CAPÍTULO PRIMERO
LA LLEGADA
DE ADAM SALTON
Adam
Salton pasó casualmente por el Empire Club de Sydney y se encontró
con una
carta de su tío abuelo. Poco menos de un año antes había tenido
noticias del
anciano caballero, Richard Salton, revelándole su parentesco y
asegurándole que
no había podido escribirle más pronto a causa de sus enormes
dificultades en
dar con el paradero de su sobrino nieto. Adam quedó muy complacido
y respondió
cordialmente; a menudo había oído a su padre hablar de la rama más
antigua de
la familia con quienes él y los suyos habían perdido el contacto
hacía mucho
tiempo. Había comenzado una interesante correspondencia. Adam abrió
apresuradamente la carta que acababa de
llegar,
que contenía una amable invitación para instalarse en Lesser
Hill con su
tío abuelo tanto tiempo como le fuera
posible.
«Verdaderamente,
escribía
Richard Salton, espero que se establezca aquí permanentemente.
Usted sabe, mi
querido muchacho, que nosotros somos los últimos descendientes de
nuestra
estirpe y sería conveniente que usted me sucediera cuando llegue el
momento. En
este año de 1860 voy a cumplir los ochenta y aun cuando nuestra
familia es
longeva, mi vida no puede prolongarse más allá de límites
razonables. Estoy
dispuesto a quererle y a proporcionarle un hogar junto a mí todo lo
feliz que
usted desee. Por lo tanto, venga
tan
pronto
como
reciba
esta
carta
y
compruebe
la
bienvenida
que
espero
darle.
Por
si
le
facilitase
las
cosas,
le
envío
una
libranza
bancaria
de
doscientas libras
esterlinas.
Venga pronto y podremos
gozar juntos de algunos días felices.
Si
está
a
su
alcance
concederme
el
placer
de
su
visita,
envíeme
lo
antes posible una carta
diciéndome cuándo
debo esperarlo. Cuando llegue usted a Plymouth o Southampton, o a
cualquier
puerto a que esté destinado, espere a bordo, que me uniré a usted
lo más pronto
posible»
El
anciano señor Salton quedó muy complacido con la respuesta de Adam
y envió con
toda premura un criado a su camarada sir Nathaniel de Salis,
informándole de la
llegada de su sobrino nieto a Southampton el día doce de junio.
El
señor Salton dio instrucciones de tener preparado la mañana
siguiente del
día
memorable
un
carruaje,
en
el
que
viajaría
hasta
Stafford,
donde
tomaría
el tren de las once cuarenta. Esa noche la pasaría con su sobrino a
bordo, lo
cual sería para él una nueva experiencia; o, si el invitado lo
prefería, en un
hotel. En cualquier caso regresarían al hogar a la mañana
siguiente. Había dado
órdenes a su administrador de enviar el carruaje de postas a
Southampton,
listo
para
el
regreso
a
casa,
y
de
preparar
los
relevos
de
los
caballos para no demorarse en el viaje. Intentaba
que su sobrino nieto,
que había pasado toda su vida en Australia, contemplara durante el
viaje algo
de la Inglaterra rural. Tenía muchos potros que él mismo criaba y
adiestraba,
esperando que fuera para el joven una jornada memorable. El
equipaje se
enviaría por tren a Stafford, adonde iría a recogerlo uno de sus
carruajes.
Durante el viaje a Southampton, el señor Salton se preguntaba a
menudo si su
sobrino nieto estaría tan emocionado como él ante la idea de
encontrarse por
vez primera con un pariente tan cercano. Sólo con gran esfuerzo
lograba
controlarse. La perspectiva sin fin de los raíles y las agujas en
los
alrededores de los muelles de Southampton, inflamaron de nuevo su
ansiedad.
Cuando
el
tren
se
detuvo
junto
al
andén
de
la
estación,
el
anciano
entrelazó sus manos
hasta que de pronto se
abrió violentamente la puerta del carruaje y saltó al interior un
hombre
joven.
—¿Cómo
está usted, tío? Le he reconocido por la fotografía que me envió.
Quería verle
lo antes posible, pero todo es tan extraño para mí que no sabía qué
hacer Sin
embargo, aquí
estoy. Me alegra
conocerlo,
señor. He soñado
con este momento de
felicidad durante
miles de millas y ahora advierto que la realidad supera todos mis
sueños —y
mientras hablaban, el anciano y el joven se estrecharon
cordialmente las
manos.
El
encuentro, que comenzó de manera tan auspiciosa, prosiguió todavía
mejor. Adam, dándose
cuenta de que el
anciano estaba interesado en la novedad del barco, le sugirió pasar
la noche a
bordo, asegurándole estar dispuesto a partir a cualquier hora y en
la dirección
que el otro propusiera. Esta afectuosa complacencia en ajustarse a
sus planes
conmovió profundamente
al
anciano.
Aceptó
calurosamente
la
invitación,
y
en
seguida
se pusieron a conversar, no como parientes lejanos, sino más
bien como
viejos amigos. El corazón del anciano, vacío de afectos durante
tanto tiempo,
encontró
un
nuevo
deleite.
En
cuanto
al
joven,
la
acogida
que
había
recibido
al desembarcar en este viejo país armonizaba del todo con
los sueños
habidos en sus
vagabundeos
en
solitario,
y
le
prometía
una
nueva
vida
plena
de
aventuras.
Al poco tiempo el anciano aceptó plenamente la estrecha relación
llamándole por
su nombre de pila.
Tras una larga
conversación sobre temas de interés común, se retiraron ambos al
camarote que
iban a
compartir. Richard
Salton
colocó afectuosamente sus manos sobre los hombros del muchacho;
aunque Adam
tenía veintisiete años, para su tío abuelo era, y seguiría siéndolo
para
siempre, un
muchacho.
—Estoy
muy contento de haberlo encontrado tal como es, mi querido
muchacho, como el
joven que siempre deseé tener por hijo en los días en que todavía
alimentaba
semejantes
esperanzas.
Sin
embargo,
todo
eso
pertenece
ya al pasado. Pues,
gracias a Dios, aquí comienza una nueva vida
para los dos. Para
usted
será
mucho
más
larga,
pero
todavía
hay
tiempo
para
que
una
parte
la compartamos en común. Esperaba verle para
decirle esto, porque
pensaba que sería mejor no ligar su joven vida a la mía hasta
haberle conocido
lo suficiente como para justificar semejante aventura. Ahora puedo,
en lo que a
mí respecta, hablar con toda libertad, ya que desde el momento
mismo en que mis
ojos se posaron en usted le vi como a mi propio hijo, tal como
habría sido si
la voluntad de Dios hubiera elegido ese camino.
—Por
supuesto que lo soy, señor, ¡de todo corazón!
—Gracias por esto, Adam —los ojos del anciano se
llenaron de lágrimas y
su voz tembló. Entonces, después de un prolongado silencio entre
ellos,
prosiguió diciendo:
—Cuando
me enteré de que vendría hice mi testamento. Era normal que
garantizara sus
intereses desde ese momento. Aquí está la escritura; guárdela,
Adam.
Todolo
que
tengo
le
pertenecerá;
y
si
el
amor
y
los
buenos
deseos,
o
su recuerdo, pueden
hacer la vida más
dulce, la suya será francamente dichosa. Ahora, mi querido
muchacho,
recojámonos. Partiremos por la mañana temprano y tenemos por
delante un largo
viaje. Espero que no le importe viajar en coche. He dispuesto el
antiguo
carruaje de cuatro ruedas en el que mi abuelo,
y
tatarabuelo
suyo,
se
trasladaba
a
la
Corte
cuando
era
rey
Guillermo
IV.
Se encuentra en
perfecto estado —en aquella época se construía bien— y se ha
mantenido
regularmente en uso. Pero creo haber hecho algo mejor: he enviado
el carruaje
en el que yo mismo viajo. Los caballos los crío yo mismo y
tendremos relevos
dispuestos a lo largo de toda la ruta. Espero que le gusten los
caballos. Han
sido siempre una de las mayores aficiones de mi
vida.
—Adoro
los caballos, señor, y me complace poder decirle que poseo algunos.
Al cumplir
dieciocho años mi padre me regaló una granja para criar caballos.
Me dediqué
personalmente a ella y la he sacado adelante. Antes de partir, mi
administrador
me entregó un memorándum en el que me informaba de que tenemos más
de un millar
de caballos, casi todos en inmejorables condiciones.
—Me
alegra mucho, hijo mío. Es otro lazo entre nosotros.
—Imagine,
señor, el inmenso placer que será para mí ver Inglaterra de ese
modo. ¡Y con
usted!
—Gracias de nuevo, hijo mío. Por el camino le
contaré todo lo relativo
a su futuro hogar y sus alrededores. Como le digo, viajaremos a la
antigua
usanza. Mi abuelo siempre condujo un tiro con cuatro caballos y lo
mismo
haremos
nosotros.
—Oh,
gracias, señor, gracias. ¿Me permitirá tomar las riendas de vez en
cuando?
—Siempre
que lo desee, Adam. El tiro es suyo. Todos los caballos que
utilicemos hoy,
serán suyos.
—Es
usted excesivamente generoso, tío.
—En
absoluto. Es solamente el placer egoísta de un viejo. No ocurre
todos los días
que el heredero regrese a la antigua mansión de los antepasados. Y,
a
propósito... No, haríamos mejor en acostarnos. Le contaré el resto
por la
mañana.
CAPÍTULO II
LOS CASWALL
DE CASTRA REGIS
El
señor Salton había sido toda su vida muy madrugador, y
necesariamente tenía
un despertar rápido. Sin embargo, al abrir
los ojos a la mañana
siguiente
—y aunque el monótono traqueteo de la maquinaria
del barco no dejaba
excusa para seguir durmiendo— se encontró con los ojos de Adam que
le miraban
desde su litera. Su sobrino nieto le había cedido el sofá, ocupando
él la
litera
inferior. El anciano,
pese a
su gran energía y a su habitual actividad, estaba un poco cansado
por el largo
viaje de la víspera y por la prolongada y animada conversación que
le siguió.
Por lo tanto, le alegraba tener el cuerpo quieto
y
relajado
mientras
su
cerebro
trabajaba
activamente
tratando
de
retener
lo
que
pudiera
del
extraño
ambiente.
Adam,
por
su
lado,
debido
a
la
costumbre campesina
en
la
que
había
sido
educado,
se
despertó
al
alba,
y
estaba
listo
para
iniciarse en las experiencias del nuevo día tan pronto como
conviniera a su
compañero de más edad. Cuando ambos se dieron cuenta de la
disposición del
otro, saltaron simultáneamente de la cama y comenzaron a vestirse.
El camarero,
siguiendo instrucciones previas, tenía ya preparado el desayuno y
poco tiempo
después tío abuelo y sobrino nieto descendían por la pasarela del
barco en
busca del
carruaje.
Encontraron
al administrador del señor Salton, que les buscaba en el muelle, y
este les
condujo inmediatamente al lugar en que les esperaba el carruaje.
Richard
Salton
mostró
con
orgullo
a
su
joven
compañero
las
diversas
comodidades del vehículo.
Tiraban de
él cuatro buenos caballos, con un postillón por
yunta.
—Mire
—dijo el anciano con orgullo—, tiene todos los lujos necesarios
para un viaje
confortable: silencio y aislamiento al mismo tiempo que rapidez.
Nada
obstaculiza
la
visión
de
los
que
viajan
dentro,
y
nadie,
desde
fuera,
podrá oír su
conversación. He usado este coche durante un cuarto de siglo, y
nunca vi
otro
más
cómodo
para
viajar.Lo
comprobará
usted
mismo
en
seguida.
Atravesaremos el corazón de Inglaterra, y en el
camino le seguiré
contando lo de la noche anterior. Nuestra ruta pasará por
Salisbury, Bath,
Bristol, Cheltenham, Worcester, Stafford, y en seguida nuestro
hogar.
Adam
permaneció en silencio varios minutos, durante los cuales su mirada
recorrió
incesantemente el horizonte en toda su extensión.
—Este
viaje de hoy, señor —preguntó—, ¿tiene algo que ver con lo que
usted quería
contarme anoche?
—Directamente,
no, pero indirectamente, todo.
—¿No
podríamos hablar de ello ahora? No veo a nadie que pueda
escucharnos,
y
si
algo
le
impide
seguir
hablando
durante
el
viaje,
comuníquelo
inmediatamente. Le
entenderé.
Entonces
el anciano Salton comenzó a hablar.
—Comencemos
por
el
principio,
Adam.
Su
conferencia
sobre
Los
romanos en Britania, de
la cual usted
mismo me envió una copia por carta, me hizo pensar mucho, al mismo
tiempo que
me informó de sus gustos. Inmediatamente
después
le
escribí
para
invitarle
a
casa,
pues
me
parecía
que
si usted
estaba
interesado
en
la
investigación
histórica
—como
parece
de
hecho
— este era un lugar idóneo, además de cuna de sus
propios antepasados.
Si pudo
aprender
tanto
sobre
los
romanos
de
Britania
en
un
lugar
tan
lejano
como Nueva Gales del
Sur, donde no puede haber
tradición de
ellos, cuánto más no sería capaz de hacer sobre el terreno mismo.
El lugar a
donde vamos está en el corazón mismo del antiguo reino de Mercia,
donde se
encuentran vestigios de las diversas nacionalidades que formaron el
conglomerado
que se convertiría en
Britania.
—Pensé
más bien que tendría alguna razón más personal o algo más
definitivo para mi
apresuramiento en
venir. Después de
todo, la Historia
puede
esperar, a menos que se
esté haciendo.
—Completamente
de acuerdo, muchacho. Tenía una razón como usted sabiamente
adivinó. Ansiaba
que estuviese usted aquí cuando aconteciera una fase muy importante
de nuestra
historia local.
—¿De
qué se trata, señor, si puedo preguntárselo?
—Puede.
El principal terrateniente en esta parte nuestra del condado va a
regresar a su
casa y habrá un gran recibimiento que usted podrá observar
cuidadosamente. El
hecho es que, desde hace más de un siglo, los diferentes
propietarios que se
sucedieron vivieron en el extranjero la mayor parte del tiempo.
—¿Cómo
es eso, señor, si puede saberse?
—La
gran mansión y las tierras que se encuentran junto a las nuestras
se llaman
Castra Regis, residencia familiar de los Caswall. El último
propietario que
vivió aquí fue Edgar Caswall, abuelo del que va a venir ahora y el
único que
permaneció en la casa algún tiempo. Su abuelo, que también se
llamaba Edgar
—han mantenido la tradición del mismo nombre para todos los
primogénitos de la
familia—, se disgustó con sus parientes y se fue a vivir al
extranjero, no
manteniendo ninguna relación con ellos. El hijo de este Edgar
nació, vivió y
murió en el extranjero, y su nieto, el último heredero, también
nació y vivió
fuera de Inglaterra hasta cumplir treinta años, su edad actual.
Pertenece
a
la
segunda
rama
de
los
ausentes.
La
gran
hacienda
de
Castra
Regis no ha conocido a
sus propietarios
en cinco generaciones, durante más de ciento veinte años. Sin
embargo, ha sido
bien administrada y ningún arrendatario ha tenido el menor motivo
de queja. Por
todo ello, hay una expectación natural por ver al nuevo
propietario, y todos
esperamos con excitación el acontecimiento de su llegada. Incluso
yo, que tengo
mis propias tierras,
aunque
adyacentes
y
completamente
aparte
de
las
de
Castra
Regis.
»Ahora
estamos en un terreno nuevo para usted —prosiguió el anciano—.
Aquello es el
chapitel de la catedral de
Salisbury. Cuando
hayamos dejado atrás la ciudad, estaremos próximos al condado
romano,
y, como es natural,
querrá usted emplear a
fondo sus ojos. En breve tendremos que ocuparnos de la antigua
Mercia. Sin
embargo, no debe sentirse decepcionado. Mi viejo amigo sir
Nathaniel de Salis,
como yo vecino de Castra Regis —su propiedad Doom
Tower bordea
Derbyshire, sobre el Peak— viene a pasar conmigo
los festejos de bienvenida a Edgar Caswall. Es justo el tipo de
hombre que a
usted le gustará. Se ha consagrado a la historia y es presidente de
la Sociedad
Arqueológica de Mercia. Sabe más que nadie sobre esta parte del
condado, su
historia y sus gentes. Espero que llegue antes que nosotros, y que
los tres
podamos
tener
una
larga
charla
después
de
cenar.Es,
también,
nuestro
geólogo y naturalista
local. Por tanto, tenéis ambos numerosos intereses en común. Entre
otras cosas,
conoce perfectamente bien el Peak, sus cavernas, y todas las
antiguas leyendas
de los tiempos
prehistóricos.
Pasaron
la noche en Cheltenham, y a la mañana siguiente continuaron su
viaje a
Stafford. Los ojos de Adam estuvieron ocupados todo el tiempo, y
hasta que
Salton no observó que entraban en la última etapa de su viaje no se
refirió a
la visita de sir Nathaniel.
Al
anochecer llegaron a Lesser Hill, hogar del señor Salton, pero
estaba demasiado
oscuro como para que pudiera distinguirse cualquier detalle de los
alrededores.
Adam sólo pudo ver que la casa estaba en lo alto de una colina, no
tan alta
como aquella otra en la que se asentaba el Castillo, en cuya torre
ondeaba un
estandarte. Eran tantas las luces que se agitaban en él,
manifiestamente a
causa de los preparativos de los inminentes festejos, que
parecía en llamas. Adam debió diferir su
curiosidad para el día
siguiente. Su tío abuelo fue recibido por un venerable anciano que
lo saludó
cordialmente.
—Llegué
lo antes que pude, como usted deseaba. Me imagino que se trata de
su sobrino
nieto. Encantado de conocerlo, señor Adam Salton. Soy Nathaniel de
Salis, y su
tío es uno de mis más viejos amigos.
Desde
el primer momento en que sus miradas se encontraron, Adam sintió
que eran ya
amigos. Este encuentro fue una muestra más de bienvenida a sumarse
a las que ya
habían sonado en sus oídos.
La
cordialidad
con
que
sir
Nathaniel
y
Adam
entablaron
su
primer
contacto hizo fácil el
intercambio de
ideas. Sir Nathaniel era un despierto hombre de mundo, que había
viajado mucho
dedicándose a estudiar en profundidad determinadas materias. Era un
conversador
brillante, como podía esperarse de un próspero diplomático, aun en
las
situaciones menos favorables. Pero se sintió conmovido, y hasta
cierto punto
seducido, por la evidente admiración del joven y su buena
disposición para
escucharle. Por consiguiente, la conversación, que había comenzado
en los
términos más amistosos posibles, pronto se animó y cobró un interés
creciente
cuando el anciano habló de los próximos acontecimientos con Richard
Salton.
Este sabía ya que su viejo amigo quería poner al corriente en este
asunto a su
sobrino nieto, y por eso, durante su viaje entre el Peak y Lesser
Hill, había
ordenado sus ideas con el fin de exponerlas y explicarlas de la
manera más
clara posible. A Adam le bastó escuchar atentamente para reunir
casi toda la
información deseada. Cuando concluyó la cena y los sirvientes se
hubieron
retirado, dejando a los tres hombres con sus bebidas y cigarros,
sir Nathaniel
comenzó a
hablar.
—Pienso
que su tío... A propósito, creo que será mejor llamarlo a él tío y
a usted
sobrino, en lugar de buscar el término exacto para su grado de
parentesco...
Además, su tío es un amigo tan antiguo y tan querido que, con su
permiso,
abandonaré las formalidades y le llamaré Adam, como si fuera mi
propio hijo.
—Nada
me gustaría más —respondió el joven.
La
respuesta conmovió a los dos ancianos, pero, con la discreción que
caracteriza
a los ingleses cuando se trata de asuntos emocionales que les
atañen
personalmente,
instintivamente
volvieron
a
la
conversación
anterior.Sir Nathaniel tomó la
iniciativa.
—Entiendo,
Adam, que su tío le ha puesto al corriente de la historia de la
familia
Caswall.
—En
parte sí, señor; pero tengo entendido que aún debo oír detalles más
minuciosos
de usted, si es tan amable.
—Me
encantará contarle todo lo que sé. Pues bien, el primer Caswall de
nuestra
historia es Edgar, cabeza de la familia y propietario de las
tierras, que tomó
posesión de ellas justamente el año en que murió Jorge III. Tenía
un hijo de
unos veinticuatro años. Hubo una violenta disputa entre los dos.
Nadie de su
generación tiene la menor idea del motivo; pero, considerando las
características
de la familia, podemos suponer que, aunque grave y violento, en el
fondo sería
trivial.
»El
resultado de la disputa fue que el hijo abandonó la casa paterna
sin
reconciliarse ni decirle a su padre adonde iba. Nunca volvió a la
casa. Pocos
años después murió sin haber intercambiado palabra ni carta con su
padre. En el
extranjero contrajo matrimonio y tuvo un hijo a quien, según
parece, jamás
contó nada de toda esta historia. El abismo que les separaba
parecía
infranqueable,
pues
con
el
tiempo
el
hijo
se
casó
y
tuvo
a
su
vez
descendencia.
Pero ni las alegrías ni las penas lograron volver a unir a los que
se habían
separado. En tales condiciones, no era de esperar que se produjera
rapprochement alguno, y una indiferencia total, fundada en el mejor
de los
casos en la ignorancia mutua, reemplazó al afecto familiar e
incluso a los
intereses en común. Debemos exclusivamente a la diligencia de los
abogados el
haber conocido el nacimiento de este nuevo heredero. Él es quien
viene ahora a
pasar unos meses en la mansión de sus
antepasados.
«Desde
la separación, los intereses familiares quedaron reducidos a la
herencia de las
tierras. No habiendo nacido ningún otro niño de las generaciones
más nuevas,
todas las esperanzas están ahora depositadas en el nieto de este
hombre.
»Ahora
bien, sería conveniente que tuviera presentes las características
predominantes
de esta familia. Se han preservado sin cambios, siendo idénticas en
todos
ellos: fríos, egoístas, dominantes, despreocupados por las
consecuencias de sus
caprichos. No es que hayan perdido la fe —aunque el tema no les
concierne— sino
que se toman el cuidado de calcular anticipadamente lo que deben
hacer para
lograr sus fines. Si en algún momento cometen un
error, algún otro
cargará con las consecuencias.
Tales rasgos se repiten
con tanta
frecuencia que parecieran formar parte de una política establecida.
No es
sorprendente, por tanto, que sean cuales fueren los cambios que se
produzcan,
ellos guarden siempre, segura, la posesión de sus bienes.
Son,
por
naturaleza,
absolutamente
fríos
y
duros.
Ninguno
de
ellos,
por lo menos que se
sepa, ha sido jamás
presa del más leve sentimiento que le impulsara a desviarse de su
camino o a
detener su mano obedeciendo los dictados de su corazón. Los
retratos y efigies
de ellos muestran, todos, su vinculación con el tipo romano
antiguo.
Tienen ojos grandes y
cabello negro, como
ala de cuervo, espeso y rizado. Son tipos macizos y
fuertes.
»La
espesa cabellera negra, que les crece hasta la parte baja de la
nuca, da
testimonio de su extraordinaria fuerza física y
resistencia. Pero lo
más notable en los Caswall son sus ojos. Negros, penetrantes, casi
insoportables, parecen contener una sobrenatural fuerza de voluntad
que no
admite contradicción. Es un imperativo en parte racial y en parte
individual:
un poder imbuido de cierta propiedad misteriosa, que se diría
hipnótica o
mesmérica, capaz de privar de toda capacidad de resistencia a
aquellos que
sostienen su mirada. Con ojos como esos, implantados en un rostro
inconfundiblemente dominador, se necesita ser verdaderamente fuerte
para poder
resistir la inflexible voluntad que los anima.
«Quizá
piense, Adam, que todo esto es producto de mi imaginación, sobre
todo porque
nunca he visto a ninguno de ellos. Así es; pero mi imaginación está
basada en
estudios profundos. He utilizado todo lo que sabía o podía
conjeturar con
lógica acerca de tan extraña familia. Con tanto misterio no es
extraño que
corra el rumor de que la familia sufre alguna forma de posesión
diabólica, y
que se extienda la creencia de que ciertos antepasados remotos
vendieron sus
almas al Diablo.
«Pero
pienso que ahora haríamos mejor en irnos a dormir. Mañana
proseguiremos, y
quiero que su mente esté clara y sus facultades a punto. Además,
quisiera que
me acompañara en mi paseo matutino, durante el cual podremos
observar, mientras
el asunto se mantenga fresco en nuestras mentes, la peculiar
disposición de
este lugar: no solamente de las tierras de su tío abuelo, sino de
toda la
región que se extiende a su alrededor. Hay varios fenómenos
misteriosos de los
cuales podemos buscar —y quizá encontrar— explicaciones. Cuantos
más elementos
conozcamos de partida, más fácil nos será comprender lo que veamos
con nuestros
propios ojos.
CAPÍTULO III
LA ARBOLEDA
DE DIANA
La
curiosidad hizo que, a la mañana siguiente, Adam saltara de la cama
muy
temprano. Pero después de haberse vestido y bajado las escaleras,
comprobó que,
pese a haber sido tan madrugador, sir Nathaniel lo había sido más.
El anciano
caballero estaba ya listo para la larga caminata y ambos partieron
en seguida.
Sir
Nathaniel, sin decir palabra, tomó el camino del este que baja de
la colina.
Después de haber descendido y vuelto a ascender, se encontraron en
el borde
oriental de una escarpada colina, de menos altura que la del
Castillo, pero
situada
de
tal
manera
que
dominaba
las
demás
elevaciones
que
coronaban
la cordillera. A todo lo largo de esta, las rocas
afloraban desnudas y
frías formando un tosco encastillamiento natural. La forma de la
cordillera era
un segmento circular con las cimas más elevadas hacia el oeste. En
el centro,
que era el punto más alto, se levantaba el Castillo. Entre las
diversas
excrecencias rocosas había grupos de árboles de tamaño y peso
variado, entre
algunos de los cuales surgían lo que, a la temprana luz mañanera,
parecían
ruinas de antiguas edificaciones. Estas —sean lo que fueren—
estaban hechas de
macizas piedras grises, probablemente calizas talladas
rudimentariamente, a no
ser que adquirieran esta forma por causas naturales. La inclinación
del terreno
era tan pronunciada a lo largo de la cordillera, que, aquí y allá,
los árboles,
las rocas y los edificios parecían sobresalir por encima de la
lejana llanura,
a través de la cual corrían numerosos
arroyos.
Sir
Nathaniel se detuvo y miró a su alrededor, como si no quisiera
perderse nada del
majestuoso efecto. El
sol, que se eleva en el cielo por el este, hacía visibles hasta los
más
insignificantes detalles. Con el brazo extendido señaló a Adam,
como para
llamar su atención sobre la totalidad de la perspectiva. Hecho
esto, redujo su
marcha, como invitándole a fijarse en los detalles. Adam, que era
un alumno
atento y bien dispuesto, siguió estos movimientos con exactitud,
procurando no
perderse
nada.
—Le
he traído aquí, Adam, porque parece el lugar más apropiado para
comenzar
nuestras investigaciones. En este momento tiene delante de usted la
casi
totalidad de lo que fue el antiguo reino de Mercia. En efecto,
podemos verlo,
desde aquí, en su conjunto, con excepción de la parte más lejana,
oculta por
las Marcas Galesas, y de lo que nos tapa, desde donde estamos, la
elevación del
terreno al oeste. En teoría, podemos ver la totalidad del límite
oriental del
reino que se extendía hacia el sur desde el Humber al
Wash. Quiero que tome
nota mentalmente de la disposición del
terreno, porque algún día, tarde o temprano, tendremos que
imaginárnoslo,
cuando consideremos las viejas tradiciones y supersticiones e
intentemos
buscarles una explicación rationale. Cada leyenda, cada
superstición que
recojamos, nos ayudará a comprender,
y
posiblemente
elucidar,
las
otras.
Y
como
todas
tienen
raíz
local,
nos acercaremos a la verdad —o a su más probable versión—
conociendo a fondo
las condiciones de este lugar según vayamos atravesándolo. Este
reconocimiento
del terreno nos permitirá recurrir a realidades geológicas ya
conocidas. Por
ejemplo, los materiales de construcción utilizados en las distintas
épocas
pueden aportar datos interesantes a unos ojos bien abiertos. Las
mismas
alturas, formas y composiciones de estas colinas —y mucho más aún,
las de la
vasta planicie que se extiende entre nosotros y el mar— han servido
de tema a
interesantes
libros.
—¿Por
ejemplo, señor? —dijo Adam, aventurando una pregunta.
—Bien,
contemple aquellas colinas que rodean a la principal, sobre la cual