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Redescubiertos en los años 1960, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y (en menor medida) la «Pequeña historia de la fotografía» han alcanzado el estatuto de clásicos y se han convertido en referencia insoslayable en los campos de la reflexión estética, la filosofía de la imagen, la teoría de los medios o los estudios culturales de las últimas décadas. Sin embargo, como apuntan los editores del volumen en su iluminadora introducción, sólo en conjunción con las reflexiones del propio Walter Benjamin sobre la ruptura de tradición y las transformaciones de la experiencia, así como con la vivencia epocal de su generación, marcada por la Gran Guerra, y la necesidad de responder al auge del fascismo en Europa también en los terrenos de la cultura y el arte, es como se puede abarcar cabalmente el sentido de estos textos. Además de estas dos piezas seminales, completan el libro los ensayos «Carta de París II: Pintura y fotografía» y «Experiencia y pobreza», que aporta agudísimos atisbos respecto a la relación entre el desarrollo tecnológico y la experiencia humana. Edición y traducción de Jordi Maiso y José Antonio Zamora
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2021
Walter Benjamin
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas
Edición y traducción de Jordi Maiso y José Antonio Zamora
Índice
Estudio introductorio, por Jordi Maiso y José Antonio Zamora
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas
Experiencia y pobreza
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica
Pequeña historia de la fotografía
Carta de París [II]. Pintura y fotografía
Relación de fotografías y créditos fotográficos
Estudio introductorio
«Un equilibrio entre el ser humanoy su sistema de aparatos».Arte, técnica y experiencia en Walter Benjamin
I. Claves de aproximación
Desde que fueran redescubiertos en los años sesenta del pasado siglo, los escritos de Walter Benjamin sobre la fotografía y el cine han hecho una fulgurante carrera. Si bien el propio Benjamin nunca gozó de la aceptación de la cultura oficial, hace décadas que ensayos como «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» y –en menor medida– la «Pequeña historia de la fotografía» han alcanzado el estatuto de clásicos. Se trata de textos que han marcado la reflexión estética, la filosofía de la imagen, la teoría de los medios o los estudios culturales de las últimas décadas, llegando a ser una referencia insoslayable en estos campos. Hoy son parte indiscutible del canon académico. Cuestiones como la reproductibilidad de la imagen, el diagnóstico de la pérdida del aura o el supuesto reconocimiento de un potencial emancipador en el arte de masas se han convertido casi en lugares comunes, están entre las referencias culturales que toda persona con cierta formación debe conocer. Por supuesto, eso no implica que sus análisis hayan sido adecuadamente comprendidos o que sus implicaciones hayan calado entre los lectores. De hecho, los textos de Benjamin son exigentes y a menudo enigmáticos. Sin un cierto conocimiento de las discusiones en las que se enmarcan resultan difícilmente inteligibles, y eso los ha expuesto a frecuentes malinterpretaciones. Una de las más extendidas, ya convertida en cliché, acostumbra a contraponer la figura de Benjamin a la de su amigo Theodor W. Adorno. Mientras que este último aparece como el prototipo del crítico apocalíptico de la cultura que denosta la cultura de masas, Benjamin encarnaría la figura del intelectual visionario que es capaz de detectar precozmente el potencial emancipador de los nuevos medios. Esa narrativa es sin duda eficaz y socorrida, pero falsifica tanto la relación entre ambos autores como los planteamientos de cada uno de ellos. Como ya se ha señalado oportunamente (Maura, 2013: 17), quien sólo quiera ver en Benjamin al azote de los detractores de la cultura de masas no podrá hacer justicia a sus posicionamientos.
Parte de la dificultad para hacerse cargo de la singular complejidad de los análisis de Benjamin tiene que ver con la departamentalización actual del pensamiento en disciplinas académicas. La recepción mayoritaria ha tendido a ubicar su alcance en el ámbito de la estética y la teoría de los medios, y en menor medida también en la órbita de los estudios culturales. Se acude a ellos en virtud del potencial de Benjamin para abrir una interpretación fructífera de la fotografía, el cine y el arte de masas, iluminando cómo estos fenómenos habrían alterado la comprensión de las artes plásticas y la cultura. Sin duda, la importancia de las contribuciones de Benjamin en este sentido es difícilmente cuestionable. Tampoco es en absoluto descabellado ubicar estos escritos, con su énfasis en las transformaciones históricas de las formas de percepción, en el marco de sus esfuerzos por desarrollar una estética materialista (Palmier, 2010: 359). Pero quien solo atiende a esta dimensión corre el riesgo de pasar por alto el nervio vital del que se nutren estos escritos. El verdadero alcance de sus reflexiones solo sale a la luz si se pone en relación con otros elementos y análisis de la comprensión benjaminiana de la modernidad. En efecto, solo en conjunción con sus reflexiones sobre la ruptura de la tradición, las transformaciones de la experiencia o la inervación de la técnica puede entenderse su interés por la fotografía y el cine, así como su capacidad de vislumbrar un potencial emancipador en el arte de masas, que en el seno de unas circunstancias históricas bien precisas los convertía en objeto propicio para una toma de posición política.
En este sentido, la canonización de estos escritos choca con su peculiar carácter, que en ningún caso puede confundirse con el de textos académicos al uso. En primer lugar, porque tienen un componente tentativo y experimental. En ellos Benjamin no se pliega al «sentido común» de la época, sino que se muestra consciente de que la comprensión de los fenómenos que analiza requiere parámetros nuevos. Los cambios a los que hace frente ya no pueden entenderse desde las viejas coordenadas. La fuerza de sus análisis viene precisamente de su esfuerzo por elaborar conceptos y herramientas que permitan sondear el alcance de las transformaciones históricas y calar sus implicaciones; pero de ahí viene, a su vez, el carácter sumamente expuesto de sus posicionamientos, que en ocasiones arriesgan más de lo necesario y no siempre aciertan. Sin duda, la asunción de esos riesgos responde a que, al escribir estos textos, Benjamin no tenía en mente la fundamentación de campos disciplinares y tampoco se dirigían a un público académico. Más bien al contrario. Estos escritos son, ante todo, textos de combate, en los que Benjamin se dirige con nitidez y sin ambigüedades contra la noción entonces dominante de arte y de cultura. En algunos casos –ante todo en «Experiencia y pobreza»– casi habría que leerlos como manifiestos, en claro paralelismo con las declaraciones programáticas de los movimientos de vanguardia (Lindner, 2011a: 453), y en otros –como el ensayo sobre «La obra de arte»– habría que tomarlos en consideración como «un conjunto de tesis militantes a las que define más su valor táctico y polémico que su validez como descripción empírica» (Hansen, 2011: 142). En definitiva, estos textos solo se abren a la comprensión cuando se entienden como tomas de posición en disputas cruciales del pasado siglo. Lo que estaba en juego no era solo una comprensión de las especificidades de los nuevos medios, ni únicamente el debate de lo que éstos implicaban para la transformación histórica de la noción de arte, sino la urgencia por movilizar las fuerzas del arte, la cultura y la experiencia para hacer frente al avance del fascismo.
En efecto, si los escritos que aquí presentamos intervienen en el campo de la estética, la cultura y el arte es porque lo consideran un frente más –y no estrictamente secundario– de las disputas epocales entre emancipación y barbarie. Estos escritos nos sitúan de lleno en un momento histórico en el que las perspectivas de transformación emancipadora de la sociedad se alejaban del horizonte de lo posible a la vez que la barbarie comenzaba a irrumpir con toda su crudeza. Ese horizonte había marcado ya el acercamiento de Benjamin al surrealismo y a la obra de Bertolt Brecht. Si ahora se apela a la técnica, a las masas y se movilizan los recursos del materialismo histórico –de un modo bien distinto a como ya por entonces lo entendía el discurso oficial de la política cultural soviética– es con el propósito de responder al imparable auge del fascismo en Europa. Esa batalla, para Benjamin, también se daba en el terreno de la cultura y el arte. Pero conforme se adentra en los años treinta y se va haciendo patente una situación cada vez más desesperada, va resultando cada vez más difícil librar ese combate con los meros medios del arte. A esa situación de urgencia, cada vez más acuciante, responde su famosa dicotomía entre la estetización de la política y la politización del arte al final del ensayo sobre «La obra de arte», pero también su preocupación por clarificar el estatuto de la «imagen útil», su rechazo de la dimensión cultual del arte o su énfasis en los potenciales de la recepción distraída. Sin embargo, estos momentos no pueden explicarse a partir de sí mismos. Su base no es puramente estética, sino que requiere ampliar el foco para atender a una constelación epocal marcada por la violenta irrupción de la técnica y la amenaza de una nueva guerra en la que pudiera liberarse todo su potencial destructivo, la creciente orientación de la realidad a las masas visible tanto en la producción fordista como en los desfiles nazis, la crisis de las viejas coordenadas políticas y culturales, la transformación de las formas de vida y una abrupta modificación del modo en que los seres humanos se relacionan con su entorno natural, icónico y social; en definitiva: una transformación radical de las condiciones de experiencia que iba a tener repercusiones sociales, políticas y antropológicas de amplio calado. Solo desde este trasfondo se revela el verdadero sentido y alcance de los planteamientos de Benjamin en estos escritos.
Por ello el presente volumen incluye, junto a los textos canónicos de «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» (1936)1 y «Pequeña historia de la fotografía» (1931), dos textos menos conocidos. El primero de ellos, «Carta de París II: Pintura y fotografía» (1936), escrito en el exilio parisino y en principio concebido para la revista Das Wort, no llegó a ser publicado y permaneció inédito en vida de Benjamin. Su temática, centrada en las disputas sobre el carácter artístico de la fotografía y sus controversias con la pintura, presenta numerosos puntos de contacto con los dos textos principales. Pero resulta especialmente relevante que su posicionamiento, impulsado por la necesidad de plantar cara a las posiciones del fascismo en materia artística, permita iluminar el tenor político –en este caso más latente– de los análisis de la «Pequeña historia de la fotografía». Por todo ello, su inclusión en el presente volumen no requiere ulteriores explicaciones. Menos evidente, en cambio, puede resultar la inclusión de un texto como «Experiencia y pobreza» (1933), que en principio no tiene una relación directa con el cine, la fotografía o las artes plásticas. Pese a todo, este breve ensayo arroja una luz fundamental sobre las problemáticas de largo alcance que subyacen al resto de escritos. En él se marca de forma inequívoca el diagnóstico de un umbral de época, se señala lo que está en juego en las disputas históricas y el alcance de sus implicaciones, y Benjamin opta por una toma de posición claramente definida. El texto centra su análisis en una transformación fundamental de las condiciones de experiencia y de relación con el mundo. Benjamin no duda en hablar aquí de una «pobreza de experiencia», marcada por la creciente prepotencia del aparato socio-técnico sobre el «diminuto y frágil cuerpo humano» (infra, 54). Ahí se anunciaba una transformación que parecía abocar a barrer del mapa las formas precedentes de cultura y volver a comenzar de cero. Eso suponía sin duda una pérdida, pero abría a su vez la posibilidad de disputar la nueva configuración de la experiencia, que iba a marcar el modo en que los seres humanos se relacionarían entre sí, así como con su entorno natural y socio-técnico. Ahí es donde los nuevos medios artísticos podían tener un papel destacado, ya que eran medios intrínsecamente tecnológicos que respondían a transformaciones perceptivas de amplio calado y podían apelar de un nuevo modo a las masas.
Sin duda, esta temática ha dado lugar a una bibliografía ingente, y entre las numerosas publicaciones existen comentarios y análisis que pueden ser de gran utilidad. Sobre el ensayo de «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica» destacan los trabajos de Miriam Hansen (2011: 139 ss.), Robert Hullot-Kentor (2006), Esther Leslie (2000: 130 ss.), Burkhardt Lindner (2011b), José Manuel Romero (2019) y Detlef Schöttker (2007); sobre «Pequeña historia de la fotografía», los ensayos de Carolin Duttlinger (2008), Rolf H. Krauss (1998), Esther Leslie (2015) y Jessica Nitsche (2010). A continuación intentamos ofrecer por nuestra parte algunas claves de lectura que pueden facilitar el acceso a estos escritos. Con ello no aspiramos a entrar en la exégesis de cada uno de los textos, sino más bien a presentar una serie de problemas y temáticas que espera contribuir a una adecuada lectura de los mismos.
II. Una nueva pobreza: La experiencia en la era de la técnica
Benjamin es un autor especialmente sensible a la importancia de las transformaciones históricas. Su pensamiento no tardó en registrar la conmoción que suponían las innovaciones técnicas, la vida en las grandes ciudades, la producción en masa o la guerra tecnificada en la configuración de la existencia moderna. Esos cambios afectaban de lleno a los presupuestos de las formas tradicionales de experiencia y relación con el mundo. Pues los modos de percepción y experiencia no son solo un elemento condicionado por la naturaleza, y mucho menos una invariante que se mantiene inalterada a lo largo de la historia. La propia organización de la sensibilidad humana responde a configuraciones sociales que se transforman históricamente, y con ellas varía también la relación de los seres humanos con su entorno natural, social y simbólico. A lo largo del siglo XIX, los cambios que introducen el avance de la sociedad industrial, los procesos masivos de urbanización y la progresiva tecnificación de la vida van socavando los cimientos sobre los que se había sostenido la forma tradicional de elaboración y transmisión de la experiencia. Si el descubrimiento de los medios de transporte modernos –ante todo el ferrocarril, el coche y el avión– había transformado la relación con el espacio, la fotografía y el cine iban a transformar también la configuración de la percepción visual, así como la propia experiencia del tiempo (Leslie, 2000: 42). Para Benjamin, la suma de estos cambios abría una brecha insalvable entre la cultura tradicional y la experiencia humana moderna, que ya no podía orientarse acudiendo a aquella. Su pensamiento no tarda en percibir las implicaciones de largo alcance de estas transformaciones. El problema de la constitución y la erosión de la tradición, que trastoca las coordenadas precedentes de la experiencia –centradas en la capacidad de narración, en el saber y el conocimiento como algo que se va adquiriendo a lo largo de la vida para luego transmitirlo a generaciones venideras, lo que presupone a su vez cierta continuidad y estabilidad en las formas de vida–, va a ser el foco de muchas de sus reflexiones a lo largo de los años treinta.
En el centro de esa problemática destacan las escasas páginas que componen el texto de «Experiencia y pobreza». En él Benjamin adopta una posición poco habitual en sus escritos. Desde sus primeras frases, el texto habla desde un «nosotros» que sitúa el problema en coordenadas generacionales. Benjamin remite aquí a «una generación que, entre 1914 y 1918», ha vivido «una de las experiencias más atroces de la historia universal». En este sentido resulta difícil exagerar el alcance traumático de las vivencias de la Gran Guerra; sus «batallas de material» señalan de forma inequívoca un cambio de época. Pues esa generación, «que aún había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos», se encontraba de repente con una realidad en la que «todo salvo las nubes había cambiado» (infra, 54). En otros textos Benjamin se había referido a la vivencia de la Guerra Mundial como una explosión de «masas humanas, gases, fuerzas eléctricas arrojadas al campo abierto, corrientes de alta frecuencia que atravesaban el paisaje, nuevos astros que se alzaban en el cielo, el espacio aéreo y las profundidades marinas bramaban con el estruendo de las hélices y por todas partes se cavaban fosas de sacrificio en la madre tierra» (Benjamin, 1928: 147 [87s.])2. Se trata de una verdadera colisión entre las masas humanas y la técnica. Así se inauguraba una nueva era marcada por el «enorme despliegue de la técnica» (infra, 54), que alumbraba un cosmos enteramente nuevo. El desarrollo técnico y tecnológico irrumpe aquí como una potencia histórica de primer orden, ante cuya erupción el sujeto humano queda anonadado. Sin duda, la potencia aniquiladora de la maquinaria bélica desbordaba ampliamente la frágil constitución del ser humano, así como su capacidad de adueñarse de esas fuerzas que se desataban ante él. La experiencia había perdido su medida. Las expectativas que había despertado el maridaje entre el ser humano y la técnica con el propósito de dominar la naturaleza habían resultado no solo en la impotencia ante la técnica desatada, sino en un «gigantesco baño de sangre» (Benjamin, 1928: 147 [88]).
La vertiente enormemente destructiva que aquí se evidenciaba no era para Benjamin un mero accidente, ni tampoco un simple descarrío de los potenciales más beneficiosos del desarrollo tecnológico. Más bien ponía de manifiesto que en las sociedades del capitalismo industrial la recepción de la técnica se había malogrado (Benjamin, 1937: 475 [158]). En efecto, en estas sociedades la técnica está al servicio del aumento de las capacidades productivas –y destructivas– y la producción de mercancías, no al de la satisfacción de necesidades. La tecnificación de los entornos de vida iba a permitir, por ejemplo, un nuevo grado de disciplinamiento de la fuerza de trabajo –por ejemplo, en la cadena de montaje–, más que una mejora de las condiciones laborales, y en ese trance acabaría por naturalizar las relaciones de dominación mediadas por la propia técnica. Los avances técnicos podían ser venerados y convertidos en objeto de culto, pero si la sociedad no podía amoldar sus contribuciones al uso humano no sería posible una relación armónica entre humanidad y técnica. De hecho, Benjamin advierte que, cuando el desarrollo de los recursos tecnológicos rebasa el umbral de lo que puede absorber el uso humano, se convierte en una energía fundamentalmente destructiva. En último término queda abocada a no encontrar otro aprovechamiento que «la guerra, que, con su destrucción, ofrece la prueba de que la sociedad no estaba lo suficientemente madura como para convertir la técnica en su órgano o que la técnica no estaba lo suficientemente desarrollada como para dominar las fuerzas elementales de la sociedad» (infra, 109). Esa incapacidad para un aprovechamiento efectivo de las capacidades técnicas en el seno de las relaciones sociales capitalistas es lo que había llevado a Benjamin a anticipar, ya a comienzos de los años treinta, que habrían de venir nuevas guerras, en las que se desataría de nuevo el potencial destructivo acumulado. En ese sentido había afirmado que «toda guerra venidera será una rebelión de esclavos por parte de la tecnología» (Benjamin, 1930: 238 [92]). Por ello había señalado ya que el propósito social de la técnica no podía consistir únicamente en el dominio de la naturaleza, sino en «el dominio de la relación entre naturaleza y humanidad» (Benjamin, 1928: 147 [88]). Aquí es donde podía acudirse al auxilio del arte, que tal vez ofreciera claves para poder absorber los avances técnicos mediante nuevos usos y posibilidades sociales.
La inconmensurabilidad entre el sensorio humano y lo que los nuevos productos de la técnica infligían sobre los cuerpos había llevado a Benjamin a diagnosticar la emergencia de «una pobreza del todo nueva»: la pobreza de experiencia (infra, 54-55). Esta relación entre el desarrollo tecnológico y la experiencia humana es central para la concepción de Benjamin; solo desde ella se revela la dimensión antropológica de sus escritos y la clave de su dimensión política –también en el caso de su llamada a la «politización del arte» (infra, 109)–. Las antiguas coordenadas de la experiencia habían quedado completamente fuera de quicio. Donde antes reinaba la continuidad, el acervo de un saber que podía transmitirse de generación en generación, a través de relatos y dichos populares, ahora, ante el incremento y la aceleración de los estímulos de la vida moderna y fenómenos como la guerra química, la inflación o el tráfico de las grandes urbes, «la vivencia del shock se convierte en norma» (Benjamin, 1939: 614 [216]). La experiencia en sentido tradicional había sido liquidada; en su lugar aparecía la vivencia del shock: una relación con el mundo marcada por sacudidas abruptas y discontinuas, cuyo efecto sobre los sujetos se asimilaba más al trauma que al medio del aprendizaje y el desarrollo del yo. Pero la destrucción de la experiencia puede ser también el punto de partida para su reconstrucción sobre nuevos fundamentos, que para Benjamin habían de estar vertebrados sobre la nueva cualidad social de las masas, y no tanto desde la vieja categoría del individuo. El problema, por tanto, gira en torno a la cuestión de si la sociedad podía estar en condiciones de adueñarse de las potencias de la técnica e integrarlas en el tejido social, mitigando su efecto traumático, aumentando el campo de acción de los seres humanos y liberándoles de su sometimiento al reino de la necesidad (Benjamin, 1989: 360 n. [57]), o si dichas potencias iban a marcar el decurso de la historia de un modo crecientemente catastrófico.
Cuando Benjamin redacta «Experiencia y pobreza», el desenlace de ese dilema aún no estaba decidido. Con todo, el diagnóstico de la pobreza de experiencia no le lleva a hacer suyas las tesis del pesimismo cultural conservador. Benjamin no ignora que la destrucción de las formas tradicionales de vida y experiencia comporta una seria pérdida, que deja un vacío, pero sabe que no hay vuelta atrás. Por ello, antes que lamentarse, ve en estos cambios la posibilidad de un nuevo comienzo. De la aceptación de esa pobreza puede brotar el germen de «una noción nueva y positiva de la condición bárbara» (infra, 55), que se desembaraza de una cultura adocenada e hipócrita que ha sido incapaz de hacer frente al fascismo (cf. Khatib, 2015: 57 ss.). Por eso saluda esa vertiente «destructiva y catártica» (infra, 70), que barre por fin los restos de una tradición cultural anquilosada para hacer hueco a algo nuevo. Lo importante no son tanto los escombros de la vieja cultura y sus correlativos modos de experiencia, sino el camino que puede abrirse a partir de ellos; eso es lo que Benjamin quiere disputar. Se trata de vislumbrar los potenciales de una inervación colectiva de los avances técnicos, que permita que la población absorba sus innovaciones y pueda operar con ellas en lugar de quedar subyugada por sus efectos más destructivos. En este sentido, su acercamiento a la fotografía y el cine –especialmente este último, orientado explícitamente a las masas– aspira a alumbrar un nuevo concepto de cultura cuyo destino va irremisiblemente unido a una transformación de raíz de las relaciones sociales. La alternativa a la renovación que implica esa «nueva barbarie» por la que apuesta Benjamin no es ya la restauración de la vieja cultura burguesa, sino la barbarie mucho más destructiva y aciaga que encarnaba el fascismo emergente. Es desde estas coordenadas desde donde mejor se entiende la postura de Benjamin, que se caracteriza por una «completa falta de ilusión sobre la época y el compromiso incondicional con ella» (infra, 56).
Desde estas coordenadas puede entenderse mejor el sentido que Benjamin concedía a la movilización de energías artísticas para generar nuevas formas de experiencia; en el texto de «Experiencia y pobreza», los referentes serán, ante todo, literatos, arquitectos y pintores de vanguardia: Brecht, Scheerbart, Loos, Klee. Pero lo que está aquí en juego no es tanto un arte nuevo como la superación del arte: su transformación en una práctica de vida que elimine todo lo superfluo, así como la separación entre lo público y lo privado, para poner el aparato técnico al servicio de una nueva relación de las masas con la realidad natural y social. Así es como los desarrollos técnicos podrán servir a necesidades nuevas, que no se rijan únicamente por los modelos del pasado. La experimentación artística se entiende aquí como una forma de anticipación de la praxis social, fundamentalmente dirigida a modificar los entornos de vida, los marcos de experiencia, para adaptarlos a una realidad transformada, que requería seres humanos distintos. En este sentido menciona Benjamin la innovación de la arquitectura de hierro o de vidrio y la renovación del lenguaje. Del mismo modo que la fotografía, el cine y la prensa ilustrada habían modificado la relación con la imagen, esos elementos modifican el sustrato de la percepción humana; pero no afectan tanto a la percepción reflexiva y consciente cuanto a la percepción inconsciente y táctil de las masas, con la que estas intentan hacer frente a la irrupción de la tecnología en la era industrial. En este punto aparece también un aliado inesperado, sin duda un emisario de ese «concepto positivo barbarie» que Benjamin quiere contraponer a quienes se aferran a un ideal periclitado de civilización: hablamos de Mickey Mouse. En los dibujos de esta figura de Disney detecta Benjamin la anticipación de una relación con la técnica en la que ésta ya no sería una instancia externa, sino algo plenamente reconciliado con el mundo de las criaturas. Por ello reconoce aquí el sueño de una fusión lograda entre «naturaleza y técnica, primitivismo y confort» (infra, 60). El ratón Mickey encarnaría un nuevo modelo de corporalidad en la que se desdibujan los confines que separan lo vivo de lo inerte, lo animal de lo maquinal, en la que los prodigios de la técnica emergen del propio organismo «como si surgieran de un árbol, de una nube o de un lago» (infra, 60), y que por tanto prometen un cuerpo menos vulnerable y frágil, más dúctil, flexible, maleable. Resulta llamativo que estas expectativas, que en este momento parecían cifrar la esperanza de una transformación social y antropológica de signo casi redentor, hayan perdido hoy –bajo el peso de las consignas neoliberales de la flexibilidad y la «plasticidad forzada» (López, 2015)– todo potencial utópico. El desengaño de estas perspectivas exige mirar con la debida distancia algunas esperanzas de Benjamin respecto a los medios técnicos, que hoy ya no podemos hacer nuestras –al menos no de la misma forma–. Con todo, la búsqueda de un modelo de desarrollo tecnológico que posibilitara una relación entre humanidad y naturaleza no basada en el dominio y la explotación no ha perdido ninguna vigencia.
