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La novela definitiva sobre la Pandemia del Covid-19 nos plantea una trama de thriller en la que nuestros protagonistas, Marcos y Rebeca, realizan un descubrimiento que podría costarles la vida. Una conspiración con ramificaciones internacionales en las más altas esperas está detrás de la enfermedad que ha puesto en jaque al mundo entero. ¿Serán nuestros protagonistas capaces de sacar a la luz la verdad? Les esperan más peligros de los que pueden imaginar. Una novela de ficción en la que, quizá, no todo sea ficticio.
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Seitenzahl: 199
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Antonio Huertas Abolafia
Saga
La noche más oscura
Copyright © 2023 Antonio Huertas Abolafia and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728392645
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
Para mi familia, Cristina, Gloria y Marcos
por el apoyo que han prestado.
Para mi amigo Antón Gorordo,
siempre en el recuerdo...
No temo nada, no espero nada, soy libre.
Nikos Kazantzakis
El doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio.
Albert Camus . “La peste”
Estábamos en la cocina como cada mañana. Lucía tenía en la mano una taza. Se mostraba taciturna. Apenas había dormido.
Llamaron a la puerta. Las diez de la mañana. Era domingo. Lucía se acercó y miró por la ventana. Una ráfaga de luminosidad le hizo apartar la cara.
—En la verja, hay un policía.., municipal, dijo.
Mi miró extrañada.
—¿Qué esperas?, —preguntó seria, pensando que me buscaba por algo— ¿En qué te has metido ahora?
—¿Por qué?, le respondí brusco.
—Un policía no trae buenas noticias. Y yo no espero..., ni he hecho nada
Lucía estaba transida de cansancio. Siempre que no podía dormir porque algo le afectaba, sacaba su carácter ácido.
—Voy a ver. Y no espero nada, le aclaré
Abrí la puerta. El policía, chulesco con las mangas de la camisa remangadas, me miró, de arriba a abajo, evaluándome.
—¿Marcos Llorente?, preguntó con voz desagradable
—Sí, soy yo.
—Le traigo un mensaje.
Me acerqué. Tenía en su mano derecha un sobre. No sabía qué podía querer un domingo por la mañana..., ni qué podría contener el sobre.
—Buenos días. Tiene que llamar a la embajada española en Londres. Aquí está la nota. Sólo me han dicho que se la dé. —dijo, mientras me acercaba.
Me entregó el sobre arrugado. Yo estaba sorprendido...
—¿Tengo que firmarle algo? ¿Sabe de qué va esto?
—No. Yo sé lo que usted. Sólo me han encomendado que se lo entregue.
El policía se despidió. Entré en casa. Lucía esperaba mi explicación. Se movía nerviosa.
—Y ¿qué...?
Me abaniqué con el sobre para quitarle importancia. Lo abrí, y saqué un papel.
—Hay una nota... Me piden que llame a Londres..., a la embajada.
Lucía se paró seco.
—¿A Londres....? Conoces a alguien?
Cambió su talante. Se mostró preocupada. Creo que intentó recordar si alguno de nuestros amigos había viajado a Inglaterra. Había habido un atentado terrorista en Londres.
—No conozco a nadie que haya ido a Londres... ¿y tú...?
Movió la cabeza de un lado a otro, dando a entender que estaba perdida.
—¿Qué vas a hacer?, —preguntó impaciente— ¡Llama ya!
Desdoblé el papel. Había un nombre y un número de teléfono. Carlos Ullastres. El nombre no me decía nada. Saqué el móvil. Marqué el número. El número estaba ocupado. Hice varios intentos más. Nada. Seguía ocupado.
—No puedo comunicarme. No sé qué puede pasar. Pero no conozco a nadie que esté en Londres.
Iba a dar el paseo dominical por la pradera de Villafranca del Castillo con Lucía y Sara.
—¿Nos vamos?, dijo Lucia.
En la pradera de Villafranca ya había ciclistas y deportistas corriendo. Una llamada al móvil. Lucia con un gesto me apremió. Cogí el móvil. Era Carlos Ullastres, el secretario de la embajada española en Londres. Tenía mis llamadas grabadas. Me contestaba. Quedé mudo al escuchar lo que me decía. Rebeca Escobedo. Crucé la mirada con Lucia. Debió de colegir mi sorpresa y preocupación. Yo asentía sin decir palabra. Tomaba nota mentalmente de cuánto me decía. Corté. Estaba perplejo. Lucía me urgió.
—¿Qué pasa...? ¡Dime algo!
No sabía cómo explicárselo.
—Rebeca Escobedo...
—¿Quién es? ¿Qué pintas tú...?
Las maneras de Lucia eran bruscas. La historia no tenía truco. Pero ella no la conocía.
Una mañana incierta. Entre mis manos un mal expediente. Pasaba las hojas con hastío. Unos leves golpes me sobresaltaron. La puerta se entreabrió ligeramente. Asomó la cabeza calva de Mariano Escobedo.
—¿Puedo...?
—Pasa, Mariano. Estoy aquí atascado y aburrido, le espeté.
Mariano entró. Iba cabizbajo. Se sentó enfrente de mí. Su actitud me extrañaba. Vestía un traje azul Impecable. Una corbata chillona, con un nudo perfecto. Del bolsillo de la chaqueta asomaba un pañuelo rosado de seda.
—Marcos, tengo que hablarte. Chaval, tienes que hacerme un favor.
El tono que empleaba me causó sorpresa. Estaba decaído. Había perdido su tono alegre. No lo entendía.
—¡Hombre!..., sí, cuenta conmigo, pero no...
—Me opero la semana que viene...
El anuncio de su operación me confundió. Sabía que tenía una salud delicada, pero me cogieron por sorpresa sus palabras.
—Me operan a corazón abierto.
No sabía qué decirle. Mariano llevaba en la Administración casi cuarenta años. Era un inspector con renombre. Muy trabajador. Se dedicaba a las grandes compañías de seguros. Un experto en todas sus triquiñuelas. Ya había sufrido dos infartos. El último hacía poco tiempo. Había estado de baja dos meses, y, a la vuelta, me había comentado que estaba pensando en pedir la baja definitiva y descansar.
¿Qué le podía decir en ese momento? No se me ocurría nada. Las palabras huyeron. No encontraba los sentimientos que quería transmitir. Le miraba expectante. Quería que saber más. Ver cómo podía serle útil.
—No lo sabe nadie. Estuve en la consulta del cardiólogo, Ángel, un buen amigo, y me dijo que tiene que repararme dos válvulas cardíacas. Dice que tengo el corazón muy dañado, y no cree que aguante otro infarto.
—¿Y tu hija?
—Rebeca está en Inglaterra, en Bath, estudiando. Por eso estoy aquí.
Esa declaración me confundió, No sabía a qué se refería.
—Voy a hacer testamento. ¿Me puedes acompañar?
No tenía opción. Y no había otra respuesta. Pero no sabía qué quería de mí.
—Sí. Cuenta conmigo.
—He quedado mañana con Marta Villaescusa. Una notario amiga.
—La conozco. He estado en su notaría varias veces.
Mariano permanecía cabizbajo.
—No tiene por qué pasar nada. Es una precaución. Me operan el jueves. Es una operación complicada. Ha insistido Ángel. Él es optimista. Así me quitaré la preocupación.
—¿Vas a decírselo a Rebeca?
—Sí... Voy a llamarla. No sé cómo se lo tomará.
Hizo una pausa. Movía las manos, nervioso. Levantó la cabeza. Me miraba. Aprecié unas ojeras. Unos ojos acuosos.
—Quiero que me acompañes al notario porque quiero pedirte que seas mi albacea. Es lo que te pido que hagas por mi.
No podía negarme. Mariano había sido mi maestro y amigo. Siempre me apoyó en los momentos difíciles que pasé en la inspección. Teníamos una fuerte amistad, fortalecida por encuentros y vivencias al margen del trabajo.
—Ya sabes, Mariano, que puedes contar conmigo.
—Gracias, Marcos. Rebeca..., si me pasara algo, se quedaría sola. No tendría problemas económicos. Le quedó un buen patrimonio de la familia de su madre. Pero ella no está acostumbrada a pelear con esos manejos. Ahí quiero que estés tú.
—Haré lo que pueda. Pero no pienses en eso. Todo saldrá bien. Bueno, ya me dirás qué quieres que haga.
—Si me pasara algo,..., que mientras esté estudiando la cuides, y protejas su patrimonio. Hay un fondo de inversión, un seguro de vida, la casa de la calle Ferraz, y la finca de Extremadura.
—¿Una finca...?
—De su madre... De la finca sólo preocúpate de las rentas. Hay un casero que la administra y sabe cómo sacarle rendimiento.
Calló...
—Bueno chaval, te espero mañana en la notaría. Está cerca de aquí.
—Ya..., la conozco, en Raimundo Fernández Villaverde.
—Sí, a las 11...
Se levantó. Rodeó la mesa. Esperó a que yo me alzara y me dio un fuerte abrazo.
Jueves. La operación de Mariano. Lo tenía anotado en el calendario del iPhone. Fui a la Clínica La Luz, en la calle General Asensio. Me retrasé a propósito. No me atrevía a entrar antes de que lo bajaran al quirófano.
Llegué y subí a la habitación 202. Estaba vacía. Sin cama. En un rincón, acurrucada en el sofá vi a Rebeca. No me acordaba de ella. Pelo negro en melena. Ojos verdes fulgurantes. Rostro bonito y dulce. Con buena planta. Mariano era alto. No conocí a su mujer. Murió antes de que fuéramos íntimos. Seguramente los ojos y las facciones fueran de su madre.
Rebeca alzó la vista. Me miró. No sé si extrañada, o expectante. Antes de que me preguntara, hablé.
—Soy Marcos..., ¿te habló tu padre de mí? ¿No estabas en Bath?
Se rehizo.
—Sí..., ¡hola! Lo han bajado hace media hora. Vine ayer... Mi padre me dijo que le operaban, y quería estar aquí con él.
—¿Cómo iba?
—Como siempre. Animado.
Se calló, y me lanzó una mirada de preocupación.
—¿Qué piensas? ¿Qué sabes?
Un nudo en el estomago me ataba la voz. ¿Qué podía decirle? No sabía lo que Mariano le había contado. Conociéndole, imaginé que le habría quitado importancia.
Pero una operación a corazón abierto tiene sus riesgos. Así que hice un gesto confuso. No sé qué significaba. Tampoco sé lo que quería transmitir. Me acerqué, y por un impulso la abracé. Ella se dejó hacer. También me rodeó con sus brazos y rompió en un mudo sollozo.
—¿Qué crees?, me preguntó.
—No lo sé. ¿Eres creyente...?
—Ya..., no sé...
—Reza. Todo saldrá bien. Ya verás.
Me quedé con ella. Rebeca miraba el reloj nerviosa. Iba de un lado a otro en la habitación. Al oír pasos en el pasillo, levantaba la cabeza. Si no se confirmaba su expectativa, se ponía gacha y seguía paseando. A veces, se tapaba la cara entre sus manos.
Al final, otros pasos confirmaron la llegada de noticias. Entró el médico. Nos miró. Posó su vista en Rebeca. Le costaba hablar.
—¿Eres su hija?
Rebeca, de pie, le miraba. Suplicante de una buena noticia.
—Está mal. Ha sido una intervención difícil y larga. Se ha complicado. Le ha vuelto a dar un ataque mientras le interveníamos. Y está en la UCI. No sé..., — hablaba con cierta amargura, pero al contemplar a Rebeca dulcificó su voz—. Hemos hecho todo lo posible. Está muy débil.
Poco más dijo. Se marchó. Dijo que ya nos avisarían de los cambios que se produjeran. Sería una espera larga e incierta.
Cogí a Rebeca del brazo y la saqué de la habitación. En el control de enfermería de la planta dejamos el número de su móvil. Salimos de la Clínica. El olor y el bochorno la hacían insoportable. Fuimos andado hasta la calle Julián Romea. A la cafetería Gobolem. Yo frecuentaba esa cafetería antes de casarme, cuando vivía por la zona
Entramos. Estaba medio vacía. Enrique, el dueño, al verme soltó albricias. Hacía mucho tiempo que no iba. Se acercó y me saludó con cariño.
Rebeca seguía muda. Desde que dejamos la clínica, no había dicho nada. Asimilaba las palabras del cirujano. Tenía la cara crispada.
—¿Qué quieres tomar?
Permanecía callada. Tenía el pensamiento en otro lugar. En la UCI. Aproveché y llamé a Lucía. No sabía el tiempo que estaría con Rebeca.
—¿Qué piensas de lo nos han dicho?, —me preguntó Rebeca, retorciendo las manos y rompiendo su largo silencio.
No sabía qué decirle. Me mostré prudente.
—No lo sé, Rebeca. Pero ten fe. Ya verás como sale de ésta y nos vuelve a dar la tabarra— intenté animarla.
La cara de Rebeca mostraba compunción.
Pedí a Enrique unas coca colas y nos pusimos en un rincón, junto a la puerta, en una mesa alta. No sabía cómo aliviar su ansiedad. Opté por indagar sobre sus estudios.
—¿Qué haces en Bath?
—Estudio.
—Ya, pero, ¿qué estás estudiando?
—Relaciones Internacionales, —me respondió, de mala gana.
No sabía cómo hilar la conversación. Todo lo que no tuviera relación con Mariano estaba fuera de lugar. Hablar de él era acercarnos al desenlace. Los presagios, después de las palabras del cirujano, que auguraban un final inminente y trágico, me agarrotaban.
¿Qué pensaba hacer Rebeca? Sin Mariano, se quedaba en la más absoluta soledad. Ahí no sabía el papel que yo debía ocupar. El ser albacea no iba más allá de cumplir la voluntad de Mariano en la distribución de sus bienes. Pero estaba sola.
Mariano era un íntimo amigo. La amistad iba más allá del trabajo. Él me había enseñado, y pasé por momentos complicados y tuve su apoyo. No podía desaparecer si Mariano..., si Mariano fallecía. Rebeca había estado super-protegida. Y ahora a su alrededor no había nadie.
Rebeca bebió la coca cola de manera compulsiva. Miraba sin ver. Por sus gestos supe que le urgía volver. Pagué y salimos. Le posé el brazo sobre el hombro, dándole un apretón. Quería que me sintiera próximo. Yendo por la calle General Asensio Cabanillas, sonó su móvil. Era del control de enfermería. Precisaban vernos. Un negro nubarrón se cernía.
Subimos rápido a la planta. El presentimiento se cumplió. Mariano había fallecido.
Por Carlos Ullastres, secretario de la embajada española en Inglaterra, supe que Rebeca estaba hospitalizada en el Hospital St. Mary’s de Londres. Estaba en la UCI. A mis preguntas contestó con palabras equívocas y vagas. Barrunté que Rebeca se encontraba en el sitio inadecuado, en el momento inoportuno. Intuí que lo que le había pasado podría estar relacionado con un atentado que había habido en Londres. Poco más pude sacar.
Estaba grave, aunque fuera de peligro. Urgía que alguien se hiciera cargo de ella. Por eso la llamada. No sé cómo conocieron mi existencia. Solo era su albacea.
Hablé con Lucía.
—Tengo que ir a Londres...
—Pero..., ¿qué tienes tú que ver con esa chica...? Se llama Rebeca, ¿no?
—Sí..., Rebeca. Soy su responsable, su albacea. No tiene más gente que se pueda preocupar por ella. Tengo que ir. Será un viaje rápido. Veré cómo está y prepararé su reaparición.
—Bueno, —Lucía asentía de mala gana— si tienes que ir..., vale. Pero no me gusta que te vayas...
No era partidaria de mi viaje a Londres y menos habiéndose cometido un atentado.
—Intentaré solucionarlo en pocos días..
—¿Días...? Estamos a dos horas y media de Londres. Sólo tienes que arreglar su vuelta. Eso no creo que lleve más de un día.
—Ella estudia en Bath.. Y no sé qué hacía en Londres. Tendré que acercarme a Bath para recoger sus cosas.
Quise encontrar una excusa por si tenía que alargar la estancia. Lucía estaba contrariada con mi viaje. Aceptaba que fuera a Londres. Pero no lo veía con buenos ojos.
Yo, antes, tenía que arreglar mis asuntos de trabajo. Me marcharía en un par de días. Me metí en internet. Encontré un billete para un vuelo por la mañana para el martes, dos días después. Reservé una habitación, en el White House Hotel de Meliá, previendo que tuviera que quedarme más de un día. Conocía el hotel. Había estado con Lucía en un viaje que hicimos por turismo a Londres el año anterior. Nos pareció un hotel estupendo. Muy bien situado.
Lucía quiso saber cómo iba a repatriarla. La noté preocupada.
—¿Cómo la vas a traer a España?
—Aun no lo sé. Tengo que ver cómo está y qué dicen los médicos.
—Y aquí, ¿dónde va a ir...?
—Ya veré. Eso ahora es lo que menos me importa..
Lucía y yo habíamos pasado una mala temporada, y volvíamos a estar bien. Después de lo sucedido con María y nuestro reencuentro vivimos unos meses idílicos. Ella se había reincorporado a sus tertulias radiofónicas y a sus reportajes. Ahora estaba trabajando en una historia sobre Jordania. Su viaje a Petra le había impresionado. Una ciudad excavada en la piedra. Investigaba cómo había evolucionado. El paso de las caravanas con productos de lujo hacia Egipto, Siria y Arabia. Jordania gozaba de una posición estratégica que la había hecho prosperar. Era una crónica tranquila, lejos de cualquier conflicto. Estaba cansada después de los último avatares que habíamos sufrido. Quería contar una historia agradable, que no tuviera ningún riesgo. Quizá por eso se mostraba intranquila por mi viaje a Londres. Pensábamos que Rebeca se había visto involucrada en el atentado de Londres. Nos extrañaba pero no había otra explicación.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Lucía, esperando que me limitara al papeleo para repatriar a Rebeca.
—Sólo quiero saber cómo está y ver si se la puede traer a Madrid. Aquí podré estar más pendiente de su evolución.
—¿Irás a Bath?
—Lucía me haces preguntas que ahora no puedo responder. No sé..., no sabemos nada de ella. Solo tengo las palabras imprecisas..., vagas del secretario de la embajada. ¿Qué conocemos...? Que está grave y hospitalizada... Poco más...
—Pero..., Marcos..., intento descifrar cómo se ha metido ahí, y veo negros nubarrones. Eso es lo que me da miedo. Ya lo hemos sufrido antes. Un hecho aislado, sin ninguna previsible consecuencia, nos cambia la vida. Eso es lo que temo..., Marcos...
Mientras organizaba mi escaso equipaje estuve meditando las palabras de Lucía.
Desde que nos habíamos conocido, y éramos pareja nos metimos en varias aventuras de las que habíamos salido bien parados por la fortuna y la generosidad de los amigos. Y ahora, ¿qué me esperaba?
Era fiesta en Madrid. El mes de noviembre estaba siendo agradable, aunque con altas temperaturas. Ese día Jorge libraba. No tenía ningún servicio. Él y Estrella decidieron quedarse en casa y paladear un día tranquilo.
Estrella quería acabar los retoques de un cuadro de la Galería Thyssen que tenía pendiente. Un cuadro de influencia impresionista. Esa mañana, Estrella se levantó pronto, tomó un buen desayuno y empezó a trabajar.
Al poco, Jorge apareció. Tomó un café bebido y bajó a la calle a comprar la prensa. y dar un pequeño paseo por el Retiro. Fue hasta un quiosco de la Puerta de Alcalá. Como siempre hizo acopio de prensa. Mundo, ABC, Razón y El País. Su función de analista en la Guardia Civil, tenia el grado de teniente coronel, le hacía un obseso de la información.
Entró en el Retiro por la Puerta de la calle Alcalá y fue paseando, cruzándose deportistas que corrían, y numerosos paseantes que imprimían un fuerte ritmo a su andadura. Salió por la puerta que da a la calle Felipe IV y subió al piso. Estrella seguía trabajando.
—¿Tomamos un café?, preguntó Jorge
Estrella levantó el pincel.
—Sí..., ¿lo preparas tú?
Jorge se acercó por detrás de Estrella y le volvió la cabeza con delicadeza, acercando sus labios a los de ella. Estrella mostró en principio sorpresa. Jorge no era muy detallista y Estrella se sorprendía de su gesto. Estrella le agarró con fuerza el cuello y le besó con pasión, apretando sus labios y deslizando la lengua por su paladar. Esa pasión desconcertó a Jorge. Estrella fue tirando de él hasta la habitación. Al llegar a la cama, le empujó y se le echó encima.
—Bien, amigo..., ¿jugamos...? ¿Te quitas la ropa o te la quito yo?, —dijo Estrella, acercando su cara a la de Jorge.
Jorge se fue contagiando del juego iniciado por Estrella. Se dejó hacer. La miró. Estrella parecía una gata en celo. El pelo sobre sus ojos verdes que le brillaban. La piel oscura. Se despojó de su camiseta dejando sueltos sus pechos generosos y turgentes. Era una invitación. Estrella tomó sus manos y las puso en su pubis. Jorge se implicó. Acarició sus pechos. Los pezones se endurecieron. Estrella echó la cabeza para atrás. El placer fue surgiendo. Metió sus pezones en la boca de Jorge y le llevó la mano para que le acariciara su sexo. Cuando estaba a punto de romper, metió la cabeza de Jorge entre sus piernas para que le acariciara el clítoris. Así estuvieron unos minutos. Estrella sintió que el placer se apoderaba de ella y, en ese momento, tiró de Jorge para que la penetrase. Jorge lo hizo con delicadeza. Estrella se dejó hacer, exigiéndole que se contuviera para darle más placer. Cuando llegó el momento, quedaron agotados uno encima del otro. El sopor los fue adormeciendo.
A Jorge, entre la mezcolanza de recuerdos que en ese momento le asaltaban, le vino la imagen de Marcos. No sabía por qué. Le había visto el día anterior. Marcos le había llamado para preguntarle sobre el atentado de Londres.
—Estrella, ¿qué sabes de Lucía?
Estrella lanzó un gemido lejano. Tenía los ojos cerrados. La cara dulce. La pregunta la pilló desprevenida. No entendía la pregunta en ese momento.
—Jorge..., ¿a qué viene eso ahora?
—No sé..., ha sido de repente. Me ha surgido. Estuve ayer con Marcos.
—No me dijiste nada.
—Se me olvidó. Y quedé con él en que llamarías a Lucía para vernos... Me ha venido a la cabeza.
—¿Para qué os visteis?
—Un lío...
—Tú y yo nos conocimos por un lío de Marcos..., conmigo... Bueno, ellos, Lucía y Marcos me ayudaron..., limpiamos el nombre de Carlos.
Jorge se levantó de la cama y empezó a vestirse.
—Mira Estrella..., yo tengo..., tenía un amigo. Hace años que no le veo. Manuel. Era dueño de una cadena de restaurantes muy conocidos en aquella época. En Madrid, Sevilla, Marbella. Se casó creo que dos veces, pero tuvo continuas relaciones. Todas..., también los matrimonios, tormentosas. Los amigos pensábamos que el culpable era él. Siempre elegía al mismo tipo de mujer. Joven, muy joven. Con una diferencia de más de quince años. Guapísimas. Inmaduras. Caprichosas. Del mundo de la moda o del flamenco. Él era amigo de Camarón, Rancapino, Paco Cepero. Yo asistí a algunos de sus encuentros. No sé si llamarlo juergas...
Estrella se incorporó.
—¿También ibas tú? Nunca me lo has contado... ¿Quienes son Rancapino y Cepero?
—Fui a algunas..., pero yo no podía seguir su ritmo... Yo tenía una vida ordenada y no trasnochaba. Rancapino es un cantante flamenco, como lo era Camarón. Menos conocido, pero muy bueno Y Cepero un guitarrista. Como te decía, sus chicas eran todas así. Y comentábamos que parecía buscarlas. El resultado, no podía ser otro que el fracaso.
—¿También Marcos tiene líos de faldas?
—No..., pero como Manuel, Marcos parece buscar líos..., otros líos. Yo conozco a mas inspectores de hacienda, y no se embarcan en esas aventuras.
—Gracias a él, parasteis una posible masacre y nos conocimos.
—Sí, tuvimos suerte con el atentado..., y lo nuestro..., aquí está. No puede ser mejor.
Jorge se acercó a Estrella y le cogió la mano, acariciándola.
—Mira Estrella. No sé si fue en la primera o segunda película de El Padrino, Al Pacino decía que matar es fácil. Y es verdad. Sólo se requiere la voluntad de hacerlo. El atentado de Londres es una muestra. Salen a la calle y con uno cuchillo de cocina atacan a los que se les cruzan. Otros con un coche o un camión se lanzan contra la muchedumbre.
Estrella le miraba. Su rostro reflejaba extrañeza.
—¿No hay solución? ¿Para qué lucháis, entonces?
—Yo tengo..., tenemos el sueño..., la esperanza de vencer, pero es muy difícil. El mal tiene unas raíces muy hondas y hace mucho daño. Yo siempre estaré ahí...
Jorge lanzó un profundo suspiro...
—Cuando veo el nombre de Marcos en la pantalla del móvil, pienso que seguro que hay algún embrollo.