La máquina del tiempo - H. G. Wells - E-Book

La máquina del tiempo E-Book

H G Wells

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MUCHO MÁS QUE VIAJES EN EL TIEMPO La novela de Wells está entre las primeras historias de viajes en el tiempo que utilizan un dispositivo tecnológico y no mágico, cambiando así el paradigma de la fantasía por el  de  la ciencia ficción. Como novela de anticipación está entre las mejores, y contiene una especulación arriesgada y sumamente aguda no sólo en lo científico, sino especialmente en lo social y lo político; dibuja un futuro distópico y terrible que sigue siendo, más de cien años después de su publicación, uno de los momentos más brillantes y estremecedores de la ciencia ficción de todos los tiempos. * * * La edición se completa con: El capítulo perdido: Un fragmento que Wells descartó cuando, tras la publicación por entregas, recogió su novela en libro. Los Cronoargonautas: El relato, escrito siete años antes que la novela, que sirvió de inspiración a La máquina del tiempo. Modernidad, ironía y el fin del mundo: Rodolfo Martínez explora algunas de las principales características de la novela.

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H. G. Wells

 

 

LA MÁQUINA

DEL TIEMPO

 

 

 

 

traducción de rodolfo martínez

 

 

 

 

 

Primera edición (tapa dura, rústica y ebook): Enero, 2023

 

© 2023, Sportula, por la presente edición

© 2023, Rodolfo Martínez, por

«Modernidad, ironía y el fin del mundo»

© 2015, 2023 Rodolfo Martínez, por la traducción

 

Diseño de cubierta: Sportula

 

Publicada originalmente en 1895 como The Time Machine por William Heinemann

 

ISBN (tapa dura): 978-84-18878-69-5

ISBN (rústica): 978-84-18878-70-1

ISBN (ePub): 978-84-18878-71-8

 

SPORTULA

www.sportula.es

[email protected]

 

SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez

 

Prohibida la reproducción de cualquier parte de esta publicación, así como su transmisión o almacenamiento por ningún medio, sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor.

 

 

LA MÁQUINA DEL TIEMPO

 

 

 

 

I

 

 

El Crononauta, que así lo llamaré a partir de ahora, nos exponía una cuestión bastante complicada. Sus ojos grises brillaban y su rostro habitualmente pálido estaba arrebolado y lleno de vida. El fuego crepitaba en la chimenea y el suave resplandor de la luz eléctrica que emanaba de los lirios de plata se reflejaba a veces en las burbujas de nuestros vasos. El ambiente de la sobremesa no podía ser más agradable: recostados en nuestros cómodos asientos, creación del Crononauta, nos sentíamos completamente relajados y libres de preocupaciones. Él nos exponía el asunto de forma vehemente, señalando aquí y allá con el dedo, mientras nos dejábamos llevar perezosamente por lo agudo y fecundo de su pensamiento, siempre en busca de nuevas paradojas.

—Tenéis que prestarme atención, pues voy a cuestionar algunas ideas aceptadas por todos. Por mencionar una, digamos que la geometría que nos enseñaron se basa en una concepción errónea.

—¿No te parece que empiezas por el tejado? —dijo Filby, pelirrojo y discutidor.

—No pretendo que aceptéis lo que digo sin cuestionar nada. Pero creo que tras oír mis argumentos coincidiréis conmigo. Desde luego, sabéis que el concepto matemático de recta como línea carente de grosor no existe realmente. Así os lo enseñaron, ¿no? Igual sucede con el plano. No son más que abstracciones.

—En efecto —dijo el Psicólogo.

—Por tanto, un cubo, al tener tan solo profundidad, altura y grosor, tampoco tiene existencia real.

—Un momento —dijo Filby—, no estoy de acuerdo. Por supuesto que un cuerpo sólido existe. Es tan real como…

—Eso es lo que cree la mayoría. Pero pensadlo un momento. ¿Puede existir un cubo instantáneo?

—Creo que no te sigo —dijo Filby.

—¿Puede ser real un cubo que no prolonga su existencia en instante alguno del tiempo?

Filby se quedó pensativo y el Crononauta siguió hablando:

—Es evidente que cualquier cuerpo real debe existir en cuatro direcciones. Debe tener largo, alto, profundidad… y duración. Pero a causa de un fallo de nuestra percepción tendemos a olvidar esto último. En realidad hay cuatro dimensiones; tres a las que llamamos espacio y una cuarta que sería el tiempo. Sin embargo, existe una tendencia a trazar una división artificial entre las tres primeras y la última por culpa de que nuestra consciencia se mueve siempre en la misma dirección a través de esta: desde el inicio de nuestras vidas hacia su final.

—Parece bastante… Bastante claro.

Quien así hablaba era un joven que intentaba encender de nuevo su puro de un modo algo espasmódico.

—Y sin embargo lo que acabo de decir no lo sabe casi nadie —añadió el Crononauta de un modo repentinamente jovial—. La famosa Cuarta Dimensión no es sino lo que acabo de explicar, por más que muchos hablen de ella sin saber realmente a qué se refieren. No es más que otro modo de encarar la idea del tiempo. No hay diferencia alguna entre ella y las tres dimensiones del espacio, salvo por el hecho de que nuestra consciencia se mueve a través del tiempo. Sin embargo, algunos idiotas tienen una idea totalmente equivocada. Supongo que todos sabéis lo que se dice acerca de esta Cuarta Dimensión.

—No, yo no —dijo el Vicealcalde.

—Es muy sencillo. Nuestros matemáticos han definido un espacio de tres dimensiones, a las que podemos llamar largo, alto y profundidad, que puede siempre ser definido mediante tres planos, cada uno en ángulo recto con los otros dos. Algunos filósofos se han preguntado por qué sólo tres dimensiones, por qué no puede existir otra más en ángulo recto con las tres conocidas. Incluso han intentado construir una geometría de cuatro dimensiones. El profesor Simon Newcomb expuso este tema en la Sociedad Matemática de Nueva York hace poco más de un mes. Como sabéis, en una superficie plana de dos dimensiones podemos representar una figura de tres; por analogía, afirman que se pueden crear modelos de tres dimensiones que representen una figura de cuatro, siempre que sean capaces de dar con la perspectiva adecuada. ¿Queda claro ahora?

—Eso creo —murmuró el Vicealcalde, mientras fruncía el ceño reflexivamente. Sus labios se movían en silencio, como si mascullara un sortilegio—. Sí, creo que ahora lo tengo claro —dijo al cabo, saliendo de su ensimismamiento.

—No creo que os sorprenda si os digo que he estado algún tiempo trabajando en este asunto de la geometría de cuatro dimensiones. Y algunos de los resultados obtenidos han sido sorprendentes. Por ejemplo, aquí podéis ver un retrato del mismo individuo a los ocho años, otro a los quince, otro a los veintitrés y así sucesivamente. Todo esto no son más que secciones, por así decir, representaciones tridimensionales de un ser tetradimensional, captado como algo inalterable.

El Crononauta esperó a que hubiéramos asimilado sus palabras antes de continuar.

—Los científicos saben muy bien que el tiempo no es más que un tipo de espacio. Echad un vistazo por ejemplo a un diagrama científico bastante habitual, un registro barométrico. Esta línea que traza mi dedo muestra el movimiento del barómetro. Ayer estaba así de alto, cayó por la noche y esta mañana subió de nuevo hasta este punto. Desde luego, el mercurio no trazó esta línea en ninguna de las tres dimensiones aceptadas normalmente. Pero puesto que sí que la trazó, debemos concluir que lo hizo en la Cuarta Dimensión.

—Pero si el tiempo no es más que una cuarta dimensión espacial —dijo el Médico, sin apartar la vista de la chimenea—, ¿cómo es que siempre se lo ha considerado algo diferente? ¿Y por qué no podemos movernos libremente por él como nos movemos por las tres dimensiones del espacio?

El Crononauta sonrió.

—¿Seguro que te puedes mover libremente por el espacio? Podemos ir a izquierda y derecha, adelante y atrás con bastante libertad, es cierto, siempre hemos podido. Admitamos que nos movemos sin cortapisas en dos dimensiones. Pero, ¿arriba y abajo? Ahí nos limita la gravedad.

—No del todo —dijo el Médico—. ¿Qué me dices de los globos?

—Quizá. Pero antes de que existieran, aparte de algún que otro salto o un bache, el hombre no tenía libertad de movimiento vertical.

—Pero sí que podía moverse arriba y abajo, aunque fuera un poco —replicó el Médico.

—Hacia abajo mucho más fácilmente que hacía arriba.

—Y no te puedes mover por el tiempo de ninguna forma, no puedes escapar del presente.

—Querido amigo, no puedes estar más equivocado. De hecho, el mundo entero está totalmente errado en esa idea. Escapamos continuamente del presente. Nuestra existencia mental, inmaterial y sin dimensiones, se traslada por la dimensión tiempo, desde el nacimiento hasta la muerte, a una velocidad uniforme. Igual que nos moveríamos hacia abajo si empezásemos nuestra existencia a cincuenta millas sobre la superficie terrestre.

—Pero la diferencia es que puedes cambiar de dirección en el espacio, pero no en el tiempo —le interrumpió el Psicólogo.

—Y ahí está la semilla de mi descubrimiento. Aunque lo que has dicho no es del todo cierto. Por ejemplo, si rememoro algún acontecimiento de un modo intenso, estoy volviendo al instante en que tuvo lugar. Me abstraigo, como se suele decir, y salto hacia atrás, aunque sea por un instante. Por supuesto no somos capaces de permanecer en el pasado ni por un instante, del mismo modo que un salvaje o un animal no puede quedarse ni un instante flotando a dos metros del suelo. Pero un hombre civilizado es superior al salvaje en ese aspecto: podemos contrarrestar la gravedad con un globo. ¿Y por qué no podríamos suponer que llegará un momento en que seamos capaces de detener o acelerar nuestro tránsito a través de la dimensión tiempo, o incluso darle la vuelta y viajar en sentido contrario?

—Pero eso… eso… —dijo Filby.

—¿Qué?

—Va contra la razón —dijo Filby.

—¿Qué razón?

—Puedes argumentar que el negro es blanco, si quieres, pero no me vas a convencer.

—Seguro. Pero, en todo caso, te haces una idea de cuál ha sido el objeto de mis investigaciones sobre la geometría tetradimensional. Hace tiempo tuve una idea, apenas un atisbo, acerca de una máquina…

—¡Para viajar en el tiempo! —exclamó el Joven.

—Para viajar en cualquier dirección espacial o temporal que el piloto desee.

Filby luchaba por reprimir una carcajada.

—Lo he confirmado experimentalmente —dijo el Crononauta.

—Sería de gran ayuda para los historiadores —apostilló el Psicólogo—. Se podría viajar hacia atrás y verificar si la batalla de Hastings sucedió como nos han contado, por ejemplo.

—¿No crees que atraerías demasiada atención? —preguntó el Médico—. La tolerancia de nuestros antepasados hacia los anacronismos era escasa.

—Se podría aprender griego directamente de Homero y Platón —murmuró el Joven.

—En cuyo caso suspenderías cualquier examen moderno. Los académicos alemanes han mejorado demasiado el griego.

—Y está el futuro —dijo el Joven, imperturbable—. ¡Imagínense! Se podría invertir todo el dinero, dejar que fuera acumulando interés y saltar hacia delante.

—Y encontrarte entonces con que estás en una sociedad creada a partir de las tesis comunistas —dije.

—En cualquier caso —dijo el Psicólogo—, estamos hablando de una teoría de lo más extravagante…

—Eso parece —dijo el Crononauta—, y por eso hasta ahora nunca he hablado de ella con nadie.

—¡Verificada experimentalmente! —exclamé de pronto—. Pero, ¿cómo?

—Sí, ¿cómo? —dijo Filby, que empezaba a estar harto.

—En efecto, veamos esa verificación —dijo el Psicólogo—. Aunque creo que todo esto no es más que una patraña.

El Crononauta sonrió y nos abarcó a todos con la mirada. Sin dejar de sonreír y con las manos en los bolsillos del pantalón, salió lentamente de la habitación y oímos el susurro de sus zapatillas alejándose por el largo pasillo que daba a su laboratorio.

El Psicólogo nos miró.

—¿Qué pretende?

—Algún truco de feria —dijo el Médico.

Filby empezó a hablarnos de un prestidigitador al que había visto en Burslem, pero antes de que hubiera dicho un par de frases, el Crononauta regresó y la anécdota murió a mitad de una frase.

Lo que el Crononauta llevaba en la mano era una brillante pieza de maquinaria de delicada factura, poco mayor que un reloj pequeño. Parte de ella era de marfil y parte de algún tipo de cristal transparente.

Intentaré ser lo más claro posible a partir de ahora, porque lo que sigue, a menos que aceptemos la explicación del Crononauta, es algo totalmente inexplicable.

Se acercó a una de las mesitas octogonales que había en la habitación y la colocó frente a la chimenea, sobre la alfombra. Luego, puso el mecanismo sobre ella, cogió una silla y se sentó. Sobre la mesa había también una pequeña lámpara con pantalla que arrancaba destellos del artefacto. La habitación estaba bien iluminada por al menos una docena de velas, tanto en los candelabros sobre la mesa del comedor como en apliques por aquí y por allá. Yo me sentaba en un sillón de orejas junto al fuego y lo moví un poco, de modo que quedé casi entre el Crononauta la chimenea. Filby se sentaba tras él y miraba por encima del hombro. El Médico y el Vicealcalde lo contemplaban de perfil desde la derecha y el Psicólogo desde la izquierda, con el Joven a su espalda. Todos estábamos alerta y me pareció imposible que un truco de magia, por muy sutil y hábilmente que se ejecutase, pudiera engañarnos.

El Crononauta nos miró y luego contempló el artefacto.

—¿Y bien? —dijo el Psicólogo.

El Crononauta apoyó los codos en la mesa y rodeó el aparato con las manos.

—Esto no es más que un modelo —dijo—, un prototipo de mi máquina para viajar por el tiempo. Habréis notado que parece extrañamente torcida y que esta barra tiene un resplandor insólito, como si no fuera del todo real —añadió mientras señalaba con el dedo—. Podéis ver también estas dos pequeñas palancas.

El Médico se puso en pie y le echó un vistazo a la máquina.

—Parece muy bien diseñada —dijo.

—Me llevó dos años de trabajo —repuso el Crononauta, mientras los demás nos mostrábamos de acuerdo con el Médico—. Quiero que entendáis que cuando se presiona esta palanca, la máquina viaja hacia el futuro, y que esta otra causa el movimiento inverso. Esta sillita representa el lugar donde se sentaría el viajero. Ahora presionaré la palanca y la máquina iniciará su viaje. Se desvanecerá, será lanzada hacia el futuro y desaparecerá. Miradla con atención, por favor. Y examinad también la mesa hasta que estéis convencidos de que no hay truco alguno. No quisiera perder este prototipo para que luego me dijerais que ha sido un timo.

Transcurrió cerca de un minuto sin que nadie dijera nada. Por un momento, el Psicólogo pareció que iba a hablar, pero cambió de idea. Luego, el Crononauta acercó el dedo a la palanca.

—No —dijo de repente—. Dame la mano.

Se volvió al Psicólogo, tomó su mano y le dijo que extendiera el índice. Así que fue el Psicólogo quien envió el prototipo de máquina del tiempo en su viaje interminable. Todos vimos que bajaba la palanca y estoy seguro de que no hubo truco alguno.

Sentimos una ligera brisa y la lámpara parpadeó por un instante. Uno de los candelabros de la mesa del comedor se apagó y de pronto la máquina tembló, se volvió borrosa como si fuera un espectro, un remolino diminuto, difuso y brillante de metal y marfil. Luego desapareció. Salvo por la lámpara, no había nada en la mesa.

Nadie dijo nada durante un buen rato, hasta que Filby masculló un juramento.

El Psicólogo salió de su estupor y se puso a mirar bajo la mesa. El Crononauta se rio en voz baja.

—¿Y bien? —dijo, medio imitando al Psicólogo.

Sin esperar respuesta, fue hasta la caja de tabaco que había sobre el mantel y, de espaldas a nosotros, se puso a llenar su pipa.

Nos miramos.

—Un momento —dijo el Médico—, ¿esto va en serio? ¿De verdad crees que esa máquina está viajando en el tiempo?

—Desde luego —dijo el Crononauta, que se inclinó hacia la chimenea y prendió fuego a una astilla.

Luego, encendió la pipa y miró al Psicólogo a los ojos. Este, para demostrar que no estaba alterado, intentó encender un cigarro sin cortarlo.

—Es más, la auténtica máquina está casi acabada —añadió el Crononauta señalando al laboratorio—, y cuando la termine pienso realizar un viaje.

—¿Insistes en afirmar que ese aparato ha ido hacia el futuro? —preguntó Filby.

—Al futuro o al pasado. No tengo forma de saberlo.

De pronto el Psicólogo dijo:

—Al pasado. Si se ha ido a algún sitio tiene que ser el pasado.

—¿Por qué?

—Asumo que no se ha movido en el espacio y, si hubiera viajado hacia el futuro, todavía estaría aquí ahora, pues habría pasado por este mismo instante.

—Pero si hubiera viajado al pasado —intervine—, la habríamos visto cuando llegamos aquí esta noche; y en la cena del jueves pasado, y del anterior, y así hasta el infinito.

—Esas son objeciones importantes —dijo el Vicealcalde en tono imparcial.

—Para nada —dijo el Crononauta. Y añadió, en dirección al Psicólogo—: Piensa un poco. Tú mismo puedes explicarlo. Está bajo nuestro umbral de percepción.

—¡Claro! —exclamó el Psicólogo—. Es psicología básica, debería haberlo pensado. En realidad es muy sencillo y hace que la paradoja resulte exquisita. No podemos ver o ser conscientes de la máquina más de lo que veríamos los radios de una rueda en movimiento o una bala disparada hacia nosotros. Si viaja en el tiempo a una velocidad cincuenta o cien veces superior a la nuestra, si cruza un minuto en un segundo, la impronta que deja en nuestros ojos es una quincuagésima o centésima parte de la que dejaría si no estuviera viajando por el tiempo. Es elemental. —Pasó la mano por el lugar en el que había estado la pequeña máquina y se echó a reír—. ¿Veis?

Todos nos sentamos y durante un buen rato no apartamos la vista de la mesa. Luego el Crononauta nos preguntó qué pensábamos.

—Ahora mismo suena totalmente plausible —dijo el Médico—, pero espera a mañana por la mañana, cuando hayamos recobrado el sentido común.

—¿No queréis ver la auténtica máquina? —preguntó el Crononauta.

Tomó la lámpara y nos llevó hasta el laboratorio a través de un pasillo largo y lleno de corrientes de aire. Recuerdo con claridad la luz parpadeante, la silueta de la cabeza del Crononauta, el baile de las sombras, el modo en que todos lo seguíamos, asombrados pero incrédulos. Al llegar al laboratorio pudimos ver una versión mucho más grande del artefacto que se había desvanecido ante nuestros ojos. Partes del mecanismo eran de níquel, otras de marfil y aquí y allá había algunas que sin duda habían sido talladas a partir de cristal de roca. La máquina parecía más o menos completa, pero sobre un banco, medio tapadas por varias hojas con planos, había unas cuantas barras retorcidas de aspecto cristalino. Eché mano a una para examinarla: parecía cuarzo.

—Escucha —dijo el Médico—, ¿esto va en serio? ¿No será un truco, como aquel fantasma que nos enseñaste las pasadas Navidades?

—Tengo la intención de explorar el tiempo con esa máquina —dijo el Crononauta con la lámpara en alto—. Nunca he hablado tan en serio en toda mi vida, amigos míos.

Ninguno supimos cómo tomarnos aquellas palabras.

Vi a Filby mirándome, medio oculto tras el hombro del Médico. Me guiñó un ojo de forma solemne.

 

 

 

 

II

 

 

No me parece que ninguno de nosotros creyera realmente en la máquina del tiempo. Lo cierto es que el Crononauta era uno de esos tipos que son demasiado listos para confiar del todo en ellos. Siempre tenía la sensación de que no lo mostraba todo, de que había algo sutil y oculto, algún truco esperando en las sombras, agazapado tras su lúcida franqueza. Si hubiera sido Filby quien nos hubiera enseñado el prototipo y explicado el asunto con las mismas palabras que el Crononauta, nos habríamos mostrado mucho menos escépticos. Pues habríamos comprendido sus motivos; hasta un carnicero habría comprendido a Filby. Pero había un toque extravagante en el Crononauta que nos hacía desconfiar de él. Cosas que habríamos encontrado naturales en un hombre menos inteligente nos parecían trucos cuando venían de él. Es un error hacer las cosas sin que parezca que cuestan esfuerzo. Las personas de provecho que lo tomaban en serio nunca se sentían seguras respecto a su conducta; de algún modo, les parecía que arriesgar su reputación confiando en él era como amueblar el cuarto de los niños con porcelana.

Así que sospecho que ninguno habló demasiado de aquel asunto del viaje en el tiempo a lo largo de aquella semana, aunque su sorprendente potencial, estoy seguro, no abandonó del todo nuestras mentes: Lo plausible que resultaba, a pesar de su clara imposibilidad práctica, las sorprendentes posibilidades que ofrecía para el anacronismo y la confusión.

En cuanto a mí, me preocupaba bastante el truco del prototipo. Recuerdo haberlo discutido con el Médico, al que me encontré el viernes en el Linnaem. Me contó que había visto algo parecido en Tubingen y recalcó con fuerza el parpadeo de la lámpara en relación con el truco, aunque no fue capaz de explicarme cómo lo había hecho.

Volví a Richmond el jueves siguiente, lo que no tenía nada de raro, pues era uno de los invitados habituales del Crononauta. Llegué tarde y al hacerlo descubrí que había ya cuatro o cinco personas en el salón. El Médico estaba junto a la chimenea, con una hoja de papel en una mano y el reloj en la otra. Busqué con la mirada al Crononauta.

—Ya pasan de las siete —dijo el Médico—. ¿Empezamos la cena?

—¿Dónde está…? —pregunté.

—Ah, ya estás aquí. Es bastante raro. Parece ser que algo lo ha retrasado. En esta nota dice que empecemos la cena a las siete si aún no ha vuelto para entonces y que ya nos explicará lo ocurrido cuando llegue.

—Sería una pena que la cena se echase a perder —dijo el director de un conocido diario.

El Médico usó la campanilla para que nos trajeran la cena.

El Psicólogo, el Médico y yo éramos los únicos que habíamos estado presentes en la cena anterior. Los otros eran Blank, el director antes mencionado, cierto periodista y otro individuo más, al que yo no conocía: un hombre barbudo, callado y tímido que, hasta donde recuerdo, no abrió la boca en toda la tarde.

Especulamos durante la cena acerca de la ausencia del Crononauta y yo, medio en broma, sugerí que era culpa del viaje en el tiempo. El Director me pidió que se lo explicara y el Psicólogo se ofreció voluntario para hacer un resumen de la «ingeniosa y paradójica triquiñuela» que habíamos presenciado la semana anterior. Estaba a mitad de su exposición cuando la puerta del pasillo se abrió lentamente y en silencio. Yo miraba hacia allí, así que fui el primero en verlo.

—¡Hola! —exclamé— ¡Al fin!

La puerta se abrió del todo y el Crononauta se detuvo en el umbral. Lancé un grito de sorpresa.

—Por el amor de Dios, ¿qué pasa? —preguntó el Médico, que fue el siguiente en verlo.

El resto de la mesa se giró hacia la puerta.

El Crononauta tenía un aspecto sorprendente. Llevaba la chaqueta sucia y polvorienta, manchada de verde en las mangas. Tenía el pelo alborotado y, eso me pareció, algo más gris de lo que recordaba, no supe si a causa de la suciedad o porque realmente el color había cambiado. Su rostro presentaba una palidez mortal y tenía un corte a medio curar en la barbilla. Estaba demacrado, ojeroso, como si hubiera pasado por algo terrible.

Dudó un momento en el umbral y pareció desorientado por la luz. Luego entró y echó a andar cojeando como un vagabundo. Lo contemplamos en silencio, esperando a que dijese algo.

No lo hizo y, en su lugar, renqueó hasta la mesa y alargó la mano hacia el vino. El director llenó una copa de champán y se la tendió. La vació de un trago que pareció sentarle de maravilla, pues miró a su alrededor y la sombra de su antigua sonrisa le asomó al rostro.

—¿Dónde demonios has estado? —preguntó el Médico.

El Crononauta no pareció haberle oído.

—No permitáis que os interrumpa —dijo, de un modo vacilante—. Estoy bien.

Guardó silencio, alzó la copa y, una vez que se la rellenaron, volvió a vaciarla de golpe.

—Ah, estupendo.

Sus ojos se animaron y asomó algo de color a su mejillas. Nos escrutó con sorda aprobación y se dirigió hacia la puerta. Allí se detuvo y dijo:

—Voy a lavarme y cambiarme de ropa. —Parecía costarle trabajo encontrar las palabras adecuadas—. Luego volveré y os lo explicaré todo… Guardadme un poco de ese cordero, me muero por algo de carne.

Miró al Director, quien lo visitaba de vez en cuando y que ahora lo contemplaba con preocupación mientras hacía ademán de preguntar algo.

—Enseguida responderé a todo lo que queráis —dijo el Crononauta—. Ahora estoy un poco… Enseguida estaré bien.

Posó el vaso y se dirigió hacia la puerta que daba a las escaleras. De nuevo me fijé en su cojera y en el sonido acolchado de sus pisadas, así que me puse en pie y pude ver sus pies mientras se iba. Tan solo llevaba un par de calcetines, harapientos y cubiertos de sangre. La puerta se cerró a sus espaldas y estuve a punto de seguirlo, pero recordé cuánto detestaba las intrusiones. Dejé vagar la mente unos instantes, hasta que el Director dijo:

—Un comportamiento bastante peculiar para un científico tan eminente.

Como de costumbre, hablaba en titulares, pero sus palabras tuvieron el efecto de hacerme regresar.

—¿De qué va esto? —preguntó el Periodista—. ¿Ha estado jugando al mendigo aficionado? No lo pillo.

Mi mirada se cruzó con la del Psicólogo y me di cuenta de que los dos pensábamos en el Crononauta, renqueando escaleras arriba. No creo que nadie más hubiera notado su cojera.

El Médico fue el primero en recuperarse de la sorpresa y usó la campanilla para pedir un nuevo plato. El Director tomó el tenedor y el cuchillo con un gruñido y el Hombre Silencioso lo imitó. De este modo se reanudó la cena y, durante algún tiempo abundaron las exclamaciones y las expresiones de sorpresa.

—¿Acaso nuestro amigo complementa sus modestos ingresos con la mendicidad? —preguntó de repente el Director, cada vez más curioso—. ¿No le estará dando a la bebida, tal vez?

—Estoy seguro de que todo se debe al asunto de la máquina del tiempo —respondí, lo que me dio pie a retomar el relato de la reunión anterior que había iniciado el Psicólogo.

Los nuevos huéspedes se mostraron bastante escépticos y el Director puso varias objeciones:

—Pero, ¿qué demonios es una máquina del tiempo? Al fin y al cabo, uno no se llena de polvo y barro cabalgando una paradoja, ¿verdad? ¿O quizá es que en el futuro no se usa ropa? —añadió, sarcástico.

El Periodista tampoco creía nada de todo aquello y no tardó en unirse al Director en sus intentos de ridiculizarlo. Ambos pertenecían a ese nuevo tipo de periodismo lleno de jóvenes vitales, alegres e irreverentes.

—Un reportaje de nuestro enviado especial al Día de Pasado Mañana —dijo el Periodista justo cuando entraba de nuevo el Crononauta.

Vestía de un modo totalmente normal y aparte de su aspecto demacrado no había en él nada fuera de lo ordinario.

—¡Dicen que has estado viajando por mediados de la semana que viene! —exclamó el Director entre risas—. Cuéntanos qué le ha pasado al pequeño Rosebery. ¿Cómo le va?

El Crononauta se acercó a la silla sin decir una palabra y sonrió con tranquilidad, como solía hacer.

—¿Dónde está mi cordero? —preguntó—. ¡Ah, qué maravilla poder pinchar carne con un tenedor!

—¡Primero cuéntanos qué ha pasado! —dijo el Director.

—Al cuerno —respondió el Crononauta—. Quiero comer algo antes. No diré una palabra hasta no haber metido algunos péptidos en las arterias. Ah, gracias. ¡La sal, por favor!

—Sólo una pregunta. ¿Has viajado en el tiempo?

—Sí —respondió el Crononauta con la boca llena.

—Te ofrezco chelín por línea a cambio de una crónica —dijo el Director.

El Crononauta movió su copa hacia el Hombre Silencioso y le dio un golpecito con la uña. El Hombre Silencioso, que había estado mirándolo todo el rato, dio un respingo y se la llenó.

El resto de la cena fue bastante embarazoso. Las preguntas se me agolpaban en la punta de los labios y me atrevería a decir que lo mismo les pasaba a los demás. El Periodista intentó aliviar la tensión contando historias de Hettie Potter y el Crononauta centró toda su atención en la cena, que devoraba como un mendigo famélico. El Médico fumaba y contemplaba al Crononauta a través del velo de sus pestañas. El Hombre Silencioso parecía más torpe aún que antes y bebía champán con una regularidad y una determinación fruto de un intenso nerviosismo.

El Crononauta finalmente puso el plato a un lado y nos miró.

—Supongo que os debo una disculpa —dijo—. Me moría de hambre. He pasado por algo extraordinario.

Alargó la mano, cogió un cigarro y le cortó el extremo.

—Acompañadme al salón de fumar. La historia es demasiado larga para contarla entre platos grasientos.

Tras usar la campanilla, echó a andar y nos guio a la habitación contigua.

—¿Les has hablado a Blank, Dash y Chose sobre la máquina? —me preguntó, mientras se recostaba en el sillón y nombraba a los tres nuevos invitados.

—Pero si todo el asunto no es más que una pura paradoja —dijo el Director.

—Esta noche no estoy de humor para discutir. No me importa contar lo que ha pasado, pero no tengo fuerzas para discutir. Os explicaré lo ocurrido si queréis pero debéis absteneros de interrumpirme. Quiero contarlo, en serio, no os imagináis cuánto. Buena parte de ello os va a parecer una patraña. Que así sea. Os aseguro que es la pura verdad, hasta la última palabra. Estaba en mi laboratorio esta tarde a las cuatro y en el tiempo que ha pasado desde entonces he vivido ocho días… ¡Ocho días como nadie ha vivido antes! Estoy agotado, pero no podré dormir hasta haberlo contado. Luego me acostaré. Pero tiene que ser sin interrupciones. ¿Estáis de acuerdo?

—Lo estamos —dijo el Director.

El resto respondió lo mismo un instante después.