La Metamorfosis - Kafka Franz - E-Book

La Metamorfosis E-Book

Kafka Franz

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Beschreibung

Durante el otoño de 1912, en Praga, escribió Franz Kafka (1883-1924) La Metamorfosis, la peripecia subterránea y literal de Gregor Samsa, un viajante de comercio que al despertarse una mañana "de un sueño lleno de pesadillas se encontró en su cama convertido en un bicho enorme". En pocos libros de Kafka queda tan explícito y tan nítido su mundo como en La Metamorfosis, en la que el protagonista, convertido en bestia, sumido en la más absoluta incomunicación, se ve reducido cruelmente a la nada y arrastrado inexorablemente a la muerte. Otros escritos de Kafka desarrollan rigurosas variaciones paralelas, desmenuzan inexorables pesadillas, asignan obsesiones enigmáticas a personajes desorientados y vencidos, pero tal vez sea La Metamorfosis la narración que mejor expresa al "hombre primordial kafkiano". De ahí que merezca la calificación unánime de obra perfecta y obra maestra, un texto decididamente superior en el panorama de la literatura universal del siglo XX.

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Akal / Básica de Bolsillo / 199

Franz Kafka

La metamorfosis

Traducción: Pilar Fernández Galiano

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2009

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3761-3

Prólogo

«Tengo que escribir un cuento que me ha venido a la mente en la cama, en plena aflicción, y que me asedia desde lo más hondo de mí mismo», escribió Franz Kafka a Felice Bauer el 17 de noviembre de 1912 y, en efecto, el cuento no sólo provenía de lo más hondo sino también, tal vez, de una premonición antigua, a tenor de un escrito de tanteo de 1907 en que se lee: «Y mientras estoy acostado en la cama tengo la forma de un gran escarabajo… La forma de un gran escarabajo, sí. Y luego me las ingeniaba para simular un sueño invernal y apretaba mis patitas contra mi vientre abultado». Así pues, en respuesta a ese asedio, esa opresión o esa reincidencia, a partir de ese 17 de noviembre, tras la jornada laboral en el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo del Reino de Bohemia, en Praga, Kafka, en su cuarto de la casa familiar, en el último piso de Niklasstrasse, 36, se empleó, noche tras noche, con ímpetu, en la escritura de La metamorfosis, hasta que finalmente, el 7 de diciembre de 1912, pudo escribir a la misma Felice Bauer: «Mi pequeña historia está terminada». La obra, sin embargo, no se publicó hasta 1915.

Mucho tiempo antes, en 1904, ya había expresado Kafka su concepción de la literatura y había trazado con precisión sus límites, por ejemplo en una célebre carta a Oskar Pollack que bien puede entenderse como un verdadero y personalísimo manifiesto: «En general creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dices tú? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! Los libros que nos hacen felices podríamos escribirlos nosotros mismos si no nos quedara otro remedio. Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a las junglas más remotas, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio». «Un libro», concluye, «tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro». No cabían, pues, para Kafka, en asuntos de escritura, distracciones ni entretenimientos, no entendía la literatura como edulcoración de la existencia, ni como narcosis o anestesia, ni como suplantación del paraíso. Antes al contrario, la literatura había de ser el modo de hurgar en la herida, si había herida, y removerla, o, si aún no la había –azar poco probable–, de sajar, herir, dilacerar: construir, en suma, una desgracia dolorosa.

También tenía Kafka un criterio de estilo. Próximo en edad a los máximos representantes del expresionismo, Gottfried Benn, Ernst Stadler, Georg Heym o Georg Trakl, con quienes compartía la visión distorsionada y lóbrega de la realidad, formado literariamente en la misma gran cultura centroeuropea que acogía a Heinrich Mann, Hermann Broch, Stefan Zweig, Karl Kraus, Robert Musil, Hugo von Hofmannsthal o Robert Walser, amigo en Praga –Praga era entonces una ciudad en permanente ebullición intelectual– de los escritores de lengua alemana Max Brod, Franz Werfel, Oskar Baum o Ernst Weiss, y no ajeno al sustrato del que se nutrían escritores de lengua checa como Jaroslav Hašek o Karel Čapek, dos ideas fundamentales alimentaba Kafka en la elaboración de su escritura: el rechazo al «estilo insincero e hinchado», al «lenguaje ampuloso», de los escritores de Praga que imitaban ingenuamente el alemán literario establecido y la aceptación de la pobre realidad lingüística alemana de Praga de la que se derivaría el «lenguaje frío, distante, parco en palabras» de su obra. Max Brod definió con acierto la voluntad retórica de Kafka: «Ninguna palabra que tuviera sabor a catálogo», dijo.

Sin embargo, aun teniendo nociones literarias firmes y precisas en cuanto a propósito, estilo y contenidos –dentro siempre de la más proverbial incertidumbre–, todavía no había logrado Kafka llevar a cabo de modo satisfactorio ningún escrito que correspondiera a sus aspiraciones. Acababa de dar a la imprenta un librito, Contemplación, con unas breves prosas, apenas ejercicios de estilo que, aun conteniendo pasajes afortunados y dignos de perduración, ya antes de ver la luz le producían profundo desasosiego («aunque sean numerosos los defectos que le encuentro», escribe, «lo único intachable es su brevedad»). Y fue precisamente en el trance de la corrección de pruebas de Contemplación cuando, en la noche del 13 de agosto de 1912, conoció a Felice Bauer en casa de Max Brod. Apenas un mes después inició una desorbitada correspondencia con aquella muchacha de «rostro huesudo, vacío, que llevaba su vacío al descubierto. Cuello despejado. Blusa que le caía de cualquier manera», de «nariz casi quebrada. Rubia, cabello algo tieso y sin encanto, barbilla robusta», e incluso ya en una de las primeras cartas, el 28 de septiembre de 1912, le daba cuenta de sus dificultades de escritor. «Uno de mis tormentos», decía, «es no lograr transcribir con fluidez nada de lo que previamente había compuesto dentro de un orden. Cierto que mi memoria es muy mala, pero incluso la mejor de las memorias sería incapaz de ayudarme a transcribir con exactitud un párrafo, por pequeño que sea, pensado y retenido de antemano, pues dentro de cada frase hay transiciones que deben permanecer en suspenso con anterioridad a su redacción. Cuando me siento luego, con el fin de escribir la retenida frase, no veo sino fragmentos que están ahí y que no logro ni atravesar ni sobrepasar con la mirada». De ahí, pues, de la dificultad o de la imposibilidad de llevar al papel lo pensado o lo imaginado, el sufrimiento literario de Kafka. De ahí que sean tan comprensibles su malestar físico y su aflicción anímica en el trance nocturno de la escritura: «No es nada fácil, para un corazón humano, resistir la tristeza que produce el escribir mal y la dicha que produce el escribir bien». Y de ahí, también, que se encuentre, si no cómodo, al menos seguro, en el género epistolar y que, en el ejercicio cotidiano de esa literatura íntima y paralela, escribiera cientos de cartas a Max Brod, a Felice, a Milena y, con seguridad, a Dora Dyamat: porque es un género gobernado por la inmediatez y por la inequívoca identidad del destinatario.

Pese a las quejas y las lamentaciones, los días posteriores a la aparición de Felice Bauer en casa de Max Brod debieron de ser de luminosa y formidable efervescencia, pues, finalmente, al cabo de un mes, apenas un par de días después de escribirle la primera carta, impulsado por estímulos fulminantes y felices, en la noche del 22 de septiembre, durante diez horas ininterrumpidas, Franz Kafka escribió La condena, el primer relato en el que conseguía combinar a plena satisfacción su concepción de la literatura con el hecho físico de escribir, casi diría biológico («Dios no quiere que escriba, pero tengo que hacerlo», se había rebelado tiempo atrás; «Sólo soy literatura y no puedo ser otra cosa», se definía poco después), pues al fin se unían en un mismo texto pensamiento, imaginación, lenguaje, método y tiempo. La condena resume, por tanto, los principios básicos de la creación literaria kafkiana, la escritura como continuo ininterrumpible y la objetivación de la intimidad, la reducción o elevación a texto literario de la propia pesadumbre, el propio sufrimiento o la propia perplejidad. De La condena extrae Franz Kafka viejas convicciones y satisfacción efímera: que, por una parte, la obra no puede lograrse a base de añadir fragmentos, ha de surgir como un todo uniforme y continuo, sin transiciones, en relación con la multiplicidad del pensamiento y ha de consistir en acomodar la extensa intensidad del contenido a las limitaciones lineales del tiempo y del lenguaje, y que, por otra parte, esa certeza pocas veces va a poder llevarse a cabo y cumplirse con fortuna. Que además, por añadidura, sus efusivas confidencias epistolares en torno a La condena hayan dado pie a uno de los ejercicios de crítica literaria que con más euforia se han aplicado a su obra y su persona es una derivación acorde con el proceso, pues, sin duda, no hay mejor procedimiento para adentrarse en la obra de Kafka que seguir las líneas paralelas de su producción, toda vez que su cuantiosa correspondencia y las abundantes anotaciones de los diarios discurren junto a sus novelas y sus relatos con no menor intensidad, con el mismo exigente rigor y, sin duda, con no menos grave énfasis en la indecisión y en la incertidumbre.

Así pues, Kafka inició la escritura de La metamorfosis con un doble convencimiento: sabía qué quería escribir y sabía cómo conseguirlo. Pronto empezaron, sin embargo, los temores y las vacilaciones, entre otras cosas –al fin y al cabo Kafka fue un consumado artista del pretexto– porque un viaje laboral de un par de días a Kratzau (Chrastava, a poco más de 100 kilómetros de Praga) afectaría al cuento y porque el cuento estaba «empezando a crecer y a convertirse en una historia de más envergadura», lo que le exigiría, al menos, tres o cuatro noches suplementarias, cuando «un relato como este», puntualizaba el 25 de noviembre, «debería uno escribirlo en dos sesiones de diez horas, a lo sumo con una interrupción: así retendría la andadura natural y el ímpetu que el domingo pasado tenía en mi cabeza. Pero dos tandas de diez horas es algo de lo que no dispongo. De modo que tiene uno que limitarse a intentar hacer lo mejor dentro de lo posible, ya que lo óptimo le está vedado».

En cualquier caso, Kafka se movió siempre en esa incertidumbre, entre el luminoso fogonazo de la inspiración (si queremos llamarlo así) y la pobreza material de la expresión literaria. Por eso, por ejemplo, sus tres novelas, que han alcanzado difusión, reconocimiento y adhesión universales, y que destacan sobre todas las creaciones literarias del siglo xx, El desaparecido (que Max Brod tituló América), El proceso y El castillo, emprendidas siempre con el ímpetu de la necesidad, quedaron sistemática, sucesiva y respectivamente inconclusas, en 1914, en 1915 y en 1922, y apenas si contaron con esfuerzos de recuperación y continuación, como prueba de forma singularmente significativa el final abrupto de El castillo: «Tendió a K. una mano temblorosa y lo hizo sentarse a su lado; hablaba con dificultad, era difícil comprenderla, pero lo que dijo», donde ni siquiera hay punto final ni nexo de subordinación completiva que permita suponer o aventurar qué imposibles palabras pensaba poner Kafka en boca de la madre de Gerstäcker: sólo ese paradójico, vacío e intransitivo pero lo que dijo. De hecho, Kafka, puesto que renegó pronto de toda complacencia –«un libro tiene que ser el hacha para el mar helado que llevamos dentro»–, apenas alcanzó a dar por buenas, de entre su no breve producción, poco más de un centenar de páginas, y a autorizar la publicación –y ello con profundos arrepentimientos inmediatos– de tres exiguas colecciones de relatos breves: Contemplación, El médico rural y Un artista del hambre, y de cuatro relatos largos: La condena, El fogonero (que es el primer capítulo de El desaparecido), La metamorfosis y En la colonia penitenciaria. Dejó, en cambio, una abundante producción inédita que incluye las tres novelas mencionadas, casi un centenar de relatos, los diarios y centenares de cartas, entre ellas la célebre y justiciera Carta al padre. También dejó, como bien se sabe, porque forma parte de la mitología kafkiana, la expresa –aunque tal vez ambigua– voluntad testamentaria de que todos sus escritos fueran destruidos, voluntad que, al parecer, sí cumplió, con lo que tuvo a mano, Dora Dyamat (última mujer de importancia, tras Felice Bauer y Milena Jesenská, en su confusa vida sentimental), pero a la que, por fortuna, no atendió su amigo y albacea Max Brod, que combinó entusiasmo y pudibundez en su misión como hagiógrafo del escritor checo y su legado.

El argumento de La metamorfosis es suficientemente conocido y escueto: Gregor Samsa se despierta una mañana convertido en un «bicho enorme», de unos ciento quince centímetros, un «escarabajo marrón, convexo, del tamaño de un perro», según Vladimir Nabokov. Estructurado, a la manera clásica, con deliberada proporción geométrica, en tres capítulos, cada uno de ellos cuenta una salida de Gregor Samsa de su cuarto –para acudir al trabajo, para ayudar a la madre desmayada, para oír la música de violín con que la hermana pretende complacer a los huéspedes– y el accidentado retorno a la madriguera –amenazado y golpeado con un bastón, apedreado con manzanas por el padre, malherido finalmente con las palabras de la hermana: «Hay que librarse de él como sea»–. La inútil pretensión de ser aceptado como miembro de la familia a la que, por otra parte, con su esforzada tarea de escrupuloso viajante de comercio, asiste y alimenta, no encuentra más alivio que la consunción y la muerte. En eso consiste básicamente la metamorfosis, en una degradación triple y sucesiva: como miembro de la sociedad, como miembro de la familia y, en fin, como individuo. Viene a ser, pues, una rigurosa aplicación del programa fundacional: un anónimo viajante de comercio «desterrado a las jungla más remota, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio». De ahí la reducción del hombre concreto, del individuo Gregor Samsa, a «bicho enorme»: grande, fuera de lo normal como animal y como hombre, «tan deplorable y repugnante». De ahí la pérdida de la noción del tiempo y la pérdida del lenguaje: la voz de Gregor se transforma en «doloroso e irreprimible pitido», sus «palabras se escuchaban claras y concisas, pero luego se distorsionaban de tal manera que no había forma de entenderlas». Y de ahí, también, en fin, la liberación de la muerte. «El héroe de mi cuento ha muerto hace un rato», le escribió Kafka a Felice en la noche del 5 al 6 de diciembre: «Si ello te consuela, te diré que ha muerto bastante apaciblemente y reconciliado con todos». Porque, a diferencia de las metamorfosis clásicas o populares, en las que los personajes no sólo recuperan su ser original sino que centran la trama en la aventura de esa recuperación, la metamorfosis de Gregor Samsa, excluido de la condición humana, es irreversible, una metamorfosis sin retorno.

Probablemente de ningún escritor tan nocturno, íntimo y secreto se pueda seguir con tan exacto pormenor, día tras día, el ritmo de su vida (la bibliografía kafkiana es, en todos los aspectos, tan extensa como perecedera), para, por otra parte, al mismo tiempo, quedar en el más insondable misterio, sin que se puedan extraer de los hechos las singularidades del carácter. Al fin y al cabo los cuarenta años de vida de Kafka, del 3 de julio de 1883 al 3 de junio de 1924, pueden resumirse en unos cuantos epígrafes: Praga, la corpulenta severidad del padre, el afecto de su hermana Ottla, el Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, la amistad con Max Brod, los sucesivos compromisos y rupturas con Felice Bauer, la afinidad de Milena Jesenská y la enfermedad final, en Berlín, al cariño de Dora Dyamat. No es, desde luego, una biografía aventurera o intrépida, y, sin embargo, dados sus procedimientos literarios, no ha de extrañar que ya desde el principio, empezando por su hermana Ottla, se viera en La metamorfosis una transposición de su vida o que se tendiera a una turbia interpretación psicoanalítica. Ya el mismo Kafka, a propósito de La condena,