La leyenda de una casa solariega - Selma Lagerlöf - E-Book

La leyenda de una casa solariega E-Book

Selma Lagerlöf

0,0

Beschreibung

En La leyenda de una casa solariega, la premio Nobel sueca Selma Lagerlöf cuenta la historia del estudiante Gunnar Hede, quien, hechizado por la música de su violín y a punto de perder su mansión campestre en Dalecarlia, cae en la locura. La joven Ingrid Berg, rescatada por él de la tumba, aceptará la difícil tarea de curar a Gunnar con su amor inquebrantable y sacrificado. La novela —a la manera de cuento de hadas psicológico— plantea con extraordinaria intensidad el tema de la lucha entre el bien y el mal, sin dejar de ser un estudio de las relaciones personales y de la aceptación de la alteridad y de la diferencia, al tiempo que es una variante de La Bella y la Bestia, en la que la atmósfera de fábula se fusiona perfectamente con elementos terrenales y con el retrato humano de los personajes. Selma Lagerlöf, mundialmente famosa por su El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, muestra un gran conocimiento de la psicología humana en esta novela en la que tanta importancia revisten los temas de la música y del amor, junto con notables pinturas del paisaje y motivos sobrenaturales que el genio de la autora consigue integrar orgánicamente en la narración.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 200

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice de contenido
Selma Lagerlöf
La leyenda de una casa solariega
Créditos
La leyenda de una casa solariega
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
La leyenda de Mårbacka

Selma Lagerlöf nace el 20 de noviembre de 1858 en Mårbacka, la casa solariega sita en la provincia sueca de Värmland que dominará toda su vida y su obra. Con veintitrés años se marcha a Estocolmo para estudiar magisterio. Diez años más tarde, mientras se encuentra ejerciendo la enseñanza en Landskrona, publica su primera obra, La saga de Gösta Berling, que tiene una excelente acogida entre el público. Por entonces la familia se ha visto obligada ya, dada su mala situación financiera, a vender Mårbacka. Sin embargo, Selma Lagerlöf a partir de ese momento no deja de cosechar éxitos con su fructífera carrera literaria. Entre otras obras, la archiconocida El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, que escribe en 1906 como libro de geografía para escolares por encargo del Gobierno sueco, la consagra definitivamente como la autora sueca más leída dentro y fuera de su país. Ello le permite retornar a Värmland y recomprar su adorada casa natal, que ampliará y reformará cuando en 1909 reciba el Premio Nobel de Literatura, siendo a la vez la primera mujer y el primer autor sueco en recibir tal galardón. Durante el resto de su vida, compaginará su faceta de prolífica escritora con las de terrateniente, empresaria y activista política. Muere en Mårbacka el 16 de marzo de 1940, a los 81 años de edad, dejando un abundante legado literario que —integrado por obras que han sido traducidas a múltiples idiomas y llevadas al cine— sigue encumbrándola como uno de los grandes nombres de la literatura universal.

Selma Lagerlöf

La leyenda de una casa solariega

Traducción y postfacio de Elda García-Posada

Primera edición: febrero de 2012

Primera edición ebook: agosto de 2024

Título original: En Herrgårdssägen (1899)

© de la traducción y del postfacio: Elda García-Posada, 2012, 2024

© de la presente edición: Editorial Funambulista, 2024

c/ Flamenco, 26 - 28231 Las Rozas (Madrid)

www.funambulista.net

IBIC: FC

ISBN: 978-84-128530-6-3

Maquetación de interiores y cubierta: Gian Luca Luisi

Motivo de la cubierta: Viulunsoittaja, Pekka Halonen, 1901

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»

Reservados todos los derechos. No se permite reproducir, almacenar en sistemas de recuperación de la información ni transmitir parte alguna de esta publicación, cualquiera que sea el medio empleado —electrónico, mecánico, fotocopia, grabación, etc.— sin el permiso previo por escrito de los titulares del copyright.

La leyenda de una casa solariega

I

Era un hermoso día de otoño a finales de la década de 1830. Por aquel entonces había en Uppsala una alta casa amarilla de dos pisos, que se erigía, extrañamente solitaria, en medio de un pequeño y muy apartado prado en las afueras de la ciudad. Era una casa bastante fea e inhóspita, pero la embellecía la frondosa enredadera que reptaba por la parte soleada de la fachada ambarina, tan alto que enmarcaba las tres ventanas del piso superior.

En una habitación al otro lado de una de esas ventanas enmarcadas por la enredadera se hallaba un estudiante desayunando. Era un mozo alto y guapo, de aspecto distinguido. Llevaba el cabello, que se le ondulaba con gracia, peinado hacia atrás, muy retirado de la frente, aunque un mechón le caía continuamente sobre los ojos. Vestía un atuendo cómodo y holgado, pero muy elegante.

La habitación estaba bellamente decorada, con un buen sofá, sillas tapizadas, un amplio escritorio y unas magníficas estanterías en las que, sin embargo, no había apenas libros.

Antes de que se bebiera el café, entró otro estudiante. Era muy distinto a él: bajo y de anchos hombros, robusto, fuerte, feo, de rostro grande, cabello fino y piel tosca.

—Hede —dijo—, he venido a hablar muy seriamente contigo.

—¿Estás en un aprieto?

—¡Oh, no, yo no! —respondió el otro—. Eres más bien tú quien lo está.

Guardó silencio un momento, con los ojos bajos.

—Caramba, qué incómodo es tener que decírtelo —continuó.

—¡Pues entonces no lo digas! —sugirió Hede, a quien tal solemne gravedad le había dado ganas de reír.

—Eso es precisamente lo que ya no puedo hacer, callarme —replicó el visitante—. Debería haber hablado contigo hace mucho tiempo, pero, como comprenderás, me resulta muy difícil. No puedo evitar pensar que estarás diciéndote: «Mira, el Gustav Ålin este, hijo de uno de mis jornaleros, se cree ahora con derecho a leerme la cartilla».

—¡Por Dios, Ålin —contestó Hede—, cómo puedes creer que voy a pensar algo así! Pero si mi abuelo paterno era hijo de un campesino.

—Sí, pero hoy ya nadie se acuerda de eso —dijo Ålin, mientras su figura tosca y pesada adquiría por momentos modales más rústicos, como si eso pudiera ayudarle a superar la vergüenza—. Mira, cuando pienso en la diferencia que hay entre tu familia y la mía, creo que debería callarme; pero cuando recuerdo que fue tu padre quien en su momento me facilitó el acceso a los estudios, entonces veo que debo hablar.

Hede lo contempló con una bella expresión en la mirada.

—Habla pues —le conminó—, y así cesará tu apuro.

—Lo que ocurre —expuso Ålin— es que me he enterado de que no haces nada de nada. Parece que apenas has abierto un libro en los cuatro semestres que llevas matriculado en la universidad. Dicen que no haces más que tocar el violín todo el día; y me lo creo, pues antaño, cuando estabas en la escuela de Falun, tampoco querías hacer ninguna otra cosa; lo que pasa es que allí te obligaban a trabajar.

Hede se enderezó en su silla, algo rígido. A Ålin se le veía cada vez más azorado, pero prosiguió con tenaz resolución:

—Pareces pensar que alguien que tiene en propiedad una finca como la de Munkhyttan debería poder hacer lo que le dé la gana: trabajar, si quiere; o no hacerlo, si no le apetece. Si te licencias, bien; si no te licencias, bien también, ya que en todo caso no quieres ser nada más que terrateniente, y aspiras a vivir en Munkhyttan toda la vida. Te entiendo perfectamente, sé que esas son tus intenciones.

Hede callaba, mientras a Ålin le parecía verlo rodeado de un halo de distinción, el mismo que a los ojos de Ålin siempre acompañó a su padre, el vicepresidente de la Junta de Minas, y a su madre, la vicepresidenta.1

—Pero se da la circunstancia —continuó con cautela— de que Munkhyttan ya no es lo que era entonces, cuando la mina de hierro producía. Eso sin duda lo sabía tu padre, y por ello, antes de su muerte, decidió que tú debías estudiar. Tu madre también lo sabe, la pobre, lo sabe todo el pueblo. El único que no sabe nada eres tú, Hede.

—¿Insinúas —preguntó Hede un tanto irritado— que yo no sé que la mina ya no puede explotarse?

—Ah, no —respondió Ålin—, eso lo sabes muy bien, pero de lo que no estás al tanto es de que Munkhyttan no vale nada. ¡Reflexiona y te darás cuenta de que allá, en casa, en Dalecarlia occidental, no es posible vivir de la agricultura! Bueno, no sé por qué tu madre te lo ha ocultado. Pero ella tiene el control de la herencia indivisa, así que no necesita pedirte ningún consejo. No obstante, todo el mundo sabe que su situación es apurada: dicen que anda todo el tiempo pidiendo préstamos. A buen seguro no ha querido preocuparte con sus problemas, y en vez de eso intentará ir tirando hasta que te licencies. No quiere vender la propiedad antes de que hayas acabado y tengas un nuevo hogar.

Hede se levantó y dio una vuelta por la habitación. Finalmente, se detuvo frente a Ålin.

—Pero, amigo mío, estás tratando de meterme en la cabeza un sinfín de tonterías. Si somos ricos...

—Soy perfectamente consciente de que aún gozáis de gran prestigio en nuestra tierra —declaró Ålin—. Pero comprenderás que nada puede durar para siempre, cuando no se deja de gastar sin que haya ningún ingreso. La situación era distinta cuando teníais la mina.

Hede se volvió a sentar.

—Mi madre me habría informado de todo esto. Te estoy agradecido, Ålin, pero creo que te has dejado asustar por los chismes que circulan.

—Bien, ya me figuraba que no tenías ni idea —replicó Ålin con obstinación—. En Munkhyttan tienes a tu madre ahorrando y afanándose para poder enviarte dinero aquí a Uppsala, y para poder recibirte con alegría cuando al final de cada semestre vuelves a casa. Y mientras tanto tú estás aquí ocioso, porque no sabes el peligro que te acecha. Yo ya no puedo soportar más el ver cómo os engañáis el uno a la otra. Tu señora madre cree que tú estás estudiando, y tú crees que ella es rica. No puedo quedarme mirando cómo arruinas tu futuro sin decirte nada.

Hede se quedó un rato en silencio, sumido en cavilaciones. Luego se levantó y le tendió a Ålin la mano con una triste sonrisa.

—Como comprenderás, sé que dices la verdad, pero no quiero creerte. ¡Gracias!

Ålin le estrechó la mano, radiante de felicidad.

—Entiende, Hede, que nada está perdido, siempre y cuando te pongas a trabajar. Con la cabeza que tienes, serás capaz de licenciarte en siete u ocho semestres.

Hede se puso derecho.

—Tranquilo, Ålin. A partir de ahora me aplicaré.

Ålin se levantó y se dirigió a la puerta, si bien con paso muy vacilante. Antes de haber llegado al umbral, se volvió.

—Querría una cosa más —dijo, mientras de nuevo se turbaba sobremanera—. Querría pedirte que me dejaras el violín, hasta que te pongas al día con tus estudios.

—¿Que te deje el violín?

—Sí, envuélvelo en la funda de seda, mételo en su estuche y permíteme que me lo lleve, pues de lo contrario no vas a ponerte a estudiar. Antes de que haya salido por la puerta, estarás ya tocando. Tienes una adicción tan fuerte que no vas a poder resistir la tentación mientras el violín esté aquí. Una cosa así no puede superarse sin ayuda. Es demasiado poderosa.

Hede, reacio, no se movió.

—Eso es una tontería —dijo.

—No, no es ninguna tontería. Sabes bien que en eso has salido a tu padre, llevas la música en la sangre. Y desde que vives solo aquí en Uppsala, no has hecho más que tocar sin parar. Te has buscado una casa en las afueras precisamente para no molestar a nadie con el violín. Tú solo no podrás controlar el impulso. ¡Déjame que me lo lleve!

—Bueno —repuso Hede—, antes no habría podido controlar el impulso de tocar. Pero ahora se trata de Munkhyttan. Le tengo más amor a mi casa que a mi violín.

Pero Ålin, con tenacidad, siguió pidiéndole que le diera el instrumento.

—¿De que servirá? —arguyó Hede—. Si tengo deseos de tocar, no me hace falta ir muy lejos para pedir prestado otro violín.

—Ya lo sé —contestó Ålin—, pero creo que con otro no será lo mismo. Es este viejo violín italiano el que entraña para ti el mayor peligro. Y, además, pensaba sugerirte que te encierres unos cuantos días al principio, hasta que cojas el ritmo.

Continuó rogando y suplicando, pero Hede se mantenía en sus trece. No quería someterse a algo tan ridículo como un arresto domiciliario. Ålin se puso rojo como la grana.

—Me llevo el violín conmigo —insistió, acalorado e impaciente—. De lo contrario, todo esto no habrá servido para nada. No pensaba hablar del tema, pero ocurre que no se trata solo de Munkhyttan. La primavera pasada, en el baile de fin de semestre, conocí a una chica que, según decían, era tu prometida. Bueno, yo no suelo bailar, pero me encantó verla deslizarse al ritmo de la música, radiante y luminosa como una flor de la pradera. Y cuando me enteré de que era tu novia, sentí lástima por ella.

—¿Sentiste lástima?

—Oh, sí, pues yo sabía que, si continuabas así, no ibas a llegar a nada en la vida. De modo que me juré que esa muchacha no estaría eternamente a la expectativa de algo que nunca iba a suceder, no se ajaría ni se marchitaría esperándote. No quiero encontrármela dentro de unos años con el rostro tenso y un profundo rictus en torno a la boca...

Se interrumpió. La mirada de Hede se hallaba posada en él, muy inquisitiva.

Gunnar Hede se había percatado de que a Ålin le gustaba su prometida. Le conmovió profundamente que este quisiera salvarle a él en esas circunstancias, y bajo el efecto de ese sentimiento, cedió y consintió en darle el violín.

Una vez que Ålin se hubo marchado, Hede se puso a estudiar como un loco, pero, al cabo de una hora, soltó el libro.

¡Como si estudiar valiese la pena! No acabaría antes de tres o cuatro años, y ¿quién podía asegurar que mientras tanto la finca no sería vendida?

Casi con espanto, se dio cuenta de lo mucho que amaba aquel viejo lugar. Era un auténtico hechizo. Veía ante sí todas sus estancias, todos sus árboles. Si se quedaba sin esas cosas, no sería feliz. ¡Y ahora se le escapaban, mientras se veía obligado a recluirse con sus libros!

Su preocupación crecía, y sentía cómo la sangre se le agolpaba en las sienes como si tuviese fiebre. Y su inquietud se trocó en desesperación al no poder agarrar el violín y tocar para calmarse.

—Dios mío —dijo—, este Ålin va a acabar por volverme loco. ¡Primero me viene con semejantes noticias, y luego me arrebata el violín! Alguien como yo necesita sentir un arco entre los dedos, tanto en la alegría como en la pena. Tengo que hacer algo, tengo que conseguir dinero, pero no se me ocurre qué ni cómo. No puedo pensar sin el violín.

Le desquiciaba el hecho de estar prisionero, atado a sus libros. Era una locura ponerse a estudiar durante tanto tiempo para conseguir una licenciatura cuando lo que necesitaba era dinero, dinero, dinero...

No toleraba la idea de hallarse encerrado. Sentía tanta ira hacia Ålin, por ser el artífice de ese despropósito, que temía llegar a ser capaz de pegarle, en caso de que regresara.

¡Pues claro que se habría aferrado al violín, si lo hubiera tenido consigo! Pero es que eso era lo que necesitaba. El desasosiego le hacía hervir la sangre de tal forma que estaba a punto de volverse loco.

Justo en el momento en que Hede añoraba su violín más que nunca, llegó un músico ambulante que se puso a tocar en el patio. Se trataba de un anciano ciego que desafinaba y tocaba sin sentimiento, pero a Hede le emocionó tanto oír un violín justo entonces que aguzó el oído mientras cruzaba las manos y las lágrimas le brotaban de los ojos.

Y un instante después, abrió de golpe la ventana y, agarrándose a la enredadera, se deslizó hacia el suelo. No sintió remordimiento alguno por abandonar el estudio. Estaba convencido de que aquel violín había llegado a su patio solo para consolarle en su desgracia.

Hede, por supuesto, no había nunca solicitado nada de manera tan sumisa como entonces, cuando le tocó rogar al viejo ciego que le prestara su violín. Le suplicó con la gorra en la mano, aunque el hombre no veía tres en un burro. Este no parecía comprender lo que se le pedía, así que Hede se volvió hacia la niña que le hacía de lazarillo e, inclinándose ante la pobre chiquilla, repitió su ruego. Ella le miró de la manera en que lo hacen aquellos que han de tener ojos para dos. Su mirada le brotó tan firme de las grandes pupilas grises que a Hede le pareció sentir cómo se posaba en su cuello para apreciar su recién almidonado encaje; luego en su torso, para admirar su bien cepillado gabán; y finalmente en sus pies, para contemplar sus relucientes botas.

A Hede nunca le habían pasado revista de esa forma, y vio claramente que esos ojos iban a emitir un juicio desaprobatorio.

Pero no fue así. La muchacha tenía una sonrisa peculiar. Su rostro mostraba una expresión tan seria que, cuando sonreía un poco, daba la sensación de que era la primera y última vez que adquiría un aspecto medianamente alegre. Y en ese momento sus labios esbozaron una de aquellas escasas sonrisas.

Cogió el violín de manos del viejo y se lo alargó a Hede.

—Toca el vals de El cazador furtivo2 —exigió.

A Hede le pareció extraño que le pidieran que tocase un vals en ese momento, pero le daba igual tocar una cosa u otra, con tal de tener un arco en la mano.

Era justo lo que le hacía falta: el violín de inmediato comenzó a ejercer su efecto lenitivo, hablándole con sus notas débiles y chirriantes. «No soy más que el violín de un pobre —decía—, pero, tal como soy, sirvo de consuelo y de ayuda a un miserable ciego. Para él, constituyo la luz, el color y la claridad. Soy yo quien alivia su pobreza, su vejez y su ceguera».

Hede sintió cómo el horrible desánimo que le había hecho perder la esperanza empezaba a alejarse de él. «Eres joven y fuerte —proseguía el violín—, capaz de luchar y pelear. Puedes retener aquello que quiere escaparse. ¿Por qué te muestras tan afligido y desalentado?».

Hede al principio tocaba con los ojos bajos, pero luego alzó la cabeza para contemplar a los que le rodeaban. En el patio se había formado un pequeño grupo de niños y transeúntes que habían acudido a escuchar la música.

Aunque no solo habían venido por la música: el ciego y la niña lazarillo no constituían toda la tropa. Frente a Hede, se hallaba un personaje en leotardos y lentejuelas, que tenía los desnudos brazos cruzados sobre el pecho. Tenía aspecto viejo y cansado, pero Hede no pudo evitar pensar que era un tipo enorme, con su ancho pecho y sus largos bigotes. Y al lado estaba su mujer, pequeña y regordeta y ya tampoco muy joven, pero radiante de felicidad, con sus lentejuelas y su falda de gasa meciéndose al viento.

Durante los primeros compases de la música permanecieron inmóviles, contando los tiempos. Al poco, se les formó una pequeña sonrisa en el rostro, se cogieron de la mano y, bailando, se colocaron sobre una pequeña alfombra de retales.

Hede reparó en que, durante todos los números acrobáticos que a continuación ejecutaron, la mujer se quedaba casi del todo quieta, mientras el hombre, solo, llevaba a cabo los ejercicios: saltaba por encima de ella, hacía la rueda a su alrededor y daba volteretas sobre su cabeza. La mujer prácticamente no hacía otra cosa que tirar besos al público.

Pero la verdad es que Hede no les hacía mucho caso. El arco había comenzado a volar sobre las cuerdas, al tiempo que le recordaba la felicidad que proporcionan la lucha y la conquista. Casi parecía congratularle a él por estar en una situación tan delicada. Así que Hede seguía tocando, con creciente valor y esperanza, sin pensar en los viejos acróbatas.

Pero, de pronto, notó la inquietud de estos, que dejaron de sonreír y de lanzar besos al público. El hombre dio un mal salto, y la mujer comenzó a mecerse al compás de la música.

Hede tocaba cada vez con mayor ardor. Terminó El cazador furtivo y acometió una antigua melodía característica de un fauno de los torrentes,3 que solía volver loco a todo el mundo cuando se tocaba en una fiesta campestre. Los viejos acróbatas, mudos de asombro, perdieron por completo la compostura. Hasta que llegó un momento en que ya no pudieron resistirse. Cogidos del brazo, dieron un paso adelante y se pusieron a bailar el vals sobre la polícroma alfombra.

¡Y bailaron sin parar! Con pasitos cortos, dando pequeñas y cerradas vueltas, sin salirse de la alfombra. Sus rostros resplandecían de alegría y entusiasmo, invadidos de felicidad juvenil y arrebato amoroso.

La multitud se regocijó al verlos bailar. El semblante de la pequeña y adusta lazarillo se iluminó con una gran sonrisa, y Hede experimentó una gran excitación.

He aquí lo que su violín era capaz de conseguir: ¡enardecer a la gente! Tenía en sus manos un gran poder. Podía tomar posesión de su reino en cualquier momento. Bastarían dos años de estudio en el extranjero con un gran maestro, y después podría dar la vuelta al mundo y, con su música, ganar dinero, gloria, fama.

Hede pensó entonces que los acróbatas habían acudido allí para decirle eso, para indicarle cuál era su camino: un camino que se abría ante él, amplio y luminoso. Se dijo a sí mismo: «Eso es lo que quiero, quiero ser músico, tengo que serlo. Será mucho mejor que estudiar. Soy capaz de hechizar a la gente con mi violín, puedo hacerme rico».

Hede dejó de tocar. Los acróbatas se acercaron de inmediato a felicitarle. El hombre le dijo que su nombre era Blomgren: ese era su nombre civil, pues como nombre artístico usaba otro. Él y su esposa eran veteranos del circo. La señora Blomgren había sido antes la señorita Viola, que volaba a lomos de un caballo. Y aún hoy, a pesar de que habían dejado el circo, eran artistas, artistas apasionados. Él ya había tenido la oportunidad de comprobarlo: por eso no habían podido resistirse a su música.

Hede los acompañó durante un par de horas. No podía separarse del violín, y, además, le gustaba el entusiasmo de los viejos artistas hacia su profesión. De paso se probaba a sí mismo. «Quiero ver si tengo la vena artística, quiero ver si puedo provocar emoción, quiero ver si puedo arrastrar a los niños y a los holgazanes de acá para allá».

Para su peregrinación, el señor Blomgren se echó a los hombros un gabán viejo y raído, mientras que la señora Blomgren se cubría con una capa marrón de corte redondo, y, así guarnecidos, caminaron al lado de Hede, charlando.

El señor Blomgren no quería hablar de toda la gloria que él y la señora Blomgren habían cosechado en la época en que trabajaban para un circo de verdad. Pero el director había despedido a la señora Blomgren, bajo el pretexto de que había engordado mucho. El señor Blomgren no había sido despedido, pero había presentado su dimisión. Nadie confiaría en él si se quedaba al servicio de un director que había despedido a su esposa.

La señora Blomgren amaba su oficio, y por ella el señor Blomgren había decidido convertirse en un artista independiente, para que ella pudiera continuar actuando. En invierno, cuando hacía demasiado frío para dar espectáculos en la calle, se prodigaban en tiendas de campaña. Tenían un repertorio muy rico, con pantomimas, números de magia y juegos malabares.

El circo, no el arte, los había echado, decía el señor Blomgren. Así que ellos servían al arte, valía la pena serle fiel hasta la muerte. ¡Siempre, siempre serían artistas! Eso pensaba el señor Blomgren, y la señora Blomgren estaba completamente de acuerdo.

Hede escuchaba sin decir nada. Sus pensamientos andaban errantes, inquietos, de proyecto en proyecto. A veces a uno le ocurren cosas que constituyen símbolos, signos que hay que descifrar. Lo que le estaba ocurriendo ahora tenía un sentido. Si era capaz de desentrañarlo correctamente, podría tomar una decisión sabia.

El señor Blomgren pidió entonces al estudiante que prestara un poco de atención a la pequeña lazarillo. ¿Había visto sus ojos? ¿No le parecía a él que esos ojos tenían que significar algo? ¿Podía alguien tener esos ojos sin estar destinado a algo grande?

Hede se volvió a mirar a la pálida muchachita. Efectivamente, sus ojos eran como estrellas en unas tristes y un tanto demacradas facciones.

—Nuestro Señor sabe siempre lo que hace —dijo la señora Blomgren—, y hasta creo que tiene un sentido hacer que un artista como el señor Blomgren actúe en la calle. Pero ¿en qué pensaba cuando le dio a esta niña esos ojos y esa sonrisa?

—Le diré algo —añadió el señor Blomgren—. No tiene la menor disposición artística. ¡Con esos ojos!

Hede comenzó a sospechar que no le hablaban a él, sino que el discurso iba dirigido a la niña, que iba detrás de ellos y podía oír todo lo que decían.

—No tiene más que trece años y, por tanto, no es en absoluto vieja para aprender, pero es imposible, imposible, carece por completo de talento. Enséñele a coser, señor estudiante, si no quiere perder el tiempo, ¡pero no intente enseñarle a hacer el pino!



Tausende von E-Books und Hörbücher

Ihre Zahl wächst ständig und Sie haben eine Fixpreisgarantie.