La marrana negra de la literatura rosa - Carlos Velázquez - E-Book

La marrana negra de la literatura rosa E-Book

Carlos Velázquez

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Beschreibung

"En las historias de este libro, su autor demuestra que es un escritor con proyecto, no sólo para desarrollar un estilo de humor corrosivo hasta el hueso y un tipo de historia donde todos quedamos expuestos en paños menores, sino de un territorio lingüístico como identidad de una región, que ahora es también testigo y generadora de una época en la literatura mexicana. Cinco relatos que develan de golpe la condición humana en ángulos significativos: el amor a la madre traicionado, la lealtad amorosa y su debilidad, la envidia de la capacidad ajena al cien, la obstinación sin sentido y el terror al fin de la cómoda suplantación del otro. El autor descubre llagas supurantes y las restriega con crueldad donde se rompen todos los acuerdos. Un factor importante en este libro es el humor. El humor es defensa y es ataque. Velázquez señala, apuñala, apostrofa, deglute, vomita y divierte. Sostengo que un narrador con instinto produce textos con señales múltiples que amplían el sentido de su discurso literario, y me parece que Carlos pertenece a este grupo. En los textos de Velázquez no funciona el 'sálvese quien pueda', porque no se salva nadie. De ahí la calidad de su literatura." ÉLMER MENDOZA, El Universal "Durante los años que van transcurriendo del siglo XXI la obra de Carlos Velázquez acaso sea la gran novedad de la narrativa mexicana." CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL, LETRAS LIBRES "Uno de los libros de culto del norte de México. Sus relatos son el mejor remedio que ha producido la literatura mexicana para entrar y salir de las tinieblas sin dejar de reír." MARTÍN SOLARES

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Seitenzahl: 181

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Para Celeste Velázquez, hello cowgirl in the sand

I am an architect, they call me a butcher.

MANIC STREET PREACHERS

No pierda a su pareja por culpa de la grasa

Ni creas que vamos a coger, Tino, me dijo Carol. Estás gordo otra vez.

La coca no sirve. Tú dijiste que con la coca enflacaría.

Tienes más celulitis que mi mamá. Y esas estrías asquerosas.

Me voy a poner a dieta. Voy a consultar a una nutrióloga.

Nada te funciona. La única solución es que te hagas la lipo.

Desde que nos casamos Carol me molestaba con mi figura. ¿No se te ha ocurrido que delgado me gustarías más? Siempre que quería coger me llevaba a la báscula. Era su pretexto favorito para no acostarse conmigo. No necesitaba inventarse dolores de cabeza. Que yo tuviera las tetas más grandes que ella le daba asco.

Mastúrbame, le pedía.

Estás pendejo, contestaba, satisfácete tú.

Pensé que embarazada se olvidaría de mi cuerpo de tapir. Al contrario. No pasaba un día sin restregarme mi gordura. Como si hiciera falta. Tapir, ornitorrinco y manatí, eran sus insultos favoritos.

Y se burlaba con ingenio, me recitaba comerciales de televisión. ¿Padece usted de esas insoportables llantitas? Use jabones reductores Goicoechea.

En otras ocasiones le salía su lado clínico. Te puede entrar una diabetes, colesterol o hipertensión. Mi tío murió de un derrame cerebral por culpa del sobrepeso. Comes demasiada carne roja, te va a dar gota.

También era agresiva. Me chillaba. Eres un comodito. Un acomplejado. Cómo puede ser posible que prefieras estar pinche seboso.

Yo la ignoraba. Me reservaba mi grasita. La consideraba un trofeo. Y me masturbaba sin entusiasmo. Fantaseaba con gordas mórbidas. Era mi mediocre venganza contra Carol. Siempre que pensaba en una flaca no conseguía venirme. No me calientan. Cogerse a Carol era como cogerse a un hombre rasurado, por lo pinche escuálida que estaba.

A veces sospecho que Carol tenía razón. He oído historias de jóvenes como yo que han sufrido infartos. La siguiente gordita de chicharrón podría llevarme a la tumba. Morir por sobredosis de carne adobada. O convertirme en un vegetal. Tanta manteca me transformaría en una berenjena.

En otras ocasiones, pensaba que Carol no lo hacía sólo por mi salud. Se empeñaba en que perdiera kilos porque una liposucción representaba un lujo. Y aunque no fuera ella la que se treparía a la plancha, se sentiría orgullosa de vivir con un exgordo que se había sometido a una experiencia estética.

Hazte la lipo, Tino, insistía.

No tengo que operarme, le rebatía. Puedo ponerme a dieta.

Las dietas nunca funcionan. Y luego está el rebote. Mejor la lipo o un baipás gástrico.

Pero con qué dinero. Pídele a tu mamá.

Carol quería sacar todo de mi madre. ¿De dónde había salido el dinero para la boda? ¿Y las consultas con el ginecólogo? Cada mes mi madre desembolsaba para el ultrasonido. Además, me pagaba la colegiatura. Y me destinaba una suma mensual para gastos personales. Dinero que yo destinaba para comprar cocaína. Eres mi mejor cliente, decía mi díler, estás pagando la universidad de mi hijo.

Mamá era ciega de nacimiento. Un consuelo. Era la única persona que ignoraba mi gordura. Y mi rostro descompuesto por la droga. No me atrevía a pedirle que me pagara una operación tan frívola. A mí me atormentaba el sobrepeso y ella hacía el pollo frito más rico que había probado en mi vida. Suficiente era que viviéramos en su casa y nos mantuviera mientras yo terminaba la carrera de ingeniería.

Te falta concha, me ladraba Carol. Eres hijo único. Eres el consentido.

Sí, pero adoptado.

Mi madre, además de invidente, era infértil. Cuando era niño, me decía que los hijos son los ojos del mundo. Y me pedía que me viera en sus pupilas. Tino, refléjate en mí. Dime cómo eres en mí mirada. Y yo le mentía. No le confesaba que era una berenjena. Un tapir malnutrido, como decía Carol. Le presumía que era el tipo más guapo del mundo. Y me creía. No con la cabeza, no con el corazón. Me creía con sus ojos muertos.

Qué importa que no seas su hijo biológico, gritó Carol. Y luego, con una sapiencia impostada, que no sé de dónde le salió, me dijo que los hijos son los que se crían, no los que se paren. ¿Quién crees que va a heredar todo cuando tu mamá se muera?

Tal vez heredara, es cierto. Sin embargo, mientras viviera mi madre no accedería al legado. Una pequeña fortuna, si lo consideramos. Mamá era dueña de una cadena de zapaterías y poseía varios edificios de lujosos departamentos en el centro de la ciudad. La sola renta de los deptos me aseguraría la existencia.

No ambicionaba más. Sabía que era probable que le legara los negocios a papá. Y las cuentas bancarias. Yo con los edificios me conformaba. No me desagradaba la idea de convertirme en un casero amargado. Llegar a ser un viejo cascarrabias que disfrutara atormentando a sus inquilinos.

Carol no. Lo quería todo.

Con la aburridora diaria de la gordura surgía siempre el tema del dinero. ¿Te imaginas todo lo que vamos a hacer con la fortuna cuando se muera?

No hay por qué desearle la muerte, Carol. En tres años me recibo. Viviremos bien.

No le estoy deseando nada. Sólo digo que algún día va a morir. Y no seas conformista. Con tu sueldo no nos va a alcanzar ni para pañales. Eres un mediocre. Cuánto ganarás. ¿100 mil pesos al año? Los negocios de tu mamá producen 90 mil al mes.

Pobre Carol. Su avaricia le impedía darse cuenta de que quizá yo no recibiría la fortuna completa. No quería ni imaginarme qué sucedería si mamá no me dejaba ni un peso. Carol era capaz de pedirme el divorcio.

Nunca nos hizo falta nada. Pero Carol proviene de un barrio. Y el barrio te consume. Si no lo sabes enfrentar, el barrio te acaba. Te traga. Lo he visto en sus hermanos. A los diecisiete se amarraron una chavita de quince y la embarazaron, después entraron a la fábrica, a llevar una vida maquiloca. El más arrojado, el mayor, se la pasaba en el gimnasio, tirando guante, a la espera de que el boxeo lo convirtiera en ídolo. Pero seguro terminaría como limpiaparabrisas.

Debes hacerte la lipo, Tino, me ordenaba.

No tengo el dinero. Y no lo voy a juntar hasta que salga de la escuela y comience a trabajar.

¿Y si la robamos? No sería la primera vez.

No quiero hacerlo de nuevo. Nunca volveré a robar a mi madre.

Eres un inútil. Eres un hijo de mami, me gritaba. Arráncale un cheque al talonario. El último. Ni se va a dar cuenta. Al cabo que es ciega.

A los veintitrés años, no entiendo por qué, papá se casó con mamá. Y a pesar de su incapacidad y la estoica serenidad con que la portaba, papá nunca le fue infiel. Un año después del matrimonio, se enteró de que era estéril. Papá es abogado. Pasaba el día entero en el despacho. Durante los primeros dos años, al volver a casa, sentía pena por mamá. Siempre sola. Acompañada sólo por la sirvienta. Una doñita que le aconsejaba Adopte un hijo. Con su dinero se lo sueltan rápido, patrona. Para ponerle fin a tanto silencio en el ambiente papá aceptó las peticiones de mi madre. Así fue como yo llegué a sus vidas.

Cuando uno hace algo una vez, lo puede hacer más veces, insistía Carol. ¿O a poco crees que porque no vuelves a cometer el acto dejas de ser un ladrón?

Pinche Carol, era el mismísimo diablo chillándome en la oreja. Nunca se rendía.

Vuélale un chequecito.

Un chequecito, un chequecín, un chequecillo o como le llamara, no reduciría la flagrancia del hurto. Y sí, habíamos robado a mamá. No una, ni dos, un chingo de veces. Para comprar cocaína.

Hasta que se enteró. Segurito la contadora le avisó. Están falsificando su firma.

Mamá no investigó. Ni siquiera preguntó cuánto habíamos robado. Desde entonces, guardaba la chequera y el efectivo en una caja fuerte. Dejé de ser el cliente estrella de mi díler. Recobré peso. Y Carol, que había incubado un nuevo apodo para mofarse, volvió a echarme carro. Eres una nutria chiquita con lupus, me recriminaba.

Comenzamos a robar a mamá cuatro años antes. Yo acababa de cumplir los veintiuno, Carol veintidós. Llevábamos once meses casados. Un catorce de febrero Carol llegó bien prendida a la casa. Vamos a celebrar, me dijo. Nos encerramos en la habitación. Sacó una grapa de coca. Yo nunca me había drogado. No quería probarla. Carol me convenció. Siempre me convencía. La coca te quita el hambre. Con esto vas a bajar de peso, me aseguró.

Nos hicimos adictos. Adictos felices, funcionales. Yo deseaba hacer todo bajo el efecto de la coca: coger, bañarme, comer. Todo mi dinero me lo gastaba en droga. Me convertí en cocainómano. Y efectivamente, comencé a perder peso.

Pasaron tres meses. Nuestro consumo creció tanto que no alcanzábamos con la pensión que me daba mamá.

Fue bajo el efecto de la coca que robé el primer cheque. Carol falsificó la firma. Ella siempre espiaba a mamá. Oía sus conversaciones telefónicas. Abría su correspondencia. Sabía con exactitud cuánto dinero tenía en las diversas cuentas bancarias.

Necesitamos hacer algo, Tino. Cada día estás engordando más.

Era verdad. Estaba recuperando kilos. Aumentaba de peso de manera escandalosa.

Si no me metía cocaína me entraba un hambre histérica.

Llevábamos semana y media sin coca. Aún faltaban siete días para recibir mi mensualidad.

Conozco la malilla. La malilla es como el barrio, te traga. Es el dolor que te ataca cuando se acaba la coca. Ahora lo siento. Es una pureza fría que se encariña a tus corvas. Rechinidos en las articulaciones, cada uno parece una uva arrancada con desparpajo al racimo que son mis nervios. Y el puto dolor de cabeza. Que no soporto ni el sonido de las manos de la sirvienta limpiando frijoles.

La primera vez que experimenté la malilla estaba más asustado que una persona a la que van a embargar. Le había parado al consumo. Un adicto se pasa toda su vida con un pie dentro y con el otro fuera de la adicción. Quien diga que nunca ha intentado dejar la droga no ha tocado fondo. Enorgullecerse de la dependencia es puro alarde.

No volví a divorciarme de la coca hasta el embarazo de Carol. Cuitié por solidario. Ella no debía drogarse durante la gestación. El bebé podría salir con malformaciones. Con cara de grapa, bolsita o cápsula de coca. Carol bromeaba con que el niño nacería con un popote en la mano. Listo para aspirar la caspa del diablo.

La panza de Carol crecía. La mía también. En cuanto dejé de pegarle bonito al polvo, me surgió un hambre de embarazado. El estado de Carol me estaba ensanchando. La idea de ser padre me afectó tanto que me despertó un comer neurasténico. Era insaciable. Necesitaba mi fe, la cocaína. Despertaba por la madrugada, un pase, necesito un pase, imploraba en silencio.

Una noche no aguanté más. El antojo de Carol me zarandeó para lanzarme por unas fresas con crema al 24 horas. Caminito al súper, me compré un gramo de soda. Me la metí y me sentí Maradona. Mi mano, que llevaba el polvo en la esquina de una tarjeta de Banamex, era la mano de Dios. Aún estaba vigente. No había olvidado cómo chutar el balón. La coca seguía siendo mi vieja. La fiel. La que no me llamaba iguanodonte, cuerpo de tortuga de la isla Galápagos. Me reactivó al servicio.

Regresé a la casa bien sonaja. Bien soundsystem. Sonadísimo. Carol me descubrió en caliente. ¿Mira nada más cómo andas? En el puro panique. Te metiste mugrero. Te metiste. Te metiste. Y yo en mi estado. Méndigo sordero.

Me hice güey. Un adicto puede hacerse el que la virgen te dicta, te declama, te recita, pero nunca ignoras la droga. Si te chifla, sales. Y Carol lo sabía. Es imposible engañar a un coco. Saben a cómo está el kilo de tomate. A cómo el kilo de cebolla. El kilo de papa blanca nueva, recién lavada. La huelen. La detectan. La escanean. Con la piel, con los ganglios. Con los órganos.

Saca. Saca. Saca, maldito gordo, me gritó.

Quería una línea, una puntita, una esquinita. Se quemaba por drogarse. La había visto mordisquear en secreto unos popotes usados que guardábamos en el botiquín del baño. Padecía el síndrome del pollo. Se figuraba ver granos de soda tirados por el piso de la habitación. Se veía bien cura empinada con la pancilla.

Le sudaban las manos. Andaba bien chisqueada.

Ándale, no seas cabrón. Tú sí a toda madre, ¿verdad? Chíngueme yo. Presta, presta, presta. Saca el pase, pendejo.

Como no se lo rolé, me lanzó un perro de porcelana.

Aguanta, Carol. Aguanta. Estás embarazada, le grité y salí disparado a encerrarme en el baño.

Me arrepentí de meterme chingadera en su cara. No había calculado la abstinencia de Carol. No debí llevar coca a la casa. Pero no pude esperar al día siguiente para aturrarme en los pasillos de la universidad.

Le formé unas líneas en un espejo, para que no estuviera chingando. No creí que las inhalara. Se va a culear, me dije. Pero sí se las metió. Le brillaron los ojos de entusiasmo. Sólo en el rostro de un adicto se dibuja esa clase de sonrisa. Entre burlona y satisfecha. Volver a la droga es recuperar el habla. La lengua de Carol comenzó a caminar. Pinche gordito sordero, te la ibas a meter tú solo, ¿verdad? Culero, pinche tapir con ADN de marrana vietnamita.

Carol era bien golosa. La gomita, le decía yo de cariño. Cuando se pegaba al popote estaba cabrón que lo soltara.

La raya la puso toda robotina. Acelerina. Toda psicopatota.

Nos la pasamos esnifando hasta el amanecer. Había comprado coca suficiente como para drogar a un pony.

Entre saque y saque yo le rezaba a San Judas Tadeo para que mi hijo no naciera defectuoso. Me daba e imploraba: Que mi hijo no salga malformado, San Juditas. Que no le falte ninguna pieza del rompecabezas. Pero mi principal preocupación era que naciera gordo. Podía adivinar su futuro: Carol lo mantendría encadenado al grupo de tragones anónimos, o lo tendría en un club de cuidakilos, a la espera de que tuviera la edad suficiente para que le realizaran una lipoescultura.

A partir de aquella parranda de cocaína perdimos el miedo a tener un hijo idiota. Nos empezamos a meter soda los fines de semana. Si de Carol dependiera, se hubiera atascado diario. No se lo permití. Ella estaba en su cuarto mes de gestación. Apenas se le notaba la pancilla. No como a mí. Que me cargaba una bodega de chofer de la ruta Norte. No cualquier chofis. Conductor coco y borracho.

Durante nuestras juergas de polvo a veces teníamos sexo en la sala o en la cocina. Carol se ponía tan contenta por la droga que me permitía penetrarla. Descaradotes, al cabo que mamá no podía vernos, deambulábamos desnudos por toda la casa. Éramos dos chanchos obscenos y salvajes, listos para saltar al cazo de las carnitas. Dos marranos silvestres y exóticos que se paseaban en un corral con las venas cargadas de cocaína.

La que a cada rato nos sorprendía era la criada. Nos espiaba cuando cogíamos o cuando nos drogábamos.

Carol, la criada nos está güachando, le decía.

Déjala. Dale chance de que vea. A ella nadie se la coge.

No puedo. Me chisquea que me esté fisgueando.

No le hagas caso. Concéntrate. Pero me está tijereando la panza.

No te claves. Disfruta. ¿A poco no te calienta que te estén mirando?

Carol era una exhibicionista. Y odiaba a la criada. Por metiche. Por chonita. Por chismosa. Esa muchacha va a tener un hijo del diablo, le decía a mi mamá. Se droga. Va a parir un renacuajo.

En una ocasión la agarró con unas rayotas como líneas de meta de campo de futbol. Marcadas según el reglamento de la FIFA.

Ese niño va a nacer como ustedes. Sin alma, le dijo la vieja a Carol en su jeta.

Carol flipó. Le agarró una tirria verdulera. Malaleche.

Aguanta, le decía yo. No hagas coraje. Se te va a salir el chavo.

El barrio había trastornado a Carol. Se masturbaba, se drogaba, se pedorreaba delante de la criada. Nunca había tenido servidumbre, pero el barrio le había metido en la cabeza que debía tratar mal al servicio doméstico. Con las patas. Con la cola.

A Carol le gustaba mucho pegarle a la mamada. No sé por qué actuaba como una millonaria. Su familia vivía en la misma colonia que la sirvienta. Y aunque lo niega, la chacha asegura que Carol tuvo un romance con uno de sus ahijados. Al parecer la doñita bautizaba a toda la cuadra.

Eso sucedió antes de que nos hiciéramos novios. Veinte o treinta kilos atrás. A Carol la conocí en la prepa. Con berrinches había conseguido sonsacarles a sus papás una colegiatura. Los amenazó con meterse a jalar en una sala de masajes o en un teibol si la obligaban a matricularse en la escuela pública. Detestaba la plebe.

Era la más mamacita del primer semestre. Toda la buitrada andaba sobres. Como tenedores gigantes persiguiendo un pedazo de ternera parmesana.

Pasaba por los pasillos y saltaban los piropos.

¿Quién pidió mariachi?

¿A cómo está el kilo de aguacate?

¿Quién mandó traer la rondalla de Saltillo?

Carol había elegido esa prepa por un solo motivo, huir de su casa. Estaba dispuesta a engancharse con cualquier burguesillo para salir del barrio. Se había prometido a sí misma no morir entre aquella chusma.

Yo también le lanzaba sus cumplidotes. Qué bueno amaneció hoy el kilo de membrillo. ¿Está en oferta?

Ni me pelaba. Mi panzota de globo lleno de agua me impedía galanear. Pero tampoco se burlaba de mí. Ni secundaba la carrilla que me echaban en el salón. Y eso me daba esperanzas. Carol sabía que no existen ni aliado ni enemigo pequeño. Como todo preparatoriano me entusiasmé por las patilocas. En la escuela me rebautizaron como El Gordo Patineta. Pero Carol nunca me decía así. Ni me decía tapir. Me llamaba Tino.

Tino boy, ¿me disparas una Magnum de almendras?

Uno de los motivos por los que Carol aborrecía el barrio eran los tamales. De rojo, de verde, de dulce, de frijoles o de lo que fueran. Los odiaba tanto como a las quinceañeras que se organizaban a media calle, como al señor que pasaba en su carromato canjeando pollitos por envases de caguamas. Le parecía la cumbre de lo naco.

Nunca entendió por qué su mamá se ponía a hacer tamales en navidad, en año nuevo, en los santos, en los cumpleaños. Pinche epidemia.

¿Acaso no podía preparar otra cosa? Aunque fuera lonches de aguacate.

Sí, pero no lo hacía, pensaba Carol, porque los tamales representaban toda la jodidez del barrio. La falta de clase. Que no pusieran a la familia a elegir entre un frasquito de caviar y una ollota de tamales, seguro se decidían por los últimos y hasta los oía decir: los tamales saben más ricos recalentados.

La primera navidad que celebró Carol en mi casa cenamos pierna horneada. La neta a mí ni me gustaba. Yo prefería unos buenos tamales de ensalada. Masacotudos. A lo mejor me traicionaba el inconsciente por ser adoptado. A lo mejor yo también traía el barrio dentro.

El caramelizado que se formaba sobre la carne significó para Carol el triunfo de su persona sobre la pobreza. Una distinción opulenta, un rasgo de singularidad. Una cena distinguida. A partir de esa noche decidió que jamás pasaría una navidad o cualquier festejo con su familia. Jamás volvería a tragar tamales.

Hay niveles, les decía a sus vecinillas de la cuadra. Las morritas que estudiaban en las prepas del estado. Las tamalizas son para la perrada.

A mí, era predecible, me prohibió atacarme de tamales porque engordan. Es pura masa con manteca, con una embarrada miserable de carne de puerco con chile rojo. Las tristes navidades de los pobres se acompañan con tamales, Tino.

La navidad no es triste para los que no tienen dinero, le respondí. Es triste para los pavos, para los guajolotes, para los marranos, no para los desafortunados.

No seas mamón, pinche gordo, me respondió. Al que deberían hacer tamales es a ti, seguro salen hasta tres vaporeras de tu cuerpo de tapir.

Carol prefería la comida de los restaurantes o de las cadenas de comida rápida. Odiaba los tacos, las garnachas, el menudo y el pozole. Las tostadas y las gorditas. Cuando la conocí me contó que sufría de grasientas pesadillas. Malos sueños donde era perseguida por tamales voladores, tamales de pata de puerco que hablaban. Tacos con rabia. Lonches sicarios.

Lo tamales engordan muchísimo, me dijo. Olvídalos.

Y una noche, de alaridos y tamales, volvió a presionarme. Despertó de su pesadilla y para desquitar su frustración insistió en el tema de la liposucción.

Eres un mediocre. Un marica. Para ella no es nada. Unos cuantos pesos.

Pero es mi madre.

Eso debiste pensar la primera vez que la robamos. Ya no hay vuelta atrás.

Ante la falta de coca y mi aumento de peso, me convenció. Yo siempre aceptaba sus chingaderas. Robaríamos a mi madre.

Planeamos todo bajo el efecto de una coca mal cortada. Simularíamos un asalto. La amagaríamos con sogas y navajas. Justo a la hora en que la criada hacía el súper. Saquearíamos para la liposucción y para un mes de cocaína. Y si alcanzaba, para unas vacaciones en Mazatlán. Entraríamos a la casa un día que se suponía yo andaría en la escuela y Carol con el doctor. Inutilizar a un ciego no representa ningún riesgo, me dijo Carol. Es más fácil que falsificar un cheque. Tu papá estará en la oficina, no podemos fallar. ¿Quién va a detenernos?

Amarraríamos a mamá a la mecedora en la que siempre se sentaba. Su sitio predilecto para pasar las tardes. En ocasiones ella misma había dicho que no deseaba morir en una cama, sino en su mecedora. Su ceguera le impediría reconocernos. El éxito de nuestro plan era mantenernos en silencio. Robaríamos sin hacerle daño. La ataría con una medias negras. Medias que Carol compró para ponerse en la cabeza, pero le dije que no hacía falta, nosotros vivíamos en el edificio, nadie sospecharía. Meteríamos