La institutriz y el jeque - Marguerite Kaye - E-Book
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La institutriz y el jeque E-Book

Marguerite Kaye

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Beschreibung

Una rosa inglesa puede florecer en el desierto El jeque y príncipe Jamil al-Nazarri gobernaba su reino sin esfuerzo… ¡aunque no tanto a su hija pequeña! Exasperado, contrató a una institutriz inglesa con la esperanza de que le inculcara algo de disciplina a la niña… Lady Cassandra Armstrong era la institutriz menos convencional que Jamil había visto jamás. Con un cuerpo sensual y una pasión impulsiva, Cassie resultaba tan atractiva como prohibida. Famoso por su honor inquebrantable, el jeque iba a poner a prueba su determinación, pues sus sentimientos hacia Cassie eran cualquier cosa menos honorables…

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Seitenzahl: 320

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Marguerite Kaye. Todos los derechos reservados.

LA INSTITUTRIZ Y EL JEQUE, Nº 526 - abril 2013

Título original: The Governess and the Sheikh

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3029-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Uno

Daar-el-Abbah, Arabia. 1820

El jeque Jamil al-Nazarri, príncipe de Daar-el-Abbah, examinó los términos de la compleja y detallada proposición que tenía frente a él. Frunció el ceño mientras leía, pero aquel gesto no pudo ocultar el hecho de que su cara, enmarcada con la guthra, esa especie de tocado de seda, resultaba tremendamente hermosa. Los pliegues dorados del tejido complementaban a la perfección los tonos melosos de su piel. Tenía los labios apretados, pero las comisuras estaban ligeramente curvadas, lo que indicaba que poseía cierto sentido del humor, aunque apenas lo utilizara. El jeque tenía la nariz y la mandíbula bien definidas; su perfil autocrático y perfecto parecía haber sido diseñado para aparecer en el emblema de su reino, aunque en realidad Jamil se hubiera negado a hacerlo, pese a la petición de su consejo. Pero su rasgo más llamativo eran los ojos, pues eran de un color muy extraño; marrones como el otoño, con reflejos ardientes y unas profundidades más oscuras que parecían reflejar su humor cambiante. Aquellos ojos hacían que Jamil no solo fuese un hombre impactante, sino también inolvidable.

Aunque en general no era fácil pasar por alto al príncipe de Daar-el-Abbah. Su posición como el jeque más poderoso de Arabia oriental se encargaba de eso. Jamil había nacido para reinar y había sido educado para gobernar. Durante los ocho últimos años, desde que heredara el trono a la edad de veintiún años tras la muerte de su padre, había logrado mantener Daar-el-Abbah libre de altercados, manteniendo su independencia y aumentando su supremacía sin necesidad de derramar sangre.

Jamil era un diplomático habilidoso. También era un gran enemigo, hecho que realzaba significativamente su posición como negociador. Aunque no la había usado en mucho tiempo, la cimitarra con empuñadura de diamantes y esmeraldas que colgaba de su cintura no era un simple juguete ceremonial.

Jamil se puso en pie sin dejar de leer el documento que tenía en la mano. Comenzó a dar vueltas de un lado a otro de la tarima donde se alzaba el trono real. Su capa dorada con ribetes satinados y bordada con piedras semipreciosas ondeaba tras él. El contraste de la túnica de seda blanca que llevaba debajo revelaba una figura esbelta, atlética y ágil, al mismo tiempo que elegante y poderosa, como la pantera que era el emblema del reino.

—¿Sucede algo, alteza?

Halim, el asesor de confianza de Jamil, habló tentativamente y sacó al príncipe de sus pensamientos. Halim se atrevía a dirigirse a Jamil sin pedir permiso primero, pero aun así le daba reparo, consciente del hecho de que, aunque contaba con la confianza del príncipe, no había verdadera cercanía entre ellos, ni tampoco un vínculo de amistad.

—No —respondió Jamil—. El contrato de compromiso me parece razonable.

—Como podéis ver, todos vuestros términos y condiciones se han cumplido —continuó Halim—. La familia de la princesa Adira ha sido de lo más generosa.

—Y con razón —dijo Jamil—. Las ventajas que esta alianza les otorgará sobre sus vecinos merecen mucho más la pena que las pocas minas de diamantes que yo recibiré a cambio.

—Desde luego, alteza —Halim hizo una reverencia—. Entonces, si estáis satisfecho, tal vez deba sugerir que procedamos a la firma.

Jamil volvió a sentarse en el trono, que en esencia era un taburete bajo con un asiento tapizado en terciopelo. Estaba hecho de oro macizo, la base se alzaba sobre dos leones y la parte de atrás tenía forma de rayos solares. Era una reliquia venerable y reverenciada, prueba de la historia ilustre del reino. Con más de trescientos años de antigüedad, se decía que cualquier hombre que se sentara encima que no fuese un autentico gobernante sería víctima de una maldición y moriría al cabo de un año y un día. El padre de Jamil había valorado el trono y todo lo que representaba, pero Jamil lo detestaba. Le parecía ostentoso y poco práctico, pero, como ocurría con casi todas las cosas ceremoniales, seguía tolerándolo.

Se acomodó en el asiento y apoyó la barbilla sobre la mano, mientras con el índice de la otra mano daba golpecitos al documento que yacía en la mesa baja que tenía enfrente. Los diversos miembros del consejo de mayores sentados en orden de precedencia frente a la tarima lo miraron expectantes.

Jamil suspiró por dentro. A veces la carga de la realeza era agotadora. Aunque el contrato de compromiso era importante, no era lo más importante en su mente en aquel momento. Comprendía que el matrimonio al que el consejo le había animado durante tanto tiempo era una necesidad estratégica y dinástica, pero no tenía mucho interés personal para él. Se casaría, y esa unión sellaría numerosos acuerdos políticos y comerciales que eran los cimientos del contrato. Daar-el-Abbah ganaría un aliado poderoso y, cuando él hubiera cumplido con su deber, también un heredero. Personalmente él ganaría…

Nada.

Absolutamente nada.

No deseaba casarse. Otra vez no. Y menos por el bien de Daar-el-Abbah, su reino, que poseía su cuerpo y su alma. No deseaba otra esposa, y desde luego no deseaba otra esposa elegida por el consejo; aunque, a decir verdad, una princesa real estaba destinada a parecerse mucho a otra. No era que no le hubiera gustado su primera esposa, pero la pobre Karida, que había muerto en el parto poco después de que él llegara al poder, había preferido los regalices y el jengibre caramelizado que comía con fruición antes que cualquier otra cosa.

Jamil podía pasar sin otra mujer así, como resultaría ser la princesa con la que Halim y su consejo estaban tan empeñados en emparejarlo. Estaba más que satisfecho con su estado de soltero, pero su país necesitaba un heredero, con lo cual necesitaba una esposa, y la tradición exigía que esa esposa fuese elección del consejo. Aunque iba contra sus principios, a Jamil no se le había ocurrido nunca cuestionar el proceso. Así funcionaban las cosas. En cualquier caso, en principio él estaba tan dispuesto a engendrar un hijo como su gente lo estaba a tener un príncipe heredero. El problema era que le costaba reconciliar el principio con la práctica. El hecho era que Jamil no estaba seguro de estar preparado para tener otro hijo. Al menos no hasta tener controlada a la que ya tenía. Lo que le hizo pensar de nuevo en el asunto que ocupaba el lugar prioritario en su cabeza: Linah, su hija de ocho años.

Jamil volvió a suspirar, en esa ocasión en alto. En respuesta, entre los mayores del consejo se extendió un susurro de incomodidad. Veinticuatro hombres, excluyendo a Halim; todos con el emblema del consejo, una guthra de cuadros verdes y blancos con un lazo dorado para sujetarla en la cabeza y el signo de la pantera bordado en la túnica. Tras los mayores, la sala del trono se extendía casi treinta metros; el suelo estaba hecho de mármol blanco pulido decorado con azulejos verdes y dorados. La luz entraba en la sala a través de una fila de ventanas redondas situadas en las paredes y rebotaba en las lágrimas de cristal de las cinco enormes lámparas de araña.

La mayoría de los hombres reunidos frente a Jamil habían servido también en el consejo de su padre. Casi todos tenían una mentalidad tradicional y se resistían a cualquier intento de cambio, lo cual cada vez molestaba más a Jamil. Si hubiera podido, los habría jubilado a todos, pero aunque estaba llegando al límite de su paciencia, el príncipe no era tonto. Cada uno tenía su manera de hacer las cosas. Él haría entrar a Daar-el-Abbah en el mundo moderno, y llevaría a su gente con él lo quisieran o no, aunque prefería que lo hicieran por propia voluntad, igual que prefería la diplomacia a la guerra. Aquella propuesta matrimonial era su gesto hacia la contemporización, pues aquel que daba también recibía.

Debía firmar el contrato. Tenía muchas razones para firmarlo. No tenía sentido posponer lo inevitable.

Lo firmaría. Claro que lo haría. Pero todavía no.

Jamil le tiró los papeles a Halim.

—No pasará nada por hacerles esperar un poco más —dijo, poniéndose en pie tan deprisa que los mayores se vieron obligados a arrodillarse aceleradamente—. No queremos que piensen que estamos ansiosos por firmar el trato. ¡Y levantaos! —no importaba que les dijera una y otra vez que no deseaba que le hicieran reverencias en privado, pues seguían haciéndolo. Solo Halim se quedó de pie, y lo siguió mientras atravesaba la habitación del trono y se dirigía hacia las puertas situadas al otro extremo.

—Alteza, ¿puedo sugerir que…?

—Ahora no —Jamil abrió las puertas y pilló por sorpresa a los guardias apostados al otro lado.

—Pero no lo comprendo, alteza. Creí que habíamos acordado que…

—¡He dicho que ahora no! —exclamó Jamil—. Hay otro asunto del que deseo encargarme. He recibido una carta de lo más interesante de lady Celia.

Halim corría para alcanzar a Jamil mientras avanzaban por el pasillo hacia los aposentos privados.

—¿La esposa británica del príncipe Ramiz de A’Qadiz? ¿Qué razón puede tener ella para escribiros?

—Su carta habla de Linah —respondió Jamil mientras entraban en el patio en torno al que estaban construidos sus aposentos.

—¿De verdad? ¿Y qué tiene ella que decir al respecto?

—Me escribe que ha oído que estoy teniendo problemas para encontrar a una mentora que pueda hacerse cargo de las necesidades de mi hija. El padre de lady Celia es lord Armstrong, un diplomático británico, y obviamente su hija ha heredado su sutileza con las palabras. Lo que realmente quiere decir es que ha oído que Linah está fuera de control y que ha vuelto locas a todas las mujeres que han intentado hacerse cargo de ella.

Halim se puso a la defensiva.

—No creo que el comportamiento de vuestra hija sea asunto de lady Celia. Y tampoco creo que sea asunto de A’Qadiz ni de su jeque.

—El príncipe Ramiz es un hombre extraordinario y un gobernante excelente cuyas ideas progresistas son muy parecidas a las mías. Me parece, Halim, que cualquier oportunidad de acercar nuestros reinos es algo que hay que alentar en vez de evitar.

Halim hizo una reverencia.

—Como siempre, tenéis razón, alteza. Por eso sois un príncipe real y yo un simple sirviente.

—Ahórrate la falsa modestia, Halim. Ambos sabemos que no eres un simple sirviente.

Jamil entró en la primera de las habitaciones que rodeaban el patio, se desabrochó la capa y la lanzó sin cuidado sobre una cama. Después le siguieron la guthra y la cimitarra.

—Eso está mejor —dijo pasándose los dedos por el pelo. Era castaño rojizo, heredado de su madre egipcia. Abrió un cajón del escritorio que dominaba la estancia, sacó la carta y la releyó.

—¿Y lady Celia ofrece alguna solución a nuestro problema? —preguntó Halim.

Jamil levantó la vista de la carta y le dedicó a Halim una de sus escasas sonrisas, sabiendo que la propuesta de lady Celia sorprendería al consejo y haría tambalearse los convencionalismos referentes a la educación de las princesas árabes. La reunión del consejo de aquel día le había aburrido tremendamente, y estaba harto de las tradiciones.

—Lo que lady Celia nos ofrece —dijo— es a su hermana.

—¡A su hermana!

—Lady Cassandra Armstrong.

—¿Pero para qué?

—Para que sea la institutriz de Linah. Es la solución perfecta.

—¡Perfecta! —Halim parecía horrorizado—. ¿Perfecta cómo? No conoce nuestras costumbres. ¿Cómo podéis pensar que una mujer inglesa será capaz de preparar a la princesa Linah para su futuro papel?

—Precisamente es perfecta porque será incapaz de hacer tal cosa —respondió Jamil, y su sonrisa desapareció—. Una dosis de disciplina inglesa es justo lo que Linah necesita. No lo olvides, los ingleses son una de las naciones más poderosas, conocidos por su capacidad de iniciativa y de trabajo duro. Conocer su cultura hará que cambie la visión que mi hija tiene del mundo. No quiero que se convierta en una señorita tonta que pasa el tiempo bebiendo sorbete y enrabietándose cuando no se sale con la suya mientras yo le busco un marido —como había hecho su madre. No lo dijo, pero no hacía falta. Las rabietas de la princesa Karida eran legendarias—. Quiero que mi hija sea capaz de pensar por sí sola.

—¡Alteza! —Halim abrió sus ojos marrones con sorpresa, lo que le hizo parecer una liebre asustada—. La princesa Linah es el mayor activo de Daar-el-Abbah. El otro día el príncipe de…

—No permitiré que cataloguen a mi hija como un activo —le interrumpió Jamil—. ¡En el nombre de los dioses, ni siquiera tiene nueve años!

Ligeramente desconcertado por la fuerza de la respuesta de su príncipe, pues aunque Jamil era un padre solícito no era dado a las muestras de afecto paternal, Halim siguió hablando con más cautela.

—Se necesita tiempo para planear un buen matrimonio, como vos sabéis, alteza.

—Por el momento puedes olvidarte de casar a Linah. Hasta que no aprenda modales, ningún hombre en su sano juicio la querría —Jamil se dejó caer sobre el sillón de cuero situado tras el escritorio—. Vamos, Halim, ya sabes lo mal que puede comportarse. Estoy desesperado con ella. En parte es culpa mía, lo sé. He permitido que se convierta en una malcriada porque no tiene madre.

—Pero ahora que vais a casaros, la princesa Adira desempeñará ese papel, sin duda.

—Lo dudo. En cualquier caso, estás desviándote del tema. No quiero que eduquen a Linah como a una princesa árabe tradicional —igual que tampoco querría que educaran a un hijo suyo en las tradiciones de los príncipes árabes. Como le había pasado a él. Su rostro se ensombreció al recordar los duros métodos de su padre en lo referente a la educación de los hijos. No, él no le impondría esas tradiciones a su hijo.

—¿Y en su lugar queréis que se comporte como una dama inglesa? —el rostro ansioso de Halim le llevó de vuelta al presente.

—Sí. Si lady Celia es un ejemplo de dama inglesa, eso es exactamente lo que yo deseo. Si lady Cassandra se parece a su hermana, entonces será perfecta —Jamil releyó la carta de nuevo—. Aquí dice que tiene veintiún años. Tiene otras tres hermanas, mucho más jóvenes, y lady Cassandra ha compartido la responsabilidad de su educación. ¡Tres! Si puede hacerse cargo de tres niñas, entonces una será... ¿cómo dicen los ingleses? Pan comido.

La cara de Halim permaneció sombría y Jamil se carcajeó.

—Deduzco que no estás de acuerdo. Me decepcionas. Sabía que el consejo no percibiría de inmediato las ventajas de esta propuesta, pero esperaba más de ti. Piénsalo, Halim. Los Armstrong son una familia con un linaje excelente, y sobre todo con unos contactos impecables. El padre es un diplomático con influencia en Egipto y en la India, y el tío es miembro del gobierno británico. No nos haría ningún daño tener a una de las hijas en nuestra casa, y además estarían en deuda con nosotros. Según dice lady Celia, les estaríamos haciendo un gran favor.

—¿Por qué?

—Lady Cassandra ya está en A’Qadiz y desea prolongar su estancia para descubrir más nuestras tierras y nuestra cultura. Obviamente es una erudita.

—¿Decís que tiene veintiún años? —Halim frunció el ceño—. Es algo mayor para ser una mujer soltera, incluso en Inglaterra.

—Es cierto. Leyendo entre líneas, sospecho que es la típica solterona. Ya sabes, el tipo de mujer en el que parecen especializarse los ingleses; sencilla, que disfruta más con sus libros que con el sexo opuesto —Jamil sonrió—. Justo lo que Linah necesita. Una mujer aburrida de buena educación y un estricto sentido de la disciplina.

—Pero, alteza, no podéis estar seguro de que…

—Ya es suficiente. No toleraré más objeciones. Con Linah he intentado hacer las cosas de manera tradicional, pero la tradición ha fallado. Ahora lo haremos a mi manera, a la manera moderna, y tal vez así mi gente se dé cuenta de las ventajas que tiene ir más allá de los confines de nuestra propia cultura —Jamil se puso en pie—. Ya he escrito a lady Celia para aceptar su oferta. No te he traído aquí para hablar de las ventajas de la propuesta, sino simplemente para poner en práctica mi decisión. Nos reuniremos en la frontera de A’Qadiz dentro de tres días. Lady Celia llevará a su hermana y ella irá acompañada de su marido, el príncipe Ramiz. Consolidaremos nuestra relación con su reino y al mismo tiempo obtendremos una nueva institutriz para Linah. Estoy seguro de que comprendes que es importante que mi caravana resulte impresionante, de modo que, por favor, encárgate de ello. Ahora puedes retirarte.

Al advertir el tono de finalidad en la voz de su señor, Halim no tuvo más remedio que obedecer. Cuando los guardias cerraron las puertas del patio tras él, se dirigió hacia sus propios aposentos con gran pesar. No le gustaba cómo sonaba aquello. Tendrían problemas, estaba tan seguro de ello como de que su nombre era Halim Mohammed Zarahh Akbar el-Akkrah.

En ese mismo momento, en el reino de A’Qadiz, en otro patio soleado en otro palacio real, lady Celia y lady Cassandra estaban tomando el té, sentadas en unos cojines a la sombra de un limonero. Junto a ellas, tumbada en una cesta, la hija de Celia resopló y ambas hermanas se rieron encantadas, pues la pequeña Bashirah era la niña más lista y encantadora de toda Arabia.

Cassie dejó su vaso de té en la bandeja de plata que había junto al samovar.

—¿Puedo tomarla en brazos?

—Por supuesto que puedes —Celia sacó a la niña de la cesta y se la entregó a Cassie, que balanceó a su sobrina sobre su regazo.

—Bashirah —dijo Cassie acariciándole la mejilla al bebé con el dedo—. Qué nombre tan bonito. ¿Qué significa?

—Portadora de felicidad.

Cassie sonrió.

—Qué apropiado.

—Le gustas —respondió Celia con una sonrisa cariñosa, cautivada por la imagen tan encantadora que presentaban su hermana y su hija. En las semanas que hacía desde la llegada de Cassie a A’Qadiz, parecía haber recuperado parte de su actitud alegre, pero a Celia le entristecía ver esa mirada sombría que aparecía en los ojos azules de su hermana a veces, cuando creía que nadie la observaba. Las ojeras que daban testimonio de tantas noches sin dormir desde aquella fatídica noche habían desaparecido ya, y su piel había perdido esa palidez antinatural. De hecho, a ojos de los demás, Cassandra era la belleza radiante que siempre había sido, con su pelo dorado oscuro y su cuerpo curvilíneo, tan distinto al de la propia Celia.

Pero Celia no era los demás; era la hermana mayor de Cassie y la quería mucho. Era un vínculo forjado en la adversidad, pues habían perdido a su madre cuando eran jóvenes, y aunque Cassie se llevaba poco más de tres años con Cressida, la siguiente hermana, era suficiente para dividir a la familia en dos grupos; las dos mayores, que luchaban por ocupar el lugar de su madre, y las tres pequeñas, que necesitaban atenciones.

—Cassie, lo has pasado muy mal estos últimos tres meses —le dijo Celia a su hermana mientras le daba un abrazo rápido—. ¿Estás segura de que puedes hacer frente a este desafío?

—No me compadezcas, Celia —respondió Cassie con el ceño fruncido—. Casi todo lo que he tenido que soportar ha sido por mi culpa.

—¿Cómo puedes decir eso? Prácticamente te dejó plantada en el altar.

Cassie se mordió el labio.

—Exageras un poco. Aún quedaban dos semanas para la boda.

—Ya se había anunciado oficialmente el compromiso, la gente estaba enviando regalos, incluso nosotros enviamos uno, y los asistentes habían sido invitados a desayunar. Sé que crees que lo amabas, Cassie, ¿pero cómo puedes defenderlo después de eso?

—No estoy defendiéndolo —Cassie abrió los ojos desmesuradamente para evitar que cayeran las lágrimas—. Solo digo que tengo tanta culpa como Augustus.

—¿Por qué? —hasta ese momento, Cassie se había negado a hablar de su ruptura, pues solo deseaba olvidarla, y Celia, que sabía que el orgullo de su hermana estaba tan herido como su corazón, se había abstenido de preguntarle. Pero parecía que su paciencia estaba a punto de acabarse y no podía evitar sentir curiosidad. Se inclinó para tomar a Bashirah en brazos, pues estaba haciendo ese sonido impaciente que hacía antes de empezar a exigir alimento. Celia pensó en Ramiz y sonrió mientras colocaba al bebé frente a su pecho. Obviamente la niña había heredado de su padre aquel temperamento exigente—. ¿No quieres contármelo, Cassie? A veces ayuda hablar de las cosas, aunque sea doloroso, y yo he estado muy preocupada por ti.

—Estoy bien —respondió Cassie.

—Mentirosa —dijo Celia riéndose.

Cassie logró sonreír débilmente en respuesta.

—Bueno, puede que no esté bien en este momento, pero lo estaré. Lo prometo. Solo necesito demostrarme algo a mí misma, triunfar en algo para variar. Darle a la gente y a mí misma algo de lo que estar orgullosa.

—Cassie, todos te queremos a pesar de todo. Ya lo sabes.

—Sí. Pero no puedo ignorar el hecho de que me he comportado como una idiota, Celia. Y papá sigue furioso conmigo. No puedo volver a Inglaterra, no hasta que no haya demostrado que no soy una papanatas.

—Cassie, fue Augustus quien te traicionó, y no al revés.

—Yo lo elegí.

—No puedes elegir de quién te enamoras, Cass.

—Te diré una cosa, Celia. Voy a asegurarme de no elegir enamorarme nunca más.

—Oh, Cassie, qué tonterías dices —Celia le dio una palmadita en la rodilla—. Claro que volverás a enamorarte. Lo sorprendente es que no te hubieras enamorado antes, porque eres una romántica.

—Y ese es el problema. Así que no lo seré más. He aprendido una dura lección y estoy decidida a no tener que aprenderla de nuevo. Si te cuento cómo fue, entonces tal vez lo comprendas.

—Solo si estás segura de desear hacerlo.

—¿Por qué no? No puedes pensar peor de mí de lo que ya pienso yo. No, no me mires así, Celia, no merezco tu compasión —Cassie jugueteó con las cintas azules que colgaban de las mangas de su vestido de muselina—. Augustus decía que estas cintas eran del mismo color que mis ojos —dijo con una sonrisa nostálgica—. Claro, que también me decía que mis ojos eran del color del cielo a medianoche, y que eclipsaban un campo de lavanda. También me trajo un ramillete de violetas con un broche de plata y dijo que eran un himno a mis ojos, ahora que lo pienso. Yo ni siquiera cuestionaba la veracidad de aquello, aunque sé perfectamente de qué azul son mis ojos. Eso debería darte una idea de lo enamorada que estaba.

Un rubor ascendió por el cuello de Cassie. Incluso tres meses después de que todo acabara, a veces todavía se sentía abrumada por la culpa. La tía Sophia decía que la retrospectiva era algo maravilloso, pero cada vez que Cassie examinaba el curso de los acontecimientos, cosa que hacía con frecuencia, no era el comportamiento desvergonzado de Augustus, sino su propia falta de juicio lo que más vergüenza le daba.

—Augustus St John Marne —aquel nombre, que en otra época le había parecido maravilloso, ahora tenía un sabor amargo en su lengua—. Lo conocí en Almack’s. Yo había tenido otra confrontación con Bella.

—¡Bella Frobisher! —exclamó Celia—. ¿Quién habría creído que papá podría caer tan bajo? Sigo sin creerme que haya ocupado el lugar de mamá. No creo que alguna vez sea capaz de llamarla lady Armstrong.

—No, ni siquiera la tía Sophia puede, y eso que se la ha ganado desde que nació James. Pero he de decir, Celia, que nuestro hermanastro es adorable.

—Un hijo y un heredero para papá. ¿De modo que ese acontecimiento tan prometedor ha logrado aplacar incluso a nuestra temible tía?

Cassie se rio.

—«Puede que Bella Frobisher sea una mujer frívola y descerebrada» —dijo intentando imitar el tono de voz de su tía Sophia—, «pero es capaz de reproducirse y ha salvado la situación con el pequeño James. Un niño sano que asegurará el título y el apellido, justo lo que la familia necesita». Y, sinceramente, Celia, deberías ver a papá. Va a visitar a James a su habitación, que es más de lo que hizo con nosotras, estoy segura. Ya le ha inscrito en Harrow. Bella cree que estoy celosa, claro —Cassie frunció el ceño—. No sé, tal vez lo esté, un poco. Papá siempre ha pensado en nosotras como meros peones en sus juegos diplomáticos. Papá y Bella habían redactado una pequeña lista de candidatos para mí. ¡Una pequeña lista! Qué poco romántico. De eso era de lo que estaba discutiendo con Bella la noche que conocí a Augustus.

—Ah —dijo Celia.

—¿Qué significa eso?

—Nada. Pero debes admitir que, cuando alguien te dice que hagas algo, tienes tendencia a hacer justo lo contrario.

—¡Eso no es cierto! —exclamó Cassie—. Me enamoré de Augustus porque era un poeta, con alma de poeta. Y porque pensaba que a él le gustaban las mismas cosas que a mí. Y porque es muy guapo y comprensivo y…

—Y justo el tipo de héroe romántico con el que siempre has soñado que te enamorarías —Celia le dio un beso a Bashirah, que se había quedado dormida, y la dejó con cuidado en la cesta—. Y debes admitir que en parte lo hiciste porque sabías que papá y Bella se opondrían.

—Lo admito. Puede que esa fuese una pequeña parte de la atracción —Cassie frunció el ceño. Celia acababa de decir lo que ella misma llevaba tiempo sospechando. Cuando Bella le había entregado la lista de candidatos que su padre había elaborado, Cassie la había roto por la mitad. La confrontación había acabado en punto muerto, como sucedía con casi todas sus confrontaciones con Bella, pero durante la comida, y durante el viaje de vuelta a King Street, su resentimiento había ido creciendo. Y fue con ese estado de ánimo con el que conoció a Augustus, un joven particularmente guapo que por suerte desacreditaba el comportamiento de su madrastra hacia ella.

—Aquella noche bailamos una cuadrilla en Almack’s —le contó a Celia, obligándose a continuar con su confesión—, y durante la cena Augustus compuso un cuarteto en el que me comparaba con Afrodita. Lo redactó allí mismo, sobre el mantel. A mí me pareció un gesto de lo más romántico. Imagínate, ser la musa de un poeta. Cuando me contó que no tenía mucho dinero, yo me alenté a mí misma para enamorarme, y cuanto más protestaran Bella y papá contra el compromiso, más decidida estaba a seguir hacia delante —Cassie se secó una lágrima de la mejilla—. Lo terrible es que, en cierto modo, yo sabía que no era real. Quiero decir que una parte de mí miraba a Augustus a veces y pensaba: «¿Realmente estás pensando en casarte con este hombre, Cassandra?». Entonces pensaba en lo mucho que me amaba y me sentía culpable, y pensaba en lo satisfecha que se sentiría Bella sin cambiaba de opinión, porque eso demostraría que ella tenía razón. Así que no hice nada. Y lo gracioso es que, aunque a veces ponía en duda mi propio corazón, nunca dudé de Augustus. Se mostraba tan apasionado y elocuente en sus declaraciones de amor... Cuando me dejó plantada, fue una sorpresa. Lo hizo por carta. Ni siquiera tuvo la decencia de decírmelo a la cara.

—¡Qué cobarde! —Celia apretó los puños—. ¿Quién era la heredera por la que te abandonó? ¿La conozco?

—No creo. Millicent Redwood, hija de uno de esos magnates del carbón del norte. Dicen que tiene cincuenta mil libras. Supongo que podría haber sido peor —dijo Cassie con voz temblorosa—, si hubiesen sido solo veinte mil…

—Oh, Cassie —Celia abrazó a su hermana y la mantuvo allí mientras lloraba, apartándole el pelo rubio de las mejillas, como había hecho cuando eran niñas y lloraban la ausencia de su madre.

Durante unos minutos, Cassie se rindió a la tentación de llorar, permitiéndose pensar que Celia lo arreglaría todo, como hacía siempre. Pero solo durante unos minutos, porque se había propuesto no derramar más lágrimas. Augustus no se las merecía. Tenía que dejar de regodearse en la autocompasión. ¿De qué le servían las lágrimas? Se incorporó, sacó su pañuelo y se secó inmediatamente las mejillas mientras tomaba aire.

—Así que ya ves, Bella y papá tenían razón desde el principio. Soy egoísta, testaruda y tonta. Y estoy llena de ideas románticas que no tienen cabida en el mundo real. «No puede confiarse en un corazón que se entrega tan fácilmente, y no se le debe dar rienda suelta nunca más». Eso es lo que dijo la tía Sophia, y he de decir que estoy de acuerdo con ella. He probado el amor —declaró Cassie con dramatismo, olvidándose por un momento de que había abandonado su vena romántica—, y aunque el primer sorbo me supo dulce, después me ha dejado un sabor amargo. No volveré a beber de ese cáliz envenenado.

Celia se mordió el labio en un esfuerzo por no sonreír, pues Cassie en su versión Cassandra siempre le había hecho mucha gracia. Resultaba tranquilizador que su hermana no se hubiera entregado tanto a la melancolía como para perder sus cualidades, y eso le hacía albergar la esperanza de que tal vez su corazón se recuperase de la herida causada por Augustus St John Marne. Ramiz le habría aplicado un castigo inmediato si le hubiera puesto las manos encima. Celia fantaseó por un momento con la imagen de aquel poeta insensible atado a un palo, con su piel llena de ampollas mientras se abrasaba bajo el sol del desierto, un castigo legendario aplicado a los transgresores antiguamente en A’Qadiz. Pero después, como era costumbre en ella, se centró en las cuestiones prácticas.

—Te esperan en la frontera de Daar-el-Abbah dentro de tres días. Ramiz te acompañará hasta allí, pero Bashirah es demasiado pequeña para viajar y me temo que no puedo soportar separarme de ella, así que no iré con vosotros. Pero no es demasiado tarde para cambiar de opinión, Cassie. La ciudad de Daar está a cinco días de viaje desde aquí y probablemente seas la única europea allí. Además serás responsable de la princesa. Tiene una reputación horrible, pues ha estado siempre al cuidado de diversas niñeras desde que su madre muriera en el parto. El príncipe esperará mucho de ti.

—Y yo no le decepcionaré —dijo Cassie—. ¿Quién mejor que yo para empatizar con la difícil situación de la pequeña Linah? Yo también perdí a mi madre. ¿Acaso no te he ayudado a criar a nuestras tres hermanas?

—Bueno, supongo que en cierto modo, pero…

—Estoy segura de que lo único que necesita es un empujoncito en la dirección correcta y mucha comprensión.

—Puede ser, pero…

—Y mucho amor. Yo tengo mucho amor que dar, ya que no tengo a nadie más a quien dárselo.

—Cassie, no puedes pensar en sacrificar tu vida por una niña pequeña como Linah. Este puesto no será permanente. Has de pensar en ello como algo temporal. Es una oportunidad para recuperarte y hacer algo bueno al mismo tiempo, nada más. Después deberás volver a Inglaterra y seguir con tu vida.

—¿Por qué? Tú te sientes feliz aquí.

—Porque me enamoré de Ramiz. Tú también te enamorarás algún día del hombre adecuado. No importa lo que pienses ahora, pues llegará un momento en el que cuidar del hijo de otra persona no te resultará suficiente.

—Tal vez el príncipe Jamil vuelva a casarse y tenga más hijos. Entonces necesitará que me quede como institutriz.

—No creo que entiendas lo poco corriente que resulta que te acepte en su casa. Daar-el-Abbah es un reino mucho más tradicional que A’Qadiz. Si volviera a casarse, cosa que tendrá que hacer porque necesita un heredero, entonces me temo que recurrirá a la tradición del harén. Ya no necesitará una institutriz.

—¿Cómo es el príncipe Jamil?

Celia frunció el ceño.

—No lo conozco bien. Ramiz lo respeta mucho, así que debe de ser un gobernante excelente, pero apenas le he visto. En muchos aspectos es el típico príncipe árabe; altivo, distante, acostumbrado a que le muestren respeto.

—Haces que parezca un tirano.

—Oh, no, en absoluto. Si pensara eso, no te permitiría ir y vivir en su casa. Su situación hace que sea difícil para él mostrarse cercano, porque su gente lo idolatra, pero Ramiz dice que es uno de los hombres más honorables que conoce. Está ansioso por consolidar su alianza con él.

—Sí, sí, lo imagino, ¿pero qué aspecto tiene realmente el príncipe Jamil?

—Es muy guapo. Hay algo en él que llama la atención. Sus ojos, creo. Son de un color muy llamativo. Es bastante joven. No debe de tener más de veintinueve o treinta años.

—No lo sabía. Había dado por hecho que sería mayor.

—Aunque no ha vuelto a casarse, no es porque no tenga oportunidades. No lo conozco lo suficiente como para que me caiga bien, pero lo importante es que confío en él. Sin embargo… —Celia vaciló un instante y le estrechó la mano a Cassie—… no es un hombre que tolere los fallos, y tampoco es un hombre al que haya que enfadar. Así que debes morderte la lengua en su presencia, Cassie, e intentar pensar antes de hablar. Aunque no creo que vayas a verle mucho. Por lo que he oído, uno de los factores que contribuyen al mal comportamiento de su hija es el poco interés que muestra en ella.

—Oh, qué horrible. No me extraña que sea un poco rebelde.

Celia se rio.

—¿Ves? Eso es justo lo que acabo de advertirte. No debes permitir que tu corazón gobierne sobre tu cabeza, y debes esperar hasta entender toda la situación antes de formarte opiniones y sacar conclusiones. No es bueno tener al príncipe Jamil en tu contra, y estoy segura de que, si lo hicieras, no dudaría en pisotearte. El objetivo de esta experiencia es que recuperes la confianza, no que te la hagan pedazos para siempre.

—No temas, seré una institutriz modélica —declaró Cassie, reforzada por el reto que tenía por delante. Ella, que había decidido no volver a amar, reconciliaría a aquella familia enseñando a Linah y a su padre a quererse mutuamente. Sería su gran misión, su vocación—. Te lo prometo —dijo Cassandra con un fervor que iluminaba sus ojos y coloreaba sus mejillas, y que hizo que Celia se cuestionara la decisión de haber sugerido a su hermana como institutriz—. Te prometo, Celia, que el príncipe Jamil quedará tan encantado con mis esfuerzos que eso tendrá ventajas para Ramiz y para ti.

—Entonces deduzco que no tienes dudas —dijo Celia.

Cassie se puso en pie, se sacudió el vestido y echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos brillaban con entusiasmo. Estaba magnífica y hermosa, mucho más precisamente por no ser consciente de ello. Cassie tenía muchos defectos, pero la vanidad no era uno de ellos. Celia sintió una punzada de dudas. ¿Qué sabía realmente de Jamil al-Nazarri, el hombre, no el príncipe? Cassie era adorable, prácticamente estaría sola y, por tanto, sería vulnerable. Se levantó y le puso una mano a su hermana en el brazo.

—Tal vez sea mejor que te des un poco más de tiempo, que te quedes aquí unos días más antes de comprometerte.

—Ya me he decidido. En cualquier caso, ya está todo organizado. Veo en tu cara que te preocupa que el príncipe Jamil tenga planes para mí, pero no tienes por qué preocuparte, te lo aseguro. Aunque fuera así, cosa que me parece improbable, pues aunque en Inglaterra me consideren una belleza, en Arabia admiran a otro tipo de mujeres, no llegaría a nada. Ya te he dicho que estoy cansada de los hombres, y estoy cansada del amor.

—Entonces yo debería cansarme ya de intentar persuadirte para que cambies de opinión —dijo Celia al darse cuenta de que, si seguía protestando, Cassie se inquietaría más—. Así que deja que te ayude a hacer la maleta, pues la comitiva ha de salir con los primeros rayos de sol.

Dos

A la mañana siguiente, Cassie se despidió de Celia entre lágrimas y partió tras el príncipe Ramiz, que conducía la comitiva por las calles oscuras y desiertas de Balyrma hacia el desierto. Ella llevaba el atuendo de lino azul para montar que el sastre de su padre le había hecho especialmente para el viaje, y esperaba que no resultara demasiado sofocante con el calor del desierto. La falda era lo suficientemente amplia para asegurarse de poder sentarse a horcajadas sobre un camello sin perder la decencia. La chaquetilla tenía un corte militar, con cuello alto y una fila doble de botones, pero por lo demás era sencilla, y se apoyaba en la severidad del corte masculino para realzar la feminidad de su cuerpo. Sin embargo, para cuando la comitiva comenzó a atravesar el primer puerto de montaña, el sol ya estaba alto y Cassie deseaba que estuviera de moda otro estilo de vestir menos sofocante. Aunque solo llevaba una camisola fina bajo el corsé, y nada de enaguas, ya tenía muchísimo calor.

Los primeros dos días de viaje pasaron factura tanto a su apariencia como a su estado de ánimo. El calor le abrasaba la cara a través del velo, y era como si su piel estuviera cociéndose en un horno de pan. Le picaba la garganta por el polvo y la sed, y el sudor hacía que la camisola se le pegara como una segunda piel asquerosa que le daba ganas de quitarse el corsé y las medias.