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Gösta Berling, un atractivo pastor que es despojado de su ministerio, acabará llegando al castillo de Ekeby. Allí, junto a otros caballeros, arrebatará el poder a la comandanta y dará comienzo una etapa de desenfreno y hechos misteriosos para toda la región que deberán redimir a través de sus actos. Esta obra es uno de los mayores clásicos de la literatura sueca, y se convirtió en un gran éxito desde su publicación en 1891. Una novela atípica y absorbente, precursora del realismo mágico, que nos traslada a los fríos parajes de Värmland mediante una prosa exquisita y nos sumerge de lleno en sus mitos y tradiciones. Su autora fue la primera mujer ganadora del Premio Nobel de Literatura.
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Seitenzahl: 712
Veröffentlichungsjahr: 2025
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SELMA LAGERLÖF
LA LEYENDA DE GÖSTA BERLING
LA LEYENDA DE GÖSTA BERLING
GÖSTA BERLING SAGA
SELMA LAGERLÖF
Traducción: © Rudolf Jan Slabý
Corrección y actualización de la traducción: Carmen López-Manterola
Prólogo: © David Garcimartín Arenas
Ilustración de cubierta: © Fernando Vicente, 2025
Diseño de colección: La Granja Estudio Editorial
Maquetación: Javier Alcázar
Composición digital: Pablo Barrio
ISBN: 979-13-990464-0-3
Ante la imposibilidad de localizar al propietario del copyright de la traducción de esta obra, en caso de que lo haya, dada la antigüedad del texto, efectuamos sobre ella un ejercicio de derechos reservados que ponemos a la disposición del citado posible propietario, haciendo constar la imposibilidad de su contratación.
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PRÓLOGO. LA FANTÁSTICA LEYENDA DE UNA MUJER QUE HABITÓ EL MUNDO REAL
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I. EL PASTOR
CAPÍTULO II. EL MENDIGO
PARTE I
CAPÍTULO I. EL PAISAJE
CAPÍTULO II. LA NOCHE DE NAVIDAD
CAPÍTULO III. LA COMIDA DE NAVIDAD
CAPÍTULO IV. GÖSTA BERLING, EL POETA
CAPÍTULO V. LA CACHUCHA
CAPÍTULO VI. EL BAILE DE EKEBY
CAPÍTULO VII. LOS COCHES VIEJOS
CAPÍTULO VIII. EL GRAN OSO DE GURLITA
CAPÍTULO IX. LA VENTA DE BJÖRNE
CAPÍTULO X. LA CONDESITA
CAPÍTULO XI. CUENTOS FANTÁSTICOS
CAPÍTULO XII. LA HISTORIA DE EBBA DOHNA
CAPÍTULO XIII.
MAMSELL
MARIE
PARTE II
CAPÍTULO XIV. EL TÍO KRISTOFFER
CAPÍTULO XV. LAS SENDAS DE LA VIDA
CAPÍTULO XVI. LA PENITENTE
CAPÍTULO XVII. EL HIERRO DE EKEBY
CAPÍTULO XVIII. LA CASA DE LILLIECRONA
CAPÍTULO XIX. LA BRUJA DEL DOVRE
CAPÍTULO XX. EN PLENO VERANO
CAPÍTULO XXI. DOÑA MÚSICA
CAPÍTULO XXII. EL PASTOR DE BROBY
CAPÍTULO XXIII. EL PATRÓN JULIUS
CAPÍTULO XXIV. LOS SANTOS DE BARRO
CAPÍTULO XXV. EL ENVIADO DE DIOS
CAPÍTULO XXVI. EL CEMENTERIO
CAPÍTULO XXVII. LAS VIEJAS CANCIONES
CAPÍTULO XXVIII. LA MUERTE LIBERADORA
CAPÍTULO XXIX. LA SEQUÍA
CAPÍTULO XXX. LA MADRE DEL NIÑO
CAPÍTULO XXXI.
AMOR VINCIT OMNIA
CAPÍTULO XXXII. LA MUCHACHA DE NYGARD
CAPÍTULO XXXIII. KEVENHÜLLER
CAPÍTULO XXXIV. LA FERIA DE BROBY
CAPÍTULO XXXV. LA CABAÑA DEL BOSQUE
CAPÍTULO XXXVI. MARGARETA CELSING
Cubierta
Portada
Créditos
Índice
Comenzar a leer
Querido lector: tienes en tus manos un libro publicado en el año 1891, y para comprender su significado hay que remontarse a las leyendas populares que, de generación en generación, se han transmitido alrededor del fuego para regocijo de los niños deseosos de oír gestas y amoríos. Por tanto, debes prepararte para una historia en la que la narradora te llame «querido», solicite tu atención, te ruegue y se dirija a ti constantemente.
En efecto, esta novela es un homenaje a la narrativa fantástica con un poco de saga nórdica y otro de cuento de hadas. Hay un argumento general que vertebra la historia, aunque muchos capítulos aparecen como aventuras independientes. La naturaleza es protagonista, una naturaleza repleta de criaturas sobrenaturales, principios ocultos o fuerzas espirituales, y en ese ambiente se desarrolla la grandeza de un héroe que debe encontrarse a sí mismo. ¿Será capaz de redimirse?
Sin embargo, en esta obra de Selma Lagerlöf hay algo más que en el tipo de fábulas a las que homenajea. Añade un elemento de «vida» a los personajes, los dota de complejidad psicológica; accedemos a un mundo más profundo, en ocasiones oscuro –la mayoría de la historia transcurre de noche–, y precisamente de ahí nace su excelencia literaria, sin perder un ápice de dinamismo con el trajinar de los trineos en la nieve, la persecución de los lobos y las fiestas populares.
El conflicto principal queda claro desde el inicio. Gösta Berling, un joven clérigo tan atractivo, esbelto y seductor como alcohólico, es depuesto de su labor cuando se descubre su vicio. Desesperado y al borde de la muerte camina por el bosque, donde se encuentra con la comandanta Margarita Samzelius y esta se acerca a él atraída por el brillo de sus ojos. Enseguida entablan conversación y la mujer escucha un relato angustioso. Finalmente, le ofrece una nueva oportunidad incorporándose a los caballeros de Ekeby, a los que la mujer aloja y mantiene en el castillo de forma aparentemente desinteresada. Gösta acepta y se traslada a orillas del lago Löven –en realidad, el lago Fryken–, un espacio idílico que la narradora se cuida de describir en toda su magnificencia.
Transcurren los días y la vida ociosa de los caballeros se mantiene inalterable, hasta que en la Nochebuena se ven cara a cara con el diablo que requiere su haber anual. Extrañados por sus palabras, le preguntan a qué se refiere y descubren una dolorosa verdad: el dominio de la gobernanta sobre toda la región así como el éxito de sus negocios solo ha sido posible por un pacto con el maligno, al cual le entrega el alma de un caballero cada año. Los doce advierten que, en efecto, todos los inviernos un compañero desaparece sin dejar rastro y otro toma su lugar, y la indignación con la gobernanta les hace proponer al diablo un nuevo pacto: la Samzelius cae en desgracia, ellos se convierten en amos y señores, y si se comportan como caballeros durante un año, no deberán ningún pago. Sin embargo, el sentido que le atribuyen a «caballero» es muy distinto del real: no ser sensatos ni prudentes. Se cierra el acuerdo y se inicia una nueva vida para los hombres concatenando orgiásticas celebraciones y abandonando el trabajo, o lo que es lo mismo, condenándose en la lujuria.
El protagonista principal es, obviamente, Gösta Berling, una especie de Don Juan. Si bien puede cuestionarse su moralidad, resume el prototipo de héroe romántico apasionado e irresponsable, exhausto por su camino hacia la autodestrucción a la vez que exaltado por el placer, la belleza y las mujeres; poeta, vividor, es un filósofo vehemente. Su ir y venir es el centro de la acción.
Pero debe hacerse notar que la autora no se limita a destacar el triunfo de la pasión y las contradicciones internas en las que se sume Gösta –sin sermoneo alguno por su parte–, sino que en este sentido se pone el foco en una cuestión, a mi juicio, muy relevante. Mientras que la mayoría de los episodios se suceden como cuentos fantásticos impregnados de recuerdos de tiempos inmemoriales, elementos y criaturas de caprichoso ensueño que abren un mundo de imaginación desbordante y, en fin, como un juego literario, el punto al que me refiero parece que es el único que se presenta en su cruda seriedad: se trata de la descripción del sufrimiento de las mujeres. Durante la obra el destino de las jóvenes es encontrarse con Gösta, y sin cuestionar sus deseos, las rapta de su prometido, padre o marido, y cada una con sus particularidades y desarrollo posterior acaban prendadas y al momento rechazadas. Pero cuando vuelven con sus familias son sometidas a un juicio casi mortal. Una es regañada por el marido justificando a Gösta al haberse negado a bailar con él; a otra la abandona su padre sepultada en la nieve, clamando ante la puerta con el cuerpo congelado, pidiendo entrar, calentarse… Pero enseguida volvemos a los felices pasajes de conversaciones entre la montaña y la planicie, o las urracas y el perro, o las olas del lago y las campanas. Esto se resume con sus palabras: «Las cosas muertas piensan y sienten como los seres vivientes. Lo que nos separa de ellas no es tanto como suponen los hombres».
La leyenda de Gösta Berling (1891) fue la primera novela escrita y publicada por Selma Ottilia Lovisa Lagerlöf (1858-1940). Su propósito fue el de enfrentarse al naturalismo imperante poniendo en valor el estilo romántico que atiende a la tradición popular y la mitología nórdica, pero realmente ofreció una síntesis de ambas tendencias. Podemos calificar la historia de una suerte de realismo mágico –haciendo notar el uso anacrónico de esta expresión acuñada en el siglo XX– a partir de la cual se quiebra el frágil límite entre realidad y fantasía sin olvidar la denuncia social, la descripción de la pobreza del pueblo y algunas reflexiones filosóficas serias. Y en esto consistió su obra. Jerusalén (1901-1902) narra el viaje de unos peregrinos suecos a la Tierra Prometida cegados por una fe gloriosa que termina en fanatismo, a partir de la cual contemplan la magia de la naturaleza; El maravilloso viaje de Niels Holgersson (1906-1907), el libro de referencia para la asignatura de geografía en las escuelas suecas, relata el viaje de un niño minúsculo que recorre su país conociendo las tradiciones, leyendas y paisajes; en El carretero de la muerte (1912) un hombre se convierte en el responsable de recoger las almas de los fallecidos durante un año y en su empresa se suceden las preguntas por el destino y el sufrimiento.
El galardón más reseñable que obtuvo en su vida fue el Premio Nobel de Literatura, siendo la primera mujer en recibirlo con cincuenta años, por lo que hasta su muerte tuvo treinta más de reconocimiento y éxito. En el discurso que ofreció a la Academia Sueca puede averiguarse la clave de su obra y vida. En él se remonta a su viaje en tren hacia Estocolmo y las reflexiones suscitadas por el honor de recibir ese galardón. Se acuerda de sus amigos, sus lectores y su madre. Pero su mente es invadida por la figura del padre, quien muchos años antes había muerto dejando un gran vacío en la joven Selma. Y en ese fantástico pensamiento, casi un sueño benéfico… se imagina que su tren se dirige al Reino de los Cielos y se encuentra a su padre leyendo; lo saluda, se sienta con él y responde que no, que no ha ocurrido nada en casa, que todo está bien: ha venido a hacerle partícipe de sus miedos y sus esperanzas por el gran premio que va a recibir. El padre escucha atento, y concluye con un: «Si te han dado el Premio Nobel, entonces no hay que preocuparse nada, solo alegrarse y punto». Ante esta orden Selma vuelve a la realidad, y solicita a los asistentes que participen del brindis que tiene el honor de proponer.
Selma nació y creció en una finca familiar en Värmland, pero la muerte de su padre obligó a subastarla en 1890. Se hizo maestra, leyó a sus alumnas, escribió La leyenda de Gösta Berling y, aunque al principio no tuvo mucho éxito, no tardó en ganar fama y dinero. En 1907, desahogada económicamente, lo primero que hizo fue comprar la finca familiar en honor a su padre y mandar ahí a su madre, ya enferma.
Siguió escribiendo mientras participaba en los movimientos por la emancipación de la mujer. En esos círculos conoció a Sophie Elkan, con la que viviría en pareja entre 1894 y 1921, hasta la muerte de esta; Selma aún estuvo en este mundo diecinueve años más.
En 1939, con ochenta años, seguía preocupada por conseguir visados a sus amigas judías de la Alemania nazi, a las que acogió. Tres meses después hizo lo mismo por los refugiados fineses ante la invasión soviética.
En marzo de 1940 sufrió un ataque al corazón. En sus últimos instantes de vida no pudo sujetar el medallón de su Premio Nobel: días antes lo había subastado para conseguir fondos y seguir luchando en favor de la paz entre los pueblos.
David Garcimartín Arenas
El Escorial, marzo 2025
En fin, ya está el pastor en el púlpito. Los fieles levantan la cabeza. ¡Ah, ah; vedlo allí! Hoy no faltará el sermón como ocurrió el domingo pasado, como tantos otros domingos.
El pastor era joven, alto, esbelto y de una singular belleza. Si le hubieran colocado un yelmo en la cabeza, una coraza en el pecho y una espada en la mano, y lo hubieran esculpido en mármol, podría comparársele con la más bella estatua de la Grecia antigua. Tenía los ojos profundos de un poeta y el mentón firme y cuadrado como el de un guerrero. Todo en él era de un especial atractivo y refinamiento; su aspecto denotaba una intensa vida interior propia de su genialidad.
Al verlo, el pueblo se sentía extrañamente subyugado. Las gentes estaban más acostumbradas a verlo salir de la taberna con paso inseguro, rodeado de alegres camaradas como Beerencreutz, el coronel de frondosos bigotes blancos, y el corpulento capitán Kristian Berg. Bebía tanto, que desde algunas semanas antes no cumplía con sus obligaciones eclesiásticas, por lo que los devotos fueron con sus quejas y lamentaciones ante el rector, primero, luego al obispo y después al cabildo. Y el obispo acababa de llegar precisamente para realizar una visita de inspección. Estaba allí, en el coro, con la cruz de oro sobre su pecho, con los teólogos de Karlstad y los pastores de los Ayuntamientos vecinos, sentados a su alrededor.
No cabía la menor duda de que el comportamiento del pastor había sobrepasado los límites de lo permitido.
En aquella época, hacia 1820, se era muy indulgente con los bebedores. Gösta Berling, el joven pastor, había olvidado, a causa de la bebida, hasta los más elementales deberes de su ministerio. Era, por lo tanto, natural que se le destituyese.
Gösta esperaba en el púlpito y, mientras cantaban los últimos versos del cántico que precede al sermón, le asaltó la idea de que la iglesia estaba llena de enemigos: enemigos en todos los bancos; entre los caballeros de la galería, entre la muchedumbre campesina y entre los niños del coro. No tenía más que adversarios. Era su enemigo el que soplaba el órgano; y también el que lo tocaba. Todos lo querían mal, desde los niños a los que llevaban a la iglesia hasta el guardián, un viejo soldado, tieso y bien plantado, que había tomado parte en la batalla de Leipzig. Experimentaba el deseo de arrodillarse e implorar su piedad. Pero inmediatamente después se apoderaba de él una cólera sorda. Recordaba lo que era él cuando el año anterior apareció por vez primera en el mismo púlpito: un hombre sin tacha. Y ahora, desde lo alto del púlpito, miraba al hombre de la cruz de oro, su juez.
Mientras leía el prefacio de la liturgia, una oleada de sangre le enrojeció la cara: era la ira. Sí, era verdad: había bebido. Pero, ¿quién tenía derecho a acusarle? ¿Alguien había visto la rectoría donde tenía que vivir? El bosque de abetos, sombrío y lúgubre, llegaba hasta las ventanas. La humedad se filtraba, a través de la negra techumbre, por las paredes mohosas y reblandecidas. ¿Es que no era el aguardiente lo único capaz de reanimarle el corazón cuando la llovizna, mezclada con copos de nieve, entraba, como el restallar de los látigos, por los ventanales rotos, y cuando no podía encontrar sobre la tierra abandonada por el labrador nada con que aplacar el hambre? Comprendió que él era el pastor indicado para tal rebaño. Todos bebían. ¿Por qué no él? El marido que enterraba a su mujer se emborrachaba después del entierro. El padre que bautizaba a su hijo terminaba el bautizo con una francachela. Los feligreses, al volver de la iglesia, apuraban tantos vasos que la mayoría llegaban ebrios a sus casas. iAh!, ciertamente, aquellos feligreses no merecían otro pastor que un borracho.
Fue en las correrías a las que le obligaba su ministerio cuando aprendió a amar el aguardiente: cuando, abrigado con un fino gabán, andaba leguas y leguas sobre los lagos helados, donde todos los vientos fríos se daban cita; cuando su barquita peligraba bajo las ráfagas del aguacero y de la tempestad; cuando, por las ventiscas, se veía obligado a descender de su trineo para abrirse paso, él y sus caballos, a través de los montones de nieve, altos como casas; cuando atravesaba las marismas de los bosques con fango hasta las rodillas.
Los días del año se sucedían en un aburrimiento sombrío y abrumador. Los campesinos y los señores vivían con los pensamientos arraigados en el polvo de la tierra, pero al llegar la tarde el espíritu se desprendía de sus cadenas, liberado por los vapores del aguardiente. La inspiración animaba las mentes, el corazón recobraba su calor, la existencia adquiría color, las canciones tomaban su vuelo y las rosas embalsamaban el ambiente con su fragancia. La taberna de la posada se había convertido para él en un jardín sureño: maduraban los viñedos y los olivos; entre las sombras del follaje lucían estatuas de mármol; sabios y poetas erraban bajo las palmeras y los plátanos. No; aquel predicador erguido allí, en el púlpito, se daba cuenta de que sin alcohol la vida en semejante país no era soportable. Todos los que lo estaban oyendo ahora lo sabían; los mismos que pretendían juzgarle, que aspiraban a arrancarle su manteo, porque se había presentado en estado de embriaguez en la casa de Dios. Pero todos esos individuos, ¿qué Dios tenían?, ¿qué Dios creían tener, fuera del aguardiente?
Había terminado el prefacio y se inclinaba ya para leer el padrenuestro. Un silencio que no perturbaba ni la respiración reinaba en la iglesia durante la plegaria. Y, súbitamente, el pastor apretó con sus manos las cintas que sostenían su hábito; le dominaba la extraña sensación de que todos los presentes, con el obispo al frente, subían los peldaños que conducían al púlpito, con el fin de arrancárselo. De rodillas y sin volver la cabeza, los sentía detrás, tirándole del hábito. Los distinguía claramente: eran el obispo y los teólogos; los predicadores y párrocos y los monaguillos; el sacristán y los fieles; todos formando una larga fila trataban de quitarle las vestiduras sacerdotales.
Y en su imaginación veía ya cómo todos aquellos hombres que en aquellos momentos tiraban de su hábito con tan desesperados esfuerzos, rodarían escaleras abajo tan pronto cediera la ropa. Y con ellos se desplomaría el grupo de hombres que, no pudiendo subir la escalera, se limitaban a tirar de los faldones de los demás. Veía todo esto con tal claridad, que estuvo a punto de prorrumpir en una carcajada, sin tener en cuenta que se hallaba arrodillado en el púlpito. Al mismo tiempo un sudor frío le bañaba la frente. La sensación que en aquel momento experimentaba era horrible. Su suerte estaba echada; en adelante no sería más que un hombre maldecido, un cura destituido, un ser que figuraría entre lo más despreciable del mundo. Mendigando por los largos caminos, vestido de andrajos, dormiría con los vagabundos y con la canalla, beodo, al borde de las zanjas.
La plegaria había terminado: iba a comenzar su sermón. En aquel momento una idea le oprimió el corazón y suspendió un instante las palabras que iban a salir de sus labios. Pensó que era aquella la última vez que se le permitiría subir al púlpito y proclamar la gloria de Dios.
¡Por última vez! Era una impresión abrumadora que le hizo olvidar en un momento todas sus historias relacionadas con el aguardiente y la presencia del obispo. Tuvo que aprovechar la ocasión para rendir, una vez más, los honores al Altísimo. El pavimento de la iglesia parecía hundirse bajo sus pies con todos los fieles, mientras el techo de la iglesia se abría para dejar al descubierto el firmamento. Estaba solo; muy solo.
Su espíritu se elevó hacia el cielo; su voz sonora llenaba el espacio en honor del Creador.
Rechazó el papel en el que llevaba escrito el sermón, confiando tan solo en sus vivas facultades imaginativas. Las ideas acudían a su cerebro como una bandada de mansas palomas. No era él el que hablaba, sino alguien muy grande. Y comprendía que nadie podía sentir la sublimidad del momento en medio de su elocuencia y esplendor, cuando, erguido en el púlpito, proclamaba la gloria de Dios. Mientras la lengua de fuego de la inspiración le iluminaba, habló, pero, a medida que se fue apagando, el techo bajaba cubriendo de nuevo la iglesia y el suelo volvía a emerger de la profundidad, Gösta calló emocionado y lloró, porque le parecía que la vida le había deparado su más bello momento; y ese momento había pasado.
Después del oficio, debía reunirse el Consejo de la Iglesia para tratar del caso en litigio; el obispo solicitó que los feligreses le expusieran algunas de las quejas que debían formular contra el pastor.
Gösta no sentía ya la cólera ni la obstinada altivez que le habían agitado antes del sermón. Experimentaba ahora un gran sentimiento de vergüenza, y bajó la cabeza. ¡Ay, todas aquellas miserables historias iban a desfilar ante él! Pero no fue así; se hizo un silencio sepulcral en torno a la mesa del alcalde. El pastor levantó los ojos primero sobre el sacristán, y el sacristán calló; seguidamente sobre los campesinos tiranos; luego, sobre los maestros de las forjas. Nadie se movió. Todos, con los labios apretados, miraban hacia la mesa avergonzados.
«Esperan que comience alguien», pensó el joven pastor.
Uno de los próceres tosió para aclarar la voz.
—Evidentemente, tenemos un buen pastor —dijo.
—Monseñor en persona ha oído cómo predica —añadió el sacristán.
El obispo profirió algunas palabras que tendían a demostrar que el servicio divino había sufrido algunas interrupciones.
—El pastor tiene derecho a estar enfermo, como lo están todos los demás —opinaron los campesinos.
El obispo hizo alusión a las quejas y al descontento del que ellos mismos habían dado muestras a causa de la vida desordenada del pastor. Pero todos lo defendieron de común acuerdo.
Era tan joven, su pastor, que no podían… decir nada… Si él quisiera predicar siempre como lo había hecho hoy, ellos no lo cambiarían, no, ni por el mismo obispo.
No había acusadores y, por lo tanto, sobraban los jueces. El corazón de Gösta Berling se llenó de bienestar y la sangre circuló vivamente por sus venas. Ya no tenía enemigos. Los había desarmado en el momento en el que menos se lo figuraba y, en lo sucesivo, podría continuar siendo su pastor.
Después del Consejo, el obispo y los prepósitos, los curas y los miembros principales de la asamblea comieron en la rectoría. Una vecina era la encargada de atender a los detalles del ágape, pues el pastor era célibe. Todo lo había arreglado con sumo esmero, y a Gösta le pareció que la casa parroquial no era ya tan lúgubre. La larga mesa se preparó al aire libre, bajo los abetos, y parecía invitar a sus huéspedes, con un albo mantel, su vajilla azul y blanca, sus brillantes vasos y sus servilletas bien dobladas.
A la entrada, dos abedules, movidos por la brisa, se inclinaban en profunda reverencia. El suelo estaba salpicado con ramas de enebro. De las vigas del techo pendía un ramo de flores. Los ramilletes que se colocaron en todas las habitaciones atenuaban el olor mohoso de la atmósfera, y los verdosos cristales de las ventanas brillaban alegremente a los rayos del sol.
El pastor estaba contentísimo… En aquel momento se proponía firmemente no beber más en los días de su vida.
Todo el mundo fue a esa comida de excelente humor. Los que se mostraban magnánimos y habían perdonado estaban alegres, y la gente de la Iglesia se felicitaba por haber evitado el escándalo. El buen obispo levantó su vaso y manifestó que había emprendido el viaje con el corazón afligido, pues hasta él llegaron malos rumores. Esperaba encontrar un Saulo, más he aquí que ese Saulo se había transformado en un san Pablo, cuyo ejemplo edificaba a los presentes.
Y el piadoso anciano alabó en gran manera los dones que el cielo había concedido a su joven cofrade; y lo manifestaba, no para que se enorgulleciese, sino para que se entregase por entero a su ministerio, refrenando sus pasiones y comportándose siempre como un hombre que tiene una sagrada misión que cumplir.
El pastor no se embriagó aquel día, pero bebió más de la cuenta. Toda su inesperada felicidad se le subió a la cabeza. El cielo hizo descender sobre él la lengua de fuego de la inspiración y las gentes le habían demostrado su cariño. Llegó la noche. La sangre circulaba febrilmente, en loca carrera, por sus venas. Desvelado, ante la ventana abierta, trató de calmar en la frescura nocturna la deliciosa excitación que experimentaba y que no le dejaba dormir.
De repente, oyó una voz:
—¿Estás despierto, curita?
Una gran sombra se recostó sobre el césped, y al punto reconoció Gösta al hercúleo capitán Kristian Berg, uno de sus fieles camaradas de orgía. Era el capitán una especie de aventurero sin hogar ni familia, un corpulento gigante. Era alto como una montaña y bruto como un trasgo.
—Es verdad, estoy despierto, capitán Kristian —respondió el pastor—. ¿Crees, acaso, que pueda dormir esta noche?
Y ahora escuchad lo que el capitán le contó…
El gigantesco capitán había tenido un presentimiento: esperaba que, en adelante, el pastor renunciaría a beber por miedo; que, de continuar entregado a la bebida, volvieran los teólogos de Karlstad dispuestos a arrebatarle las vestiduras sacerdotales. Kristian Berg no titubeó en poner mano dura en el asunto. Ya no vería más al obispo, ni a los teólogos y, en lo sucesivo, el pastor y sus camaradas podrían beberse todo lo que quisieran allí, en la rectoría.
Escuchad la proeza de Kristian Berg.
Cuando el obispo y los dos teólogos de su séquito subieron en un coche cubierto, una vez cerrada la portezuela, el capitán se encaramó al pescante y los condujo unas dos leguas en aquella noche de verano. Y esos «monseñores» comprendieron entonces cuán frágil y quebradiza es nuestra pobre, triste y miserable vida. Lanzó los caballos al galope para que se asustaran un poco aquellas gentes que no admitían que un hombre honrado tuviera a veces una copa de más en el cuerpo. ¡Vaya, vaya! Pero no creáis que detuvo los caballos en la carretera o que se preocupara lo más mínimo por si los señores sufrían alguna sacudida. Pasó por zanjas y rastrojeras; bajó a galope vertiginoso los picachos más abruptos; corrió a lo largo de la orilla del lago, en el torbellino de las aguas; casi quedó atrapado en el pantano; y los arrastró por los montes pelados, hasta que los caballos quedaron con las patas rígidas y resbalaron. Durante ese tiempo, tras las cortinillas de cuero, el obispo y los teólogos, con la tez lívida, balbucían unas plegarias. Jamás habían hecho un viaje tan horrible… ¡Ah, qué aspecto tenían cuando el carruaje les dejó ante la hostería de Rissäters, vivos todavía, pero sacudidos como perdigueros en un saco de piel!
—¿Qué significa esto, capitán Kristian? —preguntó el obispo cuando el gigante abrió la portezuela.
—Esto significa que el obispo debería reflexionar mucho antes de hacer una nueva visita a la parroquia de Gösta Berling —respondió el capitán, que tenía preparada y bien aprendida esta frase por miedo a embrollarse.
—Saluda, pues, a Gösta Berling —contestó el obispo— y dile que ya no verá nunca más en su casa al obispo.
Esta es la bella hazaña que el intrépido capitán Kristian contaba al pastor aquella noche de verano, sentado al pie de la ventana abierta. Apenas había conducido los caballos a la hostería, bajó a toda prisa a comunicarle al sacerdote esta buena nueva.
—Ya ves tú, ahora puedes estar tranquilo, compañero de mi corazón —terminó diciendo.
—i Ay, capitán, capitán!
Las caras de los teólogos estaban lívidas tras las cortinillas del coche; pero todavía estaba más pálido el rostro del pastor en medio de la noche clara.
El pastor levantó el brazo como para asestar un fuerte golpe en la cara tosca y estúpida del gigante; pero se detuvo a tiempo. Cerró furiosamente la ventana y se retiró hasta el centro de su habitación con el puño levantado hacia el cielo. ¿Le enviaría Dios aquella prueba precisamente el mismo día en que había sentido su inspiración y cuya gloria había proclamado desde lo alto del púlpito? El obispo creería, sin duda, que él había enviado al capitán; creería que Gösta Berling era un mentiroso y un hipócrita. Se iniciaría de nuevo el proceso y se determinaría su destitución.
A la mañana siguiente el pastor abandonó el presbiterio. Renunciaba a defenderse. Dios había jugado con él, negándole su apoyo. Su destitución era cierta, pues Dios la quería.
Esto ocurría en 1820, en un pueblo aislado del Värmland occidental. Esta fue la primera desgracia que experimentó Gösta Berling, pero no fue la última; ya se sabe que los potros que no soportan las espuelas y el látigo tienen una vida dura. Al primer aguijón del dolor, se encaminan campo a través hacia algún precipicio… Tan pronto como la ruta se vuelve pedregosa y el avance se va haciendo difícil, no encuentran nada mejor que abandonar la carga y seguir su loca carrera…
En un día frío de diciembre un mendigo descendía por la accidentada pendiente de Broby. Se cubría con unas ropas sórdidas y sus pies, ateridos por la nieve, asomaban por los agujeros de sus botas destrozadas.
El Löven es un lago angosto y largo en Värmland, que en varios tramos se estrecha como estrangulado, se alarga por el norte hasta el bosque de Finlandia y llega, al sur, hasta el inmenso lago de Värnern. De los hermosos poblados que se extienden en sus riberas el más grande y el más rico es el de Broby, que ocupa una buena parte de las orillas oeste y este; pero es al oeste donde se encuentran los más bellos castillos, como el de Ekeby y Björne, célebre por su opulencia y hermosura, y la poblada aldea de Broby, con la taberna, la posada, la casa de justicia, el ayuntamiento, la rectoría y el mercado.
Broby está situado en una región muy escarpada. El mendigo había pasado la taberna, al pie de la colina, y en aquel momento se encontraba en el empinado camino que conduce a la rectoría.
Ante él se hallaba una jovencita que conducía un trineo cargado con un saco de harina, y se acercó a ella.
—Demasiada carga para un caballo tan pequeño —le dijo.
La muchacha se volvió para mirarle. Era una niña que no pasaría de los doce años, de ojos penetrantes y labios apretados.
—Ojalá fuera el caballo todavía más pequeño y la carga más grande para que durara más tiempo —respondió ella.
—¿Es que llevas ahí tu alimento?
—Bien sabe Dios que sí. Tan pequeña como soy, he de buscar yo misma mi sustento.
El mendigo cogió una de las varas del trineo y tiró de ella.
—No esperes recibir nada por tu trabajo —le gritó la rapaza.
Él se echó a reír.
—Tú debes ser la hija del pastor de Broby, no cabe duda.
—Sí. Hay quien tiene un padre más pobre, pero nadie lo tiene más malo. Esta es la pura verdad. Aunque sea vergonzoso para un hijo, estoy obligada a decirlo.
—Tu padre parece cruel y perverso.
—Cruel, sí, y perverso, también; pero, andando el tiempo, su hija llegará a ser peor todavía, según dicen.
—Me temo que tengas razón. Pero, dime: ¿de dónde has cogido ese saco de harina?
—No tengo por qué ocultarlo. He cogido trigo esta mañana en el granero de mi padre y he ido al molino.
—Pero ¿no te verá él cuando vuelvas con el saco a cuestas?
—Tú eres muy corto de alcances. Mi padre se ha ido muy lejos de aquí por asuntos de servicio…
—Me parece que alguien viene por detrás del collado… Siento cómo cruje la nieve bajo el peso de un trineo. ¿Si fuera él?
La rapaza aguzó el oído y estalló en sollozos y rugidos.
—Es padre —gritó—. ¡Me matará, me matará!
—Un buen consejo vale dinero; y si es rápido, oro —dijo el mendigo.
—Óyeme —dijo la niña—. Tú puedes salvarme. Toma las riendas del trineo, para que mi padre crea que es tuyo.
—¿Y qué haré yo? —preguntó el mendigo, pasándose la cuerda por la espalda.
—Ve por donde quieras; pero, apenas anochezca, condúcelo a la casa parroquial. Yo te vigilaré…; en cuanto cierre el día…
—Trataré de hacerlo.
—¡Que Dios te castigue si no vuelves! —gritó la niña, echando a correr para llegar a casa antes que su padre.
El mendigo le dio la vuelta al trineo y, con el corazón en un puño, se encaminó hacia la posada.
El desgraciado había tenido un sueño en el que caminaba descalzo en medio de la nieve en los grandes bosques del norte del Löven, en los grandes bosques finlandeses.
Aquí, en la parroquia de Bro, cerca del estrecho que une el Löven superior con el Löven inferior, en estos parajes famosos por su riqueza y bienestar, donde se encuentran mansiones una tras otra y granjas una tras otra, aquí los caminos le eran demasiado penosos, los aposentos demasiado estrechos, los lechos demasiado duros. Aquí añoraba con toda su alma la paz de los grandes bosques eternos. Aquí, a cada ráfaga de viento, se oía el batir de las trillas, como si las gavillas no acabaran nunca. De los bosques inagotables descendían, sin cesar, carros cargados de madera y carretones de carbón. Convoyes interminables de mineral cruzaban los caminos siguiendo las profundas roderas que cientos de convoyes habían abierto y pulido. Los trineos, rebosantes de excursionistas, corrían de una alquería a otra, y le parecía que todo era alegría y que el amor y la belleza se deslizaban sobre la nieve, sosteniendo las riendas del trineo. ¡Ah, cómo suspiraba el pobrecito por la paz de los grandes bosques seculares del norte, ya próximos!
Allá arriba, donde de un terreno uniforme los árboles se elevan derechos, parecidos a columnas; allá lejos, donde la nieve reposa en pesados lechos sobre ramas inmóviles; allí, donde los vientos impotentes no hacen más que juguetear con las agujas de las cimas, allá quería ir, siempre adelante, hasta caer rendido y morir bajo los altos abetos, agotado por el frío y el hambre… Hacia allá iba, con el alma fascinada, hacia aquella gran tumba murmurante. Sería vencido por todas las fuerzas destructoras: el hambre, el frío, la fatiga y el aguardiente acabarían pronto con aquel pobre cuerpo que todo lo hubiera resistido…
Pensando esto, llegó a la posada y, en espera de la noche, entró en la sala y se sentó cerca de la puerta, agobiado por sus negras ideas, perdido en sus sueños de los bosques seculares y eternos… La posadera se apiadó de él y le dio un vaso de un aguardiente dulce y fuerte… Atendiendo sus ruegos, le volvió a traer otro: pero rehusó darle un tercero, y entonces el mendigo se entregó a los excesos de la desesperación. ¡Oh, beber, beber nuevamente esta agua fuerte y azucarada, sentir de nuevo la danza del corazón dentro de su pecho y sus pensamientos volando en alas de la embriaguez! ¡Dulce licor de trigo! ¡En sus vapores transparentes flotan los cantos, el brillo del sol, todos los perfumes, toda la belleza del verano; todavía, antes de abismarse en las tinieblas nocturnas, deseaba con ansia beber alegría y sol! Entonces, el miserable ofreció primero la harina, después el saco y, por último, el trineo, y todo lo trocó por unos tragos de aguardiente… Luego cogió una fuerte borrachera y durmió dulcemente casi toda la tarde, tendido sobre el banco del establecimiento.
Al despertar comprendió que solo le quedaba una cosa que hacer en este mundo: ya que su cuerpo le había arrebatado el alma, ya que él se había bebido desvergonzadamente lo que le había confiado una niña, ya que él no era más que un ser despreciable, daría a su alma, esclava de tantas bajezas, la libertad y la paz haciéndola volver al seno de Dios… Gösta Berling, pastor destituido y expulsado, tendido en la taberna, juzgándose a sí mismo, fue acusado de haber entregado por un poco de aguardiente la harina de una niña hambrienta. Y se condenó a muerte. ¿A qué clase de muerte? A ser arrastrado por los torbellinos de la nieve.
Cogió su gorra y, con paso titubeante, salió de la posada.
No estaba del todo despierto, ni tampoco completamente ebrio. Las lágrimas brotaron de sus ojos, de pura compasión que él mismo se inspiraba, con su alma miserable y humillada, con esa alma que estaba dispuesto a entregar a la muerte.
Avanzó poco trecho, sin apartarse del camino que seguía. En el mismo borde del camino se amontonaba la nieve; desesperado, se dejó caer y, con los ojos cerrados, esperó ese sueño del que nunca se despierta.
Nadie sabe el tiempo que permaneció allí; pero aún vivía cuando la hija del pastor de Broby, corriendo cuesta arriba con una linterna en la mano, lo encontró tendido sobre la nieve, al borde de la carretera. Lo había esperado durante horas y, al fin, se aventuró por las pendientes de Broby en busca del desgraciado. Lo reconoció en el acto y en seguida lo sacudió, llamándolo con todas sus fuerzas con el fin de despertarlo. ¿Qué había hecho de su harina, de su saco y de su trineo? Era absolutamente preciso que volviera a la vida, aunque solo fuera para responderle. Su querido padre la mataría si el trineo no aparecía: le mordía los dedos al mendigo, le arañaba el rostro, golpeándolo presa de desesperación.
En aquel momento tintinearon unos cascabeles.
—¿Por qué diablos gritas de esa manera? —preguntó una voz imperiosa.
—Quiero saber lo que este hombre ha hecho de mi harina y de mi trineo —prorrumpió la niña, golpeando con los puños cerrados el pecho del mendigo.
—¿Cómo te atreves a golpear de esa manera a un hombre helado? Quítate ya de ahí, gata salvaje.
Una mujer alta y fuerte descendió del trineo y cogió a la muchacha por la nuca, arrojándola en medio del camino. Seguidamente se inclinó sobre el desgraciado, le puso el brazo en torno de su cuerpo hasta conseguir levantarlo y lo condujo hasta su trineo, donde lo acomodó sobre el asiento.
—¡Sígueme hasta la posada…, gato montés! —le gritó a la hija del pastor—. Allí podremos ver qué es lo que sabes de este asunto.
***
Una hora más tarde, Gösta Berling estaba sentado en una silla, ante la puerta que daba a la mejor habitación de la posada, frente a frente de la anciana que le había librado de morir entre la nieve.
Era una mujer que, según pudo saber en aquel momento Gösta Berling, volvía del bosque de vigilar un transporte de carbón. Tenía las manos embadurnadas de hollín y una pipa de barro cocido en la boca; se cubría con una pelliza negra de piel de carnero, sin forro, y llevaba una falda rayada de tela tejida en casa. Iba calzada con unas gruesas botas claveteadas; el mango de un cuchillo le asomaba por el corsé, y unos cabellos blancos y lisos le caían sobre su cara envejecida, aunque hermosa todavía.
Antes de que hubiera abierto la boca, Gösta había reconocido en aquella a la famosa comandanta de Ekeby, de la que había oído hablar con mucha frecuencia. Ante las miradas de aquella mujer, la más poderosa del Värmland, se puso a temblar de angustia. Era dueña de siete herrerías y estaba acostumbrada a mandar y ser obedecida, en tanto que él no era más que un hombre condenado, privado de todo, sin albergue, sin rumbo fijo en su peregrinación.
Permanecía silenciosa, contemplando aquel despojo humano: manos rojas e hinchadas, un cuerpo demacrado…, pero sobre aquella ruina destacaba una soberbia cabeza que reflejaba todavía, a pesar de su decadencia y abandono, una belleza subyugadora.
—Sin duda eres Gösta Berling, el pastor, ¿no es eso? —le preguntó.
El mendigo permaneció inmóvil.
—Yo soy la comandanta de Ekeby.
El pastor se estremeció.
Cruzando las manos, dirigió hacia ella una vaga mirada de desesperación. ¿Qué era lo que le pedía aquella mujer? ¿Quería obligarle a que siguiera arrastrándose por ese valle de lágrimas? Su fuerza le hacía temblar, a él, que había estado ya tan cerca de aquella santa paz que ofrecen los eternos bosques de las alturas.
Era ella la que provocó en él una penosa lucha. Le dijo que la hija del pastor de Broby había recuperado ya su trineo con el saco de harina y que ella, la comandanta, podía ofrecerle un refugio, como acostumbraba a hacer con todos los desgraciados sin hogar, en el pabellón señorial de Ekeby, donde le esperaba una vida de placeres y de satisfacciones. Él respondió que quería morir.
Entonces dio un puñetazo sobre la mesa y, encarándose con el pobre, le gritó rudamente:
—¡Ah, quieres morir! ¿Es eso lo que quieres? No me asombraría si vivieses; pero mira tu cuerpo adelgazado, tus miembros agotados, tus ojos mortecinos. ¿Te imaginas que hay en ti algo que matar? ¿Crees que para estar muerto se necesita hallarse encerrado en una caja de madera, rígido y frío? Hace mucho que has muerto y ahora contemplo tu cadáver. Veo sobre tus hombros una repugnante calavera y se me figura estar viendo los gusanos entrar y salir por tus cuencas vacías. ¿No ves que tienes la boca llena de tierra? ¿No oyes cómo te crujen los huesos cuando te mueves?
»Gösta Berling se ha emborrachado de aguardiente y está muerto. Lo que ahora se mueve no es más que un esqueleto y una vida así no la envidiaría… si a esto puede llamarse vivir.
»Es casi lo mismo que si envidiaras a los muertos que ejecutasen una danza fúnebre sobre las tumbas, a la luz de las estrellas.
»¿Te avergüenzas de haber sido pastor, ahora que tienes que morir?
»Mayor mérito es si consigues ser útil, aprovechando tus grandes dotes, en esta vasta tierra del buen Dios. Te diré solo una cosa. Si tú hubieras venido a mí en seguida, yo hubiera arreglado las cosas para tu bien. Pero hoy, lo que te hace falta, sin duda, es la gloria de verte acostado en un ataúd, envuelto en un lienzo, acostado sobre una capa de virutas para ser admirado por todas las mujeres viejas del pueblo, que dirían: «¡Qué hermoso está!».
Gösta esbozó una media sonrisa, pero no dijo nada, mientras que la comandanta seguía atacándole con iracundas palabras. «No hay peligro —pensó satisfecho—; no hay ningún peligro de que esta mujer me arranque a viva fuerza del abrazo de los eternos bosques que me ofrecen su amparo».
La comandanta, silenciosa, se paseó por la estancia; después se sentó ante el fuego, con los pies apoyados en el morillo de la chimenea y los codos sobre las rodillas.
—¡Mil diablos! —exclamó riendo— Es más cierto lo que acabo de decirte de lo que yo misma creí al principio. ¿Te figuras que la mayor parte de los que pueblan este mundo no son ya gente muerta o a punto de morir? ¿Crees que yo misma vivo? ¡Ah, dioses poderosos, no! Sí, mírame. Yo soy la comandanta de Ekeby y me creo la dama más poderosa del Värmland. Si levanto un dedo, el gobernador tiembla; si levanto dos, el obispo va de cabeza; y si levanto tres, el capítulo, el ayuntamiento y todos los fabricantes del Värmland danzan la polca en la plaza de Karlstad. Pues, sábelo bien, pastorcillo, que el diablo se me lleve si yo no soy más que un cadáver. Solo Dios sabe lo que queda de vida en mí.
Gösta la escuchó con el espíritu atento, aproximándose cada vez más hacia ella. La vieja comandanta inclinaba lentamente la cabeza hacia la llama de la chimenea, sin mirarle la cara cuando le hablaba.
—¿Olvidas —continuó diciendo— que si yo fuese un ser vivo y te viese así, miserable, acariciando sombrías ideas de suicidio, no te las hubiera quitado en seguida? Tendría lágrimas y súplicas que te ablandarían el corazón; te convertirían por completo y te arrancarían de las garras del pecado, pero ahora estoy muerta; Dios lo sabe. ¿No has oído hablar nunca de la bella Margareta Celsing? No nació ayer; pero todavía hoy puedo llorar sobre ella hasta quemar mis viejos ojos. ¿Por qué tuvo que morir Margareta Celsing y por qué debe vivir ahora Margareta Samzelius, comandanta de Ekeby? ¿Puedes decírmelo tú, Gösta Berling? ¿Sabes quién era Margareta? ¡Oh, esta Margareta de otros tiempos, era un alma sencilla, delicada, tímida e inocente, Gösta Berling! Era una de esas mujeres por las que los ángeles riegan las tumbas con sus lágrimas. El mal le era desconocido, nadie se lo había hecho; era buena con todos y muy hermosa. Vino un hombre majestuoso, que se llamaba Altringer. Dios sabe por qué había llegado a las tierras salvajes de Älvdalen, donde los padres de Margareta Celsing tenían su herrería. Pues bien; a este hombre gallardo le vio y le amó; pero era pobre y los dos enamorados convinieron esperar cinco años; ¡durante cinco años!, como se dice en las canciones. Pasaron tres años y otro se presentó para desposarla; un hombre feísimo, que los padres de Margareta creyeron rico y con el que, a golpes y palabras buenas y malas, duras e insinuantes, la obligaron a casarse. Aquel día murió Margareta Celsing. Desde entonces dejó de existir aquella muchacha y no quedó más que la comandanta Samzelius, nada buena, nada tímida, creyendo siempre en el mal, con los ojos obstinadamente cerrados al bien. Ya sabes tú cómo se iniciaron los acontecimientos después. El comandante y yo habitábamos entonces en Sjö, cerca del Löven. Conocí días malos, porque su pretendida riqueza no existía. Pero Altringer volvió. Había hecho fortuna. ¡Qué actividad y qué espíritu emprendedor! Compró la propiedad de Ekeby, que lindaba con nuestra tierra, y seis propiedades más. Ese hombre incomparable hizo que nuestra pobreza fuese más llevadera. Montábamos en sus coches, nos llenaba la bodega con sus vinos y nuestra mesa de manjares. Llenó mi penosa vida de encanto y de placer. Cuando estalló la guerra el comandante tuvo que reunirse con sus tropas. ¿Qué nos importaba a nosotros? Un día iba yo a verle a Ekeby; al día siguiente venía Altringer a Sjö. ¡Ah, fue una abigarrada serie de fiestas en las riberas del lago de Löven! Pero no tardaron en circular murmuraciones de las gentes envidiosas.
»De haber vivido Margareta Celsing se hubiera sentido afligida, pero a mí me tenía todo sin cuidado. Entonces no me daba cuenta todavía de que mi insensibilidad era debida a que mi ser de otros tiempos estaba realmente muerto. Estos rumores llegaron pronto a oídos de mis padres, que vivían allá lejos, entre las carboneras forestales, en el bosque de Älvdalen. Mi anciana madre no vaciló mucho, y se puso en camino para hablarme de estos asuntos. Se presentó en casa un día en el que el comandante estaba ausente y yo tenía a la mesa a Altringer y varios invitados más. La vi entrar en la sala, pero nada me decía ya que aquella mujer fuese mi madre. La traté como a una extraña y le ofrecí asiento y comida. Quería hablarme como a su hija, pero yo le hice observar que se equivocaba, porque mis padres habían muerto el día de mi boda. Recibió el choque sin pestañear. Era una mujer indomable, una anciana recta y fuerte, y que, a pesar de sus setenta años, acababa de recorrer veinte millas en tres días. Se sentó sin cumplidos y se sirvió comida, respondiéndome con el mismo tono con que yo le había anunciado la dolorosa pérdida, ocurrida precisamente en un día tan memorable.
»—Sí, lo más lamentable —repliqué yo— fue que mis padres no murieran un día antes, porque, de haber ocurrido así, el matrimonio no se hubiera realizado jamás.
»—¿Es que la graciosa comandanta no ha sido feliz en su matrimonio?
»—Sí —respondí—. Ahora soy dichosa, y cada día me felicito de haber cumplido la voluntad de mis adorados padres.
»Me preguntó entonces si también era voluntad de sus padres el que yo deshonrara mi nombre y el de ellos, engañando a mi marido. Dijo luego que hacía muy poco honor a mis padres el haberme entregado a merced de las murmuraciones del pueblo.
»—Pueden mentir con tanta facilidad como han hecho la cama—le respondí, añadiendo que no toleraría que se insultara en mi cara a la hija de mis padres.
»Continuamos comiendo mi madre y yo, pero los convidados, cohibidos, no se atrevían ni a tomar los cubiertos. Permaneció en casa un día y una noche, y cuando ya se había repuesto pidió sus caballos. Pero mientras duró su estancia, yo no había sentido, ni un solo instante, el cariño instintivo que se profesa a las madres. En el momento en que iba a partir, estando el coche dispuesto, se volvió, ya en la escalera, y me dijo:
»—He permanecido un día y una noche bajo tu techo, y no te has dignado reconocerme como a tu madre. Recorriendo desolados parajes, he recorrido nada menos que veinte millas en tres días. Todo mi ser tiembla de vergüenza, como si lo hubieran castigado a vergajazos; me avergüenza todo lo que se hace aquí. Reniegas de mí y me rechazas. ¡Que algún día renieguen de ti como tú reniegas de mí! ¡Que los caminos sean entonces tu único refugio; qué tengas por lecho la zanja de la carretera; que un horno de carbón sea tu hogar y el oprobio y la ignominia tu recompensa! ¡Y que otros te abofeteen como te abofeteo yo!
»Y me golpeó duramente en la mejilla. Pero yo la levanté con mis brazos, la bajé por la escalera y la metí en el coche.
»—¿Quién eres tú para maldecirme? —le gritaba—. ¿Quién eres tú para abofetearme? De nadie en el mundo lo soportaría.
»Levanté la mano a mi madre y le devolví la bofetada. El carruaje se alejó y en aquel mismo instante comprendí también que Margareta Celsing había muerto para siempre. ¡Había sido tan buena, tan inocente, incapaz de pensar en causar daño a nadie! Los ángeles del cielo habían regado su tumba con amargas lágrimas. Si Margareta no hubiera muerto, jamás hubiera osado levantar la mano contra su madre.
Gösta Berling, el mendigo, sentado al pie de la puerta, se había limitado a escuchar. El sonido de aquella voz consiguió dominar en él, por un instante, el misterioso llamamiento de los bosques y de la muerte. De tal manera aquella mujer, la más poderosa del distrito, se había hecho su igual en el pecado, su hermana en la ignominia, con el único objeto de devolverle el ánimo y la alegría de una vida nueva. Así, le dio a entender que su cabeza no era la única que cedía bajo el peso abrumador de la pena y del pecado. Gösta Berling se levantó y se acercó a la comandanta.
—¿Quieres vivir ahora, Gösta Berling? —prosiguió diciendo con voz entrecortada por el llanto—. ¿Por qué buscar la muerte? Ciertamente hubieras podido ser un buen pastor; pero el Gösta Berling que tú ahogaste en el aguardiente, ¿fue más cándido y más inocente que la Margareta Celsing que yo ahogué en el odio? ¿Quieres vivir?
Gösta Berling se desplomó ante la comandanta y permaneció arrodillado.
—Perdóname… —exclamó—; pero no puedo, me es imposible.
—Soy una mujer vieja —gritó la comandanta—, endurecida por crueles penas; y he aquí que me he entregado a merced de un mendicante recogido medio muerto en un montón de nieve. Y ahora recibo la recompensa que he merecido. Bien, bien, márchate; puedes aún suicidarte… ¡Bah! Al menos no podrás luego contar a nadie mis confesiones y mi locura.
—No soy un suicida; soy un condenado a muerte. No hagas que mi lucha sea demasiado pesada. No puedo vivir. Mi cuerpo ha dominado mi alma; por eso tengo que darle la libertad y permitirle que vaya hacia Dios.
—Pero, ¿acaso crees que llegará hasta Dios?
—Adiós, Margareta Celsing, y muchas gracias.
—Adiós, Gösta Berling.
El pastor se levantó y con la cabeza baja y paso vacilante se dirigió hacia la puerta. Aquella mujer le hacía penoso el camino fatal hacia los bosques seculares.
Cuando llegó a la puerta tuvo que volverse y su mirada se encontró con la de la comandanta que, silenciosa, permanecía sentada, mirándole. Jamás había visto él un cambio parecido en un rostro humano, y se quedó parado, contemplándola. Ella, que unos momentos antes se había mostrado llena de ira y amenazadora, estaba ahora sentada, tranquila, como en éxtasis, y sus ojos irradiaban un amor purísimo y consolador. Ante aquella mirada notó que algo estallaba en su extraviado corazón; entonces apoyó la frente en el marco de la puerta, alzó los brazos sobre la cabeza y lloró como si fuera a partírsele el corazón.
La comandanta arrojó al fuego su pipa de barro y se acercó a él; sus movimientos eran en aquel momento tan dulces y tiernos como los de una madre.
—¡Ya, ya, muchacho!
Y le hizo sentarse junto a ella, en el banco que estaba al lado de la puerta. Gösta, con la cabeza apoyada en su regazo, lloraba.
—¿Piensas todavía en la muerte?
Quiso marcharse, pero ella le retuvo a la fuerza.
—Ahora te digo por última vez que puedes hacer lo que te plazca; pero yo te prometo que si deseas vivir me ocuparé de la hija del pastor de Broby, para hacer de ella una mujer de provecho. Y podrá dar gracias a Dios de que le hayas robado. ¿Estamos conformes?
Gösta alzó la cabeza y la miró a los ojos.
—¿Esto es verdad?
—Sí, es verdad, Gösta Berling.
Entonces, lleno de angustia, dejó caer las manos. Ante él veía los ojos confusos, los apretados labios y las pequeñas manos enflaquecidas de la niña. El pobre ser insignificante encontraría pues, protección y paz, y el signo de la humillación sería extirpado de su cuerpo, así como lo malo de su alma. Entonces vio cerrada ante él la entrada que conducía al camino de los bosques seculares.
—No me quitaré la vida mientras ella esté bajo el amparo de la comandanta —dijo—. Ya sabía yo que la comandanta sería más fuerte que yo y me obligaría a seguir viviendo.
—Gösta Berling —dijo ella en tono solemne—, he luchado por ti como por mí misma. Yo dije a Dios: si aún queda un átomo de Margareta Celsing en mí, concédeme que aparezca y que pueda impedir a ese hombre que se marche y se suicide. Y me lo ha concedido. Y tú la has visto y por eso no pudiste marcharte. Y ella me susurró, que probablemente, en consideración a la pobre criatura, accederías con gusto a no morir. ¡Ah, voláis con mucha osadía, vosotros, pájaros salvajes; pero Dios sabe ciertamente la manera de cazaros!
—Es un Dios grande y milagroso —dijo Gösta Berling—. Me ha tomado por loco y me ha despreciado, pero ya que no quiere permitirme morir; hágase su voluntad.
Desde aquel día Gösta Berling figuró como caballero de Ekeby. Dos veces trató de recobrar su libertad y de abrirse camino en la vida con su propio esfuerzo. La primera vez la comandanta le cedió una pequeña granja enclavada en sus tierras. Allí se retiró por algún tiempo, tratando de llevar la vida de un trabajador. Lo logró, realmente, durante bastantes días, pero después se cansó de su soledad y de su trabajo cotidiano. Y volvió a la casa. La segunda vez se fue al castillo de Borg, como preceptor del joven conde Henrik Dohna. Allí se prendó de la joven Ebba Dohna, hermana del conde; pero, en el momento en que creyó que iba a hacerla suya, se murió súbitamente. Y volvió a ser caballero de Ekeby, convencido de que para un pastor destituido están cerrados para siempre todos los caminos que conducen a la regeneración.
Ante todo, he de rogar a aquellos lectores que ya conocen el gran lago, las feraces planicies y las montañas azules, que salten algunas páginas. Pueden hacerlo tranquilamente, pues aun así el libro será, no obstante, bastante largo.
Se comprende que esté obligada a describir estas tres escenas para quienes no las han visto todavía, toda vez que ellas fueron el escenario donde Gösta Berling y los caballeros pasaban su vida de placeres. Pero aquellos que ya las han visto comprenderán fácilmente que el describirlas sobrepase en mucho las fuerzas de quienes solo saben manejar la pluma.
Preferiría limitarme a explicar que este lago se llama Löven, que es largo y estrecho, que se extiende desde los inmensos y solitarios bosques del norte del Värmland hasta más allá de las planicies donde está el lago de Vänern, hacia el sur de la llanura a ambos lados del lago, hasta las montañas que con sus cadenas de colinas rodean el valle. Pero no es suficiente para mí el pretender describir el lago de los ensueños de mi niñez y la vida de los héroes de mi infancia.
Las fuentes del lago están situadas bastante lejos, en el norte, y es este un país magnífico para un lago. El bosque y las montañas no cesan jamás de acumular allí sus aguas, y torrentes y arroyuelos se vierten en él durante todo el año. Posee un lecho de arena fina, por donde se extienden el promontorio y las islas que se reflejan en el fondo; hay aquí espacio suficientemente ancho para que juguetee la ondina y que permite que el lago se desarrolle grande y hermoso. Allá, en el norte, tiene un aspecto alegre y retozón. Tendríais que verlo una mañana de verano cuando brilla risueño entre un manto de niebla. Se oculta durante unos instantes; después lentamente, emerge, de su envoltura luminosa, tan encantadoramente hermoso, que apenas si puede reconocérsele. Pero entonces, con una ligera sacudida, arroja la capa que lo cubre y aparece desnudo y libre, abriéndose paso hacia el sur a través de algunos cerros de arena; se estrecha cada vez, se va encogiendo más y corre en busca de un nuevo reino. Lo encuentra: pronto vuelve a ser grande y poderoso, llena profundidades insondables y baña una laboriosa región, a la cual tiene que adornar. Aquí sus aguas son oscuras y sus orillas menos variadas; sus vientos son más ásperos y todo su carácter más severo. Pero continúa siendo un lago imponente y magnífico. Innumerables son las embarcaciones y almadías que navegan por él y, solo rara vez, antes de Navidad, puede entregarse a gozar del invernal reposo. Con frecuencia se pone de mal humor, a veces llega hasta a hundir los botes, pero también suele quedarse tranquilo y soñador, reflejando la bóveda celeste.
Sin embargo, el lago quiere seguir recorriendo el mundo, a pesar de que las montañas van siendo más suaves y el camino, a medida que desciende, más llano, hasta que, finalmente, tiene que deslizarse a través de un estrecho paso entre arenosas orillas. Y por tercera vez se ensancha de nuevo, pero ya sin su antigua magnificencia y poder.
En sus orillas, llanas y uniformes, gimen plateados sauces y sus ondas se sumergen mucho más pronto en el sueño invernal. Aún es hermoso, pero ha perdido la fiereza de su juventud y el vigor de su edad madura. Es un lago como tantos otros. Con sus dos brazos busca a tientas el camino hacia el lago Vänern, y cuando lo ha encontrado se lanza, con debilidad senil en su supremo esfuerzo, desde los abruptos declives y cae en eterno reposo.