El gato canoso - Leonardo Killian - E-Book

El gato canoso E-Book

Leonardo Killian

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Beschreibung

El fantástico mundo del gato canoso Si una historia se va transmitiendo a través de muchas generaciones, bien podríamos imaginar que el tiempo no separa a los lectores de distintas épocas. Una lectura compartida demuele las distancias. En el fantástico mundo del gato canoso, algunos cuentos nos llegan como segundas versiones de historias repetidas, tantas veces representadas que ya nada nos dicen. No iluminan al que los escucha y se terminan convirtiendo en el ruido de fondo de una herencia imprecisa. No podemos participar de ellas al no reconocerlas como algo vivo. Esto en cuanto a las historias. Pero las versiones cambiadas abren el panorama del lector para que pueda participar. ¿En qué? En reconocer todas las posibilidades que se ocultan en el hecho de contar un cuento. Alguien escucha –o lee– y se pregunta por la verdad; o mejor, por la posibilidad de que todo no sea como nos lo cuentan una y otra vez. Cualquier cuento puesto a circular nos puede volver con un rostro cambiado. Cualquier cuento nos adivina el futuro si cumplimos la parte que nos toca. Una obediencia a la historia nos lleva a la repetición y al destino escrito. Varias cosas atentan contra esto. Puede ser la ignorancia de confundir a Papá Noel con la Mazorca; o creerse un druida. O el rescate de una herencia familiar en imágenes o Bogart paseando por Parque Chas… Los cuentos del gato canoso nos hablan de todas las posibilidades de combinación que existen cuando desconfiamos del final de cualquier historia. O cuando no importa tanto el momento histórico en que transcurren si nos animamos a traerlas al presente y ponemos a conversar cierta lectura del pasado con una de este tiempo. Alguien está contando algunos secretos. No tiene todos los datos que hacen falta para que sea una verdad revelada, pero una verdad a medias a veces sirve para abrir los ojos.

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Killian nos muestra las posibilidades de combinación que existen cuando desconfiamos del final de una historia o acaso la traemos al presente. Es así posible confundir a Papá Noel con la Mazorca, creerse druida o ver Bogart paseando por Parque Chas…

Índice

Agradecimientos

Prólogo

El fantástico mundo del Gato Canoso

Ilsa Lund

Encuentro

Judas

Cartas

Ítaca

Blues de julio

Historieta

Frida

Robot

Anónimos

Navidades

En el Valle

El viaje

Secretos

Pájaro

Hamelin

Hermes

Noche

Sobre el autor

Leonardo L. Killian

Killian, Leonardo

Cuentos del gato canoso / Leonardo Killian.–1a ed–Gualeguaychú : Tolemia, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-3776-18-2

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.

CDD A863

Fecha de catalogación: Enero de 2021

Conversión a eBook: Daniel Maldonado

ISBN 978-987-3776-18-2

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en Argentina. Printed in Argentina

Reservados todos los derechos, incluso el de reproducción en todo o en parte, en cualquier forma.

Cuentos del Gato Canoso

Leonardo Killian

Agradecimientos

A mi hermano Carlos A. Killian, por el dibujo del gato.

A Susy Galván por la atenta lectura y corrección.

Prólogo

El fantástico mundo del Gato Canoso

Si una historia se va transmitiendo a través de muchas generaciones, bien podríamos imaginar que el tiempo no separa a los lectores de distintas épocas. Una lectura compartida demuele las distancias.

Algunos cuentos nos llegan como segundas versiones de historias repetidas, tan repetidas y tantas veces representadas que ya nada nos dicen. No iluminan al que los escucha y se terminan convirtiendo en el ruido de fondo de una herencia imprecisa. No podemos participar de ellas al no reconocerlas como algo vivo.

Esto en cuanto a las historias. Pero las versiones cambiadas abren el panorama del lector para que pueda participar. ¿En qué?

En reconocer todas las posibilidades que se ocultan en el hecho de contar un cuento. Como Macedo, alguien junta datos sobre personas a las que la realidad y la ficción las cruzan en una herencia.

Nada de todo ese trabajo tiene mucho sentido si uno no termina por contárselo a otro y lo completa tratando de adivinar lo que no sabe.

Un paso más: imaginando.

Alguien escucha –o lee– y se pregunta por la verdad; o mejor, por la posibilidad de que todo no sea como nos lo cuentan una y otra vez.

Cualquier cuento puesto a circular nos puede volver con un rostro cambiado. Cualquier cuento nos adivina el futuro si cumplimos la parte que nos toca.

Una obediencia a la historia nos lleva a la repetición y al destino escrito. Varias cosas atentan contra esto. Puede ser la ignorancia de confundir a Papá Noel con la Mazorca; o creerse un druida. O el rescate de una herencia familiar en imágenes o Bogart paseando por Parque Chas…

Los cuentos que tenemos a continuación nos hablan de todas las posibilidades de combinación que existen cuando desconfiamos del final de cualquier historia. O cuando no importa tanto el momento histórico en que transcurren si nos animamos a traerlas al presente y ponemos a conversar cierta lectura del pasado con una de este tiempo.

Alguien está contando algunos secretos. No tiene todos los datos que hacen falta para que sea una verdad revelada, pero una verdad a medias a veces sirve para abrir los ojos.

Ahora tengo que encontrar como salir de Parque Chas donde no sólo se cruzan las calles sino los tiempos.

Luciano José Ciarlotti

Ilsa Lund

La historia me llegó un domingo por la tarde, aburrido y húmedo, en el bar.

Colón. A esa hora vacío o casi, con la sola presencia de Macedo, dueño, cocinero y mozo, que, junto a la ventana que da a Triunvirato, leía la Quinta, lapicera en mano y anotando vaya uno a saber qué resultados o combinación timbera.

Me hizo señas, sin hablar, para que pasara y, acercando una silla me dispuse a escuchar. Las charlas de Macedo se remitían a un charlante, él, y un escuchante, yo. Pero esa tarde valió la pena.

Todo comenzó cuando le comenté no sé qué cosa sobre la plaza que estaban remodelando en el barrio de su niñez y también de la mía. Ahí me agarró del brazo y con esa mirada entre jodona y alucinada que tan bien le conocía me preguntó ¿Te acordás de Casablanca? ¿Viste cuando el avión se va y Bogart se queda con el petiso? Bueno, ¿a dónde va el avión?

Me quedé mudo y con mi orgullo cinéfilo malherido al no poder contestar.

A Portugal. Bueno, después de idas y vueltas, llegó a Portugal donde la policía de Salazar lo tenía marcado a Lazlo y ahí nomás lo detuvieron. Al pobre tipo lo mandaron a Alemania y hasta allí es lo que se sabe. Contra la rubia no tenían nada, pero le dieron veinticuatro horas para dejar Lisboa y el país.

Un tal Arnaldi, capitán de El Pampero, un barco mercante que salía al otro día para Buenos Aires, la encontró en un café del puerto, adonde había ido a cenar y, no sabemos si por compasión o calentura la invitó a embarcarse.

Cuando llegó traía solo lo puesto, un traje sastre, un sombrero y una valijita. No hablaba castellano, no conocía a nadie y no tenía un centavo.

Da la casualidad que mi tía Ángela había ido al puerto a buscar a unos primos lejanos que venían de España y cuando la vio, parece que se imaginó el cuadro y la invitó a la pensión que tenía en la calle Turín, acá en Parque Chas.

La tía, chismosa y dueña de la lengua más envenenada de los alrededores me contó que sus primeros tiempos fueron difíciles, pero la Argentina de entonces era un paraíso. Dando clases particulares de francés y de inglés, la rubia salió adelante enseguida, debiendo admitir la bruja que a partir de entonces nunca dejó de pagar en término y que jamás le pidió un centavo a nadie. Eso sí, nunca le perdonó que fumara, hábito extraño en una mujer por esos años.

Por lo demás no recibía a nadie y prácticamente no se daba con ningún vecino. Buenos días, buenas tardes, buenas noches y chau; eso era todo.

Su única salida eran unos paseos por el puerto, una o dos veces al mes. Se sentaba a mirar el río y, sin dejar de fumar, paseaba mirando interesada el mundo marinero que inundaba por esos años el bajo y Retiro.

Los años pasaban dulces. Se terminó la guerra y aparecía Perón.

El cine traía en los noticieros imágenes de un horror que descomponía. El mundo y la Argentina cambiaban; Parque Chas cambiaba: polacos, húngaros, judíos, ucranianos y más tanos se instalaban en el barrio. La feria de la esquina parecía una reunión de las Naciones Unidas; todos a los gritos entendiéndose como se podía, pero sin duda, con ganas de entenderse.

Si habían salido de ese horror, peor no podrían estar jamás.

Alguno de estos rusos (para nosotros eran todos rusos) cruzaba alguna palabra con Ilsa pese a lo cual, siguió sin hacer amigos y en su mundo. Un mundo donde había una radio que tocaba óperas y música clásica; la única compañía que parecía preferir, además del gato que se había encariñado con esas manos que lo acariciaban y que por las noches le acercaban leche.

Hacia el año 49 (los chismosos tienen una memoria de vigilante), llegó la primera carta.

La gallega no reconoció la estampilla, aunque Franco no era, y, cuando se la alcanzó, la rubia, que estaba con su clase, cambió de cara.

A partir de ese día fue otra. La rubia (aunque también la llamábamos la rusa, o la inglesa, lo que demuestra el estado de perplejidad de un barrio acostumbrado a conocer pelos y señales de todo el mundo) cambió el destino de sus salidas. Ya no eran hacia el puerto sino al correo.

Todas las semanas llevaba y todas las semanas, infaltable, el cartero acercaba un sobre para “doña Ilsa” que, por primera vez desde su llegada, había empezado a sonreír.

La plaza estaba a media cuadra de lo de mi tía y yo me pasaba todo el verano con la barra jugando a la pelota de la mañana a la noche. Me acuerdo que paramos de jugar para ver pasar el auto. Para algunos un Ford, para mí era un Buick clarito color crema.

El auto paró frente a lo de la gallega que, para variar, estaba barriendo la vereda, operación que le llevaba una larga media hora cada mañana y que, la ponía al corriente de las novedades de la cuadra.

El motor quedó ronroneando unos segundos hasta que paró. Bajó despacio y con el andar que durante muchos años le imité; algo más viejo, con las entradas más pronunciadas cuando se sacó el sombrero para saludar a la enmudecida doña Ángela. Fumando cruzó el jardín y luego de unos minutos los vimos salir a los tres. Algunos bultos y la valijita que él rápidamente metió en el auto.

Las mujeres se abrazaron supongo que llorando y así como en un sueño o una película los vimos irse para no verlos nunca más.

Mi tía tenía el corazón más duro de España, pero te juro que cuando me acerqué para verla temblaba como una hoja y sé que, a pesar de que era casi una desconocida, la extrañó hasta el último día de su vida.

Como un autómata entré en la casa y fui hacia la piecita que había sido el hogar de la rubia y sin saber por qué ni para qué me guardé un sobre vacío que encontré bajo la mesita de luz.

Macedo suspendió el relato, se paró y fue hasta el mostrador, detrás del que desapareció por unos segundos. Cuando volvió me mostró su tesoro: un sobre amarillento con garabatos y algunas anotaciones que no entendí. Con una letra distinta se leía claramente Rick.

Volví tarde esa noche. Noche de verano para whisky con hielo y cigarrillos. Por más vueltas que daba no podía pegar un ojo.

La historia de Macedo aparecía una y otra vez, así que, a eso de las tres, agarré los cigarrillos y me mandé. Caminé despacio las cinco cuadras hasta esa casa que, salvo algún detalle, estaba como la recordaba de chico.

No me iba a poder dormir si antes no veía el cerco de ligustros, el jazmín y la puertita de madera que hacía más de cincuenta años, Ilsa y Rick habían cruzado para subirse al Ford ¿o era un Buick? para perderse en la memoria del barrio y, para irse, esta vez juntos, para siempre.

Encuentro

Tu vida va a ser larga –me dijo la gitana–. Veo plata y una mujer rubia, musitó. Me sostenía la mano con dulzura, como quien mira a su hijito lastimado con una astilla y sin consuelo. Yo, a mi vez, observaba su cara arrugada y oscura con ojeras verdosas, y entreveradas con el pañuelo, unas largas y encanecidas trenzas. Levantó la mirada y levantó la voz, me miró a los ojos y soltó: Hoy se tuerce el camino.

Ninguno bajó la mirada y hubo un silencio pesado.

A nuestro lado la gente pasaba y a nadie parecían llamarle la atención nuestros gestos que, por otra parte, hacía siglos que se repetían.

No quise ofender a la dama, pero tuve que esforzarme por no reír. Reír de amargura, claro. Hacía ya cuatro meses que me había mal separado. Separación que produjo un mes más tarde que me echaran del banco donde había trabajado más de veinticinco años. Cuatro meses donde, además de perder a mi mujer y mi trabajo, me resigné a vivir en pensiones de mala muerte.

A los cincuenta años me había vuelto alcohólico, mis amigos me esquivaban como a un leproso. Estaba solo, a punto de ingresar en la miseria y la bruja me profetizaba una larga y esperanzada vida.