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Aristoteles

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Beschreibung

«La Gran Moral» o «Magna moralia» abreviado como MM,​ es el título latino de la obra atribuida a Aristóteles. La obra es más breve que los otros dos tratados de ética de Aristóteles, la «Ética a Eudemo» y la «Ética a Nicómaco», y se compone solamente de dos libros.

En el Libro I, se sostiene que la moral es parte y principio de la política y que el bien supremo para el ser humano no es el bien en general, ni el bien divino, sino un bien concreto que se encuentra dentro de cada ser, que no es otro que la felicidad en el ser humano, la cual es un bien en sí mismo completo.

En el Libro II la obra estudia el placer, la buena fortuna y la amistad.

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Aristóteles

LA GRAN MORAL

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-937-6

Greenbooks editore

Edición digital

Diciembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-937-6
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Indice

LA GRAN MORAL

LA GRAN MORAL

LIBRO PRIMERO

Capítulo primero

De la naturaleza de la moral

Siendo nuestra intención tratar aquí de cosas pertenecientes a la moral, lo primero que tenemos que hacer es averiguar exactamente de qué ciencia forma parte. La moral, a mi juicio, sólo puede formar parte de la política. En política no es posible cosa alguna sin estar dotado de ciertas cualidades; quiero decir, sin ser hombre de bien. Pero ser hombre de bien equivale a tener virtudes; y por tanto, si en política se quiere hacer algo, es preciso ser moralmente virtuoso. Esto hace que parezca el estudio de la moral como una parte y aun como el principio de la política, y por consiguiente sostengo que al conjunto de este estudio debe dársele el nombre de política más bien que el de moral.

Creo, por lo tanto, que debe tratarse, en primer término, de la virtud, y hacer ver cómo es y cómo se forma, porque ningún provecho se sacará de saber lo que es la virtud sino se sabe también cómo nace y por qué medios se adquiere. Sería un error estudiar la virtud con el único objeto de saber lo que es, porque es preciso estudiarla para saber cómo se adquiere, puesto que en el presente caso queremos, a la vez, saber la cosa y conformarnos nosotros mismos a ella; y es claro que seremos incapaces de conseguirlo si ignoramos el origen de donde procede y cómo puede producirse.

Por otra parte, es un punto muy esencial saber lo que es la Virtud, porque no sería fácil saber cómo se forma y cómo se adquiere, si se ignorara su naturaleza, como no lo sería el resolver cualquiera cuestión de este género en todas las demás ciencias. Un punto no menos indispensable es saber lo que otros antes que nosotros han podido decir sobre esta materia.

El primero que se propuso estudiar la virtud fue Pitágoras, pero no pudo lograr su propósito, porque queriendo referir las virtudes a los números, no creó con esto una teoría especial de las virtudes; pues la justicia, dígase lo que se quiera, no es un número igualmente igual, un número cuadrado. Sócrates, que vino al mundo mucho después que él, trató este punto con más extensión y profundidad, mas tampoco consiguió su objeto. Quiso convertir las virtudes en conocimientos, y es absolutamente imposible que semejante sistema sea verdadero. Los conocimientos sólo se forman con el auxilio de la razón, y la razón está en la parte inteligente del alma. Por consiguiente, todas las virtudes se forman, según Sócrates, en la parte racional de nuestra alma. Y así, formando de las virtudes otros tantos conocimientos, suprime la parte irracional del alma, y destruye de un golpe en el hombre la pasión y la virtud moral. Sócrates, desde este punto de vista, no estudió bien las virtudes. Después de estos dos filósofos vino Platón, que dividió muy acertadamente el alma en dos partes, una racional y otra que carece de razón, y a cada una de estas dos partes atribuyó las virtudes que le son realmente propias. Hasta aquí marcha bien pero después ya no está bien en lo cierto.

Mezcla el estudio de la virtud con su tratado sobre el bien, y en este punto no tiene razón, porque no es éste el lugar que debe ocupar. Hablando de los seres y de la verdad, ninguna necesidad tenía de hablar de la virtud, porque, en el fondo, estos dos objetos nada tienen de común.

He aquí cómo nuestros predecesores han tocado estas materias, y hasta qué extremo las han llevado. Exponiendo lo que tenemos que decir sobre este punto, no haremos sino continuar su obra.

Por lo pronto, es preciso tener en cuenta que todo conocimiento y toda facultad ejercida por el hombre tienen un fin, y que este fin es el bien. No hay conocimiento ni voluntad que tenga el mal por objeto. Luego, si el fin de todas las facultades humanas es bueno, es incontestable que el mejor fin pertenecerá a la mejor facultad. Pero la facultad social y política es la facultad mejor en el hombre, y por consiguiente su fin es el bien por excelente. Deberemos, pues, hablar del bien, pero no del bien entendido de una manera absoluta, sino del bien que se aplica especialmente a nosotros. No se trata aquí del bien de los dioses, porque esto requiere un estudio distinto e indagaciones de otro género. El bien de que tenemos que tratar es el bien desde el punto de vista político, para lo cual conviene hacer, desde luego, una distinción. ¿De qué bien se intenta hablar? Porque esta palabra bien no es un término simple, puesto que lo mismo se llama bien a lo que es mejor en cada especie de cosas, y que es, generalmente, lo que es preferible por su propia naturaleza, que a aquello cuya participación hace que otras cosas sean buenas, y entonces entendemos que es la Idea del bien. ¿Nos ocuparemos de esta Idea del bien o deberemos despreciarla y considerar tan sólo el bien que se encuentra realmente en todo lo que es bueno? Este bien efectivo y real es muy distinto de la Idea del bien. La Idea del bien es cierta cosa separada, que subsiste por sí aisladamente, mientras que el bien común y real de que queremos hablar se encuentra en todo lo que existe. Este bien real no es el mismo que es otro bien que está separado de las cosas, mediante a que lo que está separado y lo que por su naturaleza subsiste por sí mismo jamás pude encontrarse en ninguno de los otros seres. ¿Deberemos, por tanto, ocuparnos con preferencia del estudio de este bien que se encuentra y subsiste realmente en las cosas? Y si no es posible desentenderse de él, ¿por qué deberemos estudiarle? Porque este bien efectivamente es común a las cosas, corno lo prueban la definición y la inducción. Y así la definición, que se propone explicar la esencia de cada cosa, nos dice que una cosa es buena o que es mala, o que es de tal o cual manera. La definición en este caso nos enseña que el bien tomado en general es lo que es apetecible en sí y por sí, y el bien que se encuentra en cada una de las cosas reales es igual al de la definición.

Pero si la definición nos dice lo que es el bien, no hay conocimiento ni facultad alguna que diga de su propio fin que él es bueno. Otra ciencia es la que está llamada a examinar esta cuestión superior; por ejemplo, ni el médico ni el arquitecto nos dicen que la salud o la casa sean buenas, y se limitan a decirnos, el primero, que da la salud y cómo la da, y el segundo, que construye la casa y cómo la construye.

Esto nos prueba claramente que no toca a la política explicar el bien que es común a todas las cosas, porque la política no es más que una ciencia como todas las demás, y ya hemos dicho que no pertenece a ninguna ciencia ni a ninguna facultad tratar del bien como su fin propio, y, por consiguiente, no compete a la política hablar de este bien común que nos ha dado a conocer la definición. Ni tampoco puede ella tratar de este bien común, según nos lo ha revelado el procedimiento de inducción. ¿Y por qué?

Porque cuando queremos indicar especialmente un bien cualquiera en particular, podemos hacerlo de dos maneras. Primero, recordando la definición general, podemos hacer ver que la misma explicación que conviene al bien en general conviene también a esta cosa que queremos designar especialmente como buena. En segundo lugar, podemos recurrir al procedimiento de inducción; por ejemplo, si queremos demostrar que la grandeza de alma es un bien, diremos que la justicia es un bien, que el valor es un bien, y, en general, que todas las virtudes son bienes; es así que la grandeza de alma es una virtud; luego, la grandeza de alma es un bien. Se ve, pues, que la ciencia política no

tiene tampoco que ocuparse de este bien común que conocemos por inducción, porque la misma imposibilidad señalada arriba se ofrecerá en este caso como se ofrece con respecto al bien común dado por la definición, porque entonces la ciencia llegaría a decir también que su propio fin es un bien. Por consiguiente, la política debe tratar del bien más grande, pero, añado yo, del bien más grande con relación a nosotros.

En resumen, se ve claramente que ni a una sola ciencia, ni a una sola facultad pertenece hablar del bien en su totalidad y en tal. ¿De dónde nace esto? Nace de que el bien se encuentra en todas las categorías: en la sustancia, en la cualidad, en la cantidad, en el tiempo, en la relación, en el lugar; en una palabra, en todas sin excepción. Pero en cuanto al bien que sólo se refiere a un momento dado del tiempo, en la medicina, por ejemplo, sólo el médico que conoce; lo mismo que en la náutica sólo el marino; y en general, en cada ciencia el sabio que a ella se consagra. En efecto, el médico sabe el momento en que es preciso hacer una amputación, como el marinero sabe el momento en que es preciso hacerse a la vela. Cada uno en su esfera conoce el momento que es bueno para todo aquello que le concierne. Y así el médico no podrá conocer ese momento crítico en el arte náutico, como el marinero no lo conocerá en la medicina. No es, pues, así cómo debe hablarse del bien común en general, porque el bien relativo al tiempo es un bien común a todas las ciencias. Así también el bien que se refiere a la categoría de la relación y que está igualmente en las demás categorías, es común a todas. Pero ni a una sola al tiempo que se encuentra en cada una de la categoría en la misma forma que la política no debe ocuparse del bien en general, y lo que debe estudiar es el bien real y el mejor de los bienes, pero el mejor con relación a nosotros.

Añado que cuando se quiere hacer alguna demostración es preciso servirse de ejemplos que no sean perfectamente claros; y sí valerse de otros evidentes, para aclarar las cosas que lo han menester; se necesitan ejemplos materiales y sensibles para las cosas del entendimiento, porque éstos son mucho más tangibles; y he aquí por qué cuando se intenta explicar el bien no debe traerse a cuento la Idea del bien. Sin embargo, hay gentes que se imaginan que no se puede hablar debidamente del bien sin acudir forzosamente a su idea o la Idea del bien. Es preciso, dicen, hablar de este bien, por que es el bien por excelencia, y como en todas las cosas la esencia, tiene este carácter eminente, concluyen de aquí que la Idea de bien es el supremo bien. No niego que este razonamiento tenga algo de verdadero. Pero la ciencia, el arte político de que aquí se trata, no tiene en cuenta este bien, porque lo que indaga es el bien relativo a nosotros mismos. Así como ninguna ciencia ni arte dice que el fin que se propone es bueno, la política tampoco lo dice del suyo, y por consiguiente no discute ni habla del bien que sólo se refiere a la idea.

Pero se dirá, quizá, que es conveniente y posible partir de este bien ideal como de un principio sólido, y tratar en seguida de cada bien particular. Rechazo este método, porque jamás debe recurrirse a otros principios que los que sean propios de la materia que se va a estudiar. Por ejemplo, para probar que un triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos rectos, sería un absurdo partir del principio de que el alma es inmortal.

Este principio nada tiene que hacer con la geometría, y un principio debe ser siempre propio y ligado con su objeto, y en el ejemplo que acabo de presentar se puede muy bien probar que un triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos rectos sin el principio de la inmortalidad del alma. En la misma forma se pueden estudiar muy bien los demás bienes, sin acordarse de la Idea del bien, porque la idea no es el principio propio de este bien especial que se busca y se estudia.

Sócrates persigue una sombra cuando quiere convertir las virtudes en otras tantas ciencias. Mejor hubiera sostenido este otro principio de que en la naturaleza nada se hace en vano, y entonces habría visto que si las virtudes son ciencias, como dice,

resultaría necesariamente que las virtudes son perfectamente vanas. ¿Y por qué? Porque en todas las ciencias, desde el momento que se sabe de una lo que es, es uno, no sólo conocedor, sino poseedor de ella. Por ejemplo, si se sabe lo que es la medicina, desde aquel acto el que la sabe es médico, y lo mismo en todas las demás ciencias. Pero nada de esto sucede respecto a las virtudes, porque podrá uno saber lo que es la justicia no por eso se hace justo en el acto, y lo mismo sucede con todas las demás. Y así las virtudes serían perfectamente vanas en esta teoría, preciso decir que no consisten únicamente en la ciencia.

Capítulo segundo División de los bienes

Sentados estos preliminares, procuraremos distinguir las diferentes acepciones de la palabra bien. Entre los bienes, unos son verdaderamente preciosos y dignos de estimación, otros sólo son dignos de alabanza, y otros, en fin, no son otro cosa que las facultades que el hombre puede emplear en un sentido o en otro. Entiendo por preciosos y dignos de estimación los que tienen algo de divino y que son lo mejor respecto a todo lo demás, como el alma y el entendimiento. También tengo por tal lo que es primero y anterior, lo que tiene el concepto de principio y las demás cosas de este género, porque los bienes preciosos son aquellos que se suponen de un gran precio y dignos de un gran honor, de cuya condición participan los que acabamos de enunciar. Y así la virtud es cosa muy preciosa cuando, debido a ella, se hace uno hombre de bien, porque entonces el hombre que la posee ha llegado a la dignidad y a la consideración de la virtud. Hay otros bienes que sólo son laudables; tales son, por ejemplo, las virtudes, porque la alabanza en este caso de las acciones que ellas inspiran. Otros bienes no son más que simples potencias y simples facultades como el poder, la riqueza, la fuerza, la belleza, porque estos bienes son de tal calidad, que el hombre de bien puede hacer de ellos un buen uso, lo mismo que el malvado puede hacerle malo. Por esto digo que existen sólo en potencia. Sin embargo, también son bienes, porque la estimación que se da a cada uno de ellos se gradúa por el uso que de ellos hace el hombre de bien y, no por el que hace el hombre malo. Además los bienes de este género deben, las más de las veces, su origen al azar que les produce. En este caso, por lo común, están la riqueza y el poder, lo mismo que todos los otros bienes que se colocan en la categoría de simples poderes. Puede contarse también una cuarta y última clase de bienes, la de los que contribuyen a mantener y hacer el bien, como, por ejemplo, la gimnasia para la salud, y otras cosas análogas.

También se pueden dividir los bienes de otra manera. Pueden distinguirse los bienes que siempre y en todas partes son deseables y otros que no lo son. La justicia, y en general todas las virtudes, son siempre y en todas partes deseables. La fuerza, la riqueza, el poder y las demás cosas de este orden no son siempre ni a todo trance apetecibles. He aquí otra división. Entre los bienes pueden distinguirse los que son fines y los que no lo son. La salud es un fin, un término, pero lo que se hace para conservarla no es un fin. En todos los casos análogos el fin es siempre mejor que las cosas por medio de las cuales se busca aquél; por ejemplo, la salud vale más que las cosas que deben procurarla. En una palabra, el objeto universal, en vista del cual se hace todo lo demás, siempre queda muy por encima de las otras cosas que se hacen para servirle. Entre los fines mismos, el fin que es completo siempre es mejor que el fin incompleto. Llamo completo aquello que, una vez adquirido, no nos deja desear otra cosa, e incompleto cuando, después de obtenido también por nosotros, aún advertimos la necesidad de alguna otra cosa. Por ejemplo, poseyendo la justicia, aún advertimos la necesidad de algo más que ella; pero

teniendo la felicidad nada echamos de menos. El bien supremo que buscamos es, pues, el que constituye un fin último y completo; este fin último y completo es el bien; y hablando en términos generales, el fin es el bien.