La hermandad - Leonardo Killian - E-Book

La hermandad E-Book

Leonardo Killian

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Beschreibung

La hermandad es una novela corta. Una novela negra sin detectives ni policías, sólo arqueros. Sus personajes se mueven en la Argentina de hoy, en los pliegues marginales de una Buenos Aires violenta. Es la Buenos Aires del siglo XXI y sin embargo una antigua Hermandad del Arco se niega a desaparecer y esta herramienta que alguna vez se inventó para sobrevivir en el medio hostil de la noche del tiempo, toma una relevancia inesperada. El arco y las flechas, tan antiguos como los hombres, parecen ser los personajes que viajan en el tiempo para cumplir su letal misión. Un historiador aburrido, un artículo que despierta la curiosidad de alguien que lo conectará con un mundo tan oculto como fascinante, tan inesperado como el giro que dará su vida. Leandro, el historiador y arquero aficionado olvida el viejo proverbio Zen "el cazador que persigue dos conejos, termina por no cazar ninguno". Ahora la flecha corta en dos el aire y viaja irremediablemente a fundirse con la diana y el arquero. Alguien conecta a un historiador aburrido con un mundo fascinante e inesperado, el de la antigua Hermandad del Arco. Su vida entonces dará un giro dramático.

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La Hermandad

Leonardo Killian

Al Fondo a la Derecha

Colección

Imaginerías

La editorial y sus autores reciben

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11 25677388

Killian, Leonardo Luis

La hermandad / Leonardo Luis Killian. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Al Fondo a la Derecha Ediciones, 2022.

   Libro digital, EPUB

   Archivo Digital: descarga

   ISBN 978-987-48793-0-1

   1. Narrativa Argentina. I. Título.

   CDD A863

© 2020, Al Fondo a la Derecha Ediciones

José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

www.alfondoaladerecha.com.ar

© 2020, Leonardo Killian

Diseño de tapa e interior:

Al Fondo a la Derecha Ediciones

Imagen de tapa:

Carlos Killian

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

A la memoria de Teodoro Boot,

entrañable y querido amigo.

A Sahia y Ulises,

que todavía no saben.

I

Escuchó el silbido al mismo tiempo que el golpe, que lo empujó hacia atrás. La flecha de aluminio con punta de caza le había atravesado el brazo a la altura del bíceps. Sintió el hueso astillado y arrancó la cortina de un tirón para poder hacer un torniquete.

La sangre salía a chorros y, en segundos, el monitor, el teclado, sus papeles, el piso y todo lo que alcanzaba a ver se teñía con la vida que se le escapaba.

Era la muerte, implacable, definitiva.

II

¿Un Gilgamesh porteño?

En su clásico Las Invasiones inglesas al Río de la Plata 1806-1807, Carlos Roberts cita, al pasar, un episodio que le parece “curioso”.

Cuenta la crónica del avance de las tropas británicas hacia el fuerte de Buenos Aires cuando los vecinos hicieron sentir una defensa encarnizada de la ciudad. Una intensa pedrea, agua hirviendo y todo lo que sirviera para dañar al enemigo era lanzado desde las terrazas por hombres, mujeres y chicos. Hombres libres y esclavos mano a mano contra el odiado invasor.

En la calle San Pedro, no señala la esquina, un hombre armado con un arco “como los indios” aclara, lanzaba flechas con tal precisión y velocidad que en pocos minutos siete soldados yacían muertos o heridos en la calle. Nada agrega sobre el ignoto arquero, ni su nombre ni su origen ni su posterior destino, apenas una leve descripción: “Estaba encapuchado y ningún vecino lo conocía”.

Un inadvertido párrafo del diario La Nación de 1890 cuenta que, durante la Revolución del Parque, sobre lo que era la incipiente construcción del Teatro Colón, un hombre encapuchado al que no se le veía el rostro, mantenía a raya a las tropas gubernamentales a flechazos.

Estos eran tan certeros que obligaron a un pelotón de infantes a tomar por asalto el lugar, aunque sin éxito ya que el desconocido, luego de dejar cuatro víctimas fatales, se dio a la fuga y eso es todo lo que se supo del extraño suceso.

Cuenta Abelardo Ramos, en su crónica de la Semana Trágica, que los anarquistas de Villa Crespo tuvieron en su auxilio a un extraño personaje que, armado solamente con un arco y un par de docenas de flechas, despachó a una buena cantidad de policías y de la odiada Liga Patriótica. No lo vuelve a nombrar y es el único historiador que menciona el hecho. El gran periodista Rogelio García Lupo, en una nota de la revista Primera Plana de mayo de 1970 rescata estos sucesos y agrega otros de su propia investigación: Un arquero encapuchado de idénticas características aparece sobre la confitería de El Molino en el golpe de 1930 lanzando una mortal saeta sobre el subteniente Poncela. La policía, luego de horas de búsqueda, lo da por perdido. En los desgraciados sucesos de 1955 se vio rondar por la bombardeada Plaza de Mayo a un encapuchado con un arco y un carcaj de flechas envuelto en la multitud. Una foto muy borrosa enmarca a la extraña figura y su arco.

El mismo Richard Gillespie cita el intento fallido de un atentado con flechas al entonces dictador Videla en los festejos del Mundial de 1978. Censurado por la dictadura e ignorado por la inmensa mayoría de los presentes en la cancha de Ríver, sólo los custodios que estaban cerca del general pudieron ver la flecha que se clavaba a escasos centímetros de su cabeza. Releyendo El Quijote encuentro en el capítulo XIII de la Segunda Parte al Caballero de la Triste Figura que se encuentra con un viajero y éste le narra un extraño suceso “Un grupo de arqueros encapuchados que le preguntan por el camino a Segovia”.

Sin duda una leyenda urbana, una especie de Gilgamesh porteño o alguien que, como el viejo personaje de La Sombra, se recicla de generación en generación.

Leandro Williams

• • •

Hasta aquí, el pequeño artículo que escribí para una revista barrial. Lo que faltaba, que desde hace años se difunde por Villa Urquiza, Parque Chas, Agronomía y Villa Pueyrredón.

Pasado un mes, aproximadamente, me llegó una carta. Una carta por el viejo Correo Argentino, nada de correo electrónico, mensaje telefónico sino el viejo y querido papel escrito, en este caso a mano. Con una cuidada letra de una lapicera a fuente, un tal Abel Rojo había leído mi escrito por Internet y me invitaba a hacerle una visita.

“Soy una persona de unos cuantos años, mal llevados y con bastantes achaques. Dado que usted es un historiador dedicado a la arquería y arquero por añadidura, me gustaría tener una charla personalmente. Vivo sólo con la compañía de unos gatos y una empleada que me ayuda en los quehaceres cotidianos. Hace años que no salgo y si es tan amable de acercarse hasta aquí, le aseguro que le puedo brindar mucha información sobre el tema que desarrolló en su artículo.”

Me dejaba su número de teléfono y su dirección en la calle Almirante Brown de Adrogué.

Esa misma noche lo llamé.

Su voz era la de una persona muy educada. Un anciano que interrumpía sus cuidadas palabras con una molesta tos por la que se disculpaba como si fuera una falta de cortesía.

Quedamos en vernos el domingo por la tarde.

No era la primera vez que algún artículo histórico generaba respuestas, correos de lectores que opinaban y algunos que escribían a mi casilla de Internet. Siempre los episodios de la Revolución de Mayo o las gestas sanmartinianas daban pie para algunos cruces interesantes con lectores curiosos, pero ésta era la primera vez que alguien me invitaba a su casa.

III

Pese a la tarde invernal, el sol que acariciaba los tilos de las calles de Adrogué me revivieron los paseos de infancia. Pasé por la casa que había sido de mis abuelos y a las pocas cuadras di con el viejo chalet de don Rojo.

Me atendió su empleada que me acompañó a la biblioteca donde “el señor Rojo” me estaba esperando. Me preguntó si tomaría té o café.

—Un té con limón sería perfecto —le agradecí.

Rojo era un anciano muy alto, delgado y de un raleado pelo canoso. Se apoyó en su bastón para ponerse de pie y saludarme. Le calculé un largo metro noventa pese a sus años y su cuerpo encorvado.

Nos sentamos frente a una mesita que a los pocos minutos se fue engalanando con una tetera y unas tazas tan antiguas como el anfitrión. Con suma delicadeza, la señora acomodó las masas secas que compré en La Delicias y sirvió el té. Mientras merendábamos, me preguntó por el tiempo, cómo había viajado y si conocía el barrio… Retirada la bandeja, la empleada saludó y a los pocos minutos se despidió recordándole al anciano que no se olvidara de ciertos detalles de la calefacción. Después cerró la puerta de calle y el silencio de la vieja casona se dejó escuchar. El anciano se levantó y me hizo señas para que lo siguiera. Una segunda puerta de la enorme biblioteca daba a un salón aún más grande. Para un arquero, un historiador de la arquería y un admirador de los arcos y las flechas no podía haber mejor espectáculo.

Arcos de las más diversas formas y procedencias, ballestas antiguas y renacentistas, flechas de los más diversos tamaños y materiales, vitrinas con puntas de piedra, metal y hasta de vidrio. En los rincones, grandes canastos tenían más arcos, flechas, dardos y venablos. En una pequeña vitrina se veían estólicas o “atlatls” seguramente mayas o aztecas. Aunque ya había visitado el Museo Etnográfico y por fotografías conocía algunas piezas mexicanas, nunca las había visto de semejante calidad.

Me calcé los anteojos para poder apreciarlas mejor; lo que tenía ante mí era una colección de altísima calidad y de incalculable valor. Sentí la mano que se apoyaba en mi hombro y la apagada voz del viejo:

—Tómese su tiempo y observe sin apuro, los arqueros sabemos lo que se siente.

Había arcos recurvados, mongoles, persas, húngaros. Longbows medievales ingleses y galeses. Ballestas venecianas, españolas y árabes. Arcos y flechas guaraníes y esquimales se confundían en una fiesta para mis ojos.

—Lo felicito por su colección. Esto es asombroso Estoy ansioso por saber cómo y en cuánto tiempo pudo juntar todo esto.

Aunque estoy acostumbrado a manipular objetos arqueológicos tanta cantidad y calidad me habían acelerado el pulso. El viejo me sonrió y me alcanzó su brazo para volver a la biblioteca. Sentado en el sillón me sorprendió sacando una gastada tabaquera y una hermosa pipa de raíz de brezo.

—Tengo que aprovechar cuando Adela no está, sino se pone como loca —me confesó como un chico travieso—. Es un Latakia que me prepara un griego de la calle Uruguay. Nos conocemos desde hace unos cuarenta años y una vez al mes me manda unos cien gramos por correo. Espero que no le moleste.

Me señaló unas botellas que descansaban junto a los libros y me invitó.

—Sírvase lo que quiera, allí tiene unas copitas.

—Le voy a agradecer un brandy de jerez.

Me serví lo mismo y mientras me calentaba el alma con unas gotas de Carlos V lo invité.

—Lo escucho —le dije.

—Mire, usted no me conoce, pero yo a usted hace años que lo vengo leyendo. El libro que escribió con Cirigliano sobre la historia del arco está bastante bien. Un amigo que maneja Internet me acerca regularmente todo tipo de notas sobre arquería y veo que usted no sólo es un entusiasta sino un historiador serio.

Le dio una larga pitada a la pipa y se mojó los labios con el brandy.

—Durante años no me hubiera animado siquiera a mencionar esta historia, pero como podrá ver, soy una rama seca que no dejó frutos y mi esposa falleció hace muchos años. ¿Cuánto más podré vivir? No mucho…

Lo quise interrumpir, pero alzó una mano y continuó:

—Me conozco y no me voy a andar engañando. El mes que viene voy a cumplir noventa y dos años y, antes de irme, me gustaría dejar un registro. Después de mucho pensarlo y, sobre todo, luego de leer su nota me decidí: usted es la persona indicada para escribir y dar a conocer esta historia.

”En su artículo hay algunos datos ciertos, otros distorsionados y otros que son pura fantasía. Para empezar, debo decirle que lo que el capitán inglés creyó ver en la terraza de la calle San Pedro no era un arquero. El ruido infernal de la batalla, el humo y la confusión no le permitieron ver bien. Era un ballestero y no un arquero. Estaba acompañado por un ayudante que armaba una de las ballestas mientras él disparaba, fue el que despachó a seis o siete infantes de casaca roja. Es cierto que llevaba una capucha como todos los de la Hermandad. Sobre el anónimo tirador de la Revolución del Parque no tenemos muchas precisiones. Sabemos que era un Hermano, pero no conocimos ni su nombre ni el arma con que disparó. El que aterrorizó con sus saetas a los cobardes matones de la Liga Patriótica y el que disparó sobre las tropas que avanzaban por Callao desde una ventana de El Molino son la misma persona. Lo conocí personalmente; el arco y las flechas que mandaron al otro mundo al subteniente sublevado las había construido el mismo. Era un obrero ebanista y también formaba parte de la Hermandad. La nota de García Lupo es una invención de su prodigiosa pluma. Nunca hubo ningún arquero en la bombardeada plaza de 1955. Suponemos que don Rogelio quiso aprovechar este mito urbano para llevar agua para su molino. Los justicieros eran anarquistas y después se hicieron peronistas. Una invención absoluta. Simpática, pero falsa”.

Como supuse que iba a pasar a otra cosa, me animé

—¿Y la flecha que casi mata a Videla?

—Después le cuento eso.

Hizo un alto y tomando un viejo bibliorato que estaba a un costado de la mesita, me lo dio mientras me advertía.

—Estos son recortes de diarios y revistas que ya tienen sus años. Desgraciadamente, no se los puedo prestar, pero échele una ojeada, se va a divertir.

En efecto, sobre unas hojas de cartulina se amontonaban recortes pegados que a su lado traían alguna anotación. La caligrafía y la tinta eran las mismas de la carta que me enviara por correo.

Comenzaban con periódicos del siglo XIX. La gran mayoría desconocidos o desaparecidos. Diarios de Salta, de Córdoba y de Santiago del Estero. Publicaciones tucumanas y algunas de Uruguay.

Todas con el mismo eje temático: “Extraño suceso en la ciudad de La Banda, comisario muerto a flechazos. Se desconoce el móvil y la policía se muestra asombrada. Partidas de hombres armados buscan al anónimo arquero.”