Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"Esa mujer era un fuego salvaje y cada parte de mi corazón no-muerto ardía por ella". Como parte de una familia de cazadores, Carolina Fuentes desea ir tras vampiros sanguinarios más que nada en el mundo. Sin embargo, su padre tiene otros planes: casarla. Decidida a demostrar que sería mejor cazadora que esposa, no tendrá más remedio que ir a buscar a un monstruo por su cuenta. El encantador Lalo Villalobos estaba feliz con su vida sencilla. Ahora, convertido en un no-muerto, deberá abandonar la comodidad de su pueblo para ir en búsqueda del primer vampiro jamás creado, quien sin duda lo ayudará a volver a ser humano. Pero en lugar de hallar la salvación, dará de lleno con una chica dispuesta a atravesarle con el corazón con una estaca. ¿Podrán cazadora y presa unirse para batir a un enemigo mayor? ¿O se consumirán en el intento?
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 468
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
“Esa mujer era un fuego salvaje y cada parte de mi corazón no-muerto ardía por ella”.
Como parte de una familia de cazadores, Carolina Fuentes desea ir tras vampiros sanguinarios más que nada en el mundo. Sin embargo, su padre tiene otros planes: casarla.
Decidida a demostrar que sería mejor cazadora que esposa, no tendrá más remedio que ir a buscar a un monstruo por su cuenta.
El encantador Lalo Villalobos estaba feliz con su vida sencilla. Ahora, convertido en un no-muerto, deberá abandonar la comodidad de su pueblo para ir en búsqueda del primer vampiro jamás creado, quien sin duda lo ayudará a volver a ser humano.
Pero en lugar de hallar la salvación, dará de lleno con una chica dispuesta a atravesarle el corazón con una estaca.
¿Podrán cazadora y presa unirse para batir a un enemigo mayor?
¿O se consumirán en el intento?
La obsesiona la magia de las historias desde niña. No ha pasado un día de su vida sin un libro en las manos, un show en su mente o la cita de alguna película en los labios.
Si no está en el mundo de las letras, se la puede hallar en su pequeña granja en el norte de California, junto a su pareja, sus dos hijos y a una multitud de animales.
¡Visítala!
angelamontoyawrites.com
Foto de la autora: Rachel Orr Lesiw
Para las hijas con espíritu salvaje: continúen haciendo temblar al mundo.
No confíes nunca en los dioses, porque no quieren que tengamos una vida fácil.
–Izel 6:13
LALO VILLALOBOS ODIABA MUCHAS COSAS. LAS CAMINATAS LARGAS, LAS CALLES atestadas de gente, los trajes desprolijos, las personas. Pero lo que más odiaba de todo era que no tomaran en serio su palabra. Esa noche, les demostraría a todos que no era ningún idiota.
El pergamino en su mano temblaba como las hojas restantes de los árboles sobre su cabeza. Se acercó a la luz de un farol y miró de nuevo el papel para asegurarse de que había leído bien su caligrafía. Por supuesto que lo había hecho. Sabía que esa ubicación era correcta, pero aún no se permitía creerlo. Todo ese tiempo, la asesina de sus padres había estado merodeando cerca.
Pasaba caminando frente a esa misma edificación casi a diario y nunca había tenido ni la más leve sospecha de que el monstruo vivía dentro. Incluso bajo la luz de la luna, Lalo notaba que la estructura de tres pisos estaba limpia y bien mantenida, como demostraba el toldo de hierro forjado y el techo de tejas negras. Lucía completamente ordinaria dentro de la ciudad bulliciosa de Los Campos. Lalo y su hermana, Fernanda, vivían a menos de cuatro cuadras de allí, en una casa de estilo similar.
En esa casa, hacía un año, parado frente a la ventana de su habitación, presenció el asesinato de sus padres bajo las luces parpadeantes de la calle. Había visto con horror paralizante cómo una mujer de cabello castaño rojizo, piel pálida y manos delicadas les abría las gargantas y no dejaba más que cadáveres detrás de sí.
Lalo se estremeció y guardó el papel en el bolsillo. Al hacerlo, sus dedos rozaron la estaca de madera que había tallado de la raíz de un sauce. Los vampiros no soportaban el contacto con las raíces de los árboles. Lalo pensó que era algo demasiado extraño cuando lo escuchó por primera vez, hasta que comprendió los orígenes de esas criaturas. Nacían de un humano egoísta dispuesto a hacer un trato con uno de los dioses del inframundo. Cualquiera que hubiera recibido educación religiosa durante la infancia sabría que esos dioses son engañosos. Los tratos con demonios siempre tienen un precio.
Tecuani era el primer dios que uno conocía al entrar a la Tierra de los Muertos. Era el cazador de corazones. Su único propósito era asegurarse de que las personas estaban realmente muertas antes de salir de su reino y entrar a la próxima prueba en la Tierra de los Muertos. Se aseguraba de que el corazón de una persona ya no latiera dentro de su pecho y de que su alma ya no estuviera conectada con la Tierra de los Vivos. Si encontraba a alguien que aún tenía pulso, adoptaba la forma de un jaguar y lo perseguía. Clavaba sus colmillos en la carne de la presa y la drenaba de sangre hasta que no quedaba ni una gota.
Tecuani estaba amarrado al Bosque de las Almas, la primera parada para quienes acababan de morir. Si intentaba atravesar las raíces de los árboles que funcionaban como barrera entre el reino de los vivos y el de los muertos sin una invitación, las plantas se enroscarían a su alrededor con fuerza implacable. Tampoco podía introducir ni un pie en el río que separaba su reino del Valle de los Recuerdos, o correría el riesgo de que las almas perdidas lo ahogaran en las profundidades infinitas del agua. Tenía sentido que los vampiros que Tecuani ayudaba a crear fueran débiles a los mismos elementos, incluso ante aquellos tan inofensivos como la madera y el agua bendita.
Lalo esperaba que esa historia fuera real. De otro modo, quedaría completamente indefenso cuando entrara al edificio donde creía que residía la asesina de sus padres. Entrar a un sitio en busca de un depredador sin un plan detallado sobre qué hacer después era una mala idea, pero necesitaba ver al monstruo con sus propios ojos. Lalo necesitaba asegurarse de que ella era la que había visto con tanta claridad en sus pesadillas. Solo entonces sabría con certeza que no se había vuelto loco como parecía que todos creían en el pueblo.
En los diecinueve años de vida de Lalo, solo había asistido a un par de bailes. Eran incómodos y sofocantes, y cada madre con una hija disponible se la lanzaba en brazos como si fuera un príncipe. A Lalo no le gustaba bailar, y tampoco le encantaba conversar sobre temas superfluos, lo cual hacía que su tiempo en los bailes fuera desagradable. Era feliz estando solo, pero Fernanda era igual que sus padres. Su hermana menor disfrutaba de la diversión. Por desgracia, que él se paseara por Los Campos advirtiéndole a la gente sobre una mujer con colmillos y ojos brillantes había reducido las invitaciones a eventos para su hermana el último año.
Lalo mordió su labio inferior mientras recorría de nuevo el edificio con la mirada. Se vengaría en nombre de Fernanda. Y, de modo egoísta, quería demostrarle a todos los que se habían reído de él en su cara que estaban equivocados.
Avanzó con manos temblorosas. Según el joven que había escuchado hablar a escondidas en la biblioteca pública, el truco para obtener acceso a la cantina secreta era tocar una vez, hacer una pausa de cuatro segundos, y luego tocar tres veces en una sucesión rápida. Tomó el llamador y siguió las instrucciones. Su corazón latía desbocado mientras esperaba. Y esperaba. Y esperaba.
Justo cuando pensaba en intentarlo otra vez, oyó que la cerradura se movía. Abrieron la puerta apenas una hendija. Oyó el alboroto de los guitarrones y las trompetas estridentes saliendo de las sombras, pero nada más.
–¿Hola? –dijo Lalo, mirando en la oscuridad. No había nadie.
Frunció el ceño, pero cruzó la puerta con cautela. Entró y se asustó cuando la madera gruesa se cerró con un golpe detrás de él.
–No es una bienvenida muy cálida por lo que veo –susurró. Sin duda, a un vampiro no le preocupaban demasiado las normas sociales protocolares.
Despacio, avanzó por un pasillo húmedo, siguiendo la música y las risas. No se atrevía a rozar las paredes porque su chaqueta acababa de salir de la tintorería y quién sabe qué clase de asquerosidad dejaban los monstruos atrás. Había algunas personas en el pasillo, entrelazadas, sus voces apenas audibles mientras susurraban tonterías melosas en el oído de sus parejas.
Pasó entre ellos y entró a una sala grande con muros del color del vino tinto y una barra inmensa en la parte trasera. Era un milagro que pudiera ver algo con tan poca luz de velas y tanto humo de tabaco en el aire. Su abrigo estaba condenado a volver a la tintorería. La banda tocaba una canción ruidosa y la gente se contorsionaba alrededor. Los ojos de Lalo iban de un lado a otro. Les rogó a los dioses que aún pudieran escucharlo que no viera a nadie conocido. Aunque en ese caso, suponía que deberían explicarle qué hacían también en un sitio tan escandaloso.
Lalo se sobresaltó. Quedó sin aliento. Allí, a menos de veinte pasos de distancia, estaba la mujer que lo aterrorizaba en cada una de sus pesadillas al dormir y en cada momento al despertar. Su largo cabello rojo estaba recogido en un moño. Un vestido de encaje abrazaba su piel y resaltaba cada uno de sus ángulos. Y esos ojos, esos ojos horribles y aterradores eran tan rojos como antes. Lalo estaba paralizado en su sitio. Ni siquiera creía estar respirando. Ella era real.
La mujer se alejó hacia un rincón oscuro. Él obligó a sus piernas a seguirla.
–Discúlpenme, por favor –dijo él al toparse con una pareja que bailaba–. Permiso –pidió en un intento de pasar junto a una mujer que llevaba un vestido fuera de moda hacía tiempo.
Ella volteó hacia él y Lalo tuvo que reprimir un grito. Las pupilas de la mujer resplandecían en la luz tenue como las de un gato. Pero no tenían el tono dorado o azul al que uno estaba acostumbrado. Los ojos de esa mujer brillaban rojos como la sangre, al igual que los de la asesina que buscaba.
El corazón de Lalo, que ya estaba acelerado, triplicó su velocidad.
Vampira.
Retrocedió con torpeza, pero la mujer extendió la mano y sujetó los botones de la camisa del joven. Jaló el cuerpo de Lalo hacia el suyo.
–Tu pulso es ruidoso y fuerte, mi amor –ronroneó. Deslizó uno de sus dedos sobre el cuello del muchacho. A Lalo se le revolvieron las entrañas, lleno de repulsión–. ¿Viniste con alguien? –preguntó ella–. ¿Le perteneces a alguno de mis hermanos?
¿Hermanos? ¿¡Había más de dos vampiros allí!?
No había encontrado muchos informes policiales sobre ataques parecidos al de sus padres. Su investigación sobre humanos que habían sido asesinados por bebedores de sangre lo había llevado a descubrir casos en países lejos de Abundancia y uno en particular que ocurrió en un pueblo diminuto al norte hacía doscientos años. Lalo había asumido que la asesina de sus padres era la única bestia en la ciudad de Los Campos. Y ahora, allí estaba, descubriendo que había entrado a una suerte de nido de vampiros.
Necesitaba saber más. Necesitaba entender a qué se enfrentaba.
–Vine por la mujer pelirroja –dijo.
La vampira que lo sujetaba lo olfateó.
–No huelo a Maricela en ti.
Tenía nombre. La bestia que había destruido su vida tenía nombre. Por algún motivo, eso empeoraba las cosas. Hacía que sus pesadillas se sintieran reales.
–Iré con ella ahora –dijo Lalo.
La mujer siseó y lo soltó.
–Encontrarás a madre en su habitación privada.
¿Madre?
Entonces, Maricela era la creadora de esa criatura.
Vete, le instó la parte inteligente de su cerebro. Vete de este nido de víboras antes de que sea demasiado tarde. Sin embargo, sus pies continuaron avanzando.
No tenía idea dónde estaba la habitación privada de Maricela, pero no se atrevió a preguntar. Avanzó entre la multitud e hizo una mueca cuando notó que había muchos vampiros más dentro de la cantina. Los ojos los delataban, pero también había otros indicadores. Tenían una actitud casi felina al andar.
Dos vampiros con el mismo traje bailaban con los clientes. Otro estaba sentado en la barra, fingiendo beber vino mientras el humano que lo acompañaba tragaba shots con un líquido del color de la sangre. Otro vampiro estaba acurrucado sobre el cuello de una persona.
El horror invadió a Lalo. Entendía por qué llamaban La Guarida a ese sitio. Era literalmente un refugio para esas bestias que se alimentaban de almas inocentes.
Este era un trabajo para los oficiales, para la policía, para el ejército. No para un chico de diecinueve años con estómago sensible. Pero allí estaba, en la parte trasera de la cantina, guiado por el resentimiento y la curiosidad.
Entró a un pasillo que olía a tequila vomitado. La música aún era fuerte, pero cada vez sonaba más amortiguada a medida que el pasillo giraba a la derecha. Lalo se detuvo ante una puerta que estaba apenas entreabierta.
¿De verdad haré esto?, se preguntó.
¿Qué otra opción tenía? No había conocido un instante de paz desde aquella noche atroz. Miraba de modo constante por encima del hombro. No se atrevía a perder de vista a su hermana si tenían recados que hacer después del atardecer. Matar a Maricela era el único modo de terminar su sufrimiento. No permitiría que otro niño quedara huérfano como él. Quería eliminar a cada vampiro en esa cantina, pero sonaba como algo bastante imposible de lograr, en especial considerando que nunca había participado de una pelea. Sin embargo, si obtenía pruebas de la existencia de al menos un vampiro, podría ir con las autoridades. Y ellos no tendrían más opción que ir a la cantina y exterminar al resto de esas bestias espantosas.
Introdujo la mano en el bolsillo interno de su abrigo. Sus dedos sujetaron la madera que había tallado con dedicación, y la tomó. Hora de terminar esto.
–¿Busca a alguien? –preguntó una voz sedosa a sus espaldas.
Lalo volteó.
Abrió los ojos de par en par.
Maricela estaba ante él. Su postura era perfecta. Su estilo era refinado. Nadie creería que una mujer tan elegante fuera capaz de los horrores que Lalo le había visto cometer. Había descubierto que ese era el estilo de los vampiros. Desarmaban a sus víctimas con humanidad falsa. Pero no había nada humano en la mujer ante sus ojos. Era una depredadora, cazando en busca de corazones que devorar, como Tecuani.
–Por favor, dígame. –Señaló la estaca en la mano de Lalo–. ¿Qué planea hacer con ese escarbadientes?
Él alzó el arma en cuestión. Solo podía rezar que ella no notara cuánto se estremecía debido al temblor de su mano.
–No te me acerques, demonio. Es raíz de sauce y sé cómo usarla.
No era cierto. No tenía ni la menor idea. Lo más parecido a un arma que sabía blandir eran los cuchillos que usaba para trozar la carne especiada en la cena.
–¿Qué he hecho para merecer semejante trato? ¿Para que me llames demonio en mi propia casa? –preguntó ella, sonriendo como si fuera un juego divertido del que participar.
–Me quitaste a mis padres. Arruinaste mi vida.
–He arruinado muchas vidas. Así es como me mantengo tan hermosa. –Parpadeó rápido–. Le daré un poco de consuelo, señor. Si sus padres lucían como usted, estoy segura de que sabían exquisito.
Deslizó la lengua sobre sus dientes frontales y la detuvo sobre sus colmillos, que habían crecido hasta formar puntas filosas y peligrosas. Lalo temblaba por dentro. ¿Por qué rayos pensó que ir allí era una buena idea? Tal vez ese había sido el problema. Había actuado sin pensar. En general, no era impulsivo. Dioses, si moría esa noche, su hermana lo sacaría de la tumba y lo estrangularía.
No podía suceder. No permitiría que Fernanda viviera en un mundo sin familia. Sin nadie que la cuidara. Apenas tenía diecisiete años y sus pretendientes habían dejado de buscarla cuando él se había convertido en el chico obsesionado con los vampiros.
Lalo avanzó apuntando al corazón de Maricela con su arma. La vampira simplemente le apartó la mano y la estaca cayó al suelo.
Lo fulminó con la mirada, mientras un gruñido peligroso brotaba de su garganta.
Él volteó, intentando huir al darse cuenta de que había cometido un grave error, pero algo lo golpeó, y estampó su espalda contra la pared. Fragmentos de yeso y polvo cubrieron su cabello y entraron en su boca. Tosió, pero la mano de Maricela presionada contra su pecho lo interrumpió. Con la otra mano, la vampira movió la cabeza de Lalo a un lado para exponerle el cuello.
–No –logró decir él. Hizo su mayor esfuerzo por quitársela de encima, pero ella era como una estatua, rígida e inmutable. Los vampiros eran más fuertes que nunca después de beber sangre humana. Sin duda, Maricela acababa de darse un festín, porque su piel parecía mármol.
Abrió la mandíbula.
–No –susurró Lalo–. No. No. ¡No!
Los colmillos filosos atravesaron su piel. El impacto repentino del dolor atascó el grito que burbujeaba y subía por su garganta. Con la misma rapidez con la que apareció, el dolor se disolvió y Lalo ya no sentía nada entre los hombros y los dedos de los pies.
Saliva, gritaba su mente. Su saliva está apagando tus sentidos.
Ella hundió más los colmillos en él, y Lalo puso los ojos en blanco.
Veía fragmentos de su vida pasar. Él sujetando la mano de su madre en la niñez. Aplaudiendo cuando su hermanita dio sus primeros pasos. La alegría de hallar un buen libro. El dolor de quedar solo cuando sus padres se paseaban por la ciudad, yendo a la gala, el baile o la exhibición organizada por la persona más popular esa semana. Vio la noche en que ellos murieron. Vio la mandíbula de Maricela aplastando la garganta de su padre.
Lalo vio los recuerdos en los que intentaba decirle a los oficiales lo que había presenciado. Se burlaron de él. Le dijeron que no lea más novelas de terror. Se vio a sí mismo en la biblioteca día y noche, buscando pistas para entender lo que había visto. Luego, se vio a sí mismo hacía instantes, hablando con la mujer con el vestido pasado de moda. Oyó sus propios pensamientos, contemplando cómo mataría a los vampiros dentro de la cantina.
Maricela se apartó de él. Tenía los ojos rojo ardiente.
–Viniste a matar a mis hijos. ¿Creías que lastimarías a mis adorados?
–¡Tú me quitaste primero a mi familia! –gritó él–. ¡Estás drenándome de vida en este mismo instante! ¿No debería ser yo quien esté enfadado?
Ella le sonrió con desdén.
–Te haré pagar por tu insolencia, Eduardo Villalobos.
Lalo abrió los ojos de par en par.
–¿Cómo sabes mi nombre?
–La sangre lo revela todo. –Se inclinó hacia adelante y rozó la oreja de Lalo con los labios–. Ahora que te he probado, lo sé todo. He visto tus pensamientos más íntimos. Conozco tus sueños y pesadillas. Podría continuar, pero no lo haré porque te espera el castigo. Quizás debería empezar por esa bonita hermana que tienes.
No. Debía huir. Debía volver con Fernanda.
–Si me dejas ir –dijo sin aliento–, nunca volveré. Lo prometo.
Una risa reverberante brotó de Maricela.
–Sabes demasiado. Has visto mi hogar. A mis hijos. Tus acciones deben tener consecuencias. Eres un chico inteligente, lo entiendes, ¿cierto?
–Por favor… No puedo morir.
Ella rozó la mejilla del muchacho con una uña.
–Morirás, Lalo. Pero no temas, tu muerte no llegará esta noche. Primero quiero que sufras. Quiero que sientas lo que yo siento.
–¿Qué? No… Por favor…
–Así podremos ser demonios los dos. –Lo tomó del cabello y arrastró su cuerpo hacia la oscuridad. Él gritó pidiendo ayuda; suplicando clemencia. En cambio, encontró agonía.
Lalo avanzaba con torpeza por el camino de adoquines en medio de la noche. Entre tropezando y corriendo hacia su hogar. Hundió su mano temblorosa en el bolsillo, tanteó entre pelusas y quién sabe qué antes de encontrar la llave con sus dedos bañados en sangre. Intentó abrir la cerradura, pero hizo una mueca de dolor.
Todo era insoportablemente ruidoso.
La llave rasgando el mecanismo metálico dentro de la cerradura. El bebé llorando a cinco casas de distancia. La maldita polilla chocando contra el farol sobre su cabeza. Cada sonido penetraba su cráneo y perforaba su cerebro. Un roedor correteó por la calle a su derecha y Lalo por poco murió del susto.
–Mierda –susurró.
Rara vez decía groserías, pero supuso que era un vicio que se merecía después de todo lo que acababa de pasar.
Cerrando los ojos, obligó a su respiración a calmarse, a su mente a dejar de dar vueltas. Necesitaba enfocarse en una tarea sencilla: abrir la puerta.
Cuando oyó el clic suave, soltó un suspiro. Los aromas familiares del pasado y el presente besaron sus sentidos. La pomada de sebo que su padre usaba en sus botas. Los jabones cítricos que su hermana adoraba, pero solo porque a su madre le habían encantado primero. Lalo inhaló profundo. Nunca creyó que volvería a ver su hogar.
Miró por encima del hombro hacia la calle vacía antes de cerrar la puerta detrás de él. Posó la cabeza sobre la madera fría. Extendió los dedos pegajosos sobre el marco que tenía las muescas que indicaban su altura y la de Fernanda en una infancia que ya no parecía real. La oscuridad del cuarto le resultó una bendición que escondía sus pecados entre las sombras.
–¡Sal de mi casa! –gritó una voz familiar.
Tuvo apenas un segundo para agazaparse antes de que el atizador golpeara el marco donde hacía un instante estaba su cabeza.
–¡Vete de mi casa, ladrón! –chilló su hermana, preparándose para golpearlo de nuevo.
–¡Soy yo! ¡Fernanda, soy yo!
–¿Lalo? –Ella bajó los brazos, pero continuó aferrándose al atizador.
–¡Sí! –respondió él.
Aunque no había ni una vela encendida, Lalo veía a su hermana con claridad. Sus ojos almendrados, verdes como los de su madre. Su nariz pequeña y su rostro anguloso, parecido al de su padre. Ella y Lalo compartían la misma piel morena cálida y la contextura delgada, pero allí terminaba el parecido. Ella siempre reía y conversaba con cualquier persona al pasar. Él era más malhumorado y prefería la compañía de los personajes de los libros en vez de amigos reales.
La sorpresa se apoderó de las facciones de Fernanda. Luego, llegó el alivio. Y después, la furia.
–¿Dónde has estado? –preguntó ella, enfadada–. ¡No he tenido noticias tuyas en tres días! Busqué en todas partes. La biblioteca. El juzgado. La iglesia. La oficina de papá. Nada. ¿Dónde estabas?
¿Tres días? ¿Nada más? Había parecido una vida. Como tres vidas.
–Fernanda, debo decirte algo. Promete que mantendrás la calma.
–Esas palabras ya me están poniendo nerviosa.
No mentía. Oía el pulso de su hermana latiendo contra su cuello. Olía su sangre corriendo por las venas. Se le hizo agua la boca.
–Ay, dioses –exclamó, mientras sentía que la bilis subía por su garganta–. No puedo creer que esto esté pasando –susurró.
–¿Qué, Lalo? ¿Qué está pasando? Dímelo ya o te golpearé con este atizador. –Sacudió la barra metálica como prueba.
Él no dudaba que ella lo haría. Una vez le lanzó una bota cuando no le contó rápido quién había preguntado por ella en el mercado.
–Debemos irnos –soltó–. Ya mismo.
Contorsionó el rostro, confundida.
–¿Qué?
–Necesito que empaques todo lo que puedas. Toma nuestros objetos más valiosos. Le enviaré una nota a los consejeros de papá diciendo que nos tomaremos un sabático y más tarde pensaré bien qué hacer. Pero ahora mismo, debemos irnos de Los Campos.
–Lalo, ¿qué pasó? ¿Qué hiciste?
A él se le secó la boca.
–Fui a la cantina que te mencioné –admitió.
Fernanda estaba boquiabierta.
–No hablas en serio.
–Desearía que no fuera cierto. –Santos, haría lo que fuera por cambiar los últimos días.
–¿Por qué insistes tanto en torturarte? Quien sea o lo que sea que haya matado a nuestros padres se ha ido.
–Ella estaba allí –susurró él–. La vi con mis propios ojos. Era la bestia que recuerdo. Son reales, Fernanda. Los malditos vampiros son reales. Y necesitamos irnos de la ciudad. Ahora.
A pesar de estar sumidos en la oscuridad, Lalo vio que el rostro de su hermana se volvió pálido.
–¿No podemos ir con las autoridades? ¿Tal vez con el ejército? Sin duda, alguien nos ayudará.
–Ahora no hay nadie que pueda salvarnos. ¿Recuerdas que te dije que ellos necesitan vidas humanas para sobrevivir? Tenía razón. Pero no necesitan solo sangre. Es la existencia dentro de ella. Los recuerdos. La alegría. El dolor. La vida. Todo de ella. Ese monstruo me mordió. Me vio a través de mi sangre. Vio cada pensamiento que he tenido. Cada libro y diario que he leído. Ella lo sabe todo. Vio mi investigación. Nuestra familia. Esta casa. Bebió y bebió y no pude hacer nada para detenerla hasta que dejé de existir.
–¿Qué quieres decir? –La voz de Fernanda era aguda.
–¡Estoy muerto! –gritó él–. Morí, Fernanda. ¡Esa bestia miserable me mató!
–Dices tonterías. Estás vivo, Lalo. Estoy hablando contigo.
–Me ha convertido, Fernanda. Soy un monstruo.
Ella sacudió la cabeza de lado a lado.
–No puede ser verdad. Pareces estar bien.
Fernanda tomó una caja de cerillos de una mesa cercana.
–¡No! –gritó él. No podía permitir que lo viera así.
Su hermana alzó una ceja e hizo lo que ella quería, como siempre. Usó un cerillo para encender una vela. Una llama diminuta cobró vida. Lalo siseó ante el resplandor repentino y ocultó su rostro detrás del brazo.
La joven dio un grito ahogado y el corazón de él dio un vuelco.
–Tus manos –susurró ella–. Tu ropa.
Lalo se apartó de ella y observó sus propios brazos. Las mangas de su abrigo estaban destrozadas. Y sus palmas aún estaban manchadas con la sangre y la misteriosa tinta asquerosa que salía de las venas de los vampiros.
–¿De quién es esa sangre? –preguntó Fernanda.
Lalo sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas cálidas.
–De todos.
El horror de lo que había ocurrido invadió su mente.
Despertó sobresaltado; no sabía cómo, por qué o cuándo había llegado allí, pero estaba recostado en un suelo gélido. Su garganta ardía llena de una suerte de sed frenética. La desesperación era diferente a cualquier otra que hubiera experimentado. Se puso de pie y subió corriendo la escalera, pero solo encontró una puerta cerrada.
Sujetó con los dedos las barras metálicas y las sacudió con todas sus fuerzas.
–¡Ayuda! –había gritado.
Una risa seductora resonó entre los muros de piedra y aplastó su cráneo. Hizo una mueca de dolor ante el zumbido repentino en sus oídos.
–¿No lo sientes? –preguntó Maricela. Salió de entre las sombras, su cuerpo esbelto envuelto en un vestido esmeralda–. Aún recuerdo cuando me convirtió mi creador. –Inhaló profundo, como si el recuerdo oliera a jazmines–. Me enloquecía la necesidad. Mi garganta ardía.
Así era exactamente cómo se sentía él. Que, si no se empapaba de agua, las llamas lo consumirían.
Ella sonrió a medias.
–Lo único que sació esa sed fue la vida de otro.
Él sujeto su propio cuello.
–¿Qué me has hecho?
–Ya deberías saberlo. Eres un experto en los de mi tipo, ¿o no?
La cabeza de Lalo daba vueltas. Maricela lo había mordido. Lo había drenado de sangre y… Abrió los ojos de par en par. Tenía nauseas.
–¡Me obligaste a beber tu sangre!
Pero cuando tragó la sangre de Maricela, vio fragmentos de sus recuerdos, no toda su vida como había hecho ella con él. Solo vio atisbos del pasado de la criatura. Una montaña con crestas irregulares, como una columna vertebral. Un valle oculto, lejos del resto del mundo. También vio otros recuerdos. Miles de ellos. Recuerdos de otras personas. Sus víctimas, notó. Veía las vidas de sus víctimas. Cuando un vampiro bebía, consumía fuerza vital y tiempo. Cada gota devorada equivalía a días robados de vida. Parecía que, a más vibrante la vida, más rápido se consumía.
Ella lo había convertido en lo que él quería destruir.
–Nunca beberé sangre humana –siseó.
–Y no tengo intenciones de permitir que lo hagas. Aunque sospecho que al tercer día de ser un “sediento”, me rogarás que permita que te alimentes. –La punta de la lengua de Maricela jugaba con uno de sus incisivos–. Te dije que quería verte sufrir. Y sufrirás. Un vampiro que no devora vida sufre un destino peor que la muerte.
Él frunció las cejas.
–Si no consumimos, nuestros cuerpos comienzan a atacarnos. Tus órganos te devorarán por dentro. Te convertirás en un monstruo peor que yo. Te lo aseguro. –Le guiñó un ojo y le dio la espalda.
–¿A dónde vas? –exclamó él.
Mientras comenzaba a alejarse, Maricela dijo:
–Tengo asuntos que atender. Volveré en unos días solo para escuchar tus gritos.
Ella había tenido razón. Después del tercer día encerrado en el sótano de la cantina, la sed se había vuelto una carga demasiado grande que soportar para Lalo. Sus venas, sus intestinos, las malditas cuencas de sus ojos parecían a punto de estallar si no consumía vida en ese instante. Y sus gritos continuaron sin recibir respuesta. Todo era borroso después de sucumbir ante la sed. Lo único que recordaba era haber arrancado los barrotes de la pared y clavado los dientes en el primer cuerpo que vio.
–Maricela me convirtió. –Lalo miró sus manos manchadas de sangre–. Me convirtió en vampiro solo para verme sufrir. No soporté la agonía. Escapé y maté a todos en mi paso. Nada pudo detenerme.
Fernanda abrió los ojos de par en par.
–Mierda.
–Debemos irnos –dijo él, y avanzó hacia su cuarto–. Debemos irnos antes de que Maricela vuelva y vea lo que le hice a sus hijos.
Lalo caminó más rápido, pero Fernanda no se movió.
–Mierda –susurró.
Lalo se detuvo a mitad del pasillo.
–Vamos, Fernanda. Apresúrate.
Ella sacudía la cabeza de lado a lado con incredulidad.
–Mierda.
–¡Fernanda!
Clavó los ojos en los de él y dio un grito ahogado.
–Tus ojos brillan con la luz.
–Sí, ya lo sé, soy un maldito vampiro, ¿recuerdas?
Ella parpadeó.
–¡Y ahora también dice groserías! ¿Qué le ha pasado a mi pobre hermano aburrido?
–Ahora no es momento de bromear. Vamos. –Comenzó a avanzar, pero se detuvo cuando su hermana preguntó:
–¿Puedes volar?
–¿Qué? No. ¿Acaso no me escuchaste hablar sobre mi investigación todo este año?
Ella avanzó, aún tenía el atizador en la mano.
–¿Y cambiar de forma? Siento que recuerdo que has dicho algo al respecto. ¿Puedes convertirte en un oso o algo así?
Lalo alzó los brazos.
–Es como si recordaras los datos mal a propósito. –Lalo apretó su tabique–. Tecuani es el dios de las almas. Es posible invocarlo a la Tierra de los Vivos y puede revivir a los muertos, pero a cambio de un gran precio. Encontré los diarios de un hombre en el sur del país de Santemala donde le suplicaba a Tecuani que reviviera a su hija.
–Eso es muy triste –señaló Fernanda.
–Lo es. –Pero no era el punto en el que debía centrarse su hermana–. La chica volvió a la vida, pero era diferente. Tenía los rasgos de Tecuani. Él es parecido a un jaguar en todo sentido. Es rápido, fuerte y tiene audición y visión excepcional durante la noche. La hijita del hombre ya no deseaba jugar con juguetes, sino que quería cazar corazones humanos. Quería sangre, en particular la de su padre porque él fue quien invocó a Tecuani. –Lalo miró a su hermana–. Fíjate que nunca mencioné a un oso en la explicación. Ni siquiera sé de dónde sacaste algo así.
Fernanda alzó una sola ceja.
–¿Estás diciéndome que tú ahora eres parecido a un jaguar?
–Sí, hasta cierto punto. Uno que necesita sangre humana para sobrevivir.
–Entonces… –Ella cruzó los brazos–. No puedes volar.
Lalo resopló y se alejó enfadado.
–Pero ¿a dónde iremos? –preguntó su hermana detrás de él–. Podemos huir de esa vampiresa todo lo que queramos, pero ¿qué pasará contigo, Lalo? Tal vez no escucho con mucha atención, pero recuerdo que dijiste que cuando un vampiro se alimenta, roba tiempo de su víctima. Te conozco. Sé que nunca querrías hacer algo semejante.
Tenía razón. Él se negaba a robarle vida a otra persona.
Entonces ¿qué podía hacer? Lalo miró rápido el pequeño escritorio escondido en un rincón del comedor. Un año de investigación sobre vampiros yacía apilada dentro de las gavetas.
Había un sitio donde podía ir en busca de ayuda. Un lugar que quizás, y solo quizás, le ofrecería un modo de reconvertirse en humano. Pero era una posibilidad remota.
–Encontré un caso de vampiros en nuestro país. Ocurrió hace doscientos años y no hay tanta información, pero viajar allí para averiguar más es el mejor plan que tengo. –Caminó de lado a lado del cuarto y abrió una gaveta. Hojeó los pergaminos y los artículos que había copiado palabra por palabra de las catacumbas de la biblioteca de Los Campos. Hubiera sido más fácil robar el libro entero, pero tenía estándares de decoro que mantener. Después de todo, una biblioteca era un lugar sagrado.
–Ahí –dijo, señalando un mapa antiguo.
Fernanda acercó la vela al pergamino. Lo observó. Frunció el ceño.
–Del Oro –leyó en voz alta–. ¿Dónde diablos es?
–Según mis cálculos, queda a tres o cuatro semanas de cabalgata hacia el norte.
–Pero dijiste que ella había visto tus pensamientos –comentó Fernanda–. ¿No sabrá que intentarás ir a este lugar?
Era una buena observación.
–Le diré al abogado de papá que iremos un largo tiempo al este. Sin duda, los rumores circularán por la ciudad cuando nos vayamos de este modo tan abrupto. Y si Maricela conoce mi mente, aunque sea un poco, asumirá que nunca sería tan tonto de arriesgarme a hacer un viaje tan arduo hacia el norte en busca de algo que quizás ni siquiera funcionará.
–Es cierto. Y le huyes, o le huías, al peligro.
Algo chocó fuera de la ventana. Fernanda cubrió su boca con una mano para contener un grito. Permanecieron quietos en medio del silencio atónito. Esperando. Pero Lalo no oía nada por encima del corazón agitado de su hermana. Y lo detestaba. Se odiaba a sí mismo por causarle a ella aún más problemas. Él había sido quien había abrazado a Fernanda mientras gritaba por sus padres. Él había sido quien había secado las lágrimas de la joven y trenzado su cabello mientras terminaba la escuela. Lalo se había prometido a sí mismo que ella nunca lo perdería.
Y no lo haría.
Tampoco permitiría que algo le sucediera a Fernanda. Encontraría el modo de remediar esto. De mantenerla a salvo.
Tomó el mapa y todas las anotaciones que había hecho desde el asesinato de sus padres y luego comenzó a guardarlas en el viejo bolso de su padre.
–Rápido, empaca solo lo que entre en un baúl –ordenó. Ella asintió y fue a su cuarto–. No olvides las joyas de mamá –añadió Lalo–. Y la pipa de papá. Tendremos que venderlas para pagar un carruaje con tanta urgencia.
Fernanda se detuvo y miró por encima del hombro.
–¿Qué hay en Del Oro? –preguntó ella. Lalo suspiró.
–Mi única esperanza.
Del Oro
UNA MANO ÁSPERA CUBRIÓ LA BOCA DE CAROLINA. EL INSTINTO QUE HABÍA ESTADO perfeccionando desde los diez años cobró vida. Deslizó la mano hacia arriba, tomó la daga oculta debajo de su almohada y luego se paralizó cuando oyó que una voz suave como una pluma decía su apodo.
–Lina.
Forzó la vista en la oscuridad. Parpadeó mucho.
Él había vuelto a casa. Por fin.
El abuelo de Carolina se había marchado hacia más de una semana. Había ido a cazar al monstruo despiadado que había asesinado a la señora Costas cerca del río que cruzaba el valle. La señora no debería haber estado allí afuera. No debería haber dejado su hogar y su familia después de la caída del sol, pero su esposo estaba enfermo y la gente creía que ella estaba desesperada por llevarle agua de Orilla del Río.
La zona era sagrada, un cementerio en desuso hacía tiempo, creado hacia muchas generaciones, con vistas a Del Oro. Todavía la gente cruzaba el camino cubierto de hierbas para rezar por sus seres queridos y, debido a eso, la mayoría creía que el agua cercana al cementerio estaba bendecida por los muertos. Ir allí había sido una decisión letal.
El abuelo y sus hombres habían montado sus caballos en el instante en que la familia de la señora Costas informó que había desaparecido. Habían encontrado su cuerpo drenado de sangre. Luego galoparon sin dudar hacia el bosque del que provenían los sedientos. Así los llamaban los habitantes del pueblo: sedientos.
Que él hubiera regresado a casa y la hubiera despertado debía significar que habían encontrado al vampiro y habían perforado el corazón del demonio como se merecía.
Carolina ya no podía contener su entusiasmo. Necesitaba saber sobre la cacería. Necesitaba escuchar todo lo que su abuelo hizo. ¿Cómo lucía el sediento de cerca?, quería preguntar. ¿Era tan aterrador como el último que había escalado la muralla gruesa que rodeaba el pueblo?
Había distintas clases de monstruos. Algunos lucían idénticos a los humanos. Otros, un poco menos: tenían uñas demasiado largas y filosas, al igual que sus dientes. Pero algunos sedientos parecían cadáveres que escaparon de la tumba. Igualmente, todos tenían dos características en común: ojos rojos como la sangre que brillaban en la oscuridad cuando la luz se reflejaba en ellos en el ángulo correcto y una sed diabólica de sangre humana.
Carolina empezó a hablar, pero la mano de su abuelo sellaba sus labios. Ella alzó una ceja oscura. Su abuelo sonrió. Su bigote canoso subió como una segunda sonrisa.
–Shh. –Movió el mentón en dirección a la prima de Carolina que dormía profundo en la cama de al lado. Nena era bastante desagradable cuando interrumpían su sueño de belleza antes de lo indicado. Incluso si ese despertar inesperado fuera debido al regreso del abuelo.
El hombre le apartó la mano de la boca y retrocedió.
–Vamos –susurró él.
Con entusiasmo, Carolina apartó las sábanas, tomó sus botas y salió descalza sin hacer ruido detrás de él. El abuelo era un hombre robusto, alto y fornido, igual que el papá de Carolina. Pero los pasos de su padre se oían desde cualquier parte de la casa. Avanzaba con torpeza como si cargara con el peso del mundo sobre los hombros y no le importara quién lo escuchara, mientras que el abuelo se movía tan silencioso como una planta rodadora. Carolina le envidiaba eso. Ella no era tan elegante. La habían comparado con frecuencia con uno de los terneros recién nacidos en su campo. Los que aplastaban las flores y atravesaban las zarzas solo para volver con sus madres. Pero hizo su mejor esfuerzo por moverse como el abuelo porque quería ser como él. Paciente. Ágil. Fuerte. Valiente. El mejor cazador de sedientos de Del Oro.
Bajaron con sigilo la escalera, giraron a la derecha y se escabulleron por el pasillo largo hacia la parte trasera de la casa. Los cerámicos pintados a mano estaban fríos bajo sus pies descalzos. Solo había silencio, excepto por el sonido reconfortante de los ronquidos de su tío abuelo que provenían de su cuarto.
Esa era la cuestión cuando uno vivía en un rancho majestuoso con su familia y la familia de su familia: incluso en el silencio, había ruido.
Cuando llegaron a la cocina, el abuelo se detuvo ante la puerta.
–Ponte las botas –susurró.
Ella asintió, con las mejillas ardiendo. No podía evitarlo. Cada vez que el abuelo la despertaba en medio de la noche era para entrenar o para enseñarle sobre armas y cuál era la mejor forma de matar vampiros. Estas reuniones a medianoche eran algo que habían empezado a hacer el día siguiente al décimo cumpleaños de Carolina.
Cada uno de sus cinco hermanos había empezado a entrenar para convertirse en cazadores a esa edad. Carolina asumió que ella también lo haría. Pero cuando salió corriendo al patio para unirse a su papá y sus hermanos, su padre la rechazó con vehemencia.
–Esto no te corresponde –le había dicho simplemente y se había ido. Como si esa fuera la única respuesta que ella necesitaba.
Había estado destruida. Idolatraba a su padre. Adoraba observar a las personas que custodiaban el pueblo cabalgar y cazar monstruos. Le suplicó que le permitiera unirse a la guardia. Pero su padre la silenció con una mirada severa y la envió adentro para ayudar a su mamá con la comida. Mientras Carolina avanzaba con furia por el pasillo hacia la cocina, decidió que le demostraría a su padre que estaba equivocado.
Tal vez su papá la había rechazado, pero el abuelo nunca les había dado la espalda a sus nietos.
–Tengo algo para ti –susurró él, lo que interrumpió sus pensamientos–. Lamento haberme perdido tu cumpleaños.
Ella negó con la cabeza.
–Tenías un trabajo importante que hacer. Y nadie tenía ánimos de celebrar después de enterarnos que habían matado a la señora Costas de un modo tan repentino y cruel. –El pueblo era pequeño. Trescientas personas vivían allí como mucho. Cada pérdida era parte de la comunidad porque todos se conocían y se cuidaban mutuamente lo mejor posible.
–Pero cumples dieciocho solo una vez –dijo el abuelo–. No quiero que pienses que me olvidé de ti, Lina.
Esas palabras enternecieron su corazón.
–¿Me trajiste una nueva pistola?
Usaba un pedazo de metal viejo para practicar su puntería, y solo cuando las tormentas llegaban al valle para esconder los estallidos de su papá.
–Algo mejor. Ahora, ponte las botas antes de que despierte el resto de la casa.
Carolina emitió un chillido leve e introdujo los pies en su calzado de cuero suave por el uso.
El abuelo abrió la puerta trasera y espió fuera. El canto de los grillos entró flotando a la cocina silenciosa. La fresca brisa otoñal acarició las mejillas de Carolina, prácticamente rogándole que saliera al aire de la medianoche. Ella cerró los ojos y suspiró cuando olió la primera ráfaga de césped y tierra. El aroma de la humedad aún aferrada a las hojas cercanas después de la lluvia del día anterior.
No debían estar afuera de la casa después del atardecer. Nadie en el pueblo solía arriesgarse a cruzar los muros de estuco de sus hogares por miedo a que les sucediera exactamente lo que le había pasado a la señora Costas. Pero Carolina estaba con su abuelo, el mejor cazador de vampiros de los Fuentes. Y ella sabía defenderse. Había lanzado dagas en dianas y dominado como una profesional la espada desde los doce. Era mejor que sus hermanos, Manuel y Sergio.
–Despejado. –El abuelo le guiñó un ojo–. Sígueme.
Salieron de la gran casa hacia las sombras. La luz cálida de las antorchas que delineaban las cercas titilaba. El hogar de Carolina era una propiedad inmensa y el corazón de Del Oro. Si había un funeral o una fiesta, tenía lugar allí. La familia Fuentes había vivido y trabajado en esa tierra por generaciones y compartían los frutos de su labor.
Cada centímetro de la hacienda albergaba recuerdos para Carolina. La fuente grande de mármol en la que Nena y ella se sentaban cuando el calor del verano era demasiado para soportarlo. Junto al cobertizo de grano crecía un arbusto desgarbado, medio muerto después de que ella cayera del tejado y lo aplastara. El gallinero, donde una vez se escondió todo un día para evitar la ira de sus hermanos y sus amigos después de haberles arrojado huevos podridos, aún estaba en pie. Cada recuerdo la hacía reír o estremecerse, pero los quería todos por igual, y deseaba nunca tener que abandonar ese lugar ni desprenderse de esos sentimientos.
Una vaca mugió en una de las pasturas lejanas. El rancho de la familia de Carolina se extendía por acres y acres. Terminaba en la muralla de piedra que delimitaba la frontera entre su tierra y el bosque. La cría de ganado era su manera de ganarse la vida. Nadie en todo el país de Abundancia criaba mejores novillos que los Fuentes. Incluso el escudo familiar tenía la imagen de un cráneo de toro: símbolo de fuerza, determinación y honor.
Siguió al abuelo a través del adorado jardín de su madre y junto a los establos, que eran lo bastante grandes como para contener un ejército de caballos. Aunque ningún ejército llegaría tan lejos al norte. Los únicos invitados que recibía Del Oro eran comerciantes que iban a negociar en busca de cuero o algún vagabundo ocasional.
De pronto, Carolina se detuvo cuando salió detrás del granero. Había fardos de heno en distintas posiciones con palos de madera sobresaliendo de ellos en ángulos extraños. Una única caja con un moño brillante prácticamente resplandecía sobre una caja de madera.
El abuelo la tomó.
–Para mi nieta mayor –dijo, con la voz llena de orgullo–. A tu abuela le hubiera encantado ver la mujer en la que te has convertido. Tienes su espíritu, ¿sabías?
Le habían dicho muchas veces que actuaba igual que su abuela fallecida, de quien llevaba el nombre. Que ambas tenían una ferocidad imposible de igualar, lo cual le generaba una satisfacción inmensa a Carolina, porque en todos los demás sentidos, ella era más similar al lado de su abuelo, los Fuentes. Tenía la misma nariz y la misma mandíbula. El mismo cabello negro bonito y la piel que se bronceaba con el sol. Pero había heredado también su temperamento.
Sonriendo, Carolina aceptó el regalo de su abuelo. Frunció el ceño. Intentó mantener una expresión neutral, pero la caja no pesaba como si contuviera una pistola nueva. Despacio, le quitó la tapa.
–¿Una cuerda? –Miró a su abuelo a los ojos. Él rio.
–No me mires así, Lina. Una reata es la mejor aliada de un vaquero.
–Pero no quiero ser una vaquera. Quiero ser cazadora. Quiero hacerle justicia al apellido Fuentes en Abundancia. –Más que nada, quería demostrarle a su papá cuán equivocado estaba por no creer en ella. Convertirse en la mejor cazadora de sedientos en la historia.
–No es el tipo de arma lo que nos lleva a la victoria, Lina. Sino la ferocidad con que la persona la blande. Creer en ti misma y en lo que eres capaz de hacer a veces alcanza, ¿no?
Ella miró la reata, parpadeando.
–No creo que una cuerda sirva tanto como una bala sin importar quién la use. Y es mucho menos divertida.
–Uno no mata sedientos por diversión, Lina. Estamos aquí para proteger a los humanos, al ganado, a cualquier ser que viva y respire en el gran valle de Del Oro. Solo cazamos vampiros cuando esos demonios suponen una amenaza.
Ella rio con amargura.
–Pero ¡acabamos de tirar las cenizas de la señora Costas! Y el mes pasado cuatro de los ayudantes del rancho de don Francisco murieron. Dos meses antes de eso, nos quitaron a Lorenzo. No fueron solo amenazas, abuelito, fueron asesinatos. Deberíamos cazar a esos monstruos, no esperar que nos ataquen. Deberíamos encontrar su hogar y quemarlo hasta los cimientos.
El abuelo movió su bigote.
–Solía pensar igual, pero con la edad aprenderás que hay males que no se pueden erradicar. No sin destruir también parte de lo bueno que hemos construido.
–¿Qué significa eso? –preguntó ella. Él se movió en su sitio.
–¿Quieres aprender a usar ese lazo o quieres que hable sin parar toda la noche?
Carolina sonrió con picardía.
–¿No podemos hacer ambas?
–No si quieres impresionar a tu papá y a los… –El abuelo alzó la cabeza hacia los establos.
–¿Qué pasa? –preguntó Carolina. Ella no había escuchado nada.
Alzó una mano para hacerla callar.
Un caballo relinchaba. Los perros de la familia habían empezado a ladrar en su perrera en el gallinero.
Tomando su espada, el abuelo comenzó a avanzar. Carolina también.
–No –dijo el abuelo–. Ve a buscar a tu papá. Rápido.
A Carolina se le aceleró el pulso.
–¿Qué pasa? ¿Un coyote? ¿Un zorrillo?
–Ve, Carolina –siseó él.
Ella se estremeció. El abuelo rara vez usaba su nombre completo. Fuera lo que fuera, debía llamar rápido a su padre. Comenzó a correr hacia la casa principal, aferrando su regalo contra el pecho. Algo se movió veloz entre las sombras a su izquierda. Carolina se detuvo en seco. Observó el jardín, pero no vio nada.
Un aullido largo atravesó el aire y más perros del pueblo se unieron al sonido. Una advertencia de que algo terrible y peligroso se acercaba.
Una ráfaga gélida rozó su piel. Su cabello largo apenas se movió. Escalofríos recorrieron su columna cuando oyó el crujido de las hojas secas justo detrás de su espalda. Despacio, volteó hacia la fuente del ruido. De pie ante ella entre las sombras había una figura tan perturbadora que se le llenaron los ojos de lágrimas.
La criatura parecía casi humana. Pero en vez de uñas, tenía garras filosas como dagas. En vez de dientes, tenía colmillos largos. La criatura estaba desnuda y apenas inclinada, como si le doliera algo. Bajo la luna, la piel del monstruo parecía cenicienta, prácticamente azul. Y los ojos. Su estómago se retorció aún más. Sus ojos brillaban rojos como la sangre.
Sediento, pensó Carolina. Uno que había sucumbido por completo a la sed.
Pero ¿cómo? ¿Cómo había logrado un vampiro atravesar la muralla de la hacienda?
Mierda. Había dejado a sus hermanitos jugar en el patio de las gallinas esa tarde. ¿Acaso habían dejado una puerta lateral abierta?
El vampiro avanzó tan rápido que ella no tuvo tiempo de apartarse. Las garras filosas se clavaron en sus hombros. Carolina gritó. La agonía fue instantánea, el dolor era abrumador. Intentó liberarse, pero las puntas afiladas solo se hundieron más profundo a través de sus músculos hasta tocar el hueso. Carolina empezó a patear. Le dio a la pantorrilla del monstruo con la punta de la bota.
El sediento gruñó. Abrió las fauces. Gotas de saliva negra como la tinta caían sobre el mentón de la criatura.
La repulsión la invadió. Y luego, su furia tomó el control.
¡Este pinche cabrón no me ganará en mi propia tierra!
Alzó las manos y golpeó la mandíbula del vampiro con la caja de regalo que aún estaba en su poder. Atacó de nuevo y le dio otro golpe. El vampiro clavó más profundo sus garras en la carne de Carolina. Ella gritó en agonía. Pero no dejó de golpearlo. No podía perder ante la primera bestia con la que peleaba. Su padre jamás le permitiría unirse a la guardia si lo hacía. Más que nada porque lo más probable es que estaría muerta.
Una cuerda rodeó el cuello del sediento. El monstruo salió disparado hacia atrás, siseando y abriendo y cerrando la mandíbula, luchando contra la cuerda de cuero que lo sujetaba.
Carolina dejó caer las manos a los laterales de su cuerpo, mientras un dolor horrible subía y bajaba por sus brazos. Había sangre en el suelo. Su propia sangre. Y era abundante.
–¡Lina! –bramó el abuelo. Ella abrió los ojos y vio la espalda del vampiro, a su abuelo de pie, con un extremo de su adorada reata ajustado con firmeza a su mano derecha y el otro alrededor de la garganta del sediento. El abuelo la había salvado justo a tiempo. Desenfundó su estoque hecho de obsidiana sólida y atravesó el corazón del monstruo. El vampiro abrió los ojos de par en par, rojos y resplandecientes, antes de caer inerte al suelo.
La luna iluminó el rostro del sediento.
Carolina dio un grito ahogado al entender lo que veía.
–¿Lorenzo?
Su primo apenas había tenido diecisiete años cuando desapareció meses atrás. Nunca habían encontrado su cadáver. La tía abuela de Carolina aún tenía esperanzas de que él hallara el camino de regreso a casa, pero no así. No cuando la sed de sangre se había apoderado por completo de él.
El abuelo alzó su pistola y le apuntó a la cabeza de Carolina.
Ella abrió los ojos de par en par.
–¡Abajo! –gritó él.
Ella cayó sobre su estómago y un disparo atravesó el cielo. Carolina volteó a tiempo para ver caer a un segundo sediento. El monstruo llevó una mano al pecho antes de desplomarse de espaldas.
–Santo cielo –jadeó ella. El abuelo se arrodilló a su lado.
–Tenemos que cubrir tus heridas. La sangre atraerá más sanguijuelas. –El abuelo rasgó la parte inferior del camisón de Carolina. Sus dedos temblaban mientras envolvía con fuerza las capas de tela sobre las extremidades de su nieta.
El abuelo centró la atención en algo detrás del granero.
–Lina. –La voz del hombre era fría y pétrea. Se puso de pie despacio–. Prepárate.
Carolina miró en la misma dirección que él. Cinco monstruos más se acercaban. Se puso de pie mientras el abuelo disparaba su arma. Le dio a la mayoría, pero no a todos. Mató a uno. Dos. Tres.
El clic terrible del arma vacía resonó en los oídos de Carolina.
–¡Necesitas recargarla! –gritó ella.
–¡Toma! –Le lanzó su reata. Ella la atrapó, apretando los dientes para resistir el dolor feroz que latía en sus hombros–. Dos a la izquierda –dijo el abuelo con calma mientras tomaba balas de madera de su bandolera–. Cuatro a nuestra derecha.
¿Cuatro?
Volteó para ver. Deseó no haberlo hecho.
–Recuerda lo que te enseñé, mija. Tienes que atravesarles el corazón con la espada sagrada. Eso cortará lo que sea que amarra el espíritu del vampiro a la Tierra de los Vivos. Si no funciona, córtale la cabeza. Pero no permitas que te toquen esos colmillos. Su mordida anula los sentidos.
Carolina asintió y se preparó.
El abuelo recargó el arma y disparó las balas de madera.
Le dio a uno. Dos. Tres.
Falló un tiro cuando el cuarto sediento saltó en el aire y esquivó el disparo.
Voces salían de la hacienda. Había pisadas a lo lejos. La luz de las velas inundó las ventanas. Oían gritos frenéticos de hombres, alguien gritaba que buscaran a su papá, don Luis. Las campanas de alarma sonaban en la torre. Papá estaría furioso. Hacia siglos que no había un ataque tan cerca de su hogar.
El abuelo jaló el gatillo. El monstruo que lo había esquivado antes emitió un chillido ensordecedor cuando una bala atravesó su pecho.
Pero los otros dos vampiros de pronto habían desaparecido.
–¿Dónde están? –pregunto ella, jadeando.
Una brisa gélida serpenteó en su nuca. Sin dudar, Carolina volteó y deslizó su estoque en el aire. La espada se deslizó sobre la piel pétrea. Lo suficiente para aturdir al vampiro. Ella avanzó, como el abuelo le había enseñado, y encontró su objetivo en lo profundo del corazón del monstruo.
Los ojos sangrientos de la bestia se volvieron café, apagados. Por un segundo, por una fracción de segundo, Carolina podría jurar que vio algo humano en ellos. Angustia. Alivio. Arrepentimiento. Pero luego, la criatura cayó al suelo de bruces.
Ella sonrió. Había matado a su primer sediento.
–¡Lo hice! –Volteó y vio el rostro sonriente de su abuelo.
–Buen trabajo, Lina.
Carolina abrió los ojos de par en par. Gritó horrorizada cuando el último vampiro saltó sobre la espalda de su abuelo. Antes de que pudiera pensar con claridad, antes de que pudiera siquiera actuar, el sediento hundió los colmillos en el cuello de su abuelo.
–¡No! –gritó Carolina.
El hombre cayó de rodillas, con los ojos en blanco mientras el monstruo lo mordía más. Ella corrió hacia ellos. Lanzó su reata sobre el rostro de la criatura. El vampiro se apartó del abuelo con un chillido que le heló la sangre, mientras rasgaba músculos y venas. Carolina avanzó y atravesó a la bestia con su espada. Un grito atragantado escapó de los labios grises del sediento antes de que cayera.
El abuelo se desplomó. Carolina se arrastró sobre la tierra y sujetó la cabeza del hombre antes de que golpeara el suelo. Su peso era demasiado para sus brazos lastimados, y lo posó sobre el regazo.
–Lina –susurró él, luego tosió–. Estoy…
–Shh –dijo despacio, mientras intentaba contener la sangre con su mano inestable. El mentón de Carolina temblaba. Las lágrimas calientes invadían sus ojos–. Lo siento, abuelito. –Carolina intentaba contener el llanto–. Lo siento.
–¿Por qué? –Tosió–. Mataste a tu primero. Y estás a salvo. Eso es lo que importa.
–No. Tú eres lo que importa.
El abuelo gruñó mientras tomaba algo.
–Debes practicar todos los días, Lina. –Llevó la reata, el motivo por el que estaba afuera, sobre el pecho–. Demuéstrale a tu papá la gran luchadora que eres.
Carolina sacudió la cabeza de lado a lado.
–Se lo demostraremos los dos, abuelito. Se lo demostraremos juntos.
Carolina veía puntos negros. Sus dedos estaban llenos de agujas, como si se hubieran dormido. Había perdido demasiada sangre. La sentía secándose sobre la piel, sobre el camisón. Su sangre había enloquecido a los demás vampiros. Su error los había llevado allí en manada. Debería haberle prestado más atención al entorno. Debería haber visto a Lorenzo venir. No, a Lorenzo no. No permitiría que esa cosa tuviera el nombre de su primo.
–¡Padre! –gritó el papá de Carolina–. ¡Padre, no!