La madriguera del gusano blanco - Bram Stoker - E-Book

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Bram Stoker

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Beschreibung

La madriguera del gusano blanco es una novela de terror del escritor irlandés, publicada en 1911, el año anterior a la muerte de Stoker.
El personaje central del libro es Adam Salton, quien en 1860 es contactado por su anciano tío abuelo, Richard Salton, un terrateniente de Lesser Hill, Derbyshire, Inglaterra, que no tiene otra familia y quiere establecer una relación con el único otro miembro vivo de la familia Salton. Aunque Adam ya ha hecho su propia fortuna en Australia, acepta con entusiasmo conocer a su tío y, a su llegada en barco a Southampton, los dos hombres rápidamente se hacen buenos amigos.
Su tío abuelo luego revela que desea convertir a Adam en el heredero de su propiedad, Lesser Hill. Adam viaja allí y rápidamente se encuentra en el centro de eventos misteriosos, con Sir Nathaniel de Salis, un amigo de Richard Salton, como su guía.

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Bram Stoker

Bram Stoker

LA MADRIGUERA DEL GUSANO BLANCO

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-954-3

Greenbooks editore

Edición digital

Noviembre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-954-3
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Indice

LA MADRIGUERA DEL GUSANO BLANCO

LA MADRIGUERA DEL GUSANO BLANCO

CAPÍTULO PRIMERO

LA LLEGADA DE ADAM SALTON
Adam Salton pasó casualmente por el Empire Club de Sydney y se encontró con una carta de su tío abuelo. Poco menos de un año antes había tenido noticias del anciano caballero, Richard Salton, revelándole su parentesco y asegurándole que no había podido escribirle más pronto a causa de sus enormes dificultades en dar con el paradero de su sobrino nieto. Adam quedó muy complacido y respondió cordialmente; a menudo había oído a su padre hablar de la rama más antigua de la familia con quienes él y los suyos habían perdido el contacto hacía mucho tiempo. Había comenzado una interesante correspondencia. Adam abrió apresuradamente la carta que acababa de llegar, que contenía una amable invitación para instalarse en Lesser Hill con su tío abuelo tanto tiempo como le fuera posible.

«Verdaderamente,

escribía Richard Salton, espero que se establezca aquí permanentemente. Usted sabe, mi querido muchacho, que nosotros somos los últimos descendientes de nuestra estirpe y sería conveniente que usted me sucediera cuando llegue el momento. En este año de 1860 voy a cumplir los ochenta y aun cuando nuestra familia es longeva, mi vida no puede prolongarse más allá de límites razonables. Estoy dispuesto a quererle y a proporcionarle un hogar junto a mí todo lo feliz que usted desee. Por lo tanto, venga tan pronto como reciba esta carta y compruebe la bienvenida que espero darle. Por si le facilitase las cosas, le envío una libranza bancaria de doscientas libras esterlinas. Venga pronto y podremos gozar juntos de algunos días felices. Si está a su alcance concederme el placer de su visita, envíeme lo antes posible una carta diciéndome cuándo debo esperarlo. Cuando llegue usted a Plymouth o Southampton, o a cualquier puerto a que esté destinado, espere a bordo, que me uniré a usted lo más pronto posible»
El anciano señor Salton quedó muy complacido con la respuesta de Adam y envió con toda premura un criado a su camarada sir Nathaniel de Salis, informándole de la llegada de su sobrino nieto a Southampton el día doce de junio.
El señor Salton dio instrucciones de tener preparado la mañana siguiente del día memorable un carruaje, en el que viajaría hasta Stafford, donde tomaría el tren de las once cuarenta. Esa noche la pasaría con su sobrino a bordo, lo cual sería para él una nueva experiencia; o, si el invitado lo prefería, en un hotel. En cualquier caso regresarían al hogar a la mañana siguiente. Había dado órdenes a su administrador de enviar el carruaje de postas a Southampton, listo para el regreso a casa, y de preparar los relevos de los
caballos para no demorarse en el viaje. Intentaba que su sobrino nieto, que había pasado toda su vida en Australia, contemplara durante el viaje algo de la Inglaterra rural. Tenía muchos potros que él mismo criaba y adiestraba, esperando que fuera para el joven una jornada memorable. El equipaje se enviaría por tren a Stafford, adonde iría a recogerlo uno de sus carruajes. Durante el viaje a Southampton, el señor Salton se preguntaba a menudo si su sobrino nieto estaría tan emocionado como él ante la idea de encontrarse por vez primera con un pariente tan cercano. Sólo con gran esfuerzo lograba controlarse. La perspectiva sin fin de los raíles y las agujas en los alrededores de los muelles de Southampton, inflamaron de nuevo su ansiedad.
Cuando el tren se detuvo junto al andén de la estación, el anciano entrelazó sus manos hasta que de pronto se abrió violentamente la puerta del carruaje y saltó al interior un hombre joven.
—¿Cómo está usted, tío? Le he reconocido por la fotografía que me envió. Quería verle lo antes posible, pero todo es tan extraño para mí que no sabía qué hacer Sin embargo, aquí estoy. Me alegra conocerlo, señor. He soñado con este momento de felicidad durante miles de millas y ahora advierto que la realidad supera todos mis sueños —y mientras hablaban, el anciano y el joven se estrecharon cordialmente las manos.
El encuentro, que comenzó de manera tan auspiciosa, prosiguió todavía mejor. Adam, dándose cuenta de que el anciano estaba interesado en la novedad del barco, le sugirió pasar la noche a bordo, asegurándole estar dispuesto a partir a cualquier hora y en la dirección que el otro propusiera. Esta afectuosa complacencia en ajustarse a sus planes conmovió profundamente al anciano. Aceptó calurosamente la invitación, y en seguida se pusieron a conversar, no como parientes lejanos, sino más bien como viejos amigos. El corazón del anciano, vacío de afectos durante tanto tiempo, encontró un nuevo deleite. En cuanto al joven, la acogida que había recibido al desembarcar en este viejo país armonizaba del todo con los sueños habidos en sus vagabundeos en solitario, y le prometía una nueva vida plena de aventuras. Al poco tiempo el anciano aceptó plenamente la estrecha relación llamándole por su nombre de pila. Tras una larga conversación sobre temas de interés común, se retiraron ambos al camarote que iban a compartir. Richard Salton colocó afectuosamente sus manos sobre los hombros del muchacho; aunque Adam tenía veintisiete años, para su tío abuelo era, y seguiría siéndolo para siempre, un muchacho.
—Estoy muy contento de haberlo encontrado tal como es, mi querido muchacho, como el joven que siempre deseé tener por hijo en los días en que todavía alimentaba semejantes esperanzas. Sin embargo, todo eso pertenece ya al pasado. Pues, gracias a Dios, aquí comienza una nueva vida para los dos. Para usted será mucho más larga, pero todavía hay tiempo para que una parte
la compartamos en común. Esperaba verle para decirle esto, porque pensaba que sería mejor no ligar su joven vida a la mía hasta haberle conocido lo suficiente como para justificar semejante aventura. Ahora puedo, en lo que a mí respecta, hablar con toda libertad, ya que desde el momento mismo en que mis ojos se posaron en usted le vi como a mi propio hijo, tal como habría sido si la voluntad de Dios hubiera elegido ese camino.
—Por supuesto que lo soy, señor, ¡de todo corazón!
—Gracias por esto, Adam —los ojos del anciano se llenaron de lágrimas y su voz tembló. Entonces, después de un prolongado silencio entre ellos, prosiguió diciendo:
—Cuando me enteré de que vendría hice mi testamento. Era normal que garantizara sus intereses desde ese momento. Aquí está la escritura; guárdela, Adam. Todolo que tengo le pertenecerá; y si el amor y los buenos deseos, o su recuerdo, pueden hacer la vida más dulce, la suya será francamente dichosa. Ahora, mi querido muchacho, recojámonos. Partiremos por la mañana temprano y tenemos por delante un largo viaje. Espero que no le importe viajar en coche. He dispuesto el antiguo carruaje de cuatro ruedas en el que mi abuelo, y tatarabuelo suyo, se trasladaba a la Corte cuando era rey Guillermo

IV.

Se encuentra en perfecto estado —en aquella época se construía bien— y se ha mantenido regularmente en uso. Pero creo haber hecho algo mejor: he enviado el carruaje en el que yo mismo viajo. Los caballos los crío yo mismo y tendremos relevos dispuestos a lo largo de toda la ruta. Espero que le gusten los caballos. Han sido siempre una de las mayores aficiones de mi vida.
—Adoro los caballos, señor, y me complace poder decirle que poseo algunos. Al cumplir dieciocho años mi padre me regaló una granja para criar caballos. Me dediqué personalmente a ella y la he sacado adelante. Antes de partir, mi administrador me entregó un memorándum en el que me informaba de que tenemos más de un millar de caballos, casi todos en inmejorables condiciones.
—Me alegra mucho, hijo mío. Es otro lazo entre nosotros.
—Imagine, señor, el inmenso placer que será para mí ver Inglaterra de ese modo. ¡Y con usted!
—Gracias de nuevo, hijo mío. Por el camino le contaré todo lo relativo a su futuro hogar y sus alrededores. Como le digo, viajaremos a la antigua usanza. Mi abuelo siempre condujo un tiro con cuatro caballos y lo mismo haremos nosotros.
—Oh, gracias, señor, gracias. ¿Me permitirá tomar las riendas de vez en cuando?
—Siempre que lo desee, Adam. El tiro es suyo. Todos los caballos que utilicemos hoy, serán suyos.
—Es usted excesivamente generoso, tío.
—En absoluto. Es solamente el placer egoísta de un viejo. No ocurre todos los días que el heredero regrese a la antigua mansión de los antepasados. Y, a propósito... No, haríamos mejor en acostarnos. Le contaré el resto por la mañana.

CAPÍTULO II

LOS CASWALL DE CASTRA REGIS
El señor Salton había sido toda su vida muy madrugador, y necesariamente tenía un despertar rápido. Sin embargo, al abrir los ojos a la mañana siguiente
—y aunque el monótono traqueteo de la maquinaria del barco no dejaba excusa para seguir durmiendo— se encontró con los ojos de Adam que le miraban desde su litera. Su sobrino nieto le había cedido el sofá, ocupando él la litera inferior. El anciano, pese a su gran energía y a su habitual actividad, estaba un poco cansado por el largo viaje de la víspera y por la prolongada y animada conversación que le siguió. Por lo tanto, le alegraba tener el cuerpo quieto y relajado mientras su cerebro trabajaba activamente tratando de retener lo que pudiera del extraño ambiente. Adam, por su lado, debido a la costumbre campesina en la que había sido educado, se despertó al alba, y estaba listo para iniciarse en las experiencias del nuevo día tan pronto como conviniera a su compañero de más edad. Cuando ambos se dieron cuenta de la disposición del otro, saltaron simultáneamente de la cama y comenzaron a vestirse. El camarero, siguiendo instrucciones previas, tenía ya preparado el desayuno y poco tiempo después tío abuelo y sobrino nieto descendían por la pasarela del barco en busca del carruaje.
Encontraron al administrador del señor Salton, que les buscaba en el muelle, y este les condujo inmediatamente al lugar en que les esperaba el carruaje. Richard Salton mostró con orgullo a su joven compañero las diversas comodidades del vehículo. Tiraban de él cuatro buenos caballos, con un postillón por yunta.
—Mire —dijo el anciano con orgullo—, tiene todos los lujos necesarios para un viaje confortable: silencio y aislamiento al mismo tiempo que rapidez. Nada obstaculiza la visión de los que viajan dentro, y nadie, desde fuera, podrá oír su conversación. He usado este coche durante un cuarto de siglo, y nunca vi otro más cómodo para viajar.Lo comprobará usted mismo en seguida.
Atravesaremos el corazón de Inglaterra, y en el camino le seguiré contando lo de la noche anterior. Nuestra ruta pasará por Salisbury, Bath, Bristol, Cheltenham, Worcester, Stafford, y en seguida nuestro hogar.
Adam permaneció en silencio varios minutos, durante los cuales su mirada recorrió incesantemente el horizonte en toda su extensión.
—Este viaje de hoy, señor —preguntó—, ¿tiene algo que ver con lo que usted quería contarme anoche?
—Directamente, no, pero indirectamente, todo.
—¿No podríamos hablar de ello ahora? No veo a nadie que pueda escucharnos, y si algo le impide seguir hablando durante el viaje, comuníquelo inmediatamente. Le entenderé.
Entonces el anciano Salton comenzó a hablar.
—Comencemos por el principio, Adam. Su conferencia sobre Los romanos en Britania, de la cual usted mismo me envió una copia por carta, me hizo pensar mucho, al mismo tiempo que me informó de sus gustos. Inmediatamente después le escribí para invitarle a casa, pues me parecía que si usted estaba interesado en la investigación histórica —como parece de hecho
— este era un lugar idóneo, además de cuna de sus propios antepasados. Si pudo aprender tanto sobre los romanos de Britania en un lugar tan lejano como Nueva Gales del Sur, donde no puede haber tradición de ellos, cuánto más no sería capaz de hacer sobre el terreno mismo. El lugar a donde vamos está en el corazón mismo del antiguo reino de Mercia, donde se encuentran vestigios de las diversas nacionalidades que formaron el conglomerado que se convertiría en Britania.
—Pensé más bien que tendría alguna razón más personal o algo más definitivo para mi apresuramiento en venir. Después de todo, la Historia puede esperar, a menos que se esté haciendo.
—Completamente de acuerdo, muchacho. Tenía una razón como usted sabiamente adivinó. Ansiaba que estuviese usted aquí cuando aconteciera una fase muy importante de nuestra historia local.
—¿De qué se trata, señor, si puedo preguntárselo?
—Puede. El principal terrateniente en esta parte nuestra del condado va a regresar a su casa y habrá un gran recibimiento que usted podrá observar cuidadosamente. El hecho es que, desde hace más de un siglo, los diferentes propietarios que se sucedieron vivieron en el extranjero la mayor parte del tiempo.
—¿Cómo es eso, señor, si puede saberse?
—La gran mansión y las tierras que se encuentran junto a las nuestras se llaman Castra Regis, residencia familiar de los Caswall. El último propietario que vivió aquí fue Edgar Caswall, abuelo del que va a venir ahora y el único que permaneció en la casa algún tiempo. Su abuelo, que también se llamaba Edgar —han mantenido la tradición del mismo nombre para todos los primogénitos de la familia—, se disgustó con sus parientes y se fue a vivir al extranjero, no manteniendo ninguna relación con ellos. El hijo de este Edgar nació, vivió y murió en el extranjero, y su nieto, el último heredero, también nació y vivió fuera de Inglaterra hasta cumplir treinta años, su edad actual. Pertenece a la segunda rama de los ausentes. La gran hacienda de Castra Regis no ha conocido a sus propietarios en cinco generaciones, durante más de ciento veinte años. Sin embargo, ha sido bien administrada y ningún arrendatario ha tenido el menor motivo de queja. Por todo ello, hay una expectación natural por ver al nuevo propietario, y todos esperamos con excitación el acontecimiento de su llegada. Incluso yo, que tengo mis propias tierras, aunque adyacentes y completamente aparte de las de Castra Regis.
»Ahora estamos en un terreno nuevo para usted —prosiguió el anciano—. Aquello es el chapitel de la catedral de Salisbury. Cuando hayamos dejado atrás la ciudad, estaremos próximos al condado romano, y, como es natural, querrá usted emplear a fondo sus ojos. En breve tendremos que ocuparnos de la antigua Mercia. Sin embargo, no debe sentirse decepcionado. Mi viejo amigo sir Nathaniel de Salis, como yo vecino de Castra Regis —su propiedad Doom Tower bordea Derbyshire, sobre el Peak— viene a pasar conmigo los festejos de bienvenida a Edgar Caswall. Es justo el tipo de hombre que a usted le gustará. Se ha consagrado a la historia y es presidente de la Sociedad Arqueológica de Mercia. Sabe más que nadie sobre esta parte del condado, su historia y sus gentes. Espero que llegue antes que nosotros, y que los tres podamos tener una larga charla después de cenar.Es, también, nuestro geólogo y naturalista local. Por tanto, tenéis ambos numerosos intereses en común. Entre otras cosas, conoce perfectamente bien el Peak, sus cavernas, y todas las antiguas leyendas de los tiempos prehistóricos.
Pasaron la noche en Cheltenham, y a la mañana siguiente continuaron su viaje a Stafford. Los ojos de Adam estuvieron ocupados todo el tiempo, y hasta que Salton no observó que entraban en la última etapa de su viaje no se refirió a la visita de sir Nathaniel.
Al anochecer llegaron a Lesser Hill, hogar del señor Salton, pero estaba demasiado oscuro como para que pudiera distinguirse cualquier detalle de los alrededores. Adam sólo pudo ver que la casa estaba en lo alto de una colina, no tan alta como aquella otra en la que se asentaba el Castillo, en cuya torre ondeaba un estandarte. Eran tantas las luces que se agitaban en él, manifiestamente a causa de los preparativos de los inminentes festejos, que
parecía en llamas. Adam debió diferir su curiosidad para el día siguiente. Su tío abuelo fue recibido por un venerable anciano que lo saludó cordialmente.
—Llegué lo antes que pude, como usted deseaba. Me imagino que se trata de su sobrino nieto. Encantado de conocerlo, señor Adam Salton. Soy Nathaniel de Salis, y su tío es uno de mis más viejos amigos.
Desde el primer momento en que sus miradas se encontraron, Adam sintió que eran ya amigos. Este encuentro fue una muestra más de bienvenida a sumarse a las que ya habían sonado en sus oídos.
La cordialidad con que sir Nathaniel y Adam entablaron su primer contacto hizo fácil el intercambio de ideas. Sir Nathaniel era un despierto hombre de mundo, que había viajado mucho dedicándose a estudiar en profundidad determinadas materias. Era un conversador brillante, como podía esperarse de un próspero diplomático, aun en las situaciones menos favorables. Pero se sintió conmovido, y hasta cierto punto seducido, por la evidente admiración del joven y su buena disposición para escucharle. Por consiguiente, la conversación, que había comenzado en los términos más amistosos posibles, pronto se animó y cobró un interés creciente cuando el anciano habló de los próximos acontecimientos con Richard Salton. Este sabía ya que su viejo amigo quería poner al corriente en este asunto a su sobrino nieto, y por eso, durante su viaje entre el Peak y Lesser Hill, había ordenado sus ideas con el fin de exponerlas y explicarlas de la manera más clara posible. A Adam le bastó escuchar atentamente para reunir casi toda la información deseada. Cuando concluyó la cena y los sirvientes se hubieron retirado, dejando a los tres hombres con sus bebidas y cigarros, sir Nathaniel comenzó a hablar.
—Pienso que su tío... A propósito, creo que será mejor llamarlo a él tío y a usted sobrino, en lugar de buscar el término exacto para su grado de parentesco... Además, su tío es un amigo tan antiguo y tan querido que, con su permiso, abandonaré las formalidades y le llamaré Adam, como si fuera mi propio hijo.
—Nada me gustaría más —respondió el joven.
La respuesta conmovió a los dos ancianos, pero, con la discreción que caracteriza a los ingleses cuando se trata de asuntos emocionales que les atañen personalmente, instintivamente volvieron a la conversación anterior.Sir Nathaniel tomó la iniciativa.
—Entiendo, Adam, que su tío le ha puesto al corriente de la historia de la familia Caswall.
—En parte sí, señor; pero tengo entendido que aún debo oír detalles más minuciosos de usted, si es tan amable.
—Me encantará contarle todo lo que sé. Pues bien, el primer Caswall de nuestra historia es Edgar, cabeza de la familia y propietario de las tierras, que tomó posesión de ellas justamente el año en que murió Jorge III. Tenía un hijo de unos veinticuatro años. Hubo una violenta disputa entre los dos. Nadie de su generación tiene la menor idea del motivo; pero, considerando las características de la familia, podemos suponer que, aunque grave y violento, en el fondo sería trivial.
»El resultado de la disputa fue que el hijo abandonó la casa paterna sin reconciliarse ni decirle a su padre adonde iba. Nunca volvió a la casa. Pocos años después murió sin haber intercambiado palabra ni carta con su padre. En el extranjero contrajo matrimonio y tuvo un hijo a quien, según parece, jamás contó nada de toda esta historia. El abismo que les separaba parecía infranqueable, pues con el tiempo el hijo se casó y tuvo a su vez descendencia. Pero ni las alegrías ni las penas lograron volver a unir a los que se habían separado. En tales condiciones, no era de esperar que se produjera rapprochement alguno, y una indiferencia total, fundada en el mejor de los casos en la ignorancia mutua, reemplazó al afecto familiar e incluso a los intereses en común. Debemos exclusivamente a la diligencia de los abogados el haber conocido el nacimiento de este nuevo heredero. Él es quien viene ahora a pasar unos meses en la mansión de sus antepasados.
«Desde la separación, los intereses familiares quedaron reducidos a la herencia de las tierras. No habiendo nacido ningún otro niño de las generaciones más nuevas, todas las esperanzas están ahora depositadas en el nieto de este hombre.
»Ahora bien, sería conveniente que tuviera presentes las características predominantes de esta familia. Se han preservado sin cambios, siendo idénticas en todos ellos: fríos, egoístas, dominantes, despreocupados por las consecuencias de sus caprichos. No es que hayan perdido la fe —aunque el tema no les concierne— sino que se toman el cuidado de calcular anticipadamente lo que deben hacer para lograr sus fines. Si en algún momento cometen un error, algún otro cargará con las consecuencias. Tales rasgos se repiten con tanta frecuencia que parecieran formar parte de una política establecida. No es sorprendente, por tanto, que sean cuales fueren los cambios que se produzcan, ellos guarden siempre, segura, la posesión de sus bienes. Son, por naturaleza, absolutamente fríos y duros. Ninguno de ellos, por lo menos que se sepa, ha sido jamás presa del más leve sentimiento que le impulsara a desviarse de su camino o a detener su mano obedeciendo los dictados de su corazón. Los retratos y efigies de ellos muestran, todos, su vinculación con el tipo romano antiguo. Tienen ojos grandes y cabello negro, como ala de cuervo, espeso y rizado. Son tipos macizos y fuertes.
»La espesa cabellera negra, que les crece hasta la parte baja de la nuca, da
testimonio de su extraordinaria fuerza física y resistencia. Pero lo más notable en los Caswall son sus ojos. Negros, penetrantes, casi insoportables, parecen contener una sobrenatural fuerza de voluntad que no admite contradicción. Es un imperativo en parte racial y en parte individual: un poder imbuido de cierta propiedad misteriosa, que se diría hipnótica o mesmérica, capaz de privar de toda capacidad de resistencia a aquellos que sostienen su mirada. Con ojos como esos, implantados en un rostro inconfundiblemente dominador, se necesita ser verdaderamente fuerte para poder resistir la inflexible voluntad que los anima.
«Quizá piense, Adam, que todo esto es producto de mi imaginación, sobre todo porque nunca he visto a ninguno de ellos. Así es; pero mi imaginación está basada en estudios profundos. He utilizado todo lo que sabía o podía conjeturar con lógica acerca de tan extraña familia. Con tanto misterio no es extraño que corra el rumor de que la familia sufre alguna forma de posesión diabólica, y que se extienda la creencia de que ciertos antepasados remotos vendieron sus almas al Diablo.
«Pero pienso que ahora haríamos mejor en irnos a dormir. Mañana proseguiremos, y quiero que su mente esté clara y sus facultades a punto. Además, quisiera que me acompañara en mi paseo matutino, durante el cual podremos observar, mientras el asunto se mantenga fresco en nuestras mentes, la peculiar disposición de este lugar: no solamente de las tierras de su tío abuelo, sino de toda la región que se extiende a su alrededor. Hay varios fenómenos misteriosos de los cuales podemos buscar —y quizá encontrar— explicaciones. Cuantos más elementos conozcamos de partida, más fácil nos será comprender lo que veamos con nuestros propios ojos.

CAPÍTULO III

LA ARBOLEDA DE DIANA
La curiosidad hizo que, a la mañana siguiente, Adam saltara de la cama muy temprano. Pero después de haberse vestido y bajado las escaleras, comprobó que, pese a haber sido tan madrugador, sir Nathaniel lo había sido más. El anciano caballero estaba ya listo para la larga caminata y ambos partieron en seguida.
Sir Nathaniel, sin decir palabra, tomó el camino del este que baja de la colina. Después de haber descendido y vuelto a ascender, se encontraron en el borde oriental de una escarpada colina, de menos altura que la del Castillo, pero situada de tal manera que dominaba las demás elevaciones que coronaban
la cordillera. A todo lo largo de esta, las rocas afloraban desnudas y frías formando un tosco encastillamiento natural. La forma de la cordillera era un segmento circular con las cimas más elevadas hacia el oeste. En el centro, que era el punto más alto, se levantaba el Castillo. Entre las diversas excrecencias rocosas había grupos de árboles de tamaño y peso variado, entre algunos de los cuales surgían lo que, a la temprana luz mañanera, parecían ruinas de antiguas edificaciones. Estas —sean lo que fueren— estaban hechas de macizas piedras grises, probablemente calizas talladas rudimentariamente, a no ser que adquirieran esta forma por causas naturales. La inclinación del terreno era tan pronunciada a lo largo de la cordillera, que, aquí y allá, los árboles, las rocas y los edificios parecían sobresalir por encima de la lejana llanura, a través de la cual corrían numerosos arroyos.
Sir Nathaniel se detuvo y miró a su alrededor, como si no quisiera perderse nada del majestuoso efecto. El sol, que se eleva en el cielo por el este, hacía visibles hasta los más insignificantes detalles. Con el brazo extendido señaló a Adam, como para llamar su atención sobre la totalidad de la perspectiva. Hecho esto, redujo su marcha, como invitándole a fijarse en los detalles. Adam, que era un alumno atento y bien dispuesto, siguió estos movimientos con exactitud, procurando no perderse nada.
—Le he traído aquí, Adam, porque parece el lugar más apropiado para comenzar nuestras investigaciones. En este momento tiene delante de usted la casi totalidad de lo que fue el antiguo reino de Mercia. En efecto, podemos verlo, desde aquí, en su conjunto, con excepción de la parte más lejana, oculta por las Marcas Galesas, y de lo que nos tapa, desde donde estamos, la elevación del terreno al oeste. En teoría, podemos ver la totalidad del límite oriental del reino que se extendía hacia el sur desde el Humber al Wash. Quiero que tome nota mentalmente de la disposición del terreno, porque algún día, tarde o temprano, tendremos que imaginárnoslo, cuando consideremos las viejas tradiciones y supersticiones e intentemos buscarles una explicación rationale. Cada leyenda, cada superstición que recojamos, nos ayudará a comprender, y posiblemente elucidar, las otras. Y como todas tienen raíz local, nos acercaremos a la verdad —o a su más probable versión— conociendo a fondo las condiciones de este lugar según vayamos atravesándolo. Este reconocimiento del terreno nos permitirá recurrir a realidades geológicas ya conocidas. Por ejemplo, los materiales de construcción utilizados en las distintas épocas pueden aportar datos interesantes a unos ojos bien abiertos. Las mismas alturas, formas y composiciones de estas colinas —y mucho más aún, las de la vasta planicie que se extiende entre nosotros y el mar— han servido de tema a interesantes libros.
—¿Por ejemplo, señor? —dijo Adam, aventurando una pregunta.
—Bien, contemple aquellas colinas que rodean a la principal, sobre la cual