La libertad en lontananza - Jacques Rancière - E-Book

La libertad en lontananza E-Book

Jacques Rancière

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Beschreibung

"Los cuentos de Chéjov presentan múltiples versiones de un escenario simple: cualquier cosa podría suceder. Un día, al azar, en cualquier lugar, la vida ordinaria de servidumbre ha sido traspasada por una aparición: la libertad está ahí, en la distancia, haciendo señas e indicando que otra vida es posible, una en la que sabemos por qué vivimos. La mayoría, sin embargo, rehúye la llamada. Prefieren que no ocurra nada. Pero Chéjov no se rinde. Persiste en acompañar a sus personajes a esos lugares donde sus vidas podrían dar un vuelco. De cuento en cuento, teje este tiempo impulsado por la implacable máquina de la reproducción, pero que, de pausa en pausa, se desgarra y se desdobla en el tiempo de una presunta libertad que se niega a terminar, pero que sigue siendo una posibilidad en suspenso. Podríamos llamar a esto una política de la literatura. De la mano de uno de los grandes pensadores europeos, un libro que abre nuevas y fascinantes lecturas de la obra del escritor ruso."

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Akal

los caprichos 17

Diseño cubierta: RAG

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Título original

Au loin la liberté

© La Fabrique Éditions, 2024

© Ediciones Akal, S. A., 2025

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

[email protected]

www.akal.com

facebook.com/EdicionesAkal

@ediciones_akal

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@AkalEditor

ISBN: 978-84-460-5689-8

Jacques Rancière

La libertad en lontananza

Ensayo sobre Chéjov

Traducción de

Francisco López Martín

Los cuentos de Chéjov presentan múltiples versiones de un escenario simple: cualquier cosa podría suceder. Un día, al azar, en cualquier lugar, la vida ordinaria de servidumbre ha sido traspasada por una aparición: la libertad está ahí, en la distancia, haciendo señas e indicando que otra vida es posible, una en la que sabemos por qué vivimos. La mayoría, sin embargo, rehúye la llamada. Prefieren que no ocurra nada. Pero Chéjov no se rinde. Persiste en acompañar a sus personajes a esos lugares donde sus vidas podrían dar un vuelco. De cuento en cuento, teje este tiempo impulsado por la implacable máquina de la reproducción, pero que, de pausa en pausa, se desgarra y se desdobla en el tiempo de una presunta libertad que se niega a terminar, pero que sigue siendo una posibilidad en suspenso. Podríamos llamar a esto una política de la literatura.

De la mano de uno de los grandes pensadores europeos, un libro que abre nuevas y fascinantes lecturas de la obra del escritor ruso.

Jacques Rancière es uno de los más destacados representantes del pensamiento francés contemporáneo. Profesor emérito de Filosofía de la Universidad de París VIII (Saint-Denis), ha centrado su trabajo en los ámbitos de la política y de la estética.

Nota del traductor

En las referencias bibliográficas, se han dejado a propósito las transliteraciones al francés de los nombres de los autores rusos (A. Tchekhov, I Bounine), pues pensamos que hay que considerarlos parte constitutiva de las mismas.

Por lo demás, para las traducciones de los textos de Chéjov se ha tomado como referencia la edición de los cuentos completos publicada por Páginas de Espuma.

El sueño del vagabundo

Se trata de un cuento de 1886 titulado Ensueños, uno de los relatos que, ese año, hizo que el joven Antón Chéjov se diera cuenta, con la ayuda de unos cuantos lectores privilegiados, de que no era un simple animador de pequeños periódicos populares, sino un escritor de verdad.

A primera vista, sin embargo, es la historia más sencilla que se pueda imaginar. Tres hombres marchan por un camino. No sabemos de dónde han partido. Y la historia termina sin que hayan llegado a su destino. El único acontecimiento fáctico es una pausa. Su propio caminar parece desmentir cualquier cambio de lugar. El camino embarrado en el que se hunden sus pies es justo el mismo delante que detrás. Y, a su alrededor, la niebla blanquecina forma un muro que cierra toda perspectiva y acentúa la sensación de deambular inmóvil en un espacio indefinidamente semejante a sí mismo.

Por supuesto, hay una razón para su trayecto, y se nos brinda en la frase de inicio, que a primera vista resume toda la historia. La acción no es más que una simple rutina de la vida en el campo: dos policías llevan a un vagabundo a la ciudad. A los dos policías se los caracteriza con un par de pinceladas, a la manera de un narrador humorístico: uno es fornido y de piernas cortas, el otro largo y enjuto como una estaca. Pero empiezan a surgir problemas, y la superficie lisa de este relato insignificante se vuelve más profunda con la personalidad del tercer hombre: el vagabundo que no recuerda su nombre y que parece cualquier cosa menos un mendigo.

Resolver este doble enigma, averiguar por qué ya no sabe su nombre y se parece tan poco a su personaje, es el tema de una nueva narración que atraviesa la uniformidad de este paseo. La investigación la dirige el hombre bajito, que responde al nombre de Ptaja. Lenta y soñadoramente, como si hablara consigo mismo, el vagabundo sin nombre le responderá y ofrecerá la clave del doble enigma: en primer lugar, su aspecto. Puede que naciera campesino, hijo de una sierva, pero ella había sido doméstica en una casa señorial y lo educó en el amor a la religión, los buenos modales y un lenguaje cuidado. Y, si no parece un campesino, es porque su padre era sin duda un señor, a cuyas insinuaciones no había podido resistirse su piadosa madre. Las cosas se torcieron cuando el señor en cuestión eligió una nueva compañera, lo que tal vez explique el error de la devota madre de verter arsénico por descuido en el vaso con la medicina que el hijo llevaba cada noche al señor. Tal «error» envió a madre e hijo a la cárcel, de la que él escapó. Por eso «olvidó» su nombre, que lo condenaría a volver a la prisión, entre gente grosera, insoportable para sus delicados sentidos, mientras que, como vagabundo, simplemente será deportado a Siberia.

En el transcurso de la conversación, el vagabundo sin nombre se ha convertido en un personaje típico de la ficción moderna: un bastardo, en parte noble, en parte plebeyo, pero también un compendio de la historia de su país, la «sucia» tierra de esclavos y señores estigmatizada en un famoso poema de Lérmontov[1]; una tierra de gigantescas distancias sociales y vecindades engañosas cuyo soberano, veinte años antes, había abolido la servidumbre, pero sin hacer realidad la libertad.

Dar contenido a esta libertad es la tarea a la que se dedicará el relato, al introducir una nueva ficción dentro de la ficción. Tal es el trabajo del vagabundo y consiste en transformar el lugar de su destino. En sus observaciones líricas, la Siberia de los deportados se convierte en el país de la libertad. La tierra, dice, es allí inmensa y cada cual puede disponer de toda la que quiera para sembrar, arar y construir; los ríos son anchos y rápidos, protegidos por riberas escarpadas y abetos centenarios, e innumerables peces nadan para deleite de pescadores con caña, con red o con nasas.

Con esta evocación de las tierras vírgenes de la libertad, se interrumpe la simple historia del viaje a la capital del distrito y se suprime la división de papeles entre los policías y el vagabundo. Y es que los sueños son también una realidad: el acuerdo entre una situación, la actuación de un cuerpo y el paisaje de pensamiento que suscita en la mente de las personas. Mientras el vagabundo hable, su tierra libre existe. Los propios policías, esos hombres cuyo trabajo consiste en obedecer órdenes y encerrar a la gente, comparten ahora su sueño; se pintan cuadros de una vida que nunca han conocido, pero cuya imagen quizá les ha sido transmitida por antepasados lejanos o por historias de tiempos inmemoriales: la del hombre libre que se mueve sin trabas en una tierra libre de estepas ilimitadas, ríos anchos y elevados abetos.

En este punto, donde la ficción del vagabundo se pierde en el sueño del país libre, se borra el sentido mismo del viaje y el reparto de papeles. La realidad de su sueño compite con la realidad a la que sirven los policías. Así que uno de ellos tiene que hacerlo callar y cerrar el paréntesis ficticio restableciendo la simple historia del viaje que lleva a un delincuente al lugar donde va a ser juzgado. Este es el papel natural del policía largo y enjuto. En pocas palabras, devuelve al soñador de la libertad a la realidad del viaje que han de completar y a la constatación de su estado: el de un hombre enfermo, ya sin aliento por el breve viaje, que caerá muerto de agotamiento mucho antes de llegar a la Siberia de sus sueños. Con esta simple llamada al orden, las imágenes del país libre se desvanecen de las tres cabezas. Pero no su idea. Y, mientras las nítidas imágenes del proceso judicial que lo espera se instalan en el espíritu del vagabundo, los pensamientos de los policías siguen divagando: «Estiran sus mentes para abarcar con la imaginación lo que tal vez solo Dios es capaz de imaginar, a saber, la espantosa distancia que los separa del país libre»[2].

No otorguemos a Dios más importancia de la que tiene en la prosa del descreído Chéjov.Dios sabe, Dios sabe qué, Dios sabe quién: estas expresiones aparecen con frecuencia en la obra del escritor, no para invocar el privilegio de la omnisciencia divina, sino para marcar los límites de lo que los personajes de la historia son capaces de identificar y comprender. Las palabras del vagabundo han socavado el trayecto rectilíneo que, entre dos muros de niebla, conducía directamente a un lugar de confinamiento. Han duplicado el espacio y el tiempo del viaje, instalando en su origen fabuloso y en su destino soñado un punto de referencia que pertenece a otro orden de magnitud: la libertad. La libertad se sitúa a una distancia inconmensurable, pero que, de todas formas, hay que intentar medir. Aunque el vagabundo haya sido despojado de las imágenes de su sueño, este acecha ahora el mismo orden que lo condena. «Es hora de ponerse en marcha, dice el policía. La pausa ha terminado»[3]. Pero la pausa no ha terminado. Permanecerá inscrita en el tiempo uniforme del viaje como un desgarrón irreparable.