Trono destrozado - Victoria Aveyard - E-Book

Trono destrozado E-Book

Victoria Aveyard

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Beschreibung

UN REY SIN CORONA busca el sentido de un mundo turbado por la guerra. UNA PRINCESA PLATEADA confía su vida a un capitán Rojo en el caos de una tierra desconocida. DOS HERMANOS ENEMIGOS se encuentran por última vez. UNA MONARCA RENUNCIA a su reino para perseguir el amor. Y UNA HEROÍNA cuya chispa inició una revolución, descubre dónde descansar en paz. Adéntrate en el oscuro y peligroso mundo de Norta y los reinos contiguos con este volumen imprescindible, que incluye tres cuentos inéditos, así como numerosos mapas, árboles genealógicos, epílogos y mucho más. Esta colección magistral ofrece una mirada completamente nueva a los queridos personajes de la icónica serie La reina Roja, donde el poder es un juego peligroso y la única certeza es la traición.

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¡No puedo creer que me hayan acompañado tanto tiempo! Gracias

CANCIÓN REAL

Como de costumbre, Julian le regaló un libro.

Igual que hacía un año, y que hacía dos, y que cada celebración o fiesta que él podía encontrar entre los cumpleaños de su hermana. Ella conservaba en repisas esos supuestos regalos. Algunos habían sido hechos de corazón, y otros simplemente para dejar espacio en la biblioteca que él llamaba su habitación, donde las columnas de libros eran tan altas e inestables que incluso a los gatos se les dificultaba salvar esos montones laberínticos. Los temas variaban, desde relatos de aventuras de invasores de la Pradera hasta recargadas colecciones de poemas sobre la insípida corte real que ambos se esmeraban en evitar. “Éste será más útil como combustible”, decía Coriane cada vez que él le legaba otro aburrido volumen. Cuando cumplió doce años, Julian le obsequió un texto antiguo escrito en un idioma que ella desconocía y que sospechaba él fingía comprender.

Pese a su aversión por la mayoría de las historias de su hermano, ella mantenía su creciente colección estrictamente alfabetizada en ordenadas repisas, con los lomos al frente para que exhibieran los títulos de los libros, encuadernados en piel. La mayor parte quedaría sin tocar, abrir ni leer, lo cual era una tragedia para la que ni siquiera Julian podía hallar palabras con que lamentarse. Nada hay tan terrible como una historia que no se cuenta. Pero Coriane conservaba esos tomos de todas formas, bien sacudidos y lustrados, de manera que sus letras grabadas en oro brillaban bajo la brumosa luz del verano o los grises rayos del invierno. “De Julian” eran los garabatos que se leían en cada uno, y ella estimaba esas palabras sobre casi cualquier otra cosa. Sólo los regalos que él le había hecho de corazón le eran más queridos: las guías y manuales forrados de plástico, que yacían escondidos entre las páginas de una genealogía o enciclopedia. Unos cuantos tenían el honor de reposar junto a su cabecera, metidos bajo el colchón, para poder sacarlos de noche y devorar los esquemas técnicos y los estudios sobre máquinas. Cómo armar, desarmar y dar mantenimiento a motores de transporte, aviones, equipo de telegrafía y hasta lámparas y estufas.

Su padre reprobaba esto, como era costumbre. Una hija Plateada de una Gran Casa noble no debía tener los dedos manchados de aceite para motor, las uñas rotas por herramientas prestadas ni los ojos rojos por tantas noches dedicadas a forcejear infatigablemente acompañada con libros inapropiados. Pero Harrus Jacos olvidaba su recelo cada vez que la pantalla de video en la sala de la finca sufría un cortocircuito y hacía sisear chispas y mostraba imágenes borrosas. Repárala, Cori, repárala. Ella hacía lo que su padre le ordenaba, con la esperanza de convencerlo de una vez por todas, sólo para que sus modestas reparaciones fueran desdeñadas días después, y olvidado todo su buen trabajo.

Le alegraba que él se hubiese marchado a la capital a ayudar a su tío, el Señor de la Casa de Jacos, porque así ella podría pasar su cumpleaños junto a las personas que más quería: su hermano, Julian, y Sara Skonos, quien había llegado específicamente para la ocasión. Cada día está más linda, pensó Coriane cuando vio arribar a su más querida amiga. Habían pasado varios meses desde su último encuentro, la fecha en que Sara cumplió quince años y se mudó a la corte en forma definitiva. Y aunque era cierto que no había transcurrido tanto tiempo, la joven ya parecía diferente, más avispada. Sus pómulos sobresalían notoriamente bajo su piel, de algún modo más pálida que antes, como si se hubiera ajado. Y sus ojos grises, en otro tiempo estrellas relucientes, parecían oscuros, llenos de sombras. Pese a todo, aún sonreía con facilidad, como lo hacía siempre que estaba con los chicos Jacos. Con Julian en realidad, sabía Coriane. Y su hermano era también el mismo de siempre, con su amplia sonrisa y en posesión de una distancia que ningún muchacho, por insensible que fuera, habría pensado en mantener. Tenía una conciencia quirúrgica de sus movimientos, y Coriane la tenía de él. A sus diecisiete años, no era demasiado joven para hacer una proposición matrimonial, y ella sospechaba que la concretaría en los meses venideros.

Julian no se había tomado la molestia de envolver su regalo; era hermoso de por sí. Estaba encuadernado en piel y tenía rayas del dorado grisáceo de la Casa de Jacos, así como la Corona Ardiente de Norta grabada en la cubierta. No había título en la carátula ni en el lomo, y Coriane supo que sus páginas no ocultaban guía alguna. Puso mala cara.

—Ábrelo, Cori —le dijo él mientras le impedía arrojar el libro a la exigua pila en que se acumulaban otros presentes.

Todos ellos eran insultos velados: unos guantes para esconder sus manos toscas, algunos vestidos imprácticos para una corte que ella se negaba a visitar y una caja de dulces ya abierta que su padre le prohibía comer. Todos se habrían esfumado para la hora de la cena.

Coriane hizo lo que se le instruyó, y cuando abrió el libro vio que las páginas de color crema se hallaban en blanco. Arrugó la nariz, sin preocuparse por ofrecer el aspecto de una hermana agradecida. Julian no requería tales mentiras, y no las creería de todas formas. Más aún, no había nadie ahí que fuera a reprenderla por ese comportamiento. Mamá está muerta; papá, ausente, y la prima Jessamine continúa felizmente dormida. Julian, Coriane y Sara eran los únicos ocupantes de la pérgola, tres gotas sueltas en la empolvada tinaja de la finca Jacos. Aquel era un salón enorme, igual que el vacío siempre presente en el pecho de Coriane. Ventanas arqueadas daban a un rosedal enmarañado, otrora pulcro, que no había visto en una década las manos de un guardaflora. Al piso le urgía una buena barrida, y los cortinajes dorados estaban grises de arenilla y probablemente también de telarañas. Incluso el retrato sobre la tiznada chimenea de mármol echaba de menos su marco de oropel, que había sido rematado muchos meses atrás. El hombre que miraba desde la descarnada tela era el abuelo de Coriane y Julian, Janus Jacos, a quien sin duda le desalentaría el estado de la familia: nobles caídos en desgracia que explotaban su antiguo apellido y tradiciones, y que se las arreglaban cada año con menos.

Julian echó a reír, con su tono acostumbrado. De exasperación complaciente, sabía Coriane. Ésa era la mejor forma de describir su actitud. Dos años mayor que ella, siempre estaba presto a recordarle su superioridad en edad e inteligencia. Con dulzura, desde luego. Como si no diera lo mismo.

—Es para que escribas en él —continuó su hermano al tiempo que deslizaba sus finos y largos dedos sobre las páginas—. Tus pensamientos, lo que haces durante el día.

—Sé qué es un diario —replicó ella y cerró el libro de golpe. A él no le importó ni se ofendió; la conocía mejor que nadie. Incluso si ignoro el significado de las palabras—. Y mis días no son dignos de que deje constancia de ellos.

—¡Tonterías! Eres muy interesante cuando te lo propones.

Ella sonrió.

—Tus bromas han mejorado, Julian. ¿Por fin hallaste un libro que te enseñe un poco de humor? —y añadió, con los ojos puestos en Sara—: ¿O una persona?

Aunque él se avergonzó y las mejillas se le azularon de sangre plateada, el rostro de Sara no mostró ninguna alteración.

—Hago curaciones, no milagros —dijo con una voz melodiosa.

La risa de los tres hizo eco y llenó por un grato momento el vacío de la finca. El viejo reloj sonó en un rincón, como si anunciara la hora fatídica de Coriane: la inminente llegada de su prima Jessamine.

Julian se levantó y desplegó su desgarbada figura en tránsito a la edad adulta. Le faltaba mucho por crecer todavía, tanto a lo alto como a lo ancho. Coriane, por el contrario, había mantenido la misma estatura durante años y no daba señas de cambiar. Era ordinaria en todo, desde el azul casi incoloro de sus ojos hasta el lacio cabello castaño que se rehusaba a crecer más allá de sus hombros.

—No irás a comer esto, ¿verdad? —preguntó él, mientras tendía la mano en dirección a su hermana, hurtaba de la caja un par de caramelos confitados y obtenía en respuesta un manotazo. ¡Al demonio con los buenos modales! Esos dulces son míos—. ¡Cuidado! —la previno—. Le diré a Jessamine.

—Eso no será necesario —resonó en el columnado vestíbulo la voz atiplada de la anciana prima.

Coriane cerró los ojos con un siseo de fastidio, como si deseara con todas sus fuerzas echar de su vida a Jessamine Jacos. Pero será inútil, por supuesto; no soy una susurro, sólo una arrulladora. Y a pesar de que podría haber dirigido contra Jessamine sus escasas destrezas, eso no habría acabado bien. Por vieja que fuese, su voz y habilidad eran todavía muy agudas, mucho más rápidas que las suyas. Terminaré fregando pisos con una sonrisa si la pongo a prueba.

Adoptó entonces una expresión cortés y, cuando se volvió, vio a su prima apoyada en un bastón enjoyado, uno de los pocos objetos bellos que quedaban en esa casa. Claro que pertenecía a la peor de sus habitantes. Jessamine había dejado de frecuentar a los sanadores de la piel Plateados desde hacía mucho tiempo, para envejecer con dignidad, como ella decía, pese a que lo cierto era que la familia ya no podía permitirse tales tratamientos de manos de los más talentosos miembros de la Casa de Skonos, y ni siquiera de sanadores aprendices de baja cuna. La piel le colgaba ahora, gris de tan pálida, con manchas violáceas de la edad que se esparcían por sus manos y su cuello, uno y otras arrugados. Esa mañana envolvía su cabeza en una pañoleta de seda amarillo limón, para ocultar su cada vez más escaso pelo blanco que cubría apenas su cuero cabelludo, y llevaba un vestido suelto y largo que hacía juego con él, aunque había ocultado bien los bordes apolillados. Jessamine era experta en la ilusión.

—No seas malo, Julian, y lleva esto a la cocina, ¿quieres? —dijo mientras picaba los dulces con la uña larga de uno de sus dedos—. El personal estará muy agradecido.

Coriane tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. El personal constaba de apenas un mayordomo Rojo más viejo que Jessamine, que ni siquiera tenía dientes, y del cocinero y dos jóvenes sirvientas, de quienes se esperaba se ocupasen del mantenimiento de toda la finca. Pese a que podía ser que a ellos les agradara recibir las golosinas, era evidente que Jessamine no tenía la intención de permitirlo. Irán a dar al cesto de basura, aunque lo más probable es que ella las guarde en su habitación.

Julian pensó exactamente lo mismo, a juzgar por su expresión retorcida. Pero discutir con Jessamine era tan infructuoso como los árboles del huerto viejo y podrido.

—Desde luego, prima —respondió con una voz más propia de un funeral.

Su mirada era de disculpa, en tanto que la de Coriane era de resentimiento. Ella vio con poco velado desdén que Julian le ofrecía un brazo a Sara y que recogía con el otro su indecoroso regalo. Ambos ansiaban escapar del dominio de la anciana, pero se resistían a dejar a Coriane. Lo hicieron de cualquier forma, y se alejaron del salón a toda prisa.

De acuerdo, déjame aquí. Así lo haces siempre. Coriane fue abandonada de este modo a Jessamine, quien se había propuesto convertirla en una verdadera hija de la Casa de Jacos. Para decirlo llanamente, en una hija muda.

Y siempre la dejaba a su padre cuando él regresaba de la corte, después de largos días a la espera de que el tío Jared falleciese. El jefe de la Casa de Jacos, gobernador de la región de Aderonack, no tenía hijos, así que sus títulos pasarían a su hermano, y después a Julian. Cuando menos, no tenía hijos ya. Los gemelos, Jenna y Caspian, habían muerto en la guerra contra los Lacustres, y dejado a su progenitor sin un heredero de su sangre, para no hablar de su deseo de vivir. El padre de Coriane ocuparía ese sitio ancestral de un momento a otro, y no quería perder tiempo en hacerlo. Ella consideraba perversa esa conducta, en el mejor de los casos. No imaginaba que pudiera hacerle algo así a Julian, verlo consumirse de dolor sin hacer nada, por más enfados que él le infligiera. Aquél era un acto horrible, sin amor, y sólo pensar en ello le revolvía el estómago. Pero yo no tengo la intención de encabezar a nuestra familia, y papá es un hombre ambicioso, aunque falto de tacto.

No sabía lo que él pensaba hacer con su eventual ascenso. La de Jacos era una Casa pequeña, poco importante, de gobernadores de un área atrasada con poco más que la sangre de una de las Grandes Casas para mantenerlos calientes durante la noche. Y con Jessamine, desde luego, para asegurarse de que todos fingieran que no se estaban ahogando.

Ésta tomó asiento con la gracia de una dama de la mitad de su edad y golpeó con su bastón el suelo sucio.

—¡Ridículo! —murmuró mientras sacudía una nube de motas de polvo que giraban en un rayo de sol—. ¡Qué difícil es hallar buenos ayudantes en estos tiempos!

Sobre todo cuando no puedes pagarlos, se mofó Coriane en su mente.

—Así es, prima. Muy difícil.

—Bueno, acerca ya esas cosas. Veamos lo que Jared envió —dijo.

Alargó una mano ganchuda que abría y cerraba agitadamente, y como este gesto le enchinó la piel a Coriane, se mordió el labio para no decir algo inoportuno. Tomó en cambio los dos vestidos regalo de su tío y los tendió en el sofá donde Jessamine se había sentado.

La prima los olfateó y examinó como hacía Julian con sus textos antiguos: entrecerró los ojos ante el bordado y el encaje, frotó la tela y tiró de invisibles hilos sueltos en ambos vestidos dorados.

—Parecen aceptables —dijo después de un largo momento—. Aunque son anticuados. Ninguno de ellos está a la última moda.

—¡Qué raro! —exclamó Coriane sin poder reprimirse, con palabras arrastradas.

¡Zas! El bastón volvió a golpear en el suelo.

—¡Sin sarcasmos! Son impropios de una dama.

Todas las que yo conozco parecen muy versadas en ellos, tú incluso, si es que puedo llamarte una dama. La verdad es que Jessamine no había asistido a la corte durante al menos una década. No tenía idea de cuál era la última moda y, cuando ingería demasiada ginebra, ni siquiera recordaba qué rey estaba en el trono.

—¿Es Tiberias VI o V? No, todavía es el IV; la antigua llama no morirá.

Coriane le recordaba amablemente que quien los gobernaba entonces era Tiberias V.

Su hijo, el príncipe heredero, sería Tiberias VI cuando su padre falleciera. Aunque con su sedicente gusto por la guerra, ella se preguntaba si el príncipe viviría tanto como para portar una corona. La historia de Norta estaba llena de incendiarios Calore que morían en batalla, especialmente príncipes segundos y primos. Coriane deseaba en secreto que el príncipe muriera, así fuese sólo para ver qué pasaba. Hasta donde sabía, si las lecciones de Jessamine eran de dar crédito, él carecía de hermanos, y los primos Calore eran pocos, por no decir débiles. Norta había combatido durante un siglo a los Lacustres, pero una guerra interna se cernía en el horizonte, una guerra entre las Grandes Casas para llevar al trono a otra familia. La Casa de Jacos no estaba involucrada en ello en absoluto. Su insignificancia era una constante, lo mismo que la prima Jessamine.

—Bueno, si los mensajes de tu padre son de fiar, estos vestidos deberán ser útiles muy pronto —continuó, al tiempo que dejaba los presentes.

Sin consideración de la hora ni de la presencia de Coriane, sacó de su vestido una botella de ginebra y tomó un buen sorbo. El aroma del enebro se esparció por el aire.

Coriane frunció el ceño y apartó la mirada de sus manos, que ya se ocupaban en estrujar los guantes nuevos.

—¿El tío se encuentra bien?

¡Zas!

—¡Qué pregunta tan tonta! No ha estado bien desde hace años, como bien lo sabes.

El rostro de Coriane ardió en color plata, con un bochorno metálico.

—Quise decir mal, peor. ¿Se encuentra peor?

—Harrus lo cree así. Jared ya no abandona sus aposentos en la corte y es raro que asista a banquetes, menos aún a reuniones administrativas o al consejo de gobernadores. Tu padre lo sustituye cada vez más. Por no mencionar el hecho de que tu tío parece decidido a beberse hasta la última gota de las arcas de la Casa de Jacos —dijo la anciana antes de tomar otro trago de ginebra, ironía que casi hizo reír a Coriane—. ¡Qué egoísta!

—Sí, qué egoísta —balbuceó la joven.

No me has deseado feliz cumpleaños, prima. Pero no insistió en ese asunto. Duele ser llamado ingrato incluso por una sanguijuela.

—Otro libro de Julian, ya veo. ¡Ah!, y guantes. Magnífico, Harrus aceptó mi sugerencia. ¿Y de Skonos?

—Nada.

Por lo menos todavía. Sara le había pedido esperar, porque su regalo no era algo que pudiese apilarse con los otros.

—¿Nada? ¡Pero si viene aquí a consumir nuestra comida, a ocupar espacio…!

Coriane hizo cuanto pudo para que las palabras de Jessamine flotaran y se alejaran de ella como nubes en un cielo despejado por el viento. Se concentró en el manual que había leído la noche anterior. Baterías. Cátodos y ánodos, los de uso primario se desechan, los secundarios pueden recargarse…

¡Zas!

—¿Sí, Jessamine?

Una mujer muy vieja y de ojos saltones sostenía la mirada de Coriane, con la irritación inscrita en cada arruga.

—No hago esto para beneficiarme, Coriane.

—Ni a mí tampoco —siseó ella, sin poder evitarlo.

Jessamine cacareó en respuesta, con una risa tan crispada que habría podido escupir polvo.

—Eso es lo que querrías, ¿verdad? Creer que sufro por diversión tu mala cara y tu amargura. ¡Piensa menos en ti, Coriane! No hago esto más que por la Casa de Jacos, por nosotros. Sé mejor que ustedes lo que somos. Y recuerdo lo que fuimos cuando vivíamos en la corte, negociábamos tratados y éramos para los reyes Calore tan indispensables como su flama. Recuerdo. No hay peor castigo ni dolor que la memoria.

Revolvió el bastón en su mano y comenzó a contar con un dedo las joyas que pulía cada noche: zafiros, rubíes, esmeraldas, un diamante. Pese a que Coriane no sabía si eran obsequios de pretendientes, amigos o familiares, componían el tesoro de Jessamine, cuyos ojos destellaban como las gemas mismas.

—Tu padre será Señor de la Casa de Jacos y tu hermano después de él. Eso te deja en necesidad de un Señor propio. ¿O deseas permanecer aquí por siempre? —Como tú. La insinuación era clara, y Coriane descubrió que no podía hablar a causa de un súbito nudo en la garganta; lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza. No, Jessamine, no quiero quedarme aquí. No quiero ser tú—. Muy bien —dijo la prima e hizo sonar su bastón una vez más—. Emprendamos el día.

Esa noche, Coriane se sentó a escribir. Su pluma fluyó por las páginas del regalo de Julian derramando tinta a la manera en que un cuchillo vertería sangre. Escribió acerca de todo. De Jessamine, su padre, Julian. De la aprensión de que su hermano la abandonaría para sortear solo el huracán que se avecinaba. Tenía a Sara ahora. Los había sorprendido besándose antes de la cena, y aunque sonrió, fingió reír y aparentó darse por satisfecha con la vergüenza de ambos y sus vacilantes explicaciones, Coriane se sintió abatida por dentro. Sara era mi mejor amiga, lo único que me pertenecía. Pero ya no. Al igual que Julian, ella pondría tierra de por medio, hasta dejarla sólo con el polvo de una casa, y una vida, olvidadas.

Porque por más que Jessamine dijera, se pavoneara y mintiera sobre las supuestas posibilidades de Coriane, lo cierto era que no había nada que hacer. Nadie se casará conmigo, al menos no quien yo quiera. Rechazaba y aceptaba esa realidad al mismo tiempo. No dejaré nunca este lugar, escribió. Estas paredes doradas serán mi sepulcro.

Jared Jacos recibió dos funerales.

El primero tuvo lugar en la corte, en Arcón, bajo una brumosa lluvia de primavera. El segundo sucedería una semana después, en la finca de Aderonack. El cadáver del tío se sumaría así a la tumba familiar y descansaría en un sepulcro de mármol que había sido pagado con una de las joyas del bastón de Jessamine. La esmeralda se vendió a un comerciante de piedras preciosas en el este de Arcón, en presencia de Coriane, Julian y su vetusta prima. Jessamine mantuvo un aire distante y no se molestó en mirar cuando la gema verde pasó de manos del nuevo Lord de Jacos a las del joyero Plateado. Un hombre común, supo Coriane. No llevaba colores de Casas notables, pero era más acaudalado que ellos, con ropas elegantes y un sinfín de alhajas encima. Aunque nosotros seamos nobles, este señor podría comprarnos a todos si quisiera.

La familia vistió de negro, como era la costumbre. Coriane tuvo que pedir prestado un traje para la ocasión, uno entre los muchos y horrendos vestidos de luto de Jessamine, quien había supervisado y asistido a más de una docena de sepelios de la Casa de Jacos. A pesar de que el atuendo le picaba, la joven permaneció quieta mientras salían del barrio de mercaderes en dirección al majestuoso puente que cruzaba el río Capital y que unía ambos lados de la urbe. Jessamine me reprendería o me azotaría si comenzara a rascarme.

Ésta no era la primera visita de Coriane a la capital, y ni siquiera la décima. Había estado muchas veces ahí, a menudo por invitación de su tío, para exponer la supuesta fuerza de la Casa de Jacos. Una noción absurda. Su familia no sólo era pobre, sino también débil y pequeña, en especial tras la desaparición de los gemelos. No era digno rival de los frondosos árboles genealógicos de las Casas de Iral, Samos, Rhambos y otras, linajes ricos que podían soportar el enorme peso de sus numerosas relaciones. Su lugar como Grandes Casas estaba firmemente cimentado en la jerarquía de la nobleza y el gobierno. Tal no sería el caso de los Jacos si el padre de Coriane, Harrus, no hallaba la forma de demostrar su valía ante sus pares y su rey, y ella no veía a su alrededor ningún medio para lograrlo. Aderonack se situaba en la frontera con los Lacustres y era un territorio de pocos habitantes y densos bosques que nadie tenía necesidad de aserrar. Los Jacos no podían reclamar minas y talleres, ni siquiera fértiles tierras agrícolas. No había algo de utilidad en ese rincón del mundo.

Coriane había atado a su cintura una banda dorada con la cual ceñir su impropio vestido de cuello alto a fin de parecer un poco más presentable, aunque de ninguna manera a la moda. Se dijo que no le importaban las murmuraciones de la corte ni las burlas de las demás damiselas, que la veían como si fuera un bicho raro o, peor aún, una Roja. Todas ellas eran jóvenes crueles y tontas que esperaban con ansia cualquier noticia de la prueba de las reinas. Pero nada de esto, desde luego, tenía trazas de verdad. ¿Acaso no era Sara una de ellas? Una hija de Lord Skonos que se preparaba para ser una sanadora y que poseía habilidades muy promisorias. Esto sería suficiente para que sirviera a la familia real si seguía por este camino.

“Pero eso no es lo que quiero”, le confió a Coriane meses antes, durante una visita. “Será un desperdicio que dedique mi vida a sanar cortadas de papel y patas de gallo. Mis aptitudes serían más útiles en las trincheras del Obturador o en los hospitales de Corvium. Allá mueren soldados todos los días, ¿sabes? Rojos y Plateados por igual, a causa de las bombas y las balas Lacustres, desangrados porque personas como yo nos quedamos aquí.”

No le habría dicho eso a nadie más, y menos que nadie a su padre. Tales palabras eran más aptas para la medianoche, cuando dos muchachas podían susurrar sus sueños sin ningún temor de consideración.

—Yo quiero construir cosas —le dijo Coriane a su mejor amiga en una de esas ocasiones.

—¿Construir qué, Coriane?

—¡Aviones, aeronaves, transportes, pantallas de video… hornos! No sé, Sara, no sé. Sólo quiero… hacer algo.

Sara sonrió y sus dientes se encendieron bajo un tenue rayo de luna.

—Te refieres a hacer algo de ti misma, ¿verdad, Cori?

—Eso no fue lo que dije.

—No tenías que hacerlo.

—Ahora veo por qué Julian te quiere tanto.

Esto hizo callar a Sara al instante, y poco después dormía ya. Coriane, en cambio, permaneció con los ojos abiertos mientras veía sombras en las paredes y se preguntaba ciertas cosas.

Ahora, en el puente, en medio de un caos de vivos colores, hizo lo mismo. Daba la impresión de que nobles, ciudadanos y comerciantes flotaban ante ella, con una piel fría, un paso lento y una mirada insensible y oscura, cualquiera que fuese su color. Bebían con avidez esa mañana; un hombre ya saciado no dejaba de tomar agua mientras otros morían de sed. Los otros eran los Rojos, por supuesto, portadores de las insignias que los señalaban. Los criados vestían uniformes, algunos con rayas de colores de la Gran Casa a la que servían. Sus movimientos eran decididos y su mirada firme, y corrían a cumplir sus órdenes y diligencias. Cuando menos tienen un propósito, pensó Coriane. En cambio yo…

Sintió el impulso de asirse al farol más cercano y estrecharlo entre sus brazos, para no ser una hoja llevada por el viento o una piedra caída al agua. Para no volar o ahogarse, o ambas cosas. No ir donde otra fuerza quisiera, fuera de su control.

La mano de Julian se cerró alrededor de su muñeca, con lo que la obligó a tomarlo del brazo. Él lo hará, pensó, y una tensa cuerda se relajó en ella. Julian me mantendrá en este sitio.

Más tarde escribió un poco del funeral oficial en su diario, salpicado de manchas de tinta y tachaduras. Pese a ello, su ortografía mejoraba, lo mismo que su letra. No mencionó nada sobre el cadáver del tío Jared, cuya piel era más blanca que la luna, desprovista de sangre por el proceso de embalsamamiento. No anotó que le había temblado el labio a su padre, lo que delató el dolor que realmente sentía por la muerte de su hermano. Sus líneas no señalaron que dejó de llover justo durante la ceremonia, ni el cúmulo de lores que llegó a honrar a su tío. Ni siquiera se ocupó de mencionar la presencia del rey y su hijo, Tiberias, quien cavilaba con cejas oscuras y una expresión más oscura todavía.

Mi tío ha muerto, escribió en lugar de todo eso. Y no sé por qué, pero en cierto modo lo envidio.

Como siempre, guardó el diario cuando terminó bajo el colchón de su habitación junto con el resto de sus tesoros. Es decir, un modesto surtido de herramientas, celosamente protegido y que tomó del abandonado cobertizo al fondo de la casa: dos desarmadores, un pequeño martillo, un juego de pinzas puntiagudas y una llave inglesa oxidada y casi inservible. Casi. También estaba un rollo de alambre alargado que había extraído cuidadosamente de una antigua lámpara en un rincón que nadie extrañaría. Al igual que la finca, la casa de los Jacos en el oeste de Arcón era un lugar en decadencia. Y húmedo también, en medio del temporal, lo que daba a los viejos muros la apariencia de una cueva empapada.

Llevaba puesto todavía su vestido negro y su banda de oro, y presuntas gotas de lluvia se adherían a sus pestañas, cuando Jessamine irrumpió en su habitación. Para afligirla con naderías, desde luego. No había banquete que no entusiasmara a la anciana prima, sobre todo si iba a celebrarse en la corte. Ella haría ver a Coriane lo más presentable posible con el poco tiempo y los medios disponibles, como si su vida dependiera de ello. Tal vez así sea, más allá de la vida a la que aspire. Quizá la corte necesite otro instructor de etiqueta para los hijos de los nobles, y ella cree que conseguirá ese puesto si hace milagros conmigo.

Incluso la propia Jessamine desea escapar.

—Nada de eso… —Jessamine farfulló y le enjugó las lágrimas con un paño. Con otra pasada, esta vez de un gredoso lápiz negro, hizo resaltar sus ojos. Luego aplicó en sus mejillas un polvo púrpura para que diera la ilusión de estructura ósea. No le untó nada en los labios, porque Coriane nunca había dominado el arte de no ensuciar de lápiz labial sus dientes o el vaso de agua—. Supongo que con esto es suficiente.

—Sí, Jessamine.

Aunque a la vieja le deleitaba la obediencia, la actitud de Coriane le dio qué pensar. Era obvio que la chica estaba triste, después del sepelio.

—¿Qué te pasa, niña? ¿Es el vestido?

Las negras y descoloridas sedas y los banquetes y esta corte asquerosa me tienen sin cuidado. Nada de esto importa.

—No me pasa nada, prima. Sólo tengo un poco de hambre.

Coriane intentó tomar la salida fácil de lanzar a Jessamine una falla para ocultar otra.

—¡Lo siento por tu apetito! —replicó ésta y entornó los ojos—. Recuerda que debes comer con refinamiento, como un ave. Siempre debe haber comida en tu plato. Pica, pica, pica…

Pica pica pica. La joven sintió estas palabras como uñas afiladas que repiquetearan sobre su cráneo, pero forzó una sonrisa de cualquier modo. Esto estiró las comisuras de sus labios, lo que le dolió tanto como esos términos, la lluvia y la sensación de decaimiento que la había perseguido desde el puente.

Abajo, Julian y su padre aguardaban ya, arrimados a la humeante hoguera de la chimenea. Llevaban puestos trajes idénticos, negros y con bandas de un oro pálido que les cruzaban el pecho, del hombro a la cadera. Lord Jacos tocó tímidamente la recién adquirida insignia que colgaba de su banda, un trozo de oro martillado tan viejo como su casa. Aunque insignificante en comparación con las gemas, distintivos y medallones de los demás gobernadores, bastaba por lo pronto.

Julian quiso llamar la atención de Coriane y le guiñó un ojo, pero su aire abatido lo detuvo. No se separó de su lado hasta que llegaron al banquete; había sujetado su mano en el transporte de alquiler, y la tomó del brazo cuando atravesaron las magníficas puertas de la Plaza del César. El Palacio del Fuego Blanco, su destino, se tendía a su izquierda, desde donde dominaba el costado sur de la embaldosada plaza, ahora rebosante de nobles.

Jessamine zumbaba de emoción, pese a su edad, y no dejó de sonreír e inclinar la cabeza frente a todos los que pasaban junto a ella. Incluso sacudía la mano y permitía que las largas mangas de su vestido negro y oro se deslizaran en el aire.

Quiere comunicarse por medio de la ropa, comprendió Coriane. ¡Vaya tontería! Igual que el resto de esta danza, que culminará con la desgracia y caída de la Casa de Jacos. ¿Para qué posponer lo inevitable? ¿Para qué participar en un juego en el que es inútil que esperemos competir? No lo concebía. Su cerebro sabía más de circuitos eléctricos que de la alta sociedad, y desesperaba de entender alguna vez esta última. No había ninguna lógica en la corte de Norta, ni en su familia. Y ni siquiera en Julian.

—Ya sé lo que le pediste a papá —masculló al tiempo que procuraba mantener el mentón lo más cerca posible del hombro de su hermano.

El saco de Julian apagó su voz, aunque no lo bastante para que él alegara que no la había oído.

Sus músculos se tensaron debajo de ella.

—Cori…

—Debo admitir que no entiendo. Pensé que… —se le quebró la voz—. Pensé que querrías estar con Sara ahora que tendremos que mudarnos a la corte.

Pediste ir a Delphie, trabajar con los eruditos y excavar ruinas antes que aprender a ser un lord a la diestra de nuestro padre. ¿Por qué tenías que hacer eso? ¿Por qué, Julian? Estaba, además, la pregunta más difícil de todas, que ella no tenía fuerzas para formular: ¿Cómo podrías dejarme?

Él soltó un largo suspiro y la estrechó contra su pecho.

—Sí, querría estarlo… quiero estarlo. Pero…

—¿Pero…? ¿Pasó algo?

—No, nada. Ni bueno ni malo —añadió, y ella percibió un regusto de sonrisa en su voz—. Sólo sé que Sara no dejará la corte si me quedo aquí con papá. Y no puedo hacerle eso. Este lugar… no la retendré en este nido de víboras.

Coriane sintió una punzada de dolor por su hermano y por su noble, desinteresado e insensato corazón.

—Le permitirías ir al frente, entonces.

—La palabra permitir no existe en mi vocabulario. Ella debe ser capaz de tomar sus propias decisiones.

—¿Y si su padre, Lord Skonos, se opone? —como es inevitable que suceda.

—Me casaré con ella conforme a lo planeado y la llevaré conmigo a Delphie.

—Tú planeas todo siempre.

—Al menos lo intento.

Pese a la oleada de felicidad de saber que su hermano y su mejor amiga se casarían, una conocida aflicción se dejó sentir en las entrañas de Coriane. Estarán juntos y tú te quedarás sola.

Julian le apretó la mano de súbito, con dedos calientes a pesar de la llovizna.

—Y claro que te mandaré buscar a ti también. ¿Crees que te dejaría enfrentar la corte sola con papá y Jessamine? —la besó en la mejilla y parpadeó—. Deberías tener un mejor concepto de mí, Cori.

Ella forzó una amplia y blanca sonrisa que centelló bajo las luces del palacio. No sintió nada de esa chispa. ¿Cómo es posible que Julian sea tan sagaz y tan tonto al mismo tiempo? Esto la intrigó y entristeció en rápida sucesión. Aun si su padre accedía a que Julian fuera a estudiar a Delphie, a ella jamás se le permitiría hacer algo semejante. No poseía gran inteligencia, personalidad ni belleza, ni tampoco era una guerrera. Su utilidad residía en el matrimonio, en la alianza que éste acarrearía, y nada de eso se encontraba en los libros o la protección de su hermano.

El Fuego Blanco se engalanaba con los colores de la Casa de Calore —negro, rojo y plata imperial— en todas sus columnas de alabastro. Las ventanas titilaban con la luz interior y el bullicio de una fiesta estrepitosa llegaba desde el espléndido vestíbulo, guarnecido por los centinelas del rey, cubiertos con sus trajes y caretas llameantes. Cuando pasó junto a ellos, todavía tomada de la mano de Julian, Coriane se sintió menos una dama que una prisionera camino al calabozo.

Coriane hizo todo lo que pudo por comer de su plato. Y también se debatió entre embolsarse o no unos tenedores con incrustaciones de oro. ¡Si tan sólo la Casa de Merandus no hubiera estado al otro lado de la mesa! Todos sus miembros eran susurros y leían la mente, de tal forma que era probable que conociesen sus intenciones tan bien como ella misma. Sara le había dicho que debía ser capaz de sentir si uno de ellos se metía en su cabeza, así que se mantuvo rígida y nerviosa para estar atenta a su cerebro. Esto la volvió pálida y callada, sin que dejara de ver un minuto las raciones que había separado para no comerlas.

Julian intentó distraerla, al igual que Jessamine, aunque esta última lo hizo sin querer. Casi se desvivía por alabar todo lo concerniente a Lord y Lady Merandus, desde sus prendas combinadas (él de traje, ella de vestido, ambos titilantes como un oscuro cielo estrellado) hasta las riquezas de sus territorios ancestrales (ubicados principalmente en Haven, entre ellos el moderno suburbio de Ciudad Alegre, un lugar que Coriane sabía que distaba mucho de ser feliz). La prole de los Merandus se mostró decidida a ignorar a la Casa de Jacos, y se mantenía concentrada en sí misma alrededor de la mesa elevada donde la familia real comía. Incapaz de contenerse, Coriane dirigió también una furtiva mirada en esa dirección.

Tiberias V, rey de Norta, ocupaba el centro, naturalmente, muy erguido en su silla ornamentada. Su uniforme de gala negro estaba decorado con cuchilladas de seda carmesí y galones plateados, al punto mismo de la perfección. Era un hombre hermoso, más que apuesto, con ojos de oro líquido y pómulos que harían llorar a los poetas. Incluso su barba, suntuosamente salpicada de gris, estaba afeitada con pulcritud y una meticulosa finura. Según Jessamine, la prueba de las reinas en su honor fue un baño de sangre de damas belicosas en pugna por el cetro. A ninguna pareció importarle que el rey no fuese a quererla jamás. Sólo deseaban dar a luz a sus hijos, preservar su confianza y ganarse una corona. Eso fue justo lo que hizo la reina Anabel, una olvido de la Casa de Lerolan. Ahora estaba sentada a la izquierda del rey, con una sonrisa de desprecio y los ojos puestos en su único hijo. Abierto en el cuello, su uniforme militar dejaba ver una conflagración de joyas rojas, anaranjadas y amarillas como la explosiva habilidad que poseía. Pese a ser pequeña, su corona era difícil de ignorar: gemas negras que parpadeaban cada vez que ella se movía, engastadas en una gruesa banda de oro rosado.

El amante del rey portaba en la cabeza una tira similar, aunque desprovista de piedras preciosas. Esto no daba trazas de importarle, pues mantenía una sonrisa radiante y entrelazaba sus dedos con los del monarca. Era el príncipe Robert, de la Casa de Iral. Aunque no tenía una gota de sangre noble, ostentaba ese título desde hacía décadas, por órdenes del rey. Lo mismo que la soberana, llevaba consigo un aluvión de gemas, rojas y azules como los colores de su casa, que su uniforme negro de gala volvía más impresionantes todavía, además de un largo cabello de ébano y una piel broncínea inmaculada. Su risa era musical y se imponía sobre las numerosas voces que resonaban en el salón. A juicio de Coriane, tenía una mirada bondadosa, algo extraño en una persona que llevaba tanto tiempo en la corte. Esto la apaciguó un poco, hasta que vio a los integrantes de su casa sentados junto a él, todos ellos serios y secos, con miradas inquietas y sonrisas salvajes. Intentó recordar sus nombres, pero sólo sabía uno: el de la hermana del príncipe, Lady Ara, Señora de la Casa de Iral, quien efectivamente lo parecía de pies a cabeza. Como si sintiera su vista, los oscuros ojos de Ara se volvieron hacia los de Coriane, quien tuvo que voltear para otro lado.

Hacia el príncipe, Tiberias VI algún día, aunque sólo Tiberias por lo pronto. Era un adolescente, de la edad de Julian, y una sombra de la barba de su padre le moteaba la mandíbula de modo disparejo. Prefería el vino, a juzgar por la copa vacía que en ese instante se le llenaba de nuevo y el plateado color que se desplegaba en sus mejillas. Ella recordó que había estado presente en el funeral de su tío, como un hijo respetuoso imperturbablemente en pie junto a una tumba. Ahora sonreía con soltura e intercambiaba bromas con su madre.

Sus ojos se fijaron un momento en los de ella cuando miró por encima del hombro de la reina Anabel para detenerse en la joven Jacos con un vestido anticuado. Asintió rápidamente, en respuesta a la mirada de Coriane, antes de regresar a sus divertimentos y su vino.

—¡No puedo creer que ella lo permita! —dijo una voz al otro lado de la mesa.

Cuando Coriane se volvió, miró a Elara Merandus, quien contemplaba también a la familia real, con ojos sesgados y penetrantes y un gesto de desagrado. De la misma manera que los de sus padres, su traje refulgía, hecho como estaba de una seda azul oscuro tachonada de blancas gemas, aunque lucía una blusa suelta con esclavina y mangas acuchilladas en lugar de un vestido. Su cabello era largo y muy lacio, y le caía sobre el hombro como una cortina rubio ceniza, con lo que ponía al descubierto una oreja cargada de un fulgor de cristales. Lo demás era igual de perfecto: unas largas y oscuras pestañas y una piel más pálida e impecable que la porcelana, con la gracia de algo rebajado y pulido hasta alcanzar un refinamiento palaciego. Ya cohibida, Coriane tiró de la banda dorada que ceñía su cintura. Nada deseaba más en ese trance que abandonar el salón y volver a casa.

—Te hablo a ti, Jacos.

—Disculpe mi sobresalto —repuso Coriane, e intentó no alterar la voz. Elara no se distinguía por su bondad ni, de hecho, por ninguna otra cosa. Ella reparó en que sabía muy poco acerca de esa joven susurro, a pesar de que era la hija de un Señor gobernante—. ¿Qué decía usted?

Elara entornó sus brillantes ojos azules con la gracia de un cisne.

—Hablaba de la reina, por supuesto. No sé cómo puede compartir la mesa con el amante de su esposo, y menos todavía con su familia. Eso es lisa y llanamente un insulto.

Coriane miró de nuevo al príncipe Robert. Daba la impresión de que su presencia tranquilizaba al rey, y si eso le importaba en verdad a la reina, no lo demostraba. Mientras las veía, las tres realezas coronadas conversaban civilizadamente entre sí, aunque el príncipe heredero y su copa habían desaparecido.

—Yo no lo permitiría —continuó Elara mientras apartaba su plato. Estaba vacío, limpio hasta la consunción. Por lo menos ella tiene el temple suficiente para acabarse su comida—. Y sería mi casa la que se sentara allí, no la de él. Éste es derecho de la reina y de nadie más.

Así que competirá en la prueba de las reinas…

—¡Desde luego que lo haré!

Coriane se estremeció de temor. ¿Acaso ella había…?

—Sí.

Una sonrisa siniestra atravesó el rostro de Elara.

Esto encendió algo en Coriane, que casi la hizo caer del susto. No había percibido nada, ni siquiera un roce en su cabeza, el menor indicio de que Elara escuchase sus pensamientos.

—Yo… —soltó—. Discúlpeme.

Sintió extrañas las piernas cuando se incorporó, tambaleantes después de haber estado sentada mientras se servían trece platillos, aunque todavía bajo su control, por fortuna. Blanco blanco blanco blanco, pensó e imaginó paredes blancas y papel blanco y un todo blanco en su cabeza. Elara sólo la miraba, con una mano en la boca para ocultar la risa.

—¿Cori…? —le oyó decir a Julian, pero eso no la detuvo.

Tampoco Jessamine, quien no querría provocar un escándalo. Y su padre no se dio cuenta de nada, absorto en algo que Lord Provos decía en ese momento.

Blanco blanco blanco blanco.

Sus pasos eran acompasados, ni demasiado rápidos ni demasiado lentos. ¿Cuán lejos tendré que llegar?

Más lejos, dijo en su cabeza el ronroneo despectivo de Elara, y la sensación estuvo a punto de hacerle tropezar y caer. La voz retumbó a su alrededor y dentro de ella, de las ventanas a sus huesos, de los candelabros a la sangre que martilleaba en sus oídos. Más lejos, Jacos.

—Blanco blanco blanco blanco.

No se percató de que susurraba esas palabras para sí, fervientes como un rezo, hasta que salió del salón, recorrió un pasaje y cruzó una puerta de cristal biselado. Un patio diminuto se levantó en torno suyo, oloroso a lluvia y flores aromáticas.

—Blanco blanco blanco blanco —murmuró una vez más al tiempo que se sumergía en el jardín.

Unos magnolios contrahechos formaban un arco y componían una guirnalda de capullos blancos y hojas muy verdes. Casi no llovía ya, y se acercó a los árboles para guarecerse de las últimas gotas de la tormenta. Hacía más frío del que supuso, pero le agradó. El eco de Elara se había apagado.

Tras soltar un suspiro, se dejó caer sobre una banca de piedra bajo la arboleda. La sintió más fría aún, así que se envolvió entre sus brazos.

—Puedo ayudarle si quiere —dijo una voz cavernosa con palabras lentas y pesadas.

Ella abrió bien los ojos y se dio la vuelta. Imaginó que Elara la rondaba, o Julian, o Jessamine, para reprenderla por su abrupta salida. Pero, obviamente, la figura en pie a un metro escaso de donde estaba no era la de ninguno de ellos.

—Su alteza —dijo y se levantó de un salto para inclinarse en forma apropiada.

El príncipe Tiberias se plantó a su lado, complacido bajo la oscuridad, con una copa en una mano y una botella semivacía en la otra. La dejó hacer y, amablemente, no hizo comentario alguno sobre su mala actuación.

—Basta —dijo al fin y le indicó con un ademán que se enderezara.

Ella cumplió la orden a toda prisa y se volvió hacia él.

—Sí, su alteza.

—¿Gusta una copa, milady? —le preguntó, aunque ya llenaba el recipiente. Nadie en sus cinco sentidos habría rechazado una oferta de un príncipe de Norta—. No es un abrigo, pero la calentará lo suficiente. ¡Es una lástima que no se sirva whiskey en estas ceremonias!

Coriane forzó una seña con la cabeza.

—Sí, es una lástima —repitió, pese a que nunca había probado la fuerte y parda bebida.

Tomó la copa llena con manos temblorosas y sus dedos rozaron un momento los de él. Su piel estaba caliente como una piedra bajo el sol y ella sintió la necesidad imperiosa de tomarle la mano, pese a lo cual se limitó a apurar un gran trago de vino tinto.

Él hizo lo propio, aunque sorbió directo de la botella. ¡Qué vulgar!, pensó Coriane mientras veía su garganta inflarse conforme deglutía. Jessamine me desollaría viva si hiciera eso.

El príncipe no se sentó a su lado, sino que guardó su distancia para que ella sintiera únicamente un destello de su calor. Esto le bastó para saber que la sangre se le calentaba aun en la humedad. Coriane se preguntó cómo se las arreglaba para llevar puesto un traje elegante sin derramar una gota de sudor. Una parte de ella deseó que se sentara, porque sólo de esa forma disfrutaría del calor indirecto de sus habilidades. Pero eso habría sido impropio de ambos.

—Usted es la sobrina de Jared Jacos, ¿verdad? —inquirió con un tono cortés y sumamente educado; quizás un profesor de etiqueta lo había seguido desde la cuna. Tampoco en esta ocasión esperó a que respondiera—. Reciba mis condolencias, desde luego.

—Gracias. Me llamo Coriane —se presentó ella, pues previó que él no preguntaría.

Sólo cuestiona aquello cuya respuesta ya conoce.

Él bajó la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí. Y yo le ahorraré la vergüenza de presentarme.

A pesar de su decoro, Coriane sintió que sonreía. Sorbió de nuevo un poco de vino, aunque no supo qué más hacer. Jessamine no la había instruido mucho sobre la manera de conversar con la realeza de la Casa de Calore, y menos aún con el futuro rey. No hables si no te lo piden, era todo lo que recordaba, así que apretó los labios hasta formar con ellos una fina línea.

Tiberias dejó escapar una carcajada al verla. Puede ser que ya estuviera un poco ebrio.

—¿Sabe usted lo enfadoso que es tener que conducir todas las conversaciones? —preguntó entre risas—. Hablo con Robert y mis padres más que con cualquier otra persona sólo porque eso es más fácil que arrancarles palabras a otros.

¡Cuánto lo siento!, exclamó ella para sí.

—Eso es horrible —dijo tan recatadamente como pudo—. Quizá cuando sea rey pueda hacer algunos cambios en la etiqueta de la corte.

—Sería agotador —murmuró él en respuesta entre tragos de vino—. Y poco importante, dado el contexto. Hay una guerra en marcha, por si no lo sabía.

Tenía razón. El vino la había calentado un poco.

—¿Una guerra? —preguntó—. ¿Dónde? ¿Cuándo? No he oído sobre eso.

El príncipe volteó en seguida y vio que Coriane sonreía un poco por su reacción. Rio nuevamente e inclinó la botella hacia ella.

—¡Esta vez sí que me sorprendió, Lady Jacos!

Sin dejar de sonreír, se acercó a la banca y se sentó a su lado. No tan cerca para tocarla, aunque ella se paralizó de todas formas y olvidó su tono gracioso. Él fingió que no lo notaba. Ella se esmeró en mantenerse tranquila y alerta.

—Estoy aquí bebiendo bajo la lluvia porque mis padres no ven con buenos ojos que me embriague frente a la corte —su calor se intensificó, junto con su molestia interior. A ella le deleitó esa sensación, porque la libró del frío que le calaba los huesos—. ¿Cuál es el pretexto de usted? No, espere, déjeme adivinar; la sentaron con la Casa de Merandus, ¿no es así?

Ella apretó los dientes y asintió.

—Quien asignó los lugares seguro me odia.

—Los organizadores de fiestas odian sólo a mi madre. No es muy dada a los adornos, las flores ni los diagramas de asientos y ellos creen que descuida sus deberes como reina. Claro que eso es absurdo —añadió rápidamente y tomó otro trago—. Forma parte de más consejos de guerra que mi padre y se prepara lo suficiente por ambos.

Coriane recordó a la reina con su uniforme y un esplendor de insignias en el pecho.

—Es una mujer impresionante —dijo y no supo qué más agregar.

Su mente retornó un segundo al momento en que Elara Merandus miró indignada a la familia real debido a la supuesta capitulación de la reina.

—Así es —afirmó él mientras su mirada iba a dar a la copa de ella, ahora vacía—. ¿Le apetece el resto? —interrogó, y esta vez esperó a que contestara.

—No debería hacerlo —respondió al tiempo que dejaba la copa sobre la banca—. Tengo que regresar al salón. Jessamine, mi prima, ya debe estar furiosa conmigo.

Espero que no me sermonee toda la noche.

El cielo se había ennegrecido y las nubes se habían disipado, llevándose la lluvia consigo para develar brillantes estrellas. La calidez física del príncipe, derivada de su habilidad como quemador, había creado un aura agradable que Coriane se resistía a abandonar. Respiró hondo, inhaló una última bocanada de los magnolios y se obligó a ponerse en pie.

Tiberias se incorporó de un salto, aunque sin descuidar sus buenos modales.

—¿Desea que la acompañe? —preguntó como todo un caballero.

Ella adivinó la renuencia en sus ojos y lo apartó con un gesto.

—No, no nos impondré ese castigo.

Los ojos de él relampaguearon.

—Ahora que habla de castigos, si Elara vuelve a susurrarle algo, trátela con la misma cortesía.

—¿Cómo… cómo supo que fue ella?

Un tormentoso nubarrón de emociones cruzó el rostro del príncipe heredero, la mayoría de ellas desconocidas para Coriane, excepto la ira.

—Ella y cualquiera saben que mi padre convocará pronto a la prueba de las reinas. No dudo que se haya escurrido ya en la cabeza de todas las jóvenes, para conocer a sus enemigas y a sus presas —vació la botella con una celeridad casi violenta, aunque ésta no permaneció así mucho tiempo. Algo echó chispas en la muñeca de él, una explosión de amarillo y blanco que hizo arder una llama bajo el cristal, en cuya jaula verde quemó las últimas gotas de alcohol—. Me han dicho que su técnica es precisa, casi perfecta. Usted no la percibirá si ella no quiere.

Coriane sintió que tragaba hiel. Se concentró en la flama de la botella, así fuera sólo para evitar la mirada de Tiberias. Mientras veía, el calor cuarteó el cristal, sin romperlo.

—Sí —dijo con un tono grave—. No lo percibo.

—Usted es una arrulladora, ¿no? —la voz de él era de súbito tan fuerte como su llama, de un amarillo terrible e intenso detrás del cristal verde—. Dele una probada de su propia medicina.

—No podría. No poseo la destreza para hacerlo. Además, tenemos leyes. No usamos las habilidades contra los nuestros, fuera de los canales apropiados…

Esta vez la risa de él fue sardónica.

—¿Y Elara Merandus cumple la ley? Si ella inicia; responda usted, Coriane. Así es como se acostumbra en mi reino.

—No es su reino todavía —se oyó farfullar, aunque a él no le importó; de hecho, sonrió en forma misteriosa.

—¡Sabía que tenía arrojo, Coriane Jacos! Oculto en su interior.

No es arrojo. Lo que silbaba dentro de ella era cólera, aunque no podría darle voz nunca. Él era el príncipe, el futuro rey, y ella no era nadie en absoluto, lo que representaba una mala excusa para una hija Plateada de una Gran Casa. En lugar de erguirse como deseaba, hizo una reverencia más.

—Su alteza —dijo y fijó los ojos en las botas de él.

El príncipe no se movió, no acortó la distancia entre ellos como lo habría hecho uno de los protagonistas de los libros de Coriane. Tiberias Calore se apartó y la dejó partir sola, de regreso a una guarida de lobos sin otro escudo que su corazón.

Luego de avanzar unos pasos, ella oyó que la botella se hacía trizas contra los magnolios.

Un príncipe extraño y una noche más extraña todavía, escribió después. No sé si volveré a verlo. Pero parecía estar solo también. ¿No deberíamos estar solos los dos juntos?

Al menos Jessamine estaba demasiado embriagada para reprenderme por haber salido tan de prisa.

La vida en la corte no era ni mejor ni peor que en la finca. La gubernatura trajo consigo mayores ingresos, aunque ni por asomo suficientes para elevar a la Casa de Jacos más allá de las comodidades básicas. Coriane no tenía aún una doncella ni la quería, mientras que Jessamine no cesaba de graznar que le hacía falta una asistente. Al menos la casa de Arcón era más fácil de mantener que la finca de Aderonack, que se clausuró después de que la familia fue trasplantada a la capital.

La extraño en cierto modo, escribió Coriane. El polvo, los jardines enmalezados, el vacío y el silencio. Tantos rincones que fueron míos, lejos de mi padre y de Jessamine, e incluso de Julian. Lo que más lamentaba era la pérdida de la cochera y los anexos. A pesar de que la familia no había tenido en años un transporte funcional, y menos todavía un chofer, los restos permanecían. Ahí estaba el armazón descomunal del vehículo privado de seis plazas cuyo motor había sido transferido al suelo como si se tratase de un órgano. Estropeados calentadores de agua y viejas calderas desmontadas en busca de partes útiles, por no mencionar las arcaicas herramientas del ya remoto personal de jardinería, llenaban los diversos cobertizos y dependencias. Dejo atrás varios rompecabezas inconclusos, piezas que no volverán a juntarse nunca. Parece un desperdicio. No de los objetos, sino de mí. ¿Tanto tiempo dedicado a pelar alambres o contar tornillos para qué? ¿Para adquirir conocimientos que no usaré jamás? ¿Conocimientos menospreciados, inferiores, absurdos para todos? ¿Qué hice de mí durante quince años? Una gran estructura de nada. Supongo que extraño la vieja casa porque estaba conmigo en mi vacuidad, en mi silencio. Creí que detestaba la finca, pero creo que odio más la capital.

Lord Jacos rechazó la petición de su hijo, desde luego. Su heredero no iría a Delphie a traducir ruinosos documentos ni a archivar artefactos despreciables. No tiene ningún sentido hacerlo, dijo, como no veía tampoco ningún sentido en casi todo lo que Coriane hacía, una opinión que expresaba con regularidad.

Ambos hijos se abatieron cuando sintieron que su escapatoria les era arrebatada. Incluso Jessamine notó su desaliento, aunque no les dijo nada a ninguno de los dos. Coriane sabía que su vieja prima había sido indulgente con ella en sus primeros meses en la corte, o que lo había sido más con la bebida. Porque por mucho que hablara de Arcón y Summerton, aparentemente ninguna de las dos le gustaba gran cosa, si su consumo de ginebra servía de referencia.

Las más de las veces, Coriane podía escabullirse durante la siesta diaria de Jessamine. Recorrió la ciudad a pie en innumerables ocasiones, con la esperanza de hallar un sitio que fuera de su agrado, del cual asirse en el recién agitado mar de su vida.

No encontró ese lugar, pero sí a una persona.

Él le pidió que le llamara Tibe luego de varias semanas. Un sobrenombre de familia, que usaban la realeza y unos cuantos amigos muy queridos.

—De acuerdo —dijo Coriane al aceptar su solicitud—. Decir su alteza era ya un poco desagradable.

Volvieron a verse por casualidad, en el inmenso puente que cruzaba el río Capital y unía ambos lados de Arcón. Era una maravillosa estructura de acero retorcido y hierro apuntalado que sostenía tres niveles de calzadas, plazas y centros de comercio. Más que las tiendas de sedas y los restaurantes de lujo que se alzaban sobre la corriente, a Coriane le interesó el puente mismo, su construcción. Intentó calcular cuántas toneladas de metal estaban bajo sus pies, para lo que sumergió su mente en una oleada de ecuaciones. Al principio no reparó en los centinelas que caminaban en su dirección, ni en el príncipe al que seguían. Él estaba lúcido esta vez, sin una botella en la mano, y ella pensó que pasaría sin mirarla.

En cambio, se detuvo a su lado y ella sintió su calor como un reflujo delicado, similar al roce del sol estival.

—Lady Jacos —le dijo mientras seguía su mirada hasta el acero del puente—, ¿descubrió algo interesante?

Ella inclinó la cabeza, aunque no quiso hacer el ridículo con otra reverencia fallida.

—Eso creo —contestó—. Me preguntaba encima de cuántas toneladas de metal estaremos parados, con la esperanza de que nos soporten.

El príncipe soltó una risotada teñida de nerviosismo. Movió los pies como si comprendiera de repente que, en efecto, se hallaban a una gran altura sobre el agua.

—Intentaré no pensar en eso —murmuró—. ¿Quiere compartir otra noción aterradora?

—¿De cuánto tiempo dispone usted? —preguntó ella al tiempo que esbozaba una sonrisa.

La esbozó apenas, porque algo arrastró al resto hacia abajo. La jaula de la capital no era un lugar grato para Coriane.

Ni para Tiberias Calore.

—¿Me haría el favor de acompañarme? —inquirió éste y le extendió un brazo.

Esta vez Coriane no percibió vacilación en él, ni las elucubraciones de una interrogante. El príncipe ya conocía la respuesta.

—Desde luego.

Y deslizó su brazo en el de él.

Ésta será la última ocasión en que un príncipe sujete mi brazo