La niña de los cuentos - Lucy Maud Montgomery - E-Book

La niña de los cuentos E-Book

Lucy Maud Montgomery

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Beschreibung

La niña de los cuentos narra las aventuras de un grupo de jóvenes primos y sus amigos que viven en una comunidad rural en la Isla del Príncipe Eduardo, Canadá. El libro está narrado por Beverly, quien junto con su hermano Félix, ha ido a vivir a la granja de sus tíos mientras su padre viaja por negocios. Pasan su tiempo libre con sus primos Dan, Felicity y Cecily King, un muchacho contratado, Peter Craig, su vecina Sara Ray y otra prima, Sara Stanley. Ésta última es «la niña de los cuentos», que entretiene al grupo con relatos fascinantes incluyendo varios eventos en la historia de la familia King.

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Lucy Maud Montgomery

Lucy Maud Montgomery

LA NIÑA DE LOS CUENTOS

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-416-9

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-416-9
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Indice

I

II

III

IV

I

CAPÍTULO 1

EL HOGAR DE NUESTROS PADRES

—«Me gustan los caminos porque uno puede estar siempre preguntándose qué hay al final de ellos».

La niña de los cuentos dijo eso cierta vez. Félix y yo, en la mañana de mayo en que salimos de Toronto hacia la Isla del Príncipe Eduardo, aún no la habíamos oído decir tal cosa y, la verdad sea dicha, apenas si teníamos noticias de la existencia de un ser que se llamase «la niña de los cuentos». Al menos no la conocíamos con ese nombre. Sabíamos solamente que nuestra prima Sara Stanley —cuya madre, nuestra tía Felicity, había fallecido—, vivía en la Isla con el tío Roger y la tía Olivia King, en una granja contigua al viejo hogar de los King en Carlisle. Suponíamos que nos íbamos a vincular con ella al llegar allí y según las cartas que la tía Olivia enviaba a nuestro padre se trataba de una criatura alegre y divertida. Al margen de esto, no pensamos mucho en ella. Más interesados nos sentíamos con respecto a Felicity, a Cicely y a Dan, que vivían en la casa de los mayores y quienes por lo tanto habrían de ser nuestros compañeros por una temporada.

Pero la observación de la niña de los cuentos aunque no expresada en palabras, vibraba en nuestros corazones aquella mañana mientras el tren abandonaba la ciudad de Toronto. Comenzábamos el recorrido de un largo camino y a pesar de que teníamos una cierta idea de lo que se encontraba al extremo del mismo, había la suficiente dosis de misterio de lo desconocido en él como para que revistiera el maravilloso encanto del interrogante.

Nos sentíamos deleitados ante la perspectiva de conocer el viejo hogar de nuestro padre y de vivir entre los recuerdos de su infancia. Nos había hablado mucho de todos ellos, nos había descrito detalladamente las escenas a tal punto, que nos había inculcado gran parte de su profundo afecto por aquellos lugares, un afecto que los muchos años de exilio jamás habían podido borrar. Experimentábamos la vaga sensación de que en alguna manera nosotros pertenecíamos a aquel lugar y a aquel ambiente, la cuna de la familia, a pesar de que no lo habíamos visto aún. Siempre esperábamos ansiosamente el día prometido en que papá nos llevara «a casa», a la vieja casa con los pinos por detrás, y por delante el famoso «Huerto de los King», donde podríamos vagabundear por el «Sendero del tío Stephen», beber en el profundo pozo que tenía techo en forma de pagoda, pararnos sobre la «Piedra del púlpito» y comer manzanas de nuestros «árboles de nacimiento».

El día prometido llegó mucho más pronto de lo que nos atrevimos a esperar, pero nuestro padre no pudo llevarnos personalmente. La casa donde trabajaba le pidió que fuera a Río de Janeiro esa primavera, para hacerse cargo de una nueva sucursal que se

abría. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar, porque papá era un hombre pobre y aquello significaba un ascenso con el consiguiente aumento de entradas; pero también significaba el temporario alejamiento del hogar. Nuestra madre había muerto antes de que ninguno de nosotros fuera lo suficientemente grande como para recordarla y papá no nos podía llevar a Río de Janeiro. Después de mucho cavilar, decidió enviarnos a la vieja casona con el tío Alec y la tía Janet. Nuestra doméstica, que tenía su familia en la Isla, se hizo cargo de nosotros durante el viaje.

¡Me temo que para la pobre mujer fue una jornada angustiosa! Se encontraba constantemente envuelta en un justificable terror de que nos perdiéramos o que nos mataran. Debe haber sentido un gran alivio cuando llegamos a Charlottetown y nos entregó a manos del tío Alec. Al menos así lo manifestó.

—El gordo no es tan malo. No es tan rápido como el flaco para moverse y escapar a la vista mientras una pestañea. Pero la única manera segura de viajar con esos jovencitos será teniéndolos a los dos atados con una soga corta… una soga corta y bien fuerte.

«El gordo» era Félix, que era muy sensible en cuanto a su gordura. Siempre estaba haciendo ejercicio para adelgazar con el desastroso resultado de que a cada paso se tornaba más grueso. Clamaba a todos los que quisieran escucharlo, que no le importaba; pero le importaba muchísimo y se arreboló completamente, lanzando una mirada de ira a la señora MacLaren. Aquella mujer no le gustaba desde el día que le dijo que muy pronto sería tan ancho como era de largo.

Por mi parte, sentía mucho verla alejarse de nosotros y ella lloró sobre nuestras cabezas deseándonos una vida feliz.

La verdad es que nos habíamos olvidado de la buena mujer en el mismo momento en que alcanzamos el campo abierto, uno a cada lado del tío Alec, a quien quisimos desde el primer instante. Era un hombre pequeño, con rasgos finos y delicados, una larga barba gris y ojos grandes, azules y fatigados… nuevamente los ojos de papá. Sabíamos que al tío Alec le gustaban los chicos y que se sentía contento de poder dar la bienvenida a los hijos de Alan, Nos sentimos como en casa con él y no tuvimos temor alguno de hacerle preguntas sobre cualquier tema que se nos presentaba a la mente. En aquel trayecto de veinticuatro kilómetros nos hicimos muy amigos.

Muy a nuestro pesar, era de noche cuando llegamos a Carlisle, o por lo menos estaba bastante oscuro como para ver los objetos claramente en el momento en que subíamos a la colina donde se encontraba la vieja casona. Detrás de nosotros, pendía una luna joven sobre las montañas del sudoeste, pero en torno teníamos las sombras suaves y confusas de la noche de mayo. Esforzamos los ojos a través de la penumbra.

—Ahí está el mimbre grande, Bev —murmuró Félix excitado cuando nos acercamos al portón de la entrada.

Allí estaba, realmente, el árbol que el abuelo King había plantado cuando regresó una tarde de los campos de siembra y clavó la vara de mimbre que había usado todo

el día en la tierra blanda de la entrada. La vara había echado raíces y creció. Nuestro padre, nuestros tíos y tías, habían jugado bajo su sombra y ahora era un árbol macizo, con el tronco ancho y grandes ramas poderosas, cada una de las cuales era tan larga como el árbol mismo.

—Me voy a trepar a él mañana —dije alegremente.

Más allá, a la derecha, había un espacio umbroso y lleno de ramas, que según nuestras noticias era el huerto; y a la izquierda, entre sibilantes pinos y abetos, estaba la vieja casa pintada de blanco. Por la puerta abierta emergía la luz y la tía Janet, una matrona enorme de mejillas rosadas y llenas, se acercó a nosotros con su aspecto alegre y placentero para darnos la bienvenida.

Al poco rato estábamos cenando en la cocina, desde cuyo techo bajo y cruzado de vigas negras, colgaban substanciosos jamones y hojas de tocino. Todo era como papá nos había contado. Teníamos la completa sensación de haber llegado «a casa», dejando el exilio detrás de nosotros.

Felicity, Cicely y Dan estaban sentados frente a nosotros y nos miraban cada vez que suponían que estábamos distraídos con la comida. Por nuestra parte, tratamos de mirarlos mientras comían «ellos» y el resultado fue que a cada instante nos sorprendíamos unos a otros haciendo el jueguecito y nos sentíamos tontos y tímidos.

Dan era el mayor porque tenía trece años igual que yo. Era flaco y pecoso y tenía el pelo oscuro y la nariz bien formada de los King. Lo reconocimos en seguida. No obstante, la boca era algo muy personal en él, porque no había una boca así ni por parte de los King ni por parte de los Ward. Por lo demás a ninguna de las dos familias se le podía ocurrir reclamar para sí las características de aquella boca, ya que se trataba de un ejemplar innegablemente feo: ancha, grande y torcida. Pero era una boca capaz de sonreír amistosamente y tanto Félix como yo pensamos que Dan nos iba a gustar.

Felicity tenía doce años y llevaba su nombre en honor a la tía Felicity que era hermana gemela del tío Félix. La tía Felicity y el tío Félix, como papá nos lo había dicho muchas veces, habían muerto el mismo día hallándose a gran distancia el uno del otro y ahora los dos se encontraban sepultados juntos en el cementerio viejo de Carlisle.

Sabíamos por las cartas de la tía Olivia que Felicity era la belleza de la familia y mucha curiosidad sentimos por comprobarlo. Debo confesar que justificó plenamente nuestra expectativa: era rolliza, dueña de hermosos hoyuelos, ojos grandes y azules provistos de pesadas y arqueadas pestañas, cabello rubio, abundante, esponjoso y rizado, la piel blanca y rosada… «el cutis de los King». Los King se han destacado siempre por la forma de la nariz y por el cutis. Felicity poseía además, elegantes manos y muñecas. A cada movimiento se marcaba un hoyuelo en ellas. Era un verdadero placer imaginarse cómo serían sus codos.

Estaba muy elegantemente vestida con un género estampado color rosa y un delantal de muselina verdosa y comprendimos por algo que dijo Dan, que «se había

vestido» en honor a nuestra llegada. Esto nos hizo sentirnos muy importantes ya que ninguna criatura femenina se había dignado «vestirse» en nuestro honor hasta entonces.

Cicely, que tenía once años, también era bonita… o lo habría sido de no estar Felicity presente. Felicity tenía la facultad de quitarles el color a las otras chicas y Cicely lucía pálida y delgada junto a ella. Pero poseía rasgos pequeños y muy correctos, el pelo castaño suave y con reflejos sedosos, los ojos pardos y dulces, con algún toque de excesivo recato de vez en cuando. Recordábamos que la tía Olivia había escrito a papá que Cicely era una verdadera Ward… no tenía sentido del humor. No sabíamos qué significaba tal apreciación pero de todos modos nos dábamos cuenta de que no se trataba de un cumplido. A pesar de tales consideraciones, presentimos que Cicely nos habría de gustar más que Felicity.

Verdaderamente, Felicity era una belleza sorprendente, pero con la rápida y espontánea intuición de la infancia —que resume en un instante el concepto que a la madurez le cuesta a veces mucho tiempo concretar—, nos dimos cuenta de que la muchacha estaba muy consciente de su hermosa apariencia. En fin, «vimos» que Felicity era una niña vanidosa.

—Es curioso que la niña de los cuentos no haya venido a verlos —comentó el tío Alec—. Se ha mostrado completamente excitada en estos días con la idea de la llegada de ustedes.

—No se ha sentido bien en todo el día —explicó Cicely— y la tía Olivia no la debe haber dejado que saliera al frío de la noche. Seguramente la ha enviado a la cama. La vimos a última hora y se mostró muy abatida.

—¿Quién es la niña de los cuentos? —preguntó Félix.

—¡Oh! Sara… Sara Stanley. La llamamos la niña de los cuentos en parte porque posee un misterioso encanto para contar historias… oh, no puedo ponerme a describirla ahora… y en parte a causa de Sara Ray, que vive al pie de la colina y a menudo viene a jugar con nosotros. Es molesto tener a dos chicas en el mismo grupo que se llamen de la misma manera. ¡Por lo demás, a Sara Stanley no le gusta su nombre y prefiere que la llamemos la niña de los cuentos!

Dan, abriendo la boca para hablar por primera vez, con suma timidez adelantó la información de que Peter también había tenido intención de llegar hasta allí, pero se había visto obligado a ir a casa de su madre para llevarle harina.

—¿Peter? —pregunté a mi vez. Nunca había oído nombrar a Peter.

—Es el muchacho que ayuda a tu tío Roger —dijo el tío Alec—. Su nombre es Peter Craig y es un chico sumamente inteligente. Pero también él tiene su dosis de travesura.

—Quiere ser el novio de Felicity —declaró Dan malicioso.

—No digas tonterías, Dan —dijo la tía Janet severamente. Felicity echó su dorada cabeza hacia atrás y lanzó una mirada muy poco fraternal a Dan.

—No sería muy agradable tener de novio a un peoncito —observó con gran

dignidad.

Nos dimos cuenta de que su enojo era real y no fingido. Evidentemente, Peter no era un admirador del cual se enorgulleciera Felicity.

Éramos chicos muy hambrientos y cuando hubimos comido todo lo que nuestra capacidad nos permitía —¡y qué mesas sabía servir la tía Janet!—, descubrimos que estábamos sumamente cansados… demasiado cansados para salir fuera de la casa y explorar los ancestrales dominios, como nos hubiera gustado hacer a despecho de la oscuridad.

Pero deseábamos irnos a la cama y pronto nos encontramos metidos en nuestra habitación en el piso alto, con una ventana que miraba hacia el este, a través de la enramada de pinos. Aquella habitación había sido una vez de nuestro padre. Dan la compartía con nosotros, ocupando la cama ubicada en el rincón opuesto.

Las sábanas y las fundas de las almohadas ofrecían su perfume de lavanda y uno de los notables cobertores de la abuela King cubría nuestra cama. La ventana estaba abierta y oímos a las ranas cantando en el pantano, cerca del arroyo. Por cierto que habíamos oído cantar a las ranas en Ontario, pero las ranas de la Isla del Príncipe Eduardo eran más entonadas y melodiosas. ¿O acaso era el hechizo de las viejas tradiciones familiares, los viejos relatos conocidos que encendían su magia para nosotros en todos los objetos y sonidos que nos rodeaban?

¡Esto es el hogar… el hogar de papá… «nuestro» hogar! Nunca habíamos vivido el tiempo suficiente en una misma casa como para cobrar afecto hacia ella; pero aquí, bajo el techo de grandes vigas de la casa edificada por el bisabuelo King noventa años atrás, aquel sentimiento trepó hasta nuestros corazones juveniles y tendió sobre ellos su manto de dulcísima ternura.

—Piensa un poco que ésas son las mismas ranas que papá escuchó cuando era chico —susurró Félix.

—Difícilmente pueden ser las mismas ranas —objeté con aire de duda, no sintiéndome muy seguro en cuanto a la longevidad de las ranas—. Hace veinte años que papá dejó esta casa.

—Bueno, serán las descendientes de las ranas que él oyó —admitió Félix— y están cantando en el mismo pantano. Es casi lo mismo.

La puerta estaba abierta y en su habitación, al otro lado del estrecho corredor, las chicas se preparaban para acostarse. Hablaban algo más fuerte de lo que debían, considerando el alcance que cobraban en aquel momento sus voces claras y dulces.

—¿Qué piensas de los muchachos? —preguntó Cicely.

—Beverly es buen mozo, pero Félix es demasiado gordo —respondió rápidamente Felicity.

Félix retorció el cobertor con furia y gruñó. Por mi parte pensé que Felicity iba a gustarme. Después de todo podría ser que no tuviera ella la culpa de ser vanidosa.

¿Qué remedio podía tener si se le permitía mirarse a un espejo?

—Yo pienso que los dos son buenos y buenos mozos —declaró Cicely.

¡Aquella alma tierna!

—Me pregunto qué irá a pensar de ellos la niña de los cuentos —dijo Felicity, como si después de todo, eso fuera lo más importante.

En cierto modo, nosotros sentíamos también que así era. Sentíamos que si la niña de los cuentos no nos aprobaba, poca diferencia habría en que los demás lo hicieran.

—Me pregunto si la niña de los cuentos será bonita —dijo Félix en alta voz.

—No, no lo es —contestó Dan instantáneamente desde el otro extremo de la habitación—. Pero uno piensa que lo es mientras habla. A todos les produce la misma impresión. Solamente cuando uno se aleja de ella se logra pensar que después de todo no es tan bonita.

La puerta de la habitación de las niñas se cerró con un golpe seco. El silencio cayó sobre la casa. Nos deslizamos hacia el mundo de los sueños preguntándonos si le gustaríamos a la niña de los cuentos.

CAPÍTULO 2

UNA REINA DE CORAZONES

Me desperté poco después de la salida del sol. El pálido sol de mayo arrojaba sus rayos a través de los pinos y una brisa fría movía los ramajes por todas partes.

—Félix, despiértate —murmuré sacudiéndolo.

—¿Qué sucede? —gruñó de mal humor.

—Es de día. Vamos a levantarnos para ir afuera. No puedo esperar un minuto más para ver los lugares de que nos ha hablado papá.

Salimos de la cama y nos vestimos sin despertar a Dan que roncaba aún sonoramente, la boca bien abierta y la ropa de su cama tirada por el suelo, Buen trabajo me costó evitar que Félix resistiera a la tentación de embocar una bolita en aquella boca abierta. Le dije que con eso despertaría a Dan e insistiría en levantarse para acompañarnos, y que lo más lindo era ir los dos solos aquella primera vez.

Todo estaba silencioso y quieto cuando bajamos la escalera. En la cocina oímos a alguien, presumiblemente el tío Alec encendiendo el fuego; pero el corazón de la casa no había comenzado a latir aquel día.

Hicimos una pausa en el vestíbulo para contemplar el enorme reloj «abuelo». No andaba pero tenía todo el aspecto de una vieja relación familiar para nosotros, con las pesas doradas en sus tres picos; la pequeña esfera y el indicador que señalaba los cambios de luna; y en la puerta de madera la «mismísima marca» que papá le había hecho cuando era chico al darle un puntapié en medio de una rabieta.

Después abrimos la puerta del frente y salimos, sintiendo un rapto de emoción en el pecho. Venía una extraña brisa del sur a nuestro encuentro; las sombras de los abetos eran largas y bien recortadas; los cielos exquisitos de las mañanas a hora temprana, azules y sacudidos por el viento, estaban sobre nosotros; a lo lejos por el oeste, más allá del arroyo, había un enorme valle y una montaña color de púrpura, cubierta de pinos, hayas y arces.

Detrás de la casa había una arboleda de pinos y abetos, un lugar umbroso, un lugar fresco donde los vientos encontraban placer en circular y donde había siempre un aroma resinoso de maderas frescas. En el extremo más alejado una espesa plantación de esbeltos abedules plateados y susurrantes álamos; más allá estaba la casa del tío Roger.

Directamente delante de nosotros, cercado por una hilera de abetos, se encontraba el famoso Huerto de los King cuya historia se entrelazaba con nuestros más lejanos recuerdos. Lo sabíamos todo en cuanto a él por las descripciones de papá y con la imaginación nos habíamos paseado muchísimas veces por aquel huerto. Por aquellos días ya habían transcurrido sesenta años desde su iniciación, cuando el abuelo King

trajo a su joven desposada a la casa. Antes de la boda había cercado la gran pradera del sur que se inclinaba hacia el sol; era el campo más fértil, el mejor de la región y los vecinos le dijeron al joven Abraham King que levantaría muchas cosechas de trigo en aquella pradera. Abraham King sonrió y, siendo hombre de pocas palabras, no respondió palabra alguna; pero en la mente se le pintó la visión de lo que sería aquel prado en los años venideros y en aquella visión no hubo una alfombra del fruto dorado y ondeante como podría presumirse, sino grandes y sombreadas avenidas de enormes árboles extendidos, con sus ramas cargadas de frutales que alegraban los ojos de los hijos y los nietos que aún no habían nacido.

Era una visión que no habría de concretarse rápidamente, pero el abuelo no tenía mayor apuro. No sembró todo su huerto de una vez porque quiso que creciera y se desarrollara junto a su propia vida, que estuviera vinculado a todas las alegrías y bondades que cayeran sobre su hogar.

Así fue como a la mañana siguiente de la boda, apenas había traído a la joven esposa a la casa, los dos fueron juntos al prado del sur y plantaron allí sus «árboles de la boda». Esos árboles ya no vivían, pero nuestro padre los había conocido de niño y cada primavera reverdecían en frutos tan delicadamente coloreados como el rostro de Elizabeth King en el momento en que cruzó el campo sur en la alborada de su vida y de su amor.

Cada vez que les nacía un hijo a Abraham y Elizabeth, un árbol era plantado en el huerto para él.

Tuvieron catorce chicos en total y cada uno de ellos tuvo su «árbol de nacimiento». Cada festividad importante de la familia se celebró de igual manera y cada visitante a quien se le dispensaba particular afecto, era invitado, después de pasar la primera noche bajo el techo de aquella casa, a plantar «su árbol» en el huerto. De tal modo ocurrió que cada árbol de aquéllos era un verdadero monumento verde que conmemoraba algún cariño, algún deleite o alguna alegría de los años idos. Y cada nieto también tenía su árbol allí, plantado por el abuelo cuando le llegaba la noticia del nacimiento. No era siempre un manzano, podía ser un ciruelo, un cerezo o un peral. Pero el árbol era conocido en cada caso por el nombre de la persona por quién o para quién había sido plantado; y tanto Félix como yo conocíamos «el peral de la tía Felicity», «el cerezo de la tía Julia», «el manzano del tío Alec» y «el ciruelo del Reverendo Señor Scott», como si hubiésemos nacido y nos hubiéramos criado junto a ellos.

Y ahora habíamos llegado al huerto, estaba delante de nosotros, no teníamos más que abrir la pequeña puerta pintada con cal en el cerco para encontrarnos en sus históricos dominios. Pero antes de abrir la portezuela miramos hacia la izquierda, a lo largo del sendero cubierto de césped y bordeado de abetos que conducía a casa del tío Roger; y a la entrada del sendero vimos a una muchacha de pie, con un gato gris a su lado. Levantó una mano y nos saludó cordialmente. Olvidados momentáneamente del huerto, nos acercamos a ella, porque sabíamos que aquella criatura era la niña de los

cuentos y en su gesto alegre y lleno de gracia había una seducción que no podía ser resistida.

Cuando estuvimos a su lado la contemplamos con tanto interés que nos olvidamos de ser tímidos. No, no era bonita. Era demasiado alta para sus catorce años, delgada y erguida; en torno a su alargada cara blanca —muy larga tal vez y muy blanca—, caían los rizos castaño obscuros, sujetos junto a cada oreja con rosetas de cinta de tono escarlata. Su boca grande y curvada, era roja como una amapola y tenía ojos brillantes, almendrados, de color castaño. Pero no pensamos que fuera bonita. Después habló y dijo:

—Buen día.

Nunca habíamos oído una voz como la de ella. Nunca en toda mi vida he vuelto a escuchar una voz semejante. No puedo describirla. Podría decir que poseía el don de la claridad; podría decir que poseía la virtud de la dulzura; podría decir que poseía la facultad de vibrar a la distancia con el encanto de las campanas. Todo eso sería verdad, pero no daría una idea real de su peculiar calidad, que hacía de la voz de la niña de los cuentos lo que era.

Si las voces tuvieran color, su voz sería un arco iris. Hacía «vivir» las palabras que pronunciaba. Cualquier cosa que dijese se transformaba en una entidad viviente y no quedaba en una mera declaración verbal. Félix y yo éramos demasiado jóvenes para comprender o analizar la impresión que nos hacía, pero instantáneamente sentimos ante su saludo, que «era» un buen día —un día sorprendentemente bueno—, la mejor mañana que se había iluminado en el más excelente de los mundos.

—Ustedes son Félix y Beverly —continuó la niña, estrechando nuestras manos con un aire de franca camaradería que resultaba muy distinto a los gestos femeninos y tímidos de Felicity y Cicely. Desde aquel instante fuimos tan buenos amigos como si nos hubiésemos conocido por espacio de cien años.

—Estoy muy contenta de conocerlos. Me sentí tan mortificada por no haber podido ir a recibirlos anoche, que me levanté temprano esta mañana porque estaba segura de que ustedes lo iban a hacer también. Pensé que les gustaría que les contara cómo son las cosas por aquí. Puedo contar las cosas mucho mejor que Felicity o que Cicely. ¿Piensan ustedes que Felicity es «muy» linda?

—Es la chica más linda que he visto en mi vida —dije entusiasmado, recordando que Felicity me había llamado buen mozo la noche anterior.

—Todos los muchachos piensan del mismo modo —dijo la niña de los cuentos no muy complacida a mi parecer—. Y supongo que lo es. Es una espléndida cocinera también, a pesar de que no tiene más que doce años. Yo no sé cocinar. Estoy tratando de aprender pero no hago mayores progresos. La tía Olivia dice que no tengo bastante perspicacia para saber cocinar, pero a mí me encantaría ser capaz de hacer los postres y los pasteles que Felicity sabe hacer. Por lo demás, Felicity es bastante estúpida. No es una maldad de mi parte decirlo, no es más que la verdad y pronto lo descubrirán ustedes. Yo la quiero mucho, pero «es» estúpida. Cicely es mucho más inteligente

que ella. Cicely es un encanto. También lo es el tío Alec; y la tía Janet es muy buena también.

—¿Cómo es la tía Olivia? —preguntó Félix.

—La tía Olivia es muy bonita. Es justamente como un pensamiento: aterciopelada, púrpura y dorada.

Félix y yo «vimos» en algún rincón de nuestras cabezas una mujer como un pensamiento, aterciopelada, púrpura y dorada, tal cual la describía la niña de los cuentos.

—¿Pero es buena? —pregunté, ya que ésa era la pregunta principal en cuanto a los «mayores». La apariencia significaba poco para nosotros.

—Es adorable. Pero tiene veintinueve años, como sabrán ustedes. Ya es ser bastante vieja. No me molesta. La tía Janet dice que yo no tendría educación ninguna si no fuese por ella. La tía Olivia sostiene que a los chicos hay que dejarlos «criarse», porque todo lo demás está ya predestinado para cada uno mucho antes del nacimiento. Yo no entiendo nada de eso. ¿Y ustedes?

No, no entendíamos. Pero nuestra experiencia ya nos había enseñado que los mayores se pasan el tiempo diciendo cosas difíciles de entender.

—¿Cómo es el tío Roger? —Fue nuestra próxima pregunta.

—Bueno, a mí me gusta el tío Roger —dijo la niña de los cuentos meditativa—. Es grandote y alegre. Pero le gusta fastidiar a la gente. Uno le hace una pregunta seria y se obtiene de él una respuesta ridícula. Jamás se enoja ni se pone nervioso y eso ya es bastante. Es un viejo solterón.

—¿No ha intentado casarse nunca? —preguntó Félix.

—No lo sé. La tía Olivia desea que lo haga porque está cansada de cuidar la casa para él y quiere irse a vivir con la tía Julia en California. Pero ella misma sostiene que el tío jamás se casará porque anda en busca de una perfección y cuando la encuentre, será ella la que no quiera casarse con él.

En aquel momento ya estábamos sentados sobre las nudosas raíces de los abetos y el gran gato gris se nos había acercado para que fuéramos buenos amigos. Era un animal majestuoso, con una pelambre gris plata hermosamente manchada con rayas obscuras. Con semejante colorido, cualquier gato hubiese tenido los pies blancos o plateados; pero éste tenía cuatro garras y el hocico negro. Tal detalle le prestaba un aire distinguido y lo señalaba como un gato diferente a todas las especies comunes o no comunes. Parecía ser un felino con una tolerable buena opinión de sí mismo y su respuesta a nuestras caricias aparecían teñidas de cierto tono de condescendencia.

—¿Éste no es Topsy, verdad? —pregunté.

Me di cuenta en seguida que era una pregunta tonta: Topsy, el gato del cual nos había hablado papá, había florecido treinta años atrás y sus siete vidas juntas difícilmente podían haberlo mantenido hasta nuestra época.

—No, pero es el hijo del hijo del hijo del hijo del hijo del hijo del hijo de Topsy

—respondió gravemente la niña de los cuentos—. Su nombre es Paddy y es mi gato

particular. Tenemos gatos para el granero, pero Paddy jamás se trata con ellos. Yo soy muy amiga de todos los gatos. ¡Son tan elegantes, tan cómodos, tan dignos! ¡Y es tan fácil hacerlos felices! ¡Oh, me siento muy contenta de que ustedes hayan venido a vivir aquí! Nada pasa jamás por estos lados, salvo los días, de modo que tenemos que

«arreglárnoslas» para pasar el tiempo. Hasta ahora hemos andado escasos de muchachos… nada más que Dan y Peter para cuatro chicas.

—¿Cuatro chicas? ¡Ah, sí! Sara Ray. Felicity la mencionó. ¿Cómo es? ¿Dónde vive?

—Al pie de la colina. Se puede ver la casa desde el bosque de abetos. Sara es una chica espléndida. No tiene más que once años y la madre es terriblemente severa. Jamás permite que Sara lea una simple historia. ¡Imagínense! Sara tiene una conciencia que siempre la está torturando porque piensa permanentemente que la madre no puede aprobar que haga esto o aquello. Con eso se le estropean todos los momentos de diversión. El tío Roger dice que una madre que no le deja a uno hacer nada y una conciencia que no le permite a uno gozar de nada, constituyen una combinación espantosa y él no se siente sorprendido de que Sara sea pálida, delgada y nerviosa. Pero aquí entre nosotros, yo creo que las cosas son así porque la madre no le da bastante de comer. No es que sea mezquina, por cierto… es que piensa que no es saludable que los chicos coman mucho o cualquier cosa, sino que deben comer poco y seleccionado. ¿No es una suerte no haber nacido en una clase de familia como ésa?

—Yo creo que es una suerte que todos nosotros hayamos nacido en una misma familia —comentó Félix.

—¿No es cierto que sí? Muchas veces he pensado en eso. Y a menudo he reflexionado lo terrible que sería que el abuelo King y la abuela no se hubieran casado el uno con el otro. No creo que en este momento pudiera estar vivo ninguno de nosotros; o si alguno estaba vivo, seríamos en parte distintos y eso sería bastante malo ya. Cuando me pongo a meditar sobre estos problemas, no termino nunca de dar gracias por el hecho de que el abuelo y la abuela King se hayan casado uno con otro, habiendo tanta gente por ahí con quien se podían haber casado.

Félix y yo nos estremecimos. Tuvimos la repentina sensación de haber escapado de un gravísimo peligro… el peligro de haber nacido «otras personas». Pero fue la niña de los cuentos quien pudo hacernos valorizar lo horrible del caso y ¡qué terrible riesgo habíamos corrido años atrás, cuando todavía ni siquiera nuestros padres habían nacido!

—¿Quién vive allí? —pregunté señalando una casa a través de los campos.

—¡Oh, esa casa pertenece al Hombre Difícil! Su nombre es Jasper Dale, pero todo el mundo lo llama el Hombre Difícil. Aseguran que escribe poesías. Él llama a su casa «Mojón de Oro». Yo sé por qué, porque he leído los poemas de Longfellow. Jamás participa de la sociedad del lugar porque es muy tímido. Las muchachas se ríen de él y no le gusta. Conozco una historia de él que alguna vez les contaré.

—¿Y quién vive en esa otra casa? —preguntó Félix, mirando hacia el valle del Oeste donde un pequeño techo gris se distinguía entre los árboles.

—Allá vive la vieja Peg Bowen. Es muy rara. Vive allí con un montón de animales en el invierno y en el verano vagabundea por los campos mendigando su comida. Dicen que está loca. La gente mayor siempre la ha utilizado para asustar a los chicos y obligarlos a portarse bien bajo la amenaza de que Peg Bowen se apoderará de ellos. Yo no le tengo tanto miedo como antes, pero creo que no me gustaría que me atrapara.

»Sara Ray le tiene un terror pánico. Peter Craig dice que es una bruja y quiere apostar a que ella tiene la culpa cuando la leche no se resigna a ser manteca. Pero yo no creo eso. Las brujas son muy escasas hoy día. Puede que haya algunas por esos mundos, pero no me parece que pueda ser un sitio apropiado para ellas la Isla del Príncipe Eduardo. Hubo muchas en otros tiempos. Conozco algunas historias espléndidas de brujas que les contaré algún día. Les aseguro que son relatos que hacen congelar la sangre en las venas.

No tuvimos duda de eso. Si alguien podía congelarnos la sangre en las venas, tenía que ser esta niña con su maravillosa voz.

Pero aquélla era una mañana de mayo y nuestra sangre juvenil, corría alocadamente por las venas.

Sugerimos que una visita al huerto sería más agradable.

—Muy bien. También conozco historias en torno a él —respondió la niña mientras avanzábamos ya por el sendero, seguidos por Paddy y su cola ondulante—.

¡Oh! ¿No están contentos de que estemos en primavera? La belleza del invierno consiste en que uno aprecia más a la primavera.

El gancho que aseguraba la puerta crujió bajo la mano de la niña de los cuentos y en el próximo instante nos encontramos en el Huerto de los King.

CAPÍTULO 3

LEYENDAS DEL VIEJO HUERTO

Fuera del huerto la hierba comenzaba a tornarse verde; pero aquí, protegida de los vientos inciertos por los cercos de abetos e inclinado el terreno de tal modo que recibía el sol casi de frente, ya formaba una maravillosa alfombra aterciopelada.

Las hojas en los árboles comenzaban también a aparecer y había violetas blancas con manchitas púrpuras al pie de la «Piedra del púlpito».

—Todo es exactamente como lo describió papá —comento Félix con un suspiro de emoción—, y allá está el pozo con su techo chino.

Nos apresuramos a llegar hasta él, pisoteando las briznas de menta que empezaban a brotar en torno. Era un pozo muy profundo y el paredón estaba hecho con piedras rústicas sin pulir. Sobre él, el extraño techo al estilo de las pagodas chinas levantado por el tío Stephen a su regreso del viaje al Asia, estaba cubierto por una enredadera que aún no había echado sus hojas.

—Es muy hermoso cuando las hojas de la enredadera cuelgan como festones — dijo la niña de los cuentos—. Los pájaros hacen en ella sus nidos. Una pareja de canarios silvestres viene todos los veranos y los helechos crecen entre las piedras del pozo en una extensión tremenda. El agua es deliciosa. El tío Edward pronunció su más hermoso sermón refiriéndose al pozo de Belén, donde los soldados fueron a buscar agua para él y lo ilustró describiendo el viejo pozo de su casa… este mismo pozo… y explicó cómo en países extraños había añorado sus aguas maravillosas. De manera que pueden darse cuenta de que se trata de un pozo famoso.

—Y tiene una taza como la que usaban en tiempos de papá para beber —exclamó Félix señalando el antiguo recipiente enganchado en una pequeña saliente de la pared interna del pozo.

—Es la misma taza —declaró la niña de los cuentos en un tono impresionante—.

¿No es una cosa asombrosa? Esa taza ha estado aquí por espacio de cuarenta años y cientos de personas han bebido en ella. Jamás se ha roto. En una ocasión la tía Janet la dejó caer en el fondo del pozo pero pudieron pescarla sin que recibiera más daño que esa pequeña marca que tiene en el borde. Yo personalmente creo que se encuentra vinculada a la fortuna de la familia King como la «Suerte de Edenhall» en el poema de Longfellow. Es la última taza del juego de diario que tenía la abuela King. Su mejor juego todavía está completo, lo tiene la tía Olivia. Tienen que pedirle que se lo muestre. Es muy hermoso, con fresas alrededor de cada pieza y en los platos, e incluye la más graciosa y panzona de las jarritas para crema. La tía Olivia no lo usa sino en las grandes ocasiones familiares.

Bebimos de la taza azul del pozo y después nos dedicamos a buscar nuestros

respectivos «árboles de nacimiento». Nos sentimos bastante decepcionados al hallarlos muy grandes y robustos. Nos parecía a nosotros que debían encontrarse en un estado equivalente al de nuestra niñez.

—Las manzanas de tu árbol son exquisitas —dijo la niña de los cuentos dirigiéndose a mí—, las de Félix sólo son buenas para hacer pastel. Esos dos grandes árboles que hay detrás de ellos son los árboles mellizos… que corresponden a mamá y al tío Félix, como ustedes saben. Las manzanas son tan «terriblemente» dulces que únicamente nosotros los chicos y los muchachos franceses podemos comerlas. Y aquel árbol alto y esbelto, con las ramas todas para arriba, nació espontáneamente y

«nadie» puede comer sus manzanas de amargas y agrias que son. Ni siquiera los chanchos quieren comerlas. Una vez la tía Janet trató de hacer un pastel con ellas, porque le daba lástima verlas perderse, pero jamás ha vuelto a intentarlo. Dice que es mejor perder manzanas, que perder manzanas y el azúcar además. Después se las ofreció a los peones franceses, pero éstos ni siquiera se las llevaron a sus casas.

Las palabras de la niña de los cuentos se mezclaban con el aire de la mañana como perlas y diamantes.

Aun las preposiciones y las conjunciones tenían un ignorado encanto, insinuando misterios, risas y magia a cuanto decía. Los pasteles de manzana, las semillas amargas y los cerdos, se investían del halo del romance.

—Me gusta oírte hablar —comentó Félix en su modo grave y pesado.

—A todos les gusta —respondió la niña de los cuentos fríamente—. Me encanta que a ti te guste como hablo. Pero mi deseo es gustarte «yo» también, «tanto» como te gusta Felicity o Cicely. No «más». Una vez deseé esto último pero es un sentimiento superado ya. Descubrí en la escuela dominical, el día que el pastor nos dirigió la clase, que eso es egoísmo. Pero deseo gustarte «de la misma manera».

—Bueno, te aseguro que me gustas mucho «tú» —declaró enfáticamente Félix. Y creo que se estaba acordando que Felicity lo había llamado gordo.

En aquel momento Cicely se reunió con nosotros. Parece que esa mañana estaba de turno Felicity para ayudar en la preparación del desayuno y por lo tanto no pudo unirse al grupo. Todos fuimos a caminar por el «Sendero del tío Stephen».

Éste consistía en una doble fila de manzanos que corría hacia el oeste del huerto. El tío Stephen era el primogénito de Abraham y Elizabeth King. No compartía el desenfrenado amor que el abuelo experimentaba por los bosques, los prados y las excelencias de la tibia y roja tierra. La abuela King había sido una Ward y en el tío Stephen la sangre navegante de aquella raza reclamaba sus derechos. El mar debió irse a despecho de las lágrimas y los ruegos de su dolorida madre; y fue desde el mar de donde llegó para trazar su avenida en el huerto, con árboles traídos de países lejanos.

Después se embarcó nuevamente… y nunca más se volvió a oír hablar de su barco. En aquellos meses de espera aparecieron los primeros cabellos grises en la cabeza castaña de la abuela. Después, por primera vez, el huerto oyó el sonido de

llantos y se vio estremecido por un dolor.

—Cuando los árboles florecen es maravilloso caminar por aquí —dijo la niña de los cuentos—. Es como un sueño del país de las hadas… como si se estuviese caminando por el palacio de un rey. Las manzanas son deliciosas y en invierno es un espléndido sitio para patinar.

Desde el sendero fuimos a la «Piedra del púlpito», un enorme canto rodado de color gris, tan alto como la cabeza de un hombre, ubicado en el extremo sudeste. Era suave y pulido en el frente, pero cortado en forma de escalones por detrás y con una pequeña plataforma arriba sobre la cual se podía estar de pie. La piedra había desempeñado un papel importante en los juegos de nuestros tíos y tías, siendo ora un castillo fortificado, una emboscada india, un trono, un púlpito o un tablado de conciertos según exigiera la ocasión. El tío Edward pronunció su primer sermón a la edad de ocho años desde aquella piedra gris; y la tía Julia, cuya voz iba a deleitar a las multitudes, cantó sus primeros madrigales allí también.

La niña de los cuentos subió a la plataforma, se sentó en el borde y nos miró. Pat se sentó gravemente al pie del púlpito con aire muy digno comenzó a lavarse la cara humedeciendo primero sus garras negras.

—Ahora escuchemos tus historias acerca del huerto —dije.

—Hay dos que son importantes —respondió la niña de los cuentos—. La historia del poeta que fue besado y la Leyenda del fantasma de la familia. ¿Cuál cuento primero?

—Cuenta las dos —replicó alegremente Félix—, pero cuenta primero la del fantasma.

—No sé. —La niña de los cuentos pareció dudar—. Esa clase de relato debe ser hecho en la media luz, entre sombras. En esa forma hace estremecer el alma hasta casi arrancarla del cuerpo.

Pensamos que mucho más agradable era que no nos arrancaran el alma del cuerpo y por lo tanto votamos unánimemente por el Fantasma de la familia.

—Las historias de aparecidos son mejores a la luz del día —declaró Félix.

La niña de los cuentos comenzó y nosotros escuchamos ávidamente. Cicely, que la había escuchado muchas veces antes, escuchaba tan ansiosamente como nosotros. La chica declaró después que no importaba cuántas veces la niña de los cuentos relataba una misma historia, siempre parecían nuevas y tan excitantes como si se las escuchaba por primera vez.

—Hace mucho, mucho tiempo —comenzó la niña de los cuentos, dando su voz la impresión de una remota antigüedad—, aun antes de que el abuelo King hubiera nacido, vivía aquí con los padres de él, una prima huérfana. Su nombre era Emily King y era menudita y muy dulce. Tenía suaves ojos castaños demasiado tímidos para mirar de frente a nadie… igual que Cicely… y tenía también el pelo largo, castaño y alisado, como el mío. Sobre una mejilla, a esta altura llevaba una marca de nacimiento, pequeña, rosada y en forma de mariposa.

»Por cierto que en aquel entonces no existía nuestro huerto. Toda esta parte no era más que un campo, pero había un grupo de abedules blancos justamente allí donde se encuentra ahora el enorme y extendido manzano del tío Alec y a Emily le encantaba sentarse entre los helechos bajo los abetos, para leer o para coser. Tenía un enamorado. Su nombre era Malcolm Ward y era tan buen mozo como un príncipe. Ella lo quería con todo su corazón y él le correspondía de la misma manera… pero ninguno de los dos había hablado jamás del asunto. Solían encontrarse bajo los abetos y charlaban muchísimo, pero sin mencionar al amor para nada. Una tarde él le dijo que volvería al día siguiente «para hacerle una pregunta muy importante» y que deseaba encontrarla bajo los abetos cuando llegara. Emily prometió encontrarse con él en el lugar indicado. Estoy segura de que esa noche no durmió, pensando qué pregunta importante sería la que le iba a hacer, aunque en el fondo lo sabía perfectamente. «Yo» la hubiese adivinado. Y al día siguiente se vistió maravillosamente bien con su mejor vestido de muselina azul, cepilló su cabello y vino sonriendo a sentarse bajo los abetos. Mientras se encontraba ahí, esperando, sumida en los más hermosos pensamientos, llegó corriendo el hijo de un vecino… un muchachito que no estaba enterado de su romance… y anunció que Malcolm Ward se había matado accidentalmente con su propia arma. Emily llevó sus manos al pecho, en esta forma y cayó, blanca y enloquecida, entre los helechos. Después volvió en sí, pero no vertió una sola lágrima ni pronunció una sola palabra de queja. Estaba

«cambiada». Jamás volvió a ser como había sido y nunca estaba contenta más que cuando se encontraba vestida con su traje de muselina azul, esperando bajo los abetos blancos. Cada día que pasaba se tornaba más y más pálida, pero la mariposa rosada, que era su marca de nacimiento, se fue poniendo cada vez más roja al mismo tiempo, hasta que llegó a parecer una mancha de sangre sobre su rostro blanco. Cuando llegó el invierno, Emily murió. Pero al llegar la primavera siguiente… —la niña de los cuentos dejó caer su voz hasta que fue un susurro, tan audible y estremecedor como sus tonos más altos—, la gente comenzó a decir que se solía ver a Emily aguardando bajo los abetos, inmóvil. Nadie supo quién lo había dicho por primera vez, pero más de una persona llegó a verla. El abuelo la vio cuando todavía era un niño y mi madre la vio también una vez.

—¿Alguna vez la viste tú? —preguntó escéptico Félix.

—No, pero alguna vez la veré si es que sigo creyendo en ella —replicó la niña de los cuentos en tono confidencial.

—A mí no me gustaría verla. Me daría mucho miedo —comentó Cicely con un estremecimiento.

—No habría nada que temer —aseguró categóricamente la niña de los cuentos—. No es como si se tratara de un fantasma extraño. Es un fantasma de nuestra misma familia, de manera que no nos haría daño.

No nos sentimos tan seguros por nuestra parte. Los fantasmas son gente desconcertante, aunque estén emparentados con uno. La niña de los cuentos había

inspirado gran veracidad a su relato y estuvimos contentos de que no lo hubiese contado por la noche. ¿Cómo habríamos podido regresar a la casa atravesando las sombras del huerto llenas de ramas que se movían? En aquel mismo momento teníamos cierto temor de contemplar los alrededores y encontrarnos de pronto con la imagen inmóvil de Emily esperando bajo los abetos blancos o bajo el mismo manzano del tío Alec.

Más todo lo que vimos fue a Felicity que avanzaba corriendo por la verde alfombra de césped, sus rizos ondeando detrás de ella como una nube dorada.

—Felicity tiene miedo de haberse perdido algo —comentó la niña de los cuentos en tono divertido—. ¿Tienes el desayuno listo, Felicity, o tengo tiempo de contar a los chicos la Historia del poeta que fue besado?

—El desayuno está preparado pero podemos esperar hasta que papá atienda a la vaca enferma.

Félix y yo no podíamos quitar la mirada de Felicity: las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y excitados por la carrera, su rostro era una flor de juventud. Pero cuando la niña de los cuentos comenzó a hablar, tanto mi hermano como yo nos olvidamos de Felicity.

—Unos diez años después que el abuelo y la abuela King se hubieron casado un hombre joven vino a visitarlos. Era un pariente lejano de la abuela cuya actividad en este mundo consistía en ser poeta.

»Comenzaba por aquellos tiempos a ser famoso y fue famoso después. Pues se dio el caso de que vino al huerto para escribir un poema y se quedó dormido con la cabeza en un banco que solía estar bajo el árbol del abuelo. La tía abuela Edith llegó al cabo de un rato al huerto y por cierto que entonces no era una tía abuela, pues sólo tenía dieciocho años, los labios muy rojos y el pelo y los ojos, negros, muy negros.

»Dicen que siempre fue muy traviesa. Había estado alejada de la casa y acababa de llegar y, por cierto, nada sabía de la presencia del poeta. Cuando lo vio allí durmiendo, pensó que era un primo que estaban esperando de Escocia. Se acercó en puntas de pie… Luego se inclinó… y luego le dio un beso en una mejilla. Entonces el joven abrió sus grandes ojos azules y se quedó mirando el gracioso rostro de Edith.

»Ella enrojeció hasta la raíz de los cabellos, porque en seguida se dio cuenta de que acababa de hacer algo impropio. Aquél no podía ser el primo de Escocia. Edith sabía por las cartas que se cruzaban, que el tal primo tenía los ojos tan negros como los suyos. En cuanto pudo reaccionar, la muchacha corrió a esconderse y por cierto que se sintió mucho peor cuando se enteró de que se trataba de un famoso poeta.

»Él escribió entonces uno de sus más hermosos poemas y se lo envió a Edith.

Poco después, el poema apareció en uno de sus libros.

Habíamos visto «todo»: el genio durmiendo, la encantadora muchacha de labios rojos, el beso depositado suavemente, como un pétalo de rosa, sobre la mejilla tostada por el sol.

—Debieron haberse casado —manifestó Félix.