La novia vestía de rojo - Diana Hamilton - E-Book

La novia vestía de rojo E-Book

Diana Hamilton

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Beschreibung

Cuando Daniel Faber conoció a la amante de su hermanastro, la preciosa Annie Kincaid, supo demasiado bien qué tipo de mujer era. ¡La última vez que se vieron ella se echó a sus brazos! Para mantenerla alejada de su hermanastro, Daniel decidió secuestrar a Annie y convencer a todos de que están teniendo una aventura. Pero su plan tenía un fallo terrible: se dio cuenta de que quería a Annie para él solo... y para siempre.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Carol Hamilton Dyke

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La novia vestía de rojo, n.º 1020 - mayo 2021

Título original: The Bride Wore Scarlet

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-592-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ANNIE KINCAID se moría por que Rupert la llevara a casa; estaba deseando salir de allí. Normalmente le encantaban las fiestas pero por culpa de aquella le estaba empezando a doler la cabeza.

El volumen de la música no era tan escandaloso como en otras fiestas a las que había ido. No tenía la culpa de aquella jaqueca la suave melodía de Vivaldi, ni el murmullo del gran salón.

Se retiró de la cara los gruesos mechones rizados de cabello trigueño que se le habían soltado del moño que tanto le había costado hacerse y notó cómo un par de horquillas se le resbalaban del pelo y caían en la maravillosa alfombra persa.

–Deberías hacerte uno de esos cortes modernos –le había dicho Rupert un día–. Lo llevas demasiado alborotado y te hace cara de niña boba y no de profesional de los noventa.

Esa era una de las muchas quejas que se habían ido amontonando, hasta que la noche anterior el montón se había convertido en una gran montaña.

Habían estado en su apartamento ultramoderno de Marylebone, de muebles fabricados en acero y cuero y suelos de parqué, cenando unos platos muy exóticos que él había encargado a un tailandés muy elegante que había en la esquina. Nunca la dejaba que le preparase nada, cosa que a ella la molestaba, ya que la cocina se le daba bien. Disimuladamente había mencionado el tema de los niños.

–Me encantaría tener familia numerosa. Bueno –corrigió, viendo cómo de pronto Rupert fruncía el ceño–. Al menos tres; yo no he tenido hermanos ni hermanas. Después de la muerte de mis padres, me crió una tía soltera, que era la única pariente que me quedaba. La tía Tilly pensaba que a los niños raramente se les debía ver y jamás, y por esa sí que no pasaba, oír.

Le había quitado importancia al hecho de haber pasado una niñez solitaria y sin amor para que Rupert quitara la mala cara.

Pero el gesto de su apuesto rostro no hizo más que acentuarse.

–No digas tonterías, Annie. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinticuatro? Tienes una profesión en la que pensar…

–Una secretaria –lo interrumpió–. Eso es todo lo que soy.

No quería ser una mujer de carrera. Sólo deseaba ser madre, formar y mantener una gran familia.

–Si lo intentaras, podrías ascender –le había comentado Rupert– Si dejaras esa empresa de pacotilla con la que estás… Vete a otra empresa e intenta conseguir el puesto de secretaria de dirección. Por cierto, se va a producir una vacante en el departamento de investigación en el banco. Podría conseguirte una entrevista y quizá utilizar mis influencias. Trabaja duro y podrás llegar a conseguir una posición mejor, mucho mejor. Lo único que te impide progresar es tu actitud.

Le había servido un poco más de vino. ¿Es que había pensado que eso la ablandaría, que la haría más afable?

–Si los dos trabajamos cuando estemos casados, podríamos llevar un tren de vida aceptable. No tengo intención de ser el único que contribuya a la economía familiar, trabajando duramente para pagar las facturas y el colegio de los niños. Piensa en lo del empleo en el banco. En cuanto a lo otro –se había encogido de hombros, despreciando así sus necesidades–, tenemos al menos quince años por delante para pensar en tener hijos.

Le había pasado la botella de vino, esbozando una de sus encantadoras sonrisas. La misma sonrisa que la había impresionado tanto cuando lo había conocido unos meses atrás.

La noche anterior no había ido bien. En realidad, hacía ya semanas que su relación no iba bien. Por eso le había dolido la cabeza e igualmente se había mostrado apática, sin ganas de conocer a gente nueva como era su costumbre.

Suspiró y recordó cómo había explotado, diciéndole que no quería trabajar en un banco de retrógrados hasta que tuviera al menos cuarenta años. También le había dicho que, si iba a permitirle que tuviera un hijo a esa edad, entonces estaría preparándose para recibir la pensión de jubilación cuando el niño fuera adolescente.

¡No quería ser una mujer de carrera con un corte de pelo moderno y masculino!

Le había llamado machista, egoísta y muchos otros calificativos más que ni siquiera imaginaba que estuvieran en su vocabulario. Después de todo eso, se había marchado hecha una furia.

Y no habría ido con él a la fiesta de esa noche de no ser porque él la había llamado al trabajo, a su despreciable trabajo, se recordó a sí misma, y se había disculpado.

–Annie, siento lo de anoche. No debería imponer mis opiniones sobre ti. Te quiero como eres, incluso cuando decides llevarme la contraria. Te sugiero que hablemos de esto tranquilamente. Podemos ir a mi casa después de la fiesta y arreglar todo como seres civilizados.

Con lo enfadada que estaba con él y pensando que su compromiso era un terrible error, se le había olvidado que el jefe de departamento de Rupert celebraba una gran fiesta para celebrar su próxima jubilación.

Se preguntó si se habría molestado en llamarla de no haberse celebrado la fiesta, y terminó de convencerse cuando su novio continuó diciéndole:

–Edward ha invitado a toda la plantilla, a nivel ejecutivo, por supuesto, con sus respectivas parejas. La mayoría están casados. No sería muy positivo para mi carrera profesional si no aparezco y, como todos saben lo de nuestro compromiso, esperarán verte allí. Al presidente le gustan los matrimonios estables y supongo que le pasará lo mismo con los compromisos.

No le importaba lo más mínimo lo que pensara el presidente. Pero sí que le importaba Rupert, y a pesar de haber llegado a la conclusión de que su compromiso era un error, no iba a hacer nada que le perjudicase a él o a su carrera.

Por eso se había mordido la lengua cuando él le comentó que se tomara la tarde libre, fuera a la peluquería y se comprara un vestido nuevo.

–Cómprate algo sofisticado, no se te ocurra ir con uno de esos atrevidos vestidos que tanto te gustan. Algo que te haga justicia, pero no demasiado provocativo.

Sólo por bien de Rupert había accedido a estar lista a las ocho, hora en que él iría a buscarla al apartamento en Earl’s Court que compartía con su mejor amiga, Cathy.

En esos momentos, Annie deseó no haber ido a la fiesta, o que Rupert apareciera y la llevara a casa inmediatamente.

Nadie hablaba con ella. La mayoría de los invitados era gente muy estirada. Además, algunas mujeres la miraban con desaprobación. Le apetecía sentarse con Rupert a hablar de su futuro tranquilamente y en privado.

Tomó un vaso de vino blanco de uno de los camareros que circulaban por el salón. Rupert la había abandonado al poco de llegar, prefiriendo charlar con sus colegas que estar con ella.

¿O sería acaso por el vestido que llevaba? ¿Sería su obstinación por ponerse lo que ella quería y no lo que él la ordenara la responsable de que él la ignorara?

Le gustaba llevar seda roja; era su tela y su color favoritos. La parte de arriba tenía un escote bajo que marcaba ligeramente sus generosos pechos sin enseñar demasiado. La falda corta le daba una sensación de libertad que no encontraría jamás en los vestidos negros ajustados, que como un uniforme, llevaban las demás.

El color rojo oscuro la favorecía enormemente. Tenía el cabello rubio y sus ojos azul violeta estaban enmarcados por pestañas y cejas oscuras.

Le había costado varias horas arreglarse el indómito cabello; no se lo cortaría, ni por Rupert ni por nadie. Pero en ese momento se le estaban cayendo las horquillas que tanto trabajo le había costado ponerse.

Se sentía deprimida, cosa rara en ella. Se bebió el refrescante vino, en parte para tener algo que hacer y en parte para consolarse. Enseguida se le subió a la cabeza, y Annie recordó que no había probado bocado desde que almorzara una ensalada.

¿Dónde diablos estaba Rupert?

Paseó la mirada por el nutrido grupo que llenaba el espacioso salón del apartamento de Hampstead, uno de los barrios más lujosos de Londres, buscando la alta figura de anchos hombros de su prometido. La mayoría de los hombres iban de esmoquin y parecían todos iguales, con la diferencia de que unos eran más bajos y otros más gordos, pero ninguno más alto que Rupert.

Sin embargo le resultaba difícil ver, pues la estancia estaba llena de humo y de gente moviéndose y reuniéndose en grupos. Además de todo eso, los ojos no parecían funcionarle demasiado bien y de repente veía doble.

No sabía si tenía que ir a la óptica, si las luces eran demasiado tenues o si las copas de vino que se había tomado sin pensar le habrían sentado mal. Fuera lo que fuera, de pronto sintió la urgente necesidad de encontrarlo, hacer las paces con él y volver a sentir la sensación de júbilo que le proporcionó el sentirse necesaria para alguien, cuando él le pidió en matrimonio.

Entonces lo vio. Su imponente y elegante figura se deslizó por las cristaleras que alguien habría abierto para ventilar la habitación.

Dejó la copa de vino vacía sobre una mesita y se dispuso a atravesar la pieza, pasando entre la gente. Sin querer, se chocó con una mujer delgadísima y enfundada en un vestido de seda negro, con collar de perlas y expresión avinagrada.

Annie sonrió y se disculpó profusamente. Continuó su camino con un solo objetivo en mente: encontrar a Rupert y decirle que sentía los insultos que le había dicho la noche anterior. Seguramente no querría cambiarla, ni que se transformara en otra persona. ¿Acaso no le había dicho que la amaba tal y como era?

Quizá si pudiera convencerlo de que sus críticas constantes estaban estropeando la relación, entonces podrían salvar sus diferencias. A Annie le gustaba sentirse querida y deseada; no había recibido demasiado amor durante su infancia.

Ya era hora, pensaba mientras atravesaba la cristalera abierta, de que intentaran rescatar lo que últimamente parecían haber perdido en su relación.

Salió a una terraza enlosada. Él estaba de pie al final de la misma, y Annie sólo fue capaz de distinguir una silueta negra recortándose contra el oscuro cielo de diciembre. Era una noche fría y sin estrellas, demasiado fría para estar allí de pie.

Annie aspiró profundamente y atravesó la terraza corriendo para lanzarse a sus brazos.

 

 

Daniel Faber salió a la terraza con las manos embutidas en los bolsillos de sus estrechos pantalones y caminó hasta el extremo de la balconada.

Necesitaba salir del salón. Hacía demasiado calor y había demasiada gente. El frío aire de la noche invernal era precisamente lo que le hacía falta. Aspiró profundamente, llenando los pulmones y soltando un poco los hombros bajo el esmoquin de seda. Enseguida se sintió algo más relajado.

Además, al abandonar el salón quizá los demás pudieran empezar a divertirse. No podía ser fácil relajarse con el presidente entre ellos. Sobre todo pensando en que no podían opinar ni hacer apuestas delante de él. Todo el mundo estaba deseando enterarse de quién ascendería a la vacante de Director de Proyectos cuando Edward Ker se jubilara después de Año Nuevo.

Los dos únicos aspirantes viables eran Rupert Glover y Andrew Makepeace. Glover, pensaba él, tenía un instinto más depurado y una impecable trayectoria en el banco. Pero Makepeace era más constante en su trabajo, cualidad también muy importante, y tenía mujer e hijos. Los hombres de familia trabajaban bien.

Glover era harina de otro costal. Hasta había tenido fama de conquistador, con una larga lista de chicas que habían pasado por su cama.

Pero hacía unos meses había anunciado su compromiso sorprendiendo a todo el mundo. Su secretaria personal se lo había contado, ya que él insistía en mantenerse al corriente de todos los cotilleos dentro de la empresa para saber cómo llevar a sus trabajadores.

Se había hecho cargo de los comentarios de su secretaria: que el regalo de un anillo de compromiso había sido probablemente la única forma de llevarse a la chica a la cama y que el compromiso en cuestión duraría no más de una semana.

Pero ya duraba tres meses. Parecía como si Glover hubiera decidido que ya se había corrido bastantes juergas. Además, al ver a la prometida en cuestión aquella noche, lo entendió bien.

Glover no se la había presentado, pero Daniel preguntó a unos cuantos y se enteró de que la sorprendente belleza de rojo, que sobresalía como una vibrante amapola oriental entre los sobrios colores de las demás mujeres, era la fabulosa prometida de Glover. Al verla comprendió por qué el joven Rupert lo había mantenido en secreto.

Era una pena que hubiera intentado alisarse, aunque sin mucho éxito, la gloriosa cabellera de vaporosos rizos. Tenía los labios rojos en forma de corazón, pequeños y gordezuelos, y los ojos del color de las violetas. Y qué decir de aquella espléndida y voluptuosa figura, resaltada por ese vestido de seda rojo tan sexy. Era una combinación que haría a cualquier hombre pensar en ardientes noches de pasión y una casa llena de bebés.

Se sonrió con arrepentimiento ante sus lujuriosos pensamientos y sus dientes brillaron en la oscuridad.

Con una mujer así como esposa, Glover no se apartaría del buen camino, por lo que sus probabilidades de ascenso iban en aumento.

Y quizá fuera el momento de que él siguiera sus propias reglas y formara también una familia. Ya tenía treinta y seis años, y tal vez iba siendo hora de hacer algo al respecto. Estaba seguro de que sus padres se alegrarían mucho. El problema era que aún no había conocido a una mujer con la que quisiera pasar el resto de su vida.

Empezó a notar el frío de la noche a través de la ropa. Se quedaría en la fiesta de Ker unos veinte minutos más y luego se iría. Y si lograba llegar hasta la maravillosa prometida de Glover sin que le asaltaran un montón de aduladores, se presentaría para averiguar si su voz era tan sensual y excitante como su aspecto.

Se volvió para regresar al salón y se paró en seco. ¡Hablando del rey de Roma!

Con la tenue luz proveniente del salón vio que la prometida de Glover se detenía un instante. El viento refrescante le levantó un poco la falda de fina tela, un remolino de seda rojo, mostrando aún más aquellas interminables y torneadas piernas y un breve vistazo de unas provocativas braguitas color rojo.

El deseo creció en sus entrañas, pero se controló. Si lo excitaba ver un par de muslos bien formados y separados por un intrigante triángulo rojo, ya era hora de que sentara la cabeza, se decía a sí mismo.

El rojo pasión. El color del peligro.

Pero aún le quedaba por descubrir lo peligroso que podía resultar cuando la chica corrió hacia él sobre unos tacones altísimos y dejó caer aquel cuerpo lleno de curvas encima de él.

Su perdición llegó en forma de seda roja, un perfume embriagador y un montón de suave cabello rubio. Aquel dulce cuerpo se apretó contra el suyo y, en la delicia del momento, se vio abrazándola, sintiendo de pronto que la cabeza le daba vueltas.

Sintió el acelerado latido de su corazón bajo los sensuales y turgentes senos, que estaban apretados contra su musculoso pecho. Sintió el calor de su vientre pegándose al suyo e inmediatamente notó como se excitaba con una rapidez asombrosa. Cuando ella le echó los brazos al cuello y lo agarró de la cabeza para que la besara, Daniel sintió que perdía el control.

No necesitó discutir con ella. Cuando su boca localizó sin errar sus labios húmedos y carnosos, el instinto fue más fuerte que el pensamiento que le recordaba que aquella era la prometida de Glover.

Las febriles caricias de ambos, la sutil exploración, la humedad y dulzura de su boca, aquellas esbeltas y finas manos moldeando su cabeza y sus propias manos moviéndose instintivamente para tomar lo que tanto ansiaba lo llevaron más allá de la cordura. El glorioso peso de su cuerpo y la turgencia de esos senos que literalmente se restregaban contra las afanosas palmas de las manos hicieron que su imaginación explotara en salvajes y psicodélicos diseños luminosos.

Aquella era una mujer auténtica, sin domar. Y él la deseaba, allí mismo y en ese momento, más y más.

Los sinuosos movimientos de su cuerpo le hicieron estremecerse con un deseo feroz y desesperado. Pero entonces el breve chillido que dio ella, casi como de susto, le devolvieron el control para disminuir las caricias, para gobernar las ansias de descubrirle los senos hinchados por el deseo y succionarlos.

Aquellas manos le empujaban el pecho. De pronto la luna salió de detrás de una nube y vio un par de ojos oscuros llenos de sorpresa.

Por un momento, el cuerpo de la mujer se estremeció entre sus brazos; luego, se volvió y alejó de allí con la misma velocidad con la que se había acercado. Y así lo dejó durante los diez minutos siguientes para que recuperara la compostura.

Tenía treinta y seis años y había reaccionado como un chiquillo de dieciséis cuando ella lo besó. Parecía que su cuerpo le estaba intentando decir algo, como por ejemplo que ya iba siendo hora de que iniciase una relación estable, preferiblemente para acabar en matrimonio.

Y lejos de envidiar al joven Glover por su elección, se compadeció de él. ¿Qué demonios pensaba aquella joven que estaba haciendo? ¿Le había ofrecido su fabuloso cuerpo para que ascendiera a su prometido a jefe de departamento con la esperanza de poder echar mano a un sueldo sustancioso?

Aquella mirada de sorpresa en sus encantadores ojos debía de haber sido el reconocimiento de que ambos estaban llegando a un punto sin retorno. No le cabía la menor duda de que ella estaba preparada para él. No tenía demasiada experiencia, pero la suficiente como para reconocer las señales cuando las veía.

¡En realidad se compadecía del pobre diablo!

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HASTA que se desviaron de la autopista a la altura de Swindon y tomaron aproximadamente una dirección noroeste hacia Herefordshire, Annie se sentía bien, estaba disfrutando del viaje y de las cálidas caricias del sol matinal.

Mark Redway, su jefe, conducía maravillosamente su MG descapotable y la había recogido al amanecer en su apartamento para evitar el inevitable atasco que conllevaba el principio de tres días de vacaciones.

Le encantaba sentir la suave brisa entre sus cabellos y el suave calor del final del verano acariciándole los brazos y la cara.

Pero…

–Empiezo a tener un poco de miedo.

–¡No me digas! –Mark sonrió mostrando su blanca dentadura y la miró brevemente con sus ojos color avellana–. Además, tú has accedido a venir. Todos te esperan y están deseando conocerte.

–Para empezar, eso no es cierto –objetó, preguntándose en qué momento de locura había accedido a secundar su disparatado plan–. Me refiero a lo que has dicho sobre que tus padres están deseando conocerme. Tus pobres padres estarán temiendo tener que aguantarme durante tres días y me van a odiar nada más verme. Me contemplarán como una amenaza a sus planes de verte llevar al altar a la pobre Enid. Y ella, la pobre chica, se va a quedar totalmente destrozada.

–¡Y no te olvides de incluir a mi hermano mayor en la lista de todos los pobrecitos que se van a quedar sin habla al ver lo guapa que eres! –se estaba riendo de ella abiertamente–. Es nuestro objetivo, no lo olvides.

¡Como si pudiera! El problema era que Mark era demasiado persuasivo para ella.

–Mete suficiente ropa despampanante –le había dicho Mark.

Y así lo había hecho. Le encantaba la ropa bonita y podría ponerse lo que quisiera en ese momento, ya que Rupert no estaba allí para desanimarla con su desaprobación.

Para el viaje había escogido una par de pantalones cortos de seda azul china, con una blusa sin mangas a juego que se ataba justo debajo del pecho. Le encantaban las nuevas sandalias de plataforma y las gafas de sol grandes y redondas.

Suspiró acongojada mientras Mark detenía el automóvil en el patio delantero de una posada de la carretera cubierta de hiedra.

–Desayunemos. Te ayudará a tranquilizarte. Y después, si todavía tienes miedo, te llevaré directamente de vuelta a Londres.

Puso cara de que lo decía en serio. Lo siguió por el camino empedrado sintiéndose mal porque se lo había prometido, ¿no era así? No le gustaba defraudar a la gente y nunca lo hacía si podía evitarlo. Pero no podía evitar compadecerse de Enid, que estaba enamorada de él, y de sus padres, que tenían tantas ganas de que sentara la cabeza.

Annie no había pensado que pudiera probar bocado, pero después de saborear el delicioso beicon frito con huevos revueltos se dio cuenta de que ni siquiera el sentimiento de culpabilidad podía quitarle el apetito.

Y el café estaba muy bueno. Mark sirvió una segunda taza a cada uno y dijo:

–Contémplalo desde mi punto de vista. Yo no le pedí a Enid que se enamorara de mí ni que se sacrificara por mí, como dice mi madre. Tiene tu edad y nunca ha tenido novio; supongo que por eso me hace sentirme culpable. ¡Aunque, maldita sea, no debiera!

Tenía un aspecto tan lúgubre, que Annie no podía evitar compadecerse. Hacía sólo una semana, después de un día terrible en la central de su empresa de exportación e importación de la calle Threadneedle, que la había invitado a casa de sus padres a pasar aquel fin de semana largo de agosto. Coincidía con el cumpleaños de su madre y, como en cualquier reunión familiar, le había contado con resignación, Enid Mayhew estaría allí, observándolo con adoración y siguiéndolo a todas partes como si fuera un perrito faldero.

Era la hija de los vecinos y estaba enamorada de él desde que llevaba trenzas y aparato en los dientes. Y toda su familia, incluida la madre de Mark, pensaba que Enid era la mujer apropiada para él.

–Si apareces allí como invitada mía, con ese cuerpo que tienes y vestida para dejarlos a todos sin aliento, quizá comprendan el mensaje –le había dicho– y me dejen hacer mi vida. Los quiero muchísimo, pero quiero que me dejen tranquilo. ¡Estoy harto de que no hagan más que hablarme de Enid!

No le había parecido demasiado pedir en ese momento, pero ya de camino, mientras saboreaba el fuerte y oscuro brebaje y viéndolo tan decaído, se le ocurrió preguntarle:

–¿Y qué te parece Enid… como persona?

Al principio puso cara de no entender la pregunta, luego se encogió de hombros.

–Es agradable; yo le tengo mucho cariño. Cuando se olvida de la fijación que tiene conmigo, puede llegar a gustarme su compañía. Pero –dejó la taza de café sobre la mesa– eso no quiere decir que quiera que esté amarrada a mí como si fuera un ancla. Quiero volar alto.

Ya lo había hecho, pensaba Annie, pero prefirió no decir nada. Su negocio no era uno de pacotilla, como Rupert lo había llamado. El negocio iba muy bien e, irónicamente, dos meses después de romper su compromiso, la asistente personal de Mark se había marchado para montar una asesoría de relaciones públicas y había sido elegida para ocupar su puesto con un salario mucho mayor.

Por lo que parecía que, sin ni siquiera intentarlo, se había convertido en lo que Rupert había querido: una mujer de carrera. Y había aparcado todos sus planes de casarse y formar una familia de momento.

No dejaría que ningún hombre entrase en su vida hasta que no supiera a ciencia cierta que sus objetivos era los mismos que los de ella.

No permitiría que otro hombre se acercara a ella hasta que encontrara uno que lograra volverla loca igual que…

Pero no quería pensar en eso, porque cada vez que lo hacía se ponía a temblar de vergüenza, todo ello junto a una incómoda explosión de hormonas.

Al descubrir que el extraño sobre el cual se había tirado no era otro que Daniel Faber, el presidente del banco, se había puesto histérica. Eso, unido a las críticas de Rupert durante el camino a su casa sobre lo inapropiado del vestido, el pelo revuelto y el hecho de que se hubiera quedado en un rincón toda la noche, había sido sencillamente lo que había necesitado para decirle que saliera de su vida para siempre.

Así que comprendía por qué Mark quería que su familia lo dejara en paz. A nadie le gustaba sentirse obligado a encajar en un molde que no le gustaba.

–Supongo que debería haber dicho que no podía venir –dijo Mark sombríamente–. Inventar alguna excusa. Pero a mamá le sentaría fatal que Dan o yo no estuviéramos con ellos el día de su cumpleaños. Quiero demasiado a esa vieja entrometida como para engatusarla con una mentira y un ramo de flores de Interflora.

Cualquier hombre que se portara bien con su madre tenía su apoyo, pensó Annie. Y, además, sabía lo terrible que podría resultar cuando la gente intentaba que te convirtieras en alguien que no podías ser.

Annie se levantó de la mesa y se alisó los pantalones cortos de seda que caían sobre sus redondeadas caderas.

–Estoy lista, ya se me ha pasado. Cuéntame algo acerca del condado donde naciste. Todo lo que sé de Herefordshire es que está repleto de casas de estilo Tudor.