahid, que estaba orgulloso de que su hija ayudara a las jóvenes de Ishla y que, finalmente, hubiera dejado de comportarse como una rebelde.

Layla volvió a buscar la página web que había estado estudiando desde hacía semanas, desde que había conocido cuál iba a ser el destino de la luna de miel.

¡Allí estaba él!

Al ver su serio, pero atractivo rostro sonrió.

Mikael Romanov era, según los informes que había leído en internet, un abogado de éxito. Se consideraba uno de los mejores criminalistas del mundo, especializado en defender a los acusados. De procedencia rusa, había estudiado en Australia. Duro e impasible, siempre solía ganar los casos en los que trabajaba.

Bien, se dijo. Iba a tener que ser muy duro e impasible para enfrentarse con Zahid y, tal vez, con el rey.

Después de teclear su nombre en un buscador, leyó una traducción de las últimas noticias acerca de él. Aunque ella sabía hablar inglés, no había aprendido a leerlo y a escribirlo.

Mikael salía mucho en la prensa de actualidad. En el presente, estaba defendiendo a un hombre acusado de asesinato y maltrato físico contra su última pareja. Layla había estado siguiendo el caso de cerca todas las noches.

Le encantaba curiosear las fotos del abogado saliendo del juzgado con su toga negra. Mikael no solía ofrecer comentarios a la prensa que lo asediaba. Al parecer, no le importaba que todo el mundo se preguntara cómo podía defender a un criminal tan detestable.

Tal vez, prefería concentrarse en su familia después del trabajo, caviló Layla. En cualquier caso, lo cierto era que no tenía un aspecto muy feliz en las fotos.

Mirando de cerca su boca curvada, Layla se estremeció y, de manera inconsciente, se pasó la lengua por los labios. Era el único rasgo suave que tenía su rostro. Mikael tenía el pelo oscuro, la piel, pálida y siempre iba vestido de forma inmaculada. Ah, y su voz… ¡su voz!

Tras pinchar en una de las escasas entrevistas que habían logrado hacerle, escuchó su voz profunda y con acento ruso, mientras Mikael reprendía al periodista.

—¡Mucho cuidado! —advirtió el abogado, levantando un dedo hacia el reportero—. ¿Acaso necesitas que te recuerde que el veredicto fue dictado por unanimidad?

Layla no había elegido a ese hombre por su atractivo. Aun así, cuanto más lo miraba, más le gustaba y más ganas tenía de conocerlo.

En otras imágenes, que a ella le gustaban menos, aparecía rodeado de mujeres hermosas.

Había una en un yate, con una belleza rubia tumbada en toples en cubierta.

Contemplándola, Layla apretó los labios un momento, pero se obligó a relajarse.

Ella no buscaba sexo. Solo quería pasarlo bien, divertirse y bailar.

Por supuesto, regresaría a Ishla intacta.

Pero había ciertas cosas que quería experimentar antes de casarse con un hombre al que no amaba. Cerró el ordenador y, tumbándose en la cama, se imaginó cómo sería pasar un día sin tener que levantarse ni que hablar con nadie. También se sumergió en sus fantasías de una cena romántica, caminar de la mano de su acompañante… y bailar. Esto último era algo que estaba prohibido en Ishla. Imaginó cómo sus labios besaban otros labios… y abrió los ojos de golpe. Era la boca de Mikael con la que estaba soñando.

No, se dijo a sí misma.

Mikael solo era un medio para lograr un fin.

¡Además él no tenía sangre real!

Ante ese pensamiento, volvió a encender su ordenador. Buscó noticias sobre próximas visitas de personajes reales a Australia, pero suspiró cuando no encontró ninguna.

Jamila, su criada, llamó a la puerta. Deprisa, Layla desplegó en la pantalla de su portátil una partida de ajedrez que estaba jugando y la llamó para que entrara a prepararle el baño.

Cuando estuvo listo, se acercó a la lujosa bañera y se quedó de pie mientras Jamila la desvestía y le tendía la mano para ayudarla a entrar en el agua.

—La temperatura está estupenda —comentó la princesa cuando su criada comenzó a frotarla con el más suave jabón—. ¿Jamila? ¿Estás nerviosa por el viaje a Australia? —preguntó y, cuando la otra mujer titubeó, añadió—: Si no quieres venir, puedo hablar con mi padre para que te quedes. Estoy segura de que puedo arreglármelas sola.

—Estaría más nerviosa si te dejara ir sola a un país extranjero.

Jamila adoraba a la princesa. Había cuidado de ella desde que había nacido… poco tiempo después de que hubiera muerto su madre, la reina.

Layla había sido el bebé que Jamila nunca había tenido… y la amaba como a una hija. Aunque eso era algo que la criada real nunca confesaría.

De la misma manera, Jamila tampoco dejaría que nadie adivinara que amaba en secreto a Fahid, el rey.

—Toma —dijo Jamila, tendiéndole una esponja para que Layla se lavara sus partes íntimas, mientras ella le enjabonaba el pelo.

—Bueno, deberías descansar cuando estemos en Australia —prosiguió Layla—. También tú te mereces unas vacaciones.

—¡Layla! —exclamó la otra mujer, afilando la mirada mientras le aclaraba el pelo—. ¿Qué estás tramando?

—Nada —mintió Layla, encogiéndose de hombros—. Solo creo que deberías tomarte un descanso y relajarte.

La princesa no dijo nada más. Sin embargo, le preocupaba cómo podían afectarle sus planes a Jamila, que era una mujer mayor y de muy estricta moral.

Trinity y Zahid tendrían que sobrellevar el caos provocado por sus acciones lo mejor que pudieran. Después de todo, ellos se habían divertido y sabían lo que era el sexo, pero la pobre Jamila…

Tragando saliva, Layla intentó dejar de pensar en ello. No iba a dar marcha atrás para no herir los sentimientos de su sirvienta.

—Estás muy delgada —observó Jamila, contemplándola en el agua.

—Jamila, aunque no cupiera en la bañera, seguirías pensando que estoy demasiado flaca. ¿Recuerdas cuando era niña y no paraba de comer y tú decías que estaba muy gorda?

Jamila hizo una pausa mientras le aclaraba el pelo. Recordó a la princesa de niña, siempre hambrienta de atención. Destrozado por la muerte de su esposa, su padre no había podido atender sus demandas. Con la esperanza de calmarla, ella le había dado miel, crema y cualquier cosa dulce que pudiera contener sus sollozos.

Habían sido tiempos muy tristes.

—Vamos a vestirte. Tu padre quiere hablar contigo antes de que te vayas.

Layla había elegido una sencilla túnica de algodón color naranja para el viaje. Pero Jamila le preparó un vestido plateado y unas babuchas con pedrería para arreglarse antes de su llegada, pues habría varios altos mandatarios en el aeropuerto para recibirlos. En los dedos de las manos y los pies y en las orejas, lucía preciosas joyas y llevaba el pelo recogido a un lado de la cabeza.

—Puedes retirarte —dijo la princesa y, al ver que su criada seguía allí, frunció el ceño.

—Escucharás a tu padre, ¿verdad?

—Retírate, Jamila.

Cuando se quedó a solas, Layla salió al balcón. El sol empezaba a ponerse y pintaba el cielo de naranja. El desierto parecía de oro fundido. Aunque ella amaba aquel paisaje, quería más. Mirando al cielo, se dijo que el mundo tenía más cosas guardadas para ella, que pronto descubriría.

Sintiéndose un poco culpable, se prometió a sí misma que, después de aquella travesura, nunca más volvería a rebelarse y haría siempre lo que le dijeran.

Sabía que era su última oportunidad.

Hacía cuatro años, la habían vestido de blanco y oro y había bajado las escaleras de palacio para elegir marido entre los hombres que se habían arrodillado a sus pies.

Hussain había sido considerado el mejor candidato. Habían jugado juntos de niños y su padre le había asegurado que casarse con él acarrearía muchos beneficios a su pueblo. Aun así, al llegar al último peldaño, Layla había recordado lo cruel que había sido Hussain con ella de niño y había perdido el equilibrio, en medio de gritos de desesperación.

La doctora de palacio, por suerte, había hecho más llevadera la humillación del momento explicando que la princesa había sufrido una crisis nerviosa a causa de la ansiedad.

Layla sonrió, mirando al cielo. No había tenido que elegir marido ese día.

Y no había sido la ansiedad, sino el recuerdo de lo que Hussain le había hecho en una ocasión.

—¿Cómo se puede hacer que una cerilla arda dos veces? —le había preguntado Hussain cuando Layla había tenido nueve años.

—¿Cómo?

Con los ojos como platos, la joven princesa había sido testigo de cómo el otro niño había prendido una cerilla, la había soplado y, acto seguido, le había hundido el fósforo ardiente en la muñeca.

De inmediato, Layla lo había abofeteado.

Posando los ojos en la pequeña cicatriz de la quemadura, se preguntó qué haría Hussain si su esposa lo abofeteara.

Entonces, entró en su cuarto de nuevo y sacó un pequeño paquete que había guardado oculto en uno de sus cajones.

Tras abrirlo, sostuvo en la mano un rubí negro, conocido como Opium. Se lo había regalado al nacer el rey de Bishram y, sin duda, debía de valer mucho dinero.

Al menos, eso esperaba ella.

Había leído que los honorarios de Mikael eran altos y, tal vez, tendría que pagarle.

Con rapidez, se guardó el rubí entre la ropa, frunciendo el ceño al recordar algo que había leído en internet acerca de las aduanas australianas. Para tranquilizarse, se dijo que todo iba a salir bien.

Armándose de decisión, se encaminó hacia el despacho de su padre, donde Abdul, su ayuda de cámara, la dejó entrar.

—¿Tienes ganas de hacer este viaje? —preguntó Fahid, después de haber despedido a Abdul para poder hablar con ella a solas.

—Muchas, padre.

—En el hotel, tendrás tu propia habitación, adyacente a la de Jamila. Ella te cuidará mientras estés allí y, el resto del tiempo, estarás con Trinity o Zahid.

—Lo sé.

—Si vas a un restaurante, Trinity debe acompañarte y, si quieres ir al…

—¡Padre! —lo interrumpió ella—. Conozco las normas.

—Solo quiero protegerte —explicó el rey y miró a su hija, a la que amaba con todo su corazón. Era una joven independiente y arrogante, aunque al mismo tiempo lo desconocía todo del mundo, pues siempre había vivido en palacio—. Layla, no te he pedido que vengas para darte un sermón. Quiero que escuches lo que tengo que decirte. Las cosas son muy diferentes en el extranjero… y la gente es distinta también. Hay tráfico… —continuó y se encogió al imaginarse a su pequeña rodeada de coches, cuando ella nunca había tenido que cruzar una calle.

—Sé que estás preocupado por mí, padre. Sé que me has querido desde que nací…

El rey cerró los ojos. Su hija había tocado su fibra sensible. Él no la había querido desde que había nacido.

De hecho, Fahid había rechazado a Layla durante más de un año. A veces, se preguntaba si esa era la razón por la que su hija era tan rebelde y desobediente. Sin embargo, era imposible que ella recordara sus primeros meses de vida.

Desde hacía tiempo, estaba muy preocupado por ella y esperaba que un marido estricto y firme, como Hussain, supiera mantenerla a raya.

De todas maneras, cuando se casara, iba a echarla mucho de menos…

—¿Quieres hacerme alguna pregunta? —se ofreció el rey.

—Sí. Padre, he leído que en la aduana del aeropuerto pueden registrar tus cosas, hasta tu cuerpo… —comenzó a decir ella e hizo una pausa al ver la reacción de su padre—. ¿Por qué te ríes?

—¡Oh, Layla! —exclamó Fahid, secándose las lágrimas de risa—. Eso no se aplica a ti. No tendrás que preocuparte del papeleo ni del equipaje, por supuesto.

—Gracias, padre.

—Te quiero, Layla —dijo él, tomándola entre sus brazos.

—Y yo a ti —repuso ella y, cuando lo abrazó, los ojos se le llenaron de lágrimas—. Siento si te hago enfadar a veces… por favor, no pienses que es porque no te quiero.

—Lo sé.

Lo que el rey no sabía era que Layla no se estaba disculpando por el pasado, sino por lo que estaba por venir.

Capítulo 2

 

Lo que faltaba!

Mikael no tuvo más remedio que parar cuando un policía detuvo el tráfico delante de él.

Aunque tenía mucho en lo que pensar, pues esa mañana tendría que presentar su alegación final en el juicio, puso la radio para enterarse de por qué había ese atasco. Tenía que haberse quedado en su piso en la ciudad, en vez de irse a su casa en la playa la noche anterior, se dijo. Pero había necesitado alejarse un poco de todo.

Su casa en la playa era su refugio y, asfixiado por los escabrosos detalles del caso que tenía entre manos, había sentido la urgencia de respirar un poco de aire fresco.

Pronto terminaría todo, se recordó a sí mismo.

—Pizdet —maldijo Mikael en ruso, cuando descubrió que la razón del atasco era la visita de una familia real a la ciudad.

Entonces, escuchó algo que decían sobre él en las noticias.

Un locutor comentó que Mikael Romanov iba a perder en esa ocasión, que no había manera de que su cliente saliera libre…

Luego, empezaron a llamar oyentes, que se dedicaron a lincharlo en directo. No a su cliente, sino a él.

—¿Qué clase de persona es ese Romanov? —preguntaba una airada mujer—. ¿Cómo puede dormir por la noche?

Bostezando de aburrimiento, Mikael apagó la radio.

Entonces, sonó su móvil y, tras ver que era Demyan, respondió.

—¿Alguna novedad? —preguntó Mikael, porque la esposa de Demyan estaba a punto de dar a luz.

—Tenemos una niña… Annika —informó Demyan, emocionado—. Es hermosa. Tiene el pelo rizado, como Alina…

—Felicidades —dijo Mikael, tras escuchar con impaciencia todos los detalles de la recién nacida—. ¿Tengo que ir a visitaros al hospital? ¿Cómo se hacen estas cosas?

Demyan rio. Sabía que su amigo no tenía concepto de la familia ni delicadeza ninguna, ya que se había criado sin padres ni nadie que lo protegiera.

—No tienes que venir al hospital. Pero, cuando termine el juicio, estaría bien que nos visitaras antes de recluirte en tu yate. Tengo muchas ganas de que conozcas a Annika.

—Eso haré —aseguró Mikael—. Las alegaciones finales terminarán mañana, luego, habrá que esperar el veredicto.

—¿Cómo va el juicio?

—Muy lento. Estos dos meses se me han hecho interminables.