La muerte de las estrellas - Chloe C. Peñaranda - E-Book

La muerte de las estrellas E-Book

Chloe C. Peñaranda

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Beschreibung

Un emotivo y apasionante comienzo para un nuevo mundo épico con un romance que es a la vez conmovedor y desgarrador. Una oscura fantasía romántica inspirada libremente en los mitos griegos de Astraea. «La estrella más brillante necesita la noche más oscura». En un mundo abandonado por los guardianes celestiales y sometido al gobierno de un rey tirano, lo único que Astraea conoce es la seguridad en la reclusión. Con recuerdos fragmentados de solo cinco años de su vida, está decidida a descubrir más sobre su pasado, aunque eso signifique huir de los crueles brazos que la mantienen a salvo de los malvados vampiros que se rumorea que vagan por la tierra. Pero cuando Astraea tropieza con el misterioso Nyte, pronto se da cuenta de que la determinación por sí sola no basta para proteger su corazón. Nyte persiste como la oscuridad que se expande entre las estrellas, y pronto ella descubre que los perversos medios de control de su captor no se basaban en una mentira para mantenerla encerrada después de todo. En su desesperación, Astraea acepta la ayuda de Nyte antes de poder decidir si ha vendido su lealtad a uno de los seres sanguinarios a los que teme la gente de su mundo. Una vez cerrado el trato, Astraea tiene la oportunidad de escapar acompañando a su mejor amiga Cassia al Reino Central. Allí, en territorio real, se celebra el centenario del Libertatem, una sucesión de pruebas organizadas por el rey en las que cinco reinos compiten por un ciclo de seguridad frente a los vampiros que buscan sangre, reclaman almas y se ensañan después del anochecer. Así que cuando la tragedia golpea, Astraea debe decidir si tomar el lugar de un participante asesinado por la seguridad de su reino es una treta por la que vale la pena morir, o si la protección (y las respuestas a su pasado) son realmente sus deseos más fuertes.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Te lo dedico a ti. Las voces más pequeñas pueden lograr los cambios más grandes.

Tú eres la estrella más brillante.

NOTA DE LA AUTORA

Se aconseja leer con cuidado. Este libro toca los siguientes aspectos, aunque ninguno de ellos sea el tema principal: situaciones de violencia doméstica, manipulación emocional, pérdida y duelo, escenas sexuales explícitas, violencia y gore en un mundo de fantasía, idealización del suicidio, superación de adicciones.

PRÓLOGO

Había aprendido que morir, no importaba lo lentos y dolorosos que fueran los segundos antes del último aliento, no era nada comparado con vivir para siempre sin la persona a la que amaba.

No, el amor era una palabra demasiado mundana para referirse a cómo ella había partido su alma en dos tras su muerte.

Durante doscientos años, él había observado la misma constelación, a pesar de que era la única que existía. Y ahora había empezado a desvanecerse. Una fracción cada semana de la que nadie más se percataba. Para él significaba una cuenta atrás.

Ajustó el aumento del telescopio para no perderse ni un solo destello; trazó el mapa de los doce puntos con la vista. Siempre en el mismo orden. Ni siquiera se había dado cuenta de que ya había memorizado el patrón.

Incluso en aquella luz que se desvanecía, se veía magnífica.

Él no planeaba estar aquí cuando la Tierra tembló, pidiendo el regreso de ella. Años, quizá décadas, desde entonces. No planeaba ser la razón por la que esos cracks continuaran cuando ella regresó.

Decidió quedarse un poco más; sabía que esta sería la última vez. Entonces suspiró, conservó aquella última mirada y se apartó.

Sentado en la parte baja de la repisa de la ventana abovedada, alzó el vaso con licor que llevaba en la mano y lo chocó contra el metal del telescopio.

—He intentado encontrar una forma. El resultado ha sido tan desesperanzador como la última vez —dijo. Con los años, se había vuelto tan distante que ninguna emoción le invadía ahora—. Pero me alegro de que no vayas a poder ver en lo que me he convertido ahora. Tu decepción sería lo último que haría falta para terminar de hundirme.

El alcohol se abrió paso por la garganta, quemándole, mientras vaciaba todo el contenido del vaso. Este se hizo añicos por el fuerte agarre, pero no sintió ninguno de los pedazos en la palma de la mano. Ya no había nada que pudiera hacerle daño.

—No tuve la oportunidad de preguntarte qué fue lo que viste. —Cerró el puño contra el pecho, pero solo podía recordar la agonía por lo real que era, ya que el tiempo había emborronado las imágenes—. Cómo viste la forma en que sucedía todo y durante un solo instante me hiciste creer que había algo bueno en mí. Siento mucho que te equivocaras.

De pie, con su capa negra, sus pasos crujían sobre el vidrio roto como si fuera lo último que quedaba de su antigua existencia.

—Al menos ya no podré volver a hacerte daño.

Todos se encogieron ante la sombra encapuchada que pasó de largo. Dieron un paso atrás, agacharon las cabezas y evitaron su mirada mientras esta se arrastraba por los pasillos del castillo.

El mármol brillante y negro del suelo, interrumpido solo por los pilares blancos y alguna escultura ocasional, parecía más siniestro con la figura que se alzaba allí en medio. Antes, los pasillos eran hermosos. Pero lo que una vez pareció la oscuridad de los sueños y el cielo en una noche clara ahora se parecía más bien a la muerte.

Las personas a las que dejaba atrás susurraban un nombre, uno que se le había asignado no por elección propia, sino por el pecado que representaba. Un dios en la forma de un mortal.

El rey le esperaba en la sala del trono.

Vio las alas curtidas y con forma de garra del guardia con el que conversaba el rey antes de que le hiciera marcharse. Un morador de la noche. Quizá una de las tres peores maldiciones vampíricas; los moradores de la noche no soportaban la luz del día.

El hombre encapuchado habló finalmente.

—Acordamos un siglo. Te he dado dos. He venido a por lo que me debes. —Su voz era fría como el hielo y oscura como la noche.

El rey llevaba una corona, pero parecía de juguete. Una imagen que no imponía autoridad. Al menos sin él. Pero había ocupado el cargo mucho más tiempo de lo que nadie esperaba.

—Si las profecías son ciertas, primero tenemos que encontrarla. Ya han visto a los celestiales en este lado del velo; están comprobando nuestras defensas. La magia volverá a debilitarse y podremos parar el reinicio de esta guerra antes de que tengan oportunidad de...

—No —gruñó el hombre encapuchado. Su voz reverberó. Su rabia era tan afilada y letal que convirtió la medianoche en algo negro y filtró sombras frías por toda la sala.

El rey le observó con cautela.

—Si quieres mantener el trono en su contra y que los vampiros crean en tu reinado, tendrás que hacerlo por tu cuenta.

No le hacía gracia la idea de irse ahora. De hecho, aquel pensamiento era demasiado poca cosa en comparación con el sentimiento que le desgarraba hasta la médula ante la imagen de ella enfrentándose a todo aquello sin él. Hasta que recordó que él era la causa de todo lo que se había roto en su mundo —el de ella— hacía muchos siglos. La única oportunidad que tenía ella era vivir sin él.

El rey habló.

—¿Qué harías... si consiguieras volver? Es un mundo que no conoces. Uno del que te pueden expulsar de forma permanente antes de que llegues a descubrir algo.

No le importaba. Nada de eso le asustaba. No le importaba si terminaba atrapado en el vacío. Era mejor opción que ser la razón por la que no ganarían la guerra que estaba a punto de estallar de nuevo.

—Te has vuelto una leyenda. ¿Dejarías todo de lado?

—Dime a dónde tengo que ir —dijo con los dientes apretados. Lo había decidido hacía ya dos siglos. Destruiría el mundo entero antes que dejar pasar otro año más.

Una sensación de ahogo irrumpió en la sala mientras él se introducía en las mentes de todos los guardias y les impedía respirar.

—Si me mantienes aquí, juro que te mataré. Jamás he querido esa corona, pero te la arrancaré si hace falta.

—Muy bien —dijo el rey, con una mirada de decepción y resentimiento entrelazada con la suya.

Hacía tiempo que no le afectaba el rechazo de nadie.

—Si esto es lo que deseas, te mostraré cómo conseguirlo. —El rey se dio la vuelta y el hombre encapuchado liberó a los guardias, que pudieron volver a respirar de nuevo—. Sígueme.

No creí que me mostraría tan reacia a saludar a la muerte como le estaba ocurriendo al hombre al que estaba viendo morir en este instante.

Desde aquí arriba, tan solo era una mera espectadora de las plegarias por sus hijos, su mujer y el trabajo que le habría encantado tener, el mismo en el que trabajaría para la persona que ahora iba a cobrarse su vida.

Él no sabía que yo estaba ahí.

No podía evitar acercarme a observar a través de las vigas cada vez que veía a un hombre arrodillado, al igual que tampoco podía evitar preguntarme si me compadecería de sus plegarias en el caso de que yo también tuviera los días contados. Tenía poco a lo que aferrarme, ya que únicamente conservaba recuerdos fragmentados de hacía tan solo cinco años.

Parecía como si Hektor Goldfell no escuchara su llanto mientras asentía en dirección al enorme hombre que tenía a la víctima acorralada con una sola mano sobre el hombro. No derramaría sangre, no en esa sala. No iba a interrumpir la animada fiesta nocturna en la sala principal de su establecimiento con la muerte de ese hombre.

Fruncí los labios al contemplar cómo le rompía el cuello; con suerte no escuché el crujido por el barullo y la música antes de que su cuerpo se desplomara. Se me formó un nudo en el estómago.

A pesar de que él no había hecho ningún esfuerzo, Hektor se escabulló en la sala más cercana y, con un movimiento rápido de cabeza, se apartó unos cuantos rizos rojizos de la vista. Desvié la mirada cuando dos hermosas mujeres aparecieron a su lado; todavía seguía tumbada sobre la viga de madera, tan solo un poco más ancha que mi espalda. A ambos lados de esta, me caía el cabello plateado y brillante junto con el fino material de mi falda, que flotaba en el aire. Pero no temía que alguien se diera cuenta de que estaba ahí. Nunca miraban hacia arriba.

Distraída, rocé con los dedos la empuñadura negra y ornamentada de mi daga. No se me permitía bailar o entretener como a las mujeres que tenía debajo, pero aun así disfrutaba de la elegancia de sus ligeros movimientos.

Me puse de pie con maña, quizá queriendo imitar a una de las mujeres que estaba tratando de llevar a cabo el arte del hurto con un grupo de hombres que jugaba a las cartas. La distracción estaba presente en sus movimientos fluidos. Crucé las vigas de madera, sin hacer ruido, girando a la vez que lo hacía ella, y estudié sus movimientos, imaginando que era yo la que atraía la mirada lasciva de aquel hombre que estaba fija en una de sus manos. Ella la tenía colocada a propósito en su hombro para tratar de distraer la atención sobre su otra mano, que estaba ya dentro del bolsillo.

No pude ver lo que había robado, pero el azul de sus iris resplandeció con triunfo.

Giró y se colocó en el extremo de la mesa, arqueando y extendiendo la espalda para interrumpir el juego. Me recliné hasta que sentí la madera en las manos, giré las piernas en el aire y, cuando volví a parpadear, me enderecé. Volví a inclinarme contra el apoyo vertical con un suspiro; aparté la vista de la sala abarrotada e iluminada por la luz de las velas, deprimida por mi vista privilegiada. Me sentía como un insecto atrapado en una telaraña, rodeada por las sombras. Era difícil creer que todos nos encontráramos en la misma sala.

A veces deseaba que los invitados pudieran verme, aunque solo fuera una única vez, para desaparecer justo después en un abrir y cerrar de ojos, ya que yo era el trofeo de un solo hombre.

Posé la mirada en Hektor, que no se había movido, aunque las mujeres estaban volcadas sobre él. Sus ojos de color verde profundo eran los únicos que no querría jamás que me encontraran aquí arriba.

Él era el que me mantenía a salvo entre estos grandes muros de los horrores que había en el exterior. Los vampiros. Había distintas especies que consumían sangre o almas y que mantenían a los humanos aterrorizados.

Pero ellos, al igual que nosotros, estaban bajo el control del rey.

En la sala principal, no paraban de hablar sobre el Libertatem, una prueba centenaria que organizaba el malvado rey en el Reino Central de Vesitire. En un par de días, iban a enviar a cinco humanos de los reinos vecinos, los Seleccionados, para que compitieran por un siglo de seguridad contra los ataques vampíricos. Cuando nuestro mundo se sumió en el caos hace trescientos años, tras la conquista del rey en la guerra, este anunció que, a partir de ese momento, los humanos lucharían por la paz y los vampiros mantendrían el control gracias a las pruebas del Libertatem. Supongo que esto le dio a la gente algo por lo que mantener la esperanza. Si su reino salía vencedor, se les aseguraba libertad para poder salir de sus casas sin temor por ellos y sus hijos durante una generación. Si perdían, al menos habrían tenido un pequeño receso en sus miserables vidas.

Creo que todos en el fondo sabían, aunque no quisieran admitirlo, que ese pequeño rayo de esperanza no era otra cosa que una mentira que los oprimía. No compartía la emoción que destilaban cuando hablaban de las pruebas, pero les entendía.

Los espíritus eran frágiles. Era mejor protegerlos para que no se quebraran.

Mientras me mantenía confinada en esas cuatro lujosas paredes sin casi ninguna oportunidad para aventurarme fuera de ellas, casi no sabía nada del mundo exterior que tanto anhelaba. Todo lo que podía hacer era recopilar pequeñas píldoras de información cuando escuchaba a escondidas durante esas noches de belleza, apuestas y seducción.

Pasé horas ahí escuchando las conversaciones de los invitados con más ansia que de costumbre, pero mi interés radicaba más en lo personal.

Quedaban cuatro días para que comenzase el Libertatem.

Las agujas de un reloj invisible marcaban cada minuto en mi mente, como si mi mayor oportunidad se me estuviera escurriendo igual que arena entre los dedos, y me tembló el corazón tan solo de pensar en mi amiga marchándose del reino que había más al sur, Alisus, como una de las Seleccionadas.

Mi memoria llegaba justo hasta cuando Hektor me acogió, pero no conseguía recordar qué era lo que me perseguía y lo que había hecho que me refugiara entre sus brazos protectores. Él me trajo aquí y le contó a todo el mundo que no estaría viva si no hubiera sido por él. Ahora, cinco años después, por lo que me habían contado en ese momento, tenía alrededor de veintitrés años y sabía que nunca dejaría que me olvidara de que le debía la vida.

Pasé la mano por las dos cicatrices que tenía debajo de la mandíbula y que se extendían hasta el cuello. Aunque no podía acordarme del rostro o del momento en el que habían aparecido, el fantasma de un dolor agudo surgía cada vez que pensaba en ello. Igual que ocurría cuando me quedaba mirando fijamente en el espejo la zona magullada tratando de evocar el recuerdo. Otro misterio que quizá estaba también relacionado con el lugar de donde provenía.

Lo que más me preocupaba es que jamás sabría quién era antes de conocer a Hektor.

—Ahora estás a salvo, Astraea —me había dicho.

Esas primeras palabras que siempre recordaré. Hektor no solo me había encontrado a mí, sino también mi nombre, ya que, desde la primera vez que lo pronunció, supe que era el mío.

Por lo tanto, era poseedor de mi vida.

No entendía por qué, de entre toda la gente que le rodeaba siempre, se había fijado especialmente en mí. No era la única que le alegraba las noches. Lo había visto dar su afecto a mujeres de toda clase de belleza. Con pieles claras y más oscuras, con cabellos naturales o teñidos con materia estelar, un tipo de magia que dependía del estatus. Ahora mismo, una mujer con la piel marrón brillante estaba pasando la mano sobre su pecho, por encima de la tela que siempre llevaba puesta con un par de botones desabrochados. Su larga melena oscura parecía teñida con pintura rosa fluorescente. Otra mujer con piel de porcelana y una mirada felina de color amarillo colocó una pierna esbelta sobre su regazo.

Aparté la mirada. No importaba cuántas veces observara a sus amoríos nocturnos. Siempre me hacía la misma pregunta: ¿por qué había elegido quedarme a su lado?

La respuesta emergió al instante: no tenía ningún otro lugar al que ir. Y mientras él se entretenía con otras, siempre volvía a darme todo el afecto que ansiaba y aceptaba sin miramientos.

El amor era una droga que venía con su propia cura.

Una nueva figura entró en la sala. El cabello rubio oscuro y ondulado le caía suelto desde su media coleta y le enmarcaba el rostro. Mientras pedía una bebida y se apoyaba en la barra, alzó la vista casi por hábito. No me encogí en ningún momento cuando los ojos azules como el océano de Zathrian me pillaron in fraganti. Creía que me enfrentaría a un severo castigo por parte de Hektor la primera vez que Zath me sorprendió aquí arriba, pero nunca le dijo nada de mis usuales salidas a hurtadillas.

Imité su pequeña sonrisa torcida mientras se llevaba el vaso a los labios. Hektor no solía fiarse de nadie, pero Zath había escalado rápidamente muchos puestos y se había convertido en uno de sus hombres de confianza en el último año. Había podido ver cómo muchos iban y venían. La mayoría se enfrentaban a la muerte cuando dejaban el cargo, y Zath había sido el único que se había fijado en mí. Lo consideraba alguien en quien podía confiar.

Zathrian hizo una sutil señal con la cabeza mientras Hektor apartaba la pierna de la mujer y desaparecía de la sala. Se me cortó la respiración y, mientras un par de hombres bien vestidos lo interceptaban, comencé a moverme hacia mis aposentos en caso de que fuera allí hacia donde se dirigía.

La mansión contaba con muchas más habitaciones de las necesarias. El establecimiento de Hektor era un lugar de reunión muy conocido por la élite. Para hombres y mujeres con mucho dinero que hacían desaparecer sus problemas en vez de enfrentarse a ellos. No se trataba de un antro cualquiera: Hektor Goldfell regentaba la red más discreta y mortal de espías y asesinos de Alisus. Yo envidiaba a algunos de ellos, mucho más que a las bailarinas. Siempre me intrigaba verlos con sus ropajes de cuero y las armas resplandecientes.

Hektor jamás sospecharía que yo sabía blandir la daga que tenía, otro de mis secretos, para salvar vidas. Si supiera con quién me solía juntar cuando él estaba fuera, tenía bien claro que el castigo que recibiría sería una llave de hierro adornada que serviría para encerrarme entre las paredes de algún lugar muy estrecho hasta que pudiera volver a ganarme su confianza de nuevo.

La cadencia de su voz áspera hizo que se me erizara el vello de la nuca mientras seguía escabulléndome por los pasillos principales como un fantasma. «¿Desde cuándo mi habitación se encontraba tan lejos?». Parecía como si los pabellones serpenteantes en los que me encontraba se estuvieran riendo de mí.

Saqué una especie de tela azul y me cubrí la nariz y la boca con ella. Las mujeres a veces la llevaban; era un accesorio muy bonito que añadía misterio e intriga a sus actuaciones. Ese tipo de máscara no ocultaba mucho el rostro, pero no me la había puesto solo por Hektor, sino por si me fallaba el sigilo y me cruzaba con alguno de los invitados.

Oí cómo su voz seguía avanzando y sabía que me pillaría en cualquier momento si doblaba la siguiente esquina. Se me aceleró el pulso a la vez que mis pasos. No iba a lograrlo. Así que hice algo que nunca antes había hecho, pero que sabía que no le haría daño a nadie.

Las puertas que se alineaban a ambos lados de los pasillos estaban marcadas con una estrella. Las moradas indicaban que estaban ocupadas y las blancas lo contrario. Esas salas eran para entretenimiento privado, exclusivamente para bailes, aunque si los clientes deseaban continuar con la fiesta, también podían alquilar otra sala.

Le eché un vistazo a la primera estrella blanca; no tenía otra opción. Me escabullí dentro, cerré la puerta con cuidado y apoyé la frente en ella. Mi pecho subía y bajaba con rapidez mientras intentaba oír la voz de Hektor pasar al otro lado, pero no conseguía oír ningún sonido tras la puerta; lo único que conseguí percibir fue una leve música. En aquella gran sala, poco iluminada, estaba sonando una canción suave. Me di la vuelta, pero no conseguí encontrar su origen.

Mantuve la respiración y me quedé inmóvil, ya que podían rechazar mi presencia en este lugar.

No estaba sola.

Estaba casi segura de que había visto la inconfundible estrella blanca mientras iba embelesada.

Fue entonces cuando lo vi. O, al menos, una parte de él. Vislumbré una forma que se entremezclaba con la oscuridad en la que estaba envuelta. No me miró y casi no pude ver su rostro porque las sombras le cubrían los ojos. Estaba concentrado en una copa de vino; pasaba los dedos por el borde con pereza como si todavía no se hubiera dado cuenta de mi intromisión.

O como si la hubiera estado esperando.

No, no la mía. La de alguien.

Di unos cuantos pasos con cuidado hacia dentro, inspiré profundamente y me dirigí a un lado de la sala, con miles de pensamientos a la vez para intentar averiguar qué hacer en ese momento. Aunque no me atrevía a mirar en su dirección, noté cierto calor en varias partes del cuerpo, lo que me hacía creer que al fin se había fijado en mí.

Seguramente me estaba observando.

Me latía fuerte el pulso en el pecho cuando sentí una ligera caricia sobre los hombros que hizo que soltara un suspiro ahogado. No había nadie ahí cuando miré. El hombre seguía situado en el mismo lugar que antes y me había equivocado al pensar que se preocupaba porque yo estuviera ahí.

Agarré la jarra en un arrebato de ira. El sonido del líquido llenando la copa fue lo único que interrumpió la música. Aun así, no conseguía encontrar a los intérpretes de la canción que parecía arroparme. Sonaba muy familiar y reconfortante. Casi personal.

Di un largo sorbo. Esperaba que el agua me hidratara y no me secara la garganta en el momento en el que dejara la copa en su sitio.

¿Acaso estaba esperando a que empezara?

Di un par de pasos sin meditarlo mucho, tentando al cuerpo a que los ejecutara como hacía cuando no tenía audiencia y bailaba para las sombras. Y eso era ese hombre. Podía imaginarme que estaba bailando sobre las vigas inestables como cuando imitaba con torpeza a las chicas que sí habían sido bendecidas con el don de la danza. Lo peor que podía ocurrir era que no me pagara si no cumplía sus expectativas. Y no necesitaba que lo hiciera.

Una descarga eléctrica me erizó el vello de la espalda por los nervios cuando la canción cambió. Era como si la hubieran escogido a propósito para mí, para que creara una coreografía.

Una noche. ¿Cuántas veces había soñado con tener una sola noche para dejarme llevar?

Pensé que sus ojos estaban fijos en mí al haber notado el cambio en mi comportamiento. Me pregunté de qué color serían. No debería haberme importado, pero me imaginé todos los colores: verdes, azules, marrones... Ninguno parecía hacerle justicia al calor que desprendían al mirarme.

La canción comenzó a sonar más fuerte; el ritmo de la música se abrió paso a través de mí. La vibración cambió; era como si me encontrara en mitad de una orquesta y cada instrumento se fuera acercando cada vez más. Mis pies comenzaron a moverse por sí solos hacia el centro de la estancia; únicamente respondieron al sonido de las notas musicales.

No tenía nada que perder y tenía la oportunidad de desinhibirme dando un espectáculo. No solo para él, sino también para mí.

Así que comencé a bailar.

Mis movimientos fluían, iban y venían, mientras la gravedad me removía el ligero material de la falda y el que me cubría los hombros, atado a las muñecas. Tenía la piel fría a causa del viento que me envolvía el vientre al descubierto, pero esa sensación no tardó en desaparecer cuando di un ligero paso y comencé a girar poco a poco. Me encontraba bailando entre las estrellas, a través de la oscuridad. Y cada vez que estas me rozaban, me invadía un sentimiento de euforia: no quería parar nunca.

Alcé la vista y me encontré con el cielo infinito y oscuro devolviéndome la mirada a través del techo de cristal. Algo tenía la noche que siempre me atraía mucho más que el día.

Cuando bajé la vista, recordé que las estrellas no eran mis únicas espectadoras.

Sus dedos dejaron de hacer círculos sobre la copa de vino y, aunque todavía no podía ver su rostro, la música me impulsó a acercarme un poco más a él. Hasta que volví a olvidarme de su presencia.

Moví la pierna hacia un lado, curvé el cuerpo y puse la mano en torno al tobillo, comprobando así mi propia flexibilidad, hasta que la canción alcanzó el clímax. Las notas estallaron y descendieron en picado, y me dejé llevar, retorciendo la otra pierna para girar al son del compás.

Me sentía viva. Libre. Esa euforia superaba con creces mi devoción por la lucha, aunque he de reconocer que ambas me proporcionaban sensaciones similares.

No sé en qué momento me había acercado tanto a aquel extraño, pero, en el punto más álgido de adrenalina, la intriga había podido conmigo y, antes de darme cuenta, estaba justo a su lado. Pero él no alzó el rostro.

Estiré la mano hacia su mentón y...

Ocurrió tan rápido que no me dio tiempo a emitir sonido alguno. Me agarró la muñeca, dejándome desorientada durante un instante hasta que pude volver a parpadear con claridad y darme cuenta de que me había girado por completo. Al notar el impacto contra la espalda, fui consciente de la postura tan comprometida en la que me encontraba.

En ese momento sentí cómo aflojaba la sujeción que me mantenía inmóvil la muñeca contra el hombro.

El corazón me retumbaba con ferocidad, sin saber muy bien qué hacer. Para mi desgracia, me había sobrepasado. Y lo peor era que no podía gritar como suele hacer el resto de mujeres cuando se encuentra en peligro. Si Hektor llegara a encontrarme aquí...

—No eres lo que esperaba.

Me quedé atónita ante el tono grave y rasposo de su voz. Sus dedos me producían escalofríos conforme iban descendiendo por el ancho de mi brazo, deteniéndose en cada una de mis marcas plateadas, como si quisiera recordarlas una a una.

—¿Eh? —Fue todo lo que pude decir, mientras el pánico amenazaba con dejarme sin habla.

—Te mueves como si la música te invocara.

No estaba del todo segura de si aquello se trataba de un cumplido, ya que no esperaba recibir ningún comentario sobre mi actuación, pero consiguió sonrojarme.

—Espero que haya sido de tu agrado.

Se me entrecortó la respiración cuando me entrelazó los dedos en el pelo y fue apartando una a una las trenzas onduladas y sedosas para dejarme el hombro al descubierto.

—Mucho —dijo. Me estremecí cuando me rozó el inicio de la cicatriz, como si fuera el roce de un fantasma—. Yo también espero que lo hayas disfrutado. He podido observar cómo te liberas al bailar y me encantaría descubrir qué es lo que te hace sentirte prisionera el resto del tiempo.

No entendí a qué se refería, pero sentí cómo algo se removía en mi interior. Su atención estaba en un punto fijo y me puse rígida al darme cuenta de qué miraba: el gran y rebelde defecto que Hektor siempre decía que me hacía imperfecta. Siempre me recordaba que me quería con o sin él, aunque el resto probablemente nunca lo haría.

—¿Quién te ha hecho esto? —Me sorprendió su tono cargado de amargura.

Juraría haber captado en mi campo de visión unas anillas de humo negro serpenteando, pero no podía moverme; no sabía muy bien de dónde provenía la ira que me invadía.

—No lo sé.

Mi respuesta me devolvió a la realidad de la situación. Mis sentidos habían quedado adormecidos por el encantamiento que me producía su piel contra la mía, pero debía permanecer distante. No tenía derecho alguno a conocer mi pasado y, además, tampoco debería importarle.

Su otra mano encontró la abertura de mi falda y, aunque su roce me hormigueaba la piel, vaciló. Me aparté de él en cuanto encontró la vaina de la daga vacía.

Pero era demasiado rápido. De nuevo, mis movimientos se vieron interrumpidos por su veloz reacción. Se fijó en el punto letal que tenía interceptado al tenerme atrapada entre sus costillas y arrastró la mano por toda la longitud de la falda ondulada de color púrpura, sobre la cruceta hecha a mano con el dibujo de unas hermosas alas negras.

Cuando sus ojos se encontraron de nuevo con los míos, mi postura firme decayó. Lo miré fijamente y pude contemplar cómo sus iris parecían del color de un mineral fundido; destellaban con motas de ámbar dorado que me recordaron a un precioso amanecer. Parecía como si todos los tesoros que mis ojos habían contemplado hasta el momento, desde oro hasta joyas, no tuvieran importancia en comparación con el valor del que tenía delante de mí.

—Una daga roca de la tormenta —indicó con aprobación.

Se me resecó la boca y el corazón me palpitó a un ritmo desbocado, consciente de nuestra cercanía y la forma en la que se cernía sobre mí. Intenté zafarme, pero todavía me tenía bien agarrada del brazo. Observé esos ojos dorados con desafío, no del todo segura de dónde había sacado tal valentía, pero tratando de mantener la compostura de todos modos.

—Suéltame, o gritaré, y la sala se llenará de guardias.

Frunció la comisura de los labios lentamente y se le formó un hoyuelo en la mejilla. Cuando alzó la otra mano, volví a revolverme hasta que mis músculos quedaron inmóviles. Se desató el lazo de tela transparente que me cubría la mitad inferior del rostro y este cayó al suelo, como si fuera una barrera menos entre nosotros.

—No creo que vayas a hacer eso.

Abrí la boca, pero no emití ningún sonido. ¿Cómo podía estar tan seguro? Repasé sus pómulos definidos hasta que...

Ahogué un grito y pegué tal estirón por la sorpresa que conseguí zafarme de él y alejarme unos cuantos pasos.

—Eres... —No podía decirlo en voz alta. Parpadeé intentando convencerme de lo contrario, pero eso no iba a cambiar nada.

Tenía las orejas delicadas y puntiagudas.

—¿Tienes miedo?

Las únicas criaturas que podían tener tales atributos eran los vampiros. Esta mansión se había convertido en mi escudo contra los vicios de los de su calaña. Hektor les tenía prohibida la entrada en su establecimiento y nunca supe cómo lo lograba, ya que eran criaturas que siempre conseguían lo que querían, sin importar cómo o cuándo.

—¿Vas a hacerme daño?

—Crees que quiero tu alma o tu sangre. Y he de admitir que me encantaría poseer una y probar la otra. Pero ¿qué pasaría si te dijera que no soy lo que crees que soy?

—Te preguntaría qué parte de mí te ha hecho pensar que soy estúpida.

—Tu falta de percepción.

—¿Perdona?

Se dirigió de nuevo hacia mí mientras se metía una mano en el bolsillo, logrando así que me fijara en su atuendo. Llevaba una chaqueta con solapas hecha a medida que le quedaba impecable, toda negra con bordados en oro de ley que hacían juego con sus ojos. Y vestía unos pantalones bien planchados y remetidos por dentro de unas botas caras. Todo en él estaba cubierto de sombras que parecían moverse a su alrededor. Mientras volvía a alzar la mirada, me llamaron la atención unas marcas doradas en su cuello que pude vislumbrar a través de su pecho al descubierto, y me entraron ganas de acercarme y descubrir qué eran.

No me había dado cuenta de que estaba tratando de mantener cierta distancia entre nosotros hasta que me topé con un pilar de piedra.

—Puedo sentir tu alma. Y también puedo mostrártela, si así lo deseas.

No tuve la oportunidad de responder, ya que se acercó a mí. Ahogué un sollozo cuando presionó la palma de su mano entre mis omoplatos, manteniéndome a su lado con firmeza, e intenté moverme desesperadamente, pero no pude, ya que se me curvó la espalda cuando me dio un tirón y me sacó algo del pecho. El mundo se volvió brillante y maravilloso cuando miré aquella esfera que palpitaba con dibujos de estrellas plateadas y que parpadeaban. Parecía susurrar algo, aunque no eran palabras, e irradiaba un calor que me invitaba a tocarla con los dedos de las manos. Notaba como punzadas en las yemas que me recorrían por completo.

—No he venido aquí para consumirla.

Aunque su mano había entrado en las profundidades de mi ser, jadeé cuando noté cómo aquella esfera de energía extraterrestre se volvía a introducir en mí; la luz hipnótica se apagó. Tardé un segundo en parpadear, respiré con pesar hasta que noté cierta presión que me recordó que todavía no me había soltado. No podría describir cómo me había sentido durante aquellos instantes. Acababa de utilizar su mayor truco de seducción y yo me había quedado completamente hipnotizada.

—¿Acabas de...? —No podía casi ni respirar, ni mucho menos pensar.

Mantuvo la mano en mi pecho y tan solo la elevó para trazar los puntos de mis marcas. Me sonrojé ante sus caricias, como una presa que sentía cierto placer al ser capturada. Pero no sentí la fuerte presión que me había imaginado.

—¿Le has quitado algo? —me atreví a preguntarle. No me sentía diferente. No... Bueno, eso no era del todo verdad, pero prefería mil veces aquel revoloteo en el estómago y el pulso acelerado a que me hubiera robado años de vida.

—No.

—¿Has querido hacerlo?

Cuando aquellos ojos ámbar se posaron en mí, casi consiguieron imitar la adrenalina que había sentido con su truquito de magia.

—No me sirve para nada tu alma separada de tu cuerpo, Estrellita. Tan solo bastarían unas fracciones para que murieras. No sabrías cómo volver a colocarla en su sitio.

No me podía creer que en esas circunstancias tan solo pudiera preguntarle lo siguiente:

—¿Los humanos pueden protegerse a ellos mismos?

Me pasó la palma de la mano por la mejilla y, en lugar de apartarme como debería haber hecho, la ternura de aquel roce me conmovió. Su roce no desprendía ningún tipo de calor, pero tampoco era frío.

—Me refiero a ti.

Esto no estaba bien. Su cercanía, la intensidad con la que me miraba... Era como si en cualquier momento fuera a parpadear y viera a alguien distinto del monstruo que siempre me habían dicho que era un vampiro.

—¿Debería tener miedo?

En el momento en el que apartó sus manos de mí, reprimí una protesta; estaba manteniendo una lucha mental conmigo misma por aquel sentimiento de ingenuidad que me había nublado el sentido de la autoprotección.

—Nadie puede decirte cómo debes sentirte. Tú misma debes observar a tu alrededor, recurrir a tus conocimientos y llegar a tus propias conclusiones con tu propio juicio.

Me quedé pensando en sus palabras, incluso sentía cierta admiración por ellas. Entonces caí en la cuenta de algo que no me parecía justo: el conocimiento.

—No sé nada sobre ti.

—¿Y qué te dice tu instinto?

«Cosas demasiado impulsivas», pensé. Me decía de todo menos lo que parecía más lógico: alejarme lo máximo posible de él. Sin embargo, le pregunté:

—¿Me dirás cómo te llamas?

Me evaluó en silencio. Sus ojos dorados centelleaban como estrellas.

—Nyte.

—No te llamas así.

La curva de sus labios se hizo más grande.

—¿Para qué me preguntas cómo me llamo, si después vas a afirmar que ese nombre no me pertenece?

Podría admitir que aquel nombre le pegaba, aunque fuera difícil de creer. Aunque no tuve que hacerlo, ya que mis ojos traidores le observaron y parecieron silenciar mi primer pensamiento con asombro. Su pelo no se conformaba con ser negro, era del color de la medianoche, el tipo de color que podía cambiar de un tono obsidiana sin profundidad alguna a ciertas hebras de un azul marino profundo visible solo bajo la luz. Los mechones rebeldes que le caían sobre las cejas marrones hacían un contraste encantador con el dorado de sus ojos. A veces parecía como si cambiaran de forma, como si brillaran, se apagaran o parpadearan. Para lograr mantenerme cuerda, escogí la opción de que todo aquello era por el candelabro, aunque sabía que no se había movido en ningún momento y que no soplaba ningún viento que hubiera removido las llamas.

Luego estaba su cuello. Los tatuajes oscuros captaron mi atención. Quizá una constelación. Me quedé perpleja ante el deseo inminente de apartar el tejido de su chaqueta. «Qué pensamiento tan inapropiado».

Se quedó quieto y me observó con intriga mientras yo le daba un repaso con descaro.

Tragué saliva.

—Nyte —repetí. Aquella palabra sonaba como un cometa, fugaz, pero con un cierto destello de peligro envuelto en mucha belleza—. Como lo que nos rodea ahora mismo.

Tras decir aquello, ambos miramos hacia arriba. El techo abovedado nos encapsulaba en nuestro propio mundo de oscuridad y constelaciones. El cielo brillaba con cierta paz, pero a veces me preguntaba si era producto de mi propia confusión el pensar que las estrellas se estaban muriendo, alejándose poco a poco, y aquello convertía mi admiración en tristeza.

—Exacto, Estrellita.

Nuestros ojos volvieron a encontrarse.

—Me has llamado dos veces así ya.

—Y en ningún momento me has corregido, así que, ¿qué le voy a hacer?

Me volvió a latir el pulso en la garganta cuando dio un paso y tan solo un par de centímetros separaban nuestros cuerpos. Pude notar un cierto olor a menta y madera.

—¿Qué voy a hacer contigo? —susurró aquella última palabra como una caricia que viajó desde su lengua hasta el final de mi columna vertebral.

Tuve el impulso de ignorar cualquier pensamiento racional y descubrir por mí misma cómo se sentiría su cálido abrazo. Lo diferente que sería de estar rodeada por los brazos de Hektor, que siempre era muy frío incluso cuando la lujuria lo invadía.

Alzó la mano y no le detuve. Me estaba sosteniendo. No de forma física; lo que estaba ocurriendo entre nosotros era una especie de corriente eléctrica que quería seguir sintiendo. Pasó los dedos por mi barbilla y me echó la cabeza hacia atrás. Le deslumbraban los ojos bajo la luz de la luna, que bañaba sus rasgos y le resaltaba los pómulos y el ángulo de la mandíbula. Formó un arco perfecto con los labios y se me escapó un suspiro en cuanto volví a la realidad y me di cuenta de hacia dónde había dirigido la atención.

—Nada —dije—. No soy de tu interés.

Por un instante vi cómo el color ámbar se oscurecía sobre mí.

—¿Y qué sabes tú sobre mis intereses?

—No es difícil averiguarlo ahora mismo —musité, y obligué a la garganta a que pronunciara todas las palabras, pero terminó por secarse y tuve que lamerme los labios.

No tendría que haberlo hecho. Su mirada voraz se quedó fija en ellos con fulgor. Nunca le había permitido a nadie que se acercara tanto a mí. Nunca lo había deseado tanto de todos los hombres extraordinarios que había observado en la sala principal de la mansión de Hektor. En este momento mi mente discutía consigo misma sobre por qué permanecía ahí quieta a pesar de que sabía que debía alejarme. Sabía bien que esos ojos etéreos no me iban a traer nada bueno, nada aparte de un encanto peligroso, y aun así estaba permitiendo que me atraparan de la forma más estúpida posible, como les habría ocurrido a muchas otras antes de mí.

Me tembló todo el cuerpo cuando me pasó los dedos por el cabello. Vi cómo examinaba los mechones que le caían por la palma. Sus rasgos denotaban curiosidad.

—¿Utilizas algún encantamiento?

Muchos me habían preguntado aquello antes que él: el hecho de que no era posible que hubiera nacido con aquellos mechones de pelo brillantes e iridiscentes, sino que serían el resultado de algún brebaje que había consumido. Negarlo a veces era una pérdida de tiempo. Solo yo sabía que era muy gracioso que alguien creyera que podía permitirme adquirir la magia que otorgaba el mismo resultado.

—No —respondí; no me importaba si me creía o no.

Volvió a fijarse en mí y parpadeó con picardía.

—Igual que una estrellita.

Puse los ojos en blanco ante aquel intento de halago.

Curvó los labios.

—¿Y estos?

Dejé de respirar cuando su roce ligero me pasó por encima de la curva del hombro e intenté resistir el hormigueo que amenazaba con cerrarme los párpados y que se abría paso a través de mí. Sacudí la cabeza, tratando de entrar en razón.

—No —susurré—. ¿Y los tuyos... son un encantamiento?

Traté de no mirar la piel expuesta de su pecho, aunque mirarle directamente a los ojos me producía un calor mucho más intenso.

—No.

Aquello logró intrigarme. Quería descubrir cómo, por arte de magia, teníamos esto en común. ¿Cuáles eran las probabilidades de que alguien con un atributo tan similar pudiera haberme encontrado?

Llegó un momento en el que su cercanía fue demasiado para mí. Temía que todo esto pudiera convertirse en una trampa. Me alejé del pilar de mármol, mi cabello se escurrió de entre sus dedos como si fuera seda plateada y él volvió a ponerse serio al notar el abrazo del frío.

—Tu danza —dijo. Su voz era seductora, pero la arrastraba como una sombra—. Ha sido exquisita.

—Y ya ha terminado —puntualicé, ignorando la punzada de decepción que venía intrínseca con la despedida.

No sabía por qué estaba aquí o cómo se había infiltrado a través de las defensas de Hektor. No estaba segura de si debía saberlo siquiera. Tenía que salir de aquí y olvidarme de este bello desconocido. Aunque sabía que, en el momento que lo hiciera, no volvería a verlo jamás, y eso me impedía moverme.

A lo mejor era estúpido encontrar cierto deseo en el peligro, pero cuando ambas sensaciones se me presentaron, me di cuenta de todo el tiempo que había vivido sin conocer ni lo uno ni lo otro. Ahora tenía a ambos delante de mí y me estaban tentando como si fueran el remedio a una enfermedad que no sabía que padecía.

—No para mí —afirmó.

Murmuró aquellas palabras con un tono tan bajo que casi no las escuché cuando la puerta se abrió, logrando que diera un salto hacia atrás del susto. Antes de que pudiera ver al intruso, vi algo que flotaba delante de mí —la tela de seda azul—, lo agarré al vuelo y me lo coloqué con torpeza mientras aquel hombre entraba en la sala.

—Discúlpeme, señorita. —Salió en cuanto me vio y apartó la mirada tan rápido como si me hubiera pillado desnuda—. Me han enviado aquí. Tendré que hablar con Hektor...

—No —respondí demasiado rápido—. Estaba a punto de irme, no hace falta que avises a Hektor... Iba de camino a reunirme con él. Te aseguro que nadie te interrumpirá cuando llegue tu bailarina.

El hombre mayor asintió con la cabeza de forma respetuosa.

Me acordé de que no estaba sola antes de dirigirme a la puerta. Escaneé la sala. Dos veces. Me explotó la mente cuando no encontré a nada ni a nadie, a pesar de que la única salida estaba flanqueada por el hombre canoso que todavía no se había movido de su sitio.

Sin embargo, el único atisbo de Nyte estaba en el cielo estrellado que parecía vigilarme mientras lanzaba un último vistazo hacia arriba, para después marcharme de allí.

Contuve el aliento hasta que finalmente llegué a mis aposentos, pero me quedé de piedra junto a la puerta. Hektor apareció entre las sombras del cuarto de aseo.

—Querida —dijo con un tono que me erizó el vello de los brazos—. ¿Dónde has estado?

No había forma de justificarme, ya que sus órdenes eran claras: debía permanecer en esas tres habitaciones interconectadas por la noche.

—En la azotea —le respondí, el único lugar al que no podían acceder los clientes—. Necesitaba tomar un poco el aire.

Se acercó con aquellos ojos verdes de depredador que me indicaban que se debatía entre si atacar o tener piedad de mí; llevaba el pelo rojo por los hombros y por detrás de las orejas. Me di cuenta del vaso de agua que llevaba y reaccioné de forma instantánea. Ya sabía de antemano lo que significaba.

Extendió la mano frente a mí, hacia mi mandíbula. Traté de no estremecerme. Su agarre se volvió suave, por lo que me relajé y le ofrecí una mirada cargada de sumisión, aquella que yo a veces tanto odiaba. No había hecho nada malo, tan solo había logrado un atisbo de libertad entre las murallas del confinamiento.

—Abre la boca para mí.

Separé los labios, su pulgar presionó el labio inferior hacia abajo hasta que la pastilla me cayó en la lengua. Entonces acercó sus labios a los míos; un beso profundo que sabía a especias y alcohol. Tras eso, se separó de mí y me acarició la mejilla con los nudillos mientras me tendía el agua.

La acepté con desesperación. Todavía tenía la garganta seca del encuentro con aquel extraño hacía unos instantes. El roce de Hektor (no pude evitar pensarlo) no había despertado nada en mí y me pregunté si era porque ya lo conocía o porque me demostraba el mismo afecto que a sus colecciones más valiosas.

Me tragué la pastilla al igual que hacía cada semana, aunque no siempre evitaba que me pusiera enferma. Hektor había acudido a muchos curanderos, y nunca reparaba en gastos, pero ni siquiera la magia era suficiente para curarme. Los curanderos llegaron a considerar que mi sangre no funcionaba como debía hacerlo y este problema a menudo me dejaba muy débil si no tomaba la medicación necesaria.

Me pasó la mano por la cintura y me atrajo hacia él con firmeza. Demasiada. Pude sentir la advertencia escondida en sus actos.

—Astraea, no vuelvas a salir sin mi permiso. Ya hemos hablado sobre eso.

Asentí, le pasé las manos por el pecho y noté cómo se relajaba con mis caricias.

—Lo siento.

Me volvió a besar y traté de corresponderle, pero sentía los labios adormecidos.

—¿No tienes que atender a tus invitados? —le pregunté mientras me echaba hacia atrás.

Se me revolvió el estómago cuando negó con la cabeza.

—Soy todo tuyo el resto de la noche. —Me agarró la mano y me llevó hasta la cama—. Me marcho mañana y voy a echarte de menos.

Había obtenido esa información de antemano en una de mis incursiones secretas. Estaba deseando que se marchara para tener la oportunidad de ver a mi amiga Seleccionada antes de que partiera a la Ciudad Central. Muy poca gente sabía de mi existencia por las normas tan estrictas de Hektor, pero me gustaba pensar que Cassia Vernhalla seguía siendo mi amiga a pesar de eso.

Hektor me pasó los dedos por los mechones sueltos que tenía detrás de la oreja mientras me sentaba sobre su regazo. Nunca me había cuestionado el efecto que tenía su roce hasta ahora. Cómo ansiaba notar las vibraciones que me había hecho sentir aquel extraño en lugar del vacío que sentía mientras Hektor me subía la mano por el muslo. Antes de que descubriera el lugar donde tenía la daga, le empujé para que se tumbara y comencé a desabotonarle la chaqueta de forma seductora. Sabía que le encantaba ver cómo mis ojos azules como el hielo se fijaban solamente en él.

Logré sacar la daga y esconderla debajo del colchón antes de que se pusiera sobre mí bajo las sábanas de seda y comenzara a mover su piel sobre la mía. Quería sentir algo, experimentar la electricidad que había sentido con el extraño. Nunca había sabido lo que era desear poder bailar bajo la lluvia hasta que vi con mis propios ojos una tormenta nocturna. Noté la respiración de Hektor sobre mi cabello mientras se introducía en mí con un ritmo constante, aunque no pude evitar que mi mente vagara por otros derroteros.

Giré la cabeza y pude ver cómo la noche me observaba como siempre lo hacía, pero esta vez aquel pensamiento me produjo un nuevo placer que no había sentido por más que Hektor se esforzara. Las estrellas se volvieron de un color ámbar brillante y, a pesar de que intentaba no mirarlas, no pude evitar darme cuenta de cómo lograban que me hormigueara la piel resbaladiza con un calor que no había sentido antes. Me imaginé cómo aquella forma tan poderosa e imponente, la de algo tan prohibido como un vampiro —si es que aquel extraño era uno de ellos—, debía sentirse al hacer la guerra entre las sábanas. Antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, eché la cabeza hacia atrás, cerré los ojos con fuerza y no pude pensar en otra cosa que no fuera él.

Bajé las manos y comencé a hacer círculos sobre el punto sensible que tenía entre las piernas, pero era sumano la que me producía placer, era su cuerpo contra el mío y no me importó darle rienda suelta a aquel pensamiento tan lascivo e imaginar que era otra persona la que estaba dentro de mí.

Hektor disfrutaba de los sonidos que hacía, de cómo mis movimientos comenzaban a responderle, pero no era suficiente. Su aroma todavía me invadía los sentidos mientras suplicaba que fuera el frescor de la menta y el sándalo. No solía tomar el control, pero me moví impulsada por la frustración y giré hasta que logré ponerle las palmas de las manos sobre el pecho para mantenerlo quieto abajo, poder respirar de nuevo y así lograr fantasear tal y como quería. Estuve muy cerca de lograrlo.

Le eché un último vistazo a la noche a través de las grandes balconeras de cristal y me dejé llevar. Me envolvió una dicha flotante, me temblaba cada nervio del cuerpo y, mientras se me iban cerrando los párpados, tan solo pude ver un único rostro, un rostro con ojos dorados que resplandecían y una mueca torcida que me sonreía ante lo que acababa de hacer.

Hektor no tardó en llegar también al clímax, pero no pude mirarle de la vergüenza que sentía, así que me deslicé para tumbarme a su lado mientras ambos recuperábamos el aliento.

—Eres excepcional —me halagó—. Me enorgullece saber que también vas a echarme de menos, querida.

No lo iba a hacer. Nunca sucedía y siempre me decepcionaba. Él me lo había dado todo y, aun así, yo no podía corresponderle, no importaba cuántas veces lo intentara. Tan solo cuando se iba, lograba respirar con tranquilidad. Podía pasear por los pasillos sin necesidad de mirar continuamente hacia atrás. Y mi secreto más preciado: podía escaparme de la mansión y encontrarme con mi única amiga, a la que no había visto en los últimos cuatro años.

Sabía que el precio a pagar por la protección de Hektor era tener que ocultarle muchas cosas. No me gustaba hacerlo, pero temía descubrir qué me ocurriría si no sucumbía a sus estrictas reglas. Durante mucho tiempo, me había engañado a mí misma creyendo que tenía buenas intenciones, que el amor podía ser cruel y retorcido y que, a pesar de todo, se preocupaba por mí. Pero a veces deseaba que su amor me encadenara el corazón y no las muñecas.

—¿Cuánto tiempo vas a estar fuera? —le pregunté.

—Unos cuantos días.

Suponía que no me daría la cifra concreta. Nunca me daba una fecha exacta para asegurarse de que permaneciera en el lugar en el que esperaba que estuviera, es decir, no quería que supiera cuándo debía volver para ponerme a salvo sin que él lo supiera. Me hizo gracia el concepto que tenía de la seguridad. A lo mejor tenía un serio problema al disfrutar del peligro cada vez que rompía las normas de Hektor.

—¿Puedo ir contigo? —solté de repente. No le miré cuando noté que las sábanas se movían y me presionaba los labios sobre el hombro.

—Esta vez no.

«Ni esta vez ni nunca», pensé. Siempre que le preguntaba me daba la misma respuesta. Me puse de lado, con las manos bajo la mejilla, y observé el brillo de la medianoche mientras la respiración de Hektor se volvía cada vez más profunda detrás de mí. Aunque me sentía vacía, me aliviaba saber que nunca me abrazaba para dormir.

Me quedé despierta un rato, hasta que rememoré la música que había oído antes en la sala y se me cerraron los ojos. Lo que consiguió hacer que me quedara dormida fue la vibración de una voz aterciopelada que no quería olvidar.

Estaba consciente y, un segundo después, no lo estaba. Un dolor repentino en el brazo me despertó de golpe, pero tenía la visión borrosa y gemí, adormecida.

—Shh. Duerme, querida.

No pude evitar volver a caer en el abismo del sueño al notar una mano que me acariciaba con suavidad la frente.

Me sentí pesada al despertar. Entrecerré los ojos al notar la luz brillante que inundaba la habitación y que provocó que me palpitara la cabeza. Me forcé a impulsarme con las manos y tardé unos cuantos segundos en acostumbrarme al mareo que amenazaba con volver a llevarme hacia abajo.

«Hoy no», pensé. «Por favor, hoy no».

Gruñí con la garganta ronca ante la enfermedad, que había vuelto a hacer acto de presencia durante la noche. Me giré hacia Hektor, pero me quedé de piedra al darme cuenta de que su lado estaba vacío. Parpadeé, aparté las sábanas y saqué las piernas por fuera de la cama; la piel se me erizó por completo cuando toqué con los pies desnudos el suelo de mármol helado. Mientras buscaba una bata larga de algodón, me di cuenta de por qué había tanta luz: tras el cristal, se extendía un manto de nieve blanca y brillante que me robó por completo el aliento.

Sonreí a pesar de mi estado. Me encantaba apreciar la belleza de la nieve y la esperaba con ansia todos los años, y siempre conseguía despertar a mi niña interior.

La niña que no podía recordar.

Escaneé la habitación ostentosa, fijándome sobre todo en las mesitas de noche, pero no había ninguna nota. No había ninguna indicación de cuándo se había ido Hektor. Tendría que averiguar por mis propios medios si me había quedado dormida durante un día entero, como ya me había ocurrido antes por la enfermedad.

Me vestí rápidamente, opté por un grueso vestido azul y me colgué una capa azul marino sobre los hombros. También me puse medias altas para el frío y unas botas negras para la nieve. Miré el reloj de la repisa, que me indicaba que se acercaba el mediodía. Traté de aclararme y pensé que sería buena idea preguntarle al servicio de cocina cuánto tiempo hacía que Hektor se había marchado.

Agarré el picaporte de la puerta y me quedé de piedra al ver que este no cedía. El corazón me latió con fiereza cuando volví a intentarlo otra vez, y otra, y otra, hasta que noté cómo las lágrimas me inundaban los ojos y me congestionaban la nariz. Pero no dejé de forzar la puerta como si esta fuera a abrirse en cualquier momento por la fuerza de voluntad de mi propia desesperación.

—¿Señorita?

Aquella voz suave y femenina que interrumpió el sonido de mis lamentos era la de Sira, una mujer que a veces me atendía, aunque las doncellas nunca duraban mucho en el establecimiento de Hektor. Apoyé la frente sobre la madera.

—Por favor, déjame salir.

—Tan solo serán unos cuantos días, As.

Di un respingo al oír aquella voz y ante el apodo que usó.

—Zath, por favor.

—No tengo la llave; si la tuviera, sabes que te sacaría de ahí.

Me clavé las uñas en las manos y se me formaron surcos con forma de media luna.

—¿Cuánto hace que se ha ido? —intenté preguntar.

Casi estampo el puño contra la madera ante su pausa, hasta que Sira murmuró de forma casi inaudible:

—Dos días.

Lloré con más fuerza, pero me mantuve en silencio mordiéndome el labio inferior hasta que noté el sabor a sangre. «¿Por qué?». No había hecho nada más que escabullirme un instante; ese castigo era demasiado injusto incluso viniendo de él.

Noté como si las manos de un fantasma me apretaran la garganta y luché por algo de aire, alejándome de la puerta de madera maciza y chocando contra las de cristal. Intenté accionar las manillas una y otra vez, pero no cedieron, por lo que me derrumbé en el suelo, mareada por la enfermedad y dolida por el shock que me había producido darme cuenta de que estaba sola y confinada.

Lo odiaba. A pesar de que me dolía pensarlo siquiera. Quería irme. Necesitaba irme.

Para siempre.

Me llegó aquel pensamiento con tanta claridad que me sorprendí a mí misma. Quizá porque sabía que la oportunidad estaba cada vez más cerca o quizá porque había estado esperando ese último empujón que me llevara a tomar la decisión. Hektor no tenía ni idea de que había sido él quien me había lanzado por el precipicio, incluso aunque al principio él hubiera sido la única razón para quedarme. No estaba triste por alejarme de su lado, sino por el miedo a que me persiguiera hasta el fin del mundo antes que dejarme marchar.

Cassia se marcharía en una semana, ya que era la Seleccionada de Alisus. Una vez que lo hiciera, la única oportunidad que tenía desaparecería para siempre. No solo me quedaría ahí, sino que no volvería a ver a Cassia nunca más.

Me llevé las manos hacia las trenzas del pelo con agitación. Cerré los ojos y me dejé llevar por la oscuridad. Comenzó a crecer una burbuja dentro de mí con violencia y que por poco estalla.

Un clic ahogó el torrente de dolor que sentía en el pecho. Volví a alzar la vista, asustada por poner en marcha lo que estaba pensando, pero la desesperación me puso en pie con torpeza. Cuando la manecilla de la puerta de cristal del balcón se accionó hacia abajo y el aire helado me enfrió el rostro, dejé escapar un suspiro de alivio. Examiné el exterior y el interior, pero no había nadie. Dejé de preocuparme cuando di el primer paso hacia la nieve.

—¿Y cómo planeas bajar?

Jadeé ante el sonido de aquella voz. Un eco aterciopelado que me retumbó en la mente. Me giré hacia todos lados para tratar de encontrar una figura que nunca se manifestó. Respiré con dificultad y pensé en responderle, pero la idea de que alguien me hubiera hablado era tan absurda que rechacé aquel pensamiento.

Me asomé a la barandilla de piedra cubierta de nieve. Una caída a esa altura causaría una muy mala lesión, si es que no moría en el intento.

—Puedo escalar hacia abajo —dije en voz alta; traté de consolarme pensando que su voz me ayudaría a superar este obstáculo.

La nieve parecía reírse de la decisión rebelde que había tomado, pero no tenía otra opción. Habían pasado demasiados meses desde que había tenido la oportunidad de aventurarme fuera de la mansión y esta era mi última oportunidad de verla.

—Deberías volver dentro, Estrellita. No te encuentras bien.

Resoplé y pasé una mano enguantada por el borde para descubrir la piedra plana sobre la que me había subido. Esta se tambaleó al instante, pero no me atreví a mirar hacia abajo.

—No voy a tener más oportunidades.

No habría dudado tanto si me hubiera encontrado al cien por cien de mis capacidades. Había pasado muchos años practicando posturas de equilibrio y no le tenía miedo a las alturas, pero ahora me encontraba débil y a eso había que añadirle el tiempo que más me gustaba, pero que ahora se había convertido en mi némesis. No estaba segura de si conseguiría llegar hasta abajo sin un rasguño.

—Hay un saliente cubierto de nieve, pero creo que podrás sujetarte bien a él.

Seguí la guía en mi mente y lo vislumbré. Me puse tensa. Todo lo que me separaba de un destino fatídico eran los dedos de los pies, que se estaban deslizando por el alféizar de la ventana, y los de las manos, que tenía enroscados sobre mí y me estaban empezando a doler. Seguí arrastrando los pies para no darme tiempo a replantearme la decisión.

—Para.

Le hice caso y esperé la siguiente instrucción mientras echaba un vistazo por debajo de la pared.