La isla de las pecadoras - Angela Montoya - E-Book

La isla de las pecadoras E-Book

Angela Montoya

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En una remota isla, perdida en el inmenso océano, viven las Majestuosas. Mujeres poderosas y preciosas brujas que son temidas por la sociedad debido a su magia, pero, a la vez, deseadas por muchos hombres que quieren usarlas a su favor. Y allí está Rosalinda. Una Majestuosa que esconde algo más, quizá sea su increíble belleza, sus temidos encantos, o el hecho de que en breve cumplirá la mayoría de edad y será vendida al mejor postor en la Ofrenda de este año; pero antes de que esto suceda se ha propuesto abandonar la isla. No puede permitir que algún hombre rico se aproveche de sus sombras, podría ser la destrucción, su destrucción… Mariano se cree intocable, y todo porque piensa que ser el príncipe de los piratas le da carta blanca, hasta que la flota del rey ataca su barco y es derrotado. Así acaba desterrado en la Isla de las Pecadoras, con una cadena encantada que lo guiará hacia lo que más quiere su corazón. Pero no debería haber problema si lo tiene claro, ¿no? Hasta que aparece Rosalinda, una bruja descarada, dispuesta a utilizarlo para escapar de la isla antes que acabe la Ofrenda, aunque no será fácil si los enemigos acechan y Mariano no está dispuesto a colaborar, ¿seguro que tenía claro lo que su corazón quería?

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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En una remota isla, perdida en el inmenso océano, viven las Majestuosas. Mujeres poderosas y preciosas brujas que son temidas por la sociedad debido a su magia, pero, a la vez, deseadas por muchos hombres que quieren usarlas a su favor.

Y allí está Rosalinda. Una Majestuosa que esconde algo más, quizá sea su increíble belleza, sus temidos encantos, o el hecho de que en breve cumplirá la mayoría de edad y será vendida al mejor postor en la Ofrenda de este año; pero antes de que esto suceda se ha propuesto abandonar la isla. No puede permitir que algún hombre rico se aproveche de sus sombras, podría ser la destrucción, su destrucción…

Mariano se cree intocable, y todo porque piensa que ser el príncipe de los piratas le da carta blanca, hasta que la flota del rey ataca su barco y es derrotado. Así acaba desterrado en la Isla de las Pecadoras, con una cadena encantada que lo guiará hacia lo que más quiere su corazón. Pero no debería haber problema si lo tiene claro, ¿no?

Hasta que aparece Rosalinda, una bruja descarada, dispuesta a utilizarlo para escapar de la isla antes que acabe la Ofrenda, aunque no será fácil si los enemigos acechan y Mariano no está dispuesto a colaborar, ¿seguro que tenía claro lo que su corazón quería?

Angela Montoya lleva obsesionada con la magia de contar historias desde pequeña. No ha visto un día sin un libro en la mano, una melodía de un programa en mente o una cita de una película en los labios.

 

Angela proviene de una familia de narradores con ideas revolucionarias, incluido su abuelo José Montoya, quien fue un célebre activista y poeta. Cuando no está perdida en el mundo de las palabras, la encontrarás en su pequeña granja en el norte de California, donde está ocupada dando órdenes a su pareja y sus dos hijos, así como a una gran cantidad de animales.

CAPÍTULO 1 Rosalinda

UN DÍA ANTES DE LA OFRENDA

 

 

La brisa tiraba del cabello de Rosalinda y desarmaba su trenza desgastada por la sal, los pelos sueltos la azotaban como serpientes enfadadas. Ella se recogió los mechones detrás de las orejas y frunció el ceño, a la espera de que se formaran nubes tormentosas que igualaran su estado de ánimo; pero el cielo permanecía de color azul.

Después de todo, las ráfagas nunca tocaban la Isla de las Pecadoras, e incluso las tormentas evitaban a las Majestuosas. Ojalá el joven rey y su corte ofrecieran la misma amabilidad. Sabía que era un sueño absurdo. El rey Sebastián había dejado su castillo y en la actualidad navegaba por los traicioneros mares. Venía a su encuentro.

—Señorita, su cabello se ha soltado de su trenza —dijo Cora, una criada, desde el interior de la alcoba de Rosa—. Por favor, vuelva para que pueda arreglárselo.

Rosa ignoró a Cora y mantuvo la mirada fija en el mar. Era la única pizca de libertad que había tenido en sus once años en la isla. Ahora ya tenía dieciocho y era una mujer, aunque era considerada menos que eso debido al poder que poseía.

—¿Señorita? —Rosa suspiró.

En silencio, abandonó el balcón, se dirigió al tocador, se sentó y colocó las manos en su regazo. Permaneció quieta, con la espalda recta y la barbilla en alto, tal como le habían enseñado desde que era una niña. Pero, en su interior, en las profundidades ocultas de su alma, su rugido era tan fuerte como el de una bestia atrapada.

Cora chasqueaba la lengua mientras se movía delante de Rosa. Toda su piel, incluido su arrugado rostro, estaban cubiertos con una sencilla muselina, como la de todos los sirvientes de palacio. Doña Lucía, su señora, no permitía que sus invitados vieran otra cosa en la isla que no fuera belleza, perfección y vitalidad. Y la edad (en especial en una Majestuosa, una mujer con magia que fluía por sus venas, bendecida por la misma diosa Xiomara) era lo opuesto a la belleza ante los ojos de la doña.

—Es un desastre, señorita. Y después de todo el trabajo que acabo de hacer. —Ajustó los mechones sueltos del cabello casi negro de Rosa—. Quédese quieta, por favor. —Cora levantó un dedo y lo pasó por los labios de Rosa.

Un rastro de hielo siguió al ardor que provocaba su toque, pero eso no era nada nuevo. La magia siempre encontraba una manera de hacer daño.

Los ojos de Rosa se desviaron hacia el espejo y vio cómo el suave tono rosa de sus labios se volvía de un color ciruela profundo. La magia de Cora no era extraordinaria, nada de verdadero valor para el reino de Coronado. Ni tampoco algo por lo que valiera la pena pagarle a la Iglesia un alto diezmo. Aun así, era perfecta para un día como ese.

—Ya está lista, señorita. Tan preciosa como siempre. —Cora acarició la mejilla de Rosa—. Ahora, debo ocuparme del resto de las señoritas antes de la llegada del rey.

Tan pronto como Cora se fue, Rosa se dejó caer.

La puerta de su alcoba crujió al abrirse y luego se cerró de golpe.

—¿Ha olvidado algo, Cora? —preguntó, sin molestarse en levantar la vista de su regazo.

—Sí, mi cerebro. ¿Lo has visto?

La cabeza de Rosa se giró hacia la puerta. Juana, su querida amiga, jadeaba como si hubiera corrido desde el otro lado de la isla. Tenía el pecho agitado, apoyaba las manos en las caderas y su piel morena brillaba con sudor. Llevaba un vestido rosa pálido con bordados dorados y su cabello negro estaba recogido en un moño de apretados rizos que enmarcaban su bonito rostro, que reflejaba irritación.

Rosa apretó los labios para evitar sonreír. Muchas de las chicas usaban con gusto los finos vestidos dispuestos para ellas por doña Lucía, pero no Juana: ella odiaba la idea de que docenas de capas de faldas se amontonaran alrededor de sus piernas. También detestaba el maquillaje, y, sin embargo, allí estaba con colorete en las mejillas.

—¿Acaso no estás guapa? —bromeó Rosa.

Juana arrancó una flor de su cabello y la aplastó en su palma.

—Intentaron meterme en un vestido tan escotado que podría haber estado desnuda.

Rosa sonrió.

—Puedo imaginármelo: tú, allí parada en los muelles, solo con tus tacones y una tiara.

—Oh, sí, obtendría la atención de toda la armada, y es probable que incluso de este bestial rey. —Juana se golpeó la barbilla con el dedo—. Pero, ahora que lo pienso bien, no estaría tan mal. Podría decirle que he visto su futuro y que está condenado a pasar el resto de sus días con la cabeza metida en su culo.

Rosa sonrió.

Juana cruzó la habitación y se derrumbó en un diván cerca del balcón.

—Tuve que salir corriendo cuando las sirvientas hablaron de usar magia para alargarme las pestañas; si doña Lucía se entera, me meteré en problemas.

—La señora está demasiado ocupada con los preparativos de la fiesta como para preocuparse por tus pestañas.

—Tanto tú como yo sabemos que eso es mentira. —Juana se mordió la cutícula, algo que solo hacía cuando su mente estaba atrapada en una espiral de pensamientos angustiantes.

—Sé que no te importa realmente lo que haga doña Lucía —dijo Rosa.

Una vez, cuando Juana rompió el jarrón más preciado de doña Lucía, pasó varios días encerrada en su habitación. Bueno, ella no lo rompió, fue Rosa. Pero Juana asumió la culpa, siempre hacía cosas así para protegerla, bajo el razonamiento de que tenía tres meses más y, por lo tanto, era mucho más fuerte que lo que Rosa jamás podría ser. «Además», decía siempre, «apenas me caes bien, y mucho menos a cualquier otra persona. Unos días de paz y tranquilidad serán un placer».

—Dime en qué piensas —dijo Rosa mientras se sentaba al lado de Juana.

Juana le sostuvo la mirada.

—Durante mucho tiempo he sabido que este día llegaría, pero ahora que está aquí y todos nuestros planes comienzan a llevarse a cabo, no puedo evitar sentir que algo saldrá muy mal.

Rosa conocía los peligros que implicaba huir de la isla, había visto lo que les sucedía a las chicas que intentaban escapar. Había visto cómo las guardias de doña Lucía las torturaban hasta que sus gritos se ahogaban en sus gargantas. Había observado cómo eran arrastradas a las profundidades por tlanchanas tan pronto como alcanzaban las aguas turquesas que rodeaban la isla, pero ¿enfrentarse a las sirenas para evitar la Ofrenda? Valía la pena correr el riesgo.

—Yo… —La boca de Rosa se abrió y se cerró al momento. Trató de formular las palabras adecuadas para hacer que Juana comprendiera por qué tenían que irse esa misma noche.

—No tienes que decirme nada. —Juana apretó su mano—. Nunca debes hacerlo, al menos no conmigo. De todos modos, eso no significa que no esté asustada.

—Lo siento —dijo Rosa. Y lo estaba. Lo lamentaba por todo lo que les hacían soportar.

Lamentaba que el poder de una Majestuosa fuera codiciado y odiado. Lamentaba que su valía se midiera por el diezmo; es decir, cuánto alguien estaba dispuesto a pagar a la Iglesia por los servicios de una Majestuosa.

No siempre había sido así. Hacía solo un siglo, las Majestuosas vivían libremente en el reino insular. Curaban a los enfermos, calmaban los mares, invocaban la lluvia de los cielos para ayudar a los agricultores a producir cosechas abundantes. Pero cuando el antiguo monarca, el tatarabuelo del rey Sebastián, descubrió que podía debilitar el poder de una Majestuosa colocando alguna cosa de hierro en su piel, todo cambió.

Las reunió, las llevó a su castillo y les colocó aros de hierro en sus lóbulos para debilitarlas. Solo se los quitaba para poder usar su poder y convertir su capital en un paraíso floreciente. A las Majestuosas les pasaba factura, pues su poder era como un pozo vivo en su interior. Cuando se secaba, también lo hacía su fuerza vital.

Tras décadas de maltrato, las Majestuosas lucharon contra el rey y sus guardias, pero solo pudieron resistir durante un tiempo antes de que su magia debilitada se agotara por completo.

Cientos de Majestuosas poderosas perdieron la vida durante la rebelión y una generación entera de ancianas desapareció en solo meses.

La Iglesia comenzó a crear historias para su rebaño, por medio de panfletos que calificaban a las Majestuosas como «pecadoras en vida». Muchos que alguna vez simpatizaron con las Majestuosas les dieron la espalda por miedo a ser arrojados a uno de los siete infiernos, y la gente comenzó a cazarlas para liberar las tierras de su magia malévola.

Pero el rey no permitiría que su único acceso a un verdadero dominio desapareciera como querían la Iglesia y su rebaño; tampoco lo harían los nobles de la tierra, que clamaban por poder.

Se llegó a un acuerdo. Todas las Majestuosas fueron desterradas a una pequeña isla en el centro del mar. Una Majestuosa solo podría vivir fuera de los límites de la Isla de las Pecadoras si ella y sus poderes estaban vinculados a una persona influyente una vez que alcanzara la edad adulta. Una persona elegida por el rey y los cardenales de la Iglesia por su lealtad al trono y a sus dioses. Allí, la Majestuosa pasaría el resto de sus días satisfaciendo sus demandas, sin importar cuáles fueran.

Un pensamiento travieso cruzó la mente de Rosa.

—¿Te apetece una aventura antes de que comience este día miserable?

Juana sonrió con malicia.

—¿De verdad necesitas que te responda?

Rosa agarró la mano de Juana, y la llevó hacia la puerta. La abrió. Los sirvientes corrían de un lado a otro, llevaban jarrones rebosantes de lirios blancos y cestas con sábanas de lino. Un torbellino de Majestuosas vestidas de gala pasó riendo y cuchicheando con nerviosa excitación. Cuando el pasillo quedó despejado, Rosa condujo a Juana hacia la derecha.

—¿Adónde vamos? —preguntó Juana, mirando por encima del hombro.

—¿A la capilla?

Juana titubeó.

—¿La capilla? ¿Para qué?

—Solo espera. —Juntas, subieron a toda prisa los largos y tortuosos escalones hacia el punto más alto del palacio. Ahí era donde se suponía que debían rezar a los dioses, a los dioses que les habían dado la espalda hacía mucho tiempo atrás.

El incienso ardiente obstruía las fosas nasales de Rosa, seguido de los recuerdos repugnantes de horas pasadas de rodillas, bajo la súplica de perdón por algo que no podía controlar: ser una Majestuosa.

La capilla era pequeña, austera, destinada solo para unos pocos pecadores a la vez. En la parte delantera de la habitación circular había un altar con velas brillantes y doce pequeñas figurillas esculpidas a semejanza de los dioses. Una vez hubo trece dioses, pero Xiomara fue apartada de la misma manera que las Majestuosas que ella había creado.

—¿Vas a decirme por qué estamos aquí? —preguntó Juana, mientras apretaba la nariz. De verdad odiaba el olor de la capilla.

—Pensaba en ese libro. —Rosa señaló hacia el libro de la salvación. Era una versión del panfleto impreso y entregado en todos los hogares del reino, y las escrituras que todas las Majestuosas en la isla memorizaban y recitaban en el momento en que eran lo suficientemente mayores como para hablar.

Las Majestuosas son pecado hecho carne.

No conocen más que destrucción y lujuria.

Arrancarán la piedad de un alma, haciendo que los hombres cometan actos condenables porque esa es su naturaleza, para eso nacieron.

Pasó las páginas hasta encontrar lo que buscaba.

Juana miró hacia abajo y leyó.

—«El pozo más bajo del séptimo infierno está reservado para la Majestuosa y aquellos que la adoren» —se burló—. ¿Estás tratando de hacer que me sienta mejor o peor por el día de hoy?

—Vamos, sigue leyendo —la instó.

Se apartó y buscó un poco de tinta o tiza que se usaba para practicar las escrituras.

Juana puso los ojos en blanco, pero continuó.

—«La salvación puede llegar para una Majestuosa, alabados sean los dioses, si renuncia a su voluntad, a su naturaleza pecaminosa, y se ofrece a sí misma y su magia a un hombre piadoso que sirva bien a su rey y su país. Entonces, y solo entonces, podrá entrar al cielo cuando se haya separado de este mundo».

Los ojos de Rosa se posaron en un lápiz bajo uno de los bancos, lo cogió y regresó al altar.

—Aquí —se lo ofreció a Juana—, creo que es hora de escribir nuestra propia historia para que se produzca un cambio. —Una brillante sonrisa inundó el rostro de Juana.

—Eres diabólica.

—Aprendí de la mejor.

Con una risa, Juana le arrebató el lápiz y comenzó a garabatear algunas palabras en el libro sagrado. Reemplazó versículos santificados con lenguaje soez y cambió la palabra «hombre» por «burro». Rosa se rio tan fuerte que las lágrimas cayeron por sus mejillas.

Cuando las hojas estuvieron repletas de las marcas de Juana, cogió una de las estatuillas del altar. Mientras ella comenzaba a dibujar una barba en la estatua de Izel, el dios de la naturaleza, Rosa se acercó a la única ventana que había dentro de la capilla y la brisa salada rozó sus coloridas mejillas mientras observaba toda la isla extendida ante ella, repleta de vida.

La guarida, las cuevas de las tlanchanas, se encontraba en la orilla de una bahía de color azul; a simple vista parecían preciosas mujeres tomando el sol, pero debajo de la superficie del agua sus colas de serpiente se agitaban y deslizaban en el mar mientras esperaban su próxima comida. El pequeño pueblo que albergaba a los sirvientes de la isla y a sus familias se acurrucaba contra un frondoso bosque lleno de vida silvestre. También estaban los baños y el templo donde algunos sacerdotes residían. Una red de caminos de tierra se entrelazaba por todos lados, hasta el palacio de las Majestuosas, donde vivían Rosa y Juana.

Cada mujer en la Isla de las Pecadoras era una Majestuosa, desde la más humilde sirvienta hasta la dueña de la isla misma, pero solo aquellas con dones dignos del rey y su corte y las muy jóvenes tenían permitido vivir y aprender dentro de los muros del palacio.

Una vela blanca brilló en la distancia, Rosa se mordió el labio y entrecerró los ojos mientras se inclinaba hacia delante. Otra vela apareció en escena, y luego otra más. Cambió su peso de pierna y su pulso se aceleró a medida que docenas de barcos borraban el horizonte.

—Están aquí —dijo, y su voz era tan suave como las olas que rompían en la orilla muy abajo. Tal vez, si pronunciaba las palabras en silencio, no sería esa la realidad y los barcos tan solo dejarían de existir. Sin embargo, no importaba cuántas veces parpadeaba, seguían allí. En lo que se sintió como un instante, las embarcaciones pasaron entre las estatuas blancas como esqueletos que custodiaban la bahía.

La oscuridad interior de Rosa, esa magia de sombras enfermas que deseaba hacer daño y destruir, cobró vida. Los malvados fantasmas se estiraron y suspiraron como si despertaran de un profundo sueño. Forzó su respiración para calmarse, lo último que necesitaba era preocuparse por sus poderes, menos aún cuando el rey y sus invitados al fin habían llegado.

Estaban allí por la Ofrenda, un evento que sucedía cada año al comienzo del nuevo ciclo lunar. Durante siete días, el gobernante y los nobles del reino de Coronado venían a pagar sus diezmos a la Iglesia y adorar a los dioses. No con cabezas inclinadas y cánticos de alabanza a sus creadores, sino con fiestas, bebidas, bailes de máscaras y vestidos extravagantes. Y las Majestuosas que habían alcanzado la mayoría de edad, o que todavía no habían sido elegidas, serían exhibidas como pavos reales en plena floración, a la espera de ser seleccionadas para servir y purificar sus almas.

De repente, Rosa se dio la vuelta con un nudo en el estómago y apoyó la espalda contra una pared. La sonrisa de Juana desapareció, y dejó caer la figurilla de arcilla que se hizo añicos en el suelo.

—¿Es el momento? —preguntó. Rosa tragó saliva.

—Sí.

Tanto Rosa como Juana habían cumplido los dieciocho años desde la última Ofrenda y estaban listas para ser presentadas al recién coronado rey. Su padre había muerto hacía solo un mes, pero los rumores de traición y sublevación habían llegado hasta la isla. Algunos decían que simplemente su corazón estaba enfermo, otros decían que había sido envenenado. Fuera como fuese, el nuevo rey acudiría a la Ofrenda, a pesar de estar de luto, porque necesitaba elegir a una Majestuosa para sí mismo. Una que estuviera a su lado y lo protegiera hasta su último aliento.

No había dudas de que elegiría a Rosa; sus poderes no tenían rival. ¿Qué joven rey no querría a alguien que pudiera desatar una hueste de fantasmas malvados sobre el mundo?

¿Alguien que tuviera armas imparables al alcance de la mano?

Ante ese pensamiento, las sombras de Rosa se retorcieron en sus venas.

«Serás tú», susurraban en su mente. «Él te elegirá y perderás a Juana por siempre. Te obligará a usarnos para hacer cosas inefables».

Las campanas de bienvenida sonaban en la torre y los barcos se apiñaban en la bahía. Los botes de remos ya estaban en camino.

Rosa tomó la mano de Juana.

—Debemos irnos.

«No tienes que hacer esto», decían sus sombras, mil voces que se fundían en una. «Podemos liberarte. Podemos hacer que esto sea muy fácil si nos dejas hacer lo peor».

Un escalofrío recorrió la piel de Rosa mientras las palabras resonaban en su cerebro. Ella nunca haría algo así; no otra vez. Había visto lo que la oscuridad que llevaba dentro podía hacer si no se controlaba constantemente. Había causado destrucción en el pasado cuando su mente y su corazón estaban bajo presión y su fuerza de voluntad se vio quebrantada.

Las campanas sonaban cada vez más fuerte.

—De verdad, debemos irnos —dijo Rosa—. No queremos arruinar nuestros planes antes de que hayan comenzado.

Juana asintió. Empezó a caminar con Rosa, pero luego se detuvo.

—Un momento. —Caminó hacia el altar, agarró el palo ardiente de incienso y lo arrojó por la ventana. Luego, sonrió—. Mucho mejor.

Se cogieron de las manos y rieron mientras salían de la capilla por última vez.

Una figura solitaria se detuvo a los pies de la escalera. Su cabello de color ámbar le caía por la espalda y pequeñas flores rosadas se entrelazaban en sus rizos. La piel morena de Lola brillaba bajo la luz de la mañana, lisa como porcelana, excepto por la marca con la que le habían quemado en la mejilla cuando era niña.

Todas las Majestuosas llevaban una marca, una línea corta y delgada en el cuello, una vez que se vinculaba a su anfitrión. Pero la de Lola era algo totalmente distinto; la cicatriz en su rostro se la hizo un traficante de magia que la había reclamado antes de que la llevaran a la Isla de las Pecadoras.

Cometer tal acto estaba en contra de las leyes tanto de la Iglesia como del reino, pero aquellos que trabajaban en los mercados clandestinos no se preocupaban por lo que estaba permitido o no.

—¿Qué haces aquí? —Los ojos de Lola se dirigieron a Juana, en busca de una respuesta. Juana se frotó la nuca y miró hacia sus zapatillas.

—Queríamos decir nuestras oraciones —respondió Rosa.

—Ya veo. —La mirada de Lola no se apartó del rostro de Juana, y una punzada de tristeza recorrió a Rosa. Aunque Juana nunca se lo había dicho, Rosa sabía que Juana amaba con locura a Lola. Pero el amor era inútil para las Majestuosas, su único propósito era servir a su anfitrión y a su reino.

Pronto, un grupo de jóvenes Majestuosas corrió a su lado.

—Daos prisa, hermanas —gritó la más pequeña, con el cabello dorado revoloteando por su cara—. Llegaréis tarde.

—Recordad, chicas —les advirtió Lola—. No habéis alcanzado la mayoría de edad y no debéis ser vistas. Manteneos alejadas de la multitud.

—Lo sabemos, hermana Lola —gritaron sin parar de reír.

—Deberíamos darnos prisa —dijo Rosa, que sentía la rigidez en la espalda de Juana y la tensión en su boca—. Doña Lucía nos cortará la cabeza si llegamos tarde a la entrada del rey.

La tensión zumbaba entre las tres chicas.

—Vamos —instó Lola—, veamos cómo se ve este joven rey, quizá no sea tan malo y sea amable.

Rosa resopló.

—El rey anterior era un monstruo. Seguro que su hijo es igual.

Las chicas se movieron en silencio. Incluso con la mente atrapada por el miedo, Rosa captó las miradas compartidas entre Juana y Lola. Vio la forma en que se sostenían la mirada y se decían un millón de versos entre ellas sin pronunciar una sola palabra. Pero fuera lo que fuera lo que se dijeron, no debió ser lo que deseaban, porque ambas fruncieron el ceño y bajaron la cabeza.

El aire cálido rozó a Rosa al salir del palacio y se dirigió al sendero empedrado que conducía hacia la bahía. Las frondosas palmeras se extendían ante ella, y con sus ramas ofrecían destellos de sombra. Un pequeño pájaro de color lima revoloteó antes de aterrizar en el hombro de una estatua perlada de Izel, el mismo dios que Juana había profanado con un lápiz minutos antes. Gorjeó y cantó antes de volar hacia la espesura. El mundo a su alrededor parecía tan pacífico, tan sereno; tan en completo desacuerdo con su mente beligerante y las sombras que arañaban contra sus costillas…

¿Qué le pasaría si el plan de escape fallaba y el rey se la llevaba?

Lejos. La misma palabra la hizo llorar.

Lejos. Sin posibilidad de volver a ver a Juana. La ley prohibía que dos o más Majestuosas estuvieran en la misma habitación una vez abandonaban la isla, Rosa no podía soportar la idea. Tampoco podía permitir que un hombre, o cualquiera, tuviera control sobre ella o sus sombras. Preferiría morderse la lengua antes que atarse a alguien que no fuera digno de su corazón.

—¿Has escuchado algo sobre el rey Sebastián? —le preguntó a Lola, ante la necesidad de poner en orden sus pensamientos.

Lola tenía dos años más que ellas y era muy querida por todos, pero eso podría deberse a su poder. Ella disipaba las inhibiciones, hacía que incluso los corazones más duros se pusieran de su parte. Quizá ese fue el motivo por el cual la Iglesia la había elegido para ser la sucesora de doña Lucía cuando llegara el momento.

—He escuchado algunas cosas —dijo Lola—. La gente cuenta chismes cuando está celosa.

Rosa arqueó las cejas.

—Dicen que es egoísta, malcriado, amargado, insolente y despreocupado.

Rosa pensó que ahora tenía un mayor motivo para irse.

—Pero tan solo es un chico de diecinueve años.

—Y nosotras tenemos dieciocho, y aquí estamos —dijo Rosa con amargura.

La sal y la brisa llenaron sus sentidos al llegar al aire libre de la bahía. Las estatuas imponentes construidas a imagen de Xiomara se cernían sobre la entrada a la bahía; se decía que la diosa había usado su poder de seducción sobre los demás dioses. Estos habían quedado tan absortos que no vieron cómo ella sustraía fragmentos de su magia y los transfería a las mujeres humanas, en una pequeña cantidad, para que pudieran defenderse de aquellos que las oprimían.

Cuando los dioses salieron de su trance y vieron lo que había hecho, la despojaron de su cabello y sus ropas y la ataron con cadenas de hierro antes de arrojarla al mar. Mientras yacía agotada en el fondo del agua, los últimos fragmentos de su magia se rompieron y se filtraron en los corazones de las sirenas, convirtiéndolas en las bestias viciosas que llamaban tlanchanas.

Ellas eran su furia y las Majestuosas su corazón.

Una brisa agitó la falda color mango de Rosa, que entrecerró los ojos para protegerse del sol que rebotaba en las aguas color zafiro. Levantó una mano para proteger sus párpados y soltó un grito ahogado. Nunca, en todos sus años en la isla, había habido tantas embarcaciones ancladas: anchas, robustas, largas y ornamentadas.

Los tonos dorados y brillantes destacaban, pero había uno que sobresalía entre todos los demás, un barco negro azabache con el escudo del rey pintado en las velas.

—Todo el reino de Coronado parece estar aquí —dijo Rosa.

—Sí, han venido a ver al nuevo rey realizar su elección, y todos los ojos estarán puestos en ti. —Los ojos de Lola se posaron en Rosa—. Estaría bien que lo recordaras.

Había cierta mordacidad en las palabras de Lola, una advertencia que Rosa no acababa de descifrar.

Lola se detuvo ante Juana y levantó la mano para ajustar sus rizos.

—Sé fuerte, hazlo por mí —susurró Lola.

Un aluvión de criadas se apresuró a llevarlas a un escenario con sombra donde esperaban las demás Majestuosas. Rosa y Juana fueron empujadas al frente junto a las otras cuatro chicas que habían llegado a la mayoría de edad y que iban a participar en la Ofrenda. Intercambiaron miradas comprensivas, pero permanecieron en silencio.

En el muelle, los hombres cargaban palanquines sobre sus hombros y apretaban los dientes mientras decenas de invitados, vestidos con finas sedas y suntuosas pelucas subían y se dejaban caer en los bancos. Sus cabezas se balanceaban mientras avanzaban por el camino empedrado y pasaban junto a las Majestuosas. Algunas movían sus abanicos y las señalaban, otros miraban a las chicas como si estuvieran hechas de agua y estuvieran sedientos de un trago. A continuación llegaron los sacerdotes, con sus vestimentas elegantes y sus ridículos gorros, decían oraciones por las Majestuosas y gruñían ante su maldad. A Rosa le picaba la piel de la rabia.

Al fin, llegó el rey Sebastián.

Su silla era grande y ancha, hecha de madera negra y pulida. Los sirvientes que la llevaban tenían gotas de sudor que resbalaban por sus sienes, aunque apenas habían comenzado a subir la colina. Cuando Rosa lo miró, soltó un suspiro. Era guapo. No, esa palabra no era suficiente. Era guapísimo. El rey Sebastián tenía una piel suave y morena, pómulos altos y cejas arqueadas. Sus labios eran brillantes y perfectamente carnosos.

Sus ojos recorrieron a cada mujer antes de detenerse en Rosa. Los labios, que tan solo hacía segundos ella había considerado encantadores, se fruncieron con desdén. Luchó por mantener su rostro neutral mientras sostenían sus miradas.

«Él te menosprecia», susurraron sus sombras.

No podía discutirlo. El rey Sebastián parecía disgustado ante su simple presencia y apostaba a que era el tipo de gobernante al que no le importan sus súbditos, en especial la Majestuosa que serviría a su lado. ¿Quién sabe qué haría con los espectros a su disposición? ¿A quién le ordenaría hacer daño y con qué propósito?

Incluso después de que él se hubiera ido, los ojos de Rosa permanecieron fijos hacia delante, mientras recorrían las estatuas de Xiomara como una distracción para calmar sus nervios. ¿Qué pensaría ella de sus Majestuosas en la actualidad? Esto no podía ser lo que deseaba. Esta no podía ser la vida que había planeado para ellas: una vida sin libertad ni elección.

La vergüenza cubría los hombros de Rosa. Apartó su atención hacia Juana, quien miraba fijamente sus zapatillas; a las otras chicas, que jugueteaban con sus vestidos, y a las Majestuosas que habían sido ofrecidas en los años anteriores, pero no habían sido elegidas porque sus poderes eran débiles. Algunas parecían emocionadas, optimistas por si pudieran ser seleccionadas esta vez, pero muchas estaban cansadas y resignadas. Sabían que tendrían que atender los caprichos y deseos de los distinguidos invitados de doña Lucía durante la fiesta.

Las sombras de Rosa le arañaron la garganta y se colaron en su boca. Apretó los puños y mantuvo la mirada fija hacia delante. Los fantasmas susurraban: «Libéranos y podremos desatar el caos en quien desees».

Se clavó las uñas en las palmas, algo que hacía desde la infancia, cuando su madre le trenzaba el cabello demasiado apretado. El recuerdo de su madre hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas; esto no era lo que quería para el futuro de su hija. ¿No había perecido su familia en un intento de salvarla de este tipo de situaciones? Habían luchado mucho por verla a salvo. Arrodillarse ante el joven rey sería como escupir sobre sus tumbas sin nombre. Rosa se volvió hacia su querida amiga. ¿Cómo sería Juana en un año si no lograban salir de esta isla? ¿En cinco? ¿Tendría sus preciosos ojos marrones hundidos y sin vida? ¿Sería una versión apática de sí misma? Rosa parpadeó e intentó apartar el pensamiento. Jamás vería apagar la luz de Juana, ni la suya. Iba a escapar por Xiomara, por su familia, por Juana y por ella misma; tendría su libertad o moriría en el intento. Mejor morir mil muertes miserables que ser un arma para un vil rey, para un gobernante monstruoso que clavaría sus dientes en todo lo bueno del mundo y lo desgarraría como la carne de un hueso. Le hizo a Juana una leve inclinación de cabeza y con ese acto minúsculo le dijo mil cosas: «No veré tu luz apagarse. No inclinaré la cabeza y dejaré que el rey me tenga. No sufriré por su causa». Después, con ese mismo movimiento discreto, dijo:

—Al demonio, vayámonos de esta isla.

CAPÍTULO 2 Mariano

La tormenta se abatió sobre la tripulación del Venganza con tal fuerza que hasta el marinero más curtido rezó a los dioses del mar. El gran galeón se tambaleaba en terribles oleadas sin que se vislumbrara el final. Cayó un rayo, y, desde la ventana de los aposentos del capitán, Mariano no pudo hacer otra cosa que contemplar cómo las olas negras se estrellaban contra el casco.

Miró con el ceño fruncido las botellas de cristal que tintineaban sobre la mesa. No eran las aguas turbulentas las que le producían malestar, sino el hombre que yacía a menos de cinco pasos de él, que se marchitaba a raíz de una herida que no sanaba. El hombre que le había enseñado las costumbres de un pirata, el que tomó a Mariano en su regazo cuando era solo un mocoso y le señaló las estrellas que los guiarían de vuelta a su hogar en la Fortaleza del Pirata.

Mariano se giró cuando el cuerpo de su padre se atragantó en un ataque de tos. Tomó el bálsamo que había preparado —un brebaje de ron, limón, agua y hierbas—, y con la otra mano agarró el farol que iluminaba los aposentos del capitán. Las tablas del suelo crujieron cuando se arrodilló junto al catre de su padre y colocó la tintineante luz sobre la mesita de noche. Deslizó una mano bajo el cuello del hombre y lo inclinó hacia delante hasta que pudo incorporarse con dificultad.

Cuando se le pasó la tos, Mariano cogió la petaca.

—Bebe esto, te ayudará.

Los labios agrietados del Draque se entreabrieron y bebió un sorbo. Mariano intentó ofrecerle más, pero su padre hizo un pequeño movimiento con la cabeza.

—Ya basta, mijo —susurró.

Mariano asintió, lo soltó con suavidad y se levantó. Frunció el ceño. Su padre ya no se parecía al infame pirata que lo había criado. El pelo canoso yacía enmarañado a ambos lados de las sienes, y su barba negra y aterciopelada estaba desaliñada y deshilachada, cuando antes estaba llena de vida y vigor. El Draque, el dragón, había sido el forajido más temido de todos los mares, y le habían puesto ese apodo los enemigos que juraban haberlo visto respirar fuego durante una batalla entre la armada del rey; pero, ahora, el Draque parecía un esqueleto vestido de carne.

—¿Dónde están mis hermanos? —preguntó.

Mariano cerró los puños. Los hermanos del capitán podían hundirse en el fondo del mar, no eran más que unos cabrones conspiradores; sanguijuelas que succionaban al Draque para poder prosperar.

—Están ocupados con sus juegos de azar.

—Bien —dijo el capitán—, tengo algo que decirte que no quiero que oiga ningún otro hombre… —Intentó levantarse, pero Mariano le puso la mano en el hombro.

—Deberías descansar, padre.

—Mijo, pronto descansaré en la eternidad. Bueno, eso si tu madre me deja. —Una sonrisa se deslizó por su delgado rostro curvando su bigote hacia arriba.

Rara vez hablaba de la madre de Mariano. Una bruja furiosa se la había arrancado de los brazos y arrojado al mar cuando él era un niño. Solo mencionarla solía sumir al Draque en una espiral de bebida y aislamiento que acababa en gritos por ella o maldiciones a las asquerosas Majestuosas que se la arrebataron demasiado pronto.

—Ayúdame a sentarme —dijo su padre.

Los dedos de Mariano rodearon con facilidad los brazos del Draque y tiró con suavidad de él para que se sentara contra sus almohadas de plumas. La realidad de la mortalidad de su padre lo abrumaba, era la única verdadera familia viva que le quedaba a Mariano. Sus rodillas flaquearon, se desplomó en el banco junto a la cama del capitán y se pasó una mano callosa por la cara.

—Me he portado mal contigo —le dijo su padre.

Mariano frunció las cejas, confundido. Nunca había oído al gran Draque hablar con tanta humildad.

—Cuando nos robaron a tu madre, fue como si me arrancaran el alma del cuerpo. Perdí todo mi mundo y me perdí a mí mismo. Y tú… me recordabas tanto a ella. Tienes su espíritu y su buen corazón. Lo siento, mijo. Siento no haber sido un padre para ti, no como necesitabas. Te dejé a tu suerte en un barco lleno de barracudas.

Mariano no pudo decir nada, su cuerpo estaba paralizado.

—Mis hermanos llevan maquinando amotinarse contra mí desde nuestra última batalla contra el comandante Alejo y su armada. Tienen votos suficientes para hacerlo. —Sacudió la cabeza—. A ti te dejaría este barco y todos sus tesoros, pero mis hermanos lo saben y no lo aceptarán. Cuando muera, no dudarán en acabar contigo.

Mariano sonrió con satisfacción.

—Que lo intenten, soy fuerte y bravo con la espada. Si lo que buscan es pelea, se la daré. —De hecho, disfrutaría haciendo que sangrasen y cada ataque sería una compensación por el terror que le habían causado mientras crecía.

—Tienes hombres que lucharían hasta la muerte por ti, es cierto, pero no los suficientes. Serán masacrados y tú con ellos. Y, si de algún modo salieras con vida, el peso de sus muertes te perseguiría toda la vida. Te conozco, mijo, y conozco la bondad de tu alma. Te preocupas demasiado por todos.

—Te equivocas, solo me importa el mar.

El capitán resopló.

—Estoy seguro de que eso es lo que crees.

Su débil mano se alzó y tiró de la cadena que descansaba contra su garganta por encima de su cabeza.

—Toma esto.

La cadena estaba caliente cuando aterrizó en la palma de Mariano; había cogido temperatura por la piel febril de su padre.

Mariano entrecerró los ojos e hizo girar la piedra azul oscura entre sus dedos. La gema de labradorita era de su madre y se la había regalado una reina tlanchana mucho antes de que Mariano naciera.

Le dolía el alma pensar en su madre. Empezaba a olvidarla: su cara, su voz… La piedra era cuanto quedaba de ella.

El Draque extendió un dedo tembloroso y dio unos golpecitos en la fina cadena de reluciente plata y hierro que la sujetaba.

—Hay magia en esa gema.

Mariano soltó una carcajada.

—Te has vuelto loco.

Su padre detestaba todo lo sobrenatural. Una vez mató a un miembro de la tripulación porque un hombre trajo a su barco una flor besada por una Majestuosa y dijo que era un amuleto de buena suerte. Pero, claramente, no fue así, ya que el hombre ahora descansaba en el fondo del mar.

—Estoy tan cuerdo como tú fuerte, te mantendrá protegido. Y —el capitán bajó la voz—, te guiará al deseo de tu corazón. Es lo que nos llevó a tu madre y a mí a los mayores tesoros.

El padre se inclinó hacia él, lo que hizo que su piel aceitunada adquiriera un tono verde pálido.

—Tus tíos vendrán a por eso una vez que yo haya partido de este mundo, pues su magia solo funciona para los de nuestra familia, pero te pertenece a ti.

—¿Qué quieres que haga con esto? —preguntó Mariano.

El capitán sostuvo la mirada de su hijo. Los dos se parecían en muchas cosas: tenían los mismos rasgos oscuros, unos ojos astutos y casi negros, el mismo ceño amenazador, lo bastante siniestro como para poner a un hombre de rodillas.

El silencio llenaba el espacio que los separaba, cargado de verdades inconfesables. El único sonido que rompió la quietud fue el crujido de un trueno.

Al fin, el Draque dijo:

—Debes huir. Coge uno de los botes pequeños y escapa antes de que alguien se dé cuenta de que te has ido. Esa piedra te mantendrá a salvo.

Mariano retrocedió.

—¿Quieres que huya con la cabeza gacha como un perro? ¿Mi propio padre? ¿El que me enseñó que la debilidad es para los inútiles? ¿Quién dijo que los verdaderos hombres nunca se retiran de una pelea? ¿Te atreves a pedirme que me fugue? —La cadena le quemaba la piel mientras apretaba el puño—. Soy lo bastante fuerte para enfrentarme al mar sin ti.

—Lo sé, mijo. Pero mis hermanos vendrán por la gema y la obtendrán sin importar el precio que debas pagar.

—Que intenten quitarme algo. Los mataré a todos si es necesario y les clavaré mi sable en el vientre si osan mirar en mi dirección.

Mariano frunció el ceño al ver sus botas, desgastadas por navegar bajo el nombre de su padre desde que tenía memoria. El Draque despiadado e intrigante. Solo su nombre infundía miedo en todo el reino de Coronado. El Draque nunca dejaría vivir a un hombre que huyera asustado. Aun así, haría que su hijo, el hombre que había criado para ser tan cruel como él, huyera de su propio barco.

—Dime, ¿qué sentido tendría todo esto? Me has enseñado los caminos de los mares y las estrellas, cómo dirigir una cuadrilla y los mejores métodos para abatir a un hombre. Me educaste para ser tu heredero.

—Y no lo lamento. Pero podrías ser más y podrías ser mejor. Tu madre lo hubiera querido así, su alma era oro puro. Puede que fuera una pirata feroz, pero actuaba con un propósito y luchó como un demonio por la gente que amaba.

La situación se estaba volviendo ridícula.

—No necesito amor —dijo Mariano—. Un barco y el mar, eso es todo lo que necesito.

Su padre se rio.

—Yo también lo pensé una vez, pero me equivoqué. Ahora, coge la cadena y vete. Te llevará al verdadero deseo de tu corazón. Esta es tu única oportunidad de escapar, ya que la tormenta ocultará tu partida.

El puño de Mariano golpeó la mesa haciendo temblar el farol.

—No huiré. No soy un cobarde.

Los ojos de su padre brillaban con una fiereza que Mariano no había visto en semanas.

—Que me condenen si dejo que mi hijo perezca por nada.

Se oyeron pasos procedentes del corredor. Mariano reconoció las voces que bromeaban de forma animada; los tres hombres actuaban como si su hermano no estuviera en su lecho de muerte.

Cuando Mariano se levantó, su padre lo agarró de la muñeca.

—Vete. Es una orden.

Mariano miró los dedos esqueléticos envueltos de manera ajustada en su propia piel.

—Me has dado órdenes toda la vida y he obedecido, ¿no? Lo he hecho todo por ti: robar, mentir, luchar y cosas peores. Habría dado mi alma al mismísimo diablo por ti, padre. Pero ahora quieres que me escabulla como un niño asustado o como un maldito traicionero. No lo haré.

—Ya tengo suficiente sangre en mis manos. No tendré la tuya también.

—Bastardo. Incluso al borde de la muerte, solo piensas en ti mismo.

La cara del padre temblaba de rabia.

—Ese mal genio no te llevará a ninguna parte, mijo.

—Ah, ¿sí? ¿De quién crees que lo aprendí?

La mano del capitán se soltó cuando sus hermanos irrumpieron en la habitación. Mariano se metió la cadena en el bolsillo y se enfrentó a los hombres que lo habían arrojado por la borda a los siete años para ver si podía flotar.

—¿Cómo está nuestro hermano mayor? —preguntó el tío de más edad.

—Su herida está empeorando —respondió Mariano.

—No te estaba preguntando a ti, gusano. —Su tío chocó con fuerza contra su hombro mientras se dirigía a la ventana. Siempre hacía cosas así, agresiones sutiles para recordarle que nunca estaría a la altura de los hermanos de León. Era blando, decían. No era lo suficiente hombre para asumir el papel de capitán; su propio padre también lo pensaba.

Las carnosas manos de su tío descansaban a ambos lados del cristal y su camisa mojada se pegaba a su espalda.

—Esta tormenta no se parece a nada a lo que nos hayamos enfrentado antes, no veo nada más allá del barco. —Inclinó la cabeza hacia Mariano—. Trae el vino, muchacho, porque esta noche mis queridos hermanos y yo beberemos en honor del gran Draque.

Mariano levantó la barbilla.

—Solo obedezco órdenes del capitán.

—¿Perdón? —Las manos de su tío se deslizaron hacia sus costados mientras se giraba—. ¿Te atreves a hablarle a tu superior con semejante falta de respeto?

Pero la atención de Mariano se había desplazado del rostro de su tío a la ventana, a la silueta de un barco que se abría paso entre la densa niebla. Las campanas de aviso sonaron desde la cofa. Los hombres gritaban desde cubierta y el pavor crujió en su cráneo, goteó por su cuello y sobre sus hombros como lluvia helada. Era un buque de guerra de Coronadia, un navío el doble de grande que el Venganza, que se sabía que estaba repleto de los preciados oficiales navales del rey.

Giró hacia el catre de su padre.

—Es la armada del rey.

Las facciones del Draque se endurecieron.

—Maldito cerdo. Deben estar usando magia majestuosa para navegar durante la tormenta. ¿Qué día es hoy?

Mariano negó con la cabeza porque en verdad no lo sabía. Llevaba una semana pensando solo en el bienestar de su padre.

—Es el comienzo del ciclo de luna nueva, hermano.

—Mierda. —El Draque se inquietó, su rostro palideció mientras luchaba por moverse—. Rápido, ayúdame con mi armadura, nos hundirán si no nos damos prisa. Es esa maldita Ofrenda auspiciada por la Iglesia. Los mares deben estar llenos de barcos de guerra para proteger a los nobles que navegan.

—Pero… —Mariano se interrumpió. Nada impediría al Draque gobernar su barco, y menos cuando se trataba del rey.

—Hermanos, preparad la tripulación y los cañones.

Sus tíos asintieron y salieron corriendo de la habitación.

Mariano cogió el chaleco metálico de su padre y se lo ató al pecho para cubrirle la herida supurante. Después echó una capa roja sobre los hombros del capitán. Sacó un poco de alquitrán de un frasco y lo utilizó para alisar el pelo enmarañado de su padre antes de colocarle el sombrero de ala ancha sobre la cabeza. Por último, Mariano tomó su sable favorito y se lo puso en las manos.

Los labios agrietados del Draque se contrajeron con una sonrisa de júbilo.

—Es un buen día para una escaramuza, ¿no te parece?

El pecho de Mariano sufrió una rápido y doloroso pinchazo. Su padre siempre decía eso antes de abordar un barco, antes de que la tripulación lo saqueara y lo destruyera.

Pero las cosas iban al revés: no eran ellos los que tomaban el barco, era Venganza el que estaba siendo invadido.

Necesitaba su ayuda.

En el fondo de su mente, sabía que esta sería su última lucha juntos. Su padre estaba demasiado frágil para sobrevivir, pero Mariano estaría allí; se enfurecería como los siete infiernos para llevarlo a la victoria. Para un pirata, morir durante una batalla era el mayor triunfo.

Las paredes retumbaron cuando las primeras explosiones de cañón estallaron en la parte inferior de la nave y tres estampidos sordos resonaron desde más allá. El buque de guerra ya tomaba represalias. Una descarga de cañones chocó contra Venganza, destrozándolo y astillando sus preciosos tablones.

—Vamos —instó el capitán—, nos estamos perdiendo la diversión.

Cogidos del brazo, padre e hijo se adentraron cojeando en el frenético caos. La lluvia les empapó los hombros a la vez y golpeaba la piel de Mariano como una bestia helada. El choque de acero contra acero rebotaba sobre los gritos de los moribundos y por encima del estruendo de los cañones.

Cinco hombres vestidos con las capas rojas y negras de la armada del rey se dirigieron hacia el Draque y Mariano con las espadas en alto. El Draque, haciendo acopio de todas sus fuerzas, levantó su sable, gritó a pleno pulmón y corrió a su encuentro. Mariano lo siguió, corriendo para poder anteponer su cuerpo al de su padre. Se paró en seco cuando el primero de los oficiales le clavó su espada.

La esquivó con facilidad, clavó su bota en las tripas en respuesta. Volvió su atención hacia los otros dos, mientras atacó con su sable a través del aire empapado por la lluvia y sintió el miserable roce del metal contra la carne. Sus gritos lo animaron y sus músculos se movieron por reflejo.

Mientras Mariano daba tajos, patadas y puñetazos, podía sentir a su padre cerca. Oía al Draque soltar una retahíla de insultos mientras luchaba.

Un torrente de cañonazos sacudió el barco, haciendo que todos los hombres cayeran de rodillas o se agarraran a algo para estabilizarse. El mástil principal se partió y la cofa se estrelló contra la cubierta. Los gritos de los hombres aplastados llenaron el cielo atronador.

—¡Mariano!

Giró sobre sus talones y sus ojos recorrieron el caos hasta que se posaron en su padre. El gran pirata yacía atrapado bajo el pesado mástil.

—¡Padre! —Mariano resbaló con la sangre de otro hombre caído. Se enderezó antes de lanzarse hacia el Draque. Cayó de rodillas y sus manos se dirigieron de forma instintiva a la viga.

Gruñendo, intentó levantar el enorme peso del cuerpo de su padre, pero la madera no se movía.

—¿Qué hago? —gritó Mariano, con el pánico que invadía sus entrañas.

La sangre rezumaba de los labios del Draque, pero se disolvió rápido cuando las gotas de lluvia golpearon su piel.

—No creo que haya nada que hacer, mijo. —Soltó una risita, con los dientes manchados de rojo.

—Puedo conseguir ayuda. Puedo…

El capitán agarró a Mariano por el cuello.

—Sigue la piedra y encontrarás el tesoro que necesitas.

El rostro de Mariano se endureció.

—No te dejaré.

—No hay nada que dejar porque ya estoy muerto. Llevo muerto mucho tiempo, mi alma se fue con la de tu madre hace muchos años. —Sus ojos se clavaron en Mariano con una urgencia que obligó a su mente a detenerse.

—Vete, es una orden. —La mano del Draque resbaló, después, se estremeció y tosió—. Por favor, mijo. Por mí. Por tu madre.

¿Entonces era esto? Su padre de verdad deseaba que huyera.

—Pero ¿adónde? —No tenía más hogar que este barco. La Fortaleza del Pirata. Su padre era su casa.

—La piedra te llevará a donde necesitas estar. —El Draque esbozó una sonrisa temblorosa—. Ve.

Mariano tenía las piernas entumecidas cuando se puso en pie. Quería que su padre viera el hombre en que se había convertido, el hijo que había criado.

—Sí, capitán.

Al pirata moribundo se le llenaron los ojos de lágrimas. Hizo un último gesto con la cabeza antes de volver su mirada hacia el cielo enfurecido, y, sin decir una palabra más, Mariano echó a correr.

Le mostraría al mundo de qué estaba hecho y haría que su padre se sintiera orgulloso. Gobernaría un barco y encontraría tesoros increíbles. Es más, conseguiría una flota de barcos suficiente para derrotar a toda la armada del rey si así lo deseaba. Mariano gobernaría los mares como nadie antes que él.

CAPÍTULO 3 Rosalinda

Rosalinda caminó de puntillas por el pasillo, escabulléndose hacia la habitación de Juana, en el lado opuesto al ala de las Majestuosas. La luna brillaba a través de las ventanas que bordeaban la pared, mientras proyectaba sombras alargadas por el pasillo.

Cuando era más joven, creía que eran los fantasmas de las Majestuosas muertas, que volvían para llevarla a lo más profundo de los siete infiernos por los pecados que había cometido; Juana se reía y se burlaba de ella por tener una imaginación tan oscura. Mucho más tarde, se dio cuenta de que no eran los engendros los que debían preocuparla, sino sus propias sombras. Su propia magia era peor que cualquier criatura del inframundo.

Sujetó el picaporte de la puerta en ángulo para evitar que crujieran las bisagras, se deslizó hasta los aposentos de Juana y cerró rápido la puerta. La habitación era casi idéntica a la suya, con tocador, diván y cama con dosel; la única diferencia era la vista desde el balcón. Rosa podía ver la isla y la bahía, pero el balcón de Juana solo daba al mar infinito. ¡Cuántas veces habían soñado con escaparse en un barco pirata tripulado por el mismísimo Draque!

Una vez había matado a una serpiente marina, o eso decían los rumores. Eran bestias enormes con escamas de granito y colmillos destinados a destrozar barcos. Si las historias eran ciertas, podría enfrentarse con facilidad a doña Lucía. Pero, para su desgracia, él no iba a venir y las chicas debían salvarse ellas solas.

—¿Rosa? —susurró Juana desde las sombras de su habitación.

—¿Esperas otra visita a estas horas de la noche? ¿Un amante secreto quizá? —Rosa se burló.

Juana resopló.

—No seas ridícula.

—¿Has tenido suerte? —preguntó Rosa. Juana había sido la encargada de conseguir los disfraces, ya que a menudo se la veía pasar por delante de las dependencias de la servidumbre para llegar a los jardines.

—Sí. —Juana se acercó a la luz de las velas, para mostrar que iba vestida con las ropas que llevaban las criadas. Una blusa gruesa, falda marrón, con una cubierta para el pelo y la cara.

—¿Qué tal estoy? —Juana dio una vuelta. No se cubrió la cara. Pero podrían hacerlo fácilmente si fuera necesario.

—Perfecto, nadie pensará que somos más que criadas domésticas dedicadas a recados nocturnos.

—Esperemos. —Juana le tiró un paquete a Rosa—. Ponte esto, te quedarán algo ajustados, pero tendrán que servir.

Rosa se quitó el vestido sin pensarlo dos veces. La modestia no era algo por lo que una Majestuosa pudiera permitirse preocuparse. Al menos, no en la Isla de las Pecadoras.

Se quitó la blusa por encima de la cabeza y la tela luchó contra ella al instante.

—Por todos los mares, Juana, ¿de dónde has sacado esto? —Las costuras gimieron mientras ella tiraba de la blusa por sus abultados pechos—. ¿A qué pobre niña le has robado esto?

—Era eso o la ropa de la jefa de cocina, que es dos cabezas más alta que tú.

—Tendré que aguantar la respiración hasta que estemos fuera de la isla para que no se me rompan las costuras —dijo Rosa.

—Bien, y también evitar abrir la boca. No querrás que nos descubran en plena huida por tus constantes quejas. —Juana sacó una daga de los pliegues de su falda—. Pero, si nos atrapan, tengo esto. Y tú tienes… —Agitó las manos en dirección a Rosa—. Ya sabes.

Sí, Rosa sabía lo que tenía. Día y noche, las sombras se agitaban en su vientre, suplicando ser liberadas. Y solo se habían vuelto más hambrientas con la edad.

Las Majestuosas estaban dotadas de todo tipo de magia maravillosa: poder sobre los elementos, comunicación con diversas criaturas, hacer bello lo detestable y curar a los heridos. Pero los poderes de Rosa no tenían bondad; ya no. Cualquier benevolencia que pudiera haber existido murió en el barco mientras navegaba desde su isla natal de Paso Robles hasta la Isla de las Pecadoras. Las espirales de colores que bailaban en las manos de Rosa y la hacían reír de niña se transformaron en cosas oscuras y peligrosas; los ojos de doña Lucía se habían vuelto codiciosos en cuanto las vio.

Mientras la mayoría de las jóvenes Majestuosas pasaba los días bajo el aprendizaje de ser dóciles sirvientes u obedientes protectoras, Rosa los pasaba perfeccionando su poder. Trabajaba en convertir a sus fantasmas en asesinos y monstruos. Ellos habían obedecido, y ella los odiaba por eso, tanto como ellos la odiaban por mantenerlos a raya.

Deslizó los pies dentro de unas sandalias planas de cuero. No servirían para correr, pero el plan no era ese. Era entrar de puntillas en el silencio de medianoche, colarse en el barco mercante que traía las provisiones para la Ofrenda y esconderse detrás de los barriles vacíos hasta que estuvieran lejos, muy lejos.

Los ojos de Rosa se posaron en Juana. Sus manos temblaban un poco mientras jugueteaba con su falda e intentaba actuar como si no tuviera miedo. Juana odiaba sentirse vulnerable y que alguien la viera sudar. Solo Rosa podía tirar de las suaves cuerdas de su corazón, pero porque solo Rosa sabía volver a ponerlas como a Juana le gustaba.

—¿Recuerdas cuando nos conocimos? —preguntó Rosa.

—Por supuesto. —Juana soltó una pequeña risita—. Te acababan de coger y te habían puesto a mi lado. Eras muy pequeña, pero tenías fuego detrás de esos grandes ojos marrones.

Rosa frunció el ceño y sus pensamientos volvieron a su hermano mayor, a la luz de sus ojos dorados apagándose mientras su cuerpo yacía desplomado sobre la hierba. En el miedo que se le instaló en la garganta cuando aquellos miserables cazadores se la llevaron.