La guerra de los mundos - H. G. Wells - E-Book

La guerra de los mundos E-Book

H G Wells

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Beschreibung

Las fábulas ideadas por Herbert George Wells (1866-1946), uno de los padres, acaso el más notable, de la ciencia ficción, han demostrado a lo largo del tiempo mantener un vigor y tocar unos resortes del inconsciente humano que a menudo las han elevado a iconos del mundo moderno. "La guerra de los mundos" (1898), relato trepidante que narra la invasión de la Tierra por los marcianos y que supuso por primera vez la irrupción de seres de otros planetas en el nuestro, marcó en buena medida la fantasía del siglo XX y abrió un filón (el del contacto de los hombres con seres extraterrestres) que no tardó en convertirse en uno de los más importantes de la ciencia ficción, sirviendo de inspiración a numerosos artistas posteriores en los ámbitos de la radio, el cine, la literatura, el cómic y la televisión.

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Seitenzahl: 298

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Herbert George Wells

La guerra de los mundos

ALIANZA EDITORIAL

Pero ¿quién vive en esos Mundos si están habitados?...¿Somos nosotros o ellos los señores del Universo?...¿Y por qué han de estar hechas todas las cosas para el hombre?

Kepler (cita de Burton enLa anatomía de la melancolía)

Libro primeroLa llegada de los marcianos

1La víspera de la guerra

Nadie habría creído en los últimos años del siglo XIX que las cosas humanas fueran escudriñadas aguda y atentamente por inteligencias superiores a la del hombre, y mortales, sin embargo, como la de éste; que mientras los hombres se afanaban en sus asuntos fuesen examinados y estudiados casi tan de cerca como pueden serlo en el microscopio las transitorias criaturas que pululan y se multiplican en una gota de agua. Con infinita suficiencia iban y venían los hombres por el mundo, ocupándose en sus asuntillos, serenos en la seguridad de su imperio sobre la materia. ¡Es posible que bajo el microscopio obren de igual manera los infusorios! Nadie imaginó que de los más antiguos mundos del espacio pudiera sobrevenir un peligro para la existencia humana; ni se pensaba en esos mundos más que para desechar como imposible o improbable la idea de que hubiese en ellos vida. Es curioso recordar ahora algunos hábitos mentales de aquellos lejanos tiempos. A lo sumo, los habitantes de la Tierra se figuraban que en el planeta Marte podía haber otros hombres, inferiores probablemente a ellos, y dispuestos a recibir con los brazos abiertos cualquier expedición misionera. Sin embargo, a través de los abismos del espacio, espíritus que son a los nuestros lo que nuestros espíritus son a los de las bestias de alma perecedera; inteligencias vastas, frías e implacables contemplaban esta Tierra con ojos envidiosos y trazaban con lentitud y seguridad sus planes de conquista. Y en los comienzos del siglo veinte sobrevino la gran desilusión.

El planeta Marte, apenas necesito recordárselo al lector, gira alrededor del Sol a una distancia media de 225 millones de kilómetros y la luz y el calor que recibe es justamente la mitad de los recibidos por nuestro mundo. Si la teoría de las nebulosas encierra alguna verdad, debe de ser el planeta Marte más viejo que el nuestro, y largo tiempo antes de que la Tierra se solidificara debió de comenzar la carrera de la vida sobre su superficie. El hecho de que su volumen escasamente llegue a la séptima parte del nuestro ha debido acelerar su enfriamiento hasta la temperatura en que sólo es ya posible la subsistencia de la vida. Tiene aire y agua y cuanto es necesario para el sostén de la existencia animada.

Pero el hombre es tan vano, tanto le ciega su vanidad, que ningún escritor antes del fin del siglo XIX expresó el pensamiento de que allá lejos la vida intelectual, caso de existir, se hubiese desarrollado muy por encima del humano nivel. Ni siquiera se comprendía que por ser Marte más viejo que la Tierra, por no contar sino apenas una cuarta parte de nuestra área superficial y por estar más alejado del Sol, tenía necesariamente que hallarse no sólo más distante del comienzo de la vida, sino más cerca del final.

El secular enfriamiento, que alcanzará algún día a nuestro planeta, ha avanzado ya mucho en el vecino. Sus condiciones físicas son aún en buena parte un misterio, pero sabemos ya que ni en sus regiones ecuatoriales la temperatura de las doce del día llega a la de nuestros inviernos más rigurosos. Su atmósfera es más tenue que la nuestra, sus océanos se han recogido al punto de no cubrir sino la tercera parte de la superficie y, al cambiar sus lentas estaciones, enormes montañas de hielo y de nieve se levantan y se funden en sus polos, inundando periódicamente las zonas templadas. Ese grado último de agotamiento, que es aún para nosotros increíblemente lejano, se ha convertido para los habitantes de Marte en el problema capital. La presión inmediata de la necesidad ha iluminado sus entendimientos, desenvuelto sus facultades y endurecido su corazón. Y al mirar a través del espacio, con aparatos e inteligencias que apenas nos es dable concebir, han visto a la más próxima distancia, a sólo 55 millones de kilómetros en dirección al Sol, una estrella matutina de esperanza, nuestro propio y más cálido planeta, de verde vegetación y de aguas grises, de atmósfera nublada, testimonio elocuente de fertilidad, y por entre los penachos movedizos de las nubes han vislumbrado comarcas dilatadas, de poblaciones densas, y mares surcados en todas direcciones por navíos.

Nosotros, los hombres, criaturas que habitamos esta Tierra, debemos serles por lo menos tan extraños y tan poca cosa como nos lo son los monos y los lemúridos. Ya la parte intelectual de la humanidad admite que la vida es incesante lucha por la existencia, y parece ser que ésta es la fe de los marcianos. Su mundo está ya muy frío, mientras el nuestro ofrece plétora de vida, pero plétora de lo que consideran como vida inferior. Y el único medio que tienen de escapar al aniquilamiento que, generación tras generación, merma sus filas consiste en llevar la guerra en dirección al Sol.

Antes de juzgarlos con excesiva severidad debemos recordar que nuestra propia especie ha destruido completa y bárbaramente, no tan sólo especies animales, como la del bisonte y el dodo, sino razas humanas inferiores. Los tasmanios, a despecho de su figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia en exterminadora guerra de cincuenta años que emprendieron los inmigrantes europeos. ¿Somos tan grandes apóstoles de misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los marcianos combatieran con ese mismo espíritu?

Parece que los marcianos calcularon su descenso con pasmosa exactitud –sus conocimientos matemáticos son evidentemente superiores a los nuestros– y llevaron a término sus preparativos con perfecta unidad de miras. Si nuestros aparatos lo hubiesen permitido, habríamos observado alarmantes asambleas mucho antes de acabarse el siglo XIX. Hombres como Schiaparelli examinaban el planeta rojo –y es curioso, dicho sea de paso, que durante innumerables siglos haya sido Marte el planeta de la guerra–, pero no supieron interpretar las fluctuantes apariencias de los signos que anotaban tan exactamente en sus mapas astronómicos. Durante este tiempo los marcianos se aprestaban.

En la oposición de 1894 se vio una gran luz en la parte iluminada del disco, primero en el Observatorio de Lick, después en Niza, por Perrotin; luego por otros observadores. El público inglés supo de estos fenómenos por el número de Nature fechado el día 2 de agosto. Me inclino a creer que este fenómeno se debió a la fundición del enorme cañón, colosal agujero cavado en su planeta, que sirvió para dispararnos sus proyectiles. Otros signos peculiares, que tampoco se supo explicar, fueron vistos en las dos siguientes oposiciones, cerca del paraje de aquella explosión.

Hace ahora seis años que el cataclismo se abatió sobre nosotros. Al aproximarse Marte a la oposición, el astrónomo Lavelle de Java hizo palpitar todos los hilos de las comunicaciones astronómicas con la noticia asombrosa de una inmensa explosión de gas incandescente acaecida en el planeta observado. Ocurrió el hecho hacia media noche, y el espectroscopio, al que recurrió inmediatamente, indicó que una masa de gases inflamados, hidrógeno sobre todo, se movía con enorme velocidad en dirección a la Tierra. El chorro de fuego se hizo invisible un cuarto de hora después. Lo comparó a un soplo colosal de llamas lanzado de aquel planeta, violenta y rápidamente, «como salen los gases inflamados de la boca de un cañón».

Era la frase singularmente apropiada. Nada, sin embargo, dijeron del asunto los periódicos del día siguiente, excepto el Daily Telegraph, que publicó una breve noticia, y el mundo siguió ignorando uno de los peligros más graves que jamás amenazaron a la raza humana. Acaso no habría yo sabido nada de la erupción de no encontrarme en Ottershaw a Ogilvy, el conocido astrónomo. La noticia lo había excitado terriblemente, y en el colmo de su emoción me invitó a examinar con él aquella noche el planeta rojo.

No obstante lo que sucedió después, conservo el recuerdo preciso de aquella velada: el negro y silencioso observatorio, la sombría linterna que iluminaba débilmente un rincón, el regular tictac del mecanismo del telescopio, la ligera hendidura del dolmen –oblonga profundidad en que brillaba el polvo de las estrellas–. Ogilvy se movía a derecha e izquierda, invisible, haciéndose notar únicamente por el ruido. Mirando por el telescopio se veía un círculo de azul profundo, y el pequeño y redondo planeta flotaba en el campo visual. ¡Parecía tan poca cosa, tan brillante, tan callado, tan diminuto, marcado apenas por rayas transversales, ligeramente achatada su perfecta redondez!... ¡Tan pequeña, tan argéntea, tan luminosa aquella cabeza de alfiler! Se hubiera dicho que temblaba un poco, pero en realidad era el mismo telescopio el que vibraba con el movimiento de reloj que mantenía el planeta en el campo visual del aparato, no obstante el girar de nuestro planeta.

Al observarla, la diminuta estrella parecía engrosar y achicarse, alejarse y aproximarse, pero era sencillamente que los ojos se me cansaban. Estaba a sesenta millones de kilómetros en el espacio vacío. Pocas gentes conciben cuán inmenso es el vacío donde flota el polvo del universo material.

Cerca del astro, en el campo visual, había tres pequeños puntos luminosos, tres estrellas telescópicas, infinitamente lejanas, y todo alrededor era la oscuridad impenetrable del vacío. Ya saben ustedes qué efecto causa esa negrura en las noches estrelladas del invierno; pues aún parece más profunda en el telescopio... E invisible para mí, porque era tan pequeña y tan remota, avanzando rápida y fijamente hacia la Tierra con velocidades inauditas, acercándose cada minuto millares de kilómetros, venía la Cosa que nos enviaban, la Cosa que nos traía a esta Tierra tanta lucha, calamidad y muertes. No pensaba en ella al tiempo de observar; nadie en el mundo pensaba en aquel proyectil indefectible.

Hubo también aquella noche otro estallido de gas en la superficie del distante planeta. Yo lo vi. Fue un rojizo relámpago en el borde, una ligerísima proyección en el contorno; se lo dije a Ogilvy y se colocó en mi puesto. La noche era calurosa, tenía yo sed y me adelanté tambaleándome y a tientas hacia una mesa donde había un sifón, mientras Ogilvy lanzaba exclamaciones al contemplar el surco de gases que avanzaba hacia nosotros.

Veinticuatro horas después del primero, segundo más o menos, otro proyectil invisible, lanzado desde el planeta Marte, se ponía en camino hacia la Tierra. Recuerdo que al sentarme junto a la mesa manchas verdes y carmesíes me bailaban en los ojos. Habría deseado alguna luz, para pensar con más tranquilidad, no sospechando la significación de aquella claridad que había visto en un minuto, ni las consecuencias que me acarrearía. Ogilvy observó hasta la una, y lo dejó; cogimos la linterna y regresamos a su casa. Por debajo de nosotros se extendían en la oscuridad las barriadas de Ottershaw y Chertsey, donde centenares de gentes dormían en paz.

Habló largamente aquella noche sobre las condiciones del planeta Marte y se burló de la vulgaridad corriente según la cual los habitantes de aquel planeta nos estarían haciendo señales. Era su opinión que una lluvia copiosa de meteoritos caía sobre Marte, o bien que se producía una terrible explosión volcánica. Ogilvy me indicaba cuán inverosímil es que la evolución orgánica haya seguido la misma dirección en los dos planetas adyacentes.

–Las probabilidades contra la existencia en Marte de nada parecido al hombre son un millón por cada una en favor –me dijo.

Cientos de observadores vieron la llama aquella noche, y la siguiente, a las doce, y la otra, y así diez noches; una llama en cada una. Por qué cesaron los disparos después del décimo es cosa que nadie en esta Tierra ha tratado de explicarse. Tal vez los gases desprendidos perjudicaron a los marcianos. Densas nubes de humo o de polvo, que vistas desde la Tierra con poderosos telescopios parecían pequeñas manchas grises y movedizas, se esparcieron por la limpidez atmosférica del planeta, oscureciendo sus rasgos familiares.

Por último, hasta los periódicos diarios despertaron con estas perturbaciones, y aparecieron aquí y allá y en todas partes crónicas vulgarizadoras referentes a los volcanes de Marte. El cómico-serio periódico Punch aprovechó felizmente el asunto en una caricatura política. Y entre tanto, totalmente ignorados, los proyectiles de los marcianos se aproximaban a la Tierra, con velocidad de muchos kilómetros por segundo, a través de los abismos vacíos del espacio, ¡hora por hora y día por día, más cerca y más cerca! Hoy me parece casi increíblemente milagroso que los hombres se absorbieran en sus menudos intereses mientras el destino se cernía tan rápidamente sobre todos. Recuerdo el aire triunfal de Markham cuando obtuvo una nueva fotografía del planeta Marte para el periódico ilustrado que dirigía en aquella época. La mayoría de las gentes de estos tiempos conciben difícilmente la abundancia y el espíritu emprendedor de nuestros periódicos en el siglo XIX. Por lo que a mí se refiere, se me pasaba el tiempo en aprender a andar en bicicleta y en escribir una serie de artículos sobre el desarrollo probable de las ideas morales en relación con los progresos materiales.

Una noche (el primer proyectil distaba de nosotros menos de 16 millones de kilómetros) salí de paseo con mi esposa. La noche era estrellada; le expliqué los signos del Zodiaco y le mostré Marte, brillante punto que ascendía al cenit y hacia el cual se dirigían tantos telescopios.

La noche era cálida; un grupo de excursionistas, al volver de Chertsey o de Isleworth, pasaban cantando y tocando la música. Se iluminaban las ventanas altas de las casas al acostarse las gentes. De la estación lejana nos llegaban los ruidos de los trenes al cambiar de línea, traqueteo, campanillazos y silbidos, que al suavizarse en la distancia casi, casi concertaban con la música de los excursionistas.

Mi esposa me hizo notar el fulgor de las señales rojas, verdes y amarillas que se destacaban sobre el cielo con su armazón de hierro. Todo parecía seguro y tranquilo.

2El meteoro

Y llegó la noche en que cayó el primer meteoro. Fue visto de madrugada; pasó sobre Winchester, en dirección a Oriente, una línea de fuego muy elevada. La contemplaron centenares de personas, que la creyeron una estrella errante, idéntica a las otras. En la descripción de Albin se habla de un rastro grisáceo que dejaba el meteoro, y que resplandecía algunos segundos. Denning, nuestra autoridad más reputada en meteoritos, atestigua que la altura de su primera aparición fue de ciento cuarenta a ciento sesenta kilómetros. Le pareció que había caído a unos ciento cincuenta kilómetros al Este.

Yo estaba en casa a esa hora, escribiendo en mi despacho, y aunque dan mis ventanas a Ottershaw y tenía abiertas las celosías (gustábame entonces contemplar el cielo nocturno), nada vi del fenómeno, y, sin embargo, la cosa más extraña que jamás llegó a la Tierra del espacio debió de caer mientras estaba yo sentado, y la habría visto con levantar los ojos al tiempo que pasó. Algunos dicen que su vuelo producía un silbido especial. Muchas gentes de los condados de Berkshire, Surrey y Middlesex debieron de presenciar la caída y casi todos pensarían que se trataba de otro meteorito. Nadie se molestó aquella noche en examinar el bloque.

Pero a la madrugada del día siguiente el pobre Ogilvy, que había visto la disparada estrella, persuadido de que el meteorito se hallaba en las tierras comunales situadas entre Horsell, Ottershaw y Woking, se levantó temprano con la idea de encontrarlo. Y lo encontró, en efecto, poco después del amanecer, no muy lejos de las canteras de arena. La fuerza del proyectil había hecho un agujero enorme, y la arena y el cascajo, lanzados violentamente en todas direcciones, formaban sobre los brezos y los matorrales montículos visibles a dos kilómetros. En dirección Este ardían algunos brezos; una humareda azul se elevaba a los cielos.

La Cosa yacía, casi por completo enterrada en la arena, entre los fragmentos esparcidos de un abeto despedazado en la caída. La parte descubierta ofrecía el aspecto de un cilindro colosal, de corteza recocida y de contornos suavizados por una espesa incrustación escamosa y de color oscuro. Era su diámetro de 25 a 30 metros. Ogilvy se acercó a la masa, sorprendido de su tamaño, y aún más de su forma, porque la mayoría de los meteoritos son redondos.

Pero el roce del aire había aumentado su temperatura de tal modo, que era imposible aproximarse mucho. Atribuyó al desigual enfriamiento de la superficie el insistente ruido que se producía en el interior del cilindro; aún no se le había ocurrido que pudiera estar hueco.

Permaneció de pie al borde del agujero, extrañándose del raro aspecto del cilindro, desconcertado sobre todo por la forma y el color, que no eran los de otros meteoritos, y percibiendo vagamente, aun entonces, ciertos indicios de que pudiera ser intencionada esta caída. No recordaba haber oído cantar los pájaros aquella madrugada; no había brisa: los únicos ruidos que oía eran los débiles chasquidos de la masa cilíndrica. Estaba solo en la llanura.

De pronto advirtió, no sin estremecerse, que parte de la escoria gris, cenicienta incrustación del meteorito, se desprendía de la masa para caer en forma de copos en la arena. Un gran trozo se lanzó violentamente, haciendo al caer un ruido áspero que le oprimió el corazón.

Durante un instante no comprendió lo que esto significaba, y, aunque el calor era excesivo, bajó al agujero y se colocó junto al bloque para ver la Cosa más claramente. Todavía se imaginaba que el enfriamiento podría explicar aquellos desprendimientos, pero contradecía esta idea el hecho de que las cenizas no se desprendieran sino de un extremo del cilindro.

Advirtió entonces que la cima circular del cilindro giraba lentamente. Era un movimiento tan pausado que sólo lo notó porque una mancha negra, que cinco minutos antes tenía junto a los pies, se hallaba en el otro lado de la circunferencia. Ni aun entonces comprendió apenas lo que esto indicaba hasta que oyó un chillido sordo y vio avanzar bruscamente la mancha negra una pulgada o dos. Y la verdad se le reveló como un relámpago. ¡El cilindro era artificial –hueco– y la tapa estaba hecha a tornillo! ¡Alguien desde dentro la destornillaba!

–¡Cielo santo! –exclamó Ogilvy–. ¡Hay algún hombre, tal vez hombres encerrados, medio asados, que tratan de escapar!

Y, de un salto, relacionó el suceso con la explosión que había observado en el planeta Marte.

El pensamiento de las criaturas encerradas le inspiró tal espanto, que olvidando el calor, se acercó al cilindro para ayudar al destornillamiento. Afortunadamente la irradiación opaca lo detuvo antes de que pudiera quemarse las manos en el metal todavía incandescente. Permaneció indeciso un momento, volvió la espalda, trepó por el foso hasta encontrarse fuera y echó a correr a todo escape en dirección a Woking. Eran poco más o menos las seis de la mañana. Tropezó con un carretero y quiso hacerle comprender lo ocurrido; pero eran tan extraños el relato y el aspecto de Ogilvy, quien había dejado caer el sombrero en el hoyo, que el hombre continuó tranquilamente su camino. Tampoco logró convencer al mozo que abría las puertas de la posada de Puente Horsell. Pensó el dependiente que se las había con un loco escapado y quiso encerrarlo en el despacho de bebidas. Hízole esto calmarse algún tanto, y cuando vio a Henderson, el periodista londinense, en su jardín, lo llamó por detrás de la empalizada y consiguió al cabo hacerse comprender.

–¡Henderson! –gritó–. ¿Vio usted anoche el meteorito?

–¿Y qué? –preguntó Henderson.

–Ahora está en la llanada de Horsell.

–¡Caramba...! ¡Un meteorito caído! ¡Bonito asunto!

–Más que un meteorito. ¡Es un cilindro, y un cilindro artificial, amigo...! ¡Y que tiene algo dentro!

El periodista se enderezó, azada en mano.

–¿Qué, qué es eso...? (Henderson era sordo de un oído).

Ogilvy le contó cuanto había visto. El reportero se quedó perplejo uno o dos minutos antes de entender bien. Plantó la azada en tierra, se caló la americana y salió al camino. Los dos volvieron inmediatamente a la llanada. Estaba el cilindro en la misma posición. Pero ya habían cesado los ruidos interiores y era visible un delgado círculo de brillante metal entre el extremo y el cuerpo del cilindro. El aire, al penetrar o al escaparse por el reborde, silbaba tenuemente.

Escucharon: dieron con un bastón varios golpes a la superficie arenosa y, como nadie respondiera, dedujeron que el hombre o los hombres del cilindro habían perdido el conocimiento, tal vez muerto.

Érales imposible hacer nada útil. Trataron de consolar a los seres del cilindro, prometiéndoles a gritos amparo y socorro, y se volvieron a la ciudad para implorar ayuda. ¡Había que verlos, cubiertos de arena, frenéticos, desordenados, subir a toda velocidad por la callejuela, bajo el resplandeciente sol, mientras los comerciantes abrían las tiendas y los vecinos las ventanas de las habitaciones! Henderson se dirigió inmediatamente a la estación para telegrafiar las noticias a Londres. Ya los artículos de los periódicos habían preparado los ánimos para juzgar verosímil el suceso.

A eso de las ocho, gran número de chicuelos y de curiosos emprendieron el camino de la llanada para ver a «los hombres muertos caídos de Marte». Así se bautizó el suceso. La primera noticia me la dio el vendedor de periódicos cuando salí a comprar el Daily Chronicle. Me sorprendió la cosa, y sin perder minuto me encaminé a las canteras de arena por el puente de Ottershaw.

3En la llanada de Horsell

Una veintena de personas rodeaba el inmenso agujero. Ya he descrito el aspecto del colosal bloque hundido en tierra. El césped y la arena de los bordes parecían carbonizados por violenta explosión. Sin duda produjo el choque una gran llamarada. Henderson y Ogilvy no se hallaban allí; juzgaron que nada había que hacer por el momento y se marcharon a almorzar.

Cuatro o cinco chicos, sentados en la orilla del foso, con los pies colgando, se divertían en arrojar piedras a la gigantesca masa. Les rogué que dejaran de hacerlo y se pusieron a jugar.

Entre los curiosos había dos ciclistas, un peón jardinero a quien daba yo trabajo algunas veces, una muchacha con un niño en brazos, Gregg el carnicero y su hijo, y dos o tres golfos y vendedores ambulantes que merodeaban habitualmente por los alrededores de la estación. Se hablaba poco. Por aquellos tiempos eran muy vagos los conocimientos astronómicos entre las gentes del pueblo inglés. La mayor parte contemplaba tranquilamente la enorme tapadera del cilindro, que estaba aún como Henderson y Ogilvy la habían dejado.

El populacho, que pensaba haber visto un montón de cuerpos carbonizados, se desilusionaba ante aquella masa inerte. Algunos se marcharon, otros vinieron. Descendí al agujero, y creí sentir bajo los pies un movimiento. La tapadera había cesado de girar.

Sólo al acercarme se me hizo evidente la rareza del objeto. A primera vista no interesaba más que un coche volcado o un árbol caído en medio del camino; acaso menos. Más que otra cosa humana parecía un gasómetro enterrado. Era precisa cierta educación científica para advertir que las escamas grises no eran producto de vulgar oxidación, y que el metal blanco amarillento que relucía en la hendidura situada entre la cubierta y el cilindro presentaba un color particular. La palabra «extraterrestre» nada significaba para la mayoría de los espectadores.

En aquel momento se me hizo evidente que la Cosa venía de Marte, pero juzgué improbable que contuviera criatura viviente alguna. Pensé que era automático el destornillamiento.

A pesar de Ogilvy, yo creía en los habitantes de Marte. Soñé en la posibilidad de manuscritos encerrados y en las dificultades probables de su traducción, en las monedas y modelos que el cilindro contendría... y así por el estilo. Pero la Cosa era demasiado grande para que tales hipótesis me tranquilizaran. Sentí impaciencia por contemplarla abierta. A eso de las once, como nada parecía ocurrir, me volví a casa pensando en el asunto. Me costó gran esfuerzo trabajar en mis abstractas investigaciones.

Al llegar la tarde se había transformado el aspecto de la llanada. Las primeras ediciones de los periódicos de la noche sobresaltaron a Londres con enormes títulos:

¡¡¡MENSAJE DEL PLANETA MARTE!!!¡¡¡SUCESO ESTUPENDO!!!

Y el telegrama de Ogilvy al observatorio meteorológico central había ya revuelto todos los observatorios de Inglaterra, Escocia e Irlanda.

Había ya en el camino, junto a las canteras de arena, más de media docena de coches de alquiler, procedentes de la estación de Woking, una cesta1 de Chobham y un carruaje bastante señorial. Había también un enjambre de bicicletas. Y además gran número de gente que, no obstante el calor, se fue a pie desde Woking y Chertsey, formando una multitud considerable, en la que descollaban algunas damas vestidas de claro.

El calor era fuerte: ni una nube en el cielo, ni una brizna de viento en el aire, ni más sombra que la proyectada por algunos abetos desparramados. Se había extinguido el incendio de los matorrales; pero toda la llanada visible hacia Ottershaw estaba negra y de ella ascendían verticales rastros de humo. Un vendedor de refrescos envió a su hijo con carga de frutos y botellas de cerveza.

En el interior del agujero encontré a media docena de hombres. Henderson, Ogilvy y un señor alto y muy rubio, que supe después que era Stent, del Observatorio Real, con varios trabajadores provistos de picos y palas. Stent los dirigía con voz clara y chillona. Estaba en pie sobre el cilindro, que debía de haberse enfriado considerablemente. Tenía la cara roja y chorreando sudor; alguna cosa parecía irritarle.

Gran parte del cilindro se hallaba al descubierto, aunque lo más bajo estuviese aún hundido. En cuanto me vio Ogilvy me hizo bajar al agujero para rogarme que fuera a ver a lord Hilton, el propietario.

Me dijo Ogilvy que la multitud, cada vez mayor –y los chicuelos especialmente–, estorbaba el trabajo. Quería que se instalara en lo alto una cerca y que se los ayudara a hacer recular a la gente. Me dijo también que se oían de cuando en cuando ruidos débiles procedentes del interior, pero que los trabajadores no habían podido destornillar la tapadera porque no habían hallado sitio de donde asirse. Las paredes parecían ser de un espesor enorme, y era posible que los débiles sonidos escuchados fueran signos de un gran estruendo en el interior.

Me alegré de hacerle este servicio, porque así sería yo uno de los espectadores privilegiados que franquearían la cerca. No encontré a lord Hilton en su casa, pero supe que se le esperaba para el tren de las seis; eran las cinco y cuarto; me fui a casa, tomé el té y me encaminé a la estación para aguardarlo.

1. Carruaje de cuatro asientos con caja de mimbre cubierta por un toldo y provista de cortinas plegables.

4El cilindro se destornilla

El sol se ponía cuando regresé a la llanada. Gentes de Woking se acercaban presurosas al lugar del suceso y una o dos personas se volvían a sus casas. Aumentaba la multitud en torno al agujero; y se destacaban en negro sobre el amarillo limón del cielo crepuscular las firmes siluetas de unas doscientas personas. Se hablaba en voz alta, como en una disputa. Extrañas fantasías surgieron en mi espíritu. Al aproximarse oí la voz de Stent:

–¡Atrás! ¡Atrás!

Un chicuelo se me acercó corriendo y me dijo al pasar:

–¡Eso se mueve...! ¡Se destornilla! ¡Se destornilla solo...! Tengo miedo... Yo me vuelvo, me vuelvo...

Me metí entre la gente. Creo que no bajarían de doscientas o trescientas las personas que se codeaban y empujaban unas a otras, y no eran las damas las menos activas.

–¡Se ha caído al hoyo! –gritó alguien.

–¡Atrás! –exclamaron muchos.

La muchedumbre se agitó como una ola. Me abrí camino a fuerza de codazos. Toda aquella gente me pareció víctima de un frenesí. Subía del agujero un particular ruido de martillazos.

–Escucha –me dijo Ogilvy–. ¡Ayúdame a echar atrás a estos idiotas! ¡No sabemos lo que puede haber en esa maldita Cosa!

Vi que un joven, en quien reconocí a un hortera de Woking, de pie sobre el cilindro, pugnaba por salir del agujero, adonde la multitud lo había arrojado.

La tapadera se destornillaba sola. Ya se veía medio metro de la rosca reluciente. Alguien me empujó y estuve a pique de caer contra el cilindro. Di media vuelta y entonces debió de concluir el destornillamiento, porque la tapa cayó sobre el cascajo, produciendo la caída un metálico tañido. Apoyé los codos en la persona que se hallaba a mi espalda y nuevamente pude contemplar la Cosa. Por un momento la cavidad circular me pareció completamente negra. El sol me daba en los ojos.

Me imagino que todos esperaban ver surgir un hombre; tal vez un ser en cierto modo distinto de nosotros, pero un hombre en esencia. Yo así lo esperaba. Al mirar atentamente no tardé en ver que algo se movía en la sombra, con movimientos inciertos y ondulados, uno encima de otro. Al cabo se destacaron dos discos luminosos, dos ojos tal vez, y algo parecido a una culebrilla gris, gruesa como un bastón, se desplegó de un cuerpo convulsivo para hacer contorsiones en el aire, cerca de mí. Y a esta cosa retorcida siguió otra, y otra...

Me estremecí violentamente. Oí a mis espaldas el chillido de una mujer. Con los ojos fijos en el cilindro, de donde surgían incesantemente nuevos tentáculos, di un cuarto de vuelta y a empujones logré alejarme del borde del hoyo. El asombro sucedía al horror en los rostros de las gentes que me rodeaban. Por todas partes se profirieron exclamaciones inarticuladas y hubo un movimiento general de retroceso. El dependiente de comercio se encaramaba penosamente a la orilla del agujero; me encontré solo. Las gentes del otro lado, Stent entre ellas, corrían a todo escape. Miré de nuevo el cilindro y fui presa de irresistible terror. Quedé petrificado, con la mirada inmóvil.

Una masa grisácea y redonda, del tamaño de un oso, se alzaba lenta y trabajosamente hacia fuera del cilindro. Cuando le dio la luz plena, brillaba como cuero humedecido. Dos colosales ojos oscuros me miraron con fijeza. La redonda masa tenía un rostro, si vale esta palabra. Había bajo los ojos una boca cuyos bordes sin labios, temblorosos y palpitantes, segregaban saliva. Suspiraba y latía el cuerpo convulsivamente... Un apéndice tentacular, delgado y blando, se asió del borde del cilindro y otro se balanceó en el aire.

Los que no hayan visto un marciano vivo se imaginarán difícilmente el horror extraño de su aspecto, la singular boca en forma de V con el labio superior puntiagudo, la ausencia de barba por debajo del labio inferior, que es una especie de rincón, el temblor incesante de esta boca, el gorgóneo2 grupo de los tentáculos, la tumultuosa respiración de los pulmones en atmósfera distinta a la habitual, la pesadez y el esfuerzo notorios de los movimientos debidos a la mayor gravitación de la Tierra y, sobre todo, la extraordinaria intensidad de los ojos inmensos; todo esto me produjo una sensación parecida a la náusea.

Había algo de hongo en su aceitosa piel oscura y algo indeciblemente monstruoso en la torpe dirección de sus pesados movimientos. Aun en este primer encuentro, en la primera ojeada, me sentí abrumado de asco y de miedo.

De pronto, el monstruo desapareció. Había tropezado en la orilla del cilindro y cayó al hoyo, haciendo el ruido de un montón de cuero. Le oí proferir un peculiar grito ronco e inmediatamente otra de estas criaturas apareció confusamente en las profundas sombras de la entrada.

Se me pasó el acceso de terror. Pude correr en dirección a los árboles más próximos, a unos cien metros de distancia, pero lo hice oblicuamente y dando traspiés, pues no podía apartar los ojos de semejantes cosas.

Me detuve, jadeante, entre unos abetos jóvenes y, escondido tras unas zarzas, esperé. En toda la llanada alrededor del agujero se veían gentes que, como yo, medio fascinadas de miedo, contemplaban aquellas criaturas o, mejor dicho, el cascajo que rodeaba el agujero.

Vi entonces –y me estremecí de nuevo– que un punto redondo y negro subía y bajaba en la orilla del hoyo. Era la cabeza del hortera caído, que parecía un punto negro al destacarse entre las llamas del cielo occidental. Consiguió el dependiente que le viéramos un hombro y una rodilla, pero cayó de nuevo y solo la cabeza permaneció visible... ¡Desapareció súbitamente! Me imaginé escuchar un débil ¡ay! Algo me impulsaba a socorrerlo, pero no pude refrenar mis temores.

Todo entonces se hizo invisible, escondido en el hoyo profundo y en los montones de arena levantados en la caída del cilindro. Quien hubiere venido por el camino de Chobham o de Woking se habría maravillado al ver un grupo de unas cien personas, diseminadas en un gran círculo irregular, escondidas en fosos o detrás de matorrales, de barreras o de puertas, que no se hablaban sino a gritos cortos y rápidos, y que tenían la vista fija en unos montículos de arena. Allí estaba la tabla del vendedor ambulante, sola, negra, ante el cielo encendido. En el camino solitario se tendía una serie de vehículos abandonados, cuyos caballos golpeaban el suelo o comían su ración de avena en los sacos atados al hocico.

2. Wells establece un paralelismo físico entre los marcianos y las gorgonas, seres mitológicos que, según Esquilo, eran «monstruos odiados por los mortales, con serpientes por cabellera, que jamás hombre alguno miró a la cara sin perder la vida».

5El Rayo Ardiente

Después de haber visto cómo los marcianos emergían del cilindro en que vinieron a la Tierra desde su planeta, una especie de fascinación paralizó mis movimientos. Seguí en pie, hundido en la maleza hasta las rodillas, los ojos fijos en el montículo que me los ocultaba. La curiosidad y el miedo batallaban en mi ánimo.

No me atrevía a volver al agujero, pero deseaba ardientemente inspeccionarlo. Me adelanté, describiendo grandes curvas, buscando posiciones ventajosas y mirando fijamente los montones de arena. Se destacó en el horizonte rojo una especie de penacho de correas delgadas y negras y desapareció en seguida. Inmediatamente se alzó un varillaje que mostró una tras otra sus articulaciones y en cuya cima un disco circular se puso a dar vueltas con irregulares movimientos. ¿Qué sucedía en el agujero?

La mayor parte de los espectadores se había reunido en dos grupos; uno en dirección de Woking, el otro hacia Chobham. Evidentemente compartían mis dudas. Había algunos junto a mí. Me acerqué a uno de ellos –creo que era vecino mío, aunque no sabía su nombre– y le hablé. Pero no era el momento oportuno para conversar serenamente.

–¡Qué asquerosas bestias...! ¡Dios santo! ¡Qué asquerosas bestias! –exclamaba y repetía la frase una y otra vez.

–¿Vio usted caer a un hombre al agujero? –le pregunté.

No me contestó. Callamos los dos, y seguimos atentos a lo que ocurriera, el uno junto al otro; y se me figura que sentíamos cierto alivio en nuestra mutua compañía. Cambié de puesto para instalarme en una cumbre que me daba uno o dos metros más de altura. Cuando volví los ojos, mi compañero regresaba a Woking.

El ocaso se hizo crepúsculo antes de que otra cosa acaeciera. A lo lejos la multitud parecía crecer en dirección a Woking. Yo escuchaba sus ruidos confusos. En cambio se había dispersado el grupo de Chobham. El cilindro no daba señales de vida.

Esto reanimó el valor entre las gentes, y supongo que los recién venidos de Woking inspirarían su confianza a los otros. Sea como fuere, al tenderse la oscuridad comenzó en la llanada un movimiento intermitente y tardo.