La niña olvidada - Kitty Neale - E-Book

La niña olvidada E-Book

Kitty Neale

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Beschreibung

SOLA Jennifer Lavender fue una niña solitaria. Siempre se sintió en segundo lugar y ansiaba desesperadamente el amor de sus padres. Cuando se entera de que fue adoptada, todo encaja. Pero su sueño de encontrar a su verdadera familia nunca podrá cumplirse: su madre murió sola al dar a luz. ABANDONADA Convertida en una mujer adulta y casada con Marcos, se siente querida. Pero cuando aparece la policía, Jenny se da cuenta de que su matrimonio no es lo que parecía. Desamparada, se ve obligada a empezar de nuevo. ASOMBRADA Pronto Jenny conoce a una joven que cambiará su vida para siempre. Juntas buscan la verdad, pero lo que descubren tal vez sea más de lo que pueden soportar...

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Seitenzahl: 505

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La niña olvidada

Título original: The Forgotten Child

© 2010, Kitty Neale

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, Harpercollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor, editor y colaboradores de esta publicación, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta publicación para entrenar tecnologías de inteligencia artificial (IA).

HarperCollins Ibérica S.A. puede ejercer sus derechos bajo el Artículo 4 (3) de la Directiva (UE) 2019/790 sobre los derechos de autor en el mercado único digital y prohíbe expresamente el uso de esta publicación para actividades de minería de textos y datos.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Imágenes de cubierta: Shutterstock.com

 

I.S.B.N.: 9788410643208

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Dedicatoria

 

 

 

 

 

En memoria de William (Bill) Goodbody, un querido amigo a quien echamos mucho de menos.

Prólogo

 

 

 

 

 

La discusión había durado dos días, pero el hombre no podía ceder, no quería ceder. Su mujer tuvo que darle la razón y él volvió a insistir:

—Tenemos que hacer algo. Ya sé que eran parientes lejanos. Aun así, ha sido un shock enterarse de que han muerto.

—Nunca habías hablado de ellos.

Suspiró, ya había pasado por esto, ya se lo había contado todo, pero intentó mantener la calma.

—Te lo dije: no los he visto desde mi infancia, perdí el contacto con ellos cuando murieron mis padres; sin embargo, somos la única familia que le queda a ella ahora.

—Tú eres su única familia —le soltó su mujer.

—Te guste o no, al casarte conmigo, se convirtieron en tus parientes. Si fuera alguien de tu familia, no me lo pensaría dos veces.

—Para ti es fácil decirlo, pero algo así no habría pasado en mi familia.

—No hace falta que te pongas tan altiva y arrogante. No tenemos ni idea de lo que le ha pasado y de cómo ha llegado a estar en un lugar tan horrible, y yo, por mi parte, no voy a juzgarla.

—No me importa. No puedo hacerlo. No me encuentro bien y me estás pidiendo demasiado.

—Y si tú esperas que lo olvide y ya está, me estás pidiendo demasiado. Nunca sería capaz de perdonarme a mí mismo… ni a ti.

—Ahora estás usando el chantaje emocional.

—Si tuvieras una pizca de compasión, no necesitaría hacerlo.

—Eso no es justo. Siento lo que le ha pasado, de verdad que sí, pero… pero…

El hombre vio la tensión en el rostro de su esposa, pero no podía detenerse ahora. Tenía que convencerla. Su voz se suavizó; esta vez probó con un tono meloso:

—Lo siento, cariño, he sido cruel. Claro que eres compasiva; de hecho, esa es una de las cosas que más me gustan de ti. Creo que por eso me ha sorprendido tu reacción. De alguna manera pensaba que, como yo, no serías capaz de no hacer nada.

—Por favor, por favor, llevamos tanto discutiendo sobre esto que me va a estallar la cabeza. Déjame pensarlo. Necesito tiempo para pensar.

Se dio cuenta de que ella empezaba a ablandarse y sintió una oleada de triunfo, convencido de que por fin lo conseguiría con un último empujón. Se levantó, se inclinó para besarla y, antes de salir de la habitación, le dijo:

—Muy bien, cariño, te dejo que lo pienses. Eres una mujer maravillosa, amable y cariñosa, y estoy seguro de que tomarás la decisión correcta.

Pasaron otras dos horas hasta que obtuvo respuesta. Su mujer había aceptado, pero solo en parte. Se había mostrado inflexible y él no había podido presionarla más.

Solo había una cosa que podía hacer ahora, pero le daba miedo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Wimbledon, sur de Londres, junio de 1971

 

Era su casa, una fachada de ladrillo rojo cubierta de glicinias, miradores y una puerta de roble que parecía acogedora; sin embargo, cuando Jennifer Lavender sacó la llave, supo que no sería bienvenida. Si su padre estuviera en casa, las cosas serían diferentes, pero él estaba fuera otra vez: su trabajo a menudo implicaba largos periodos de ausencia.

Con una sonrisa en el rostro, Jenny entró en el salón. Había aprendido a tener cuidado con el humor de su madre, y dijo en voz baja:

—Hola, ya estoy aquí.

—Ya lo veo —dijo Delia Lavender con desdén, y volvió a centrar su atención en su hijo. Era una mujer alta, delgada, con el pelo castaño peinado de modo impecable y ojos color avellana que ahora mostraban preocupación al preguntar al chico—: ¿Crees que podrás comer algo, cariño? Podría preparar un pastel de carne.

—Sí, de acuerdo —dijo Robin.

Su hermano no le pareció enfermo a Jenny, pero, como de costumbre, Robin evitó mirarla a los ojos. Tenía diecisiete años y el mismo color de piel que su madre. El día anterior había vuelto del college quejándose de dolor de garganta y de cabeza y, como siempre, le estaban mimando. En ese momento, su madre habló y Jenny se puso firme.

—No te quedes ahí mirando. Cámbiate y luego pela las patatas.

Jenny corrió escaleras arriba, ansiosa como siempre por complacer a su madre. Desde muy pequeña le habían enseñado a hacer las tareas domésticas, pero debían estar al gusto de su madre o la obligarían a repetirlas. Sin embargo, por mucho que se esforzara, Jenny era consciente del abismo que las separaba, un abismo que se ensanchaba aún más si mostraba la menor desobediencia. No es que su madre fuera físicamente cruel. Sus castigos solían ser más psicológicos que físicos y peores cuando estaban las dos solas en casa. En esas ocasiones, dependiendo del estado de ánimo de su madre, a Jenny o le mandaban fregar el suelo de la cocina una y otra vez, o la enviaban a su habitación y la obligaban a quedarse allí.

A veces Jenny sentía que su madre la odiaba de verdad, y por un momento miraba su reflejo en el espejo, preguntándose qué había hecho; qué había en ella que la hacía tan antipática. A sus casi dieciséis años, se parecía mucho a su padre, pero no había sacado su altura. Aunque sus amigas le decían que era guapa, Jenny solo veía piel pálida, pelo rubio y ojos azul claro: un rostro sin color.

También estaba confusa por la reciente actitud de su hermano hacia ella. De pequeños habían jugado juntos y Robin era el único al que acudía cuando se enfadaba. Ahora, sin embargo, se había vuelto tan distante como su madre, hasta que Jenny sintió como si su presencia no fuera deseada por ninguno de los dos.

Como le ocurría a menudo, una oleada de soledad se apoderó de ella, pero era algo que Jenny no entendía muy bien. Tenía amigos y tenía familia, pero sentía que le faltaba algo en la vida, algo que no sabía explicar.

Oyó sonar el teléfono, seguido del murmullo de la voz de su madre. Debió de ser una llamada breve, pues solo unos instantes después la voz de Delia subió las escaleras.

—¡Jennifer, muévete!

—Ya voy —contestó, y se apresuró a quitarse el uniforme.

—Ya era hora —se quejó su madre cuando apareció Jenny.

—Hoy he sacado buenas notas en inglés —dijo Jenny con la esperanza de complacer a su madre mientras empezaba a pelar patatas.

—Es un poco tarde para hacerlo bien ya. Si no hubieras suspendido el examen eleven plus,[1] habrías ido a la grammar school. En lugar de eso, solo estás destinada a algún tipo de trabajo servil.

—Se me da bien mecanografiar y podría conseguir trabajo en una oficina.

—Una mecanógrafa —dijo Delia burlonamente—. Eso no es algo de lo que pueda presumir en el club de tenis.

Jenny sintió el escozor de las lágrimas. Sabía lo importante que eran las apariencias para su madre, lo mucho que valoraba su posición social, y siempre había sentido la presión. Tanto es así que cuando le pusieron delante los exámenes se quedó paralizada y su mente se bloqueó.

—Deja de lloriquear; no es propio de una dama. A veces lamento no haberte enviado a una escuela privada, pero costear la educación de Robin ya son suficientes gastos, y la suya es más importante.

—Tengo sed —dijo Robin cuando entró para servirse un vaso de agua.

—Deberías haberme llamado, cariño.

—Deja de quejarte, madre; no me pasa nada en las piernas —dijo, y bebió el agua a grandes tragos y a continuación preguntó—: ¿Quién llamaba?

—Tu padre. Viene a casa este fin de semana.

—¿Cuándo llega? —preguntó Jenny con impaciencia.

—Esta noche tarde o mañana temprano.

La infelicidad de Jenny se desvaneció para ser reemplazada por alegría. Su padre llegaría pronto a casa, y ella estaba impaciente por verlo.

 

***

A Edward Lavender se le notaba el cansancio en los ojos, de llevar tantas horas conduciendo, cuando por fin entró en el garaje. Eran más de las once, pero la luz del salón estaba encendida, por lo que sabía que Delia aún estaba levantada.

Le había llevado mucho tiempo abrir otra sucursal de la compañía de seguros para la que trabajaba, conseguir un director y un equipo de ventas decentes. Ocho semanas fuera de casa… y, sin embargo, no tenía ganas de ver a su mujer.

Su matrimonio había ido bien al principio, con un hijo nacido en su tercer aniversario de boda, pero dieciocho meses después, desde el momento en que le pusieron en los brazos a Jennifer, Delia había pasado de ser una esposa cariñosa a una muy nerviosa, malhumorada y exigente.

Ahora Delia no se parecía en nada a la joven de la que se había enamorado, que había perdido a sus padres y parecía tan vulnerable, tan sola, cuando se conocieron. No obstante, como sí tenía dinero, habían utilizado su herencia para comprar su primera casa, pero desde entonces Edward había trabajado como una bestia para proporcionarle todo lo que ella quería, y fue consiguiendo un ascenso tras otro, de manera que fueron comprando una casa más grande tras otra, hasta que Delia por fin se sintió satisfecha. Era grande, unifamiliar —perfecta, decía—. Sin embargo, no era un hogar, sino un lugar de exposición, donde no había nada fuera de sitio ni una pizca de polvo.

Hubo momentos en los que Edward estuvo tentado de abandonar a Delia, pero nunca podría dejar a sus hijos, especialmente a Jenny. En su lugar, satisfacía sus necesidades en otra parte, breves encuentros por los que ahora pagaba. Así era menos complicado.

Edward salió del coche y estiró los músculos acalambrados. Sabía que le recibiría un ambiente frío; aun así, hizo un esfuerzo y, al entrar en el salón, dijo amablemente:

—Hola, querida.

—Así que has vuelto. No te esperaba hasta mañana.

—Se me ha dado bien y no tenía sentido parar en ningún sitio a pasar la noche cuando estaba tan cerca de casa.

—Imagino que no esperarás cenar a estas horas.

—Con un sándwich bastará, y quizá una taza de cacao.

Delia exhaló fuerte para mostrar su exasperación; no obstante, se dirigió a la cocina. Edward apenas se había sentado cuando su hija entró corriendo, con el rostro encendido de felicidad.

—¡Papá, papá!

—Hola, cariño —dijo, y se levantó de inmediato.

Abrazó a Jenny y pensó, como siempre, que ella hacía que valiera la pena volver a casa.

Robin le daría algún tipo de bienvenida, pero su hijo era ahora un producto de su madre, y sus modales eran muy reservados. Afortunadamente, sin embargo, Robin no mostraba ningún signo de los llamados nervios de Delia, una afección que Edward sospechaba que su esposa fingía para salirse con la suya.

—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? —preguntó Jenny con impaciencia.

—Me temo que solo el fin de semana.

—Jennifer, ¿qué haces levantada a estas horas de la noche? —preguntó Delia bruscamente mientras irrumpía en la habitación.

—Estaba emocionada porque papá volvía a casa y no podía dormir.

—¡Vuelve a la cama, ahora!

—Jenny, haz lo que dice tu madre —instó Edward suavemente—. Seguiré aquí por la mañana.

Por un momento pareció que Jenny se iba a rebelar, pero luego asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Buenas noches, papá.

—Buenas noches, cariño.

Delia se quedó allí de pie, con los labios apretados, pero cuando Jenny salió de la habitación también se dio la vuelta y volvió a la cocina. Edward sabía lo que eso significaba: otra pelea, y una vez más se arrepintió de haber vuelto a casa.

***

 

Delia puso de golpe un cazo pequeño de leche en la cocina. Siempre ocurría lo mismo. Edward había llegado a casa después de dos meses fuera, pero no bien entraba por la puerta Jennifer recibía su atención y afecto. Lo castigaría, decidió Delia, como siempre lo castigaba; algo que había jurado hacer desde el momento en que le habían impuesto otro bebé. No quería otro hijo, y Edward lo sabía.

Luchó por recuperar el aplomo mientras cogía una barra de pan y cortaba dos rebanadas, pero su mente seguía llena de furia. Oh, ella había tratado de querer a Jennifer; sin embargo, tenía tanto resentimiento que ¿era de extrañar que el instinto maternal que había sentido por Robin hubiera estado ausente desde el principio?

Por supuesto, no había ayudado el hecho de que Jennifer hubiera sido un bebé difícil y que requería mucha atención, y que le quitaba tanto tiempo que Delia había sentido que descuidaba a su hijo. Luego, a los dieciocho meses, Robin empezó a andar y, con pasos un poco inseguros, se metía por todas partes. Había necesitado su atención, pero, con la nueva carga de Jennifer y las exigencias de las tareas domésticas, ya no había tenido tiempo para dedicársela. Por supuesto, lo había compensado desde entonces, ya que su hijo se había convertido en un joven maravilloso que llegaría lejos, pero Edward seguiría pagando cara su temprana negligencia y su propia infelicidad.

—Gracias, querida, y veo que te alegras de verme, como siempre —dijo Edward con sarcasmo cuando ella llevó una bandeja al salón.

—¿Qué esperabas? A diferencia de Jennifer, yo no he recibido ni un beso en la mejilla.

—Si hubiera intentado dártelo, me habrías rechazado, como siempre.

—No lo sabes.

—Delia, no voy a entrar en tu juego. Te gusta darme esperanzas, pero luego me las quitas. No voy a caer en eso otra vez. Estoy encantado con la maravillosa bienvenida que he recibido de Jenny.

—Sí, estoy segura de que sí. Como siempre, la antepones a mí.

—Por el amor de Dios, Delia, estos celos son absurdos. ¿Tanto te extraña que Jenny corra hacia mí en busca de afecto? Ciertamente, no recibe nada de ti.

—No estoy celosa. Y, en cuanto a mi falta de afecto, la culpa la tienes tú.

—No sé de qué estás hablando, Delia.

Delia sabía que estaba librando una batalla perdida; Edward se encargaría de negarlo, como de costumbre. Aun así, había más de una forma de despellejar a un gato.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que una jenny[2] es una burra, la hembra del burro? Jennifer, como la bautizamos, pronto cumplirá dieciséis años, edad suficiente para irse de casa, y es hora de decirle la verdad, aunque por supuesto no toda.

—No, Delia, no creo que sea necesario.

—Por supuesto que sí. Tiene derecho a saberlo y, si tú no se lo dices, se lo diré yo.

—¡No harás tal cosa! Es innecesario y no lo toleraré.

Delia apretó las mandíbulas. Edward no lo sabía, pero ella aún no había terminado y pronto lo descubriría.

—Me voy a la cama. Por favor, no me molestes cuando subas.

—No te preocupes, Delia, sé muy bien que no debo entrar en tu habitación.

Sin decir una palabra más, se marchó. Hacía mucho tiempo que Edward le había dado el poder de salirse con la suya y ella lo había aprovechado al máximo, insistiendo en tener habitaciones separadas, entre otras cosas. Seguía teniendo ese poder y pensaba utilizarlo.

Era hora de que la verdad saliera a la luz, hora de dejar de vivir en una casa de secretos.

[1El eleven plus es un examen estandarizado que realizan algunos estudiantes en Inglaterra e Irlanda del Norte durante el último año de educación primaria. Este examen determina la admisión en las escuelas secundarias y otros centros de educación secundaria que utilizan un sistema de selección académica. Su nombre procede del grupo de edad de ingreso en la secundaria: 11-12 años. (Todas las notas son del editor).

[2 En inglés, el término jenny puede referirse, entre otras cosas, a la hembra de varios animales, uno de los cuales es el burro.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Cuando Robin se despertó a la mañana siguiente, le llegó el sonido de voces alzadas. Siempre ocurría lo mismo cuando su padre estaba en casa, que el ambiente se enrarecía hasta que volvía a marcharse.

Se oyó un golpecito en la puerta de su habitación e instantes después Jenny asomó la cabeza, siseando suavemente:

—Robin, ¿estás despierto?

—Sí.

—Mamá y papá están discutiendo.

—Ya.

—He oído que decían mi nombre y creo que se trata de mí. ¿He hecho algo que la haya molestado?

—No tengo ni idea. Ahora vete a la mierda, Jenny.

—Pero…

—¡Que te vayas! —soltó Robin, aliviado cuando su hermana le hizo caso.

Sí, sus padres estaban discutiendo, pero eso no era nada nuevo. Culpaba a su padre de la infelicidad de su madre, y era extraño que durmieran en habitaciones separadas. Tenía que haber una razón, un problema, tal vez de su padre, y Robin se preguntó si sería algo que pudiera explicar sus propios sentimientos repugnantes. ¿Habría heredado de su padre algún tipo de tendencia sexual desviada?

Sí, ahora sabía lo que era el sexo, pero ese conocimiento le producía sufrimiento. Lo que sentía no estaba bien y lo que deseaba no estaba bien; sin embargo, noche tras noche se quedaba despierto, consciente de que Jenny estaba en la habitación de al lado. Era su hermana, y lo único que debería sentir por ella era amor fraternal, pero, desde el momento en que había visto sus pequeños y florecientes pechos, sus sentimientos habían empezado a cambiar.

Cualquiera que se enterase de ello se horrorizaría y se pondría enfermo, así que la única forma en que Robin podía lidiar con ello era fingiendo indiferencia, ocultando sus sentimientos tras la misma fachada que mostraba su madre. Sabía que eso confundía a Jenny y probablemente la hería, pero era la única manera de mantenerla a distancia, a una distancia segura.

A pesar de ello, la tentación siempre estaba ahí, y Robin sabía que no podría aguantar mucho más. El próximo año terminaría el college. Esperaba obtener los resultados de nivel A que necesitaba para ir a la universidad. Tenía que alejarse de esta casa…, alejarse de Jenny.

 

 

Molesta por la interrupción del lechero cuando este llamó a la puerta, Delia rebuscó con impaciencia en su bolso y, al abrir, dijo:

—Creo que esta es la cantidad correcta, pero detesto esta nueva moneda decimal. Nunca me acostumbraré a ella y no entiendo por qué hemos tenido que dejar las antiguas libras, chelines y peniques.

—Eso es lo que dice la mayoría de mis clientes —contestó el lechero. Tras comprobar que el cambio estaba bien, chupó el lápiz y anotó el pago en su libreta—. Hasta la semana que viene, señora Lavender.

Delia casi ni se despidió del hombre y volvió a cerrar la puerta. Llevaba media hora discutiendo con Edward y no llegaban a ninguna parte. Volvió a la cocina, dispuesta a retomar la conversación allí donde la habían dejado, pero su intento se vio frustrado enseguida, ya que instantes después apareció Jennifer.

—Buenos días, querida —dijo Edward, sonriendo cálidamente a su hija.

Jennifer fue a sentarse a su lado, con modales suaves.

—Hola, papá.

—¿Y esa cara tan larga? —preguntó.

—Os he oído pelearos. ¿Era sobre mí?

—Por supuesto que no, y, de todos modos, solo ha sido una discusión acalorada. Anímate, anda. Hace un día precioso y he pensado que después de desayunar podríamos salir todos a dar una vuelta en coche.

—No cuentes conmigo —soltó Delia—. No tengo tiempo para andar callejeando. Tengo muchas cosas que hacer en la casa.

—¿No puedes dejar de hacerlas por una vez?

—No, no puedo. Mira la cocina: está sucia. Se suponía que Jennifer la había limpiado, pero, como puedes ver, no lo ha hecho bien.

—¿Sucia? Delia, está inmaculada, como siempre, al igual que el resto de la casa. Venga, vayamos los cuatro a dar una vuelta. Estaría bien, para variar.

—¿Qué estaría bien, para variar? —preguntó Robin al entrar en la habitación.

—Tu padre quiere que vayamos todos a dar una vuelta en coche.

Robin frunció el ceño y dijo:

—No puedo, papá. He faltado dos días a clase y voy a tener que pasarme todo el fin de semana estudiando para ponerme al día. Si quiero aprobar los exámenes de acceso a la universidad el año que viene, tengo que ponerme las pilas.

—¿Por qué te quedaste en casa dos días? —preguntó Edward.

—Tuve un poco de fiebre y dolor de garganta, pero ya se me ha pasado.

—Eso está bien; aun así, como he estado fuera un tiempo, me gustaría verte un poco. Seguro que puedes disponer de unas horas esta mañana.

—Si Robin quiere estudiar, es digno de elogio —dijo Delia—, y yo estoy orgullosa de su dedicación.

—Yo también estoy orgulloso de él, Delia.

—No lo demuestras. Jennifer es la única a la que alabas.

—Mirad, si vais a empezar a pelearos otra vez, me vuelvo a mi habitación.

—No seas tonto, Robin, no nos estamos peleando —dijo Delia rápidamente—. Ahora siéntate, que te preparo el desayuno. ¿Qué te apetece?

—Un huevo cocido estaría bien.

—Sí, tomaré lo mismo —dijo Edward.

—¿Quieres que te ayude, mama?

—Claro que sí, y no me llames así. Suena a clase baja. Dios sabe lo que pensarían mis amigos si te oyeran. Llámame «madre» o «mamá». Puede que a tu padre no le moleste que le llamen «papa», pero yo tengo más clase que él. Ahora pon la mesa y unta con mantequilla un poco de pan.

—Sí, mamá.

Delia vio la mirada que Edward le lanzó, la desaprobación en sus ojos, pero la ignoró. Jennifer no era una niña y debía ganarse el sustento, ayudar en casa y con la colada, algo en lo que insistía, le gustara o no a Edward. Lo que él le había impuesto hacía tantos años había arruinado su matrimonio y, de no haber sido por su necesidad de mantener su posición social, habría dejado a Edward hacía años. Sin embargo, el divorcio era algo inaudito en su círculo social y, por aquel entonces, las mujeres del club de tenis la habrían rechazado, por no hablar de las del Instituto de la Mujer.

Y así se había quedado, casada, y había interpretado su papel, pero ya no más. Por fin había llegado el momento de deshacerse de Jennifer y no iba a permitir que Edward se interpusiera en su camino. Solo tenía que volver a sacar el tema, y esta vez Delia forzaría la situación, le gustara o no a Edward.

Edward detestaba la forma en que Delia le hablaba a Jenny y lo fría que a menudo era con su hija, tan fría como lo era con él. Delia se había manifestado reacia a ser madre. Había hecho lo necesario cuando Jennifer era un bebé, se había ocupado de atenderla, de limpiarla y alimentarla, pero eso había sido todo, y cualquier muestra de afecto había sido breve. Cuando era bebé, Jenny era preciosa, tan fácil de querer, pero aun así Delia la había rechazado.

—Papá, ¿volverás a casa por mi cumpleaños? —preguntó Jenny.

—Tengo tres inspecciones de sucursales programadas, pero haré lo que pueda.

—Edward, si no estás aquí —advirtió Delia—, seguiré adelante con lo que hemos estado discutiendo, sin ti.

—No harás tal cosa.

—Si no estás aquí, ¿cómo vas a impedírmelo?

—¿Impedirte hacer qué, madre? —preguntó Robin.

Edward contuvo la respiración, pero el miedo a que Delia lo soltara también le obligó a tomar una decisión. Como no estaba seguro de que fuera a estar en casa en el cumpleaños de Jenny, Delia podría cumplir su amenaza. No podía arriesgarse. Tendría que decírselo a su hija ahora; al menos, viniendo de él, el golpe no sería tan duro.

—Muy bien, Delia, te has salido con la tuya, como siempre. Sin embargo, seré yo quien se lo diga.

—¿Cuándo?

—Después de desayunar —dijo Edward, y no le pasó inadvertida la expresión de triunfo que cruzó el rostro de su esposa.

—Papa, ¿estáis hablando de mí? —preguntó Jenny.

—Sí, cariño, pero no te preocupes tanto.

—¿Qué es lo que vais a decirme?

—Vamos a desayunar y luego hablamos —respondió, contento por este pequeño retraso.

—Jennifer, muévete —la instó Delia—. Quiero que terminemos de desayunar cuanto antes.

Cuando le pusieron el huevo delante, Edward le quitó la parte superior mientras su mente buscaba las palabras adecuadas, la forma más fácil y amable de decírselo a Jenny. Siempre había sido la niña de papá, pero lo que se veía obligado a hacer ahora podría cambiar su relación para siempre. ¿Perdería a su hija? Dios, esperaba que no.

Si pudiera revelar toda la verdad, ello sería de ayuda, pero Edward sabía que eso era imposible. Al fin y al cabo, ni siquiera Delia estaba al corriente y, a pesar de sus reproches, nunca lo estaría.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Jenny apenas tocó su desayuno. El ambiente estaba tenso y era evidente que algo iba mal, aunque parecía que ella no había sido la causa de la discusión. ¿Qué le iba a decir su padre? Hacía tiempo que sabía que las cosas no iban bien entre sus padres, que el suyo no era un matrimonio feliz, y ahora a Jenny se le pasaba por la cabeza una idea horrible: ¡el divorcio! Tenía que ser eso. Sus padres se iban a divorciar.

Jenny miró a Robin, pero su hermano parecía despreocupado mientras rebañaba los últimos restos de yema. A diferencia de ella, Robin parecía no darse cuenta de la tensión que se respiraba en el ambiente y, apartando la silla, dijo:

—Bueno, será mejor que me ponga a estudiar.

—No, Robin, quédate donde estás. Lo que tengo que decir también te concierne a ti.

Las palabras de su padre aumentaron el miedo de Jenny. Si a Robin también se lo iban a decir, tenía que ser lo del divorcio. Se le revolvió el estómago. ¿Significaba que su padre dejaría de vivir en casa? ¿Lo vería aún menos que ahora? Sin poder evitarlo, Jenny soltó:

—Te vas a ir, ¿verdad? Mamá y tú os vais a divorciar.

—Claro que no —respondió su padre—. ¿De dónde has sacado esa idea?

—Yo… yo creía, bueno, la pelea…, luego tú has dicho que ibas a decirme algo, y a Robin también.

—Sí, pero no tiene nada que ver con el divorcio. Verás…, eh…, eh… —tartamudeó Edward, pasándose ambas manos por la cara, incapaz de encontrar las palabras.

—Ay, continúa, Edward.

—Hago lo que puedo, Delia, pero esto no es fácil.

—Se lo diré yo entonces.

—No, déjamelo a mí —insistió, y, con una expresión tensa en el rostro, se volvió de nuevo hacia Jenny—. Creo que será mejor que empiece por el principio. Verás, hace muchos años, unos parientes lejanos míos de Irlanda murieron cuando se incendió su casa de campo. Dejaron una hija, Mary, y a la muerte de sus padres se quedó completamente sola. Se pusieron en contacto conmigo, pero, cuando llegué allí, ella también había muerto de forma trágica.

—Papá, eso es horrible. ¿Estaba muy quemada?

—No, no fue nada de eso. Mary estaba embarazada y murió al dar a luz.

Por un momento hizo una pausa, con los ojos doloridos, pero nada podría haber preparado a Jenny para sus siguientes palabras.

—Tuvo una niña, que se quedó sin madre ni nadie que la cuidara. Ahí es donde entramos nosotros, cariño. Aquella niña eras tú, y yo te traje a casa. Tu madre y yo te adoptamos, y te convertimos en nuestra propia hija, a la que queremos mucho.

Jenny se puso rígida del asombro. ¡Adoptada! Al mirar a su madre, la sensación que siempre había tenido de que esta no la quería, de que le faltaba algo en la vida, cobró sentido de repente. Ella no era su madre. Alguien llamada Mary era su madre, pero… había muerto. Jenny miró a su padre, pero tampoco era realmente su padre.

—¿Qué… qué le pasó a mi verdadero padre?

—Me temo que no lo sabemos, cariño. Mary murió sin decirle a nadie su nombre.

—Maldita sea —murmuró Robin.

—No hace falta que hables mal, Robin —le reprendió su madre suavemente.

—Lo siento, madre, pero esto me ha sorprendido un poco.

—Creo que el shock es más para tu hermana —le recriminó su padre.

—Sí —dijo Robin, sonriendo ahora—, pero Jennifer no es realmente mi hermana, ¿verdad? ¿Era muy lejano ese pariente, papá?

—La madre de Mary era prima tercera mía por parte de mi padre.

—¡Guau! Eso quiere decir que Jenny y yo tenemos un parentesco tan lejano que casi no somos familia.

A Jenny le daba vueltas la cabeza. Robin tampoco era su hermano, sino un primo muy lejano. Y no solo eso, sino que además parecía complacido de ello. No pudo aguantar más, no pudo escuchar más y, echando hacia atrás su silla, Jenny huyó de la habitación.

 

 

Edward se puso en pie.

—¿Era necesario que fueras tan insensible, Robin? Jenny ya tenía suficiente que asimilar sin que tú tuvieras que aumentar su confusión.

—Robin solo intentaba comprenderlo todo, Edward —soltó Delia—. No hay necesidad de gritarle.

—¿No has visto su cara? Parecía encantado de oír que Jenny no es su hermana.

—¿Qué esperabas? Robin sabe la cruz que esa chica ha sido para mí.

—«Esa chica» es nuestra hija.

—Nunca la he aceptado como tal.

—Sí, lo has dejado bien claro. La has tratado más como una sirvienta. Sin embargo, legalmente Jenny es nuestra hija, nuestra responsabilidad, y esta es su casa.

—Por ahora —murmuró Delia, con la cabeza gacha, mientras empezaba a recoger la mesa.

—No permitiré que la eches.

—¡¿Qué?! —exclamó Robin—. Madre, seguro que tú no quieres que Jennifer se vaya de casa, ¿verdad?

—El mes que viene cumplirá dieciséis años y dejará la escuela poco después para buscar trabajo. Eso la hace perfectamente capaz de cuidar de sí misma.

—¿Y dónde se supone que va a vivir? —preguntó Robin.

—Puede conseguir una de esas habitaciones con baño compartido.

Robin también se puso en pie y Edward fue testigo de un cambio en su hijo. Como un gusano que se revuelve, miró a su madre con expresión de asco.

—A pesar de lo que estás diciendo, madre, hasta donde yo he visto, Jenny nunca ha sido ninguna cruz para ti. Ella no se merece esto, y, si la obligas a irse, yo también me iré.

La cara de Delia era un cuadro, su expresión reflejaba tanto sorpresa como desconcierto.

—No seas tonto, Robin.

—¿Que yo soy tonto? No, no lo creo. Si Jenny se va, ya verás cómo yo salgo detrás de ella. —Con esta amenaza en el aire, Robin salió furioso de la cocina.

Delia parecía estupefacta, con la mandíbula desencajada; antes de salir también de la habitación, Edward no pudo evitar comentar:

—Bueno, Delia, esto no ha salido como esperabas.

 

 

Jenny seguía siendo incapaz de procesar sus pensamientos en un orden coherente. No sabía quién era. No era Jennifer Lavender, hija de Edward y Delia, sino que su madre había sido irlandesa, y no se sabía quién había sido su padre. Había tantas preguntas revoloteando en su mente que, en cierto modo, se sintió aliviada cuando el hombre al que había considerado su padre llamó suavemente a la puerta de su habitación.

—Lo siento, Jennifer. Debe de haber sido un golpe terrible para ti.

—Yo… ya no sé quién soy.

—Sigues siendo la misma persona. Eres nuestra niña y siempre lo serás.

—Pero no lo soy. Yo… soy una especie de prima lejana.

—No, Jennifer. Cuando te adoptamos, tu madre y yo nos convertimos en tus padres.

—Siempre he sabido que mamá…, no, Delia…, nunca me ha querido de verdad. Pensaba que era por mí, que no era digna de su amor, pero ahora… ¿Cómo era ella, papá?

—Tu madre tuvo un parto difícil con Robin y tardó mucho en recuperarse, pero tenía tantas ganas como yo de adoptarte.

—No estoy hablando de ella. Me refería a mi verdadera madre.

—Ah, vale. Bueno, querida, me temo que es muy poco lo que puedo decirte. Como dije, eran parientes muy lejanos y no los había visto desde mi infancia. Yo… nunca vi a su hija, Mary.

Jenny sintió una repentina atracción por Irlanda, una necesidad de ver cómo era y dónde había vivido su madre. En ese instante, juró que algún día iría allí.

—¿Cuál era su apellido?

—Murphy. Se llamaba Mary Ann Murphy.

—Es… es un nombre precioso. Me gusta. Así que mi nombre debería ser Jennifer Murphy.

—Ay, cariño, no digas eso. Tu madre y yo elegimos el nombre Jennifer, y, como te adoptamos legalmente, te llamas Jennifer Lavender.

—Dijiste que eras la única familia que le quedaba. ¿Significa eso que no tengo ningún pariente en Irlanda? ¿No hay nadie que pueda contarme más cosas de mi verdadera madre?

—Me temo que no, cariño.

—También dijiste que no dijo quién era mi padre, pero no lo entiendo. ¿Por qué no sabían quién era? ¿Por qué no me reclamó él?

Hubo una pausa, un suspiro, y luego respondió:

—Jennifer, el hogar al que llevaron a tu madre era para madres solteras.

—¡Soltera! —jadeó Jenny. Antes, cuando le dijeron que era adoptada, su mente casi se había congelado, pero ahora la verdad había calado en ella—. Eso significa que soy una basta…

—No lo digas —la interrumpió rápidamente su padre—. No tenemos ni idea de lo que tuvo que pasar Mary, ni de por qué acabó en un lugar como ese, pero de una cosa estoy seguro: si hubiera vivido, tu madre te habría querido mucho.

Las lágrimas brotaron entonces y empezaron a correr sin freno por las mejillas de Jenny. Nunca había conocido el amor de una madre. Lo único que había conocido era el rechazo y la sensación de no ser querida y de estorbar. Sintió que la cama se hundía cuando su padre se sentó a su lado y, aunque no era su verdadero padre, Jenny siempre se había sentido unida a él, siempre había sentido que, al menos, la quería. Le tendió los brazos y, sollozando, Jenny se dejó caer en ellos.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Robin sabía que Jenny estaba disgustada, pero él estaba encantado con la noticia de que era adoptada. Jenny no era su hermana; era solo una prima muy lejana, y eso significaba que lo que él sentía por ella no era malo, incestuoso ni enfermizo.

Cuando se enteró, sintió un gran alivio, pero Robin podría abofetearse por haber dejado traslucir su alegría. ¿Acaso era de extrañar que Jenny saliera de la habitación con aire afligido? Sin embargo, lo que siguió dejó a Robin atónito. La insensibilidad de su madre lo había conmocionado y lo último que quería era que Jenny se fuera de casa. Solo esperaba que su amenaza de marcharse él también funcionara.

Robin sabía que tenía que hablar con Jenny; tenía que encontrar una excusa para la forma en que se comportaba. No podía decirle la verdad todavía. La escandalizaría y tal vez la asustaría, así que por ahora tendría que andar con cuidado.

Pasó un tiempo antes de que a Robin se le ocurriera algo que sonase convincente. El momento era un poco inoportuno, pero, con suerte, con la conmoción de lo que le habían contado, Jenny no lo recordaría.

Por fin, Robin oyó a su padre bajar las escaleras. Se dirigió a la habitación de Jenny y preguntó, al abrir la puerta:

—¿Puedo pasar?

Tenía la cara enrojecida de llorar, pero afortunadamente asintió con la cabeza.

—Jenny, sé que pareció que me alegraba cuando papá nos dijo que eras adoptada, pero creo que te has hecho una idea equivocada.

—Estabas encantado.

—No, Jenny. Fue más alivio que satisfacción.

—¿Alivio? ¿Por qué?

—He visto lo infeliz que ha sido mamá, he oído las broncas, y pensaba que papá nos iba a decir que se divorcian.

—Sí, yo pensé lo mismo al principio. Así que no te alegras de que sea adoptada.

—¿Por qué iba a alegrarme? Al fin y al cabo, no cambiará nada. Legalmente, son padres tuyos tanto como míos y nuestras vidas seguirán como siempre.

—Sí, para ti, pero mi vida en esta casa nunca ha sido normal.

—Sé que mamá puede ser difícil —la tranquilizó Robin—, pero sufre de los nervios, se deprime, y hay que hacer concesiones.

—Desde que empezaste a ir al college, has sido así de malo; casi no me hablas y me apartas.

—¿Yo? No me había dado cuenta —mintió Robin, incapaz de inventar una excusa mejor con la suficiente rapidez—. He tenido que esforzarme mucho, Jenny, porque quería obtener buenos resultados en los exámenes para la universidad.

—Si tú lo dices. Pero, por favor, me duele la cabeza y quiero estar sola un rato.

—Está bien. Si me necesitas estaré en mi habitación —dijo Robin, esperando haber hecho lo suficiente para justificar su comportamiento.

Robin siempre había sabido que su madre no mostraba mucho afecto a Jenny, y el hecho de que fuera adoptada ahora lo explicaba. Simplemente, se alegró de no tener que ver a Jenny como hermana, y volvió a sus estudios con una sonrisa en el rostro.

 

 

La mente de Delia estaba desbocada. Edward tenía razón; lo último que esperaba era que Robin fuese a volverse contra ella de esa manera. Ella y su hijo tenían un vínculo especial, uno que no incluía a Jennifer, así que por qué había actuado así en nombre de la chica estaba más allá de su comprensión. Ella había planeado este momento durante tanto tiempo, el momento en el que por fin podría deshacerse de Jennifer; sin embargo, en lugar de eso, ahora estaba a punto de perder a su hijo también. No, no, eso no podía suceder. Sí, echaría de menos a Robin cuando fuera a la universidad el año siguiente, pero no estarían separados. Él vendría a casa todos los fines de semana y eso habría encajado perfectamente en sus planes, pero ahora…

Ay, esa chica. Como de costumbre, Jennifer lo había estropeado todo, la había obligado a recapacitar, y Delia empezó a enfurecerse en silencio. Tenía que hacer algo para convencer a Robin…, pero ¿qué?

Por fin, aunque le disgustaba, para cuando Edward volvió a bajar, Delia había decidido lo que tenía que hacer. Si no quería perder a Robin, era su única opción. De todas maneras, un día, pasara lo que pasara, haría que Edward pagara por ello.

 

 

Jenny permaneció en su habitación durante más de una hora, intentando asimilar el hecho de que era adoptada. Nunca volvería a pensar en Delia como su verdadera madre, pero Jenny no podía sentir lo mismo por su padre y estaba profundamente disgustada por no ser su hija biológica. Edward la quería, estaba segura de ello, la quería de verdad, y, aunque solo tenían un parentesco lejano, al menos había un tipo de vínculo.

Se aferró a la almohada, tratando de imaginar cómo habría sido su verdadera madre, cómo habría sido su propia vida si su madre hubiera seguido viva. Media hora más tarde, cuando la sed sacó a Jenny de su habitación, descubrió que Robin salía de la suya al mismo tiempo.

—Hola, Jen, ¿cómo te encuentras ahora?

—Iba a por un vaso de agua —contestó.

Robin caminaba detrás de ella mientras bajaba las escaleras.

—Jennifer, aquí estás —dijo Delia, sonriendo cálidamente—. Sé que esto ha sido un shock terrible para ti y he pensado que era mejor dejarte sola un rato. ¿Te sientes un poco mejor ahora?

—Sí —respondió Jenny mientras se servía un vaso de agua y se lo bebía de un trago.

Delia estaba siendo amable, pero, como de costumbre, modificaba su comportamiento porque Robin estaba cerca. Sin embargo, se llevó un susto cuando él habló.

—Madre, no finjas que te importan los sentimientos de Jenny.

—Pero yo sí…

—Podrías haberme engañado —dijo.

Jenny no tenía ni idea de qué había provocado que Robin se volviera contra su madre, y temía que la culparan por ello, pero entonces su padre entró del jardín, sonriendo al verla.

—Jenny, estaba a punto de ver si podía persuadirte para que bajaras.

—Yo también —dijo Delia—. Quería hablar contigo, Jennifer, para asegurarte que, aunque ahora sepas que eres adoptada, eso no va a cambiar nada. Seguimos siendo tus padres y esta es tu casa.

Robin soltó un bufido y salió de la cocina, dejando a Jenny todavía perpleja por su repentino cambio de actitud para con su madre.

Delia siguió mostrándose agradable durante el resto del día, pero no engañó a Jenny, quien supuso que era su actuación habitual delante de Robin y de su padre. Evitaba quedarse a solas con ella, manteniéndose cerca de su padre, y temía el momento en que este se fuera, cuando terminara el fin de semana.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

El lunes por la mañana llegó demasiado pronto, y Jenny se despertó temprano. Su padre se marchaba en breve, y ella ya estaba a punto de llorar. Puede que no fuera su verdadero padre, pero ella lo quería mucho y apreciaba lo unidos que estaban. Se vistió a toda prisa y bajó las escaleras.

—Tenía que habérmelo imaginado —dijo Edward sonriendo—. A pesar de que es muy temprano, aquí estás, la única que se ha levantado para despedirme.

—Ojalá no tuvieras que irte.

—Yo también lo pienso, cariño —dijo, y se puso en pie y la abrazó—. Sé que ha sido un fin de semana difícil para ti, pero te prometo que, pase lo que pase, volveré en tu cumpleaños.

Jenny no quería que se fuera y se aferró a él. Su cumpleaños era el 17 de julio, dentro de unas cinco semanas, pero a ella le parecían más bien cinco años cuando él se apartó. Jenny lo observó, luchando por no llorar, mientras él cogía su maletín y luego, con un beso rápido en la mejilla y un adiós susurrado, se marchó.

 

 

A Delia le molestó el ruido que Jennifer hizo al levantarse para despedir a su padre al amanecer. Delia, por su parte, se alegraba de que Edward se marchara. Después de todo, era Jennifer quien acaparaba toda su atención cuando él estaba aquí. Para castigarlo, decidió quedarse en la cama.

Seguía enfadada por no haber podido deshacerse de Jennifer como había planeado y no entendía el cambio de lealtad de su hijo. En un primer momento Robin había estado de su lado, feliz de dejar a Jennifer a la intemperie, pero luego, ante la mera mención de que se mudara a una habitación con baño compartido, había cambiado. Delia había sido amable con Jennifer todo el fin de semana, pero no había servido de nada, ya que Robin seguía dándole la espalda.

Todavía desconcertada por el comportamiento de su hijo, Delia siguió dándole vueltas, preguntándose si era compasión lo que Robin había sentido por Jennifer. Tal vez su hijo era blando y se parecía más a su padre de lo que ella creía. Si ese era el caso, la única manera de conseguir que Robin volviera a su lado sería cambiar las tornas y convertirse en la damisela en apuros.

A Delia se le ocurrió una idea y reflexionó sobre ella. Robin ya no era un niño; era un hombre joven y seguramente lo bastante mayor para que le hablaran como a un adulto. Sí, claro que lo era, aunque ella no se atrevía a contárselo todo.

Por fin, convencida de que lo que se le había ocurrido podía funcionar, Delia consiguió volver a dormirse hasta que sonó el despertador, a las siete. Entonces se levantó para seguir su rutina habitual. No se presentaría en la planta baja hasta que estuviera bañada, vestida, maquillada y peinada de forma impecable. Era una norma establecida por su difunta madre, norma que Delia siempre cumplía, y se aseguraba de que tanto Robin como Jennifer siguieran su ejemplo.

Ya preparada, Delia se dirigió a la habitación de su hijo. Abrió la puerta y lo llamó:

—Robin, es hora de levantarse.

—Sí, lo sé. Estoy despierto.

Delia se sorprendió. A Robin solía costarle despertarse y era el último en aparecer cada mañana, pero por una vez parecía completamente despierto y alerta. Quería hablarle sin que Jennifer la oyera y aprovechó la oportunidad.

—Robin, soy tan infeliz y necesito desesperadamente hablar contigo.

—Ahora no, madre.

—Por favor, Robin, no tardaré mucho. Es solo que necesito quitarme esto de encima.

—¿No puede esperar hasta que estemos abajo?

—No, cariño, me temo que no —dijo Delia, adentrándose en la habitación para sentarse ante el escritorio de Robin.

Había libros esparcidos, algunos aún abiertos, con notas escritas, otros desencuadernados y descartados a un lado, pero por una vez Delia olvidó su fastidiosa actitud y compuso en su rostro una expresión de tristeza.

—Robin, yo estaba en contra de adoptar a Jenny, pero tu padre prácticamente me obligó.

—Por lo que dijo, éramos su única familia.

—Estábamos tan poco unidos a ellos que difícilmente yo lo expresaría así. Tu padre no los había visto desde su infancia, así que por supuesto yo no había llegado a conocerlos. Ya te teníamos a ti, y, con todas las parejas sin hijos que están tan desesperadas por adoptar, me pareció que sería más bondadoso que a Jennifer la adoptara una de ellas. Tu padre no estaba de acuerdo y supongo que yo estaba llena de resentimiento. A pesar de ello, hice todo lo que pude cuando adoptamos a Jennifer y me encariñé con ella. Intenté quererla, de verdad que sí, pero era un bebé muy difícil y me temo que una no puede forzarse a querer a alguien.

—No recuerdo que fuera difícil.

—No puedes recordarlo, cariño, porque solo eras un niño —dijo Delia, forzando las lágrimas en sus ojos mientras cambiaba de tema—. Robin, hace unos meses cumplí cuarenta años y lo único que he sido es esposa y madre. Ahora que te vas a ir de casa para ir a la universidad el año que viene y que Jennifer casi se ha hecho mayor, me siento perdida, como si ya no tuviera nada que hacer. Me quedaré sin trabajo como madre, sin nada más que hacer en esta casa grande y vacía.

Por un momento Robin pareció un poco comprensivo, pero luego dijo:

—Si es así y le tienes cariño a Jenny, ¿por qué quieres que ella también se vaya de casa?

—Muy bien, intentaré explicarlo. Como he dicho, empezaba a sentirme perdida, pero entonces una mujer del club de tenis, Marcia Bateman, me hizo ver las cosas de otra manera. Cuando los hijos de Marcia abandonaron el nido, ella lo vio como su momento, una oportunidad de ser algo más que esposa y madre. Estudió diseño de interiores y luego montó una empresa de mucho éxito. Admiro a Marcia, y eso me ha hecho darme cuenta de que no hay nada que me impida hacer algo parecido cuando vayas a la universidad. —Delia hizo una pausa para morderse el labio, con los ojos bajos para causar impresión.

—Sí, bueno, supongo que sí.

—Robin, montar una empresa conlleva mucho trabajo y, aunque te suene fatal, la verdad es que quería tener la libertad de trabajar las horas que hiciera falta sin tener que venir corriendo a casa para cuidar de Jennifer. Fue egoísta por mi parte y ahora me doy cuenta. Hasta que Jennifer sea mayor, esta seguirá siendo su casa, y tendré que replantearme mi plan de emprender un negocio.

Por fin Robin sonrió.

—Si es así, no te llamaría egoísta, pero no creo que tengas que cambiar de planes. Jenny también estará trabajando y es capaz de cuidarse sola hasta que vuelvas a casa. Ahora, ¿por qué no me hablas de ese negocio?

—Con tantas casas grandes en esta zona que necesitan personal doméstico, estoy pensando en montar una agencia para proporcionárselo, junto con servicios de catering. Sin embargo, no voy a hacer nada hasta que no te vayas a la universidad, así que por ahora prefiero que no le cuentes mis ideas a tu padre.

—¿Por qué no? ¿Crees que se va a oponer?

—Sí, lo creo. Verás, tu padre no tenía una buena posición económica cuando nos casamos y tuve que usar mi herencia para comprar nuestra primera casa.

—No lo sabía. Sabía que había perdido a sus padres en la guerra y que le había criado su tía, pero sigo sin entender por qué se iba a oponer a que montaras una empresa.

—Tu padre es chapado a la antigua y creo que herí su orgullo cuando pagué nuestra primera casa. Tanto que desde entonces insistió en ser el proveedor mientras yo me quedaba en casa.

—Ya veo, pero eso fue hace mucho tiempo y seguro que ahora lo vería de forma diferente.

—Eso espero, porque me encantaría ser una empresaria de éxito como Marcia.

—Y estoy seguro de que lo serás.

—Dudo que tu padre piense que soy capaz de algo más que ser ama de casa, y, Robin, ¿y si fracaso? —Delia se puso a llorar, sacó el pañuelo y fingió secarse las lágrimas de los ojos—. ¿Y si le demuestro que tiene la razón?

—Por favor, mamá, no te disgustes. Estoy seguro de que todo va a salir bien, pero, si quieres hablar conmigo de tu idea, de los costes de puesta en marcha y cosas así, estaré encantado de ayudarte. Aunque no tengo experiencia con estas cosas, voy a estudiar Económicas en la universidad y al menos se me dan bien los números. Debería ser capaz de calcular los costes iniciales e incluso algunas previsiones de beneficios.

—Robin, eso sería fantástico…, pero no quiero apartarte de tus estudios.

—Ya me he puesto al día. En realidad, sería un proyecto maravilloso y algo a lo que me encantaría dedicarme. ¿Qué tal si empezamos este fin de semana?

—Sí, me gustaría, pero ahora será mejor que deje que te prepares para el college —dijo Delia sonriendo mientras salía de la habitación de su hijo.

Robin se había mostrado comprensivo, se había ofrecido a ayudar, y eso ya era un comienzo.

 

 

Jenny había estado sentada sola, todavía disgustada por la marcha de su padre. Aunque él le había prometido volver a casa en su cumpleaños, ella suponía que solo sería un fin de semana. Su trabajo implicaba viajar mucho, pero ahora Jenny se preguntaba si prefería estar lejos, si evitaba volver a casa. Aunque no le gustaba la idea, en el fondo Jenny no podía culparlo: aquella era una casa infeliz, poco acogedora, llena de tensiones, y casi nunca ser reían.

Oyó los pasos de su madre en la escalera y se puso tensa. ¿De qué humor estaría? Jenny no sabía si podría soportarlo si estaba de mal humor. Sintió deseos de escapar de aquella casa, de huir de toda la infelicidad que encerraban aquellas paredes y no volver jamás.

—Jennifer, no me gusta que me despierten al amanecer.

—Lo siento, no quería molestarte.

—No te quedes ahí sentada; prepara una tetera.

Jenny cumplió sus órdenes, aliviada cuando Robin apareció sonriéndole mientras le decía:

—Buenos días, Jen.

—¿Qué te apetece desayunar, cariño? —le preguntó Delia.

—¿Qué tal huevos revueltos con tostadas?

—¿Te gustaría lo mismo, Jennifer?

—Sí…, sí, por favor. ¿Quieres que haga yo las tostadas?

—Sí, y gracias, cariño —dijo sonriendo cálidamente—. Sé que estás disgustada porque tu padre se ha ido, pero estoy segura de que cumplirá su promesa y estará en casa en tu cumpleaños.

Jenny no se dejó engañar. Sabía que esa repentina amabilidad era para quedar bien delante de Robin y parecía estar funcionando, ya que ahora Robin sonreía a su madre y decía:

—Cuando llame, tendrás que regañarle, mamá.

—Sí, y puedes estar seguro de que lo haré.

Jenny solo quería acabar de desayunar para ir al colegio y así quitarse de en medio del camino de su madre. Veinte minutos después, recogió su plato vacío para llevarlo al fregadero.

—M-me voy ya, y llegaré un poco tarde a casa porque tengo que ver al orientador profesional después de clase.

—Ay, Dios, Jennifer —dijo Delia—. Lo siento mucho, lo había olvidado. Aun así, no te preocupes, allí estaré.

Los ojos de Jenny se abrieron de la sorpresa.

—¿Vas a ir?

—Claro que sí. Este es un momento importante para ti y quiero asegurarme de que tengas las mejores oportunidades para cuando acabes la escuela.

—Pero… pero cuando te inspector la carta dijiste que…

—Dije que estaría allí —interrumpió Delia con firmeza.

Jenny vio la mirada de advertencia. Sabía que no debía discutir, pero recordaba muy bien que, cuando le dieron la carta, su madre la había tirado a un lado con desdén, diciendo que ver a un orientador profesional era una pérdida de tiempo para alguien que solo servía para un empleo de baja categoría. Ahora parecía haber cambiado de opinión, pero ¿por qué? ¿Era otro espectáculo montado para quedar bien delante de Robin?

—Vete o llegarás tarde al colegio —le dijo su madre, y aunque su voz sonaba suave, había dureza en sus ojos.

—Sí, de acuerdo. Adiós —graznó Jenny.

—Hasta luego, Jen —se despidió Robin, claramente ajeno a esos detalles.

Jenny salió a toda prisa. Lo único que quería era estar lejos de la casa y de su madre, y ojalá no tuviera que volver nunca.

Capítulo 6

 

 

 

 

 

Cuando Jenny se fue, Robin se quedó en la mesa, con los ojos fijos en su madre. Podía entender por qué ella quería abrir un negocio, para lograr algo por sus propios medios, pero había algo en su explicación de que no quería descuidar a Jenny que no había sonado convincente.

De pequeño había dado por sentado el amor y el afecto de su madre, y casi no se había preguntado por qué Jenny había quedado al margen. Su madre lo prefería a él, mientras que su padre prefería a Jenny, y había dado por supuesto que debía de pasar lo mismo en todas las familias. Por supuesto que eso no era así, y al final lo había aprendido, pero al menos ahora sabía por qué. Jenny era adoptada y, debido a su resentimiento, su madre había sido incapaz de quererla. Robin sentía que podía entender eso, y al menos su madre había dicho que le tenía cariño a Jenny, aunque apenas lo demostraba.

—Robin, si no te pones en marcha, vas a llegar tarde también.

—Me voy en un minuto —dijo—. Me interesará saber cómo le ha ido a Jenny con el orientador profesional cuando vuelva a casa.

—Quiero asegurarme de que se le da el mejor de los consejos, pero, seamos sinceros, Jennifer nunca ha sido tan brillante como tú. No obstante, me gustaría verla con algún tipo de profesión, y me aseguraré de que no se le da gato por liebre con cualquier clase de trabajo sin futuro.

—Los empleos que te brindan una carrera profesional suelen empezar con un salario bajo.

—Si se le da la oportunidad de ascender, el salario inicial es irrelevante. Al fin y al cabo, viviendo en casa, Jennifer no tendrá que preocuparse por sus ingresos.

—Bien, será mejor que me vaya —dijo Robin, aliviado, pues era probable que Jenny no ganara lo suficiente como para salir de casa durante algún tiempo.

—Adiós, cariño —se despidió Delia.

Robin se fue tan contento al college, satisfecho con el hecho de saber que Jenny seguiría allí, al menos hasta que él, con suerte, se fuera a la universidad el año siguiente. Un año, pensó Robin. Lo dejaría estar un año, pero luego haría su jugada.

 

 

Jenny había salido de Castle Close con la esperanza de encontrarse con Tina Hammond de camino a la escuela. Sabía que su madre desaprobaba su amistad y que no le estaba permitido invitar a Tina a casa, pero a pesar de ello seguían siendo amigas, aunque a espaldas de Delia. Jenny prefería tener una amiga especial, una mejor amiga, en lugar de un grupo, y Tina satisfacía en parte algo que sentía que faltaba en su vida: una especie de hermana. Aunque de vez en cuando charlaban con otras chicas, la mayor parte del tiempo eran inseparables. Físicamente eran muy diferentes, Jenny rubia y pálida, y Tina morena, de ojos marrones y piel aceitunada. Las dos querían cambiar su color por el de la otra, y se rieron cuando lo descubrieron.

Tina y su familia vivían en Princes Way, una zona que había cambiado de manera tan radical en los últimos años que para su madre se había convertido en un motivo de queja. Había empezado con la construcción de un bloque de viviendas sociales y había progresado hasta convertirse en lo que ahora eran urbanizaciones de casas y dúplex construidos específicamente para ese fin. Quedaban unas pocas casas grandes, situadas detrás de altos muros. Aunque su proximidad a Wimbledon Common aún las hacía deseables, su madre decía que, al estar ahora rodeadas de viviendas sociales, su valor se había depreciado mucho.

La familia de Tina no era propietaria de una de esas grandes casas. Alquilaban un apartamento de protección oficial y, por supuesto, Jenny sabía que por eso su madre desaprobaba su amistad. A diferencia de ellos, los Hammond no eran ricos, pero, como Jenny detestaba que su madre fuera tan arrogante y estirada, se habría cambiado por su amiga sin dudarlo ni por un momento. La madre de Tina era amable, no sufría de los nervios y no estaba obsesionada con las tareas domésticas. Era bajita y rechoncha, se reía mucho, y su acogida era siempre tan cálida que, a lo largo de los años, Jenny había encontrado a menudo en el angosto piso un escape muy necesario de la frialdad de su propia vida hogareña.

—¡Jenny! ¡Jenny, por aquí!

Jenny cruzó corriendo la calle para encontrarse con su amiga.