La jaula del rey - Victoria Aveyard - E-Book

La jaula del rey E-Book

Victoria Aveyard

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Beschreibung

Debilitada y prisionera, privada de su potente rayo y atormentada por sus errores, Mare Barrow se ha postrado a los pies de un traidor. La otrora "Niña Relámpago" vive ahora a merced del joven que alguna vez amó, Maven Calore, espurio rey de Norta, quien continúa su malévola campaña de expansión y genocidio. Pero más allá de las murallas palaciegas, la rebelión Roja crece y se multiplica; y el joven príncipe Cal, legítimo heredero del trono, hará todo lo posible por rescatar a su amada. Sangre roja y plateada correrá por pasillos y plazas. ¡Que resuenen poderosos los tambores de guerra!

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Nunca dudes de tu valor y tu fuerza, y jamás pienses que no mereces todas las oportunidades del mundo para perseguir y realizar tus sueños.

—HRC

UNO

Mare

Me levanto cuando él me lo permite.

La cadena tira de mí y tensa el collar con púas que rodea mi garganta. Sus picos se clavan en mi piel, aunque no lo suficiente para que sangre… todavía. Pero las muñecas ya supuran. Exhiben heridas morosas de los días de cautiverio que pasé tosca y lastimosamente esposada en estado de inconsciencia. Mis mangas blancas se tiñen de un vivo escarlata y un carmesí oscuro que se atenúan entre la sangre vieja y nueva en mudo testimonio de mi suplicio. Para enseñar a la corte de Maven lo mucho que he sufrido.

Él se eleva junto a mí con una expresión indescifrable. Los filos de la corona de su padre hacen que parezca más alto, como si el hierro emergiera de su cráneo. La corona brilla y cada una de sus puntas es una flama encrespada de metal negro con vetas de plata y bronce. Fijo mi atención en ese objeto penosamente conocido para no tener que mirar a Maven a los ojos. Él me atrae de todas formas, porque tira de otra cadena que no puedo ver. Sólo sentir.

Una mano blanca rodea con delicadeza mi muñeca llagada. Muy a mi pesar, mi vista vuela al rostro de su dueño, incapaz de quedarse quieta. Su sonrisa es todo menos amable. Fina y afilada como un puñal, me muerde con cada uno de sus dientes. Y lo peor son sus ojos. Son los ojos de ella, de Elara. Un día pensé que eran fríos, hechos de hielo glacial. Ahora sé que eso no es cierto. El fuego más ardiente tiende al azul y los ojos de Maven no son la excepción.

La sombra de la llama. Él arde sin duda, aunque la oscuridad recorta su contorno. Unas manchas azul-negras como contusiones rodean unos ojos inyectados en sangre y con venas de plata. No ha dormido. Lo recordaba menos delgado, menos enjuto, menos cruel. Su cabello, negro como el vacío, le llega a las orejas y se riza en los extremos y sus mejillas son suaves aún. A veces olvido que es muy joven todavía. Que ambos lo somos. Bajo mi vestido suelto, la marca M sobre mi clavícula produce escozor.

Maven se gira de pronto, con mi cadena apretada en su mano, y me obliga a moverme con él. Soy una luna alrededor de un planeta.

—¡Contemplen a esta prisionera, esta victoria! —dice mientras se alza sobre el nutrido público frente a nosotros.

Son por lo menos trescientos Plateados, nobles y civiles, agentes y oficiales. Tengo plena conciencia de los centinelas situados en los bordes de mi campo visual, cuya indumentaria llameante es un firme recordatorio de que mi jaula se contrae de prisa. Tampoco mis celadores Arven desaparecen de mi vista un solo instante; sus uniformes blancos me ciegan y su habilidad silenciadora me sofoca. La presión de su presencia podría asfixiarme.

La voz del rey vibra en los opulentos confines de la Plaza del César y reverbera en una muchedumbre que responde con idéntica emoción. Debe de haber micrófonos y altavoces en algún sitio, para propagar las rudas palabras del monarca por toda la ciudad, y sin duda al resto del reino también.

—¡Ésta es la líder de la Guardia Escarlata, Mare Barrow! —pese a mi apurada situación, casi suelto un resoplido. Líder. La muerte de su madre no ha moderado las mentiras de Maven—. Es una asesina, una terrorista y una gran enemiga de nuestro reino. ¡Ahora se arrastra frente a nosotros sin poder ocultar su sangre un minuto más!

La cadena se agita de nuevo y me lanza de bruces; tengo que extender los brazos para no perder el equilibrio. Reacciono aturdida y fijo la mirada en el piso. Hay demasiado boato. La ira y la vergüenza me acometen cuando comprendo el mal que este simple acto le hará a la Guardia Escarlata. Rojos en los cuatro puntos cardinales de Norta me verán bailar al son de Maven y pensarán que somos débiles, unos fracasados indignos de su atención, esfuerzo o esperanza. Nada podría estar más lejos de la verdad. Con todo, no puedo hacer gran cosa ahora, atenida como estoy a la compasión de Maven. Me pregunto qué fue de Corvium, la ciudad militar que vimos arder en nuestro camino al Obturador. Hubo disturbios después de mi mensaje televisado. ¿Fue ése el primer grito de libertad… o el último? No puedo saberlo. Y dudo que alguien se moleste en traerme noticias.

Cal me previno contra la amenaza de una guerra civil hace mucho tiempo, antes de que su padre muriera, antes de que lo único que le quedara fuera una tempestuosa Niña Relámpago. Una rebelión en ambos bandos, dijo. Pero aquí, maniatada frente a la corte de Maven y su reino Plateado, no veo división. Pese a que yo se lo mostré; pese a que les hice saber a todos de la cárcel de Maven y que sus seres queridos les habían sido arrebatados y su confianza traicionada por un rey y su madre, aún soy yo el enemigo. Y por más que me den ganas de gritar, sé que no debo hacerlo. La voz de Maven será siempre más fuerte que la mía.

¿Mamá y papá me ven en este momento? Sólo pensar en eso me hunde en una nueva ola de aflicción y muerdo con fuerza mi labio para mantener mis lágrimas a raya. Sé que hay cámaras de video cerca que enfocan mi rostro. Aun cuando ya no puedo sentirlas, lo sé. Maven no dejaría pasar la oportunidad de inmortalizar mi caída.

¿Están a punto de verme morir?

El collar me dice que no. ¿Por qué se molestaría en montar este espectáculo si sólo fuera a matarme? Esto aliviaría a otro, pero mis entrañas se hielan de temor. No me matará. Lo siento en la forma como me toca. Sus largos y pálidos dedos siguen adheridos a mi muñeca, y su otra mano en poder de mi correa. Incluso ahora, cuando soy ya ignominiosamente suya, no me soltará. Yo preferiría la muerte a esta jaula, a la retorcida obsesión de un rey niño y loco.

Recuerdo sus notas. Todas ellas terminaban con el mismo extraño lamento:

Hasta que volvamos a encontrarnos.

A pesar de que continúa hablando, su voz se apaga en mi cabeza como si fuese el zumbido de un avispón que se acerca demasiado y me crispa los nervios. Miro sobre mi hombro. Mis ojos vagan entre el gran número de cortesanos a nuestras espaldas. Todos ellos se yerguen soberbios y repugnantes bajo sus negros ropajes de luto. Lord Volo, de la Casa de Samos, y su hijo, Ptolemus, lucen espléndidos con su pulida armadura de ébano y las bandas de plata desconchada que les cruzan el pecho. Cuando veo al segundo, mi mirada se tiñe de un virulento rojo escarlata. Contengo el impulso de arremeter en su contra y rasgarle la cara. De atravesarle el corazón como él hizo con mi hermano Shade. Mi deseo es evidente y él tiene el descaro de arrojarme una sonrisa de suficiencia. Si no fuera por este collar y los silenciadores que restringen todo lo que soy, convertiría sus huesos en un amasijo humeante.

Por alguna razón, su hermana, una enemiga de hace muchos meses, no me mira. Enfundada en un vestido ornado con púas de sombrío cristal, Evangeline es siempre la estrella rutilante de esta constelación violenta. Supongo que será reina pronto, tras haber sufrido su compromiso con Maven el tiempo suficiente. Tiene la vista fija en la espalda del rey, a cuya nuca apunta sus ojos oscuros con una concentración ardorosa. La brisa agita su satinada cabellera plateada y la aparta de sus hombros, pero ella ni siquiera parpadea. Sólo después de un lapso muy largo advierte que la miro. E incluso entonces sus ojos apenas se detienen en los míos. No traslucen sentimiento. Ya no soy digna de su atención.

—Mare Barrow es una prisionera de la corona y enfrentará la sentencia del trono y del consejo. ¡Deberá responder por sus muchos crímenes!

¿Con qué?, me pregunto.

La multitud reacciona a este veredicto con un rugido de aclamación. La componen Plateados “comunes”, no de linaje noble. Mientras ellos se deleitan en las palabras de Maven, la corte no se inmuta. De hecho, algunos de sus miembros lucen grises y enfadados y adoptan una expresión pétrea. Nadie supera en esto a la Casa de Merandus, cuya vestimenta de duelo está decorada con cuchilladas del oscuro azul de la difunta reina. Aunque Evangeline no reparó en mí, esta familia clava su mirada en mi rostro con una intensidad alarmante. Ojos de un azul abrasador me ven desde todas direcciones. Imagino que oiré sus murmullos en mi cabeza, una docena de voces que hurgan como gusanos en una manzana podrida. Pero sólo hay silencio. Quizá los agentes Arven que me flanquean no son únicamente carceleros, sino también protectores, y extinguen mi habilidad tanto como la de cualquiera que pudiese usarla en mi contra. Supongo que son órdenes de Maven. Nadie más podría lastimarme en este sitio.

Nadie sino él.

Pero todo duele ya. Duele estar en pie, duele moverse, duele pensar. Debido a la caída del avión, al resonador, al peso opresivo de mis vigilantes. Y éstas son apenas las heridas físicas. Moretones. Fracturas. Dolores que sanarán si se les da tiempo para ello. No puede decirse lo mismo de los otros. Mi hermano está muerto. Soy una cautiva. E ignoro qué les ocurrió a mis amigos hace no sé cuántos días, cuando tramé este acuerdo diabólico. Cal, Kilorn, Cameron, mis hermanos Bree y Tramy. Los dejamos en el claro, heridos, inmovilizados y vulnerables. Puede ser que Maven haya enviado una infinidad de asesinos a terminar lo que él comenzó. Me ofrecí a cambio de todos ellos y ni siquiera sé si sirvió de algo.

Maven me lo diría si se lo preguntara. Lo veo en su rostro. Dirige sus ojos a los míos después de cada una de sus frases abominables para puntuar todas las mentiras que dramatiza ante sus rendidos súbditos. Para comprobar que observo, que presto atención, que lo veo. Esto confirma que es un niño.

No suplicaré. No aquí. No como me encuentro. Aún me queda bastante orgullo.

—Mi madre y mi padre murieron por combatir a estos animales —prosigue—. ¡Dieron su vida para que este reino permaneciera indemne, para que ustedes estuvieran a salvo!

Vencida como estoy, es irremediable que lo mire y que oponga a su fuego un chirrido. Ambos recordamos la muerte de su padre. Su asesinato. La reina Elara se abrió camino con susurros hasta el cerebro de Cal y convirtió al amado heredero del rey en un arma aniquilante. Maven y yo vimos que él era obligado a asesinar a su padre y que, junto con la cabeza del soberano, cortaba todas sus posibilidades de gobernar. He visto un sinfín de cosas horribles desde entonces, y su memoria me tortura todavía.

No recuerdo bien lo que le sucedió a la reina fuera de las murallas de la prisión de Corros. El estado posterior de su cuerpo fue constancia suficiente de lo que el desenfrenado relámpago es capaz de hacer con la carne humana. Sé que la maté sin miramiento, sin remordimiento, sin pesar. Mi arrolladora tormenta fue avivada por la muerte repentina de Shade. La última imagen clara que tengo de la batalla de Corros fue cuando él cayó, con el corazón perforado por la aguja de Ptolemus, de frío e implacable acero. No sé cómo escapó él a mi cólera ciega, pero la reina no lo logró. Al menos el coronel y yo nos encargamos de que el mundo supiera qué fue de ella y exhibimos su cadáver en nuestro mensaje televisado.

¡Cómo querría que Maven poseyese algo de la habilidad de su madre, para que inspeccionara mi cerebro y viera exactamente qué final le propiné! Quiero que sienta tanto como yo el dolor de una pérdida.

Posa su mirada en mí mientras concluye su memorizado discurso y tiende la mano para exhibir mejor la cadena con que me sujeta. Todo lo que hace es metódico, busca proyectar cierta imagen.

—¡Prometo hacer lo mismo: terminar con la Guardia Escarlata, con monstruos como Mare Barrow, o morir en el intento!

Muere entonces, quiero gritar.

El bramido de la gente ahoga mis pensamientos. Centenares de personas vitorean a su rey y su tiranía. Yo lloré en mi trayecto al otro lado del puente, de cara a tantos que me culpaban de la muerte de sus seres queridos. Siento aún las lágrimas que se secan en mis mejillas. Y ahora quiero sollozar otra vez, no de tristeza sino de furia. ¿Cómo es posible que ellos crean todo esto? ¿Cómo es posible que toleren estas mentiras?

Como si fuese una muñeca, me apartan del escenario. Con la fuerza que me queda, estiro el cuello para mirar por encima del hombro en pos de las cámaras, de los ojos del mundo. Véanme, ruego. Vean cómo su rey miente. Mi mandíbula se tensa y mientras bajo ligeramente los párpados miro lo que imploro que sea una imagen de rabia, resistencia y rebelión. Soy la Niña Relámpago. Soy una tormenta. Parece una mentira. La Niña Relámpago está muerta.

Pero esto es lo último que puedo hacer por la causa y por las personas que amo y están ahí todavía. No me verán caer en este momento final. No, resistiré. Y aunque no tengo idea de cómo voy a hacerlo, debo luchar aún, incluso en el vientre de la bestia.

Otro tirón me obliga a girar para hacer frente a la corte. Me miran insensibles, con su piel apagada por el azul, el negro, el índigo y el gris, carente de vida y con venas de diamante y acero en lugar de sangre. No me ven a mí sino a Maven. Encuentro en ellos mi respuesta. Los veo ansiosos.

Por una fracción de segundo compadezco al rey niño solo en su trono. Luego, en lo más profundo de mi ser, siento el insinuante hálito de la esperanza.

¡Ay, Maven! No sabes en qué lío te metiste.

Sólo puedo preguntarme quién asestará el primer golpe.

La Guardia Escarlata… o las damas y caballeros dispuestos a cortarle el pescuezo al rey y tomar todo aquello por lo que su madre murió.

Él cede mi correa a uno de los Arven tan pronto como huimos por los escalones del Fuego Blanco para refugiarnos en el inmenso vestíbulo del palacio. ¡Qué extraño! Estaba obsesionado con que me recuperaría, con que me metería en su jaula, y ahora deja mis cadenas casi sin verlas. Cobarde, me digo. No me mira si no es para brindar un espectáculo.

—¿Cumpliste tu promesa? —le pregunto sin aliento; mi voz rechina después de varios días en desuso—. ¿Eres un hombre de palabra?

No responde.

El resto de la corte se ha formado detrás de nosotros. Sus filas no son producto de la casualidad; se basan en las embrolladas complejidades del prestigio y el rango. La única persona que está fuera de sitio soy yo; la primera en seguir al rey apenas unos pasos atrás, como si fuese la reina. No podría estar más lejos de este título.

Miro al más corpulento de mis custodios con la esperanza de ver en él algo más que ciega lealtad. Viste un uniforme blanco y grueso a prueba de balas cerrado hasta el cuello. Y guantes que brillan, no porque sean de seda sino de plástico: hule. Sólo verlo me asusta. Pese a su habilidad sofocadora, los Arven no correrán riesgo conmigo. Aun si lograra deslizar una chispa en su continuo asedio, los guantes protegerán sus manos y permitirán que yo siga cautiva, encadenada, enjaulada. El Arven robusto no intercambia miradas conmigo; fija los ojos al frente y frunce los labios. El otro hace lo propio e iguala junto a mí el paso de su hermano o primo. La cabeza a rape de ambos resplandece, lo que me recuerda a Lucas Samos. Mi guardián amable, mi amigo, quien fue ejecutado porque yo existía y porque lo usé. Tuve suerte entonces, cuando Cal puso a un Plateado honorable a cargo de mi reclusión. Y la tengo ahora. Será más sencillo matar a guardianes indiferentes.

Porque ellos deben morir. De alguna manera. Por algún motivo. Si he de fugarme, si quiero reclamar mi rayo, ellos son los primeros obstáculos. Los demás serán fáciles de predecir: los centinelas de Maven, los otros agentes y vigilantes apostados en el palacio y, desde luego, el propio Maven. No me iré de este lugar a menos que deje atrás su cadáver… o el mío.

Pienso en matarlo. En enredar mi cadena en su garganta y apretar hasta arrancar de su cuerpo la vida. Gracias a esto, ignoro que cada paso me sumerge más en la casa real, sobre blanco mármol, junto a enormes muros de oropel y bajo una docena de candelabros con flamas de cristal por candilejas. Es tan hermoso y tan frío como lo recordaba, una cárcel con cerraduras de oro y rejas de diamante. Cuando menos, no tendré que encarar al más violento y peligroso de sus guardianes. La antigua reina ha muerto. De todas formas, tiemblo cuando pienso en ella. Elara Merandus. Su sombra ronda como un fantasma por mi cabeza. Una vez se paseó sin piedad por mis recuerdos. Ahora es uno de ellos.

Una figura acorazada cruza mi vista y esquiva con sigilo a mis celadores para plantarse entre el rey y yo. Hace suyo nuestro paso; es un oficial perseverante pese a que no porta el atuendo ni la careta de los centinelas. Sabe que deseo estrangular a Maven, supongo. Me muerdo el labio y me preparo a recibir el afilado aguijón de un susurro.

Pero no, él no pertenece a la Casa de Merandus. Su armadura es de un obsidiana oscuro, su cabello de plata, su piel blanca como la Luna. Y sus ojos, cuando me atisba por encima del hombro, están negros y vacíos.

Ptolemus.

Ataco con los dientes, sin saber qué hacer y no me importa, mientras deje marca. Me pregunto si la sangre Plateada sabrá diferente a la Roja.

No lo descubro.

Mi collar retrocede y me jala con tanta violencia que arqueo la columna y encuentro el piso. Un poco más fuerte y me habría roto el cuello. El golpe del cráneo contra el mármol hace que el mundo dé vueltas, aunque no al extremo de no poder levantarme. Me incorporo con dificultad y restrinjo mi vista a las blindadas piernas de Ptolemus, quien voltea hacia mí. Me precipito sobre ellas de nuevo y una vez más el collar me hace dar marcha atrás.

—Basta —sisea Maven.

Se detiene y se eleva a mi lado para observar mis burdos intentos de venganza contra Ptolemus. El resto del cortejo frena también; muchos de sus integrantes se adelantan, quieren ver el modo en que la perversa rata Roja pelea en vano.

El collar se tensa y yo trago saliva contra él y me llevo las manos a la garganta.

Maven no pierde de vista el metal que se encoge.

—¡Dije basta, Evangeline!

Pese al dolor, volteo y la encuentro a mis espaldas, con un puño en el costado. Como él, clava la mirada en mi collar, que vibra cuando se mueve. Palpita sin duda al ritmo de su corazón.

—¡Permite que la suelte! —pide, y me pregunto si escuché bien—. Permite que la suelte en este instante. ¡Despide a sus guardianes y la mataré, con relámpago y todo!

Emito un gruñido, como si fuera de pies a cabeza la fiera que ellos creen que soy.

—Inténtalo —le digo, porque deseo de todo corazón que Maven acepte.

Incluso con mis heridas, mis días de silencio y mi desventaja de varios años con la magnetrona, quiero lo que ofrece. La vencí un día. Puedo hacerlo otra vez. Es una posibilidad al menos, más alta de lo que jamás habría esperado.

Los ojos de Maven vuelan de mi collar a su prometida con un ceño fruncido y calcinante. Veo mucho de su madre en él.

—¿Cuestiona usted las órdenes de su soberano, Lady Evangeline?

Los dientes de ésta relucen entre labios pintados de púrpura. Su manto de finos modales amenaza con disolverse, pero antes de que ella pueda decir algo en verdad ruin, su padre roza su piel. El mensaje es claro: Obedece.

—No, su majestad —vacila, porque quisiera decir sí. Dobla el cuello y baja la cabeza.

El collar se afloja y vuelve a deslizarse en mi garganta. Es posible incluso que esté más suelto que hace un rato. No deja de ser una bendición que Evangeline no sea tan minuciosa como se empeña en aparentar.

—Mare Barrow es prisionera de la corona y la corona hará con ella lo que estime apropiado —afirma Maven con una voz que llega más allá de su irascible prometida. Sus ojos recorren el resto de la corte como si quisiera poner en claro sus intenciones—. La muerte es un destino demasiado indulgente para ella.

Un rumor apagado se extiende entre los nobles. A pesar de que oigo notas discordantes, las armoniosas las exceden en número. ¡Qué raro! Creí que todos querían verme ejecutada de la manera más atroz, colgada para alimentar a los buitres y para recuperar hasta el último tramo de terreno que la Guardia Escarlata haya ganado. Sospecho que planean para mí peores destinos.

Peores destinos.

Eso fue lo que Jon dijo cuando vio lo que el futuro me deparaba, adónde conducía mi sendero. Sabía que esto iba a ocurrir. Lo sabía y se lo dijo al rey. Compró un lugar al lado de Maven con la vida de mi hermano, y mi libertad.

Lo descubro entre la multitud, que le rehúye. Tiene rojos, amoratados los ojos; lleva atado en una pulcra coleta el cabello, prematuramente encanecido. Es otra mascota nuevasangre de Maven Calore, aunque no carga eslabones que yo pueda ver. Porque lo ayudó a frustrar nuestra tarea de salvar a una legión juvenil antes siquiera de que empezara. Le reveló nuestros caminos y nuestro futuro. Me envolvió como regalo para el rey niño. Nos traicionó a todos.

Ya me mira, por supuesto. No espero una disculpa por lo que hizo, ni la recibo.

—¿Qué hay de un interrogatorio?

Una voz que no reconozco suena a mi izquierda. Pero identifico ese rostro.

Sansón Merandus. Un campeón en el ruedo, un susurro salvaje, un primo de la difunta reina. Se abre paso a empujones hasta mí y es inevitable que me intimide. En otra vida lo vi forzar a su adversario a matarse a puñaladas. Kilorn estaba a mi lado y aplaudía, disfrutaba de sus últimas horas de libertad. Después, su patrón murió y nuestro mundo entero fue otro. Nuestros caminos cambiaron. Y ahora estoy tendida sobre el inmaculado mármol, fría y sangrante, menos que un perro a los pies de un rey.

—¿Un interrogatorio es también demasiado indulgente para ella, su majestad? —continúa Sansón y apunta una mano blanca hacia mí. Me toma por la barbilla y me obliga a levantar la mirada. Resisto el impulso de morderlo. No necesito dar a Evangeline otra excusa para que me ahorque—. Piense en lo que ella ha visto. En lo que sabe. Es la líder de la Guardia y la clave para descifrar a su despreciable calaña.

Aunque está equivocado, el pulso bombea en mi pecho. Sé lo suficiente para causar mucho daño. Tuck destella un momento en mi vista, lo mismo que el coronel y los gemelos de Montfort. La infiltración de las legiones. Las ciudades. Los Whistle en todo el país, que llevan ahora a los refugiados a lugares seguros. Son preciosos secretos celosamente guardados que pronto quedarán al descubierto. ¿A cuántos pondrá en peligro lo que sé? ¿Cuántos morirán cuando se me haga hablar?

Y ésa es sólo la inteligencia militar. Las partes lúgubres de mi mente son peores aún. Los rincones donde cobijo mis más espantosos demonios. Maven es uno de ellos. El príncipe al que recordaba y amé y deseé que fuera real. Cal es otro. Lo que he hecho para conservarlo, lo que he ignorado y las mentiras que me digo sobre sus lealtades. Mi vergüenza y mis errores me carcomen y consumen mis raíces. No puedo permitir que Sansón y Maven vean esas cosas dentro de mí.

Por favor, quiero rogar. Mis labios no se mueven. Por más que odie a Maven, por más que quiera verlo sufrir, sé que él es la mejor oportunidad que tengo. Pero suplicar misericordia ante sus más fuertes aliados y acérrimos enemigos sólo debilitará a un rey de suyo débil. Así que guardo silencio, intento desentenderme de la mano de Sansón en mi quijada y me concentro en el rostro de Maven.

Sus ojos se encuentran con los míos durante el más largo y más corto de los momentos.

—Tienen sus órdenes —dice con brusquedad a mis celadores, hacia los que inclina la cabeza.

Ellos me levantan con vigor, pero sin saña, y se sirven de sus manos y mis cadenas para apartarme de la concurrencia. Dejo atrás a todos. A Evangeline, Ptolemus, Sansón y Maven. Éste último gira sobre sus talones para seguir la dirección contraria, hacia lo único que le queda para no helarse.

Un trono de llamas glaciales.

DOS

Mare

Jamás estoy sola.

Mis carceleros no me abandonan un solo instante. Dos de ellos me observan sin cesar, se cercioran que siempre esté silenciada y oprimida. Les basta una puerta con cerrojo para que sea su prisionera. Esto no significa que pueda acercarme siquiera a la entrada, porque me tomarán del brazo y me llevarán al centro de la habitación. Son más fuertes que yo y están alerta en todo momento. El único rincón donde no me ven es el pequeño cuarto de baño, un aposento de blancos azulejos y accesorios dorados con una intimidante línea de roca silente en el suelo. Hay tantas losetas de color gris nacarado que mi garganta se contrae y siento la cabeza estallar. Debo ser rápida cuando estoy ahí y aprovechar al máximo cada asfixiante segundo. Esta sensación me recuerda la habilidad de Cameron, quien puede matar con la fuerza de su silencio. Por más que aborrezca la constante vigilancia de mis guardianes, no correré el riesgo de sofocarme en el piso de un baño a cambio de unos minutos extra de paz.

Curiosamente, antes creía que el mayor de mis miedos era quedarme sola. Ahora estoy todo menos eso y nunca he experimentado tanto pavor.

No he sentido mi relámpago en cuatro días.

En cinco.

En seis.

En diecisiete.

En treinta y uno.

Marco cada día en el friso inferior de la pared junto a la cama, donde señalo con un tenedor el paso del tiempo. Me siento bien cuando dejo mi huella e inflijo un pequeño agravio a la cárcel del Palacio del Fuego Blanco. Esto no les importa a los Arven. Me ignoran casi siempre, concentrados como están en un silencio total y absoluto. Permanecen en su sitio a un lado de la puerta y se sientan como estatuas con los ojos encendidos.

Ésta no es la misma alcoba en la que dormí la última ocasión que estuve en el Fuego Blanco. Es obvio que no resultaría apropiado alojar a una cautiva de la corona en el mismo lugar que a la prometida de un príncipe. Pero no estoy en una celda tampoco. Mi jaula es cómoda y está bien amueblada, con una cama afelpada, un librero repleto de tomos aburridos, algunas sillas, una mesa para comer e incluso cortinajes finos, todo ello en matices neutrales de gris, blanco y marrón. Todo está desprovisto de vida, así como los Arven se encargan de que yo esté desprovista de poder.

A pesar de que me acostumbro poco a poco a dormir sola, las pesadillas me asedian y Cal no está a mi lado para ahuyentarlas. Nadie se ocupa de mí. Cada vez que despierto, acaricio los aretes que puntúan mi oreja y menciono todas las piedras: Bree, Tramy, Shade, Kilorn, mis hermanos de sangre y por elección, tres de ellos viven mientras que el otro ya es un fantasma. ¡Ojalá tuviera un arete igual al que le regalé a Gisa para que dispusiera de una pieza suya también! Sueño con ella en ocasiones. No es algo concreto, meros destellos de su rostro, de su cabello rojo y oscuro como sangre que se derrama. Sus palabras me persiguen como nada más lo hace. Un día vendrán a llevarse todo lo que tienes. Tenía razón.

Ni siquiera en el baño hay espejos. Aun así, sé lo que este lugar hace conmigo. Pese a las abundantes comidas y la falta de ejercicio, siento el rostro más afilado. Mis huesos cortan bajo la piel y son más puntiagudos que nunca en tanto me marchito. Si no duermo o leo uno de los volúmenes del código tributario de Norta, es poco lo que puedo hacer, pero la fatiga se asienta en mí desde hace varios días. Donde se me toca aparecen moretones. Y siento caliente el collar a pesar de que tiemblo de frío a diario. Puede que sea fiebre. O que estoy en agonía.

No tengo a quién decírselo. Apenas hablo mientras los días pasan. La puerta se abre para recibir agua y alimentos, para el cambio de mis carceleros y nada más. No he visto una sola doncella ni asistente Roja, aunque sin duda existen. Los Arven toman las comidas, la ropa de cama y las prendas que se depositan fuera y las traen para que yo las use. Asean igualmente, y hacen muecas cuando ejecutan una tarea tan ordinaria. Supongo que permitir que una Roja entre a mi celda es demasiado peligroso. Esta idea me hace sonreír. Significa que la Guardia Escarlata es tan amenazadora todavía que se justifica el rígido protocolo de que no se permita a los sirvientes siquiera acercarse a mí.

Nadie lo hace. Nadie viene a tontear ni a regodearse con la Niña Relámpago. Ni siquiera Maven.

Los Arven no me dirigen la palabra. No me han dicho sus nombres, así que yo los llamo como me place. Gatita es la señora de menor estatura que yo, rostro diminuto y vista de lince. Huevo, el sujeto de la cara redonda, blanca y calvo como los demás vigilantes. Trío posee tres líneas tatuadas en el cuello, como marcas de perfectas garras. Y Trébol tiene ojos verdes y mi edad y es inflexible en el cumplimiento de su deber. Es también la única que se atreve a mirarme de frente.

Cuando me enteré que Maven me quería de regreso, supuse que habría dolor, oscuridad o ambas cosas y, sobre todo, que lo vería y sufriría mi tormento bajo sus ojos infernales. Pero no he recibido nada de eso desde el día que llegué y se me obligó a ponerme de rodillas. Aunque él me dijo entonces que exhibiría mi cuerpo, ningún verdugo se ha presentado. Tampoco susurros como Sansón Merandus y la difunta reina han venido a forzar mi cabeza y a desenredar mis pensamientos. Si éste es mi castigo, Maven no tiene imaginación.

Hay voces en mi cabeza todavía, y muchos, demasiados recuerdos. Cortan con el filo de una espada. A pesar de que intento adormecer el dolor con libros más adormecedores aún, las palabras flotan ante mis ojos y las letras se reacomodan hasta que lo único que veo son los nombres de aquellos que dejé atrás. Vivos y muertos. Y Shade está presente siempre, en todas partes.

Aunque Ptolemus mató a mi hermano, fui yo quien lo puso en el camino. Porque fui egoísta, me creí una especie de salvadora. Porque deposité una vez más mi confianza en quien no debí hacerlo y jugué con vidas como un tahúr lo hace con cartas. Pero liberaste una prisión. Pusiste en libertad a muchas personas… y salvaste a Julian.

Es un pensamiento débil, y un consuelo más débil todavía. Sé ahora cuál fue el costo de la prisión de Corros. Y cada día acepto el hecho de que si se me diera a escoger, no pagaría ese precio de nuevo, ni por Julian ni por un centenar de nuevasangres vivos; no salvaría a uno solo de ellos con la vida de Shade.

Al final fue inútil. Maven me pidió volver durante meses enteros, me lo rogaba en cada nota manchada de sangre. Tenía la esperanza de que me compraría con cadáveres, con los cuerpos de los muertos. Yo decidí que no haría canje alguno, ni siquiera por un millar de vidas inocentes. Ahora querría haberlo complacido hace mucho, antes de que él pensara en salir en busca de quienes amo a sabiendas de que yo los salvaría. A sabiendas de que Cal, Kilorn, mi familia… representaban el único acuerdo al que estaría dispuesta a llegar. Lo di todo por sus vidas.

Sospecho que él está consciente de que no debe torturarme. Ni siquiera con el resonador, un aparato ideado para reflectar el relámpago hacia mí, para desgajarme nervio a nervio.

Mi martirio le es inútil. Su madre lo educó bien. Mi único consuelo es saber que el joven monarca no cuenta ya con su despiadada titiritera. Mientras permanezco aquí, vigilada de día y de noche, él está solo a la cabeza de un reino, sin Elara Merandus para que guíe su mano y cuide sus espaldas.

Ha pasado ya un mes desde que disfruté de aire fresco, y aún más desde que vi otra cosa que no sea el interior de mi alcoba y el limitado paisaje que mi única ventana ofrece.

Esta ventana da a un jardín con el aspecto más que muerto de finales del otoño. Su arboleda ha sido retorcida por las manos de los guardafloras. Cuando tiene su fronda, debe lucir espléndida, una guirnalda verdeante de capullos en ramas de espirales imposibles. Deshojados, en cambio, los nudosos robles, olmos y hayas se ensortijan en dedos agarrotados, secos y yertos que se rozan unos a otros como huesos. Este jardín está abandonado, olvidado. Igual que yo.

No, musito para mí.

Ellos vendrán a buscarme.

Me atrevo a desear. Mi estómago sufre una sacudida cada vez que la puerta se abre. Por un momento, espero ver a Cal, Kilorn o Farley, quizás a Nanny cubierta con la cara de otra persona e incluso al coronel; ahora lloraría si viera su ojo escarlata. Pero nadie viene a buscarme. Nadie lo hará.

Es cruel dar esperanza cuando no existe razón para albergarla.

Y Maven lo sabe.

En el momento en que se pone el sol el día treinta y uno, comprendo lo que se propone.

Quiere que me pudra. Que me apague. Que sea olvidada.

En el jardín de los huesos una nieve prematura cae en ráfagas desde un cielo gris oscuro. Aunque el cristal se siente frío, se niega a congelarse.

Haré lo mismo.

La nieve es perfecta bajo la luz de la mañana, una capa de un blanco dorado sobre árboles cada día más desnudos. Ya se habrá derretido en la tarde. Según mis cuentas, hoy es 11 de diciembre, un periodo gris, muerto y frío en el eco entre el otoño y el invierno. Las nieves genuinas no llegarán hasta el siguiente mes.

En casa saltábamos del zaguán a los bancos de nieve incluso después de que Bree se rompiera una pierna, cuando cayó sobre un montón de leña oculta. Su curación costó un mes de salario de Gisa y yo tuve que robar casi todos los suministros que el supuesto médico necesitó. Aquél fue el invierno antes de que alistaran a Bree, la última vez que todos los miembros de la familia estuvimos juntos. La última en verdad. Nunca volveremos a reunirnos.

Mamá y papá se encuentran con la Guardia, Gisa y mis hermanos viven también. Están a salvo. Están a salvo. Están a salvo. Repito esas palabras igual que cada mañana. Son un consuelo, pese a la probabilidad de que no sean ciertas.

Aparto despacio mi plato del desayuno. El ya rutinario festín de avena azucarada, fruta y pan tostado no me reconforta en absoluto.

—Terminé —digo por costumbre, en conocimiento de que nadie contestará.

Gatita está ya junto a mí y mira con desdén mi comida a medio consumir. Recoge el plato como si fuera una chinche, lo sostiene a prudente distancia y lo lleva hasta la puerta. Yo levanto pronto la vista con la ilusión de atrapar un destello de la antesala contigua. Está vacía como siempre y mi ánimo se desploma. Cuando ella suelta el plato en el piso, éste produce un estruendo y quizá se rompe, pero eso no es asunto suyo; algún sirviente lo limpiará. La puerta se cierra a sus espaldas y ella regresa a su asiento. Trío ocupa la otra silla, cruza los brazos y mira mi torso sin pestañear. Siento su habilidad y la de ella. La sensación que me provocan es la de una manta demasiado enrollada que mantiene inmóvil y oculto mi relámpago, en un lugar apartado totalmente fuera de mi alcance. Esto provoca que quiera arrancarme la piel.

No lo soporto. No lo soporto.

No. Lo. Soporto.

¡Zas!

Arrojo a la pared un vaso con agua que salpica y se hace añicos contra la horrible pintura gris. Ninguno de mis celadores reacciona. Hago mucho esto.

Y me ayuda, por un minuto quizá.

Sigo el horario habitual, que he desarrollado durante el último mes de cautiverio. Despierto. Lo lamento al instante. Recibo el desayuno. Pierdo el apetito. Se llevan mi comida. Lo lamento al instante. Arrojo el agua. Lo lamento al instante. Destiendo la cama. Puede que haga pedazos las sábanas, a veces al mismo tiempo que grito. Lo lamento al instante. Intento leer un libro. Me asomo a la ventana. Me asomo a la ventana. Me asomo a la ventana. Recibo la comida. Repito.

Soy una chica muy ocupada.

O debería decir una mujer.

Los dieciocho años de edad son la arbitraria división entre el niño y el adulto. Yo los cumplí hace unas semanas, el 17 de noviembre, aunque nadie lo supo ni lo notó. Dudo que a los Arven les importe que la persona a su cargo sea un año mayor. Sólo a un individuo en este carcelario palacio le habría importado. Y no me visitó, para mi alivio. Ésta es la única satisfacción que mi cautiverio me procura: que mientras estoy detenida aquí, rodeada por las peores personas que conoceré jamás, no tengo que padecer su presencia.

Hasta hoy.

El completo silencio a mi alrededor se hace trizas, no con una explosión sino con un chasquido. Es la conocida vuelta de la cerradura, que ocurre sin excusa ni previo aviso. Giro deprisa la cabeza hacia el ruido, como lo hacen los Arven, cuya concentración es interrumpida por el asombro. Mis venas se llenan de adrenalina, mi corazón se acelera de repente. Durante menos de un segundo me atrevo a albergar esperanzas de nuevo. Sueño en quién podría estar al otro lado de la puerta.

Mis hermanos. Farley. Kilorn.

Cal.

Quiero que sea Cal. Quiero que su fuego consuma este sitio y a todas estas personas.

Pero el hombre que aparece al otro lado no es alguien que yo conozca. Lo único que me resulta familiar es su ropaje: uniforme negro, accesorios de plata. Es un agente de seguridad sin nombre ni importancia. Entra a mi prisión y mantiene abierta la puerta con la espalda. Otros iguales a él permanecen en la antesala, que ensombrecen con su presencia.

Los Arven se ponen en pie de un salto, tan sorprendidos como yo.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunta Trío con desdén. Es la primera vez que oigo su voz.

Gatita hace lo que se le enseñó a hacer y se coloca entre el agente y yo. Otra descarga de silencio se impacta en mí, provista por el temor y la confusión de ella. Se estrella como una ola y consume la poca fuerza que me queda. Permanezco en mi silla, me resisto a derrumbarme ante otras personas.

El agente de seguridad guarda silencio. Mira el suelo. Espera.

Ella entra en respuesta, cubierta con un vestido de agujas. Su cabello argentino está peinado y trenzado con gemas al modo de la corona que ansía portar. Tiemblo cuando la veo perfecta, fría y severa, una reina en el porte pese a que no lo sea todavía en el título. Porque no es reina aún. Eso se nota.

—Evangeline… —murmuro mientras intento ocultar el tremor en mi voz, de miedo y falta de uso.

Sus ojos negros pasan sobre mí con la dulzura de un látigo restallante. De la cabeza a los pies y de regreso, toman nota de cada imperfección, cada debilidad. Sé que hay muchas. Posa al fin la mirada en mi collar, en cuyos filos metálicos y puntiagudos repara. Hace una mueca de asco e impaciencia. ¡Qué fácil le sería apretar, introducir las puntas del collar en mi garganta para que me desangre hasta quedar completamente seca!

—No tiene permiso para estar aquí, Lady Samos —dice Gatita, aún en pie entre nosotras. Su osadía me sorprende.

Los ojos de Evangeline aletean un momento sobre mi carcelera con creciente sorna.

—¿Cree usted que desobedecería al rey, mi prometido? —fuerza una risa fría—. Estoy aquí por órdenes suyas. Requiere ahora mismo la presencia de la prisionera en la corte.

Cada una de sus palabras hiere. Un mes de reclusión parece de súbito demasiado breve. Una parte de mí desea prenderse de la mesa y obligar a que Evangeline me saque a rastras de esta jaula, aunque ni siquiera el aislamiento ha vencido mi orgullo. No todavía.

Nunca lo hará, me recuerdo. Me levanto sobre mis débiles piernas, con dolor en las articulaciones y manos trémulas. Hace un mes ataqué al hermano de Evangeline con poco más que mis dientes. Ahora trato de reunir todo el fuego que puedo, así sea sólo para incorporarme.

Gatita se mantiene firme. Inclina la cabeza hacia Trío, con quien entrecruza miradas.

—No hemos recibido una orden de esa naturaleza. Ése no es el protocolo.

Evangeline ríe de nuevo y muestra dientes blancos y luminosos. Su sonrisa es tan hermosa y violenta como una espada.

—¿Se niega a obedecer, guardiana Arven?

Mientras habla, desliza las manos por su vestido y una piel blanca y perfecta resplandece sobre las agujas. Algunas se adhieren a ella como a un imán y Evangeline termina con un puñado de espigas. Acaricia paciente las esquirlas colgantes, a la expectativa y con una ceja en alto. Los Arven saben que no deben prolongar su arrollador silencio contra una hija de la Casa de Samos, y menos todavía a la futura reina.

Intercambian miradas mudas; es obvio que sopesan las aristas de la pregunta de Evangeline. Trío arruga la frente al tiempo que lanza miradas fulminantes y Gatita suelta por fin un sonoro suspiro. Se hace a un lado. Retrocede.

—Ésta es una decisión que no olvidaré jamás —murmura Evangeline.

Me siento expuesta ante ella, sola frente a sus penetrantes ojos, a pesar de que los demás celadores y agentes miran. Me conoce, sabe lo que soy, lo que puedo hacer. Aunque estuve a punto de matarla en el Cuenco de los Huesos, corrió, temerosa de mí y de mi relámpago. Es un hecho que no siente miedo ahora.

Doy un lento paso al frente. Hacia Evangeline. Hacia el bienaventurado vacío que la rodea y le permite preservar su habilidad. Doy otro, al aire libre, a la electricidad. ¿La sentiré al instante? ¿Volverá de inmediato? Así debe ser. Tiene que hacerlo.

Pero su desprecio se resuelve en una sonrisa. Da marcha atrás, iguala mi paso y yo casi refunfuño.

—No tan rápido, Barrow.

Es la primera vez que me llama por mi verdadero apellido.

Hace chasquear los dedos y apunta hacia Gatita.

—Acompáñenla.

Me arrastran como lo hicieron el día en que llegué, encadenada al collar, apretada mi correa en el puño de Gatita. Su silencio y el de Trío persisten y redoblan como un tambor en mi cráneo. El trayecto por el Palacio del Fuego Blanco es tan largo que da la impresión de que corriéramos varios kilómetros a toda velocidad, pese a que avanzamos a paso moderado. Como en la ocasión anterior, no me vendaron los ojos. No se molestan en intentar confundirme.

Reconozco un creciente número de lugares a medida que nos acercamos a nuestro destino y atravesamos pasajes y galerías que exploré en libertad hace una vida. Entonces no sentí la necesidad de clasificarlos. Ahora hago todo lo posible por trazar en mi cabeza el mapa del palacio. Es indudable que tendré que conocer su distribución si pienso salir viva de él. Mi habitación da al este y se halla en el quinto piso; lo sé porque he contado las ventanas. Recuerdo que el Palacio tiene la forma de cuadrados entreverados y que cada ala rodea un patio como aquél al que da mi habitación. La vista de las altas ventanas en arco cambia en cada nuevo pasadizo: un jardín, la Plaza del César, los largos trechos de la sección de entrenamiento donde Cal se ejercitaba con sus soldados, las remotas murallas y el ya reconstruido puente de Arcón a lo lejos. Por suerte, no cruzamos las áreas residenciales donde encontré el diario de Julian, donde vi a Cal enfurecerse y a Maven conspirar en secreto. Me sorprende que el resto del palacio aloje tantos recuerdos pese a la corta temporada que pasé en él.

Atravesamos un rellano y un bloque de ventanas que dan al oeste, al cuartel junto al río Capital y la otra mitad de la urbe al fondo. El Cuenco de los Huesos está enclavado entre los edificios y su titánica forma me resulta demasiado familiar. Conozco esta vista. Estuve con Cal frente a estas ventanas. Le mentí, sabía que esa noche sobrevendría un ataque. Pero ignoraba las consecuencias que eso tendría para nosotros. Él susurró entonces que le gustaría que las cosas fueran distintas. Comparto ese lamento.

Con seguridad hay cámaras que siguen nuestro avance, aunque ya no las siento. Evangeline guarda silencio mientras descendemos a la planta principal del palacio con sus agentes a nuestras espaldas, una copiosa bandada de mirlos en torno a un cisne de metal. Se oye música. Vibra como un corazón pesado y henchido. Jamás he oído música como ésa, ni en la fiesta a la que asistí en esta casa ni durante las lecciones de baile de Cal. Tiene vida propia, posee algo misterioso, estrujante y extrañamente tentador. Evangeline tensa los hombros delante de mí cuando escucha esas notas.

Por raro que parezca, la corte está vacía, con apenas unos cuantos vigilantes apostados en los corredores. Son vigilantes, no centinelas, quienes deberán estar con Maven. Evangeline no gira a la derecha como yo esperaba, para entrar a la sala del trono por sus suntuosas puertas arqueadas. Toma en cambio la delantera, con nosotros a la zaga, y se escurre con sigilo en otro recinto que conozco demasiado.

La sala del consejo es un círculo impecable de mármol y madera pulida y refulgente. Asientos recubren los muros y el sello de Norta, la Corona Ardiente, domina el piso ornamentado, rojo, negro y plata real con puntas de flamas rebosantes. Casi tropiezo cuando lo veo y debo cerrar los ojos. Gatita me arrastrará a través de la sala, no tengo duda de ello. Permitiré con gusto que me jale si eso significa que no tengo que ver este sitio. Recuerdo que Walsh murió aquí. Su cara aparece un segundo bajo mis párpados. La cazaron como a un conejo. Y los que la atraparon eran lobos: Evangeline, Ptolemus, Cal. La capturaron en los túneles subterráneos de Arcón, donde seguía órdenes de la Guardia Escarlata. Dieron con ella, la arrastraron hasta aquí y la presentaron ante la reina Elara para ser interrogada. Las cosas no llegaron tan lejos, porque Walsh se quitó la vida. Tragó una píldora envenenada frente a todos nosotros para proteger los secretos de la Guardia Escarlata, para protegerme a mí.

Cuando la música triplica su volumen, abro los ojos.

La sala del consejo ha desaparecido pero, en cierto modo, el panorama que se despliega ante mi vista es aún peor.

TRES

Mare

La música danza en el aire, socavada por la empalagosa y nauseabunda tufarada del alcohol que impregna cada rincón de la espléndida sala del trono. Llegamos a un descansillo que descuella unos metros sobre el recinto y que nos brinda una vista excelente de la escandalosa fiesta momentos antes de que cualquier persona perciba nuestra presencia.

Lanzo la mirada en todas direcciones, nerviosa, a la defensiva, como si buscara una oportunidad o un peligro en cada rostro y cada sombra. Sedas, alhajas y hermosas armaduras titilan a la luz de una docena de candelabros, lo que produce una constelación humana que gira y se eleva sobre el piso de mármol. Después de un mes de confinamiento, este espectáculo es un asalto a mis sentidos, pero lo devoro como la muchacha hambrienta que soy. ¡Hay tantos colores, tantas voces, tantas damas y caballeros conocidos! No reparan en mí por ahora. No desvían la vista. Fijan su atención unos en otros, en sus copas de vino y licores policromados, el ritmo agitado, el humo aromático que sube en volutas por el aire. Sin duda celebran algo hasta el delirio, aunque no tengo idea de qué es.

Desde luego que echo a volar mi imaginación. ¿Consiguieron otra victoria sobre Cal, sobre la Guardia Escarlata, o aclaman mi captura todavía?

Una mirada a Evangeline es respuesta suficiente. Jamás había visto que pusiera tan mala cara, ni siquiera ante mí. Su desprecio felino se torna horrible, furioso, rabioso más allá de toda proporción. Sus ojos se ensombrecen al pasear por este despliegue ostentoso. Son tan negros como el vacío y absorben la visión de los suyos en un estado de absoluta complacencia.

O mejor dicho, inconsciencia.

Por órdenes de alguien, un aluvión de criados Rojos se desprende de la pared del fondo y deambula por el aposento en estudiada formación. Cargan charolas de copas de cristal con la luz líquida de las estrellas, de colores rubí, diamante y oro. Cuando llegan al extremo opuesto de la sala, sus bandejas se han vaciado y son reabastecidas rápidamente. Sirven una ronda más y las charolas se vacían de nuevo. Ignoro lo que algunos de los Plateados hacen para mantenerse en pie. Persisten en sus festejos y bailan o conversan con las copas sujetas a sus manos. Unos cuantos inhalan de embrolladas pipas y arrojan al viento un humo de extraña tonalidad. No huele a tabaco, que muchos ancianos de Los Pilotes acaparan. Miro celosa las chispas de sus pipas, cada una de las cuales es un pinchazo de luz.

Lo que soporto menos es ver a los sirvientes, los Rojos. Me hace sufrir. ¡Qué no daría por tomar su lugar y ser una simple ayudante en vez de una prisionera! Tonta, me reprendo. Ellos están tan cautivos como tú, como todos los de tu especie. Yacen atrapados bajo una bota Plateada, aunque algunos tienen más espacio para respirar.

Gracias a él.

Evangeline baja del descansillo y los Arven me obligan a seguirla. La escalera nos conduce directo a la tarima, otra plataforma lo bastante elevada para denotar su importancia, ocupada, desde luego, por una docena de aterradores centinelas armados y con caretas.

Doy por descontado que veré los tronos que recuerdo, de llamas de cristal de diamante el del rey, de zafiro y oro blanco pulido el de la reina. En cambio, Maven se sienta en el mismo trono del que lo vi levantarse hace un mes, cuando me mantuvo encadenada frente al mundo.

Este trono prescinde de gemas y metales preciosos. Consta solamente de losas de piedra gris combinada con algo terso y de aplanados bordes, y carece por completo de distintivos. Parece frío e incómodo, por no decir demasiado pesado. Encoge a Maven, a quien hace ver más joven y pequeño. Parecer poderoso es ser poderoso. Ésta es una lección que aprendí de Elara y que por algún motivo él no digirió. Tiene el aspecto del chico que es, muy pálido en contraste con su uniforme negro; los únicos colores que porta son el rojo sangre del forro de su capa —un derroche platinado de medallas— y el azul estremecedor de sus ojos.

La mirada del rey Maven de la Casa de Calore se cruza con la mía tan pronto como él sabe que estoy aquí.

El instante flota, suspendido en un hilo de tiempo. Un desfile de distracciones se abre entre nosotros, lleno de ruido y de un caos encantador, pese a lo cual la sala bien podría estar vacía.

Me pregunto si él nota la diferencia que hay en mí, la enfermedad, el dolor, la tortura a la que mi callada prisión me ha sometido. Debe hacerlo. Su vista baja por mis pómulos prominentes hasta mi collar y la enagua blanca con que me visten. Aunque no sangro esta vez, querría hacerlo, para mostrarles a todos lo que soy, lo que siempre he sido: una Roja herida, pero con vida. Tal como lo hice ante la corte y frente a Evangeline hace unos minutos, me yergo y miro con toda la fuerza y la condena de las que soy capaz. Lo observo sin perder detalle, busco las grietas que sólo yo puedo ver: ojos sombríos, manos nerviosas, una postura tan rígida que su columna podría hacerse pedazos.

Eres un asesino, Maven Calore, un cobarde, la personificación de la debilidad.

Surte efecto. Deja de mirarme y se pone en pie de un salto sin apartar los brazos de su trono. Su cólera cae como el golpe de un martillo.

—¡Explíquese, guardián Arven! —estalla en dirección al más cercano de mis carceleros.

Trío hace chocar sus botas.

Ese arrebato pone fin a la música, el baile y las libaciones en el espacio de un latido.

—S-Señor… —se atropella Trío y una de sus manos enguantadas toma mi brazo; esparce suficiente silencio para volver más pausado mi pulso. Quiere hallar una explicación que no culpe ni a la futura reina ni a él, pero no la encuentra.

Mi cadena tiembla en la mano de Gatita, aunque su puño se mantiene inalterable.

Sólo Evangeline se muestra impertérrita ante la ira del rey. Esperaba esta reacción.

Él no ordenó que me trajeran. No se me requirió en absoluto.

Maven no es tonto. Sacude la mano hacia Trío para finiquitar su titubeo.

—Su torpe intento es respuesta suficiente —afirma—. ¿Y tú qué tienes que decir, Evangeline?

En medio del gentío, el padre de ésta levanta la cabeza y mira con ojos sorprendidos y severos. Otro podría llamarlo medroso, pero yo no creo que Volo Samos tenga la capacidad de sentir emociones. Acaricia su plateada barba puntiaguda con una expresión inescrutable. Ptolemus no es tan apto como él para ocultar sus pensamientos. Está en el estrado con los centinelas y es el único entre ellos sin vestidura llameante ni careta. A pesar de que permanece quieto, sus ojos vuelan del rey a su hermana, y uno de sus puños se cierra poco a poco. ¡Bien! Teme por ella como yo temí por mi hermano. Mírala sufrir como yo lo vi morir.

¿Por cuál otro motivo podría Maven hacer esto ahora? Evangeline desobedeció deliberadamente sus órdenes, excedió las concesiones que su compromiso le otorga. Si acaso sé algo es que contrariar al rey constituye un acto que debe castigarse. ¿Y hacerlo aquí, frente a toda la corte? Él podría ejecutarla en seguida.

Si Evangeline cree arriesgar la vida, no lo demuestra. Su voz no se quiebra ni vacila.

—Usted ordenó que la terrorista fuera encarcelada, encerrada como una inservible botella de vino, y después de un mes de deliberaciones el consejo no ha llegado todavía a un acuerdo sobre qué hacer con ella. Sus crímenes son muy numerosos, dignos de una docena de muertes, de un millar de vidas en nuestras peores prisiones. Desde que fue descubierta ha matado o lisiado a cientos de súbditos suyos, entre ellos sus padres, y pese a todo descansa en una habitación cómoda, come, respira en este mundo y sigue viva sin haber recibido el castigo que merece.

Como buen hijo de su madre, el porte cortesano de Maven es casi perfecto. Se diría que las palabras de Evangeline no lo alteran en absoluto.

—El castigo que merece… —repite y tiende la mirada por el recinto al tiempo que eleva un ángulo de su mentón—. Así que fuiste tú quien la trajo aquí. ¿En verdad son tan malas mis fiestas?

Un clamor de risas espontáneas y forzadas recorre a la arrobada multitud. La mayoría de quienes la componen están ebrios, aunque hay suficientes cabezas despejadas que entienden lo que sucede. Lo que Evangeline hizo.

Ella esboza una sonrisa tan artificial que supongo que las comisuras empezarán a sangrarle.

—Sé que llora la muerte de su madre, su majestad —dice sin muestra alguna de compasión—. Todos lo hacemos. Pero su padre no actuaría de esa manera. La hora de llorar ha pasado.

Estas palabras no son suyas, sino de Tiberias VI, el padre de Maven, la sombra que lo persigue. La máscara del soberano amenaza con caer un momento y sus ojos destellan de cólera y pavor en partes iguales. Recuerdo esa frase tan bien como él. Se pronunció ante una muchedumbre como ésta después de que la Guardia Escarlata ejecutó a políticos distinguidos. Esos blancos fueron elegidos por Maven a instancias de su madre. Nosotros hicimos el trabajo sucio de ambos y ellos contribuyeron a la cuenta de bajas con un ataque atroz. Me usaron, usaron a la Guardia para eliminar a algunos de sus enemigos y satanizar a otros de un solo golpe. Destruyeron y mataron más de lo que cualquiera de nosotros podría haber querido alguna vez.

Huelo el humo y la sangre todavía. Oigo aún a una madre que llora a sus hijos muertos. Incluso escucho las palabras que se levantaron en armas contra todo esto.

—¡Fuerza, poder, muerte! —murmura Maven y hace chasquear su dentadura. Estas palabras me asustaron en su día y me aterran ahora—. ¿Qué propone entonces, milady? ¿La horca, un escuadrón de fusilamiento, que descuarticemos a la prisionera miembro por miembro?

El corazón se me desboca en el pecho. ¿Él permitiría algo así? No lo sé. No sé qué haría. Tengo que recordarme que no lo conozco. Aquel chico que conocí en la corte fue una ilusión. ¿Y qué hay de sus notas, dejadas en circunstancias brutales pero repletas de súplicas de que volviera? ¿Y de este mes de cautiverio gentil y tranquilo? Quizá todo eso fue falso también, otro ardid para atraparme, otro tipo de tortura.

—Hacemos lo que la ley exige. Como su padre lo habría hecho.

La forma en que ella dice padre, palabra que emplea con la misma crueldad que una navaja, es confirmación suficiente. Igual que tantos otros en la sala, sabe que Tiberias VI no acabó como se rumora.

Maven permanece aferrado a su trono y sus nudillos se tornan blancos sobre las losas grises. Mira a la corte, cuyos ojos siente en los suyos, antes de contestar con desdén a Evangeline.

—Usted no pertenece a mi consejo, y no conoció a mi padre como para comprender su mente. Yo soy rey como él lo fue y entiendo lo que debe hacerse para alcanzar la victoria. Nuestras leyes son sagradas, pero libramos dos guerras ahora.

Dos guerras.

La adrenalina corre tan pronto por mi cuerpo que pienso que mi relámpago ha regresado. No, no es el relámpago; es la esperanza. Me muerdo el labio para no sonreír. Varias semanas después de iniciado mi cautiverio, la Guardia Escarlata sobrevive y prospera. No sólo combate todavía, sino que además Maven lo admite abiertamente. Ahora es imposible ocultarla o descartarla.

Pese a que necesito saber más, mantengo cerrada la boca.

Maven atraviesa a su prometida con una mirada calcinante.

—Ningún prisionero enemigo, en especial tan valioso como Mare Barrow, debería desaprovecharse en una ordinaria ejecución.