La naturaleza que nos cuida - Katia Hueso - E-Book

La naturaleza que nos cuida E-Book

Katia Hueso

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Beschreibung

Que salir a la naturaleza da placer y bienestar no lo duda nadie, no hace falta un libro que nos lo diga. Sin embargo, este va más allá. La naturaleza que nos cuida ofrece una amplia panorámica de los elementos, seres vivos y escenarios de la naturaleza que contribuyen a nuestra salud, que son muchos más de los que acostumbramos a pensar. Con esta obra, Katia Hueso, bióloga, cofundadora de la primera escuela al aire libre de España y destacada experta y divulgadora sobre educación y medioambiente, conservación de la naturaleza y desarrollo sostenible, nos invita a explorar los beneficios que nos da la naturaleza y nos revela dónde encontrarlos. También, con un tono cercano, sencillo, directo y empático, ofrece herramientas para distinguir el grano de la paja. Para que la naturaleza nos cuide de una manera efectiva, genuina y segura.

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La naturaleza que nos cuida

Cómo encontrar el bienestar en elementos y escenarios naturales

Katia Hueso

Primera edición en esta colección: abril de 2024

© Katia Hueso, 2024

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2024

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-10079-72-4

Diseño de cubierta: Sara Miguelena

Realización de cubierta y fotocomposición: Grafime S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

A la naturaleza, en la que siempre me he sentido acompañada, cuidada y respetada.

Soñé que tú me llevabaspor una blanca vereda,en medio del campo verde,hacia el azul de las sierras,hacia los montes azules,una mañana serena.

Fragmento de «Soñé que tú me llevabas» ANTONIO MACHADO

Índice

Presentación de La naturaleza que nos cuida1. Salud basada en elementos de la naturaleza2. Salud basada en los seres vivos533. El efecto preventivo y terapéutico de la naturaleza: el cuidado verdeCoda primera : un trato justo a la naturaleza que nos cuidaCoda segunda: unas notas para el discernimientoAgradecimientosBibliografía

Presentación de La naturaleza que nos cuida

Porque la naturaleza es todo lo que tenemos y todo lo que somos.

ANNE SVERDRUP-THYGESON

Cuando pienso en cómo nació este libro, me asalta la imagen de J., poniendo la palma de su mano a escasos centímetros de la coronilla de una de mis hijas, entonces un bebé, a quien yo sostenía en brazos.1 Estábamos en un jardín, una soleada tarde de primavera, con otras familias con las que celebrábamos una fiesta cuyo motivo ahora no recuerdo. Tardé en darme cuenta de lo que J. hacía porque yo estaba de lado, en una animada conversación con otro invitado, y no me percaté de su presencia hasta pasado un rato. Tal vez intuí algo raro tras sentir su figura tan quieta y cercana por un tiempo. Le miré con sorpresa y me dijo: «Le estoy haciendo reiki». Dado que mi hija tenía una discapacidad visible, al parecer, él se sintió inspirado para ofrecer su don. A mí, sin embargo, su idea me cayó como una piedra en el pie. Yo de reiki no sabía, ni aún sé, nada, así que no pongo en duda su elección de «tratamiento», pero me pareció muy poco apropiado por el contexto (una fiesta) y el atrevimiento (ni se molestó en consultar). Además, llovía sobre mojado: desde el nacimiento de mi hija, eran muchos los propios y extraños que ofrecían opinión y erudición sobre todo tipo de terapias, pociones y soluciones milagrosas a su discapacidad. Por no hablar de los profesionales sanitarios, que también intervenían, desde la autoridad que les daba su condición oficial, en espacios clínicos, asépticos y a veces incluso hostiles. Algunos de esos consejos/órdenes eran contradictorios entre sí, otros se basaban en experiencias personales de terceros que poco tenían que ver con la mía. Y aún otros se metían en cuestiones más íntimas, como mi estilo de crianza. Era un batiburrillo ruidoso y confuso que resultaba difícil de digerir. No me cabe duda de que en general los movía su mejor intención, tanto personal como profesional, por lo cual les estoy aún hoy enormemente agradecida. Pero en aquel momento no podía quitarme la sensación de ser una peonza, girando a toda velocidad para no caer, pero cuya trayectoria estaba en manos de otros. Ya no sabía si era madre, educadora, terapeuta o qué. Me faltaba criterio, conocimiento y serenidad para tomar decisiones de gran calado. Sentía, en fin, que no tenía ningún control sobre el devenir de mi hija.

Entendí entonces que debía tomar las riendas, sacar lo mejor de mí, por poco que eso fuese. Rebuscar en mis fortalezas en vez de lamentar mis carencias y debilidades. Aproveché, pues, mi formación científica, por un lado, y mi tozudez, por otro, para estudiar esos consejos de uno en uno, con cierta dedicación. Descarté muchos, probé unos cuantos, me quedé con unos pocos. A pesar de ello, aún sentía que faltaba una pieza en el rompecabezas, hasta que me di cuenta de cuál era el refugio al que yo misma había recurrido en otros momentos de zozobra vital: la naturaleza. Supe entonces que acudir a ella me ayudaría a recuperar la sensación de control, por un lado, y a ofrecer un contexto más amable a los actos terapéuticos tan necesarios para mi hija, por otro. Este libro es fruto de esa búsqueda de lo que nos podía y puede ofrecer, ya sea tomando sus elementos por separado o de forma integrada, como veremos. Por suerte o por desgracia, conozco muchos de los ejemplos que aquí expongo de primera mano, otros de leídas y aún otros solo de oídas. Pero me consuelo con una idea que robo a Florence Williams: «podemos no tener amor, risas o música, pero siempre tendremos a la naturaleza».

Independientemente de la situación o motivación de cada cual, la necesitamos sin duda. El ser humano, como especie, ha estado desde siempre unida a ella. Nuestro cuerpo, nuestro cerebro, nuestra fisiología están perfectamente sincronizados con sus ritmos, nos beneficiamos de los bienes y servicios que nos da. Cuando nos forzamos a estar en ambientes de interior, o dentro de los confines de una ciudad, es cuando surgen asincronías que pueden acabar derivando en problemas de salud. A eso podemos añadir muchas otras causas de estrés y ansiedad, los llamados males del siglo XXI: el estilo de vida, la presión del trabajo o los estudios, el omnipresente ruido, el agobiante tráfico, las prisas para todo, el acoso de las redes sociales, la publicidad, el sobreconsumo... Son muchas las voces que advierten del peligro de estos estresores y que dan pautas para atajarlos desde el origen. Honestamente, pienso que poco podemos hacer para librarnos de la mayoría de ellos, salvo con cambios sistémicos, consensuados y costosos. Ya solo pensar en cómo afrontarlos ¡me estresa! Por eso me acomodo en la posición, más sencilla, de contribuir a mitigar sus efectos, con la naturaleza a nuestro lado. Deseo, espero, confío en que los resultados de esta búsqueda puedan ser útiles para quien los lea, ya no solo porque tengamos problemas de salud, o ausencia de bienestar por cualquier (otra) razón, sino porque será un reencuentro con nuestra esencia.

Quiero, eso sí, dejar claro que este libro versa sobre la acción terapéutica de la naturaleza desde un punto de vista naturalista, e incluso cultural, más que sanitario. Todas las maneras de aprovechar sus elementos, por un lado, y sus espacios, por otro, que repaso aquí las acompaño de anécdotas, experiencias personales y curiosidades, precisamente para dejar claro que no es más que una panorámica amable y cercana al tema, sin mayores pretensiones. No trato, por tanto, de exponer un catálogo exhaustivo de terapias ni tratamientos, sino que describo de manera general cómo nos puede beneficiar en los ámbitos de la salud y el bienestar. En absoluto se trata de prescribir nada ni debe tomarse como consejo autorizado. Es evidente que me faltarán muchos aspectos terapéuticos de la naturaleza por tratar, bien por despiste o por falta de espacio; otros los he omitido ex profeso por no encontrar ninguna evidencia fehaciente de sus efectos.

Aunque es cierto que ofrezco una cierta mirada crítica, insisto en que este libro no es una revisión científica ni una evaluación sistemática de los beneficios que produce la naturaleza en nuestro bienestar. Para quien desee entrar en detalles más técnicos, incluyo bibliografía de autores que, a mi entender, tienen mucha más solvencia que yo. En todos mis trabajos, pero en este más si cabe, procuro ofrecer evidencias de quienes han investigado y profundizado en los temas que abordo. Si me equivoco en su interpretación, el fallo será tan solo mío, y agradezco la sagacidad y honestidad de quien me alerte de posibles meteduras de pata. Sirvan estas referencias, pues, como herramientas que ayuden a distinguir el grano de la paja. En cualquier caso, sentido común dixit, creo que corresponde a los especialistas decidir qué prescribir, para qué, a quién y cuándo; llamamiento que no dejo de hacer a lo largo de todo el texto.

Este libro nace y crece también a partir de uno de los capítulos de mi título anterior, Somos naturaleza, publicado en esta misma casa. Quien lo haya leído reconocerá parte del contenido de este, incluidas algunas de las anécdotas que lo ilustran. Pido disculpas si las repeticiones resultan tediosas, pero las hago porque en su momento me parecieron relevantes, y aún me lo parecen, para quien aborde este título ex novo. Espero que, con el material nuevo que incluyo en este libro, se comprenda esa relevancia y se tolere mejor la insistencia.

La estructura del texto es bien sencilla. En el primer capítulo, hago una panorámica de elementos abióticos, como el aire, el agua, el suelo y diversas formas de energía, que pueden contribuir a nuestro bienestar. Sorprende descubrir cómo muchas de esas aportaciones son conocidas desde la Antigüedad, como los baños termales, los lodos terapéuticos o los aires de la montaña. Aunque me atrevo a tocar algunos cuya eficacia no está del todo probada, procuro no entrar en otros que, aun llamándose «terapias naturales», tienen más relación con cosmovisiones alternativas (a la nuestra, sí: europea, blanca y privilegiada, pero ese es otro tema) que con la naturaleza propiamente dicha.2 Siguiendo el mismo esquema, en el segundo capítulo hablo de la contribución de los seres vivos para este fin, desde plantas y hongos a animales de todos los tamaños y condición. Desde el acto de susurrar a las plantas al placer de acariciar a un perro, pasando por la importancia de la microbiota intestinal, hago un recorrido por la conexión tan profunda que tenemos con los seres vivos y por cómo esta influye en nuestra salud a través del contacto con ellos o de su uso sensato y responsable.

El tercer capítulo está enfocado al cuidado verde, es decir, al bienestar que nos procuran los espacios naturales o aquellos en los que se da cierto protagonismo a la naturaleza. Esto incluye lugares tan dispares como los bosques, las playas o incluso las ciudades, en los que se practican terapias ya consolidadas, como los baños de bosque, la hortoterapia o la terapia de aventura. A todas ellas dedico unas palabras, y aprovecho para agradecer la hospitalidad de muchos profesionales que han tenido a bien invitarme a conocer sus proyectos y, en algunos casos, a sus sesiones. También reseño su contribución en espacios urbanos e incluyo algunos lugares más ajenos, pero quizá más necesitados de ella, como escuelas, oficinas, hospitales o incluso prisiones. Añado por último unas ideas sobre el rol de la naturaleza virtual en este empeño en pos del bienestar, para cuando no podemos salir, experiencia por la que, por cierto, hemos pasado todos no ha mucho. Finalmente ofrezco dos codas: una sobre los aspectos éticos asociados al uso de flora y fauna para fines terapéuticos y otra que propone herramientas para el discernimiento de las terapias, pues me parece de capital importancia saber en qué se mete uno cuando se juega la salud.

Así, lector, lectora,3 este es un libro que espero que leas en el balcón o en el jardín, con la naturaleza —por modesta que sea— bien cerca, acompañado quizá de una infusión y un (sano) tentempié. Ojalá disfrutes de los pequeños viajes a la salud natural que propongo y descubras una o dos cosas que quizá no sabías. Si, además, contribuye a tu bienestar o al de tus seres queridos, ¡pues bienvenido sea!

Desde un lugar indeterminado de la meseta castellana, en ruta desde el árido desierto monegrino hacia los húmedos bosques del norte, mayo de 2023.

1.Salud basada en elementos de la naturaleza

Silente nieve acumulo mis miedos bajo tu manto.

Cuando pensamos en los elementos de la naturaleza que nos proporcionan bienestar, solemos imaginar un paseo por el bosque o escuchar el canto de los pájaros, si acaso un relajante baño en el mar. Pero de ella son muchos más los aspectos que nos benefician, que clasificaré para este capítulo en tres grandes categorías: aire, agua y suelo, a los que añado también formas de energía que percibimos con facilidad. Elementos, por cierto, que no son ningún lujo: son todos ellos esenciales para la supervivencia. No podemos vivir mucho más de dos minutos sin aire, dos días sin agua y dos meses sin alimento. Y sin el Sol no habría vida, ni humana ni de otro tipo. Dentro de cada categoría haré pequeñas excursiones a aspectos afines de la naturaleza que contribuyen a nuestro bienestar y visitaré también algunos que nos influyen de otras formas. Empezaré, no obstante, por un asunto que une a todos ellos, que influye en nuestras vidas en todo momento y lugar y que es objeto tanto de educadas conversaciones de ascensor como de las más enconadas discusiones: el tiempo.

Feeling under the weather

Los fenómenos meteorológicos se basan en la interacción de estos elementos: el Sol es la central que produce la energía necesaria para que el aire, el agua y el suelo se calienten, y provoca movimientos verticales en el aire y cambios de estado en el agua. El aire se desplaza también en función de la rotación de la Tierra, de las diferencias de temperatura entre latitudes y de los obstáculos que encuentra en su camino. Los mares, lagos, ríos, valles y montañas que hay en la superficie terrestre influyen en la velocidad y dirección de los vientos, que irán más o menos cargados de nubes y ofrecerán su preciado tesoro en forma de agua o nieve, o no. Todo ello condiciona el tiempo atmosférico en cada momento o lugar, con una gran variabilidad, y del que solo se puede garantizar una cosa: que nunca llueve a gusto de todos.

La expresión inglesa que encabeza esta sección viene a decir que no te encuentras muy bien, aunque literalmente significa «sentirse bajo el tiempo». Teniendo en cuenta su clima, no es de extrañar que hagan esa analogía. Es algo bien sabido que el tiempo afecta a nuestro bienestar y que todos lo experimentamos en mayor o menor medida. Que, además, esta influencia puede causar enfermedades ya fue observado en el siglo V antes de nuestra era por el eminente geógrafo griego Heródoto, y corroborado después por su contemporáneo, el médico Hipócrates.

Aunque existen numerosos estudios que confirman los beneficios psicológicos de la permanencia en la naturaleza, la mayoría se han realizado en situaciones estables, es decir, en las que el ambiente no cambia y el tiempo (meteorológico) es apacible. El cuerpo humano se adapta por lo general al clima que habita, y lo hace suyo a lo largo de generaciones. Hay, por así decir, una coherencia entre costumbre y clima que hace que estemos a gusto en él cuando se comporta según lo esperable. También hay sucesos meteorológicos, por lo general breves, que causan admiración e incluso inducen bienestar. Una investigación de las universidades de Exeter y Viena4 se ha centrado en el «factor de asombro» de los fenómenos meteorológicos y astronómicos efímeros sobre el bienestar psicológico. Un ejemplo de estos son las puestas y salidas de sol, que desencadenaron sentimientos de admiración entre los sujetos de estudio, una emoción difícil de conseguir en otras circunstancias. El estudio también exploró sus reacciones ante eventos como un arcoíris, una tormenta eléctrica, el cielo estrellado o la luna llena. La admiración mejora el estado de ánimo, potencia la socialización y aumenta las emociones positivas, todo lo cual contribuye al bienestar, por lo que poder presenciar escenas así es importante. Estas experiencias resultan, además, inspiradoras para la expresión literaria o artística, vinculan emocionalmente a las personas a través de la vivencia compartida y pueden generar sensaciones de conexión espiritual en un nivel más profundo.

Cuando los fenómenos no son tan efímeros, pueden generar otro tipo de respuesta. Aunque no todos somos meteorosensibles de la misma manera,5 reconoceremos muchas reacciones relacionadas con los fenómenos atmosféricos a los que estamos expuestos. Yo tengo la suerte de que mi meteorosensibilidad es por lo general positiva: los días fríos y claros del invierno me estimulan, sobre todo si tengo la suerte de vivirlos con nieve o hielo; la sensualidad de los aromas, sonidos y texturas de la primavera me relaja; las tormentas de verano me emocionan y el frescor del otoño, con sus colores pardos y grises, me invita a una suave y agradable nostalgia. Quizá lo que más me afecta, para mi desgracia, es el calor, que me aplasta y me obliga a ralentizar mi habitual ritmo frenético, o el viento, que me pone de mal humor.

Pero son muchas las personas que «sufren» el tiempo de muy diversas maneras. La astenia primaveral es un clásico que vuelve todos los años cuando los días se alargan y las temperaturas empiezan a subir. En otoño, la luz menguante, la humedad y el frío pueden causarnos tristeza e incluso pueden provocar cuadros depresivos. Hay quien siente los cambios de tiempo, sobre todo si va a llover, en las articulaciones, o los cambios de estación con erupciones en la piel. Cualquiera que haya estado en la zona del estrecho de Gibraltar sabe que el viento de levante puede desatar dolores de cabeza e irritabilidad. El calor aplastante de la meseta nos deja «aplatanados» y puede llegar a ser peligroso para la salud si no vigilamos la hidratación. En 2022 hubo cuarenta y dos días de ola de calor en España,6 siete veces por encima de la media. Solo en Madrid hubo en ese verano mil trescientas muertes atribuibles a la canícula. Poco podemos hacer para evitar este horno, salvo huir del lugar y buscar otro más propicio, solución al alcance de muy pocos, más allá de los movimientos migratorios estacionales. Los jubilados del norte que vienen a invernar en España o los madrileños que invaden las costas de la península en agosto son solo dos ejemplos cercanos.

Cambio climático y ecoansiedad

Que el cambio climático ya está aquí es algo que pocos discuten. No hay más que ver cómo se multiplican y alargan las olas de calor en nuestro país, cómo los años son cada vez más secos y las montañas están cada vez más desnudas de su habitual manto blanco en pleno invierno. En mi casa de la sierra de Guadarrama hemos pasado de dormir con manta en verano a necesitar aire acondicionado en las noches más plomizas en el plazo de tan solo veinte años. Además, yo recuerdo pisar nieve por la calle durante gran parte de los meses de enero y febrero, y ahora anoto en el calendario los días en que veo caer copos, ya que de cuajar ni hablamos. Si la región mediterránea es considerada una de las más vulnerables al cambio climático, más lo son las zonas de montaña, y mis simplistas observaciones fenológicas son tan solo una evidencia más de cómo está cambiando el mundo. En otras latitudes, las precipitaciones se vuelven más impredecibles e intensas, como sucede en Centroeuropa, con las consiguientes inundaciones. El vórtice polar, cada vez más oscilante, trae tempestades de frío y nieve a latitudes más bajas en el continente americano (a pesar de lo que dijera en su día Trump a golpe de tuit, sí que es por el cambio climático). En fin, el tiempo parece volverse loco, pero con un patrón de locura que empieza a ser reconocible. Esa es, precisamente, la diferencia entre tiempo y clima. El primero es lo que sucede en un momento dado, y presenta una gran variabilidad. Hoy hace sol, mañana llueve, pasado truena. No pasa de lo anecdótico y del comentario banal. El clima, en cambio, es el comportamiento habitual del tiempo, en términos estadísticos. Es el tiempo que suele hacer en una determinada zona, y condiciona los hábitats, la agricultura, la arquitectura e incluso la forma de ser de los habitantes de esa región.

El cambio climático, por tanto, tiene profundas implicaciones a muchos niveles. En lo que nos ocupa, afecta a la salud de muchas maneras. Por un lado, el calor cada vez más intenso y frecuente puede causar problemas de todo tipo a la población sensible, e incluso un exceso de mortalidad, como se vio en España en 2022. El aumento de las temperaturas está desplazando posibles organismos patógenos y sus vectores (sobre todo mosquitos) a latitudes más altas. España, por su posición geográfica, es muy vulnerable a la emergencia de enfermedades tropicales. Ejemplos de ello son la encefalitis del Nilo Occidental o la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo,7 que en los últimos años hacen su aparición regular. La combinación de cambio climático y contaminación del aire exacerba también la aparición de alergias respiratorias.8 Los ciclos de inundación y sequía —en vez de esa lluvia suave y regular— que se dan en el norte y centro de Europa afectan a las cosechas y a la salud del ganado. Además, en esas latitudes no están adaptados al calor y pasar de temperaturas que para nosotros son habituales puede ser un drama para ellos.

Muchas personas nos preocupamos por este y otros problemas ambientales que estamos causando en el planeta. No es un tema nuevo: en los años sesenta del pasado siglo estaba la superpoblación; en los ochenta, la lluvia ácida; en los noventa, el agujero de la capa de ozono, y hoy lidiamos con el cambio climático, la contaminación y la pérdida de biodiversidad, entre otros. Aunque esto puede llevarnos al tecnoescepticismo —«ya inventarán algo»—, a muchos nos preocupan estos asuntos y buscamos iniciativas e ideas que conduzcan a su mitigación.9 A otros, incluso, les produce ansiedad, lo que se conoce en este caso como «ecoansiedad», que puede definirse como un «temor crónico a la fatalidad ambiental» y que fue descrito inicialmente como «solastalgia» por el filósofo inglés Glenn Albrecht. Está más basado en la sensación de vulnerabilidad que en el conocimiento real de lo que sucede, lo cual no implica que ambos no puedan coincidir en una misma persona. Hay, en quienes lo sufren, un sentimiento de pérdida irreversible y de impotencia por su percibida falta de capacidad para revertirlo. Al pensar en ello, me viene a la cabeza la cara descompuesta de la joven activista sueca Greta Thunberg en su alegato ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2019, con su famoso «How dare you!» («¡Cómo os atrevéis!»). Amén de técnicas clásicas para reducir la ansiedad,10 pienso que ayuda el conocer más en detalle lo que está sucediendo y los pasos que se están dando desde la ciencia y la técnica para mitigar los problemas ambientales. Aunque no hay una solución global para todos ellos, creo que hay razones para la esperanza.

El aire que respiramos

El aire es una sustancia interesante: no lo vemos, oímos, tocamos u olemos, pero sin él moriríamos. Como dice el acertijo infantil, es aquello con lo que podemos llenar un cesto sin que este pese más. Aunque eso, a escala molecular, no sea del todo cierto. El aire no está vacío: pesa 1,2 kilos por metro cúbico, es decir, más o menos un gramo por litro. ¡Lo asombroso es que soportamos un peso aproximado de una tonelada de columna de aire sobre nuestras cabezas!11 Pese a ello, como hemos visto, pequeños cambios de presión atmosférica pueden causar cefaleas y otras molestias. El aire está compuesto de un 78 % de nitrógeno, un 21 % de oxígeno y un 1 % de diversos gases y aerosoles. El nitrógeno, tal como se presenta de forma natural, poco importa para la salud, pues se conoce como «no reactivo», es decir, no afecta a la respiración ni al metabolismo. Lo importante aquí es el oxígeno, que es la molécula que facilita la transformación de nutrientes en energía y sin la cual nuestros órganos no pueden funcionar en un plazo muy breve de tiempo.

La cantidad de oxígeno en el aire es importante: una baja proporción de oxígeno a gran altitud causa lo que en los Andes llaman el «apunamiento», es decir, las consecuencias de no poder bombear suficiente oxígeno a nuestros órganos. Esto suele traducirse en dolor de cabeza, náuseas y, en casos más graves, edema pulmonar. En situaciones extremas, por ejemplo, en un avión que se despresuriza mientras vuela a altitud de crucero, puede causar la muerte de sus ocupantes en cuestión de minutos. De hecho, esto fue lo que le pasó a un conocido industrial alemán y a su familia en el verano de 2022, cuando volaban desde Jerez a Colonia. Su avión se despresurizó al poco tiempo de despegar. Se estima que pasó poco rato antes de que todo el pasaje muriera, pues apenas tuvieron tiempo de pedir auxilio. Dado que viajaba con el piloto automático, el avión llegó a Colonia y pasó de largo la ciudad, para llegar en línea recta hasta el Báltico. Allí se estrelló por falta de combustible. Si vamos a permanecer a gran altitud, como es el caso de los escaladores, es importante aclimatarse para que el cuerpo genere una mayor cantidad de glóbulos rojos. Estos son los que transportan el oxígeno por la sangre, desde los alveolos a los demás órganos. Cuando hay escasez, el cuerpo reacciona incrementando de forma natural la concentración de glóbulos rojos, pero se necesita un poco de tiempo para eso. Debemos, por tanto, aclimatarnos de forma progresiva, ascender a pie, para que los músculos se acostumbren a trabajar en esas condiciones. Algunos nativos de zonas elevadas están, de hecho, genéticamente adaptados a la altitud, pues tienen por defecto mayor concentración de glóbulos rojos que el resto de nosotros.

Un exceso de oxígeno tampoco es bueno: nos mataría por oxidación (por eso conviene que las botellas que usan tanto escaladores como buceadores sean de aire comprimido y no de oxígeno, que es como se las suele llamar en el habla popular). La oxidación es precisamente el problema que causa el ozono troposférico, que se genera por reacciones entre ciertos contaminantes del aire (óxidos de nitrógeno e hidrocarburos procedentes del tráfico rodado) y la luz solar. La molécula de ozono tiene tres átomos de oxígeno en vez de los dos de los que se compone el oxígeno que se presenta de forma natural en el aire. Es decir, tiene un cincuenta por ciento más de capacidad de oxidación. Por ello, cuando hay niveles altos de ozono troposférico, se recomienda no hacer ejercicio físico o incluso no salir a la calle, sobre todo si pertenecemos a grupos de riesgo. Respirar con mayor profundidad y frecuencia, como cuando corremos, no es una buena idea si el ozono está «por las nubes» (perdón por el chiste malo).

El aire no solo contiene componentes naturales (oxígeno, nitrógeno y vapor de agua, principalmente), sino que es el medio por el que viajan los gases y los aerosoles de origen antropogénico. En el último siglo han proliferado y se han intensificado la actividad agrícola e industrial y el uso de coches, barcos y aviones, que entre todos contribuyen a la emisión de contaminantes de todo tipo al aire. Una vez allí, son difíciles de controlar, pues viajan libremente arrastrados por el viento, se mezclan y reaccionan entre sí formando nuevos contaminantes y causan problemas de salud a humanos y al medioambiente en general. Los lugares naturales —poco construidos, con poco tráfico— parece que se libran de ellos y se consideran más saludables; sentimos que en ellos se respira mejor. Si, además, hay brisa, mejor ventilados y más limpios estarán. Por eso, los urbanitas buscamos subir a la montaña o bajar a la costa a la menor oportunidad.

Los aires de la sierra

En la Antigüedad se percibían las montañas como espacios saludables, pues simbolizaban vigor y fortaleza. Durante mucho tiempo después, sin embargo, se consideraron lugares inhóspitos y hostiles, a los que solo se viajaba si no quedaba más remedio que atravesarlas. El turismo de salud en altura ganó popularidad en las colonias europeas de África y Asia. La temperatura más baja en zonas de mayor elevación aliviaba el sofocante clima tropical, así que los colonos planeaban retiros al frescor de la montaña, donde estaban, además, menos expuestos a las enfermedades que prevalecían en las tierras bajas. En Europa se volvió a apreciar el aire montano como beneficioso a finales del siglo XIX y principios del XX, en contraste con la polución que había en las ciudades y en los grandes centros industriales. En aquella época, el combustible más habitual era el carbón, con todo lo que ello implicaba para la salud y la limpieza (o la ausencia de ellas) allí donde se usaba. Tampoco ayudaba la gran concentración de población en las ciudades y el hacinamiento en las viviendas y los lugares de trabajo. La montaña, con sus amplios horizontes y su aire fresco y cristalino, ofrecía una alternativa a quienes podían permitirse largas estancias en sanatorios construidos para ese fin.

Un tipo de pacientes muy habituales en estos ambientes eran los «tísicos». La tuberculosis es una enfermedad infecciosa causada por la bacteria Mycobacterium tuberculosis o bacilo de Koch, y en aquellas fechas no tenía curación. Se tenía la idea de que descansar en estos sanatorios aliviaba los síntomas de la enfermedad, y el tratamiento se complementaba con ejercicio suave y buena alimentación. La permanencia en estos sanatorios tenía también el fin de aislar a los pacientes y evitar contagios a personas sanas. Dada la larga duración de las estancias, se generaban microsociedades en estos lugares, que tenían una vida propia muy diferente a la de la ciudad.12 Los edificios solían distinguirse por sus grandes terrazas, galerías y ventanales, pues era esencial orearse. Por ello, era muy común ver a los pacientes tumbados en hamacas tomando el sol o contemplando el paisaje nevado bajo una buena manta. Quizá el más famoso de ellos sea Hans Castorp, protagonista de la novela La montaña mágica, de Thomas Mann, que relata precisamente la vida de estos pacientes en una clínica ficticia, inspirada en el sanatorio Wald de Davos, en Suiza, donde estaba ingresada la mujer de Mann. En la sierra de Guadarrama, en Madrid, también existían muchos sanatorios de este tipo. El descubrimiento de la penicilina —que se tradujo en la creación del primer antibiótico de uso generalizado para la tuberculosis, la estreptomicina, en 1947— puso remedio a esta enfermedad e hizo muchos de estos centros redundantes. En Madrid están casi todos abandonados y constituyen un imán para los aficionados a las ruinas siniestras. Queda en pie y funcionando el Hospital La Fuenfría, situado en Cercedilla, a 1.360 metros de altitud, pero de él hablaré más adelante. Hoy se ocupa fundamentalmente de pacientes en cuidados paliativos o con procesos de rehabilitación largos y complejos.

Con tuberculosos o sin ellos, la percepción de que los aires de la sierra son sanos, sin embargo, aún sigue viva y coleando. No falta razón para ello: aunque ya no quemamos carbón en las ciudades, en general aún sufrimos graves problemas de contaminación y de estilos de vida poco saludables. En este sentido, la montaña ofrece un respiro no solo mental, como veremos, sino literal. Para quien no la tenga cerca, siempre se puede comprar aire de montaña embotellado. Una empresa andorrana vende packs de botellas de aire «puro», tomado de zonas protegidas y supuestamente prístinas del principado, que permite hacer entre ciento treinta y ciento sesenta inspiraciones con ellas (es decir, el equivalente a permanecer diez minutos en la montaña, pero sentado cómodamente en el sofá). Pero no solo los andorranos venden aire. También se oferta en Francia, Suiza, Canadá o Nueva Zelanda, y lo asombroso no es tanto que haya quien lo venda, sino que, al parecer, haya quien lo compra.

La brisa del mar

Al igual que algunos viajan a la montaña para sanar, otros lo hacen a la costa. Aunque de los baños de mar y los beneficios de los «espacios azules» hablaré en otras partes del libro, se daba (y aún se da) también mucha importancia a los aires del mar. Siempre se han percibido como más limpios y frescos por el efecto moderador del agua en la temperatura ambiente y por la sensación de limpieza, al ser lugares más ventosos que el interior. Son, además, lugares por lo general más soleados, por lo que también se percibe el beneficio de los baños de luz y sol. Aunque no parece haber evidencias científicas sobre cómo los aerosoles marinos afectan a la salud, lo que es indudable es que pasear al borde del mar proporciona bienestar. Caminar por la playa es un ejercicio completo, pues obliga a caminar con los pies desnudos sobre la arena y masajearlos con el agua de las olas. Al parecer, estimula la circulación, reduce la hinchazón de las piernas y fortalece músculos y articulaciones. Es también donde mejor nos exponemos a la brisa marina. O incluso al viento...

Si alguien sabe aprovechar los beneficios del viento, esos son los neerlandeses. Con un país tan llano, a orillas del embudo natural que forma el mar del Norte al estrecharse desde el Atlántico Norte hacia el canal de la Mancha, es el emplazamiento ideal para que se formen fuertes vendavales. Cuando son soportables, tienen por costumbre salir a disfrutarlos, con una actividad que podría traducirse como «aventarse» o, como allí lo llaman, uitwaaien. Consiste lisa y llanamente en salir a que les dé el aire, solo que allí la expresión es literal. Y, si es en la playa, mejor. Ahí el viento corre sin obstáculos y, a veces, las conversaciones se hacen inviables. Eso obliga a pasear ensimismado, en un estado contemplativo. Con el viento así de intenso, solo se puede estar ocupado en mantener la verticalidad y disfrutar del aire al agitar el pelo, la ropa, el cuerpo. La sensación es liberadora, tiene un efecto de limpieza física y mental, como si las preocupaciones y el estrés volaran muy lejos. No hay más que acercarse un domingo por la mañana a cualquier playa —prácticamente todo el litoral neerlandés es un ancho y liso arenal— para ver a pequeños grupos, parejas y personas en solitario caminando por la arena. Y perros, muchos perros corriendo detrás de pelotas de tenis y saltando en las olas. Cuando el viento se intensifica (en concreto, a partir de fuerza 9 en la escala de Beaufort),13 y si tiene la orientación adecuada, se celebra el campeonato nacional de ciclismo en contra del viento (Nederlands Kampioenschap Tegenwindfietsen, para quien quiera buscar los vídeos en internet). Se celebra en el Oosterscheldekering, un dique de nueve kilómetros de longitud y pocos metros de ancho situado en la provincia meridional de Zelanda. La prueba consiste en recorrerlo sobre una bicicleta tradicional holandesa (pesada y muy poco aerodinámica: son casi butacas con ruedas) sin ser derribado por el viento que sopla de frente ni caer al agua. El lugar no puede ser más simbólico: el dique se construyó a raíz de las terribles inundaciones de 1953, en las que un temporal del norte coincidió con una marea viva en pleno invierno. Las aguas subieron más de cuatro metros y medio sobre el nivel del mar, se destruyeron varios diques y murieron cerca de dos mil personas. Hoy en día, se han reforzado las infraestructuras de protección y construido diversas barreras como esta por todo el país. Justo en medio del dique hay una discreta inscripción que dice: «La marea es dictada por la luna, el viento y nosotros». Toda una declaración de principios sobre la relación de los neerlandeses con la naturaleza.

Frío y calor

Para bátavos excéntricos, el limburgués Wim Hof, apodado el «hombre de hielo», que ha desarrollado un método que ha bautizado con su nombre que está basado en la exposición al frío ambiental acompañada de técnicas de respiración y meditación. A él le ha servido para correr medias maratones descalzo sobre la nieve, escalar ochomiles en bañador y batir varios récords mundiales en actividades similares. Según dice, sería beneficioso para numerosas patologías. Su método, sin embargo, carece de las evidencias científicas necesarias y no debe ser tomado a la ligera. Si no, que se lo digan a los corredores de una ultramaratón en Baiyin, en el noroeste de China, con cien kilómetros de recorrido. Situada en una zona a mil metros de altitud, en la edición de 2021 se produjo un cambio brusco de tiempo, con una fuerte tormenta de granizo y lluvia helada. Los participantes no estaban equipados para afrontar la bajada de temperaturas y la violencia del temporal, que se cobró veintiuna víctimas mortales por hipotermia.

Más consolidada está la crioterapia o terapia de frío, que se conoce desde la Antigüedad y que se empleaba en esa época para bajar la fiebre. Hoy se sabe que funciona sobre todo como analgésico, antiinflamatorio y para tratar lesiones deportivas. Hay varias modalidades, desde inmersión en aguas frías a exposición parcial o total al aire frío, pasando por baños de hielo.14 En todos los casos, sin embargo, se trata de un tratamiento que se realiza en condiciones clínicas. Hacerlo al aire libre como propone Hof complica bastante el control de la respuesta del cuerpo. En general, el sentido común nos dicta que estar en ambientes frescos puede ser saludable, nos activa el metabolismo, nos mantiene alerta, fortalece el sistema inmune y mejora la circulación. Pero eso no significa que tengamos que estar en casa con la calefacción apagada en pleno invierno o convertir la bañera en cubitera; basta quizá con bajar un poco el termostato. De hecho, la exposición brusca al frío puede ocasionar problemas a personas con afecciones cardíacas, o sea, que, como siempre, hay que buscar el consejo médico antes de hacer experimentos con nuestro cuerpo.

En el extremo opuesto a la crioterapia está el aprovechamiento del calor. Este se ha empleado desde tiempo inmemorial para todo tipo de dolencias y se distinguen varias modalidades en función de si es calor húmedo o seco y según la extensión de la zona del cuerpo en la que se usa, es decir, en regiones más o menos pequeñas o en todo él. El calor húmedo o «por convección» se usa con toallas, almohadillas húmedas o baños calientes. El calor seco, en cambio, se provee en forma de almohadillas, mantas calientes o cera, si es local, o mediante saunas y similares, si es global. La aplicación local se emplea por lo general para el tratamiento de lesiones musculoesqueléticas, ya que el calor acelera la circulación y relaja los músculos, por lo que suele ir bien para contracturas, por ejemplo. En el contexto de este libro, nos interesa más la aplicación del calor como algo global y dirigido no solo a la curación de lesiones o enfermedades, sino como precursor de bienestar y salud. Para ello, el ejemplo que primero me viene a la cabeza es la sauna, el invento finés por excelencia.

Entrar en una sauna en Finlandia es asomarse a la quintaesencia de este pueblo boreal. En regiones cercanas se conoce como баня (banya), en ruso, o bastu, en sueco. Este último es una apócope de badstuga o «cabaña de baño», lo que alude a su finalidad más evidente, aunque el ritual de la sauna es mucho más que pasar calor en una cabaña de madera en compañía de desnudos y silentes (des)conocidos. La sauna forma parte de la vida diaria en Finlandia y no es solo una forma de depurar el cuerpo mediante el sudor, sino que es un momento de recogimiento e introspección. Diríase que es una experiencia mística. La sauna representa también, como pocas cosas, la igualdad: todos, jóvenes y mayores, con lorzas o sin ellas, entramos en una sauna desprovistos de ropa y, por tanto, de distinciones de clase o condición. El calor induce a la relajación no solo de cuerpo, sino también de la mente, y es un momento para las confidencias, para la honestidad, para apoyarse el uno en el otro. ¡Muchos asuntos de alta política finesa se han resuelto en una sauna!15

El calor de la sauna viene de una estufa, las cuales hoy en día son en su mayoría eléctricas, aunque en el campo aún se usan de leña. Durante los años en los que viví en diferentes lugares de Escandinavia tuve ocasión de visitar saunas de todo tipo, pero la que recuerdo con más cariño es la del refugio de montaña de Joatka, en Laponia. Después de pasar tres semanas en un lago rastreando topillos de la tundra y lavándome con el agua helada del lago en cuestión, tocaba regresar al campo base, el refugio al que me refería, que tenía una cabaña aneja con sauna y lavadero. Tras caminar veinticinco kilómetros por la tundra desde el lago hasta el refugio cargando con todo el equipo que había usado en esas tres semanas, tocaba preparar la sauna, lo que llevaba un buen rato, pues había que cortar la leña primero. Por suerte, la madera de abedul es blanda y se trocea con facilidad. También había que llenar un caldero, que debía ser de unos cien litros, desde el arroyo que discurría junto a la cabaña para poder lavarse después con agua caliente. Solo con eso ya se entraba bien en calor... Llegado el momento de la sauna, nos metimos dos compañeros y yo y subimos a los bancos de madera desnudos y en silencio. Parcos en gestos, nos turnábamos para ir echando agua con un cazo de madera a las piedras que había sobre la estufa, que se convertía en una nube de vapor al instante. Ese vapor, conocido en finés como löylu, es el alma de la sauna. El valor de la experiencia se mide, de hecho, según la calidad del löylu. Hay que generarlo de forma regular, pero dejando que se pose, manteniendo el ritmo justo entre ciclos de vapor y sequedad. Hay quien lo enriquece con cerveza, que lanza desde la bancada y que deja el espacio con olor a panadería. En otros casos se añaden plantas aromáticas, que ayudan a abrir los pulmones de par en par.

Gracias al vapor, la temperatura de aquella sauna en Joatka fue subiendo hasta llegar a niveles insoportables. Aunque eso es muy personal: uno de mis compañeros, de origen estonio, decía que en su país no bajaba de los 100 ºC. A mí con 80 ºC ya me bastaba... Así que salí y me metí en el arroyo, que traía agua del deshielo. El golpe fue de órdago; mi piel se puso como un cangrejo y salí de un salto del arroyo feroz. Al momento, mi cuerpo se puso negro como el tizón de los mosquitos que se abalanzaron sobre mí para chupar sangre fresca. No tenía ni idea de cómo espantar a tanto díptero sediento de todos los rincones de mi piel, así que me vestí tal cual había salido del arroyo, sin secarme, y me lie a darme manotazos para matar a los que se habían quedado atrapados dentro de la ropa. De esa guisa, con la ropa mojada y llena de cadáveres de mosquito, entré de nuevo en la cabaña con cara de póker, me desvestí y procedí a lavarme con parsimonia con el agua del caldero, junto a mis impertérritos compañeros, como si eso fuera el pan de cada día. A veces, cuando me ducho calentita en casa gracias a un simple giro de mi mano, me acuerdo de aquella sauna que me ocupó todo un día...

Versiones similares a la sauna, es decir, baños de sudor y vapor, existen en muchas culturas. Se practicaban desde la prehistoria, y Heródoto ya se refirió a ellos. Los baños romanos, turcos o árabes (estos últimos conocidos como hammam