La oscura mano de Dios - Antonio Huertas Abolafia - E-Book

La oscura mano de Dios E-Book

Antonio Huertas Abolafia

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Beschreibung

La muerte de un sacerdote católico reune a dos amigas de la infancia, Estrella y Lucía, que no se ven desde hace años. Estrella, novia del sacerdote antes de que tomase los votos, necesita ayuda para esclarecer esa muerte. Pronto encontrarán unos documentos que llevan a una trama de pederastia que podría sacudir los cimientos de la Iglesia entera. Un thriller trepidante que deja sin respiración a quien se adentra en él.

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Seitenzahl: 235

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Antonio Huertas Abolafia

La oscura mano de Dios

 

Saga

La oscura mano de Dios

 

Copyright © 2016, 2022 Antonio Huertas Abolafia and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728392669

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Nada de lo que vas a leer ha existido. Sólo lo que es verdadero. Espero que la historia que cuento quede donde está, en las páginas de este libro. Los personajes son personajes. Únicamente algunos están inspirados en amigos. Ellos lo saben y no les importa. Las situaciones tampoco son ciertas. Han sido inventadas. Lo real es mi afán de contar una historia. Espero que entre estas líneas apreciéis mi intención.

Para mi hija Gloria que me contagió su entusiasmo por la novela

La oscura mano de Dios

CAPÍTULO I

Septiembre de 2013

—Sí, Lucía, está muerto.

Lucía se encontraba en casa de Estrella. En su estudio, sentadas en un sofá, delante de una mesilla con una tetera y un plato de pastas. La estancia era grande. Una barra-encimera separaba el salón de la cocina. Una bonita cocina americana. En la parte inclinada de la buhardilla, había dos enormes ventanas que daban al parque de El Retiro. Unas lenguas de sol inundaban de luz la estancia.

Lucía y Estrella se conocieron en Londres. Se hicieron amigas en el Covent Garden. Estrella hacía de estatua hierática. Unas veces era la Estatua de la Libertad; otras, Charlot. Cuando descansaba, buscaba a Lucía. Tomaban un café y hablaban. Estrella estudiaba Bellas Artes en Barcelona. Se enamoró de un hincha del Arsenal que acompañó a su equipo cuando jugó contra el Barça en la Champions. Se escapó con él a Inglaterra. Vivían en Oxford.

Lucía acabó su curso sobre Virginia Woolf y volvió a Madrid. Dejaron de verse. Lucía intentó localizarla. No pudo. Estrella había dejado Oxford. Supo que rompió con su chico. No hubo manera de encontrarla. Languideció su búsqueda.

Un día, en la emisora, le dieron a Lucía un mensaje. Había llamado Estrella y quería verla. A Lucía se le agolparon los recuerdos de la época de Londres. Estaba intrigada por este reencuentro con su amiga del Covent Garden. Había perdido la cuenta de los años que habían pasado. La llamó y acordaron verse en casa de Estrella. Vivía en un ático en la calle Alfonso XII. Frente a El Retiro.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Lucía.

—Te sigo desde hace mucho tiempo. He leído tus reportajes y te escucho en la radio.

—¿Por qué no me has llamado antes?

—No lo sé. Vi tu nombre, te busqué en internet. Muchas veces tuve intención de llamarte, pero... al final.

Lucía echó una mirada al salón. Era una habitación amplia con mucha luz. En una esquina había un caballete con un lienzo; al lado, otro vacío. Apoyados en la pared tenía varios sin marco. Era su cuarto de trabajo. A Lucía le sorprendió. En Londres no hablaron de lo que hacían. No se había hecho una idea de la profesión de Estrella. Nunca pensó que se dedicara a la pintura. La encajaba en alguna actividad interpretativa.

—¿A qué te dedicas? —preguntó Lucía.

—Acabé Bellas Artes. Ahora restauro. A veces, me llaman de El Prado y ayudo. Otras, coleccionistas privados. Otros museos.... El Thyssen... Me gano bien la vida. Y hago lo que me gusta.

—¿Qué pasó con tu chico inglés?

—Aquella fue una historia desgraciada. Acabó pronto.

—¿Y no has estado con nadie?

—Sí, estuve con Carlos. Fueron los mejores años de mi vida. Pero se fue...

—¿Te dejó?

—Llámalo así... Eligió otra vida. Dios o yo, y eligió a Dios.

—No te entiendo.

Estrella vertió el té en las tazas. Se levantó, fue a la cocina y volvió con un fajo de servilletas. Las dispuso sobre la mesa. Echó una mirada por la ventana y se sentó. Tomó su taza ahuecándola en sus manos. Se la acercaba a los labios, daba pequeños sorbos y la volvía a dejar encima de la mesa. Siguió hablando.

—Cuando volví de Oxford, trasladé mi expediente y acabé Bellas Artes en Madrid. A Carlos le conocí en Londres. Hacía un cursillo sobe Shakespeare. En Madrid nos reencontramos. Estaba opositando. Resultó ser amigo del novio de una compañera. Salimos, y así empezó todo. Yo tuve que volver a Barcelona. Mis padres... Allí estuve dos años.

—¿Dejaste de ver a Carlos?

—Sí, él iba de vez en cuando a Barcelona. Pero la distancia... lo rompe todo. Yo no estaba a gusto en casa. No me llevaba bien con mis padres. Decidí venir a Madrid. Y volví con Carlos. Estuvimos un tiempo saliendo. Él sacó la oposición y, luego, consiguió el puesto de agregado comercial en Chicago. Nos fuimos.

—¿Has vivido en Chicago?

—Estuve dos años. ¡Qué recuerdos! Allí amplié mis estudios de Restauración. Dos cursos en el Art Institute of Chicago. Es un museo como el Metropolitan de Nueva York. Daban cursos y me apunté. Fueron dos años maravillosos. Me especialicé en Restauración y soy muy buena.

—¿Cómo no os casasteis?

—No se planteó. Estábamos bien. ¿Para qué? Después de Chicago, vivimos en Madrid. Carlos tenía un apartamento en la calle de Santa Hortensia. Era grande. En el salón pusimos una mesa de despacho para él, y mis cuadros. Tenía un enorme ventanal. Con mucha luz. Hice otro curso de Restauración y conseguí contactos para los museos. No me costó entrar en el grupo que se encarga de este campo en el Prado.

Lucía la escuchaba. Le abrasaban las preguntas, pero la dejó seguir. Estrella ladeó la cabeza para mirar el horizonte. El viento movía las hojas de los árboles de El Retiro. Volvió la cara y la fijó en Lucía.

—Luego se fue y se ordenó sacerdote. En Madrid llevábamos una vida agradable. Los fines de semana volábamos. Carlos sentía pasión por volar. Había alquilado con un grupo una avioneta en Cuatro Vientos y, cuando disponía de ella, viajábamos. Fuimos a Marruecos. Y organizamos un viaje a Sudáfrica para volar. Unos meses antes del viaje, ocurrió la tragedia. Esa debió de ser la causa de todo. Sus padres y su hermana, muy joven, murieron en un accidente de tráfico. Volvían de Roma. Su madre era romana. A su padre le gustaba conducir. Habían hecho un viaje por el norte de Italia, Salzburgo. Llegaron hasta Praga. Fue a la vuelta. En la autopista. Una avalancha de agua provocó un accidente múltiple. Un camión enorme y varios coches. Uno de ellos el de sus padres.

—¿Fue entonces? —preguntó Lucía.

—No, teníamos preparado el viaje a Sudáfrica. Pensé que lo íbamos a anular... Pero nos fuimos. A la vuelta de ese viaje... Creí que nos casaríamos..., pero no. Se fue al seminario.

Estrella dejó la taza sobre la mesa, bajó la cabeza. Se mantuvo en silencio. Tomó una pasta y siguió contando con voz herida.

—Estuve mucho tiempo sin verle. Se marchó a Roma. Un tío suyo, hermano de su madre, es Cardenal. Allí estudió Teología y no sé qué más... Luego, no sé por qué, nunca me lo contó, volvió a Madrid. Le tocó una parroquia en Navalagamella. Le nombraron magistrado de la Rota. Nos vimos. Estaba delgado, pero contento. Al verme, siempre se mostraba dolido por el daño que me había causado. Yo le quería. Seguía enamorada. No podía quitármelo de la cabeza.

—No te entiendo. Estabas enamorada de él. Os veíais. Él era sacerdote. Y ¿él?

—Era yo quien le buscaba. Tenía la esperanza de arrebatárselo a Dios.

Se levantó. Miraba al exterior, a El Retiro. Hablaba lentamente.

—Hace dos semanas me despertaron de madrugada. La Policía. Querían que les acompañara. Carlos había muerto.

—¿Cómo dieron contigo?

—Me tenía como primer contacto en su móvil.

—¿Dónde fuiste?

—Al Anatómico Forense. Le vi. Estaba muerto. Fue terrible. Le habían limpiado, pero se notaban golpes en el rostro.

—¿Cómo murió?

—Un accidente...

Se le saltaron las lágrimas.

—Pero dicen que se suicidó.

Se dio la vuelta. Ahora miraba desafiante. Se fue acercando a Lucía. Apretaba la boca.

—Y no lo admito. No puedo creerlo. No puede haberse matado, y menos por lo que dicen...

Estrella dejó que la pena se adueñara de ella. Rompió a llorar. Iba de un lado para otro. Su cara estaba crispada. Las lágrimas anegaban sus ojos. Lucía no sabía qué hacer. La observaba sin comprender. ¿Accidente? ¿Suicidio? La nueva imagen de Estrella no casaba con la idea que tenía de ella. La recordaba con un semblante terso. Los ojos, ahora borrosos por las lágrimas, verdes. Sus pucheros borraban los rasgos de la Estatua de la Libertad o de Charlot. Era una mujer guapísima. No la imaginaba de esta guisa. No le quitaba la mirada de encima, pero no sabía qué hacer. Estar callada. Esperar. ¿Esperar a qué...?

Estrella se calmó. Se sentó frente a Lucía. Siguió hablado.

—Me contaron una historia que no cuadra con su persona. Le acusan de pedófilo. Decían que se había quitado la vida por eso. ¡Carlos no era pedófilo! No estaba enfermo. Para follar, para hacer guarradas, Lucía, estaba yo, que además le quería.

—¿Qué te dijeron?

—Que había abusado de la hija de una mujer a la que Carlos le llevaba la nulidad.

—¿No era juez?

—Sí, pero a veces, si una persona no tiene medios, algunos magistrados actúan de oficio, sin cobrar. Esa mujer no tenía dinero. Y le tocó a Carlos.

—¿Tú conocías esa acusación?

—No, ni él. Me lo habría dicho. La sacaron en El País. Eso es lo que no entiendo. Si hubiera algo..., yo lo sabría. Él nunca me lo comentó.

Lucía permanecía callada. Pensaba en la historia que le contaba Estrella. Era su vida a trompicones. No sabía para qué la había llamado. ¿Para desahogarse?

—Estrella, si ha sido un accidente, ¿cómo dicen que se suicidó?

—Dejó una nota...

—Y ¿cómo se mató si fue un accidente?

—Despeñó el coche. Luego encontraron la nota en su casa.

—Tienes que aceptarlo, Estrella.

—No, no puedo, y menos que fuera un pedófilo.

CAPÍTULO II

Septiembre de 2013

Lucía salió esa mañana sin darme una razón. Como explicación dejó una frase enigmática.

—Voy tras un recuerdo.

Añadió unas cuantas recomendaciones sobre Sara. Llevarla y recogerla de su escuela infantil. No quise darle vueltas a su repentina marcha. Hice lo que me pidió y bajé a Madrid. Era un mes de septiembre agradable. El regreso, después del veraneo, había sido suave, sin altibajos. Volvía a mis expedientes, aburridos, y a enfrentarme con mi vida administrativa. Encima de mi mesa, en una esquina, estaban las nuevas carpetas rosas. Sentía hastío. Mirando hacia atrás, me veía con unos años menos y cargado de ilusión. Me recordaba espigado con un traje perfectamente cortado, estudiando el plan de inspección que tenía asignado. Tuve suerte. Lo miraba y sonreía. Había una mezcla de personajes conocidos de la vida social madrileña, cantantes, toreros, futbolistas.

Tomás, Eduardo, y otros compañeros que estaban en mi planta, sentían envidia cuando les comentaba mi plan. Federico, otro compañero, entusiasta aficionado a los toros, se ofreció a acompañarme para pasarle inspección a un torero artista que andaba despistado y no atendía a mis requerimientos. Un día, en la feria de San Isidro, que toreaba en las Ventas, nos presentamos por la mañana en la plaza para entregar la citación a cualquier persona ligada a él. Su apoderado estaba viendo los toros que el maestro torearía por la tarde. Quedó extrañado de nuestra pretensión. Se negó a coger la citación.

—¡Están locos! ¿Cómo voy a entregarle este papel? Se está jugando la vida. Esto le puede matar.

—Quédese con ella y se la da cuando acabe la corrida —le contesté.

Federico intervino.

—Marcos, tiene razón. Puede tener “mal fario”. Y si le pasara algo esta tarde. No me lo perdonaría.

El apoderado respiró y se agarró a las palabras de Federico. Quedamos en vernos esa noche en el Hotel Wellington donde podríamos ver al “maestro” y darle la citación.

Así ocurrió. Le vimos después de una espléndida faena en las Ventas. Cortó una oreja, estuvo afortunado en la suerte de la espada. En la improvisada barra del vestíbulo del Hotel Wellington, el maestro estaba rodeado de partidarios que le abrumaban con sus parabienes. Nos abrimos paso con dificultad. Pensaban que queríamos “tocar” al maestro. Llegamos donde estaba y le entregamos la citación. Nos miró sorprendido. No puso buena cara. Torció el gesto y echó una ojeada a su apoderado que intentó justificarse como pudo.

La comprobación fue lenta. Interrumpida por las corridas del maestro en las ferias. Aunque era muy exquisito y sólo acudía a las principales. La comprobación acabó meses después con una sabrosa Acta. La firmó, y lo hizo con gracia. Llamé a Federico y el maestro nos obsequió con unos comentarios divertidos sobre lo que sintió en los ruedos del Puerto de Santa María y Jerez después de unas penosas faenas. La gente le silbaba e insultaba mientras abandonaba el ruedo.

Entonces el mundo era mío. Lo tenía todo. El tiempo fue pasando y el entusiasmo se fue mustiando. Los sucesos de los que fui testigo y los que sufrí fueron desgastando mi ilusión. Me hicieron perder la fe en los que me rodeaban. Perdí la confianza en el “hombre”. Vi su maldad.

Abrí el armario y cogí el libro donde tenía apuntadas todas las comprobaciones que había hecho. Lo abrí y estuve con el índice pasando por los nombres de los contribuyentes que había inspeccionado. Sonreí al leer algunos: La Pantoja, Julio Iglesias, Antonio Gala, Paloma San Basilio..., y más gente conocida. Recordé algunas anécdotas. Divertidas. ¿Dramáticas? No con ellos. Sí con otros contribuyentes. Cerré el libro y me centré en el último expediente que me habían asignado. Mientras pasaba las hojas, pensaba en Lucía. En su repentina salida. En su huida tras un recuerdo. ¿Qué recuerdo? También yo iría a buscar mis recuerdos y, con ellos, la ilusión.

Le iba dando vueltas a sus palabras. No encontraba un significado. ¿Alberto, su antiguo marido? Estaba muerto. Hacía años que estábamos juntos. Pensaba que no había secretos entre nosotros... Siempre los hay. Dejé todo encima de la mesa y salí a la calle. Fui a la cafetería Jai Alai. Era muy temprano. No había mucha gente. Nadie de la delegación. No me apetecía cruzarme con ninguno. Llegaba y bromeaba con Mario y José. Hablábamos de fútbol. Eran conversaciones agradables. Tomaba mi café y me sentaba en una de las mesas. Pensaba..., pensaba en lo que me rodeaba. La gente, los problemas inminentes. Esos pensamientos eran frecuentemente interrumpidos por las parrafadas de Mario sobre el Real Madrid. Al terminar, bajaba paseando tranquilamente por la calle de Joaquín Costa hasta el paseo de la Castellana. Me gustaba cruzarme con chicas. Pantalones ceñidos, marcando formas. Vestidos cortos, luciendo unas piernas aún tostadas. Me sentía vivo.

Volví y me encerré en mi despacho dejando que el tiempo pasara. Deseaba que acabara la mañana. Acabó. Seguí mi rutina de siempre. Raimundo Fernández Villaverde, San Francisco de Sales y carretera de la Coruña. Fui a recoger a Sara. Cuando me vio, se dibujó una enorme sonrisa en su cara y salió corriendo en mi busca. Nos marchamos a casa donde nos esperaba Gress. Al abrir la puerta del garaje, salió corriendo. Olió el coche y se perdió en el parque que hay enfrente de casa. Antes de que cerrase la puerta del garaje, Gress volvió. Puse a Sara en el suelo y me senté junta a ella. Seguía sin saber nada de Lucía. La había llamado. Tenía el teléfono desconectado. Le puse varios WhatsApp. No estaba en línea. Un silencio tan prolongado me preocupaba. No entendía su vaga explicación: “Voy tras un recuerdo”.

Hacía tiempo que habían acabado todas nuestras inquietudes. La desaparición de Sandovall, su muerte violenta nos trajo una época de incertidumbre. Un desasosiego que fue disminuyendo con el paso del tiempo. Pensamos que podíamos estar amenazados. Todo volvía a la tranquilidad. Nuestros recelos fueron disminuyendo. La maldad, la mano de Sandovall que temíamos nos alcanzara después de su muerte no nos tocó. Fuimos recuperando nuestra vida. Fueron pasos indecisos al principio, poco a poco perdimos la desconfianza. Pensamos que Sandovall no había concretado el encargo que había hecho sobre nosotros. Había actuado solo. Sus socios no debían de saber nada.

Yo soportaba el recuerdo de la muerte de Sandovall. Vivir con esa carga era duro. Estos remordimientos afloraban casi diariamente en cualquier conversación que tenía con Lucía. Ella me tranquilizaba.

—Marcos, la alternativa ya sabías cuál era. Esperar a que él hiciera algo y ese algo eran nuestras vidas. Tienes, tenemos que vivir con ello. Yo no siento remordimiento. Era un canalla. ¿Qué te convencería? ¿Ver el cuerpo sin vida de Sara?

Ese fue el planteamiento que aceptamos. No teníamos más remedio que adelantarnos a él. Así lo hicimos. Acuclillado junto a Sara montando un Lego, observaba su sonrisa, su inocencia, y no comprendía cómo una persona podía aceptar y asumir la muerte violenta de una niña.

Sara empezó a hacer gestos de alegría al comprobar que había conseguido completar una parte del puente que estaba montando. La alcé y la besé festejando su habilidad. Estaba contentísima.

Llegó la hora del baño y Lucía seguía sin dar señales de vida. Me preocupaba. Bañé a Sara, le di su papilla y la acosté. Para entretenerme hice la cena. Mientras se estaba haciendo una merluza en el horno, noté el nerviosismo de Gress. Se colocó junto a la puerta del jardín con el morro pegado al cristal gruñendo. Eso significaba que Lucía acababa de entrar en el garaje. Le abrí la puerta y salió disparado en su busca.

Gress, tranquilo, precedió a Lucía. Iba a reprenderla por su pertinaz silencio. Me detuvo su aspecto. Venía con la cara desencajada. Antes de que le pudiera decir nada, se acercó y me dio un abrazo. Me apretó y buscó mi boca para besarme.

—¿Y Sara?

—Dormida, pero ¿dónde has estado todo el día? Te he llamado, te he puesto mensajes, y nada. Estabas desaparecida. ¿A quién has visto?

Se deshizo de mí, se acercó a la mesa y se sentó con aspecto derrotado.

—¿Qué te pasa? ¿Quieres beber algo? —dije.

Hizo un gesto con la cabeza asintiendo. Tomé una copa y fui a por una cerveza. Cuando volví, apagué el horno y me senté con ella. Empezó a hablar sin darme tiempo a preguntarle si quería cenar.

—¿Recuerdas cuando estuvimos en Londres?

El tiempo había pasado deprisa. Había borrado de mi memoria todo lo relacionado con los desgraciados incidentes de Sandovall. Me costó recordar el viaje a Londres. Asentí con desgana. Quería que desapareciera aquel recuerdo.

—Estuvimos en el Covent Garden —dije.

—Te hablé de una amiga, Estrella, que actuaba como mimo.

Haciendo un esfuerzo, entresaqué retazos de aquel lugar, un antiguo mercado que se había convertido en una zona de tiendas. Compré un puzle. Aún no lo había montado. Pero había olvidado lo que contó. Todo lo que estaba relacionado con Sandovall había caído en un pozo sin fondo. Los detalles se habían perdido. Tenía una idea confusa de lo que hicimos en Londres. No acertaba a concretar nada. Así se lo dije. No me interesaba.

—Me encontró por internet. Ha leído mis trabajos. He estado con ella. Después de más de diez años...

Hizo un gesto de fatiga.

—Cuando volví de Londres intenté localizarla. Fue imposible. Ha sido ella la que ha dado conmigo para contarme una extraña historia.

CAPÍTULO III

Un viaje por África. Mayo de 2004

Carlos tenía planeado un viaje a Sudáfrica. Había contactado con varias empresas para organizarlo. Su proyecto era viajar a Sudáfrica y convalidar su licencia de vuelo para poder pilotar un avión con matrícula sudafricana. Quería alquilar una avioneta y emprender un safari fotográfico volando por el sur del continente africano.

Estrella le tildaba de loco, pero estaba dispuesta a acompañarle. Durante su estancia en Chicago, en el aeropuerto Gary Chicago, donde Carlos alquilaba una avioneta para hacer horas de vuelo, le hablaron de una agencia, Hans Aero Adventures, que le podía organizar el viaje. Se metió en la web y le gustó el toque familiar de la empresa. Nick y Christina Hans, un matrimonio de pilotos que unos años antes habían hecho un viaje a África, se enamoraron de la zona y decidieron quedarse. Repartían su tiempo entre Nueva York y Johannesburgo dedicándose a organizar viajes privados.

Cuando volvieron a Madrid, Carlos siguió en contacto con la empresa de Sudáfrica. Seguía acumulando horas de vuelo para cubrir el mínimo de horas que le exigían, cien. Había ahorrado para hacer el viaje, al que invitó a Estrella. En el mes de enero empezó con el papeleo. Enviar la licencia, el certificado médico... Lo que menos le preocupaba era el nivel de inglés. De manera habitual cada fin de semana alquilaba una avioneta como la que iba a pilotar en el viaje. Una Cessna 172. Le habían comentado en Cuatro Vientos que la Cessna 172 era muy lenta y tenía una tasa de ascenso insufrible en lugares con una densidad elevada.

Trazaron el trayecto: Johannesburgo-desierto de Kalaharidelta del Okavango-cataratas Victoria-Valle de Limpopo-Reserva Natural de Kruger-Johannesburgo.

Estrella pensaba que era una tremenda locura. Ella apenas contaba con 30 horas de vuelo. No podía convalidar su licencia. Iría como copiloto haciéndose cargo de la radio. Carlos había organizado el viaje. Se lo comunicó a Estrella cuando tenían que mandar los certificados médicos y su competencia lingüística.

Acababan de volver de Estados Unidos. Carlos había conseguido la plaza de agregado comercial en Chicago. Estuvieron allí casi dos años. Después de sacar la oposición de técnico comercial estuvo destinado un tiempo en el Ministerio. Se reencontró con Estrella. Ya vivía en Madrid. Se había matriculado en un curso de Restauración. Salieron, y más tarde decidieron vivir juntos. Carlos sentía pasión por ella. Era una mujer de una belleza misteriosa, con un enorme atractivo. Alta, piernas delgadas, pelo negro azabache ligeramente rizado, ojos verdes acaramelados. Vestía siempre con un cuidado desaliño que aumentaba su atractivo. Vaqueros pitillo, o ropa caqui holgada Timberland. Todo de marca. Encajaba con la apariencia física de Carlos. Era alto, pelo corto, cuerpo flexible por el deporte que hacía y con una hirsuta barba que cuidaba para que pareciera descuidada.

Surgió la oportunidad de ir a Estados Unidos y decidieron aprovechar la ocasión. Carlos se marchó primero para tomar posesión del puesto y buscar vivienda. Tuvo suerte y se quedó con el piso que tenía alquilado su antecesor en el cargo. Era un apartamento espacioso y amueblado. Al poco, cuando Estrella acabó el curso, se marchó a Chicago. Les encantaba a los dos vivir en Estados Unidos. Estrella se matriculó en el Art Institute of Chicago. La vida era agradable. Con su afán por viajar, se patearon toda la zona este de Estados Unidos. Se integraron fácilmente en la vida estadounidense. Ambos satisficieron sus aficiones. Estrella, el arte. Carlos, volar.

A los tres meses de volver de Chicago, Carlos le anunció a Estrella su idea de realizar el viaje. Irían en mayo. Era la mejor época. Quedó sorprendida de su preparación. Lo había hecho sin contar con ella. Sabía de su empeño por volar en Sudáfrica, pero se extrañaba de que todo lo hubiera hecho tan sigilosamente. Se lo comentó cuando ella ya no podía decir, ni decidir nada. Era como un regalo. “¿Por qué?” Era la cavilación de Estrella. El viaje era una maravilla. Estrella, intrigada, se empeñaba en encontrar un motivo. Carlos le aclaraba que no había nada detrás.

—Carlos, no deja de ser raro cómo lo has organizado. No me has dicho nada.

—Te lo digo ahora. ¿No te gusta?

—Me encanta, pero tenías que habérmelo dicho antes. Aún no habré acabado el curso.

—Acabas diez días antes de que salgamos. Llamé a la Escuela. Tienes tiempo suficiente para hacer los preparativos.

Llegó el día. Tenían todo previsto. Salían de Madrid. Casi trece horas de vuelo. El horario en Sudáfrica es el mismo que en España. No sufrirían el cambio horario.

Llegaron a Johannesburgo por la mañana. Estrella iba medio dormida. Siempre se dormía en los aviones. Carlos la abrazó dejando que la cabeza se apoyase en su hombro. Empezaron los trámites de inmigración. Fueron largos y pesados. Tuvieron que dar una explicación del motivo de su viaje. Al final, pudieron hacerse cargo de su equipaje. Carlos propuso, antes de seguir, cambiar dólares por rands sudafricanos. Era una moneda que podrían utilizar en Botsuana. En la puerta de la salida, les esperaba un “chaqueta roja de Avis” con un cartel con el nombre de Carlos. Pusieron la dirección del hotel en el GPS y se dirigieron al Shumba Valley Lodge. El hotel estaba al lado del aeropuerto de Lanseria, donde les esperaba su avión y la convalidación de la licencia. Era un bonito hotel. Cabañas individuales alrededor de la recepción, restaurante y piscina. Nada más entrar en su cabaña, Estrella se tiró a la cama.

—Estoy muerta...

Carlos abrió la maleta y cogió la carpeta donde guardaba los papeles del viaje.

—Hemos quedado con Nick y Chris. ¡Anda, vamos! Luego nos echamos un rato.

Nick y Chris estaban en la zona del bar. Una peculiar pareja. Nick, alto y desgarbado, con la cabeza gacha. Chris, alta, pelirroja con pecas en la cara, siempre sonriente. En cuanto los vieron se acercaron. Nick y Chris les dieron la bienvenida entrechocando unas botellas de cerveza. Antes de ir al aeropuerto, Chris y Estrella empezaron a hablar como dos viejas amigas. Carlos las miró sorprendido. Hablaban de gente, conocidos de Chris que, por una extraña coincidencia, también conocía Estrella.

—Los conocí en el museo de Chicago. Trabajan allí —dijo Estrella para tranquilizar a Carlos. Y resulta que son muy buenos amigos de Chris.

Nick soltó una fuerte risotada.

—¡Vaya coincidencia! —exclamó.

Decidieron comer juntos en el hotel y después acercarse al aeropuerto para hablar con el responsable de Lanseria. Allí se pusieron en contacto con André, el mánager de la TWR que les explicó todo lo relacionado con su viaje. Quedaron al día siguiente para hacer la convalidación, y Nick les acercó al hotel. Las horas habían transcurrido velozmente. La fatiga se reflejaba en el rostro de Estrella. Carlos le propuso una cena ligera e irse a descansar. Estrella lanzó un murmullo que Carlos interpretó como un “sí”. En la barra del restaurante, tomaron unos sándwiches y se retiraron a su cabaña.

Antes de acostarse, Estrella se duchó. Salió envuelta en una toalla. Carlos tenía dispuesto sobre la mesa un mapa de Sudáfrica que miraba atentamente. Estrella se acercó y le rodeó con sus brazos. La toalla se le desprendió. Tenía el pelo empapado y unas gotas de agua se escurrían por su cuerpo. Notó a Carlos frío.

—¿Qué te pasa? —preguntó Estrella.

Carlos se enderezó y sintió la presión del busto de Estrella en su espalda.

—Te noto distante..., ¿no te apetece?

Carlos se volvió y la miró. Parecía una gata en celo. El pelo pegado y mojado, la piel oscura, los pechos generosos y turgentes. Los ojos brillantes. Todo en ella era una invitación. Estrella se acercó, tomó sus manos y las puso en su entrepierna. Le atrajo hasta la cama donde le desvistió con rabia. Carlos entró en el juego. Acarició sus pechos. Los pezones se endurecieron. Estrella echó la cabeza para atrás. El placer fue surgiendo. Metió sus pezones en la boca de Carlos y le llevó la mano para que le acariciara su pelvis. Cuando estaba a punto de romper, metió la cabeza de Carlos entre sus piernas para que le acariciara el clítoris. Así estuvieron unos minutos. Estrella sintió que el placer se apoderaba de ella y quedó exhausta. En ese momento, tiró de Carlos para que la penetrase. Carlos lo hizo con dureza. Estrella se dejó hacer exigiéndole que se contuviera hasta conseguir un momento único. Cuando llegó, quedaron agotados uno encima del otro. El sueño los acogió.